El
conflicto Cristero en México:
el
otro lado de la Revolución
La Revolución de 1910 constituye un punto de
referencia necesario para comprender la historia mexicana. Entre los ideales
más sobresalientes del Estado post revolucionario figura la laicidad,
establecida constitucionalmente por el gobierno liberal desde mediados del
siglo XIX y reivindicada tras la victoria de los grupos revolucionarios. En ese
orden de ideas la década de 1920 es significativa por dos razones: a) porque en
ella se consolidó el poder estatal, cuyos representantes eliminaron a todo
adversario político; y b) porque esa consolidación implicó una encarnizada
lucha con la Iglesia Católica y con sus fieles. No debe olvidarse que la
institución eclesiástica tuvo presencia en lo que hoy es México desde el periodo
virreinal, y su constancia le brindaba una legitimidad mucho mayor que la que
gozaba el recién fundado Estado post revolucionario. Contrario a lo que suele
pensarse los levantamientos a favor de la Iglesia no estuvieron aislados ni
desarticulados; fueron parte de un movimiento organizado y con objetivos
claros. Este artículo procura dar cuenta del choque de intereses que provocó el
estallido de la Guerra Cristera, uno de los conflictos armados más cruentos y
menos explorados de México en el siglo XX.
El
conflicto Cristero en México: el otro lado de la Revolución
No cabe duda de que la Iglesia Católica ha
sido la institución religiosa con mayor influencia en la historia de América
Latina. Más allá del terreno de la fe, el catolicismo fungió como un eje articulador
de la vida social novohispana y más tarde como elemento imprescindible de buena
parte de los proyectos independentistas. Prueba de ello es el conflicto entre
conservadores y liberales, experimentado en la mayoría de los países de la
región a lo largo de los siglos XIX y XX. El caso de México es particularmente
ilustrativo en este sentido, en tanto que la lucha se tradujo en reformas
constitucionales destinadas a reducir el poder eclesiástico en materia
política, económica y social.1
Pero el radicalismo liberal no logró contener
del todo el poder de la Iglesia, ni a fines del siglo XIX ni después de la
Revolución Mexicana. Así, por ejemplo, la Constitución de 1917 fue objeto de
polémica porque le negaba su personalidad jurídica a la Iglesia y porque retomaba
el principio de separación entre la esfera pública y la privada. Para cuando
estuvo claro que el gobierno revolucionario estaba consolidándose, las fuerzas
eclesiales intentaron revertir las leyes que les resultaban desfavorables y que
se hicieron valer a través de la autoridad de Plutarco Elías Calles.
Este artículo se construye en torno a la
Guerra Cristera (1926 – 1929), a partir de la premisa de que ésta puede
entenderse como un reflejo de la necesidad del Estado revolucionario por
consolidar su hegemonía, y de la resistencia a ese objetivo por parte de una
institución en particular. Pero no se trata de una institución cualquiera, sino
de la organización religiosa más importante en el país: una cuyas demandas de
participación en la esfera pública y del derecho a intervenir en la
construcción de un proyecto social compatible con sus valores pusieron en jaque
la autoridad estatal. La divergencia de intereses y la necesidad de demostrar
su fuerza por parte de ambas instituciones cristalizaron en uno de los
conflictos armados más cruentos de la historia de nuestro país en el siglo XX.
Para explorarlo, este artículo se organiza en cuatro partes:
1. La Iglesia Católica como autoridad:
Espiritualidad en el orden terreno, en la que se esboza una propuesta para
comprender a la institución eclesiástica y su influencia histórica a partir de
su carácter político pero también del evangelizador;
2. La Guerra Cristera: El Estado
revolucionario y la lucha por la hegemonía, cuyo objetivo consiste en enfatizar
la contraposición entre el proyecto estatal y el eclesiástico;
3. Consecuencias de la guerra: El predominio
del Estado, el modus vivendi y la posibilidad de reinserción en la esfera
pública; en la que se abordarán el desenlace del conflicto y sus implicaciones
para el futuro de la Iglesia en México; y
4. Conclusiones, en las que se sintetizarán
las ideas aquí expuestas.
La
Iglesia Católica como autoridad. Influencia social e intereses políticos
El Estado mexicano moderno se funda en la
Revolución de 1910. Aunque ésta suele referirse como un proceso glorioso para
la historia de nuestro país, lo cierto es que los movimientos revolucionarios
no fueron homogéneos y ni siquiera puede pensarse en su triunfo como un motivo
de celebración generalizado. Para bien o para mal, la lucha en contra del
gobierno de Porfirio Díaz culminó con la victoria de un grupo liberal que tuvo
muchos enemigos. El más importante de ellos fue la Iglesia Católica, cuyos
intereses políticos, económicos y sociales se vieron amenazados por el nuevo
proyecto estatal.
Como se ha dicho ya, el propósito central en
este texto consiste en explorar el enfrentamiento entre la institución
eclesiástica y las autoridades que consolidaron el gobierno revolucionario
durante la Guerra Cristera. Sin embargo, para comprenderlo es necesario conocer
los antecedentes del vínculo entre Iglesia y Estado, así como su compleja
evolución a lo largo del tiempo. En esta sección esbozaremos esas
transformaciones de forma muy sintética, entendiendo a la Iglesia a partir de
la propuesta analítica que se desarrolla en las siguientes líneas.
En buena parte de los trabajos académicos en
torno a la relación entre las autoridades gubernamentales y la Iglesia Católica
en México, ésta suele pensarse como un actor político que en ocasiones
construye alianzas con las primeras y en otras se enfrenta a ellas. Empero, tal
descripción parece insuficiente si se considera que se trata de una
organización religiosa cuyos objetivos no son exclusivamente de orden político
sino sobre todo evangelizadores. No es propósito de este artículo ofrecer una
discusión de orden teológico, ni profundizar en los dogmas de fe o en los
rituales en los que se funda el catolicismo.
Sin embargo, se sostiene que para comprender
el vínculo que aquí interesa es necesario concebir a la Iglesia como una
entidad que, aunque se desarrolla en el ámbito público, no es equiparable a
otros actores en virtud de su carácter confesional. Por ese motivo el análisis
se articula con base en las siguientes premisas:
a) La religión católica da fundamento a la
Iglesia. Aunque esto parece evidente, es digno de considerar que una religión
consiste en un sistema de creencias y de prácticas compartidas, que además
tienden a generar solidaridad entre sus adeptos. A ello se agrega la reproducción
de marcos de interpretación que dotan de sentido al mundo, y a partir de los
cuales se construyen un conjunto de principios morales y un ideal de sociedad.
Como se argumentará posteriormente, la Guerra Cristera puede leerse como un
conflicto en el que se puso en juego el proyecto social que habría de imperar
en el Estado mexicano post revolucionario, y que podía derivar tanto del
entramado de valores que ofrece el catolicismo como de una serie de principios
laicos.
b) La Iglesia es una organización que funge
como maestra de los feligreses, y que los guía en el camino a la salvación.
Pero esto no significa que restrinja sus actividades al orden espiritual; de
hecho, en su calidad de portadora de un sistema de creencias y de valores
específicos resulta necesario actuar también en el orden terreno para
difundirlos. En ese sentido, la Iglesia ha de pugnar por su presencia en el
espacio público para construir una sociedad acorde con los principios que desde
su perspectiva conducen a la salvación.
c) El proceso de secularización, a través del
cual la religión dejó de erigirse como el centro de la organización social,
implicó que el resto de las esferas sociales adquirieran una lógica propia. La
imposibilidad de la Iglesia y de sus representantes para permear a la sociedad
en su conjunto tiene dos consecuencias fundamentales: i) la fragmentación
social, contrapuesta al ideal de la comunidad cristiana unida; y ii) su
reproducción en los sujetos, que en las sociedades modernas suelen pensarse
como individuos y ya no como parte de la comunidad antes referida. Ambas
condiciones condujeron a una toma de posición por parte de la jerarquía
eclesiástica en todos los niveles2 . Como apunta Émile Poulat (2003), el
integralismo intransigente surge precisamente como una apuesta por adecuarse a
las condiciones de la modernidad sin renunciar a la integralidad católica. En
otras palabras, la institución eclesiástica pugna por formar personas (y no
individuos) que coloquen sus creencias religiosas y los principios que de ellas
derivan por encima de otras consideraciones. Esto significa que los católicos
han de ver en la religión una guía para sus acciones tanto en la esfera privada
como en la pública. Más tarde discutiremos que esa exigencia subyace no sólo en
las demandas de los cristeros frente a la administración callista, sino en la
así entendida responsabilidad de los católicos para luchar en contra de ésta.
Las previsiones anteriores permiten repensar
el vínculo Iglesia – Estado en México, puesto que dan cuenta de la autoridad
moral que reviste a la primera, y de su capacidad para generar cohesión social
a partir de un conjunto de creencias que dotan de sentido al mundo de los
feligreses. Pero ¿cómo ha sido ese vínculo a lo largo de la historia? Desde la
conquista y durante todo el periodo virreinal la Iglesia Católica actuó como un
agente de evangelización destinado a salvaguardar la integridad y la difusión
de la que se entendía como “la fe verdadera”. Aunque estuvo apoyada por la
Corona Española, la conquista espiritual fue una empresa difícil porque no sólo
implicaba el aprendizaje de una doctrina sino de una forma de pensar. En
concordancia con las premisas antes desarrolladas, la conversión al catolicismo
significó sobre todo abrazar una cosmovisión que poco tenía que ver con la
realidad indígena prehispánica:
“Todo
esto contribuyó a reforzar una nueva identidad […] y a resaltar el papel
central que se daba a la Iglesia. Con esa estructura a su servicio, y
ayudándose con el adoctrinamiento de los niños y el relevo generacional, los
frailes lograron (a veces con violencia) la supresión o marginación de los
ritos y los sacerdotes prehispánicos.” (García, 2010: 133)
En realidad, el papel de la Iglesia nunca se
restringió a extender un conjunto de creencias religiosas y ni siquiera de un
modo de comprender el mundo. En su calidad de aliada de la Corona, ésta
desempeñó importantes funciones en el orden terreno del Virreinato de la Nueva
España. Aquí nos referiremos a tres de ellas:
a) la
articulación social, a partir de la conformación de patronatos, de la
producción de manifestaciones culturales tales como la celebración de fiestas
religiosas, y del contacto con todos los miembros de la sociedad virreinal,
incluyendo a los indígenas;
b) la
administración de servicios que en el esquema de pensamiento moderno pueden
identificarse como parte de las funciones estatales, y que incluyen la salud,
la educación y el registro de nacimientos, matrimonios y muertes, entre otras;
y
c) la
administración de propiedades y otros bienes económicos obtenidos a través de
donaciones y de diezmos, que dotaron a la estructura eclesiástica de una
solvencia monetaria significativa.
En esa época la Iglesia se entendía como
núcleo social; no es sorprendente que haya tejido un lazo sólido con las autoridades
civiles, ni que éstas le hayan permitido colocarse en una posición de autoridad
desde la cual fue capaz de estructurar y de cohesionar a la sociedad en su
conjunto. Como afirma David Bailey, la presencia de la Iglesia en el entramado
social e institucional de la Nueva España fue pronunciada y extendida. Esa
presencia se vio parcialmente amenazada con la introducción de las Reformas
Borbónicas en el siglo XVIII; no obstante, el catolicismo permaneció como la
religión oficial de la Corona y por lo tanto la Iglesia mantuvo su estatus como
autoridad.
El orden virreinal es impensable sin la
estructura eclesiástica, que extendió sus funciones por encima del ámbito de la
fe a partir de un proyecto integrista, en el sentido referido por Poulat
(2003), y cuyo eje articulador era la doctrina católica. Los alcances de la
interiorización de ese modelo se volvieron evidentes con la presencia
napoleónica en España y la consecuente aprobación de leyes de carácter liberal.
Ese proceso, que corresponde al concepto de secularización antes referido,
trastocó el orden hasta entonces establecido y minó las relaciones de poder que
por tantas décadas habían resultado funcionales.
En su primer siglo como país independiente
México sufrió reiteradas convulsiones en virtud del intento de reconquista
español, la deuda externa, el separatismo texano, y las invasiones francesas y
estadounidenses. A ello se sumó la inestabilidad interna ocasionada por la
lucha entre proyectos de nación contrapuestos, que pueden clasificarse en conservadores
y liberales. Tal concepción resulta sin duda simplista si se considera la
heterogeneidad de cada corriente, pero es útil para los fines de este texto. A
grandes rasgos, puede decirse que:
a)
Los partidarios de un gobierno de tipo conservador apostaban por la permanencia
del status quo aún sin la presencia española. Desde esta perspectiva la
estabilidad sólo podría resultar de la restauración del orden, en el que la
Iglesia tenía un papel central como autoridad moral, como pilar social, y como administradora
de los servicios antes referidos.
b)
Por el contrario, los liberales sustentaron su proyecto en la producción
filosófica de la Ilustración y en experiencias paradigmáticas como la
revolución francesa y la independencia estadounidense. El liberalismo supuso la
separación total entre la Iglesia y el Estado, otorgándole a las últimas
facultades por encima de cualquier otro actor político o social. Además suponía
el respeto a derechos como la libertad religiosa, un punto que sin duda ponía
en jaque a la autoridad eclesiástica.
En otras palabras, la lucha entre estos
grupos no ha de entenderse simple y llanamente como un conflicto entre
facciones con intereses contrapuestos, sino como un enfrentamiento en el que lo
que se ponía en juego era sobre todo un proyecto nacional; una forma de
entender la sociedad, de establecer los principios que habrían de regirla, y de
legitimar uno u otro modelo social a partir de una posición clara frente a las
transformaciones que conllevan la modernización y la secularización.
La alternancia entre gobiernos conservadores
y liberales fue conflictiva durante todo el siglo XIX. Así, por ejemplo, en
1857 la administración de Ignacio Comonfort aprobó una Constitución de corte
liberal en la que se anexaron las leyes Juárez, Lerdo e Iglesias. La nueva
Carta Magna estipulaba entre otras cosas: a) la libertad de creencias; b) la
enseñanza libre de cualquier credo religioso; c) la eliminación de fueros a
personas o instituciones; y d) la imposibilidad de adquirir o administrar
bienes raíces para una corporación, más allá de las requeridas para prestar sus
servicios. (Fuentes, 2007)
La recién aprobada Constitución dañaba de
manera directa los intereses de la Iglesia. Por un lado, afectaba su papel como
articuladora social porque el catolicismo perdía oficialmente su obligatoriedad
y porque se prohibía la administración de bienes ajenos a los servicios
religiosos. Por el otro, limitaba su posibilidad de interactuar con la
población más allá de esos servicios en tanto que el Estado se encargaría de la
educación, de la salud, y del registro civil. Además de su poder sobre todos
esos ámbitos, los miembros de la jerarquía eclesiástica perdieron sus
privilegios legales con la eliminación del fuero.
La subordinación de la Iglesia al aparato
estatal durante esa época fue, sin duda, un duro golpe para su poder político,
su poder económico, y su presencia social. Pero los grupos que la apoyaban no
permanecieron indiferentes. La polémica suscitada con la aprobación del
documento dio inicio a un nuevo periodo de inestabilidad, ante la demanda de su
derogación por parte de los conservadores y el nombramiento de Félix María
Zuloaga como líder de una administración paralela a la de Benito Juárez durante
la Guerra de Reforma (García, 2010). Tras el triunfo de este último y el
fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo, inicialmente apoyado por los
conservadores, quedó claro que el proyecto liberal había triunfado. Los
gobiernos subsiguientes respetaron lo estipulado por la Constitución de 1857,
que se enarboló como la base un Estado mexicano dispuesto a consolidar su
fuerza frente a otros actores.
Ni siquiera entonces la Iglesia se mantuvo
pasiva; continuó denunciando la impertinencia de las nuevas leyes e intentando
negociar la recuperación de sus espacios. Vale la pena recordar que ésta no
constituye únicamente un actor político, sino una organización religiosa. Si
sus representantes se manifestaron en contra de las autoridades civiles no fue
sólo porque sus intereses en el orden terreno se vieron amenazados, sino porque
la imposibilidad de acceder a ciertos espacios afectó también su capacidad de
injerencia social. Si la misión de la Iglesia consiste en evangelizar y en
construir una sociedad acorde con los principios que conducen a la salvación, la
Constitución se erigió como un obstáculo difícil de franquear porque limitó
considerablemente su capacidad en ese ámbito. Cabe reflexionar si la
preocupación principal de la jerarquía eclesiástica fueron las previsiones
específicas de la Carta Magna o el hecho de que su autoridad para intervenir en
el orden terreno fuera cuestionada. Esto último abría la posibilidad de limitar
a la Iglesia a la esfera privada, una condición adversa a sus intereses pero
además contrapuesta a su misión de formar católicos integrales, congruentes,
dispuestos a actuar siempre con base en sus creencias.
La llegada de Porfirio Díaz a la presidencia
tampoco fue esperanzadora: el caudillo venía de extracción liberal, y creía en
la Constitución con tal firmeza que había organizado un levantamiento armado en
contra de Juárez por reelegirse una tercera vez. Pero las convicciones de Don
Porfirio fueron suavizándose con los años, especialmente a raíz de experiencias
personales.3 El orden anterior a la Constitución no se restableció durante su
régimen, pero la Iglesia gozó de ciertas concesiones informales entre las que
se encontraron la propiedad de escuelas y hospitales. Ante este ambiente
favorable, el número de diócesis se multiplicó y la relación con el Estado fue
cordial. La administración porfirista se benefició también de esas concesiones,
que le aseguraron el apoyo de la estructura eclesiástica y también de los
feligreses.
Con independencia de las injusticias en la
esfera social y del acaparamiento del poder político por parte de Díaz, puede
decirse que el porfiriato fue un periodo de relativa estabilidad en el país.
Empero, el desgaste de ese esquema dio origen a una serie de movimientos
revolucionarios con líderes y con demandas heterogéneas. No es objeto de este
texto profundizar en el carácter de esos movimientos. Baste con decir que en
ellos se aglutinaron clases sociales disímiles cuyos intereses no siempre
fueron conciliables. Así, las rebeliones caudillistas perecieron ante el
ascenso del grupo constitucionalista liderado por Venustiano Carranza. Para
sentar las bases del nuevo proyecto estatal se recurrió a la misma estrategia
de los gobiernos liberales anteriores a la presidencia de Díaz: se redactó una
Constitución. La Carta Magna de 1917 retomó buena parte del contenido de su
antecesora liberal; los servicios de salud y de educación quedaron en manos del
poder civil, y no se reconoció la personalidad jurídica de la Iglesia. En este
orden de ideas, para la institución religiosa la Revolución significó otra vez
un cambio en detrimento de sus intereses. Limitar su presencia en el orden
terreno significaba también coartar su posibilidad de intervenir en el orden
espiritual a través de la difusión de sus principios en espacios no
institucionales. Y restringir las enseñanzas de la Iglesia a los recintos
espirituales equivalía a confinarla a la esfera privada.
Aquí se sostiene que el proceso político
experimentado en 1917 fue muy similar al de 1857. La aprobación de la
Constitución fue un punto de profunda controversia entre la Iglesia y el nuevo
Estado revolucionario, pues reflejaba la proclividad de éste a constituirse
como autoridad única en el orden terreno. Las autoridades civiles pensaban en
la sociedad mexicana como moderna, secularizada, en la que lo público y lo
privado habrían de separarse tajantemente y en la que la Iglesia tendría que
restringir su actividad a lo meramente espiritual. Debe reconocerse que a tal
evento siguió todavía un periodo de considerable inestabilidad; sin embargo, lo
cierto es que tanto Venustiano Carranza como Álvaro Obregón legislaron en
contra de los intereses de la organización confesional, y que el sucesor de
éste último sería todavía más duro para enfrentar a los enemigos del Estado
revolucionario.
Plutarco Elías Calles llegó a la presidencia en
diciembre de 1924. De conocida tradición liberal, había participado en la lucha
revolucionaria a lado de Obregón y mantenía un profundo compromiso con el
fortalecimiento del Estado. Las protestas del clero contra la nueva
Constitución no cesaron, pero el nuevo gobernante no cedió ante ellas. Por el
contrario, sus acciones dejaron en claro que su prioridad era asegurar la
estabilidad política, económica y social mediante el fortalecimiento del
aparato estatal. Para ello, la autoridad eclesiástica habría de subordinarse al
Estado revolucionario sin importar las consecuencias.
La Guerra Cristera: El Estado revolucionario
y la lucha por la hegemonía
La aplicación de la Constitución de 1917 era
un hecho que Plutarco Elías Calles no estaba dispuesto a negociar. El documento
le otorgaba un sustento legal a los principios liberales que permearon el
proyecto del grupo revolucionario que resultó vencedor, y había que respetarlos
para que éste cristalizara a pesar de las posturas de la oposición. Como apunta
Javier Garciadiego respecto del gobierno callista, “su principal objetivo fue
darle orden y racionalidad al proceso de transformación posrevolucionaria, para
lo que introdujo normas y reglas, y por ende límites […]” (Garciadiego, 2008:
465)
La inestabilidad por la que había atravesado
México en los últimos años apuntaba a la probabilidad de nuevas revueltas
populares, por lo que los esfuerzos del mandatario se vertieron sobre la
consolidación del Estado en todos los ámbitos. Entre los más significativos se
encontró su postura frente a la regulación de la propiedad extranjera en el
país, que provocó que a los problemas internos de la administración callista se
sumara la presión del gobierno estadounidense a través del Secretario de Estado
Frank Billings Kellogg. En palabras de Nicolás Larin, “este difícil momento
para el pueblo mexicano fue aprovechado por la Iglesia católica […] –que–
calculaba que el gobierno no podría hacer frente a las fuerzas unidas de la
reacción exterior e interior y se vería obligado a derogar aquellos artículos
de la Constitución que limitaban las riquezas materiales y la influencia de la
Iglesia Católica.” (Larin, 1968: 95).
Como se ha referido antes, para la
institución religiosa la nueva Constitución era de por sí desfavorable porque
reivindicaba el liberalismo y la supremacía del Estado sobre el resto de las
instituciones; es decir, daba un sustento legal a la secularización de la
sociedad mexicana y con ello ratificaba la imposibilidad de la Iglesia para
inmiscuirse en la arena pública. Por ese motivo su oposición se centró sobre
todo en las disposiciones de cinco artículos constitucionales: a) el artículo
3°, en el que se establece que la educación es laica, gratuita, y obligatoria
para todos los mexicanos;4 b) el artículo 5°, en el que se prohíbe el
establecimiento de órdenes monásticas y por lo tanto se coartó una de las vías
para incorporar individuos a la estructura eclesiástica; c) el 24°, a través
del cual se reconoce la libertad de creencias y de culto pero la práctica de
éste último se restringe a los templos y a los domicilios privados;5 d) el 27°,
en el que se reafirma que los bienes inmuebles de las organizaciones religiosas
pasan a ser propiedad de la Nación; y e) el 130°, que le otorga a los poderes
federales la facultad de reglamentar en materia de culto religioso y elimina la
personalidad jurídica de las organizaciones confesionales.
Ocho años después de su promulgación, y en
congruencia con el objetivo de posicionar al Estado como la única fuerza capaz
de determinar el acontecer político, el nuevo presidente decidió establecer
controles todavía más severos sobre la institución religiosa más importante en
México. La primera medida en este sentido fue el decreto para crear la
denominada Iglesia Católica Apostólica Mexicana, que en teoría habría de tener
un carácter puramente nacional y por lo tanto ser independiente del Vaticano
(Lisbona, 1999). Aunque esta disposición no tuvo repercusiones reales sobre el
modo de administrar la organización eclesiástica,6 señaló de forma muy clara
las intenciones de crear un sentimiento nacionalista bajo el amparo del Estado.
La reorganización del país requería de un aparato estatal suficientemente
fuerte como para salvaguardar el modelo revolucionario, y ello implicaba
eliminar de tajo la posibilidad de supervivencia de proyectos políticos
alternativos.
En este texto se ha señalado ya que a lo
largo del porfiriato los miembros de la jerarquía católica lograron un acuerdo
implícito con el gobierno para continuar desarrollando esas actividades. Pero
un convenio de esa naturaleza resultaba impensable con Calles a la cabeza, pues
sus acciones señalaban una profunda convicción por hacer efectivos los
controles constitucionales sobre la Iglesia e incluso por ampliarlos. La
fundación de la Liga Nacional de Defensa Religiosa en 1925 y su esfuerzo por
mantenerse presente en toda la república son prueba fehaciente del apremio de
los católicos por revertir esa tendencia (Liga Nacional de Defensa Religiosa,
1925a). No debe olvidarse que ser católico no implica sólo un acto de fe, sino
un entero sistema de rituales y de creencias que solidarizan a los feligreses y
que les ofrecen una forma de interpretar el mundo. En ese sentido, todo
católico que se preciara de ser congruente habría de defender el papel de la Iglesia
como madre, como maestra, y por lo tanto como punto neurálgico de la
organización social.
La Liga estuvo compuesta por grupos de laicos
tales como la Asociación Católica de la Juventud Mexicana (ACJM), la Unión
Popular, la Cruzada Femenina de la Libertad, la Unión de Damas Católicas, la
Confederación Nacional Católica de Trabajadores y la Unión Nacional de Padres
de Familia (UNPF), entre otras. Es importante enfatizar que esas organizaciones
no pertenecían a la Iglesia, aunque tuvieran un fuerte vínculo con ella. Como
se aclara en el sitio oficial de la ACJM el hecho de que la oposición no fuera
parte de la propia estructura eclesiástica estuvo pensado para evitar las
represalias del Estado, pues la participación de los ciudadanos no constituía
ninguna violación a las disposiciones constitucionales. Meses después, sin
embargo, también la Iglesia pronunció su rechazo a la Constitución a través de
una Carta Pastoral (ACJM, 2004)
El objetivo primordial de la Liga, apoyada
ahora sí por una parte de la institución eclesiástica, consistía en lograr la
revocación de los artículos constitucionales antirreligiosos bajo la consigna
de que éstos amenazaban los derechos individuales y la libertad de creencias
supuestamente garantizada por la Carta Magna. La separación oficial entre
iglesias y Estado era ya una realidad, pero desde la perspectiva de los
católicos la falta de personalidad jurídica era una declaración abierta de su
intención por excluir a la Iglesia del espacio público. Lo que estaba en juego
no era trivial: el dominio de ese espacio era vital para poner en marcha un
proyecto político que habría de impactar también la organización del sistema
social. En este punto cabe recordar que la Iglesia Católica había funcionado
históricamente como articuladora de dicho sistema, y que la importancia de ese
papel había sido expuesta ya desde 1891 por el Papa León XIII en la carta
encíclica Rerum Novarum. El modelo de sociedad ideal propuesto en ese documento
considera entre otras cosas la defensa de la propiedad privada, del
sindicalismo, de la justicia social y de la dignidad humana, todas ellas
fundadas en la idea de que la Iglesia habría de fungir como centro de las
prácticas sociales y como negociador en el sistema político con el fin de
garantizar su cumplimiento.
Más allá de la pertinencia o no de los
ideales católicos en materia social, ese esquema no era compatible con el orden
propuesto por el gobierno callista por la simple razón de que implicaba
reconocer a la Iglesia como un interlocutor válido frente al Estado. Para
subordinarla, el presidente otorgó a los gobernadores la facultad para decidir
el número de ministros de culto permitidos en cada entidad federativa, así como
su nacionalidad. Además, para eliminar las posibilidades de intromisión
eclesiástica en el espacio público en julio de 1926 se promulgó la Ley de
Tolerancia de Cultos, popularmente conocida como la Ley Calles. En ésta se
introdujeron modificaciones al Código Penal, entre las cuales destacaron el
impedimento de realizar actos confesionales y de impartir catequesis fuera de
los templos, la expropiación de éstos y de los monasterios, y la prohibición de
la prensa de inspiración religiosa. En el documento original puede leerse que:
“Las
publicaciones periódicas religiosas o simplemente de tendencias marcadas a
favor de determinada creencia religiosa, ya sea por su programa o por su
título, no podrán comentar asuntos políticos nacionales ni informar sobre actos
de las autoridades del país, o de particulares, que se relacionen directamente
con el funcionamiento de las instituciones públicas.” (Diario Oficial de la
Federación, 1926: 2)
Para la Iglesia la nueva ley era problemática
en tres sentidos:
a) Negar los actos de fe públicos fortalecía
el principio liberal de separación entre la esfera pública y la privada,
confinando las creencias religiosas a la segunda y por lo tanto impidiendo la
realización de los católicos como seres humanos integrales; es decir,
congruentes con los valores de su doctrina en todo tiempo y espacio.
b) La expropiación de templos y monasterios
no significaba la ausencia de espacios para las prácticas religiosas, pero sí
la imposibilidad de administrarlos en tanto que fungirían como concesiones por
parte del Estado. Tal condición le otorgaba una ventaja indiscutible, pues la
estructura eclesiástica habría de ajustarse a sus reglas para mantener las
concesiones.
c) La obligatoriedad del carácter laico de
las publicaciones en prensa constituía también un duro golpe para la Iglesia,
pues impedía la exposición de sus posiciones respecto del acontecer político y
social al tiempo que negaba su estatus como interlocutor en el espacio público.
La aprobación de la Ley Calles puso de
manifiesto que las autoridades civiles luchaban por la hegemonía frente a todo
actor que se les opusiera, en aras de la estabilización del país y de la
necesidad por sentar las bases de un nuevo proyecto nacional. Para la Iglesia
el conflicto consistía en una lucha por mantener sus espacios de influencia,
esos que le habían sido arrebatados desde 1857 y que había recuperado
parcialmente durante el periodo porfiriano. Si el Estado revolucionario
triunfaba, significaría la pérdida de toda posibilidad de actuar como
articulador social y como agente político, capaz de negociar para velar por su
supervivencia pero también para conducir a los mexicanos hacia la salvación.7
La urgencia por frenar la hegemonía estatal
se expresó primero pacíficamente, a través de una orden episcopal destinada a
suspender las ceremonias religiosas. Acto seguido los ministros de culto se
dirigieron al aparato estatal para exigir la revocación de las leyes que les
afectaban. Pero el diálogo no era una opción real para los representantes de la
Iglesia porque la Constitución Mexicana no los reconocía como ciudadanos. En
febrero de 1926, los miembros del episcopado publicaron una declaración en la
que calificaban de funesta a la Constitución, y en la que “contra la tendencia
de los Constituyentes, destructora de la religión, de la cultura y de las
buenas tradiciones, protestamos como Jefes de la Iglesia Católica en nuestra
Patria.” (Episcopado Mexicano, 1926)
El conflicto creció rápidamente en los meses
siguientes, cuando los dirigentes de la Liga y del Comité Episcopal hicieron
público un documento en el que se proponía paralizar la economía para obligar
al Estado a atender sus demandas. Como señala Larin, el plan consistía a
grandes rasgos en los siguientes puntos:
a) Un boicot a los periódicos en los que no
se publicaba información sobre las protestas contra el gobierno, como forma de
oponerse a la prohibición de la prensa de inspiración religiosa y por lo tanto
a la hegemonía gubernamental en materia de acceso a la información;
b) la compra de artículos estrictamente
necesarios para la supervivencia, que incluía la abstención de asistir a
lugares de entretenimiento como teatros y cines, de subirse al transporte
urbano, y de usar la energía eléctrica excepto para lo indispensable; y
c) un boicot completo a escuelas laicas, como
protesta ante la pretendida negación del Estado por permitir que los ciudadanos
católicos eligieran el tipo de educación de sus hijos. Esto último constituye,
todavía hoy, la clave para entender las acciones de la Unión Nacional de Padres
de Familia.
La estrategia para boicotear al Estado no fue
bien recibida por el Papa Pío XI, pero estuvo respaldada por la mayor parte del
clero mexicano (Blancarte, 1992). Empero, las acciones sugeridas por la Liga
terminaron por afectar todavía más a la Iglesia en tanto que ésta perdió el
apoyo de los comerciantes que habían sido afectados por el boicot. Sea como
fuere, la paralización de la economía no repercutió en las oportunidades de
diálogo con el Estado.
De la imposibilidad de posicionarse en el
espacio público para exigir una reforma constitucional a través de las vías
legales surgió una reacción más severa por parte de la Iglesia, esta vez por la
vía armada. Debe destacarse que la Guerra Cristera no se engendró como una
sublevación espontánea y carente de planeación. Por el contrario, aquí se
sostiene que ésta fue más bien el epítome de un conflicto que había estado
agravándose y que estalló en violencia sólo una vez que la Iglesia hubo
calculado que tenía posibilidades reales de debilitar al Estado. El rechazo del
gobierno estadounidense a las leyes callistas que afectaban las propiedades de
extranjeros en México fue clave en ese cálculo.
Para fines de 1926 una comisión de obispos se
reunió con el Papa Pío XI y obtuvo su beneplácito para iniciar la lucha armada,
así como su autorización para financiarla con recursos de la Iglesia. El apoyo
del Sumo Pontífice a la causa de la Liga se documenta con la Carta Encíclica
Iniquis Afflictsique, en la que puede leerse que las autoridades mexicanas han
mermado la libertad de la Iglesia e impedido el ejercicio del ministerio a través
de castigos severos hacia los fieles:
“Y
en primer lugar veamos aquella ley promulgada el año 1917 y llamada
“constitución política” de las ciudades federadas de México. Por lo que atañe a
Nosotros, después de haber sancionado la separación de la República respecto de
la Iglesia, ningunos derechos le quedan a ésta, como condenada a muerte, y
ningunos derechos puede adquirir en lo futuro; se da a los magistrados la
potestad de interponer su autoridad en los asuntos del culto de la disciplina
interna de la Iglesia. Los ministros sagrados quedan comparados con los obreros
y demás empleados, con esta diferencia, que aquellos no sólo deben ser
mexicanos de nacimiento y no exceder un número determinado, que deben definir
los legisladores de cada uno de los estados, sino que también se ven privados
de sus derechos políticos y civiles, a manera de hombres facinerosos o
insanos.” (Pío XI, 1926: 465)
Con la autorización de Pío XI no quedaba duda
de que el ejército cristero contaría con soporte más allá de las organizaciones
que formaron la Liga. A inicios del siguiente año sus líderes consultaron al
Comité Episcopal para iniciar la lucha armada y recibieron también su apoyo.
Llama la atención que hayan sido los miembros de la jerarquía eclesiástica
quienes autorizaron un levantamiento que a todas luces desataría una profunda
ola de violencia. Sin embargo, esa parecía la única vía factible para debilitar
al aparato estatal y conseguir espacios en los que se negociara la revocación
de los artículos constitucionales que afectaban los intereses de la Iglesia.
Los miembros del Comité Directivo con el que se fundó la Liga declararon:
“Agotados todos los recursos legales y pacíficos, el pueblo instintivamente
empezó a manifestar, en forma que no daba lugar a duda, su decisión de recurrir
a las armas para defender las libertades esenciales.” (Liga Nacional de Defensa
Religiosa, 1925b).
Bajo la consigna de “¡Viva Cristo Rey!”, el
ejército cristero se lanzó en contra de las fuerzas estatales para reivindicar
la posición que a su juicio le correspondía a la Iglesia. El conflicto se
agudizó rápidamente, y se focalizó en los estados de Aguascalientes, Zacatecas,
Jalisco, Nayarit, Colima, Michoacán, Guanajuato y Querétaro. Un primer vistazo
sugiere que el movimiento incluyó a grupos sociales más o menos favorecidos,
opuestos al gobierno revolucionario por la proyectada eliminación de los
latifundios y sus consecuencias para los terratenientes (Larin, 1968). Pero la
composición de las huestes cristeras no está del todo clara. Un análisis más
profundo sugiere que éstas incluyeron a grupos heterogéneos, en tanto que el
movimiento no pugnaba por la reivindicación de demandas de una clase sino de un
grupo religioso extendido en todo el territorio nacional y que abarcaba a más
del 90% de la población. Se sabe, por ejemplo, que entre los miembros del
ejército cristero había campesinos. Empero, no es viable suponer que la clase
campesina completa haya apoyado la causa de la Iglesia Católica, porque buena
parte de ella se encontraba cercana al gobierno de Calles desde la fundación de
la Comisión Nacional Agraria. Lo mismo ocurre en el caso de las clases medias y
altas. Asociaciones como la UNPF y la ACJM concentraron a miembros de clases
sociales favorecidas, pero es imposible pensar que la mayoría apoyaban la causa
de la Liga si se considera que los comerciantes y empresarios sufrieron
pérdidas a raíz del boicot económico organizado por ésta.
La complejidad del fenómeno aumenta si se
considera que el apoyo del clero al movimiento cristero tampoco fue unánime. El
obispo Leopoldo Lara y Torres (de Michoacán), por ejemplo, fue uno de los más
decididos partidarios de la lucha armada y se opuso terminantemente a quienes
no lo apoyaron. Entre ellos se encontró Pascual Díaz Barreda, en ese entonces
obispo de Tabasco y posteriormente nombrado Arzobispo de México. Para los
miembros de la jerarquía que coincidían con Díaz, la Cristiada significaba un
sacrificio sin sentido de vidas humanas que bien podría evitarse por la vía de
la negociación (López, 1987).
Lo que se pretende ilustrar con estos
argumentos es que el movimiento cristero estuvo respaldado por grupos disímiles
que coincidían exclusivamente en la opinión de que la Carta Magna de 1917 era
injusta y que violaba los derechos que históricamente le habían correspondido a
la Iglesia como participante en el espacio público; es decir, en el orden
terreno. El rechazo al gobierno revolucionario y a sus leyes se manifestó
abiertamente en el proyecto de Constitución de los cristeros, un documento con
242 artículos en cuyo apartado introductorio se establece lo siguiente:
“LA
NACIÓN MEXICANA,
a
DIOS, REY DEL UNIVERSO, a todas las Naciones Civilizadas de la
Tierra
y a sí misma:
Por anhelos de Paz y Bien-estar, más allá de
dos lustros ha que el pueblo mexicano soporta como Gobierno un cualquierismo
militarista, usurpador y fraudulento; sufre la opresión de Dictaduras que lo
agobian con Leyes que atacan sus más sagrados e inalienables derechos y con
procedimientos conculcatorios que […] le arrebatan la migaja de libertad que
ellas conceden para ejercitar el derecho de enseñar, de pensamiento, de
conciencia, de asociación, de protesta, de petición, de defensa, de comercio,
de propiedad, etc., etc. lícitos, causándole deshonras y descrédito mundiales;
cegándole vidas de ciudadanos útiles y honrados, de niños inocentes y de
indefensas mujeres, oprimiéndolo con impuestos y gabelas exorbitantes cuyo
enorme producto, enriquece y lo consume una casta de políticos carente de toda
moralidad y odiosa por su punible actuación […]” (Lombardo, 1963: 55)
La redacción del documento refleja cuando
menos tres características del movimiento cristero:
a)
Éste estuvo compuesto por miembros de orígenes heterogéneos, entre los que
claramente figuraron también profesionistas que fungieron como ideólogos. No se
trata de una rebelión exclusiva de las masas populares y mucho menos de una
lucha espontánea o carente de estrategias, como se ha pretendido a veces en las
crónicas de los mártires cristeros.
b)
Las posibilidades de conciliar el proyecto cristero con el revolucionario eran
absolutamente nulas, no sólo por los controles estatales a la organización
religiosa contenidos en la Constitución de 1917 sino por la oposición de sus
miembros al grupo en el poder.
c) El
movimiento proyectaba posibilidades reales de resultar vencedor, como lo
demuestra la redacción del documento constitucional antes citado. Los
enfrentamientos entre las fuerzas cristeras y el ejército federal fueron
prolongados, y la mayor parte de las veces no resultaron en una victoria clara
para ninguna de las dos partes. Como afirma Jean Meyer, para fines de 1928 el
gobierno no lograba todavía vencer definitivamente a los partidarios de la
Iglesia, y tampoco podía apreciarse un avance de éstos sobre el territorio
nacional. A pesar de todo, dos cosas habían cambiado desde el inicio del
conflicto:
a) El
General Álvaro Obregón, antecesor de Calles en la silla presidencial, había
sido asesinado por un miembro de la ACJM. José de León Toral y Concepción
Acevedo de Llata (“la madre Conchita”) fueron señalados como los autores
material e intelectual del crimen. Ambos tenían fuertes vínculos con la Liga,
por lo que las autoridades presumieron que el asesinato estaba vinculado con el
enfrentamiento entre Iglesia y Estado. La agresión resultó después de todo
favorable al segundo; le brindó argumentos para desplegar su fuerza en contra
de la Liga y la oportunidad de demostrar que el aparato estatal no cedería.
León Toral fue detenido y ejecutado en diciembre del año siguiente.
b)
Las negociaciones de la administración callista con el gobierno estadounidense
estaban rindiendo frutos. Después de prometer la protección de los intereses de
los propietarios extranjeros en el país, Calles gozó de la aprobación de los
Estados Unidos a decir del embajador Dwight Morrow (Larin, 1968). Esta
condición evidenció las dificultades de debilitar al Estado que estaban
previstas por el movimiento cristero.
Tales cambios trastocaron las posibilidades
de triunfo del movimiento armado en contra del gobierno de Calles. Aunque no
fue un proceso sencillo ni inmediato el ejército cristero comenzó a perder
apoyo incluso por parte del clero, especialmente tras una instrucción que el
Delegado Apostólico en Estados Unidos hizo llegar al obispo Díaz. En ésta se
ordenaba que los miembros de la estructura eclesiástica se abstuvieran de
inmiscuirse en la acción armada, pues la Iglesia ha de colocarse por encima de
toda facción y partido político (López, 1987).
Consecuencias
de la guerra: El predominio del Estado, el modus vivendi y la posibilidad de
reinserción en la esfera pública
El enfrentamiento entre las fuerzas cristeras
y el ejército federal llegó a su fin en junio de 1929. Es difícil establecer
una fecha exacta como término del conflicto, puesto que no hubo ninguna batalla
en la que se haya dejado en claro que los cristeros estuvieran derrotados. La
resistencia a las disposiciones gubernamentales hubiera podido continuar por
varios años, pero el clero no estaba dispuesto a seguir costeando las
consecuencias de la guerra. Y es que la lucha armada había provocado cuantiosas
pérdidas en varios sentidos:
a)
Los recursos financieros necesarios para sostener la resistencia no eran
deleznables, y tampoco sostenibles por un periodo mucho más prolongado para una
institución carente de personalidad jurídica y de los consecuentes permisos
legales para administrar propiedades.
b) No
existe registro de la cantidad de vidas que se perdieron durante la Guerra
Cristera, aunque según Larin (1968) los cálculos apuntan a una cantidad de entre
25 000 y 70 000 muertes. La brecha entre tales cantidades es evidentemente
amplia; empero, aún en el supuesto de que la cifra de decesos oscile alrededor
de la primera su magnitud es muy considerable si se piensa en que la población
de México en la década de 1920 era de 14 millones. Así lo sustentan María
Eulalia Mendoza y Graciela Tapia (2010) en un texto en el que se analiza la
composición demográfica del territorio nacional desde 1910.
c) El
costo político de la guerra fue brutal para la institución religiosa, que
perdió el soporte de los grupos sociales azotados por la violencia y toda
posibilidad de negociación equitativa con el Estado. Esta última condición es
quizá la más significativa para comprender el desenlace del conflicto.
El enfrentamiento armado trascendió la
administración presidencial de Plutarco Elías Calles (Camp, 1998). Su sucesor,
Emilio Portes Gil, procuró negociar con el clero desde el inicio de su mandato.
En este punto cabe señalar que el periodo posterior a la presidencia de Calles
se conoce como el maximato por la influencia política que éste (el Jefe Máximo)
tenía todavía en el país. En ese tenor, es viable suponer que el acercamiento
con los miembros de la estructura eclesiástica se dio en los mismos términos
que se habría desarrollado si las circunstancias lo hubieran permitido años
antes. En otras palabras, las opciones para negociar se restringían a la
condición de que el Estado tuviera control sobre ellas.
Así se demostró en los denominados “Arreglos”
que pusieron fin a la Guerra Cristera. Las negociaciones se llevaron a cabo con
la mediación del embajador estadounidense y en ellas participaron activamente
los obispos Leopoldo Ruiz Flores y Pascual Díaz Barreda, que años atrás habían
expresado su desacuerdo con el levantamiento armado y por lo tanto gozaban de
cierta aceptación por parte de las autoridades gubernamentales (Blancarte,
1992).
Como era de esperarse, los representantes de
la estructura eclesial no consiguieron la derogación ni la modificación de los
artículos constitucionales que afectaban a la Iglesia Católica. Por el
contrario, el acuerdo se llevó en los términos exigidos por el presidente y
demandó la aceptación y aplicación de las leyes anticlericales. Los Arreglos
dieron paso a un periodo conocido como modus vivendi, que designa las
características de la difícil relación entre la Iglesia y el Estado en los años
subsiguientes:
a) La
Constitución de 1917 permanecería incólume, y las autoridades civiles se
encargarían de aplicar los controles anticlericales conforme a las
estipulaciones de la ley;
b) la
Iglesia conservaría sus facultades en la administración de servicios
espirituales y el Estado no intervendría en sus asuntos internos, siempre que
se respetara la Constitución;
c) el
acuerdo implícito entre Iglesia y Estado le otorgaba una ventaja indiscutible
al primero, pero dejó abierta la posibilidad de acuerdos futuros en tanto se
respetara la independencia de cada uno de ellos. Las autoridades civiles no
controlarían el funcionamiento interno de la organización religiosa, que por su
parte se mantendría al margen de la esfera pública y sobre todo del acontecer
político.
El periodo del modus vivendi es referido con
ese término y no con otro porque no hubo un acuerdo satisfactorio para las dos
partes; en ese sentido, indica únicamente las condiciones de convivencia entre
Iglesia y Estado en los años posteriores a la Guerra Cristera. En esas
condiciones subyacía una necesidad de aceptar la secularización de la sociedad
mexicana, y por lo tanto el hecho de que la Iglesia no podría funcionar más
como el eje articulador de ésta, o cuando menos no de forma exclusiva. Para los
miembros del episcopado, la sangre derramada durante la guerra y la
prácticamente nula posibilidad de victoria fueron motivo suficiente como para
negociar con las autoridades civiles. Empero, en sus manuscritos se deja
entrever su insatisfacción con los acuerdos antes citados. Sobre Plutarco Elías
Calles y los funcionarios de su gobierno se dice que “consta por experiencia
que no respetan la fe jurada, ni sus compromisos escritos y firmados con todas
las formalidades.” (Ruiz y Flores, 1929)
A pesar de esa desconfianza, después de los
Arreglos la jerarquía se pronunció en contra de los movimientos integristas
recalcitrantes como una muestra de buena voluntad hacia el Estado. Durante las
décadas siguientes sus posibilidades de acción en el espacio público
evolucionaron en uno u otro sentido, dependiendo de la cambiante relación con
el poder civil (Blancarte, 1992). Por ejemplo, a lo largo del maximato la
institución religiosa se mantuvo al margen de la vida pública y al término de
éste atravesó por un periodo especialmente conflictivo durante el gobierno de
Lázaro Cárdenas, que impulsó una reforma educativa de corte socialista. El
vínculo con las autoridades civiles mejoró significativamente durante el
sexenio de Manuel Ávila Camacho, que declaró públicamente su adhesión a la fe
católica. Ese acto puede entenderse como un reconocimiento a la Iglesia en su
calidad de institución influyente en el sistema social mexicano, que por lo
tanto habría de considerarse también en el político. En administraciones
posteriores ese reconocimiento continuó, pero no se tradujo en reformas que
beneficiaran al clero y sus miembros no estaban dispuestos a arriesgarse a un
nuevo conflicto con el Estado. La situación se modificó paulatinamente a partir
de la década de 1950, en la que la inestabilidad política y económica debilitó
la legitimidad del sistema. El discurso de la jerarquía se centró entonces en
los desequilibrios sociales causados por la modernización que impulsaba el
Estado, y en la amenaza que representaban las pretensiones de eliminar la fe
por parte del sistema comunista.
La Iglesia en México adoptó una actitud más
bien reactiva desde la culminación del conflicto cristero hasta la década de
1960, en la que la celebración del Concilio Vaticano II aceptó la aparente
irreversibilidad del proceso de secularización e implementó cambios
cualitativos en su estructura y en sus estrategias para hacerse presente. A partir
de entonces puede apreciarse una notoria modificación en la actitud de buena
parte de los miembros de la jerarquía católica, dispuestos a negociar con las
autoridades gubernamentales pero también a denunciar sus inconformidades
públicamente. La oposición a la introducción de los libros de texto gratuitos
durante el sexenio de Adolfo López Mateos, el apoyo a la administración de
Gustavo Díaz Ordaz en virtud de la alianza en contra del comunismo, la visita
del entonces Papa Juan Pablo II en 1979 y la construcción de la Basílica de
Guadalupe a través de un financiamiento conjunto de empresarios, Estado e
Iglesia prueban que la presencia de esta última en el espacio público se
fortaleció significativamente en el periodo post conciliar (Blancarte, 1992).
No es propósito de este artículo profundizar
en las complejas relaciones que se tejieron entre las autoridades civiles y la
Iglesia Católica o en la presencia pública desde la década de 1930 y hasta la
actualidad. Sin embargo, se considera importante señalar que las condiciones de
la institución eclesiástica para negociar sus espacios de influencia en la
esfera pública son muy distintas de las de esa época. Esto puede sintetizarse a
partir de cuatro transformaciones en el marco legal mexicano: a) la autorización
a los planteles escolares particulares para impartir educación en todos sus
tipos y modalidades (2004); b) la imposibilidad legal de las autoridades
civiles para prohibir cultos religiosos o reglamentar su administración interna
(2009); c) la autorización para celebrar actos de fe en el espacio público, de
forma extraordinaria (2009); y d) la facultad legal de administrar bienes y
propiedades para las organizaciones confesionales constituidas según las
estipulaciones del artículo 130° constitucional. Es cierto que el proceso de
secularización no se ha revertido en el sentido de que la religión católica, y
por lo tanto la Iglesia, hayan recuperado la centralidad social que ocuparon
históricamente. No obstante, debe reconocerse también que las capacidades de
negociación de las autoridades eclesiásticas son mucho mayores que a principios
del siglo XX. No en vano se han recuperado su reconocimiento jurídico, su
facultad legal para incidir en la educación, y la posibilidad de hacerse
visible en el espacio público.
Conclusiones
En este texto se ha presentado brevemente el
desarrollo del conflicto entre la Iglesia Católica y el Estado que condujo al
estallido de violencia durante la Guerra Cristera (1926 – 1929), bajo la
premisa de que las desavenencias entre ambos resultaron de un largo proceso
histórico en el que la influencia de la primera sobre el espacio público entró
en disputa. Aquí se propone que para comprender la importancia de ese espacio
ha de considerarse que la Iglesia se destaca de otras instituciones en virtud
de: a) su carácter religioso, que involucra un conjunto de creencias y de
rituales a partir de los cuales los creyentes prefiguran sus nociones sobre el
mundo; b) su misión evangélica, que abarca tanto el orden espiritual como el
orden terreno; y c) la aparente dificultad de actuar en el último, a raíz de la
aprobación de un marco legal laico, en una sociedad en proceso de
secularización, y en la que a la fragmentación social se corresponde una
desarticulación del sujeto.
El enfrentamiento entre liberales y
conservadores no es exclusivo de la Guerra Cristera. La particularidad de ésta
es que reflejó el poder de la Iglesia Católica en México, que se extendió por
encima de la fe a pesar de los esfuerzos del Estado por contenerla. En este
artículo se sugiere que la lucha puede entenderse a partir de:
a)
La noción, extendida entre buena parte de los
católicos, de que la sociedad de la época era menos deseable que la
tradicional, marcada por la autoridad de la institución eclesiástica.
b)
La idea de que la Iglesia cumple con una
misión evangélica que no puede pensarse como exclusiva del orden espiritual; la
salvación implica también crear condiciones sociales favorables al catolicismo
en el orden terreno. En esta lógica, ni la jerarquía eclesiástica ni los feligreses
pueden darse el lujo de refugiarse en su vida privada: la integralidad les
exige trabajar también en el espacio público.
c)
c) La Constitución mexicana no era favorable
a la Iglesia, puesto que limitaba sus posibilidades de acción en el espacio público.
Ante la negación de su personalidad jurídica y la consiguiente ausencia de
reconocimiento como interlocutora de la autoridad estatal, los miembros de la
jerarquía eclesiástica apelaron a la movilización de los feligreses en calidad
de ciudadanos pero también de católicos. La lucha armada fue una forma de
probar la integralidad de los creyentes, y también un intento por recuperar los
espacios que la Iglesia requería para cumplir con su misión y que desde su
punto de vista le pertenecían por derecho. Debe advertirse que la presencia del
clero ha sido mucho más constante y sólida que la de las autoridades civiles a
lo largo de la vida independiente de nuestro país.
La década de 1920 constituye un periodo
interesante para el análisis de las relaciones entre Iglesia y Estado, pues
puso de manifiesto la capacidad de movilización de la última frente al proceso
de consolidación de un proyecto que no le era favorable y que en la práctica
legitimaban el proceso de secularización. Los controles a la presencia de la
estructura eclesiástica que se introdujeron en la Constitución de 1917 eran
bastante severos, pero a ojos de Plutarco Elías Calles su ampliación y
aplicación eran la única vía para fortalecer el poder de un Estado
revolucionario azotado por la inestabilidad en materia política, económica y
social.
El desenlace de la Guerra Cristera y el
carácter de los Arreglos apuntan a la supremacía de la fuerza estatal,
conducida primero por Calles y luego por los líderes del periodo conocido como
el maximato. En la etapa inmediatamente posterior al enfrentamiento la
aceptación implícita de los artículos anticlericales en la Carta Magna
constituyó un duro golpe para la Iglesia. Sin embargo, esa demostración de
respeto hacia el Estado revolucionario significó en el largo plazo el
otorgamiento de una confianza que luego se tradujo en concesiones por parte de
las autoridades civiles. En las décadas posteriores la Iglesia asumió de nuevo
una actitud proactiva para posicionarse en el espacio público, esta vez a
través de una negociación que le aseguró el beneplácito del Estado.
Fuentes
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