Genealogía del Partido
Comunista Italiano a los cien años de su fundación
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El Partido Comunista de Italia
nace en Livorno el 21 de enero de 1921 de una escisión del Partido Socialista.
Sus principales fundadores fueron Antonio Gramsci (1891-1937), Palmiro
Togliatti (1893-1964) y Amedeo Bordiga (1889-1970). Este último fue expulsado
más tarde y condenado a la damnatio memoriae siguiendo la
dialéctica interna de todo partido comunista. En 1917, el partido bolchevique
se había hecho con el poder en Rusia encabezado por Vladimir Lenin y León
Trotski. El Partido Comunista Italiano (PCI) fue la sección italiana del
Komintern, organización internacional fundada en Moscú en 1919 con el objeto de
propagar la Revolución Rusa por el mundo.
La Revolución Rusa tiene más
peso en la historia del comunismo que la publicación del Manifiesto del
Partido Comunista con la que Carlos Marx y Federico Engels hicieron un
llamamiento en febrero de 1848 a los proletarios de todo el mundo para acabar
con la burguesía y establecer la sociedad sin clases.
El Manifiesto
comunista fue encargado a Marx y Engels por la Liga de los Justos,
sociedad secreta revolucionaria afiliada a la Liga de Maestros Sublimes y
Perfectos de Filippo Buonarruoti y los Iluminados de Baviera de Adam Weishaupt.
Engels enumera entre los precursores directos del comunismo a los anabaptistas,
los niveladores de la Revolución Inglesa, los iluministas del siglo XVIII
y los jacobinos (L’evoluzione del socialismo dall’utopia alla scienza,
Editori Riuniti, Roma 1958, pp. 15-17). Marx y Engeles recogían el legado
de estas sectas, pero para lograr sus fines anunciaron un nuevo método,
el socialismo científico. En la undécima de sus Tesis
sobre Feuerbach, Marx sostiene que la labor de los filósofos no
consiste en interpretar el mundo, sino en transformarlo (Materialismo
dialettico e materialismo storico, La Scuola, Brescia 1962, pp.
81-86). Esta afirmación pareció cumplirse en 1917 en Moscú, donde por primera
vez en la historia el comunismo se hizo con el poder y empezó a propagarse por
el mundo. Lenin falleció en 1924 y le sucedió Stalin, eliminando la disidencia
de Trotski, que lo acusaba de traicionar la Revolución. En Italia, mientras
Gramsci, encarcelado por el fascismo, redactaba sus Cuadernos de la
cárcel, su filosofía de la praxis, Palmiro Togliatti, el más fiel de
los estalinistas, dirigió el Partido Comunista en la clandestinidad, y continuó
haciéndolo durante la posguerra. Con la ayuda de la Unión Soviética, incluso
económica, el Partido Comunista se convirtió en el segundo más importante de
Italia, sólo superado por la Democracia Cristiana.
Para Gramsci, no era posible
que triunfara el comunismo en Italia sin la colaboración de los católicos. Era
necesaria la traición de los católicos demócratas, no tanto para conquistar el
poder como para conservarlo. «El catolicismo democrático logra lo que no podría
hacer el comunismo: amalgama, ordena, vivifica y se suicida (…) Los populares
son para los socialistas como Kerenski para Lenin» (I popolari, en L’ordine
nuovo, 1 de noviembre de 1919). Togliatti aplicó la lección de
Gramsci, sobre todo cuando la elección de Juan XXIII y el Concilio Vaticano II
que éste inauguró el 11 de octubre de 1962 brindó una oportunidad inesperada.
El 7 de marzo de 1963 Juan
XXIII recibió en el Vaticano a Alexis Adjubei, yerno de Kruschef y director de
la agencia Izvestia. Pocos días más tarde, en plena campaña electoral,
Togliatti propuso oficialmente la colaboración entre los católicos y los
comunistas (Rinascita, 30 de marzo de 1963). En las elecciones
del 29 de abril, el PCI ganó un millón de votos más, provenientes en su mayoría
de ambientes católicos. Togliatti murió en Yalta en 1964 mientras la Democracia
Cristiana, con la bendición del nuevo pontífice Pablo VI, formaba los primeros
gobiernos de centro-izquierda. El Concilio se clausuró el 8 de diciembre de
1965 sin haber pronunciado la menor palabra sobre el comunismo, y eso a pesar
de que 500 padres conciliares habían pedido una condena oficial.
En 1973, tras la caída del
gobierno socialcomunista de Salvador Allende en Chile, el nuevo secretario del
PCI, Enrico Berlinguer, publicó en Rinascita, órgano del
partido, una serie de Reflexiones sobre Italia tras los hechos de
Chile, en las que proponía un acuerdo histórico que llevase a los comunistas
al gobierno de forma indolora con el apoyo de la Democracia Cristiana. El
interlocutor privilegiado de Berlinguer era Aldo Moro, que gozaba de la plena
confianza de Pablo VI y comenzó a urdir la trama de un gobierno con los
comunistas.
Los años de mayor éxito
electoral del PCI fueron de 1974 a 1976, que en las elecciones del 21 de junio
de 1976 obtuvieron el 34,4% de los votos. Con todo, la trágica muerte de Aldo
Moro en 1978, seguida pocos meses después por la de Pablo VI, ralentizó la
realización del acuerdo histórico. Mientras tanto en la Unión Soviética,
azotada por una colosal crisis económica, nacía la Perestroika de Mijail
Gorbachov. En 1989 se desmoronó el Muro de Berlín y la URSS inició su
autodemolición. En su libro El pasado de una ilusión, Fondo
de Cultura Económica, México 1995) François Furet escribió que la
descomposición de la Unión Soviética y consecuentemente de su
imperio sigue siendo un misterio por la manera en que se produjo. Sin
derramamiento de sangre, la nomenklatura soviética disolvió
entre 1989 y 1991 la antigua empresa y se puso a la cabeza de la nueva. El
comunismo se liberó de su aparato burocrático en Rusia y en el resto del mundo
permitiendo que la ideología comunista pudiera expresarse de otras maneras y
por otros medios de actuación.
El 3 de febrero de 1991, el
Partido Comunista Italiano también decidió su autodisolución promoviendo la
creación del Partido Democrático de Izquierda (Partido Democratico della
Sinistra, PDS). Y el 14 de febrero de 1998, el PDS, tras la clausura de
los Estados Generales de la Izquierda, cambió su nombre por el
de Demócratas de Izquierda (Democratici di Sinistra, DS),
partido que a su vez llevó a la fundación de la coalición El Olivo, creada a
iniciativa de Romano Prodi, la cual acabó por llevar a los comunistas al poder
en 1996. Más tarde El Olivo se disolvió integrándose al Partido Democrático
(PD), fundado en 2007, actualmente en el poder.
La matriz ideológica de estos
grupos y partidos que se han aproximado en los últimos treinta años es marxista-leninista,
refinada por las enseñanzas de Antonio Gramsci y la praxis cato comunista
de Enrico Berlinguer, que sigue gozando de gran popularidad incluso entre
quienes tendrían que ser sus adversarios. Al celebrar el 35º aniversario del
fallecimiento de Berlinguer, Eugenio Scalfari ha afirmado: «Enrico Berlinguer
desempeñó en la política italiana (y en la de otros países) un papel parecido
al que está cumpliendo hoy el papa Francisco en la religión católica (y no sólo
en ella). Los dos han seguido un itinerario de reformas tan radicales que han
tenido efectos revolucionarios; los dos han sido amados y respetados incluso
por sus adversarios; y ambos comparten un carisma que capta la realidad y nutre
un sueño» (La Repubblica, 9 de junio de 2019).
Tanto para el papa Francisco
como para Berlinguer la praxis es más importante que la doctrina, la acción más
que el pensamiento, y el resultado más que los medios para alcanzarlo. En un
artículo titulado Lenin y nuestro partido, que se publicó en
mayo de 1960 en Rinascita, Palmiro Togliatti sintetizaba la
esencia del marxismo-leninismo en una cita de Marx y Engels: «Nuestra teoría no
es un dogma, sino una guía para la acción».
El comunismo no es una teoría;
es praxis revolucionaria, y la Revolución no crea sino que destruye. Lo que
importa es derrotar al enemigo, que es el de siempre: la familia, la propiedad
privada, el Estado y la Iglesia. Toda metamorfosis, toda alianza, es lícita.
Todo el que colabora en esa empresa es bienvenido, sea cual sea el medio que utilice
para alcanzar el fin. Estudiar el árbol genealógico del PCI ayuda a entender la
continuidad que sigue existiendo entre los antepasados y los herederos.
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El pasado de una ilusión
Prefacio
E L régimen soviético ha salido de rondón del
escenario de la historia, al que había entrado con bombo y platillos. A tal
punto constituyó la materia y el horizonte del siglo, que su fin sin gloria
después de tan breve duración contrasta de manera sorprendente con el esplendor
de su curso. No es que la enfermedad de postración que afectaba a la URSS no
pudiese ser diagnosticada: pero la disgregación interior se disimulaba a la vez
en el poderío internacional del país y en la idea que le servía de estandarte.
La presencia soviética en los asuntos del mundo era como un certificado de la
presencia soviética en la historia del mundo. Por otra parte, nada era más
ajeno a la opinión que la perspectiva de una crisis radical del sistema social
instaurado por Lenin y Stalin. La idea de una reforma de ese sistema se
encontraba casi por doquier desde hacía un cuarto de siglo, y nutría en formas
muy diversas un revisionismo activo pero siempre respetuoso de la superioridad
de principios del socialismo sobre el capitalismo. Ni siquiera los enemigos del
socialismo imaginaban que el régimen soviético pudiera desaparecer, y que la
Revolución de Octubre pudiese ser «borrada»; y menos aún que esta ruptura
pudiese originarse en ciertas iniciativas del partido único en el poder.
Y sin embargo, el universo comunista se deshizo por sí
solo. Esto se puede ver en otra señal, esta vez diferida: solo quedan los
hombres que, sin haber sido vencidos, han pasado de un mundo a otro convertidos
a otro sistema, partidarios del mercado y de las elecciones, o bien reciclados
en el nacionalismo. Pero de su experiencia anterior no queda ni una idea. Los
pueblos que salen del comunismo parecen estar obsesionados por negar el régimen
en que vivieron, aun cuando hayan heredado sus hábitos o sus costumbres. La
lucha de clases, la dictadura del proletariado y el marxismo-leninismo han
desaparecido en nombre de lo que supuestamente habían remplazado: la propiedad
burguesa, el Estado democrático liberal, los derechos del hombre, la libertad
de empresa. De los regímenes de Octubre solo queda lo que constituye la
negación de ellos.
El fin de la Revolución rusa, o la desaparición del
Imperio soviético, deja al descubierto una tabla rasa sin relación con lo que
habían dejado el fin de la Revolución francesa o la caída del Imperio
napoleónico. Los hombres de Termidor habían festejado la igualdad civil y el
mundo burgués. Durante toda su época, Napoleón fue sin duda el conquistador
insaciable, el ilusionista de la victoria, hasta la derrota que finalmente
aniquiló todas sus ganancias de jugador afortunado. Pero el día en que lo
perdió todo dejó en Europa un vasto reguero de recuerdos, de ideas y de
instituciones, en el que hasta sus enemigos se inspiraron para vencerlo. En
Francia fundó el Estado para los siglos venideros. Lenin, por el contrario, no
deja ninguna herencia. La Revolución de Octubre cierra su trayectoria no con
una derrota en el campo de batalla, sino liquidando por sí misma todo lo que se
hizo en su nombre. En el momento en que se disgrega, el Imperio soviético
ofrece la característica excepcional de haber sido una superpotencia sin haber
encarnado una civilización. El hecho es que agrupó en torno suyo a fieles,
clientes y colonias; que acumuló un arsenal militar y proclamó una política
exterior de dimensiones mundiales. Tuvo todos los atributos de la potencia
internacional que le ganaron el respeto del adversario, por no hablar de los
del mesianismo ideológico, que le ganaron la adoración de sus partidarios. Sin
embargo, su rápida disolución no deja nada en pie: ni principios, ni códigos,
ni instituciones; ni siquiera una historia. Como sucedió antes con los
alemanes, los rusos son ese segundo gran pueblo europeo incapaz de dar un
sentido a su siglo XX y, por lo mismo, inseguro sobre todo su pasado.
Por ello, nada me parece más inexacto que dar el nombre
de «revolución» a la serie de acontecimientos que condujeron, en la URSS y en
su Imperio, al fin de los regímenes comunistas. Si casi todo el mundo la ha
llamado así es porque ningún otro término de nuestro vocabulario político
parecía convenir mejor al desplome de un sistema social; este tenía la ventaja
de expresar la idea, ya familiar a la tradición política occidental, de una
ruptura brutal con el régimen pasado. Sin embargo ese mismo «Antiguo Régimen»
había nacido de la Revolución de 1917 y continuaba reivindicándola, de modo que
su liquidación bien podía emparentarse con una «contrarrevolución»: ¿acaso no
llevaba de vuelta a aquel mundo burgués detestado por Lenin y Stalin? Sobre
todo, sus modalidades no tuvieron mucho en común con un derrocamiento ni con
una fundación. Los términos «revolución» y «contrarrevolución» evocan aventuras
de la voluntad, mientras que el fin del comunismo es producto de la
concatenación de las circunstancias. [1] Y lo que siguió tampoco deja mucho
espacio a la acción deliberada. Entre los escombros de la Unión Soviética no
aparecen ni dirigentes dispuestos al relevo, ni verdaderos partidos, ni nueva
sociedad, ni nueva economía. Solo se puede ver a una humanidad atomizada y
uniforme, a tal punto que resulta demasiado cierto que las clases sociales han
desaparecido: incluso el campesinado, al menos en la URSS, fue destruido por el
Estado. Los pueblos de la Unión Soviética tampoco han conservado fuerzas
suficientes para expulsar a una nomenklatura dividida, ni siquiera para influir
realmente sobre el curso de los acontecimientos.
De este modo, el comunismo termina en una especie de
nada. No allana el camino, como tantos espíritus lo desearon y previeron desde
Jruschov, a un comunismo mejor, que borrara los vicios del antiguo conservando
sus virtudes. Un comunismo que Dubcek había podido encarnar durante algunos
meses en la primavera de 1968, pero no Havel desde el otoño de 1989. Gorbachov
hizo resurgir su ambigüedad en Moscú desde la liberación de Sájarov, pero
Yeltsin la disipó en la secuela del putsch de agosto de 1991: no hay nada
visible entre las ruinas de los regímenes comunistas sino el repertorio
familiar de la democracia liberal. Desde entonces se ha transformado incluso el
sentido del comunismo, aun para quienes fueron sus partidarios. En lugar de ser
una exploración del futuro, la experiencia soviética constituye una de las
grandes reacciones antiliberales y antidemocráticas de la historia europea del
siglo XX , siendo la otra, desde luego, la del fascismo en sus diferentes
formas.
La experiencia soviética revela así uno de sus rasgos
distintivos: haber sido inseparable de una ilusión fundamental, cuya evolución
pareció validar su contenido durante largo tiempo, antes de disolverlo. Con
ello no quiero decir simplemente que sus actores o sus partidarios no supieran
la historia que hacían, o que hayan alcanzado objetivos distintos de los que se
habían fijado, como es el caso general. Antes bien, entiendo que el comunismo
tuvo la ambición de adecuarse al desarrollo necesario de la Razón histórica, y
que la instauración de la «dictadura del proletariado» revistió por ello un
carácter científico: ilusión de otra naturaleza que la que puede nacer de un
cálculo de fines y medios, y hasta de una simple fe en la justicia de una
causa, ya que ofrece al hombre perdido en la historia, además del sentido de su
vida, los beneficios de la certidumbre. No fue algo parecido a un error de
juicio, que con la ayuda de la experiencia se puede reparar, medir y corregir;
más bien, fue una entrega psicológica comparable a la de una fe religiosa,
aunque su objeto fuese histórico.
La ilusión no «acompaña» a la historia comunista. Es
constitutiva de ella: a la vez independiente de su curso, puesto que fue previa
a la experiencia, y sin embargo sometida a sus altibajos, ya que la verdad de
la profecía se encuentra en su desenvolvimiento. Tiene su fundamento en la
imaginación política del hombre moderno, y sin embargo se ve sometida a la
modificación constante que las circunstancias le imponen como condición de
sobrevivencia. Hace de la historia su alimento cotidiano, con objeto de
integrar constantemente todo lo ocurrido en el interior de la creencia. Así se
explica que solo haya podido desaparecer al desvanecerse aquello de lo que se
nutría: siendo una creencia en la salvación por la historia, solo podía ceder a
un mentís radical de la historia, que le quitara su razón de ser a ese trabajo
de remiendo esencial a su naturaleza.
Ese trabajo es precisamente el tema de este libro: no
la historia del comunismo, y menos aún la de la URSS propiamente dicha, sino la
de la ilusión del comunismo durante todo el tiempo que la URSS le dio
consistencia y vida. El hecho de que intentemos esbozar sus modalidades
sucesivas en el curso del siglo no significa forzosamente que las consideremos
solo productos de un género ya superado por el avance de la democracia liberal:
reconozco no ver bien las razones para sustituir una filosofía de la historia
por otra. La utopía de un hombre nuevo es anterior al comunismo soviético y le sobrevivirá
en otras formas: por ejemplo, liberada del mesianismo «obrero». Al menos el
historiador de la idea comunista en este siglo está seguro de enfrentarse a un
ciclo enteramente cerrado de la imaginación política moderna, inaugurado por la
Revolución de Octubre y que concluyó con la disolución de la Unión Soviética.
Además de lo que era, el mundo comunista siempre se glorió de lo que quería ser
y que, por consiguiente, llegaría a ser. La cuestión solo quedó zanjada con su
desaparición: hoy, este mundo reside enteramente en su pasado.
Pero la historia de su «idea» sigue siendo más vasta
que la de su poder, aun en la época de su mayor expansión geográfica. Como es
verdaderamente universal y llega a poblaciones, territorios y civilizaciones en
que ni siquiera el cristianismo había podido penetrar, para dar seguimiento a
su poder de seducción en los diferentes lugares haría falta un saber del que no
dispongo. Me limitaré a estudiarla en Europa, donde nació, donde tomó el poder
y donde fue tan popular al término de la segunda Guerra Mundial; por último,
donde necesitó 30 años para morir, entre Jruschov y Gorbachov. Marx y Engels,
sus «inventores», nunca imaginaron que pudiese tener un porvenir cercano fuera
de Europa: hasta tal punto que grandes marxistas, como Kautsky, rechazaron la
Rusia de Octubre de 1917 argumentando que se hallaba demasiado distante para
desempeñar un papel de vanguardia. Una vez en el poder, Lenin solo vio la
salvación en la solidaridad revolucionaria de los viejos proletariados nacidos
más al oeste de Europa, comenzando por el alemán. Después de él, Stalin alteró
en su provecho toda la dimensión del hecho ruso en la idea comunista; pero sin
renunciar a esa idea que, por el contrario, recibió un nuevo ímpetu con la
victoria del antifascismo. En suma, Europa, madre del comunismo, también es su
escenario principal. La cuna y el centro de su historia.
Además, ofrece al observador la ventaja de un
examen comparativo, pues la idea comunista se puede estudiar en dos estados
políticos, según que ocupe el poder por intermediación de partidos únicos o que
esté difusa en la opinión pública de las democracias liberales, canalizada
sobre todo por los partidos comunistas locales, pero también difundida más allá
de estos en formas menos militantes. Los dos universos están en relación
constante, aunque desigual: el primero, secreto y cerrado; el segundo, público
y abierto. Lo interesante es que la idea comunista vive mejor en el segundo,
pese al espectáculo que ofrece el primero. En la URSS, en lo que después de
1945 se llamará «el campo socialista», moldea la ideología y el lenguaje de la
dominación absoluta. Instrumento de poder a la vez espiritual y temporal, lo
que tiene de emancipador no sobrevive mucho tiempo a su función de
sometimiento. En el Oeste también está sometida, por intermediación de los
partidos hermanos, a los límites estrechos de la solidaridad internacional;
pero como allí nunca es medio de gobierno, conserva algo de su encanto
original, mezclado a una negación del carácter que ha adoptado en el otro
extremo de Europa el Imperio soviético. A esa dosificación inestable entre lo
que conserva de utópico y lo que en adelante tiene de histórico, las
circunstancias iban a darle, a base de sucesivos retoques, fuerzas para durar
hasta nuestros días. La idea comunista vivió más tiempo en el espíritu de la
gente que en los hechos; más tiempo en el Oeste que en el Este de Europa. Así,
su recorrido imaginario es más misterioso que su historia real: por ello en
este ensayo hemos tratado de seguir sus vueltas y revueltas. Este inventario
acaso sea la mejor manera de trabajar en la elaboración de una conciencia
histórica que sea común al Occidente y al Oriente europeos, que durante tanto
tiempo estuvieron separados a la vez por la realidad y por la ilusión del
comunismo.
Por último, unas palabras sobre el autor, ya que todo
libro de historia también tiene su historia. Tengo una relación biográfica con
el tema que trato. «El pasado de una ilusión»: para recuperarlo solo tengo que
volverme hacia aquellos años de mi juventud en que fui comunista, entre 1949 y
1956. La cuestión que hoy intento comprender es inseparable, pues, de mi
existencia. Yo viví desde dentro la ilusión cuyo camino trato de remontar hasta
una de las épocas en que era la más difundida. ¿Debo lamentarlo en el momento
en que escribo su historia? No lo creo. A 40 años de distancia, juzgo mi
ceguera de entonces sin indulgencia, pero sin acrimonia. Sin indulgencia,
porque la excusa que a menudo se encuentra en las intenciones no redime, en mi
opinión, de la ignorancia y la presunción. Sin acrimonia, porque este
desdichado compromiso me ha instruido. Salí de él con un esbozo de cuestionario
sobre la pasión revolucionaria, vacunado contra la entrega seudorreligiosa a la
acción política. Esos son los problemas que aún forman la materia de este libro
y me han ayudado a concebirlo. Espero que este contribuya a iluminarlos.
I. LA PASIÓN REVOLUCIONARIA
PARA comprender la fuerza de las mitologías políticas
que han dominado el siglo XX , hay que detenerse en el momento de su nacimiento
o al menos de su juventud; es el único medio que nos queda para percibir un
poco del esplendor que tuvieron. Antes de deshonrarse por sus crímenes, el
fascismo constituyó una esperanza. Sedujo no solo a millones de hombres sino a
muchos intelectuales. En cuanto al comunismo, aún podemos avistar sus mejores
días, ya que como mito político y como idea social sobrevivió largo tiempo a
sus fracasos y a sus crímenes, sobre todo en los países europeos que no sufrieron
directamente su opresión: muerto entre los pueblos de la Europa del Este desde
mediados de los años cincuenta, aún florecía 20 años después en Italia o en
Francia, en la vida política e intelectual. Supervivencia que nos da la medida
de su arraigo y de su capacidad de resistir a la experiencia, y que forma como
un eco de sus mejores años, en la época de su expansión triunfante.
Para comprender su magia, hay que hacer el esfuerzo
indispensable por situarse antes de las catástrofes a que dieron lugar las dos
grandes ideologías: en el momento en que fueron esperanzas. La dificultad de
esa ojeada retrospectiva se debe a que mezcla en un lapso muy breve la idea de
esperanza y la de catástrofe: desde 1945, se ha vuelto casi imposible imaginar
el nacionalsocialismo de 1920 o de 1930 como promesa. El caso del comunismo es
un poco distinto, no solo porque duró más tiempo gracias a la victoria de 1945,
sino porque la fe tiene por apoyo esencial el encuentro de épocas históricas
sucesivas: supuestamente, el capitalismo abriría la puerta al socialismo y
después al comunismo. La fuerza de esta representación es tal que permite
fácilmente comprender o hacer revivir las esperanzas de que fue portadora la
idea comunista al comienzo del siglo, pero al precio de una subestimación o
hasta de una negación de la catástrofe final. El fascismo reside por entero en
su fin; el comunismo conserva un poco del encanto de sus inicios: la paradoja
se explica por la supervivencia de ese célebre sentido de la historia, otro
nombre de su necesidad, que hace las veces de religión entre quienes no la
tienen, y que por tanto es tan difícil y hasta doloroso abandonar. Y sin
embargo, eso es precisamente lo que hace falta para comprender el siglo XX.
La idea de necesidad histórica tuvo entonces sus
mejores días porque el duelo entre fascismo y comunismo, que la inundó con su
tumulto trágico, le ofrecía un atuendo a la medida: la segunda Guerra Mundial
presenció el arbitraje entre las dos fuerzas que aspiraban a suceder a la
democracia burguesa: la de la reacción y la del progreso, la del pasado y la
del porvenir. Pero esta visión se ha deshecho ante nuestros ojos, al
extinguirse el segundo pretendiente, después del primero. Ni el fascismo ni el
comunismo fueron los signos inversos de un destino providencial de la
humanidad. Son episodios breves, enmarcados por lo que quisieron destruir.
Productos de la democracia, fueron derribados por esta. Nada en ellos fue
necesario, y la historia de nuestro siglo, como la de los precedentes, habría podido
desarrollarse de otra manera: basta imaginar, por ejemplo, un año 1917 en Rusia
sin Lenin, o una Alemania de Weimar sin Hitler. La comprensión de nuestra época
solo es posible si nos liberamos de la ilusión de la necesidad: el siglo solo
es explicable —en la medida en que lo sea— si le devolvemos su carácter
imprevisible, negado por los primeros responsables de sus tragedias.
Lo que trato de comprender en este ensayo es a la vez
limitado y central: el papel que han desempeñado las pasiones ideológicas, y
más especialmente la pasión comunista, pues este rasgo diferencia al siglo XX .
No es que los siglos precedentes hayan desconocido las ideologías: la
Revolución francesa manifestó la fuerza de atracción de aquellas sobre los
pueblos, y los hombres del siglo XIX no dejan de inventar o de amar los
sistemas históricos del mundo, en los que encuentran explicaciones globales de
su destino que sustituyen a la acción divina. No obstante, antes del siglo XX
no hubo ningún gobierno ni régimen ideológico. Podrá decirse, acaso, que
Robespierre esbozó este proyecto en la primavera de 1794, con la fiesta del Ser
supremo y el gran Terror. Pero esto no duró más que algunas semanas; y aun la
referencia al Ser supremo es de tipo religioso, mientras que por ideologías yo
entiendo aquí aquellos sistemas de explicación del mundo por medio de los
cuales la acción política de los hombres adquiere un carácter providencial, con
exclusión de toda divinidad. En ese caso, Hitler por una parte y Lenin por la
otra fundaron regímenes que antes de ellos eran desconocidos.
Regímenes cuyas ideologías no solo suscitaron el
interés sino el entusiasmo de una parte de la Europa de posguerra; y no solo
entre las masas populares, sino en las clases cultivadas, por muy burdas que
fuesen sus ideas o sus razonamientos. En este aspecto el nacionalsocialismo,
amalgama brumosa de autodidacto, es insuperable mientras que el leninismo posee
un pedigree filosófico. Y sin embargo, hasta el nacionalsocialismo (para no
hablar del fascismo mussoliniano) cuenta entre los intelectuales que se
asomaron a su cuna de monstruo a algunos de los grandes hombres del siglo,
comenzando con Heidegger. ¡Qué decir entonces del marxismo-leninismo,
beneficiario de su privilegio de heredero, y que fue cuidado de la cuna a la
tumba por tantos filósofos y tantos escritores! Estos, cierto es, forman un
cortejo intermitente, según la coyuntura internacional y la política del
Komintern. Pero si uniéramos a todos los autores europeos célebres que en el
siglo XX , en un momento u otro, fueron comunistas o procomunistas,
obtendríamos un Gotha del pensamiento y de la literatura.
Para evaluar el dominio del fascismo y del comunismo
sobre los intelectuales, un francés solo tiene que contemplar su país, vieja
patria europea de la literatura, donde la Nouvelle Revue Française del periodo
de entreguerras da la tónica: Drieu, Céline y Jouhandeau por un lado; Gide,
Aragon y Malraux, por el otro.
Lo asombroso no es que el intelectual comparta el
espíritu de la época. Es que sea presa de él, en lugar de tratar de añadirle su
toque. La mayoría de los grandes escritores franceses del siglo XIX , sobre
todo en la generación romántica, hicieron política, a menudo como diputados, a
veces como ministros; pero fueron autónomos y, por lo general, inclasificables
por esta misma razón. Los del siglo XX se someten a las estrategias de los
partidos, de preferencia de los partidos extremos, hostiles a la democracia. No
desempeñan más que un papel, accesorio y provisional, de comparsas, manipulados
como cualquier otro, y sacrificados cuando es necesario a la voluntad del
partido. A tal grado que es imposible escapar a la cuestión del carácter
general y a la vez misterioso de esta seducción ideológica. Es más fácil
adivinar por qué un discurso de Hitler llegó a lo más hondo de un alemán que
sobrevivió a Verdún, o de un burgués berlinés anticomunista, que comprender la
resonancia que tuvo para Heidegger o para Céline. Lo mismo puede decirse del
comunismo: la sociología electoral, cuando es posible, nos indica los ambientes
receptivos a la idea leninista, pero no nos revela nada del encanto universal
que ejerce. El fascismo y el comunismo debieron mucho de su éxito a los azares
de la coyuntura, es decir, a la suerte: no es difícil imaginar otro escenario
donde, por ejemplo, Lenin fuese retenido en Suiza en 1917 o Hitler no fuese
llamado a la Cancillería en 1933. Pero la proyección de sus ideologías habría
existido aun sin su triunfo, independientemente de las circunstancias
particulares que los llevaron al poder: y es este carácter inédito de la
política ideológica, su arraigo entre los hombres, el que le da su misterio. En
el reparto teológico-político del siglo, lo más enigmático es que este
«cambalache» intelectual haya provocado sentimientos tan poderosos y alimentado
tantos fanatismos individuales.
Lo mejor para comprenderlo no es hacer un inventario de
ese batiburrillo de ideas muertas, sino analizar las pasiones que le dieron su
fuerza. De esas pasiones, hijas de la democracia moderna y empeñada la más
constante, la más poderosa es el odio a la burguesía. Corre a lo largo de todo
el siglo XIX antes de encontrar su apogeo en nuestra época, ya que la
burguesía, bajo sus diferentes nombres, constituye para Lenin y para Hitler el
chivo expiatorio de las desdichas del mundo. Encarna al capitalismo, precursor,
según uno, del imperialismo y el fascismo, y según el otro, del comunismo:
origen para ambos de lo que detestan. Lo bastante abstracta para abrigar
símbolos múltiples, lo bastante concreta para ofrecer un objeto de odio
accesible, la burguesía ofrece al bolchevismo y al fascismo su polo negativo,
al mismo tiempo que un conjunto de tradiciones y de sentimientos más antiguos
sobre los cuales apoyarse.
Pues se trata de una vieja historia, tan vieja como la
propia sociedad moderna.
La burguesía es el otro nombre de la sociedad moderna.
Designa a la clase de hombres que, con su libre actividad, han destruido
progresivamente la antigua sociedad aristocrática fundada en las jerarquías del
nacimiento. Ya no es definible en términos políticos, como el ciudadano antiguo
o el señor feudal. El primero era el único que poseía el derecho de participar
en los debates de la Urbe, y el segundo tenía exactamente el quantum de
dominación y de subordinación que le daba un lugar en la jerarquía de las
dependencias mutuas. Ahora bien, la burguesía ya no tiene un lugar que le sea
atribuido en el orden de lo político, es decir, de la comunidad. Se basa por
entero en la economía, categoría que por cierto ha inventado al nacer ella
misma: en la relación con la naturaleza, en el trabajo, en el enriquecimiento.
Clase sin categoría, sin tradición fija, sin contornos establecidos, no tiene
más que un frágil derecho al dominio: la riqueza. Título frágil, ya que puede
pertenecer a todos: el que es rico habría podido no serlo. Y el que no lo es,
habría podido serlo.
En efecto, la burguesía, categoría social definida por
lo económico, enarbola en sus banderas valores universales. El trabajo ya no
define a los esclavos, como en la Antigüedad, ni a los no nobles, como en las
aristocracias, sino a la humanidad entera. Constituye lo que es poseído por el
hombre más elemental, el individuo en su desnudez primigenia ante la
naturaleza; presupone la libertad fundamental de cada uno de esos individuos e
igual en todos, la libertad de darse una existencia mejor, agrandando sus
propiedades y sus riquezas. Así, el burgués se considera liberado de la
tradición —religiosa o política— e indeterminado, como puede serlo un hombre libre
e igual en derechos a todos los demás. Rige su conducta con base en el
porvenir, ya que debe inventarse a sí mismo e inventar a la comunidad de la que
forma parte.
Ahora bien, la existencia social de ese personaje
histórico inédito es problemática. Y lo vemos blandiendo en el teatro del mundo
la libertad, la igualdad, los derechos del hombre: en suma, la autonomía del
individuo contra todas las sociedades de dependencia que habían aparecido antes
que él. ¿Y cuál es la asociación nueva que propone? Una sociedad que solo ponga
en común lo mínimo para vivir, ya que su principal deber es garantizar a sus
miembros el libre ejercicio de sus actividades privadas y el goce asegurado de
lo que han adquirido. Lo demás es cosa de cada quien: los asociados pueden
tener la religión que escojan, sus propias ideas del bien y del mal, son libres
de buscar sus placeres así como los fines particulares que asignen a sus
existencias, siempre que respeten las condiciones del contrato mínimo que los
liga a sus conciudadanos. De este modo, la sociedad burguesa se deslinda por
definición de la idea de bien común. El burgués es un individuo separado de sus
semejantes, encerrado en sus intereses y en sus bienes.
Separado, encerrado, tanto más cuanto que su obsesión
constante es aumentar esta distancia que lo aleja de los demás: ¿qué es
volverse rico si no volverse más rico que el vecino? En un mundo en que ningún
lugar está apartado de antemano ni adquirido para siempre, la pasión inquieta
del futuro agita todos los corazones, y en ninguna parte encuentra una calma
duradera. El único reposo de la imaginación está en la comparación de sí mismo
con los demás, en la evaluación de sí mismo a través de la admiración, la
envidia o los celos de los demás. Rousseau [2] y Tocqueville son los más
profundos analistas de esta pasión democrática que forma el gran tema de la
literatura moderna. Pero hasta ese reposo es por naturaleza precario, ya que al
depender de situaciones provisionales y amenazado constantemente en su
fundamento, debe buscar sin descanso medios de tranquilizarse con un aumento de
riquezas y de prestigio.
Por ese hecho, la sociedad se ve animada por una
agitación corpuscular que no deja de impulsarla hacia adelante. Pero esta
agitación hace más profundas las contradicciones ya inscritas en su existencia
misma. No basta que esté formada por asociados poco propensos a interesarse por
el bien público. Es necesario además que la idea de igualdad-universalidad de
los hombres, que esgrime como fundamento y que constituye su novedad, se vea
constantemente negada por la desigualdad de las propiedades y de las riquezas
producida por la competencia entre sus miembros. Su movimiento contradice su
principio; su dinamismo, su legitimidad. No deja de producir desigualdad —mayor
desigualdad material que ninguna otra sociedad conocida— mientras proclama la
igualdad como derecho imprescriptible del hombre. En las sociedades anteriores
la desigualdad tenía una condición legítima, inscrita en la naturaleza, la
tradición o la providencia. En la sociedad burguesa, la desigualdad es una idea
que circula de contrabando, contradictoria con la manera en que los hombres se
imaginan a sí mismos; sin embargo, está por doquier en la situación que viven y
en las pasiones que alimenta ella. La burguesía no inventa la división de la
sociedad en clases. Pero hace de esta división un sufrimiento, al enmarcarla en
una ideología que la vuelve ilegítima.
De ahí que en ese marco la Urbe sea tan difícil de
constituir, y una vez constituida sea tan frágil, tan inestable. El burgués
moderno no es, como el ciudadano antiguo, un hombre inseparable de su patria
chica. No encuentra categoría duradera, como el señor de la aristocracia, en el
cruce de lo social y de lo político. Es rico, pero su dinero no le señala
ningún lugar en la comunidad: por lo demás, ¿aún se puede llamar comunidad a
ese degradado lugar de reunión que ya no es sino el producto aleatorio del
movimiento de la sociedad? Privada de un fundamento exterior a los hombres,
amputada de su dimensión ontológica, afectada por un segundo carácter en
relación con lo social y, por lo mismo, provista de atribuciones limitadas, la
Urbe del burgués es una figura problemática. Si todos los hombres son iguales,
¿por qué no habrían de participar por igual en la soberanía sobre sí mismos?
Pero, ¿cómo organizar esta soberanía? ¿Cómo admitir en ella a millones de
hombres, si no es por poderes? ¿Y para qué hacer entrar allí a los iletrados y
a los pobres, a los que no saben y a los que no pueden querer algo libremente?
¿Cómo «representar» a la sociedad? ¿Qué poderes dar a esos representantes,
según los diversos cuerpos en que los ha colocado la voluntad de los
asociados?, etc. Nunca acabaríamos de inventariar las preguntas o los
atolladeros inseparables de la constitución política de la sociedad burguesa,
pues para ello habría que recorrer toda la historia de Europa desde el siglo
XVIII : baste para mi propósito haber indicado su origen, ya que sus efectos se
han hecho sentir más que nunca durante todo el siglo XX .
Porque una vez constituida con grandes esfuerzos como
voluntad política, la sociedad burguesa no ha terminado su odisea. Privada de
una clase dirigente legítima, organizada mediante delegación, formada por
poderes diversos, centrada en los intereses, sometida a pasiones violentas y
mezquinas, reúne las condiciones para que en ella aparezcan jefes mediocres y
múltiples, intereses demagógicos y una agitación estéril. Su dinámica está en
la contradicción entre la división del trabajo, secreto de su riqueza, y la
igualdad de los hombres, inscrita en el frontis de sus edificios públicos. En
conjunto, ambas cosas forman su verdad, como ya hemos visto: la relación con la
naturaleza por el trabajo es lo que define la universalidad de los hombres.
Pero el trabajo, realidad histórica y social, resulta ser en la misma época la
maldición del proletariado, explotado por la burguesía que se enriquece a sus
expensas. Por tanto, hay que combatir esta maldición para realizar la promesa
de la universalidad. Así, la idea de igualdad funciona como el horizonte
imaginario de la sociedad burguesa, jamás alcanzado por definición, pero
constantemente reivindicado, y mostrado sin cesar como una denuncia de dicha
sociedad; pero además ese horizonte va retrocediendo a medida que progresa la
igualdad, lo que le asegura un uso interminable. La desdicha del burgués no
solo consiste en estar dividido en su propio interior: consiste en ofrecer una
mitad de sí mismo a la crítica de la otra mitad.
Por lo demás, ¿existe verdaderamente como el hombre de
una clase consciente de sí misma, como demiurgo de la sociedad moderna, ese
burgués cuyo concepto es tan caro a todos los que lo detestan? Definido a
través de lo económico —su dimensión esencial—, no es más que un engrane en el
movimiento que lo impulsa, y que toma a sus héroes de aquí y de allá, para
renovarlos con frecuencia. El capitalismo ha sido menos la creación de una
clase que de una sociedad, en el sentido más global del término. Su patria por
excelencia, los Estados Unidos, no ha tenido burguesía, sino un pueblo burgués,
lo que es totalmente distinto. En cambio el carácter conscientemente burgués de
la Francia moderna se explica ante todo por reacciones políticas y culturales.
La altivez aristocrática no habría bastado para constituirla, pues se hallaba
extendida por toda la nación. También se necesitó la Revolución francesa, no
hija sino madre de la burguesía: durante todo el siglo XIX a los poseedores les
preocupa el estallido de un nuevo 1793, espectro que alimenta su temor a las
clases populares y a las ideas republicanas o socialistas. Sin embargo, esta
burguesía, que se distingue con tanta pasión de lo alto y de lo bajo de la
sociedad, justificando como en ninguna otra parte su nombre de «clase media»,
no tiene ningún proyecto económico en particular: no quiere a la aristocracia,
pero la imita; teme al pueblo, pero comparte con él la prudencia de los
campesinos. El pueblo estadunidense fue poseído por el espíritu capitalista sin
tener burguesía. La sociedad política francesa creó una burguesía que no tenía
espíritu capitalista.
Así, las palabras «burgués» y «burguesía», para ser
claras y útiles necesitan especificaciones que reduzcan su alcance, pues si con
ellas se intenta denotar un poco de todo lo que constituye la novedad y las
contradicciones de la sociedad moderna, más vale sustituirlas por términos más
generales, que no resuelvan de antemano la cuestión del porqué y que sean
verificaciones más que explicaciones de la nueva condición del hombre social en
la época moderna. De esta aparición de un periodo inédito de la historia
tuvieron conciencia todos los grandes pensadores europeos de finales del siglo
XVIII y comienzos del XIX ; este periodo recibió diferentes nombres según los
diversos caracteres: «sociedad comercial» entre los escoceses, «fin de la
historia» en Hegel, o «democracia» en Tocqueville. Al situar a la burguesía en
el centro de la definición de lo moderno, Guizot nos dio la interpretación
llamada a ser la más común, no solo porque Marx la tomó como modelo, sino
porque tanto él como Marx, tanto el burgués como el «proletario», presentaron a
las generaciones posteriores al héroe y al villano de la obra.
En efecto, la fuerza que posee su reconstrucción del
milagro europeo a través del papel de la burguesía se debe a que la historia
para él no solo tiene un sentido, sino un actor. Actor al que Guizot celebra, y
del que Marx hace la «crítica», pero que en ambos casos ocupa el centro del
escenario con su presencia innumerable, poblándolo con su voluntad colectiva.
Guizot termina con la lucha de clases en nombre de la burguesía, y Marx la
prosigue en nombre del proletariado; se encuentran así personalizadas las
condiciones y la necesidad de su acción. La lucha de clases va definiendo un
vasto campo en el que las leyes de la historia logran encarnar
providencialmente en voluntades y en pasiones. Al mismo tiempo, el burgués,
deus ex machina de la sociedad moderna, viene a encarnar la mentira de la
sociedad moderna. Ofrece a la política democrática lo que esta necesita por
encima de todo: un responsable o un chivo expiatorio. Viene muy a propósito
para representar una voluntad maléfica. Si Guizot lo celebró como tal, Marx
puede acusarlo de lo mismo. Por lo demás, los hombres del siglo XIX no
aguardaron a Marx para hacerlo: el odio al burgués es tan viejo como el burgués
mismo.
En sus comienzos, cierto, este odio al burgués se
alimenta del exterior, por referencia a la antigua sociedad aún cercana.
Proviene de los partidarios de lo que los revolucionarios franceses llamaron el
«Antiguo Régimen», o bien de quienes conocen la irreversibilidad de la historia
pero conservan cierta ternura hacia el universo perdido de su infancia. Bonald,
Chateaubriand: uno de ellos detesta a los autores de la destrucción revolucionaria,
el otro no los quiere demasiado, aunque sepa que son los vencedores, porque los
considera incapaces de alcanzar jamás la auténtica grandeza: la de los tiempos
aristocráticos. Pero ambos critican a la burguesía por comparación con lo que
la ha precedido, como les ocurre a tantos escritores románticos.
No obstante, la Revolución francesa mostró ya la fuerza
de una crítica, o de una pasión a la vez comparable y diferente; dirigida
contra el mismo adversario, pero que proviene de distinta fuente: la denuncia
del burgués desde el interior del mundo burgués. Los hombres de 1789 amaron y
proclamaron la igualdad de todos los franceses, pero privaron a muchos de ellos
del derecho al voto y a otros del derecho a ser elegidos. Amaron y proclamaron
la libertad pero mantuvieron la esclavitud «en las islas», en nombre de la
prosperidad del comercio nacional. Quienes les sucedieron se apoyaron en sus
timideces o en sus incongruencias para llevar adelante la Revolución en nombre
de la auténtica igualdad: solo para descubrir que esa bandera oculta una
competencia desenfrenada, inscrita en el principio de la democracia. Si los
hombres deben considerarse iguales, ¿qué va a decir el pobre del rico, y el
obrero del burgués, y el menos pobre del muy pobre? Los jacobinos de 1793 son
burgueses partidarios de la libertad de producir, es decir de la economía de
mercado; también son revolucionarios hostiles a la desigualdad de las riquezas
producidas por el mercado. Atacan lo que llaman la «aristocracia de los ricos»
utilizando el vocabulario del viejo mundo para denunciar al nuevo: si la
desigualdad democrática hace reiniciarse sin cesar la desigualdad
aristocrática, ¿para qué sirve vencer al Antiguo Régimen?
Esta sospecha es la que da a la Revolución francesa ese
carácter incontenible e interminable, que la distingue de la Revolución
estadunidense a tal punto que vacilamos en emplear el mismo término para
designar ambos acontecimientos. Y sin embargo, ambos fueron animados por las
mismas ideas y por pasiones comparables; fundan casi unidos la civilización
democrática moderna. Pero uno de ellos termina con la elaboración y el voto de
una Constitución que aún perdura, convertida en arca sagrada de la ciudadanía
estadunidense, mientras que el otro multiplica las constituciones y los
regímenes, y ofrece al mundo el primer espectáculo de un despotismo
igualitario. Da existencia duradera a la idea de revolución no como el paso de
un régimen a otro, o como un paréntesis entre dos momentos, sino como una
cultura política inseparable de la democracia, y como ella inagotable, sin un
término legal o constitucional: alimentada por la pasión de la igualdad, que
por definición no tiene un umbral de satisfacción.
Tocqueville creyó que la violencia de esta pasión en la
Revolución francesa se debía aún a lo que derribaba; y que el burgués no
recibía ese residuo de odio sino como heredero involuntario de la arrogancia de
los nobles. Sin un Antiguo Régimen al cual vencer, los estadunidenses amaron la
igualdad como un bien del que siempre se ha gozado. Los franceses, en el
momento en que la conquistan, temen perderla y la adoran en forma exclusiva:
hasta ese grado se perfila el espectro de la aristocracia tras el espectáculo
de la riqueza. Este análisis, profundo y verdadero en lo que concierne a ambos
pueblos y ambas revoluciones a finales del siglo XVIII , no debe llevarnos
empero a desconocer, siguiendo el ejemplo estadunidense de entonces, la
profunda similitud de las pasiones de igualdad en ambos países: porque en las
postrimerías de este siglo XX , la crítica de la democracia en nombre de la
democracia no es menos obsesiva en los Estados Unidos que en Francia o en
Europa. Lejos de que la igualdad consensual de los estadunidenses haya hecho
escuela en los países europeos, es antes bien la igualdad obsesiva de los
revolucionarios franceses la que ha invadido la sociedad norteamericana.
No obstante, en los Estados Unidos —aun en nuestra
época— esta pasión, madre de la democracia moderna, nunca se ha alimentado del
odio al burgués: esta figura no existe o está tan disminuida en sus
enfrentamientos políticos que los estadunidenses prefieren tomar otros caminos
y dar vida a otros símbolos. Omnipresente por el contrario en la política
europea desde hace dos siglos, esta figura ha dotado de un «villano» común a
todos los desdichados de la modernidad: tanto a los que fustigan la mediocridad
del mundo burgués, como a los que le reprochan su mentira. La literatura
francesa, particularmente en el medio siglo que siguió a la Revolución, está
imbuida de un odio al burgués, común tanto a la derecha como a la izquierda, al
conservador como al demócrata-socialista, al hombre religioso como al filósofo
de la historia. Para la primera, el burgués es este hombre falso que pretende
haberse liberado de Dios y de la tradición y haberse emancipado de todo pero
que es esclavo de sus intereses; ciudadano del mundo pero egoísta feroz en su
patria; orientado hacia el porvenir de la humanidad pero obsesionado por gozar
del presente; con la sinceridad en la mano pero la mentira en el fondo del
corazón. Ahora bien, el socialista coincide con esa opinión; pero añade a la
exposición de los motivos, él, que cree en el verdadero universalismo liberado
de los intereses de clase, una consideración adicional: el burgués es infiel a
sus propios principios, ya que al limitar el derecho de voto para todos
traiciona la Declaración de los Derechos del Hombre.
No concluyamos antes de tiempo que el socialista es un
demócrata más avanzado que el liberal. Ese tipo de argumento, esgrimido hoy tan
a menudo para reparar la nave socialista que hace agua, reposa sobre una
confusión o un contrasentido; pues el mundo del liberal y el del demócrata son
filosóficamente idénticos; bien lo sabe la crítica socialista, que apunta a
ambos en conjunto. El burgués del siglo XIX puede rechazar por un momento el
sufragio universal, colocándose así fuera de sus propios principios pero de
inmediato tendrá que ceder ante ellos. Al contrario, lo que critica el
socialista, de Buchez al joven Marx, en el mundo burgués es la idea misma de
los derechos del hombre como fundamento subjetivo de la sociedad, simple
cobertura del individualismo que rige la economía capitalista. El drama está en
que la misma regla preside a la vez el capitalismo y la libertad moderna: la
regla de la libertad, y por tanto de la pluralidad de las ideas, de las
opiniones, de los placeres, de los intereses. Liberales y demócratas la
comparten, pues se encuentra en el fundamento mismo de sus concepciones.
Reaccionarios y socialistas la rechazan en nombre de la perdida unidad del
hombre y de la humanidad. Por lo demás, en esta época no es raro ver a
escritores que comienzan en la extrema derecha, como La Mennais, terminar en la
extrema izquierda; o a filósofos socialistas como Buchez mezclar el catolicismo
con una mesiánica filosofía de la historia. Todos los materiales culturales son
buenos para quien busca combatir la maldición del desgarramiento burgués. La
pregunta de Rousseau, actualizada por la experiencia revolucionaria tan
cercana, está en el corazón de los filósofos tanto de derecha como de
izquierda, y la encontramos omnipresente tanto en Bonald como en Louis Blanc:
si somos simplemente individuos, ¿qué especie de sociedad formamos?
Por mi parte me propongo, más que analizar conceptos,
hacer revivir una sensibilidad y unas opiniones. Los hombres del siglo XIX
creyeron profundamente que la democracia liberal moderna exponía a la sociedad
a un constante peligro de disolución, debido a la atomización de los individuos
y a su indiferencia por el interés público, al debilitamiento de la autoridad y
al odio de clases. Hijos del individualismo absoluto instaurado el 4 de agosto
de 1789, sobrevivientes de una revolución popular a la que solo pudieron poner
fin, provisionalmente por cierto, mediante un despotismo más absoluto que la
antigua monarquía, los franceses han creído muy particularmente en ello; más,
por ejemplo, que los ingleses. Nunca han creído en el utilitarismo como
garantía filosófica del nexo social. Por ello, el burgués, en Francia y en toda
Europa, si es verdaderamente burgués propietario, teme a la revolución.
Comparte los temores de sus enemigos y se alinea con sus obsesiones. Teme que
se reinicie el desorden sobre todo porque la Europa de la época está fascinada
por el experimento político francés más que por la excepción constitucional
inglesa, como lo demuestran la extensión de la idea revolucionaria y las
llamaradas de 1830 y 1848. Así, el burgués tiende a reunir en él todo el
desprecio de la época; es el arribista en Balzac, el «canalla» en Stendhal, el
«filisteo» en Marx: hijo de un acontecimiento inmenso, que aún intimida a
quienes fueron sus víctimas y que fascina a quienes desearían ser sus
continuadores más son demasiado perezosos para recoger la herencia. La grandeza
que hay en su pasado hace resaltar la miseria de su presente.
He aquí, pues, al burgués, convertido por temor en
tradicionalista: negación de sí mismo que sin embargo no lo dota de una
tradición. Detesta la revolución pero se encuentra ligado a ella por la fuerza.
Fuera de ella no tiene más que la tradición de los demás, la de la aristocracia
o la de la monarquía, que le ofrece un ropaje prestado. Abdica a sus títulos
históricos pero no tiene otros. Asimismo, deja de encarnar la libertad, para convertirse
en el padre de familia autoritario y tiránico, maniaco de su comodidad y
obsesionado por sus propiedades: el Chérubin Beyle de Henry Burlad, contra
quien su hijo esgrime las imágenes sumadas de su ego aristocrático y de la
fraternidad jacobina. En suma, todo lo que el burgués inventó se ha vuelto
contra él. Se elevó mediante el dinero, lo que le permitió disolver desde el
interior el «rango» aristocrático; pero este instrumento de la igualdad lo ha
transformado en aristócrata de un tipo nuevo, aún más cautivo de su riqueza de
lo que estaba el noble respecto de su cuna. Llevó a la fuente bautismal los
Derechos del Hombre, pero la libertad lo espanta, y la igualdad todavía más.
Fue el padre de la democracia, en virtud de la cual todo hombre es igual a
todos los demás hombres, y está asociado a todos en la construcción de lo
social, y por la cual cada uno, al obedecer a la ley, solo se obedece a sí
mismo. Pero la democracia ha revelado al mismo tiempo la fragilidad de sus
gobiernos y la amenaza del número, es decir, de los pobres: y así lo vemos más
reticente que nunca ante los principios de 1789, pese a que gracias a ellos
hizo su entrada triunfal en la historia.
Si el burgués es el hombre que renegó, es porque era el
hombre de la mentira. Lejos de encarnar lo universal, solo tiene una obsesión:
sus intereses, y solo un símbolo: el dinero. A través del dinero es el más
odiado: el dinero aglutina contra él los prejuicios de los aristócratas, los
celos de los pobres y el desprecio de los intelectuales; el pasado y el
presente, que lo expulsan del porvenir. Lo que le da su poder sobre la sociedad
explica también su debilidad sobre el imaginario colectivo. Un rey es
infinitamente más grande que su simple persona, un
aristócrata obtiene su prestigio de un pasado más lejano que él, un socialista
predica la lucha por un mundo que él ya no verá. Pero en cambio el rico no es
más que eso: rico y nada más. El dinero no es testimonio de sus virtudes o
siquiera de su trabajo, como en la versión puritana; en el mejor de los casos
le ha llegado por azar, y entonces puede perderlo mañana, por simple mala
suerte; en el peor de los casos, fue adquirido con el trabajo de los demás, por
robo o por codicia, o por ambas cosas. El dinero aparta al burgués de sus
semejantes, sin darle ese mínimo de consideración que le permitiría gobernarlos
apaciblemente. En el momento en que el consentimiento de los gobernados se ha
vuelto explícitamente necesario para gobernar a los hombres este es más difícil
de lograr.
No hay mejor ilustración de ese déficit político y
moral que aflige al burgués por todas partes que su humillación estética: el
burgués comienza en el siglo XIX su gran carrera simbólica como la antítesis
del artista. Mezquino, feo, avaro, limitado, hogareño, mientras que el artista
es grande, bello, generoso, genial, bohemio. El dinero encallece el alma y la
rebaja, el desprecio del dinero la eleva a las grandes cosas de la vida:
convicción que no solo afecta al escritor o al artista «revolucionario», sino
también al conservador o al reaccionario; no solo a Stendhal, sino a Flaubert.
No solo a Heine, sino a Hölderlin. Lamartine vivió con ella cuando era
legitimista y cuando se volvió republicano. El burgués recoge así, casi por
doquier en la cultura europea, esta imagen de desprecio mezclado de odio, que
es el precio que debe pagar por la naturaleza de su ser mismo y por la manera
en que hizo su entrada en el escenario político. Es, por una parte, un hombre
desnudo frente a la naturaleza, que por único arte tiene su trabajo productivo
y que aplica todo su ingenio a su proyecto utilitario, sin pensar en la belleza
de lo que destruye o de lo que construye. Por otra parte, ha derribado a la
aristocracia por medio de la revolución y ha dado con gran éxito los tres
golpes de su reinado, lo que habría podido ser una circunstancia atenuante.
Pero pronto demostró ser tan incapaz de asumir la anunciación democrática de
1789, que la propia idea revolucionaria pasó a manos de sus adversarios. Él
reveló su verdadera ambición, que consiste en instituir un mercado, no una
ciudadanía. De ahí que solo represente el lado malo de lo moderno: es el
símbolo del capitalismo, no de la democracia.
Sin embargo, esta disociación no es inevitable, y
tampoco es evidente. La libertad de producir, de comprar y de vender forma
parte de la libertad a secas; se afirmó como tal contra las trabas y los
privilegios de la época feudal. La igualdad contractual de los individuos no es
menos indispensable para la existencia de un mercado que para la autonomía
física y moral de las personas. Por otra parte, esas dos caras de la sociedad
moderna no están disociadas en la cultura más democrática que haya producido
Europa, la de su retoño estadunidense: libre empresa, libertad e igualdad de
los hombres son consideradas allí como inseparables y complementarias. Por
último, esta disociación no tiene nada que ver con los progresos o con los
malignos objetivos de la economía capitalista: recibe su forma clásica y
extrema muy pronto en el siglo XIX , en dos países en que la producción de
bienes siguió siendo tradicional en comparación con el auge del capitalismo
industrial inglés en la misma época: Francia y Alemania. Dos países cuya vida
intelectual es más efervescente que su economía, y donde la Revolución de 1789
ha dejado una huella imborrable, que no existe en Inglaterra con una
profundidad similar. En la floración francesa de la idea socialista y en el
hegelianismo de izquierda del que surgirá Marx, se elabora la crítica radical
del burgués; allí se desenmascara su esencia nefasta, que será el oprobio de
los dos siglos siguientes.
En la historia de Europa, las circunstancias han hecho
(y en esta fórmula anodina se halla el principal misterio de la Revolución
francesa) que el súbito desplome de la monarquía más grande y el nacimiento
extraordinario de un régimen nuevo sucedan al lento surgir de una clase media,
situada en algún lugar entre la nobleza y el pueblo. Post hoc, propter hoc :
acreditado con este activo casi divino en una época que en adelante tendrá que
explicar todo acontecimiento como fruto de una voluntad, el burgués no hace más
que defraudar las promesas inseparables de su supuesto advenimiento. Ya el
curso de la Revolución le ha obligado a ceder el poder, primero a Robespierre,
luego a Bonaparte. El siglo XIX lo devuelve a sus actividades de hormiga, en
medio de unos recuerdos demasiado grandes para él. La época le había ofrecido
el papel para el cual estaba menos capacitado: el de una clase política.
Nacido en la democracia y crecido en el seno de esta,
el odio al burgués solo es en apariencia el odio al otro. En su esencia es el
odio a sí mismo.
En efecto, la
apariencia indica que esta sociedad de individuos dedicados a promover sus
intereses y sus placeres recibe sus fundamentos políticos del exterior, como
fatal consecuencia de la desigualdad de riquezas que se ha creado en este
mundo. La lucha de clases enfrenta a ricos y pobres, a poseedores y
desposeídos, a los que se benefician de la sociedad burguesa y los que acampan
sobre sus márgenes, a burgueses y proletarios. Unos y otros poseen de su
antagonismo una conciencia variable, pero lo bastante fuerte, para estructurar
toda la vida política de la sociedad. A través de la pobreza o la cólera de los
obreros, como ayer a través de los desdenes de la nobleza, el odio a la
burguesía recibe del exterior su fundamento racional.
No obstante, el sentimiento antiburgués se alimenta
también, especialmente en sus manifestaciones más violentas, de fuentes
internas.
Se le encuentra
por doquier, como hemos visto, entre escritores y artistas, aun entre los que,
como Stendhal, no son aristócratas ni socialistas. A menudo nutre los
conflictos en el interior de las familias, la rebelión de los hijos contra los
padres en nombre de la libertad contra la naturaleza. Su principal resorte está
en el interior del universo burgués, en lo que hace contradictorio este
universo. En el corazón de la pasión antiburguesa también se encuentra el
remordimiento constante del burgués o su mala conciencia.
¿Cómo podría vivir con el alma tranquila? No venció al
aristócrata solamente por su riqueza, sino por la gran perturbación de las
conciencias a la que se consagró. Además, si tantos jóvenes nobles se le
unieron en el siglo anterior para poner fin al «Antiguo Régimen», es porque la
idea de un hombre universal, emancipado por la razón de las predestinaciones
seculares, les parecía mejor, en el sentido intelectual y moral, que la voz de
la tradición. Pero ahora tenemos al supuesto vencedor de la historia lidiando
con los efectos de la fe en la universalidad de los hombres. Libertad,
igualdad: promesas ilimitadas cuyo carácter problemático, cuando se les quiere
mantener dentro del Estado social sin disminuir la llama en los espíritus se
evidenció durante la Revolución, pues esas promesas abstractas crean un espacio
infranqueable entre las esperanzas de los pueblos y lo que la sociedad puede
ofrecerles. Vuelven caduco ipso facto cualquier debate o acuerdo sobre los
límites de la democracia. Hasta envician el concepto de esta, que implicaría un
porvenir cerrado y unos asociados satisfechos.
El burgués está condenado a vivir en ese sistema
abierto, que desencadena pasiones contradictorias y poderosas. Se encuentra
preso entre el egoísmo calculador por el cual se enriquece, y la compasión que
lo identifica con el género humano, o al menos con sus conciudadanos. Entre el
deseo de ser igual —y por tanto semejante a todos— y la obsesión de la
diferencia que lo lanza a la búsqueda de la más mínima distinción. Entre la
fraternidad, horizonte de una historia de la humanidad, y la envidia, que forma
su resorte psicológico vital. Rousseau había explorado las dos extremidades de
esta condición: la soledad de Los ensueños del paseante solitario y la lógica
democrática del Contrato social. Pero él, el burgués, debe contentarse con
existir en ese desgarramiento en el que la mitad de sí mismo detesta a la otra
mitad y donde, para ser buen ciudadano, debe ser mal burgués, o bien ser mal
ciudadano si quiere seguir siendo verdadero burgués.
Lo peor es que conoce su desdicha y la examina y la
expone en la búsqueda febril de su «yo», centro del universo, pero centro
incierto de su lugar en el mundo y de su relación con las mónadas que lo
rodean. Siendo autónomo, ese yo debe formarse a sí mismo, pero ¿para volverse
qué? No conoce más que su desdoblamiento sin fin, que le da material para una
gran literatura pero no le revela ni el secreto de un buen gobierno ni el
camino de la reconciliación consigo mismo. El burgués no sabe organizar su vida
pública ni encontrar la paz interior: la lucha de clases y el malestar de su yo
están escritos en su destino. Aunque enarbola lo universal bajo sus banderas,
también es portador de una duda sobre la verdad de lo que proclama: una parte
de sí mismo le da la razón a sus adversarios, ya que estos hablan en nombre de
sus propios principios.
De allí proviene ese rasgo, sin duda único, de la
democracia moderna en la historia universal: esta infinita capacidad de
producir hijos y hombres que detestan el régimen social y político en el que
nacieron, y odian el aire que respiran pese a que viven de él y a que nunca han
conocido otro. Y no hablo de quienes, en la secuela de una revolución
democrática, echan de menos el antiguo mundo en el que crecieron y del que
conservan recuerdos y hábitos. Por el contrario, tengo en mente esta pasión
política constitutiva de la democracia misma, esta sobrevaluación moral de
fidelidad a los principios que convierte prácticamente a todos los habitantes
de la sociedad moderna, incluso al propio burgués, en enemigos del burgués. La
escena fundamental de esta sociedad no es, como creyó Marx, la lucha del obrero
contra el burgués: en efecto, si el obrero solo sueña con volverse burgués,
esta lucha es simplemente parte del movimiento general de la democracia. Mucho
más esencial es el odio del burgués hacia sí mismo, y este desgarramiento
interior que lo vuelve precisamente contra lo que es: todopoderoso en la
economía, amo de las cosas, pero sin un poder legítimo sobre los hombres, y
privado de unidad moral en su fuero interno. Creador de una riqueza inédita
pero chivo expiatorio de la política democrática, el burgués multiplicará por
doquier los monumentos de su genio técnico y los signos de su incapacidad
política, como lo demostraría el siglo XX .
En materia de odio al burgués, los siglos XIX y XX
presentan el contraste que ya he señalado antes a propósito de otros
sentimientos o de otras representaciones democráticas. En cierto sentido, todo
se dijo muy pronto. Sin embargo, todo siguió siendo gobernable en el siglo XIX
, pero ya no lo es en el XX . En efecto, los elementos, o ingredientes de la
pasión antiburguesa son visibles en la cultura y la política europea desde
comienzos del siglo XIX , y desde antes, si recordamos el genio premonitorio
que tuvo Rousseau. Los jacobinos franceses de 1793, que supuestamente
inauguraron el reino de la burguesía, ofrecen el primer ejemplo en masa de
burgueses que detestan a los burgueses en nombre de principios burgueses. Si
son tan admirados, tan imitados por la izquierda europea del siglo siguiente,
es porque muy pronto supieron dar una forma inolvidable al desgarramiento del
espíritu burgués.
Sin embargo, a lo largo de todo el siglo XIX , el
adversario de ayer, el aristócrata, aún deja importantes huellas: Bismarck logra
la unidad alemana, y Cavour la italiana. En gran medida, los reyes y los nobles
de Europa conservan el predominio sobre una evolución cuyo sentido temen. Hasta
en Francia, donde la antigua sociedad fue jurídicamente destruida desde sus
cimientos, y la igualdad civil instaurada irreversiblemente desde el 4 de
agosto de 1789, la nobleza conoce días felices tras la caída de Napoleón. Reina
sobre la buena sociedad y forma parte importante del gobierno del país aun
después de 1830. Así se arraigó más o menos de facto por toda la Europa del
siglo XIX una versión degradada de lo que el pensamiento político clásico había
llamado el «gobierno mixto», en el que coexistían la monarquía, la aristocracia
y la democracia. En esta situación política bastarda encontró sus límites la
pasión antiburguesa.
En efecto, el aristócrata no quiere al burgués,
anunciador del mundo del dinero y de la confusión de los rangos. Pero ha visto
desplomarse un mundo y sabe que está inmerso sin retorno en el mundo burgués:
la idea contrarrevolucionaria ofrece un refugio a sus recuerdos y una
literatura a sus nostalgias, pero se guarda bien de convertir esa idea en
programa de acción. Si odiara demasiado al burgués, se vería impedido de
influir sobre los asuntos públicos; o, peor aún, podría alimentar sentimientos
jacobinos, hacer el juego a los republicanos, como tiende a hacerlo
Chateaubriand después de 1830. Así, los sobrevivientes del mundo antiguo que
quedan en el nuevo se cuidan de expresar su desprecio por el burgués en la vida
social. Fieles a sus costumbres, conservan sin dificultad ese predominio sobre
los modales que obliga al burgués a inclinarse ante su pasado. Pero sometidos
como todos sus contemporáneos al dios nuevo de la necesidad histórica, adaptan
su acción política al espíritu de la época. En suma, el aristócrata del siglo
XIX teme a la revolución, y por eso no es contrarrevolucionario.
Esta es la misma razón por la que el burgués se muestra
moderado en materia política. Con base en el ejemplo de 1789 midió las
dificultades de su gobierno. Conoce los peligros de su situación histórica,
debidos a la vez al carácter problemático de su preponderancia y a las promesas
de la igualdad democrática. Está en el término medio, resignado a soportar la
altivez de la nobleza y los azares de la realeza, para gobernar al pueblo bajo
el ala de ambos. Su pusilanimidad política, que tanto indignaba a Marx, se debe
a la conciencia de su incapacidad para dominar las fuerzas que ha
desencadenado. Por una parte, esa pusilanimidad alimenta sin duda la pasión
antiburguesa, en la medida en que constituye una negación de la tradición
revolucionaria: refugiado en una sabiduría mediocre y de sentimientos
mezquinos, el burgués francés, por ejemplo, resulta aún más odioso porque sus
padres fueron los artífices de lo sucedido en 1789 o 1793. Pero, por otra
parte, también lo mantiene constantemente alerta ante los riesgos de la
tradición revolucionaria, y no deja de alertarlo ante la «gobernabilidad»
incierta de las sociedades democráticas. Lo lleva a reinar por poderes, para
evitar los altibajos inseparables de la política democrática.
Así, la política del siglo XIX estuvo dominada por una
especie de compromiso constante entre dos mundos, destinado a conjurar el rayo
que hizo caer al Antiguo Régimen francés. El burgués debe tolerar los desdenes
del aristócrata, pero gobierna con él o por medio de él. Tiene que consentir en
ser blanco favorito de la literatura y del arte, y aun soportar la agresividad
de sus hijos. Vive temiendo a la multitud, pero en realidad debería temer más a
los suyos que al pueblo. El siglo aún no es democrático, aunque las ideas de la
democracia lo recorran de principio a fin, dejando en él una huella cada vez
más profunda: aún no es democrático, pues las masas populares solo desempeñan
un papel menor y restringido al repertorio prescrito por las élites. La actitud
antiburguesa, cuando es aristocrática, pertenece más a la literatura que a la
política; cuando es socialista, más a la historia de las ideas que a la
subversión social. El fracaso de las revoluciones de 1848 en Europa ilustra ese
momento histórico.
Es cierto que esta situación se modifica rápidamente a
finales del siglo. Ni el desarrollo del nacionalismo, ni la explosión de un antisemitismo
«democrático», ni el crecimiento de partidos de masas como la socialdemocracia
alemana son inteligibles si no vemos en ellos las señales de una integración
inédita de las masas populares a la política de los Estados modernos. Pero será
a partir del fin de la guerra de 1914 cuando mejor pueda evaluarse la magnitud
del fenómeno.
El tiempo ha reducido poco a poco la distancia que
separa al burgués del aristócrata. Ha aproximado las ideas y los gustos y hasta
los géneros de vida. El culto a la nación, cuya increíble fuerza se demostrará
en la guerra, los ha soldado en una voluntad política común. Pero
simultáneamente, con su evolución y su fin, esta guerra también ofrece una
formidable renovación a la idea revolucionaria. No solo lleva al poder en Rusia
a los bolcheviques, que por fin encuentran la oportunidad de suceder a los
jacobinos y a la Comuna, sino que también en la derecha ofrece un nuevo y vasto
campo a la pasión antiburguesa al emanciparla de la tutela aristocrática. En la
Italia frustrada, en la Alemania vencida, esta pasión ya no es monopolio de las
clases nostálgicas o residuales. Envuelta en la bandera de la nación
desdichada, pasa al pueblo, odio de la democracia que se ha vuelto democrática,
interpretada por actores inéditos hasta entonces en la escena pública:
Mussolini o Hitler.
Esto es lo novedoso de la situación política creada por
la guerra: este brusco despertar de la pasión revolucionaria, que los hombres
del siglo XIX habían creído dominar. Hasta en la izquierda,
o entre los partidarios del socialismo y entre los marxistas, la idea de
revolución había acabado por adquirir, antes de la guerra de 1914, una especie
de apariencia sensata. El blanquismo estaba casi muerto en Francia, y la
socialdemocracia alemana —faro del movimiento obrero, bastión del marxismo—
solo actuaba para hacer madurar más pronto las condiciones del derrocamiento de
la economía capitalista. Ni Jaurès ni Kautsky esperaban ya «el gran día». Y sin
embargo, es precisamente esta idea de revolución la que los bolcheviques
resucitan al adueñarse del poder en Rusia. Su triunfo, por improbable, subraya
tanto más su audacia y su voluntad. Lo que tiene de extraordinario subraya lo
que tiene de universalmente posible.
Pero lo más sorprendente de la situación nacida de la
guerra es el resurgimiento de la idea de revolución entre la derecha; pues esta
idea tradicionalmente no gozó de ninguna aceptación en ese grupo. La derecha
europea del siglo XIX detesta la revolución: primero como maquinación, luego
como fatalidad, y por último como amenaza. Le desagradan tanto los hombres que
la han deseado como la apariencia de necesidad que ha adoptado y la fragilidad
con que amenaza a posteriori al orden social recuperado. Por ello, como hemos
visto, aunque es muy antirrevolucionaria en espíritu, generalmente no es
contrarrevolucionaria en política: porque una contrarrevolución sería de todos
modos una revolución. Esta doble disposición moral permite a las antiguas
noblezas agregarse a los partidos conservadores, o incluso a los liberales, al
tiempo que reduce entre la derecha el alcance de la hostilidad contra la
burguesía.
Lo que se ve, por el contrario, al fin de la guerra es
la ampliación entre la derecha de ese sentimiento, que se ha vuelto más
violento por cuanto no está dirigido con la prudencia aristocrática del siglo
precedente, sino por hombres salidos de las filas populares, en nombre de la
igualdad y de la nación. Como la pasión antiburguesa de izquierda, también la
pasión antiburguesa de derecha se democratizó. Pasó al pueblo. Se nutre de la
primera, reacciona contra ella, compite con ella, es inseparable de ella. La
idea contrarrevolucionaria se divorció de la aristocracia y de las bellas
damas. Reconoce sus consecuencias. Y también lleva dentro una revolución.
El orden cronológico nos ofrece un buen punto de
partida para el análisis: bolchevismo y fascismo son hijos de la primera Guerra
Mundial. Cierto es que Lenin perfeccionó sus concepciones políticas desde el
principio mismo del siglo, y que muchos de los elementos que, una vez reunidos,
formarían la ideología fascista eran anteriores a la guerra. El hecho es que el
Partido Bolchevique toma el poder en 1917, gracias a la guerra, y que Mussolini
y Hitler forman sus partidos en los años inmediatamente posteriores a 1918,
como respuesta a la crisis nacional producida por el resultado del conflicto.
La guerra de 1914 cambió toda la vida de Europa: fronteras, regímenes,
disposiciones de ánimo y hasta costumbres. Penetró tan profundamente en la más
brillante de las civilizaciones modernas que no dejó sin transformar ningún
elemento. Constituye el comienzo de su decadencia como centro del poderío
mundial, al tiempo que inaugura ese siglo feroz del que hoy salimos, lleno de
la violencia suicida de sus naciones y de sus regímenes.
Como todo gran acontecimiento, la guerra revela lo que
ocurrió antes de ella y simultáneamente inventa las figuras —en este caso, los
monstruos— del porvenir. Lo que reveló de esa época se ha vuelto para nosotros
sumamente difícil de imaginar: un adolescente occidental de hoy en día no puede
siquiera concebir las pasiones nacionales que llevaron a los pueblos europeos a
matarse entre sí durante cuatro años. Aún le atañen por sus abuelos, y sin
embargo, los secretos de estos se le han perdido; ni los sufrimientos padecidos
ni los sentimientos que los hicieron aceptables le resultan comprensibles ya;
ni lo que tuvieron de noble o de pasivo le dicen ya nada a su corazón o a su
mente como un recuerdo, aunque fuera transmitido, y no se encuentra en mejor
situación el historiador cuando intenta reconstruir ese mundo desvanecido. La
Europa anterior a 1914, ¿es verdaderamente la Europa de la que surgió la
guerra? Parece un mundo tan civilizado y tan homogéneo, comparada con el resto
del universo, que el conflicto desencadenado por el asesino de Sarajevo resulta
casi absurdo: una guerra civil emprendida sin embargo por Estados soberanos en
nombre de pasiones nacionales. De modo que la primera guerra del siglo XX , en
la medida en que marca una formidable ruptura con todo lo anterior, queda como
uno de los acontecimientos más enigmáticos de la historia moderna.
Su carácter no puede leerse en la época en que
comienza, y menos aún sus consecuencias; tal es la diferencia con la segunda,
casi inscrita de antemano en las circunstancias y los regímenes de la Europa de
los años treinta, y a la vez tristemente rica por ese eco tan duradero que la
hace continuar hasta la caída del muro de Berlín, es decir, hasta nosotros. De
esta segunda Guerra Mundial que fue la urdimbre de nuestras existencias,
poseemos un cuadro completo de sus causas y consecuencias. Pero la primera solo
existe para nosotros por sus consecuencias. Desencadenada por accidente, en un
mundo de sentimientos y de ideas que se han ido para siempre de nuestra
memoria, tiene un rasgo privativo de ciertos acontecimientos: no ser más que un
origen, el del mundo que aún nos afecta porque acaba de cerrarse ante nuestros
ojos.
De los dos grandes movimientos que «salen» de la guerra
de 1914-1918, el primero es el de la revolución proletaria. Resurge entonces
como un torrente que quedó recubierto en 1914 pero que reaparece cuatro años
después engrosado con sufrimientos y desilusiones, individuales y colectivos,
que abundaron increíblemente durante la guerra.
Sufrimientos, desilusiones, visibles en los
pueblos vencedores, como Francia. ¡Qué decir entonces de los vencidos! Ahora
bien el bolchevismo, amo accidental y frágil del Imperio de los zares en el
otoño de 1917, de pronto se ve fortalecido en Europa por oposición radical a la
guerra de 1914. Tiene la ventaja de dar un sentido a esos años terribles,
gracias al pronóstico precoz que hizo de ellos y que parece haberlo llevado a
la victoria revolucionaria de Octubre. Para explicar el carácter feroz de la
guerra ofrece remedios no menos feroces. El carácter inaudito de la hecatombe
encuentra, a través de Lenin, a unos responsables y unos chivos expiatorios que
estarán a la medida de la matanza: el imperialismo, los monopolios
capitalistas, la burguesía internacional. Poco importa que esta burguesía
internacional sea difícilmente concebible como directora de orquesta de una
guerra que, al contrario, enfrenta a sus diferentes ramas nacionales. Con ello,
los bolcheviques recuperan en su provecho lo universal bajo sus dos aspectos:
objetivamente, ya que la guerra, producto del imperialismo, será también la
tumba de este; y subjetivamente, ya que el enemigo es una clase transnacional
que debe ser vencida por el proletariado mundial. En agosto de 1914 se había
consagrado la victoria de la nación sobre la clase. Los años de 1917 y 1918
traen el desquite de la clase sobre la nación. De este modo, toda la guerra
estuvo permeada por las dos figuras de la idea democrática: lo nacional y lo
universal, cuyas huellas en la sangre derramada quedaron grabadas en lo más
profundo de la experiencia colectiva de los europeos.
Con el universalismo democrático regresa la idea
revolucionaria, fuerte en toda Europa continental gracias al precedente
francés. Cierto es que el ejemplo de 1789 y de los jacobinos alimentó, sobre
todo en el siglo XIX , el movimiento de las nacionalidades y que, de la tensión
entre lo universal y lo particular que marca a toda la Revolución francesa, los
revolucionarios de Europa prefirieron el segundo aspecto, como lo muestran los
hechos de 1848. Pero precisamente la guerra de 1914 acaba de mostrar el tipo de
matanzas que puede producir el espíritu nacional llevado a la incandescencia.
Termina con un retorno de los pueblos a la idea universalista. No es que los
vencedores, como por ejemplo Clemenceau, no tengan una visión cínica
(superficial además) sobre las fuerzas y las fronteras. Pero ellos mismos
enmarcan el principio de las nacionalidades en las garantías de un nuevo orden
jurídico internacional: el abecé del wilsonismo. Mas la otra cara de lo
democrático universal es la de la revolución social, que acaba de encarnar en
Octubre de 1917. Tal es el secreto de su irradiación.
Los acontecimientos de 1917 en Rusia, desde el año
siguiente, en el momento en que los pueblos de Europa salen de la guerra, casi
no son ya acontecimientos rusos. Lo que cuenta es la anunciación bolchevique de
la revolución universal. Un putsch triunfante en el país más atrasado de
Europa, logrado por una secta comunista dirigida por un jefe audaz, se
convierte por la coyuntura en un acontecimiento modelo, destinado a orientar la
historia universal, como ocurrió en su época con el francés de 1789. Debido al
cansancio general por la guerra y a la cólera de los pueblos vencidos, las
ilusiones que Lenin se hace sobre su propia acción son compartidas por millones
de personas. El jefe bolchevique piensa que su victoria no será duradera sin el
sostén de otras revoluciones, comenzando con la de Alemania. En toda Europa,
los militantes revolucionarios que han vuelto de la «Unión sagrada» o
simplemente que han sido removilizados por la situación política creen que él
les ofrece un modelo. Se efectúa así, casi por doquier, la primera
bolchevización de una parte de la izquierda europea, bolchevización que no
logra llevar a sus partidarios al poder, pero que deja partidos e ideas
esbozadas sobre un modelo único a través de toda Europa, y pronto en el mundo
entero. La Revolución rusa va a retroceder, a rodearse de murallas, a resignarse
a vivir como una isla en el océano capitalista; pero sin abandonar ni un
momento su visión universalista que, por el contrario, se convertirá en su
principal motivo de seducción. Lo que tiene de ruso se olvidará ante lo que
tiene de universal. Sobre el inmenso palacio oriental de los zares, la estrella
roja del Kremlin encarna desde Octubre de 1917 la idea de la revolución
mundial: las peripecias de la historia reducirán o dilatarán, con cada
generación, la irradiación de ese mito original, sin apagarlo jamás, hasta que
los sucesores de Lenin se encarguen de hacerlo por sí mismos.
Ahora bien, el fascismo nace como reacción de lo
particular contra lo universal, del pueblo contra la clase, de lo nacional
contra lo internacional. En sus orígenes es inseparable del comunismo, cuyos
objetivos combate, aunque sin dejar de imitar sus métodos. El ejemplo clásico
es el de Italia, apenas semivictoriosa al salir de la guerra, frustrada en sus
ambiciones nacionales; primer caldo de cultivo del fascismo y caso demostrativo
si los hay, ya que comunismo y fascismo crecieron sobre el mismo terreno: el
del socialismo italiano. Fundador de los fasci en marzo de 1919, Mussolini
perteneció en efecto al ala revolucionaria del movimiento socialista antes de
dar su apoyo a la entrada de Italia en la guerra, decisión que le valió entrar
en conflicto violento inmediatamente después con los líderes bolchevizantes de
su antiguo partido. Apoya la demagogia nacionalista de D’Annunzio en Fiume;
pero sus grupos de combate paramilitar solo adquieren alcance nacional entre
1920 y 1921, en la lucha contra las organizaciones revolucionarias de
trabajadores agrícolas en Italia del norte: es una verdadera guerra civil que
el gobierno de Giolitti es incapaz de contener, y que muestra por primera vez
en el siglo la debilidad del Estado liberal ante
las dos fuerzas que se disputan ferozmente la oportunidad de sucederlo.
En el caso de Hitler, el «partido obrero alemán» existe
antes que él. Pero ese grupúsculo político bávaro solo adquiere cierta
consistencia desde fines de 1919, cuando él se une al partido y lo anima con su
elocuencia. Hitler no tiene pasado socialista, pero al ser admirador de
Mussolini, se lo atribuye con el adjetivo que hará su fortuna:
nacionalsocialismo. En este se encuentra en el fondo la misma alianza
paradójica, tomando en cuenta la tradición política europea, entre nacionalismo
y anticapitalismo. La asociación de los dos temas tiene como objetivo poner de
relieve la comunidad del pueblo alemán, la nación, que hay que proteger contra
los intereses particulares de los capitalistas y contra los designios
nihilistas del bolchevismo. En la Alemania posterior a 1920, como en la Baviera
dominada por el Reichswehr , el discurso nacionalista no tiene un verdadero
rival, pues la «República de los Consejos» no es ya en Munich más que un mal
recuerdo, apenas suficiente para dar vida allí al antibolchevismo. Pero la
innovación de Hitler, en comparación con Mussolini, es el odio a los judíos,
símbolos a la vez del capitalismo y del bolchevismo; potencia cosmopolita y
demoniaca empeñada en perder a Alemania, el judaísmo alimenta en Hitler un odio
ecuménico que reúne dos fobias generalmente distintas, ya que se excluyen entre
casi toda la gente: el odio al dinero y el odio al comunismo. Hacer detestar al
mismo tiempo al burgués y al bolchevique a través del judío: tal es la
innovación de Hitler, que la encontró en sí mismo antes de convertirla en una
pasión de época.
Así, el fascismo reconstruyó con temas renovados la
pasión nacionalista que había sido el genio malo por excelencia de los grandes
países de Europa en vísperas de 1914. Lo curioso es, naturalmente, que la
guerra misma no haya mostrado su carácter nefasto, al menos a los pueblos que
habían salido vencidos de ella, como los alemanes. Sin duda, parte de la
responsabilidad la tiene el Tratado de Versalles, que no abrió a Europa las
puertas de ninguna historia común. Pero también hay que observar que la puerta
de salida internacionalista de la guerra es ocupada desde 1917 por los
militantes bolcheviques. Esto se puede ver en 1918. En cuanto se dispara el
último cañonazo, la cuestión de cómo defender a la nación contra la revolución
comunista se vuelve más apremiante que la de enseñarle a vivir en un orden
internacional en que se encuentra debilitada. La prioridad del bolchevismo crea
la prioridad del antibolchevismo. El fascismo no es más que una de sus formas,
particularmente virulenta en los países donde los Estados y las clases
dirigentes de ayer salieron desacreditados de la guerra. Sin inhibiciones para
tomar lo que sea necesario de la idea de revolución, el fascismo exalta sin
medida a la nación traicionada en contra de la amenaza bolchevique. Coctel
inédito de elementos conocidos, pero empleados en otro contexto, esta ideología
solo es nueva por yuxtaposición.
Bolchevismo y fascismo entran, pues, casi juntos en el
escenario de la historia, como los últimos hijos del repertorio político
europeo. Es un poco difícil imaginar hoy que esas ideologías son recientes,
dado que nos parecen, según el caso, caducas, absurdas, deplorables o
criminales. Y sin embargo, han llenado el siglo; una contra otra y jalándose
mutuamente han constituido su materia. A la vez muy poderosas, muy efímeras y
muy nefastas, ¿cómo pudieron suscitar tantas esperanzas o tantas pasiones entre
tantos individuos? Esos astros muertos se han llevado consigo sus secretos.
Para interrogarlos hay que retornar a la época de su mayor esplendor.
Lo que hace inevitable un análisis comparado de ellos
no solo es su fecha de nacimiento y su carácter, a la vez simultáneo y
meteórico, en la escala de la historia, sino también su dependencia mutua. El
fascismo nació como reacción anticomunista. El comunismo prolongó su atractivo
gracias al antifascismo. La guerra los enfrentó, pero solo después de haberlos
asociado. Uno y otro se niegan a ver en el espacio que los separa algo más que
una nada; dispuestos (si este espacio les es útil) a anexárselo en su marcha
hacia el poder absoluto que es su regla y su ambición común. En suma, son
enemigos declarados, ya que buscan su recíproca liquidación; pero también son
enemigos cómplices que para enfrentarse necesitan liquidar antes lo que los
separa. Así, hasta el afán de combatirse los une cuando no basta para ello la
existencia de un adversario común: esto podría ser una definición de la actitud
de Hitler entre agosto de 1939 y junio de 1941.
El mayor secreto de la complicidad entre bolchevismo y
fascismo sigue siendo, empero, la existencia de este adversario común, al que
las dos doctrinas enemigas reducen o exorcizan mediante la idea de que está
moribundo y que no obstante constituye su terreno propicio: simplemente, la
democracia. Entiendo aquí el término en sus dos significados clásicos; el
primero designa un tipo de gobierno fundado en el libre sufragio de los
ciudadanos, la competencia periódica de los partidos por el ejercicio del poder
y derechos iguales garantizados a todos; el segundo remite más bien a la
definición filosófica de las sociedades modernas, constituidas por individuos
iguales y autónomos, libres de elegir sus actividades, sus creencias o sus
modos de vida. Ahora bien, fascistas y comunistas no manifiestan el mismo tipo
de rechazo hacia esos dos rubros de la modernidad, pues los considerandos
filosóficos son diferentes, pero su rechazo es igualmente radical.
No terminaríamos de citar, en uno y otros bandos, los
textos que denunciaban el régimen parlamentario o la implantación del
pluralismo político como otros tantos engaños de la burguesía. El tema, por lo
demás, es tan viejo como el gobierno representativo, y adoptó mil formas
más sutiles en los siglos XVIII y XIX , desde la denuncia de las elecciones
inglesas hasta la crítica de la desviación oligárquica de los regímenes
democráticos, pasando por el inmenso debate sobre los Antiguos y los Modernos.
A comienzos del siglo XX , con Lenin y Mussolini, para no mencionar a Hitler,
el tema ha perdido su profundidad y su interés filosófico en favor de su valor
como propaganda. Ya solo se le trata como un derivado de la fatalidad
capitalista, según la cual el dinero, el omnipotente dinero, domina también la
política. Se le enuncia para complacer, ya no para saber. Lenin ya no quiere
saber nada de la paradoja moderna, examinada en todos sentidos por Marx, especialmente
en sus libros sobre Francia: que la burguesía es una clase económica cuya
dominación política, por su naturaleza misma, es inestable y está amenazada. En
los enfrentamientos políticos de los partidos burgueses, Lenin no ve más que
apariencias o engaños con los que hay que terminar mediante la revolución
proletaria, cuyo instrumento él ha forjado.
Anticapitalismo, revolución, partido, dictadura del
partido en nombre del pueblo: los mismos temas que se encuentran en el discurso
fascista. La diferencia está naturalmente en que los dos discursos no tienen la
misma ascendencia intelectual. Lenin, heredero o discípulo de Marx, ve en la
revolución que está preparando la realización de una promesa democrática por la
emancipación de los trabajadores explotados. Prisionero de su marxismo
simplista, está convencido de que la dictadura revolucionaria del proletariado
y de los campesinos pobres —la receta rusa de la toma del poder— será «mil
veces más democrática», como escribe, que la más democrática de las repúblicas
parlamentarias. ¿Cómo podría no serlo, puesto que el capitalismo no existirá
ya? Una vez desaparecidas la explotación del trabajo y la enajenación del
trabajador se habrá dado un paso decisivo hacia la verdadera libertad de los
hombres.
La ventaja intelectual del discurso leninista sobre el
fascista consiste en que, más allá de la crítica a la democracia burguesa,
rencuentra el sustento de la filosofía liberal: si bien hubo que derrocar los
regímenes que la reivindicaban para cumplir sus promesas, la autonomía del
individuo está presente en el horizonte del comunismo como lo estaba en el
centro del liberalismo. Gran ventaja, en efecto, porque permite al militante
comunista situar su acción en la sucesión de la historia y considerarse a sí
mismo como heredero y continuador del progreso, mientras que el militante
fascista, por lo contrario, debe imaginar que su papel está destinado a
quebrantar la concatenación fatal del curso de la historia moderna hacia la
democracia.
El hecho de que el fascismo sea reactivo no significa
que el pensamiento fascista sea contrarrevolucionario como, por ejemplo, el de
Bonald. Porque al igual que el pensamiento democrático, el fascismo ha perdido
el fundamento religioso de lo político y no puede aspirar a restaurar una
comunidad humana que obedezca al orden natural o providencial. Como el
leninismo, también él se encuentra hundido en la inmanencia; no niega el
individualismo moderno como opuesto al orden divino, ya que en él ve, por el
contrario, el fruto del cristianismo; si desea apasionadamente desarraigarlo,
es también a través de las figuras de la historia, como son la nación o la
raza. En ese sentido, el odio a los principios de 1789 que siempre mostró el
fascismo no le impide ser revolucionario, pues el adjetivo nos remite al afán
de trastornar el mundo, el gobierno y la sociedad burguesa en nombre del
porvenir.
Entre esas dos teorías seculares de la política, la
superioridad del marxismo-leninismo se debe a dos cosas. Para empezar, al hecho
de que enarbola en su estandarte el nombre del más poderoso y sintético
filósofo de la historia que haya surgido en el siglo XIX. En materia de
demostración de las leyes de la historia, Marx es inigualable. Ofrece con qué
complacer tanto a los espíritus doctos como a los más simples, según que se lea
el Capital o el Manifiesto. Parece revelarles a todos el secreto de la
divinidad del hombre, que sucede a la de Dios: actuar en la historia sin las
incertidumbres de la historia, puesto que la acción revolucionaria revela y
realiza las leyes del desarrollo. Una vez juntas, la libertad y la ciencia de
esta libertad: no hay bebida más embriagante para el hombre moderno, privado de
Dios. Frente a esto, ¿qué valen la especie de posdarwinismo hitleriano o hasta
la exaltación de la idea nacional?
Porque el atractivo principal del
marxismo-leninismo se encuentra, desde luego, en su universalismo, que lo
emparenta con la familia de las ideas democráticas, con el sentimiento de
igualdad de los hombres como resorte psicológico principal. El fascismo, para
quebrantar el individualismo burgués, solo apela a fracciones de humanidad: la
nación o la raza. Estas, por definición, excluyen a los que no forman parte de
ellas, y hasta se definen contra ellos, como lo exige la lógica de ese tipo de
pensamiento. La unidad de la comunidad solo se rehace con base en su supuesta
superioridad sobre los otros grupos, y en un constante antagonismo contra
ellos. A quienes no han tenido la suerte de formar parte de la raza superior o
de la nación elegida, el fascismo solo les propone la elección entre la
resistencia sin esperanza y la subyugación sin honor. Por el contrario, el
militante bolchevique, fiel a la inspiración democrática del marxismo, se fija
como objetivo la emancipación del género humano. En la lista de recuerdos
históricos que despiertan su imaginación figura siempre la Revolución francesa.
Fue una primera tentativa audaz y hasta heroica por enarbolar contra la Europa
de los reyes el estandarte de esta liberación universal, pero no pudo rebasar
los límites «burgueses» que le asignaba la historia.
En cambio Lenin y sus amigos, jacobinos del
proletariado, estarán capacitados para realizar el programa. Y llegan en el
momento oportuno.
¿En el momento oportuno? En realidad no. El
universalismo bolchevique no tarda en chocar contra las condiciones concretas
que rodearon su triunfo. Vemos así a esos hombres en el poder en el país más
atrasado y, por tanto, el más improbable de Europa según la doctrina. Habida
cuenta de las particularidades de su situación, no tienen ninguna posibilidad
de poner a la vieja Rusia a la cabeza del progreso humano, de poder suprimir su
carga de pobreza y de incultura. Los mencheviques se lo han dicho. También
Kautsky, el augur más grande del marxismo; y Léon Blum, en su discurso del
Congreso de Tours: al querer violentar el movimiento de la historia sustituyen
lo que el viejo Marx había llamado la dictadura del proletariado por un putsch
blanquista. Ninguna advertencia del marxismo europeo le faltó a Lenin. Él, en
cambio, posee dos respuestas, doctrinal la una y la otra circunstancial. La
primera, que se encuentra sobre todo en su respuesta a Kautsky, invoca el
carácter esencialmente democrático de la dictadura del Partido Bolchevique,
destinada a suprimir el capitalismo, es decir, la dictadura del dinero. La otra
se refiere a las circunstancias particulares que hicieron triunfar la primera
revolución proletaria en Rusia, el eslabón más débil del imperialismo en
Europa: la Revolución bolchevique en Moscú, dice Lenin, no es sino la primera
de las revoluciones proletarias. Otras la seguirán en cadena, demostrando la
universalidad del movimiento. En la primavera de 1919, Zinóviev, presidente del
Komintern, comenta así la situación internacional en el primer número de La
internacional comunista: «En el momento en que escribimos estas líneas, la
Tercera Internacional tiene como bases principales tres repúblicas de soviets:
en Rusia, en Hungría y en Baviera. Pero nadie se asombre si, en el momento en
que se publican estas líneas, ya no tenemos tres sino seis repúblicas de
soviets o más aún. La vieja Europa corre a todo galope hacia la revolución
proletaria».
Empero, esas ilusiones no durarán mucho. Antes de
desaparecer de la escena política, Lenin deberá enfrentarse al carácter
decididamente ruso de la primera revolución proletaria. Stalin sustituirá las
esperanzas revolucionarias de los años de posguerra por la idea del socialismo
en un solo país, pero desde entonces el universalismo de Octubre de 1917, cuya herencia
se mantiene con gran cuidado, queda fragilizado por su encarnación territorial
única. La Revolución francesa siempre vivió desgarrada entre su ambición
universal y su particularidad nacional. La Revolución rusa en sus comienzos
creyó haber superado este obstáculo en virtud de su carácter proletario y
gracias a su difusión a través de Europa. Pero una vez de vuelta en el interior
de las fronteras del antiguo Imperio de los zares, cayó víctima de una
contradicción mucho más manifiesta que la que desgarró a la aventura francesa
de finales del siglo XVIII.
Quiso ser más universal que 1789,
verdaderamente universal, porque era proletaria y ya no burguesa, emancipando a
una clase que lo único que podía perder eran sus cadenas, liberada en adelante
de lo que fue la abstracción de los principios de 1789 respecto a la situación
social real de la época. Pero el proletariado al que reivindica es tan
problemático que solo ejerce su supuesto papel a través de una serie de
equivalencias abstractas: la clase obrera está representada por el Partido
Bolchevique, dirigido a su vez por un pequeño círculo de militantes en el que
la opinión del primero entre ellos casi siempre es preponderante. Esta visión y
ese dispositivo son organizados por Lenin desde antes de la primera Guerra
Mundial en sus múltiples combates en el interior del partido, y se afirman,
cada vez más intangibles, después de Octubre: la destitución de la Asamblea
Constituyente, la proscripción de los demás partidos y luego la prohibición de
las facciones en el interior del Partido Bolchevique sustituyen la fuerza de
las leyes por el poder absoluto del Politburó y del secretario general.
En el fondo, poco importa que antes de morir Lenin haya
percibido los peligros de semejante régimen: fue él quien organizó sus reglas y
su lógica. Lo que fundamenta en última instancia el sistema de la revolución es
la autoridad de la ciencia, el conocimiento de las leyes de la historia.
Autoridad, conocimiento, directrices por definición de lo universal, que faltaron
a la Revolución francesa. Pero, ¿hay abstracción más grande que la ciencia? ¿Y
qué hay más abstracto para los auténticos intereses de la sociedad que esta
autoridad? Los jacobinos franceses habían anhelado que los principios de 1789
hiciesen de Francia la patria de la humanidad. Los bolcheviques rusos esperaban
este favor excepcional de su pretensión de conocer las leyes de la historia.
Pero el país en que habían vencido, la herencia que tenían que administrar, la
sociedad que debían transformar, las concepciones políticas que alegaban,
hacían que la idea que tenían de sí mismos y la imagen que querían mostrar
fuesen aún más claramente contradictorias que la ambición filosófica de los
revolucionarios franceses. Esos filósofos de la historia tropezaban con la
historia real desde antes de haber comenzado realmente a actuar. La encarnación
rusa de la praxis marxista por Lenin quitaba gran parte de su verosimilitud a
la prédica marxista de la sociedad sin clases.
En esas condiciones, lo asombroso no es que el
universalismo bolchevique haya encontrado desde su origen tantos y tan feroces
adversarios, sino que haya encontrado tantos partidarios y tan incondicionales.
Desde antes de que se desplegaran en la práctica sus consecuencias fue
denunciado como ilusorio y peligroso, no solo por la «reacción» sino por casi
todo el socialismo europeo, por las autoridades en materia de marxismo y hasta
de marxismo revolucionario. Sin embargo, tan solo con su triunfo y con el mito
que se creó a partir de él logró en gran parte que Octubre de 1917 se
incorporara en la izquierda europea como una fecha clave en la emancipación del
trabajo en el mundo; y ni siquiera el retroceso de la Revolución rusa en Europa
a partir de 1920 podrá menoscabar el alcance de ese triunfo inicial.
A este respecto existe una especie de misterio acerca
del triunfo ideológico inicial del bolchevismo en Europa, misterio que no deja
de tener su analogía con el que rodea el desarrollo de las ideas fascistas
hacia la misma época; pues ambos movimientos están indisolublemente ligados
como la acción y la reacción, tal como lo indican la cronología, las
intenciones de los protagonistas y los préstamos recíprocos que se hacen uno al
otro. Acaso esta relación de dependencia permita establecer una hipótesis: que
los efectos de simplificación y de amplificación que realizan ambas ideologías
son el secreto de su seducción. En efecto, ambas llevan hasta el grado
caricaturesco las grandes representaciones colectivas de «estar juntos» que
predican: una de ellas es una patología de lo universal, y la otra una
patología de lo nacional. No obstante, ambas dominarán la historia del siglo.
Tomando cuerpo en el curso de los acontecimientos que contribuirán a formar,
sus efectos se irán agravando al fanatizarse sus partidarios: la prueba del
poder, en lugar de limar las aristas, multiplicará sus atrocidades y sus
crímenes. Stalin exterminará a millones de hombres en nombre de la lucha contra
la burguesía, y Hitler a millones de judíos en nombre de la pureza de la raza aria.
Existe un misterio del mal en la dinámica de las ideas políticas del siglo XX.
Si deseamos explorar este enigma de la
extrema vulgaridad de las ideas políticas del siglo XX junto a su trágico
dominio sobre las mentes, podremos empezar por tomarles el pulso comparándolas
con las del siglo anterior. La Revolución francesa, y de modo más general el
nacimiento de la democracia, sembraron infinidad de ideas por toda Europa.
Pocas épocas fueron tan ricas en debates intelectuales de tipo político, en doctrinas
e ideologías destinadas a organizar la ciudad liberal, democrática o
socialista. A decir verdad, sobrevive el antiguo mundo político, que ve la
fundación de esta ciudad en el orden trascendente y alimenta la nostalgia de
las luchas y hasta de los sistemas de ideas. Pero a medida que avanza el siglo,
los europeos ya solo piensan en la escena pública a través de la muerte de
Dios, como creación pura de la voluntad de los hombres, destinada a asegurar al
fin la libertad de todos y la igualdad de cada uno. Elaboran con refinamiento
la extraordinaria gama de regímenes que hacen posibles semejantes premisas.
Obsesionados por el dominio de un futuro que ya no les pertenece, perciben la
grandeza y los peligros inéditos de la condición del hombre moderno. Conscientes
del carácter problemático de la democracia moderna, producen muchos políticos
de gran talla: los debates parlamentarios o las polémicas de prensa del siglo
XIX muestran al lector de hoy un tipo de discurso incomparablemente más
inteligente que el de este siglo. Incluso las revoluciones, aunque nutridas del
precedente francés, nunca caen prisioneras del recitativo jacobino, ni son
calcadas sobre el pobre lenguaje de un partido y un jefe.
En cuanto a la celebración de la idea nacional, Dios
sabe que los hombres del siglo XIX se entregan a ella con pasión, pues la
convierten en el centro de la historiografía moderna así como en el motor más
poderoso de la actividad política. El orgullo de la pertenencia nacional imbuye
toda la vida social e intelectual de Europa. La Revolución francesa trazó su
camino a través de ella, lo que explica que haya sido admirada pero también
temida en nombre de los principios nuevos que había hecho surgir: lo que había
tenido de particular autorizaba a cada nación, según los casos, a imitarla o a
combatirla en nombre de lo que había tenido de universal. Sin embargo, ninguna
de las guerras del siglo XIX —por lo demás, poco numerosas— presenta el
carácter monstruoso de las del XX. Hasta en Alemania, donde la idea nacional había
mostrado con la mayor intensidad hasta qué punto podía ser ciega y peligrosa,
la guerra permaneció enmarcada en la idea de cultura. No afirma su pura
sustancia como algo que se baste a sí mismo: la elección particular de los
alemanes, su superioridad como seres humanos. Exalta la contribución de
Alemania a la moral, a las artes, al pensamiento, a la cultura.
En los dos siglos de historia democrática que han
recorrido las naciones europeas, podríamos imaginar una línea de demarcación
que las separa de modo general en mitades. Aunque todos los elementos
constitutivos de la filosofía y de la condición democrática se hayan concebido
en el siglo XIX, y con extraordinaria profundidad (ya que después no hemos
añadido nada), aún no han revelado todos sus efectos políticos potenciales. Por
ejemplo, Tocqueville, autor inquieto al acecho del porvenir, analiza el nexo
secreto que une el individualismo moderno y el crecimiento ilimitado del Estado
administrativo, pero no prevé el fascismo, y menos aún en su forma nazi.
Nietzsche, vocero de la muerte de Dios, profeta de la miseria moral e
intelectual del hombre democrático, no imagina los regímenes totalitarios del
siglo que lo sigue tan de cerca… y menos aún que él mismo les servirá a veces
de sustento. Es en el siglo XIX cuando la historia remplaza a Dios en la
omnipotencia sobre el destino de los hombres, pero solo en el XX se verán las
locuras políticas nacidas de esta sustitución.
Resulta cómodo señalar la guerra de 1914 como línea
divisoria: ella inaugura la época de las catástrofes europeas. Pero también
pone al descubierto lo que la hizo nacer, el caldero de las malas pasiones de
Europa —empezando con el antisemitismo— comienza a hervir desde finales del
siglo en San Petersburgo, en Berlín, en Viena y en París. Y sin embargo, la
guerra es más grande que sus causas. Una vez desatada conduce a tantos hombres
a la muerte, trastorna tantas existencias, desgarra tan profundamente el tejido
de las naciones después de haberlo estrechado, que es la escena primigenia de
una época nueva. Lo que de ella surge lo demuestra con creces.
El título de un conjunto de ensayos de Ortega y Gasset
[3] describe bastante bien el estado anímico e intelectual que privaba en la
secuela de los combates: La rebelión de las masas. Pero esa frase también hay
que interpretarla en sentido analítico. El escritor español quiere decir que la
guerra hizo a los hombres más capaces de sentir y de actuar en forma idéntica,
al tiempo que debilitaba las jerarquías sociales; que produjo en serie un
sujeto político a la vez reactivo y borreguil, inclinado a las grandes
emociones colectivas más que al examen de los programas o de las ideas. En
suma, democratizó a su manera a la vieja Europa, sometida desde hacía decenios
a la omnipotencia oculta de la opinión pública. Lo novedoso en este tipo de
análisis familiar al pensamiento liberal después de la Revolución francesa y
renovado a finales del siglo XIX, es el descubrimiento de que este «hombre de
las masas» no es, o no lo es forzosamente, un ser iletrado y sin educación. La
Italia del norte, la primera que fue vulnerable a la propaganda mussoliniana,
es la zona ilustrada del país. La Alemania en donde la elocuencia de Hitler
obtiene sus primeros triunfos es la nación más culta de Europa. Así, el fascismo
no tiene su cuna en sociedades arcaicas, sino en las modernas, en las que el
marco político y social tradicional ha perdido súbitamente mucha de su
legitimidad. La posguerra las ha dejado en esa situación de atomización
igualitaria en que Hannah Arendt [4] vio una de las explicaciones de la
victoria de Hitler.
La educación o el enriquecimiento no necesariamente
producen comportamientos políticos más racionales. Incluido en la agenda de la
democracia, el ingreso de las masas a la política moderna no se efectúa en la
Europa de posguerra mediante la integración a los partidos democráticos, sino
bajo la forma de la novedad revolucionaria. A este respecto el Octubre ruso
desempeñó un papel importante —aunque se produjo en una sociedad totalmente distinta—,
rejuveneciendo la idea de revolución y dándole una especie de actualidad que
había perdido parcialmente en la segunda mitad del siglo XIX. Su poder
embriagador sobre el espíritu de las masas puede muy bien ser disociado del
contenido de su programa, siempre que se conserven en ella los rasgos que se
dirigen más a la imaginación de los modernos, y que son un modo de realización
del tiempo histórico.
La revolución es una ruptura en el orden común de los
días, al mismo tiempo que una promesa de felicidad colectiva en la historia y
por ella. Este invento reciente de los franceses a finales del siglo XVIII,
convertido después en figura central del escenario público europeo y luego
universal, señala para empezar el papel que desempeña la voluntad en la
política: que los hombres pueden desprenderse de su pasado para inventar y
construir una sociedad nueva: la revolución es la ilustración de esto, y hasta
su garantía. Es lo contrario de la necesidad. Pese a lo que tiene de ficticio
en su radicalidad, la idea sobrevive a todos los desmentidos de los hechos,
porque da su forma pura a la convicción liberal y democrática de la autonomía
de los individuos. Al mismo tiempo, afirma que la historia será en adelante el
único foro en el que se decida el destino de la humanidad, ya que es el sitio
donde se producen esos surgimientos o esos despertares colectivos que
manifiestan su libertad: lo cual viene a ser una negación adicional de la
divinidad —ama y señora única durante tanto tiempo en el escenario humano—; pero
también una manera de reciclar las ambiciones de la religión mediante la
política, pues la revolución es una búsqueda de salvación. Ofrece la
oportunidad única de contrarrestar la inclinación de los individuos a retirarse
a los goces privados, y de rehacer a los ciudadanos antiguos en la libertad
moderna. Por último, expresa la tensión intrínseca de la política democrática
en la medida en que la libertad y la igualdad de los hombres constituyen
promesas absolutas, preñadas de esperas ilimitadas, y por tanto imposibles de
satisfacer.
La pasión revolucionaria exige que todo sea político:
por ello entiende a la vez que todo está en la historia, comenzando por el
hombre, y que todo puede ganarse con una sociedad buena, pero habrá que
fundarla. Ahora bien, la sociedad moderna se caracteriza por un déficit de lo
político en relación con la existencia individual y privada. Desconoce la idea
de bien común, ya que todos los hombres que la componen, inmersos en lo
relativo, tienen cada uno la suya; solo puede imaginarla a través del amor al
bienestar, que divide a los asociados en lugar de unirlos, y con ello destruye
la comunidad que se pretendía construir en su nombre. La idea revolucionaria es
la imposible conjura de esa desdicha.
La grandeza incomparable de la Revolución francesa
consiste en haber ilustrado, junto con el nacimiento de la democracia en
Europa, las tensiones y las pasiones contradictorias ligadas a esta condición
inédita del hombre social. El acontecimiento fue tan poderoso y tan rico que la
política europea vivió de él durante casi un siglo. Pero el imaginario
colectivo de los pueblos la prolongó durante mucho más tiempo: pues lo que la
Revolución francesa inventó es, más que una nueva sociedad fundada sobre la
igualdad civil y el gobierno representativo, una modalidad privilegiada del
cambio, una idea de la voluntad humana, una concepción mesiánica de la
política.
Al mismo tiempo, lo que le da su seducción a
la idea revolucionaria después de la guerra de 1914 debe separarse de lo que,
en materia de cambio histórico, pudieron realizar los franceses de finales del
siglo XVIII, pues los bolcheviques quisieron destruir la sociedad burguesa, y
los fascistas quieren borrar los principios de 1789. Pero unos y otros siguen
siendo fanáticos de la cultura revolucionaria: hombres que divinizaron la
política para no tener que despreciarla.
Por tanto, no hay razón para excluir al fascismo del
privilegio o de la maldición de la idea revolucionaria, so pretexto de que
combate bajo el estandarte de la nación o de la raza, pues precisamente la
originalidad de las doctrinas fascistas se debió a que se apropiaron del
espíritu revolucionario, poniéndolo al servicio de un proyecto
antiuniversalista. Tal fue probablemente uno de los secretos de su éxito. En efecto,
el punto débil de las filosofías o de las prescripciones políticas hostiles a
los principios de 1789 había sido, a lo largo de todo el siglo precedente, su
incapacidad para insertarse en la historia a la que pretendían refutar.
Supeditándolo todo a la providencia, negaban el brote de libertad presente en
la experiencia del pueblo. Aunque nostálgicos del antiguo orden, eran
impotentes para explicar por qué la revolución se había formado en el seno de
aquel. ¿Cuál Antiguo Régimen restablecer entonces, si aquel cuyas virtudes
elogiaban había producido los hombres y las ideas de 1789? ¿Y cómo borrar la
revolución sin rehacer una revolución? A esos callejones sin salida del
pensamiento y de la política contrarrevolucionaria, el fascismo les aporta una
solución, plantándose en el terreno de la revolución: también él es sin Dios, y
aun hostil a la religión cristiana; también él sustituye la autoridad divina
por la fuerza de la evolución histórica; también él desprecia las leyes en
nombre de la voluntad política de las masas; tampoco él deja de combatir el
presente bajo la bandera de un porvenir redentor.
Todo eso parece lejano a nosotros, y sin embargo
sucedió apenas ayer. Los pueblos europeos que sobrevivieron a los horrores de
la guerra entraron en el siglo XX con la tentación de rehacerse un porvenir;
quisieron reinventar su mundo político con base en las dos grandes figuras de
la cultura democrática: lo universal y lo nacional. Con esas religiones,
complementarias y antagónicas, prepararán una catástrofe.
FRANÇOIS FURET (París, 27 de marzo de 1927-12 de julio de 1997) fue un
reputado historiador liberal, miembro de la Academia francesa.
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