El Celoso Extremeño
Miguel de Cervantes Saavedra
No ha muchos
años que de un lugar de Extremadura salió un hidalgo, nacido de padres nobles,
el cual, como un otro Pródigo, por diversas partes de España, Italia y Flandes
anduvo gastando así los años como la hacienda; y, al fin de muchas
peregrinaciones, muertos ya sus padres y gastado su patrimonio, vino a parar a
la gran ciudad de Sevilla, donde halló ocasión muy bastante para acabar de
consumir lo poco que le quedaba. Viéndose, pues, tan falto de dineros, y aun no
con muchos amigos, se acogió al remedio a que otros muchos perdidos en aquella
ciudad se acogen, que es el pasarse a las Indias, refugio y amparo de los
desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas,
pala y cubierta de los jugadores (a quien llaman ciertos los peritos en el
arte), añagaza general de mujeres libres, engaño común de muchos y remedio
particular de pocos.
En fin,
llegado el tiempo en que una flota se partía para Tierra firme, acomodándose
con el almirante della, aderezó su matalotaje y su mortaja de esparto; y,
embarcándose en Cádiz, echando la bendición a España, zarpó la flota, y con
general alegría dieron las velas al viento, que blando y próspero soplaba, el
cual en pocas horas les encubrió la tierra y les descubrió las anchas y
espaciosas llanuras del gran padre de las aguas, el mar Océano.
Iba nuestro
pasajero pensativo, revolviendo en su memoria los muchos y diversos peligros
que en los años de su peregrinación había pasado, y el mal gobierno que en todo
el discurso de su vida había tenido; y sacaba de la cuenta que a sí mismo se
iba tomando una firme resolución de mudar manera de vida, y de tener otro
estilo en guardar la hacienda que Dios fuese servido de darle, y de proceder
con más recato que hasta allí con las mujeres.
La flota
estaba como en calma cuando pasaba consigo esta tormenta Felipo de Carrizales,
que éste es el nombre del que ha dado materia a nuestra novela. Tornó a soplar
el viento, impeliendo con tanta fuerza los navíos, que no dejó a nadie en sus
asientos; y así, le fue forzoso a Carrizales dejar sus imaginaciones, y dejarse
llevar de solos los cuidados que el viaje le ofrecía; el cual viaje fue tan
próspero que, sin recebir algún revés ni contraste, llegaron al puerto de
Cartagena. Y, por concluir con todo lo que no hace a nuestro propósito, digo
que la edad que tenía Filipo cuando pasó a las Indias sería de cuarenta y ocho
años; y en veinte que en ellas estuvo, ayudado de su industria y diligencia,
alcanzó a tener más de ciento y cincuenta mil pesos ensayados.
Viéndose,
pues, rico y próspero, tocado del natural deseo que todos tienen de volver a su
patria, pospuestos grandes intereses que se le ofrecían, dejando el Pirú, donde
había granjeado tanta hacienda, trayéndola toda en barras de oro y plata, y
registrada, por quitar inconvenientes, se volvió a España. Desembarcó en Sanlúcar;
llegó a Sevilla, tan lleno de años como de riquezas; sacó sus partidas sin
zozobras; buscó sus amigos: hallólos todos muertos; quiso partirse a su tierra,
aunque ya había tenido nuevas que ningún pariente le había dejado la muerte. Y
si cuando iba a Indias, pobre y menesteroso, le iban combatiendo muchos
pensamientos, sin dejarle sosegar un punto en mitad de las ondas del mar, no
menos ahora en el sosiego de la tierra le combatían, aunque por diferente
causa: que si entonces no dormía por pobre, ahora no podía sosegar de rico; que
tan pesada carga es la riqueza al que no está usado a tenerla ni sabe usar
della, como lo es la pobreza al que continuo la tiene. Cuidados acarrea el oro
y cuidados la falta dél; pero los unos se remedian con alcanzar alguna mediana
cantidad, y los otros se aumentan mientras más parte se alcanzan.
Contemplaba
Carrizales en sus barras, no por miserable, porque en algunos años que fue
soldado aprendió a ser liberal, sino en lo que había de hacer dellas, a causa
que tenerlas en ser era cosa infrutuosa, y tenerlas en casa, cebo para los
codiciosos y despertador para los ladrones.
Habíase muerto
en él la gana de volver al inquieto trato de las mercancías, y parecíale que,
conforme a los años que tenía, le sobraban dineros para pasar la vida, y
quisiera pasarla en su tierra y dar en ella su hacienda a tributo, pasando en
ella los años de su vejez en quietud y sosiego, dando a Dios lo que podía, pues
había dado al mundo más de lo que debía. Por otra parte, consideraba que la
estrecheza de su patria era mucha y la gente muy pobre, y que el irse a vivir a
ella era ponerse por blanco de todas las importunidades que los pobres suelen
dar al rico que tienen por vecino, y más cuando no hay otro en el lugar a quien
acudir con sus miserias. Quisiera tener a quien dejar sus bienes después de sus
días, y con este deseo tomaba el pulso a su fortaleza, y parecíale que aún
podía llevar la carga del matrimonio; y, en viniéndole este pensamiento, le
sobresaltaba un tan gran miedo, que así se le desbarataba y deshacía como hace
a la niebla el viento; porque de su natural condición era el más celoso hombre
del mundo, aun sin estar casado, pues con sólo la imaginación de serlo le
comenzaban a ofender los celos, a fatigar las sospechas y a sobresaltar las
imaginaciones; y esto con tanta eficacia y vehemencia, que de todo en todo
propuso de no casarse.
Y, estando
resuelto en esto, y no lo estando en lo que había de hacer de su vida, quiso su
suerte que, pasando un día por una calle, alzase los ojos y viese a una ventana
puesta una doncella, al parecer de edad de trece a catorce años, de tan
agradable rostro y tan hermosa que, sin ser poderoso para defenderse, el buen
viejo Carrizales rindió la flaqueza de sus muchos años a los pocos de Leonora,
que así era el nombre de la hermosa doncella. Y luego, sin más detenerse,
comenzó a hacer un gran montón de discursos; y, hablando consigo mismo, decía:
-
Esta muchacha
es hermosa, y a lo que muestra la presencia desta casa, no debe de ser rica;
ella es niña, sus pocos años pueden asegurar mis sospechas; casarme he con
ella; encerraréla y haréla a mis mañas, y con esto no tendrá otra condición que
aquella que yo le enseñare. Y no soy tan viejo que pueda perder la esperanza de
tener hijos que me hereden. De que tenga dote o no, no hay para qué hacer caso,
pues el cielo me dio para todos; y los ricos no han de buscar en sus
matrimonios hacienda, sino gusto: que el gusto alarga la vida, y los disgustos
entre los casados la acortan. Alto, pues: echada está la suerte, y ésta es la
que el cielo quiere que yo tenga.
Y así hecho
este soliloquio, no una vez, sino ciento, al cabo de algunos días habló con los
padres de Leonora, y supo cómo, aunque pobres, eran nobles; y, dándoles cuenta
de su intención y de la calidad de su persona y hacienda, les rogó le diesen
por mujer a su hija. Ellos le pidieron tiempo para informarse de lo que decía,
y que él también le tendría para enterarse ser verdad lo que de su nobleza le
habían dicho. Despidiéronse, informáronse las partes, y hallaron ser ansí lo
que entrambos dijeron; y, finalmente, Leonora quedó por esposa de Carrizales,
habiéndola dotado primero en veinte mil ducados: tal estaba de abrasado el
pecho del celoso viejo. El cual, apenas dio el sí de esposo, cuando de golpe le
embistió un tropel de rabiosos celos, y comenzó sin causa alguna a temblar y a
tener mayores cuidados que jamás había tenido. Y la primera muestra que dio de
su condición celosa fue no querer que sastre alguno tomase la medida a su
esposa de los muchos vestidos que pensaba hacerle; y así, anduvo mirando cuál
otra mujer tendría, poco más a menos, el talle y cuerpo de Leonora, y halló una
pobre, a cuya medida hizo hacer una ropa, y, probándosela su esposa, halló que
le venía bien; y por aquella medida hizo los demás vestidos, que fueron tantos
y tan ricos, que los padres de la desposada se tuvieron por más que dichosos en
haber acertado con tan buen yerno, para remedio suyo y de su hija. La niña
estaba asombrada de ver tantas galas, a causa que las que ella en su vida se había
puesto no pasaban de una saya de raja y una ropilla de tafetán.
La segunda
señal que dio Filipo fue no querer juntarse con su esposa hasta tenerla puesta
casa aparte, la cual aderezó en esta forma: compró una en doce mil ducados, en
un barrio principal de la ciudad, que tenía agua de pie y jardín con muchos
naranjos; cerró todas las ventanas que miraban a la calle y dioles vista al
cielo, y lo mismo hizo de todas las otras de casa. En el portal de la calle,
que en Sevilla llaman casapuerta, hizo una caballeriza para una mula, y encima
della un pajar y apartamiento donde estuviese el que había de curar della, que
fue un negro viejo y eunuco; levantó las paredes de las azuteas de tal manera,
que el que entraba en la casa había de mirar al cielo por línea recta, sin que
pudiesen ver otra cosa; hizo torno que de la casapuerta respondía al patio.
Compró un rico
menaje para adornar la casa, de modo que por tapicerías, estrados y doseles
ricos mostraba ser de un gran señor. Compró, asimismo, cuatro esclavas blancas,
y herrólas en el rostro, y otras dos negras bozales. Concertóse con un
despensero que le trujese y comprase de comer, con condición que no durmiese en
casa ni entrase en ella sino hasta el torno, por el cual había de dar lo que
trujese. Hecho esto, dio parte de su hacienda a censo, situada en diversas y
buenas partes, otra puso en el banco, y quedóse con alguna, para lo que se le
ofreciese. Hizo, asimismo, llave maestra para toda la casa, y encerró en ella
todo [l]o que suele comprarse en junto y en sus sazones, para la provisión de
todo el año; y, teniéndolo todo así aderezado y compuesto, se fue a casa de sus
suegros y pidió a su mujer, que se la entregaron no con pocas lágrimas, porque
les pareció que la llevaban a la sepultura.
La tierna
Leonora aún no sabía lo que la había acontecido; y así, llorando con sus
padres, les pidió su bendición, y, despidiéndose dellos, rodeada de sus
esclavas y criadas, asida de la mano de su marido, se vino a su casa; y, en
entrando en ella, les hizo Carrizales un sermón a todas, encargándoles la
guarda de Leonora y que por ninguna vía ni en ningún modo dejasen entrar a
nadie de la segunda puerta adentro, aunque fuese al negro eunuco. Y a quien más
encargó la guarda y regalo de Leonora fue a una dueña de mucha prudencia y
gravedad, que recibió como para aya de Leonora, y para que fuese
superintendente de todo lo que en la casa se hiciese, y para que mandase a las
esclavas y a otras dos doncellas de la misma edad de Leonora, que para que se
entretuviese con las de sus mismos años asimismo había recebido. Prometióles
que las trataría y regalaría a todas de manera que no sintiesen su
encerramiento, y que los días de fiesta, todos, sin faltar ninguno, irían a oír
misa; pero tan de mañana, que apenas tuviese la luz lugar de verlas.
Prometiéronle las criadas y esclavas de hacer todo aquello que les mandaba, sin
pesadumbre, con prompta voluntad y buen ánimo. Y la nueva esposa, encogiendo
los hombros, bajó la cabeza y dijo que ella no tenía otra voluntad que la de su
esposo y señor, a quien estaba siempre obediente.
Hecha esta
prevención y recogido el buen estremeño en su casa, comenzó a gozar como pudo
los frutos del matrimonio, los cuales a Leonora, como no tenía experiencia de
otros, ni eran gustosos ni desabridos; y así, pasaba el tiempo con su dueña,
doncellas y esclavas, y ellas, por pasarle mejor, dieron en ser golosas, y
pocos días se pasaban sin hacer mil cosas a quien la miel y el azúcar hacen
sabrosas. Sobrábales para esto en grande abundancia lo que habían menester, y no
menos sobraba en su amo la voluntad de dárselo, pareciéndole que con ello las
tenía entretenidas y ocupadas, sin tener lugar donde ponerse a pensar en su
encerramiento.
Leonora andaba
a lo igual con sus criadas, y se entretenía en lo mismo que ellas, y aun dio
con su simplicidad en hacer muñecas y en otras niñerías, que mostraban la
llaneza de su condición y la terneza de sus años; todo lo cual era de
grandísima satisfación para el celoso marido, pareciéndole que había acertado a
escoger la vida mejor que se la supo imaginar, y que por ninguna vía la
industria ni la malicia humana podía perturbar su sosiego. Y así, sólo se
desvelaba en traer regalos a su esposa y en acordarle le pidiese todos cuantos
le viniesen al pensamiento, que de todos sería servida. Los días que iba a
misa, que, como está dicho, era entre dos luces, venían sus padres y en la
iglesia hablaban a su hija, delante de su marido, el cual les daba tantas
dádivas que, aunque tenían lástima a su hija por la estrecheza en que vivía, la
templaban con las muchas dádivas que Carrizales, su liberal yerno, les daba.
Levantábase de
mañana y aguardaba a que el despensero viniese, a quien de la noche antes, por
una cédula que ponían en el torno, le avisaban lo que había de traer otro día;
y, en viniendo el despensero, salía de casa Carrizales, las más veces a pie,
dejando cerradas las dos puertas, la de la calle y la de en medio, y entre las
dos quedaba el negro. Íbase a sus negocios, que eran pocos, y con brevedad daba
la vuelta; y, encerrándose, se entretenía en regalar a su esposa y acariciar a
sus criadas, que todas le querían bien, por ser de condición llana y agradable,
y, sobre todo, por mostrarse tan liberal con todas.
Desta manera
pasaron un año de noviciado y hicieron profesión en aquella vida,
determinándose de llevarla hasta el fin de las suyas: y así fuera si el sagaz
perturbador del género humano no lo estorbara, como ahora oiréis.
Dígame ahora
el que se tuviere por más discreto y recatado qué más prevenciones para su
seguridad podía haber hecho el anciano Felipo, pues aun no consintió que dentro
de su casa hubiese algún animal que fuese varón. A los ratones della jamás los
persiguió gato, ni en ella se oyó ladrido de perro: todos eran del género
femenino. De día pensaba, de noche no dormía; él era la ronda y centinela de su
casa y el Argos de lo que bien quería. Jamás entró hombre de la puerta adentro
del patio. Con sus amigos negociaba en la calle. Las figuras de los paños que
sus salas y cuadras adornaban, todas eran hembras, flores y boscajes. Toda su
casa olía a honestidad, recogimiento y recato: aun hasta en las consejas que en
las largas noches del invierno en la chimenea sus criadas contaban, por estar
él presente, en ninguna ningún género de lascivia se descubría. La plata de las
canas del viejo, a los ojos de Leonora, parecían cabellos de oro puro, porque
el amor primero que las doncellas tienen se les imprime en el alma como el
sello en la cera. Su demasiada guarda le parecía advertido recato: pensaba y
creía que lo que ella pasaba pasaban todas las recién casadas. No se
desmandaban sus pensamientos a salir de las paredes de su casa, ni su voluntad
deseaba otra cosa más de aquella que la de su marido quería; sólo los días que
iba a misa veía las calles, y esto era tan de mañana que, si no era al volver
de la iglesia, no había luz para mirallas.
No se vio
monasterio tan cerrado, ni monjas más recogidas, ni manzanas de oro tan
guardadas; y con todo esto, no pudo en ninguna manera prevenir ni escusar de caer
en lo que recelaba; a lo menos, en pensar que había caído.
Hay en Sevilla
un género de gente ociosa y holgazana, a quien comúnmente suelen llamar gente
de barrio. Éstos son los hijos de vecino de cada colación, y de los más ricos
della; gente baldía, atildada y meliflua, de la cual y de su traje y manera de
vivir, de su condición y de las leyes que guardan entre sí, había mucho que
decir; pero por buenos respectos se deja.
Uno destos
galanes, pues, que entre ellos es llamado virote (mozo soltero, que a los
recién casados llaman mantones), asestó a mirar la casa del recatado
Carrizales; y, viéndola siempre cerrada, le tomó gana de saber quién vivía
dentro; y con tanto ahínco y curiosidad hizo la diligencia, que de todo en todo
vino a saber lo que deseaba. Supo la condición del viejo, la hermosura de su
esposa y el modo que tenía en guardarla; todo lo cual le encendió el deseo de
ver si sería posible expunar, por fuerza o por industria, fortaleza tan
guardada. Y, comunicándolo con dos virotes y un mantón, sus amigos, acordaron
que se pusiese por obra; que nunca para tales obras faltan consejeros y
ayudadores.
Dificultaban
el modo que se tendría para intentar tan dificultosa hazaña; y, habiendo
entrado en bureo muchas veces, convinieron en esto: que, fingiendo Loaysa, que
así se llamaba el virote, que iba fuera de la ciudad por algunos días, se
quitase de los ojos de sus amigos, como lo hizo; y, hecho esto, se puso unos
calzones de lienzo limpio y camisa limpia; pero encima se puso unos vestidos
tan rotos y remendados, que ningún pobre en toda la ciudad los traía tan
astrosos. Quitóse un poco de barba que tenía, cubrióse un ojo con un parche,
vendóse una pierna estrechamente, y, arrimándose a dos muletas, se convirtió en
un pobre tullido: tal, que el más verdadero estropeado no se le igualaba.
Con este talle
se ponía cada noche a la oración a la puerta de la casa de Carrizales, que ya
estaba cerrada, quedando el negro, que Luis se llamaba, cerrado entre las dos
puertas. Puesto allí Loaysa, sacaba una guitarrilla algo grasienta y falta de
algunas cuerdas, y, como él era algo músico, comenzaba a tañer algunos sones
alegres y regocijados, mudando la voz por no ser conocido. Con esto, se daba
priesa a cantar romances de moros y moras, a la loquesca, con tanta gracia, que
cuantos pasaban por la calle se ponían a escucharle; y siempre, en tanto que
cantaba, estaba rodeado de muchachos; y Luis, el negro, poniendo los oídos por
entre las puertas, estaba colgado de la música del virote, y diera un brazo por
poder abrir la puerta y escucharle más a su placer: tal es la inclinación que
los negros tienen a ser músicos. Y, cuando Loaysa quería que los que le
escuchaban le dejasen, dejaba de cantar y recogía su guitarra, y, acogiéndose a
sus muletas, se iba.
Cuatro o cinco
veces había dado música al negro (que por solo él la daba), pareciéndole que,
por donde se había de comenzar a desmoronar aquel edificio, había y debía ser
por el negro; y no le salió vano su pensamiento, porque, llegándose una noche,
como solía, a la puerta, comenzó a templar su guitarra, y sintió que el negro
estaba ya atento; y, llegándose al quicio de la puerta, con voz baja, dijo:
-¿Será
posible, Luis, darme un poco de agua, que perezco de sed y no puedo cantar?
-No -dijo el
negro-, porque no tengo la llave desta puerta, ni hay agujero por donde pueda
dárosla.
-Pues, ¿quién
tiene la llave? -preguntó Loaysa.
-Mi amo
-respondió el negro-, que es el más celoso hombre del mundo. Y si él supiese
que yo estoy ahora aquí hablando con nadie, no sería más mi vida. Pero, ¿quién
sois vos que me pedís el agua?
-Yo -respondió
Loaysa- soy un pobre estropeado de una pierna, que gano mi vida pidiendo por
Dios a la buena gente; y, juntamente con esto, enseño a tañer a algunos morenos
y a otra gente pobre; y ya tengo tres negros, esclavos de tres veinticuatros, a
quien he enseñado de modo que pueden cantar y tañer en cualquier baile y en
cualquier taberna, y me lo han pagado muy rebién.
-Harto mejor
os lo pagara yo -dijo Luis- a tener lugar de tomar lición; pero no es posible,
a causa que mi amo, en saliendo por la mañana, cierra la puerta de la calle, y
cuando vuelve hace lo mismo, dejándome emparedado entre dos puertas.
-¡Por Dios!, Luis -replicó Loaysa, que ya
sabía el nombre del negro-, que si vos diésedes traza a que yo entrase algunas
noches a daros lición, en menos de quince días os sacaría tan diestro en la
guitarra, que pudiésedes tañer sin vergüenza alguna en cualquiera esquina;
porque os hago saber que tengo grandísima gracia en el enseñar, y más, que he
oído decir que vos tenéis muy buena habilidad; y, a lo que siento y puedo
juzgar por el órgano de la voz, que es atiplada, debéis de cantar muy bien.
-No canto mal
-respondió el negro-; pero, ¿qué aprovecha?, pues no sé tonada alguna, si no es
la de La Estrella de Venus y la de Por un verde prado, y aquélla que ahora se
usa que dice:
A los hierros
de una reja
la turbada
mano asida...
-Todas ésas
son aire -dijo Loaysa- para las que yo os podría enseñar, porque sé todas las
del moro Abindarráez, con las de su dama Jarifa, y todas las que se cantan de
la historia del gran sofí Tomunibeyo, con las de la zarabanda a lo divino, que
son tales, que hacen pasmar a los mismos portugueses; y esto enseño con tales
modos y con tanta facilidad que, aunque no os deis priesa a aprender, apenas
habréis comido tres o cuatro moyos de sal, cuando ya os veáis músico corriente
y moliente en todo género de guitarra.
A esto suspiró
el negro y dijo:
-¿Qué
aprovecha todo eso, si no sé cómo meteros en casa?
-Buen remedio
-dijo Loaysa-: procurad vos tomar las llaves a vuestro amo, y yo os daré un
pedazo de cera, donde las imprimiréis de manera que queden señaladas las
guardas en la cera; que, por la afición que os he tomado, yo haré que un
cerrajero amigo mío haga las llaves, y así podré entrar dentro de noche y
enseñaros mejor que al Preste Juan de las Indias, porque veo ser gran lástima
que se pierda una tal voz como la vuestra, faltándole el arrimo de la guitarra;
que quiero que sepáis, hermano Luis, que la mejor voz del mundo pierde de sus
quilates cuando no se acompaña con el instrumento, ora sea de guitarra o
clavicímbano, de órganos o de arpa; pero el que más a vuestra voz le conviene
es el instrumento de la guitarra, por ser el más mañero y menos costoso de los
instrumentos.
-Bien me
parece eso -replicó el negro-; pero no puede ser, pues jamás entran las llaves
en mi poder, ni mi amo las suelta de la mano de día, y de noche duermen debajo
de su almohada.
-Pues haced
otra cosa, Luis -dijo Loaysa-, si es que tenéis gana de ser músico consumado;
que si no la tenéis, no hay para qué cansarme en aconsejaros.
-¡Y cómo si
tengo gana! -replicó Luis-. Y tanta, que ninguna cosa dejaré de hacer, como sea
posible salir con ella, a trueco de salir con ser músico.
-Pues ansí es
-dijo el virote-, yo os daré por entre estas puertas, haciendo vos lugar
quitando alguna tierra del quicio; digo que os daré unas tenazas y un martillo,
con que podáis de noche quitar los clavos de la cerradura de loba con mucha
facilidad, y con la misma volveremos a poner la chapa, de modo que no se eche
de ver que ha sido desclavada; y, estando yo dentro, encerrado con vos en
vuestro pajar, o adonde dormís, me daré tal priesa a lo que tengo de hacer, que
vos veáis aún más de lo que os he dicho, con aprovechamiento de mi persona y
aumento de vuestra suficiencia. Y de lo que hubiéremos de comer no tengáis
cuidado, que yo llevaré matalotaje para entrambos y para más de ocho días; que
discípulos tengo yo y amigos que no me dejarán mal pasar.
-De la comida
-replicó el negro- no habrá de qué temer, que, con la ración que me da mi amo y
con los relieves que me dan las esclavas, sobrará comida para otros dos. Venga
ese martillo y tenazas que decís, que yo haré por junto a este quicio lugar por
donde quepa, y le volveré a cubrir y tapar con barro; que, puesto que dé
algunos golpes en quitar la chapa, mi amo duerme tan lejos desta puerta, que
será milagro, o gran desgracia nuestra, si los oye.
-Pues, a la
mano de Dios -dijo Loaysa-: que de aquí a dos días tendréis, Luis, todo lo necesario
para poner en ejecución nuestro virtuoso propósito; y advertid en no comer
cosas flemosas, porque no hacen ningún provecho, sino mucho daño a la voz.
-Ninguna cosa
me enronquece tanto -respondió el negro- como el vino, pero no me lo quitaré yo
por todas cuantas voces tiene el suelo.
-No digo tal
-dijo Loaysa-, ni Dios tal permita. Bebed, hijo Luis, bebed, y buen provecho os
haga, que el vino que se bebe con medida jamás fue causa de daño alguno.
-Con medida lo
bebo -replicó el negro-: aquí tengo un jarro que cabe una azumbre justa y
cabal; éste me llenan las esclavas, sin que mi amo lo sepa, y el despensero, a
solapo, me trae una botilla, que también cabe justas dos azumbres, con que se
suplen las faltas del jarro.
-Digo -dijo
Loaysa- que tal sea mi vida como eso me parece, porque la seca garganta ni
gruñe ni canta.
-Andad con
Dios -dijo el negro-; pero mirad que no dejéis de venir a cantar aquí las noches
que tardáredes en traer lo que habéis de hacer para entrar acá dentro, que ya
me comen los dedos por verlos puestos en la guitarra.
-Y ¡cómo si
vendré! -replicó Loaysa-. Y aun con tonadicas nuevas.
-Eso pido
-dijo Luis-; y ahora no me dejéis de cantar algo, porque me vaya a acostar con
gusto; y, en lo de la paga, entienda el señor pobre que le he de pagar mejor
que un rico.
-No reparo en
eso -dijo Loaysa-; que, según yo os enseñaré, así me pagaréis, y por ahora
escuchad esta tonadilla, que cuando esté dentro veréis milagros.
-Sea en buen
hora -respondió el negro.
Y, acabado
este largo coloquio, cantó Loaysa un romancito agudo, con que dejó al negro tan
contento y satisfecho, que ya no veía la hora de abrir la puerta.
Apenas se
quitó Loaysa de la puerta, cuando, con más ligereza que el traer de sus muletas
prometía, se fue a dar cuenta a sus consejeros de su buen comienzo, adivino del
buen fin que por él esperaba. Hallólos y contó lo que con el negro dejaba
concertado, y otro día hallaron los instrumentos, tales que rompían cualquier
clavo como si fuera de palo.
No se descuidó
el virote de volver a dar música al negro, ni menos tuvo descuido el negro en
hacer el agujero por donde cupiese lo que su maestro le diese, cubriéndolo de
manera que, a no ser mirado con malicia y sospechosamente, no se podía caer en
el agujero.
La segunda
noche le dio los instrumentos Loaysa, y Luis probó sus fuerzas; y, casi sin
poner alguna, se halló rompidos los clavos y con la chapa de la cerradura en
las manos: abrió la puerta y recogió dentro a su Orfeo y maestro; y, cuando le
vio con sus dos muletas, y tan andrajoso y tan fajada su pierna, quedó
admirado. No llevaba Loaysa el parche en el ojo, por no ser necesario, y, así
como entró, abrazó a su buen discípulo y le besó en el rostro, y luego le puso
una gran bota de vino en las manos, y una caja de conserva y otras cosas
dulces, de que llevaba unas alforjas bien proveídas. Y, dejando las muletas,
como si no tuviera mal alguno, comenzó a hacer cabriolas, de lo cual se admiró
más el negro, a quien Loaysa dijo:
-Sabed,
hermano Luis, que mi cojera y estropeamiento no nace de enfermedad, sino de
industria, con la cual gano de comer pidiendo por amor de Dios, y ayudándome
della y de mi música paso la mejor vida del mundo, en el cual todos aquellos
que no fueren industriosos y tracistas morirán de hambre; y esto lo veréis en
el discurso de nuestra amistad.
-Ello dirá
-respondió el negro-; pero demos orden de volver esta chapa a su lugar, de modo
que no se eche de ver su mudanza.
-En buen hora
-dijo Loaysa.
Y, sacando
clavos de sus alforjas, asentaron la cerradura de suerte que estaba tan bien
como de antes, de lo cual quedó contentísimo el negro; y, subiéndose Loaysa al
aposento que en el pajar tenía el negro, se acomodó lo mejor que pudo.
Encendió luego
Luis un torzal de cera y, sin más aguardar, sacó su guitarra Loaysa; y,
tocándola baja y suavemente, suspendió al pobre negro de manera que estaba
fuera de sí escuchándole. Habiendo tocado un poco, sacó de nuevo colación y
diola a su discípulo; y, aunque con dulce, bebió con tan buen talante de la
bota, que le dejó más fuera de sentido que la música. Pasado esto, ordenó que
luego tomase lición Luis, y, como el pobre negro tenía cuatro dedos de vino
sobre los sesos, no acertaba traste; y, con todo eso, le hizo creer Loaysa que
ya sabía por lo menos dos tonadas; y era lo bueno que el negro se lo creía, y
en toda la noche no hizo otra cosa que tañer con la guitarra destemplada y sin
las cuerdas necesarias.
Durmieron lo
poco que de la noche les quedaba, y, a obra de las seis de la mañana, bajó
Carrizales y abrió la puerta de en medio, y también la de la calle, y estuvo
esperando al despensero, el cual vino de allí a un poco, y, dando por el torno
la comida se volvió a ir, y llamó al negro, que bajase a tomar cebada para la
mula y su ración; y, en tomándola, se fue el viejo Carrizales, dejando cerradas
ambas puertas, sin echar de ver lo que en la de la calle se había hecho, de que
no poco se alegraron maestro y discípulo.
Apenas salió el
amo de casa, cuando el negro arrebató la guitarra y comenzó a tocar de tal
manera que todas las criadas le oyeron, y por el torno le preguntaron:
-¿Qué es esto,
Luis? ¿De cuándo acá tienes tú guitarra, o quién te la ha dado?
-¿Quién me la
ha dado? -respondió Luis-. El mejor músico que hay en el mundo, y el que me ha
de enseñar en menos de seis días más de seis mil sones.
-Y ¿dónde está
ese músico? -preguntó la dueña.
-No está muy
lejos de aquí -respondió el negro-; y si no fuera por vergüenza y por el temor
que tengo a mi señor, quizá os le enseñara luego, y a fe que os holgásedes de
verle.
-Y ¿adónde
puede él estar que nosotras le podamos ver -replicó la dueña-, si en esta casa
jamás entró otro hombre que nuestro dueño?
-Ahora bien
-dijo el negro-, no os quiero decir nada hasta que veáis lo que yo sé y él me
ha enseñado en el breve tiempo que he dicho.
-Por cierto
-dijo la dueña- que, si no es algún demonio el que te ha de enseñar, que yo no
sé quién te pueda sacar músico con tanta brevedad.
-Andad -dijo
el negro-, que lo oiréis y lo veréis algún día.
-No puede ser
eso -dijo otra doncella-, porque no tenemos ventanas a la calle para poder ver
ni oír a nadie.
-Bien está
-dijo el negro-; que para todo hay remedio si no es para escusar la muerte; y
más si vosotras sabéis o queréis callar.
-¡Y cómo que
callaremos, hermano Luis! -dijo una de las esclavas-.
Callaremos más
que si fuésemos mudas; porque te prometo, amigo, que me muero por oír una buena
voz, que después que aquí nos emparedaron, ni aun el canto de los pájaros
habemos oído.
Todas estas
pláticas estaba escuchando Loaysa con grandísimo contento, pareciéndole que
todas se encaminaban a la consecución de su gusto, y que la buena suerte había
tomado la mano en guiarlas a la medida de su voluntad.
Despidiéronse
las criadas con prometerles el negro que, cuando menos se pensasen, las
llamaría a oír una muy buena voz; y, con temor que su amo volviese y le hallase
hablando con ellas, las dejó y se recogió a su estancia y clausura. Quisiera
tomar lición, pero no se atrevió a tocar de día, porque su amo no le oyese, el
cual vino de allí a poco espacio, y, cerrando las puertas según su costumbre,
se encerró en casa. Y, al dar aquel día de comer por el torno al negro, dijo
Luis a una negra que se lo daba, que aquella noche, después de dormido su amo,
bajasen todas al torno a oír la voz que les había prometido, sin falta alguna.
Verdad es que antes que dijese esto había pedido con muchos ruegos a su maestro
fuese contento de cantar y tañer aquella noche al torno, porque él pudiese
cumplir la palabra que había dado de hacer oír a las criadas una voz estremada,
asegurándole que sería en estremo regalado de todas ellas. Algo se hizo de
rogar el maestro de hacer lo que él más deseaba; pero al fin dijo que haría lo
que su buen discípulo pedía, sólo por darle gusto, sin otro interés alguno.
Abrazóle el negro y diole un beso en el carrillo, en señal del contento que le
había causado la merced prometida; y aquel día dio de comer a Loaysa tan bien
como si comiera en su casa, y aun quizá mejor, pues pudiera ser que en su casa
le faltara.
Llegóse la
noche, y en la mitad della, o poco menos, comenzaron a cecear en el torno, y
luego entendió Luis que era la cáfila, que había llegado; y, llamando a su
maestro, bajaron del pajar, con la guitarra bien encordada y mejor templada.
Preguntó Luis quién y cuántas eran las que escuchaban. Respondiéronle que
todas, sino su señora, que quedaba durmiendo con su marido, de que le pesó a
Loaysa; pero, con todo eso, quiso dar principio a su disignio y contentar a su
discípulo; y, tocando mansamente la guitarra, tales sones hizo que dejó
admirado al negro y suspenso el rebaño de las mujeres que le escuchaba.
Pues, ¿qué
diré de lo que ellas sintieron cuando le oyeron tocar el Pésame dello y acabar
con el endemoniado son de la zarabanda, nuevo entonces en España? No quedó
vieja por bailar, ni moza que no se hiciese pedazos, todo a la sorda y con
silencio estraño, poniendo centinelas y espías que avisasen si el viejo
despertaba. Cantó asimismo Loaysa coplillas de la seguida, con que acabó de
echar el sello al gusto de las escuchantes, que ahincadamente pidieron al negro
les dijese quién era tan milagroso músico. El negro les dijo que era un pobre
mendigante: el más galán y gentil hombre que había en toda la pobrería de
Sevilla. Rogáronle que hiciese de suerte que ellas le viesen, y que no le
dejase ir en quince días de casa, que ellas le regalarían muy bien y darían
cuanto hubiese menester. Preguntáronle qué modo había tenido para meterle en
casa. A esto no les respondió palabra; a lo demás dijo que, para poderle ver,
hiciesen un agujero pequeño en el torno, que después lo taparían con cera; y
que, a lo de tenerle en casa, que él lo procuraría.
Hablólas
también Loaysa, ofreciéndoseles a su servicio, con tan buenas razones, que
ellas echaron de ver que no salían de ingenio de pobre mendigante. Rogáronle
que otra noche viniese al mismo puesto; que ellas harían con su señora que
bajase a escucharle, a pesar del ligero sueño de su señor, cuya ligereza no
nacía de sus muchos años, sino de sus muchos celos. A lo cual dijo Loaysa que
si ellas gustaban de oírle sin sobresalto del viejo, que él les daría unos
polvos que le echasen en el vino, que le harían dormir con pesado sueño más
tiempo del ordinario.
-¡Jesús, valme
-dijo una de las doncellas-, y si eso fuese verdad, qué buena ventura se nos
habría entrado por las puertas, sin sentillo y sin merecello! No serían ellos
polvos de sueño para él, sino polvos de vida para todas nosotras y para la
pobre de mi señora Leonora, su mujer, que no la deja a sol ni a sombra, ni la
pierde de vista un solo momento. ¡Ay, señor mío de mi alma, traiga esos polvos:
así Dios le dé todo el bien que desea! Vaya y no tarde; tráigalos, señor mío,
que yo me ofrezco a mezclarlos en el vino y a ser la escanciadora; y pluguiese
a Dios que durmiese el viejo tres días con sus noches, que otros tantos
tendríamos nosotras de gloria.
-Pues yo los
trairé -dijo Loaysa-; y son tales, que no hacen otro mal ni daño a quien los
toma si no es provocarle a sueño pesadísimo.
Todas le
rogaron que los trujese con brevedad, y, quedando de hacer otra noche con una
barrena el agujero en el torno, y de traer a su señora para que le viese y
oyese, se despidieron; y el negro, aunque era casi el alba, quiso tomar lición,
la cual le dio Loaysa, y le hizo entender que no había mejor oído que el suyo
en cuantos discípulos tenía: y no sabía el pobre negro, ni lo supo jamás, hacer
un cruzado.
Tenían los
amigos de Loaysa cuidado de venir de noche a escuchar por entre las puertas de
la calle, y ver si su amigo les decía algo, o si había menester alguna cosa; y,
haciendo una señal que dejaron concertada, conoció Loaysa que estaban a la
puerta, y por el agujero del quicio les dio breve cuenta del buen término en
que estaba su negocio, pidiéndoles encarecidamente buscasen alguna cosa que
provocase a sueño, para dárselo a Carrizales; que él había oído decir que había
unos polvos para este efeto. Dijéronle que tenían un médico amigo que les daría
el mejor remedio que supiese, si es que le había; y, animándole a proseguir la
empresa y prometiéndole de volver la noche siguiente con todo recaudo, apriesa
se despidieron.
Vino la noche,
y la banda de las palomas acudió al reclamo de la guitarra. Con ellas vino la
simple Leonora, temerosa y temblando de que no despertase su marido; que,
aunque ella, vencida deste temor, no había querido venir, tantas cosas le
dijeron sus criadas, especialmente la dueña, de la suavidad de la música y de
la gallarda disposición del músico pobre (que, sin haberle visto, le alababa y
le subía sobre Absalón y sobre Orfeo), que la pobre señora, convencida y
persuadida dellas, hubo de hacer lo que no tenía ni tuviera jamás en voluntad.
Lo primero que hicieron fue barrenar el torno para ver al músico, el cual no
estaba ya en hábitos de pobre, sino con unos calzones grandes de tafetán
leonado, anchos a la marineresca; un jubón de lo mismo con trencillas de oro, y
una montera de raso de la misma color, con cuello almidonado con grandes puntas
y encaje; que de todo vino proveído en las alforjas, imaginando que se había de
ver en ocasión que le conviniese mudar de traje.
Era mozo y de
gentil disposición y buen parecer; y, como había tanto tiempo que todas tenían
hecha la vista a mirar al viejo de su amo, parecióles que miraban a un ángel.
Poníase una al agujero para verle, y luego otra; y porque le pudiesen ver
mejor, andaba el negro paseándole el cuerpo de arriba abajo con el torzal de
cera encendido. Y, después que todas le hubieron visto, hasta las negras
bozales, tomó Loaysa la guitarra, y cantó aquella noche tan estremadamente, que
las acabó de dejar suspensas y atónitas a todas, así a la vieja como a las
mozas; y todas rogaron a Luis diese orden y traza cómo el señor su maestro
entrase allá dentro, para oírle y verle de más cerca, y no tan por brújula como
por el agujero, y sin el sobresalto de estar tan apartadas de su señor, que
podía cogerlas de sobresalto y con el hurto en las manos; lo cual no sucedería
ansí si le tuviesen escondido dentro.
A esto
contradijo su señora con muchas veras, diciendo que no se hiciese la tal cosa
ni la tal entrada, porque le pesaría en el alma, pues desde allí le podían ver
y oír a su salvo y sin peligro de su honra.
-¿Qué honra?
-dijo la dueña-. ¡El Rey tiene harta! Estése vuesa merced encerrada con su
Matusalén y déjenos a nosotras holgar como pudiéremos. Cuanto más, que este
señor parece tan honrado que no querrá otra cosa de nosotras más de lo que
nosotras quisiéremos.
-Yo, señoras
mías -dijo a esto Loaysa-, no vine aquí sino con intención de servir a todas
vuesas mercedes con el alma y con la vida, condolido de su no vista clausura y
de los ratos que en este estrecho género de vida se pierden. Hombre soy yo, por
vida de mi padre, tan sencillo, tan manso y de tan buena condición, y tan
obediente, que no haré más de aquello que se me mandare; y si cualquiera de
vuesas mercedes dijere: ''Maestro, siéntese aquí; maestro, pásese allí; echaos
acá, pasaos acullá'', así lo haré, como el más doméstico y enseñado perro que
salta por el Rey de Francia.
-Si eso ha de
ser así -dijo la ignorante Leonora-, ¿qué medio se dará para que entre acá
dentro el señor maeso? –
Bueno -dijo
Loaysa-: vuesas mercedes pugnen por sacar en cera la llave desta puerta de en
medio, que yo haré que mañana en la noche venga hecha otra, tal que nos pueda
servir.
-En sacar esa
llave -dijo una doncella-, se sacan las de toda la casa, porque es llave
maestra.
-No por eso
será peor -replicó Loaysa.
-Así es verdad
-dijo Leonora-; pero ha de jurar este señor, primero, que no ha de hacer otra
cosa cuando esté acá dentro sino cantar y tañer cuando se lo mandaren, y que ha
de estar encerrado y quedito donde le pusiéremos.
-Sí juro -dijo
Loaysa.
-No vale nada
ese juramento -respondió Leonora-; que ha de jurar por vida de su padre, y ha
de jurar la cruz y besalla que lo veamos todas.
-Por vida de
mi padre juro, -dijo Loaysa-, y por esta señal de cruz, que la beso con mi boca
sucia.
Y, haciendo la
cruz con dos dedos, la besó tres veces.
Esto hecho,
dijo otra de las doncellas:
-Mire, señor,
que no se le olvide aquello de los polvos, que es el tuáutem de todo.
Con esto cesó
la plática de aquella noche, quedando todos muy contentos del concierto. Y la
suerte, que de bien en mejor encaminaba los negocios de Loaysa, trujo a
aquellas horas, que eran dos después de la medianoche, por la calle a sus
amigos; los cuales, haciendo la señal acostumbrada, que era tocar una trompa de
París, Loaysa los habló y les dio cuenta del término en que estaba su
pretensión, y les pidió si traían los polvos o otra cosa, como se la había
pedido, para que Carrizales durmiese. Díjoles, asimismo, lo de la llave
maestra. Ellos le dijeron que los polvos, o un ungüento, vendría la siguiente
noche, de tal virtud que, untados los pulsos y las sienes con él, causaba un
sueño profundo, sin que dél se pudiese despertar en dos días, si no era lavándose
con vinagre todas las partes que se habían untado; y que se les diese la llave
en cera, que asimismo la harían hacer con facilidad. Con esto se despidieron, y
Loaysa y su discípulo durmieron lo poco que de la noche les quedaba, esperando
Loaysa con gran deseo la venidera, por ver si se le cumplía la palabra
prometida de la llave. Y, puesto que el tiempo parece tardío y perezoso a los
que en él esperan, en fin, corre a las parejas con el mismo pensamiento, y
llega el término que quiere, porque nunca para ni sosiega.
Vino, pues, la
noche y la hora acostumbrada de acudir al torno, donde vinieron todas las
criadas de casa, grandes y chicas, negras y blancas, porque todas estaban
deseosas de ver dentro de su serrallo al señor músico; pero no vino Leonora, y,
preguntando Loaysa por ella, le respondieron que estaba acostada con su velado,
el cual tenía cerrada la puerta del aposento donde dormía con llave, y después
de haber cerrado se la ponía debajo de la almohada; y que su señora les había
dicho que, en durmiéndose el viejo, haría por tomarle la llave maestra y
sacarla en cera, que ya llevaba preparada y blanda, y que de allí a un poco
habían de ir a requerirla por una gatera.
Maravillado
quedó Loaysa del recato del viejo, pero no por esto se le desmayó el deseo. Y,
estando en esto, oyó la trompa de París; acudió al puesto; halló a sus amigos,
que le dieron un botecico de ungüento de la propiedad que le habían
significado; tomólo Loaysa y díjoles que esperasen un poco, que les daría la
muestra de la llave; volvióse al torno y dijo a la dueña, que era la que con
más ahínco mostraba desear su entrada, que se lo llevase a la señora Leonora,
diciéndole la propiedad que tenía, y que procurase untar a su marido con tal
tiento, que no lo sintiese, y que vería maravillas. Hízolo así la dueña, y,
llegándose a la gatera, halló que estaba Leonora esperando tendida en el suelo
de largo a largo, puesto el rostro en la gatera. Llegó la dueña, y, tendiéndose
de la misma manera, puso la boca en el oído de su señora, y con voz baja le
dijo que traía el ungüento y de la manera que había de probar su virtud. Ella
tomó el ungüento, y respondió a la dueña como en ninguna manera podía tomar la
llave a su marido, porque no la tenía debajo de la almohada, como solía, sino
entre los dos colchones y casi debajo de la mitad de su cuerpo; pero que dijese
al maeso que si el ungüento obraba como él decía, con facilidad sacarían la
llave todas las veces que quisiesen, y ansí no sería necesario sacarla en cera.
Dijo que fuese a decirlo luego y volviese a ver lo que el ungüento obraba,
porque luego luego le pensaba untar a su velado.
Bajó la dueña
a decirlo al maeso Loaysa, y él despidió a sus amigos, que esperando la llave
estaban. Temblando y pasito, y casi sin osar despedir el aliento de la boca,
llegó Leonora a untar los pulsos del celoso marido, y asimismo le untó las
ventanas de las narices; y cuando a ellas le llegó, le parecía que se
estremecía, y ella quedó mortal, pareciéndole que la había cogido en el hurto.
En efeto, como mejor pudo, le acabó de untar todos los lugares que le dijeron
ser necesarios, que fue lo mismo que haberle embalsamado para la sepultura.
Poco espacio
tardó el alopiado ungüento en dar manifiestas señales de su virtud, porque
luego comenzó a dar el viejo tan grandes ronquidos, que se pudieran oír en la
calle: música, a los oídos de su esposa, más acordada que la del maeso de su
negro. Y, aún mal segura de lo que veía, se llegó a él y le estremeció un poco,
y luego más, y luego otro poquito más, por ver si despertaba; y a tanto se
atrevió, que le volvió de una parte a otra sin que despertase. Como vio esto,
se fue a la gatera de la puerta y, con voz no tan baja como la primera, llamó a
la dueña, que allí la estaba esperando, y le dijo:
-Dame
albricias, hermana, que Carrizales duerme más que un muerto.
-Pues, ¿a qué
aguardas a tomar la llave, señora? -dijo la dueña-. Mira que está el músico
aguardándola más ha de una hora.
-Espera,
hermana, que ya voy por ella -respondió Leonora.
Y, volviendo a
la cama, metió la mano por entre los colchones y sacó la llave de en medio
dellos sin que el viejo lo sintiese; y, tomándola en sus manos, comenzó a dar
brincos de contento, y sin más esperar abrió la puerta y la presentó a la
dueña, que la recibió con la mayor alegría del mundo.
Mandó Leonora
que fuese a abrir al músico, y que le trujese a los corredores, porque ella no
osaba quitarse de allí, por lo que podía suceder; pero que, ante todas cosas,
hiciese que de nuevo ratificase el juramento que había hecho de no hacer más de
lo que ellas le ordenasen, y que, si no le quisiese confirmar y hacer de nuevo,
en ninguna manera le abriesen.
-Así será
-dijo la dueña-; y a fe que no ha de entrar si primero no jura y rejura y besa
la cruz seis veces.
-No le pongas
tasa -dijo Leonora-: bésela él y sean las veces que quisiere; pero mira que
jure la vida de sus padres y por todo aquello que bien quiere, porque con esto
estaremos seguras y nos hartaremos de oírle cantar y tañer, que en mi ánima que
lo hace delica[da]mente; y anda, no te detengas más, porque no se nos pase la
noche en pláticas. Alzóse las faldas la buena dueña, y con no vista ligereza se
puso en el torno, donde estaba toda la gente de casa esperándola; y,
habiéndoles mostrado la llave que traía, fue tanto el contento de todas, que la
alzaron en peso, como a catredático, diciendo: ''¡Viva, viva!''; y más, cuando
les dijo que no había necesidad de contrahacer la llave, porque, según el
untado viejo dormía, bien se podían aprovechar de la de casa todas las veces
que la quisiesen. –
¡Ea, pues,
amiga -dijo una de las doncellas-, ábrase esa puerta y entre este señor, que ha
mucho que aguarda, y démonos un verde de música que no haya más que ver!
-Más ha de
haber que ver -replicó la dueña-; que le hemos de tomar juramento, como la otra
noche.
-Él es tan
bueno -dijo una de las esclavas-, que no reparará en juramentos.
Abrió en esto
la dueña la puerta, y, teniéndola entreabierta, llamó a Loaysa, que todo lo
había estado escuchando por el agujero del torno; el cual, llegándose a la
puerta, quiso entrarse de golpe; mas, poniéndole la dueña la mano en el pecho,
le dijo:
-Sabrá vuesa
merced, señor mío, que, en Dios y en mi conciencia, todas las que estamos
dentro de las puertas desta casa somos doncellas como las madres que nos
parieron, excepto mi señora; y, aunque yo debo de parecer de cuarenta años, no
teniendo treinta cumplidos, porque les faltan dos meses y medio, también lo
soy, mal pecado; y si acaso parezco vieja, corrimientos, trabajos y
desabrimientos echan un cero a los años, y a veces dos, según se les antoja. Y,
siendo esto ansí, como lo es, no sería razón que, a trueco de oír dos, o tres,
o cuatro cantares, nos pusiésemos a perder tanta virginidad como aquí se
encierra; porque hasta esta negra, que se llama Guiomar, es doncella. Así que,
señor de mi corazón, vuesa merced nos ha de hacer, primero que entre en nuestro
reino, un muy solene juramento de que no ha de hacer más de lo que nosotras le
ordenáremos; y si le parece que es mucho lo que se le pide, considere que es
mucho más lo que se aventura. Y si es que vuesa merced viene con buena
intención, poco le ha de doler el jurar, que al buen pagador no le duelen
prendas.
-Bien y rebién
ha dicho la señora Marialonso -dijo una de las doncellas-; en fin, como persona
discreta y que está en las cosas como se debe; y si es que el señor no quiere
jurar, no entre acá dentro.
A esto dijo
Guiomar, la negra, que no era muy ladina:
-Por mí, más
que nunca jura, entre con todo diablo; que, aunque más jura, si acá estás, todo
olvida.
Oyó con gran sosiego
Loaysa la arenga de la señora Marialonso, y con grave reposo y autoridad
respondió:
-Por cierto,
señoras hermanas y compañeras mías, que nunca mi intento fue, es, ni será otro
que daros gusto y contento en cuanto mis fuerzas alcanzaren; y así, no se me
hará cuesta arriba este juramento que me piden; pero quisiera yo que se fiara
algo de mi palabra, porque dada de tal persona como yo soy, era lo mismo que
hacer una obligación guarentigia; y quiero hacer saber a vuesa merced que
debajo del sayal hay ál, y que debajo de mala capa suele estar un buen bebedor.
Mas, para que todas estén seguras de mi buen deseo, determino de jurar como
católico y buen varón; y así, juro por la intemerata eficacia, donde más santa
y largamente se contiene, y por las entradas y salidas del santo Líbano monte,
y por todo aquello que en su prohemio encierra la verdadera historia de
Carlomagno, con la muerte del gigante Fierabrás, de no salir ni pasar del
juramento hecho y del mandamiento de la más mínima y desechada destas señoras,
so pena que si otra cosa hiciere o quisierse hacer, desde ahora para entonces y
desde entonces para ahora, lo doy por nulo y no hecho ni valedero.
Aquí llegaba
con su juramento el buen Loaysa, cuando una de las dos doncellas, que con
atención le había estado escuchando, dio una gran voz diciendo:
-¡Este sí que
es juramento para enternecer las piedras! ¡Mal haya yo si más quiero que jures,
pues con sólo lo jurado podías entrar en la misma sima de Cabra!
Y, asiéndole
de los gregüescos, le metió dentro, y luego todas las demás se le pusieron a la
redonda. Luego fue una a dar las nuevas a su señora, la cual estaba haciendo
centinela al sueño de su esposo; y, cuando la mensajera le dijo que ya subía el
músico, se alegró y se turbó en un punto, y preguntó si había jurado.
Respondióle que sí, y con la más nueva forma de juramento que en su vida había
visto.
-Pues si ha
jurado -dijo Leonora-, asido le tenemos. ¡Oh, qué avisada que anduve en hacelle
que jurase!
En esto, llegó
toda la caterva junta, y el músico en medio, alumbrándolos el negro y Guiomar
la negra. Y, viendo Loaysa a Leonora, hizo muestras de arrojársele a los pies
para besarle las manos. Ella, callando y por señas, le hizo levantar, y todas
estaban como mudas, sin osar hablar, temerosas que su señor las oyese; lo cual
considerado por Loaysa, les dijo que bien podían hablar alto, porque el
ungüento con que estaba untado su señor tenía tal virtud que, fuera de quitar
la vida, ponía a un hombre como muerto.
-Así lo creo
yo -dijo Leonora-; que si así no fuera, ya él hubiera despertado veinte veces,
según le hacen de sueño ligero sus muchas indisposiciones; pero, después que le
unté, ronca como un animal.
-Pues eso es
así -dijo la dueña-, vámonos a aquella sala frontera, donde podremos oír cantar
aquí al señor y regocijarnos un poco.
-Vamos -dijo
Leonora-; pero quédese aquí Guiomar por guarda, que nos avise si Carrizales
despierta.
A lo cual
respondió Guiomar:
-¡Yo, negra,
quedo; blancas, van. Dios perdone a todas!
Quedóse la
negra; fuéronse a la sala, donde había un rico estrado, y, cogiendo al señor en
medio, se sentaron todas. Y, tomando la buena Marialonso una vela, comenzó a
mirar de arriba abajo al bueno del músico, y una decía: ''¡Ay, qué copete que
tiene tan lindo y tan rizado!'' Otra: ''¡Ay, qué blancura de dientes! ¡Mal año
para piñones mondados, que más blancos ni más lindos sean!'' Otra: ''¡Ay, qué
ojos tan grandes y tan rasgados! Y, por el siglo de mi madre, que son verdes;
que no parecen sino que son de esmeraldas!'' Ésta alababa la boca, aquélla los
pies, y todas juntas hicieron dél una menuda anotomía y pepitoria. Sola Leonora
callaba y le miraba, y le iba pareciendo de mejor talle que su velado.
En esto, la
dueña tomó la guitarra, que tenía el negro, y se la puso en las manos de
Loaysa, rogándole que la tocase y que cantase unas coplillas que entonces
andaban muy validas en Sevilla, que decían:
Madre, la mi
madre,
guardas me
ponéis.
Cumplióle
Loaysa su deseo. Levantáronse todas y se comenzaron a hacer pedazos bailando.
Sabía la dueña las coplas, y cantólas con más gusto que buena voz; y fueron
éstas:
Madre, la mi
madre
guardas me
ponéis;
que si yo no
me guardo,
no me
guardaréis.
Dicen que está
escrito,
con gran razón,
ser la
privación
causa de
apetito;
crece en
infinito
encerrado
amor;
por eso es
mejor
que no me
encerréis;
que si yo,
etc.
i la voluntad
por sí no se
guarda,
no la harán
guarda
miedo o
calidad;
romperá, en
verdad,
por la misma
muerte,
hasta hallar
la suerte
que vos no
entendéis; q
ue si yo, etc.
Quien tiene
costumbre
de ser
amorosa,
como mariposa
se irá tras su
lumbre,
aunque
muchedumbre
de guardas le
pongan,
y aunque más
propongan
de hacer lo
que hacéis;
que si yo,
etc.
Es de tal
manera
la fuerza amorosa,
que a la más
hermosa
la vuelve en
quimera;
el pecho de
cera,
de fuego la
gana,
las manos de
lana,
de fieltro los
pies;
que si yo no
me guardo,
mal me
guardaréis.
Al fin
llegaban de su canto y baile el corro de las mozas, guiado por la buena dueña,
cuando llegó Guiomar, la centinela, toda turbada, hiriendo de pie y de mano
como si tuviera alferecía; y, con voz entre ronca y baja, dijo:
-¡Despierto
señor, señora; y, señora, despierto señor, y levantas y viene!
Quien ha visto
banda de palomas estar comiendo en el campo, sin miedo, lo que ajenas manos
sembraron, que al furioso estrépito de disparada escopeta se azora y levanta,
y, olvidada del pasto, confusa y atónita, cruza por los aires, tal se imagine
que quedó la banda y corro de las bailadoras, pasmadas y temerosas, oyendo la
no esperada nueva que Guiomar había traído; y, procurando cada una su disculpa
y todas juntas su remedio, cuál por una y cuál por otra parte, se fueron a
esconder por los desvanes y rincones de la casa, dejando solo al músico; el
cual, dejando la guitarra y el canto, lleno de turbación, no sabía qué hacerse.
Torcía Leonora
sus hermosas manos; abofeteábase el rostro, aunque blandamente, la señora
Marialonso. En fin, todo era confusión, sobresalto y miedo. Pero la dueña, como
más astuta y reportada, dio orden que Loaysa se entrase en un aposento suyo, y
que ella y su señora se quedarían en la sala, que no faltaría escusa que dar a
su señor si allí las hallase.
Escondióse
luego Loaysa, y la dueña se puso atenta a escuchar si su amo venía; y, no
sintiendo rumor alguno, cobró ánimo, y poco a poco, paso ante paso, se fue
llegando al aposento donde su señor dormía y oyó que roncaba como primero; y,
asegurada de que dormía, alzó las faldas y volvió corriendo a pedir albricias a
su señora del sueño de su amo, la cual se las mandó de muy entera voluntad.
No quiso la
buena dueña perder la coyuntura que la suerte le ofrecía de gozar, primero que
todas, las gracias que ésta se imaginaba que debía tener el músico; y así,
diciéndole a Leonora que esperase en la sala, en tanto que iba a llamarlo, la
dejó y se entró donde él estaba, no menos confuso que pensativo, esperando las
nuevas de lo que hacía el viejo untado. Maldecía la falsedad del ungüento, y
quejábase de la credulidad de sus amigos y del poco advertimiento que había
tenido en no hacer primero la experiencia en otro antes de hacerla en
Carrizales.
En esto, llegó
la dueña y le aseguró que el viejo dormía a más y mejor; sosegó el pecho y
estuvo atento a muchas palabras amorosas que Marialonso le dijo, de las cuales
coligió la mala intención suya, y propuso en sí de ponerla por anzuelo para
pescar a su señora. Y, estando los dos en sus pláticas, las demás criadas, que
estaban escondidas por diversas partes de la casa, una de aquí y otra de allí,
volvieron a ver si era verdad que su amo había despertado; y, viendo que todo
estaba sepultado en silencio, llegaron a la sala donde habían dejado a su
señora, de la cual supieron el sueño de su amo; y, preguntándole por el músico
y por la dueña, les dijo dónde estaban, y todas, con el mismo silencio que
habían traído, se llegaron a escuchar por entre las puertas lo que entrambos
trataban.
No faltó de la
junta Guiomar, la negra; el negro sí, porque, así como oyó que su amo había
despertado, se abrazó con su guitarra y se fue a esconder en su pajar, y,
cubierto con la manta de su pobre cama, sudaba y trasudaba de miedo; y, con
todo eso, no dejaba de tentar las cuerdas de la guitarra: tanta era
(encomendado él sea a Satanás) la afición que tenía a la música.
Entreoyeron
las mozas los requiebros de la vieja, y cada una le dijo el nombre de las
Pascuas: ninguna la llamó vieja que no fuese con su epítecto y adjetivo de
hechicera y de barbuda, de antojadiza y de otros que por buen respecto se
callan; pero lo que más risa causara a quien entonces las oyera eran las
razones de Guiomar, la negra, que por ser portuguesa y no muy ladina, era
extraña la gracia con que la vituperaba. En efeto, la conclusión de la plática
de los dos fue que él condecendería con la voluntad della, cuando ella primero
le entregase a toda su voluntad a su señora.
Cuesta arriba
se le hizo a la dueña ofrecer lo que el músico pedía; pero, a trueco de cumplir
el deseo que ya se le había apoderado del alma y de los huesos y médulas del
cuerpo, le prometiera los imposibles que pudieran imaginarse. Dejóle y salió a
hablar a su señora; y, como vio su puerta rodeada de todas las criadas, les
dijo que se recogiesen a sus aposentos, que otra noche habría lugar para gozar
con menos o con ningún sobresalto del músico, que ya aquella noche el alboroto
les había aguado el gusto.
Bien
entendieron todas que la vieja se quería quedar sola, pero no pudieron dejar de
obedecerla, porque las mandaba a todas. Fuéronse las criadas y ella acudió a la
sala a persuadir a Leonora acudiese a la voluntad de Loaysa, con una larga y tan
concertada arenga, que pareció que de muchos días la tenía estudiada.
Encarecióle su gentileza, su valor, su donaire y sus muchas gracias. Pintóle de
cuánto más gusto le serían los abrazos del amante mozo que los del marido
viejo, asegurándole el secreto y la duración del deleite, con otras cosas
semejantes a éstas, que el demonio le puso en la lengua, llenas de colores
retóricos, tan demonstrativos y eficaces, que movieran no sólo el corazón
tierno y poco advertido de la simple e incauta Leonora, sino el de un
endurecido mármol. ¡Oh dueñas, nacidas y usadas en el mundo para perdición de
mil recatadas y buenas intenciones! ¡Oh, luengas y repulgadas tocas, escogidas
para autorizar las salas y los estrados de señoras principales, y cuán al revés
de lo que debíades usáis de vuestro casi ya forzoso oficio! En fin, tanto dijo
la dueña, tanto persuadió la dueña, que Leonora se rindió, Leonora se engañó y
Leonora se perdió, dando en tierra con todas las prevenciones del discreto
Carrizales, que dormía el sueño de la muerte de su honra.
Tomó
Marialonso por la mano a su señora, y, casi por fuerza, preñados de lágrimas
los ojos, la llevó donde Loaysa estaba; y, echándoles la bendición con una risa
falsa de demonio, cerrando tras sí la puerta, los dejó encerrados, y ella se
puso a dormir en el estrado, o, por mejor decir, a esperar su contento de
recudida. Pero, como el desvelo de las pasadas noches la venciese, se quedó
dormida en el estrado.
Bueno fuera en
esta sazón preguntar a Carrizales, a no saber que dormía, que adónde estaban
sus advertidos recatos, sus recelos, sus advertimientos, sus persuasiones, los
altos muros de su casa, el no haber entrado en ella, ni aun en sombra, alguien
que tuviese nombre de varón, el torno estrecho, las gruesas paredes, las
ventanas sin luz, el encerramiento notable, la gran dote en que a Leonora había
dotado, los regalos continuos que la hacía, el buen tratamiento de sus criadas
y esclavas; el no faltar un punto a todo aquello que él imaginaba que habían
menester, que podían desear,... Pero ya queda dicho que no había que
preguntárselo, porque dormía más de aquello que fuera menester; y si él lo
oyera y acaso respondiera, no podía dar mejor respuesta que encoger los hombros
y enarcar las cejas y decir: ''¡Todo aqueso derribó por los fundamentos la
astucia, a lo que yo creo, de un mozo holgazán y vicioso, y la malicia de una
falsa dueña, con la inadvertencia de una muchacha rogada y persuadida!'' Libre
Dios a cada uno de tales enemigos, contra los cuales no hay escudo de prudencia
que defienda ni espada de recato que corte.
Pero, con todo
esto, el valor de Leonora fue tal, que, en el tiempo que más le convenía, le
mostró contra las fuerzas villanas de su astuto engañador, pues no fueron
bastantes a vencerla, y él se cansó en balde, y ella quedó vencedora y
entrambos dormidos. Y, en esto, ordenó el cielo que, a pesar del ungüento,
Carrizales despertase, y, como tenía de costumbre, tentó la cama por todas
partes; y, no hallando en ella a su querida esposa, saltó de la cama
despavorido y atónito, con más ligereza y denuedo que sus muchos años
prometían. Y cuando en el aposento no halló a su esposa, y le vio abierto y que
le faltaba la llave de entre los colchones, pensó perder el juicio. Pero,
reportándose un poco, salió al corredor, y de allí, andando pie ante pie por no
ser sentido, llegó a la sala donde la dueña dormía; y, viéndola sola, sin
Leonora, fue al aposento de la dueña, y, abriendo la puerta muy quedo, vio lo
que nunca quisiera haber visto, vio lo que diera por bien empleado no tener
ojos para verlo: vio a Leonora en brazos de Loaysa, durmiendo tan a sueño
suelto como si en ellos obrara la virtud del ungüento y no en el celoso
anciano.
Sin pulsos
quedó Carrizales con la amarga vista de lo que miraba; la voz se le pegó a la
garganta, los brazos se le cayeron de desmayo, y quedó hecho una estatua de
mármol frío; y, aunque la cólera hizo su natural oficio, avivándole los casi
muertos espíritus, pudo tanto el dolor, que no le dejó tomar aliento. Y, con
todo eso, tomara la venganza que aquella grande maldad requería si se hallara
con armas para poder tomarla; y así, determinó volverse a su aposento a tomar
una daga y volver a sacar las manchas de su honra con sangre de sus dos
enemigos, y aun con toda aquella de toda la gente de su casa. Con esta
determinación honrosa y necesaria volvió, con el mismo silencio y recato que
había venido, a su estancia, donde le apretó el corazón tanto el dolor y la
angustia que, sin ser poderoso a otra cosa, se dejó caer desmayado sobre el
lecho.
Llegóse en
esto el día, y cogió a los nuevos adúlteros enlazados en la red de sus brazos.
Despertó Marialonso y quiso acudir por lo que, a su parecer, le tocaba; pero,
viendo que era tarde, quiso dejarlo para la venidera noche. Alborotóse Leonora,
viendo tan entrado el día, y maldijo su descuido y el de la maldita dueña; y
las dos, con sobresaltados pasos, fueron donde estaba su esposo, rogando entre
dientes al cielo que le hallasen todavía roncando; y, cuando le vieron encima
de la cama callando, creyeron que todavía obraba la untura, pues dormía, y con
gran regocijo se abrazaron la una a la otra. Llegóse Leonora a su marido, y
asiéndole de un brazo le volvió de un lado a otro, por ver si despertaba sin
ponerles en necesidad de lavarle con vinagre, como decían era menester para que
en sí volviese. Pero con el movimiento volvió Carrizales de su desmayo, y,
dando un profundo suspiro, con una voz lamentable y desmayada dijo:
-¡Desdichado
de mí, y a qué tristes términos me ha traído mi fortuna!
No entendió
bien Leonora lo que dijo su esposo; mas, como le vio despierto y que hablaba,
admirada de ver que la virtud del ungüento no duraba tanto como habían
significado, se llegó a él, y, poniendo su rostro con el suyo, teniéndole
estrechamente abrazado, le dijo:
-¿Qué tenéis,
señor mío, que me parece que os estáis quejando?
Oyó la voz de
la dulce enemiga suya el desdichado viejo, y, abriendo los ojos
desencasadamente, como atónito y embelesado, los puso en ella, y con grande
ahínco, sin mover pestaña, la estuvo mirando una gran pieza, al cabo de la cual
le dijo:
-Hacedme
placer, señora, que luego luego enviéis a llamar a vuestros padres de mi parte,
porque siento no sé qué en el corazón que me da grandísima fatiga, y temo que
brevemente me ha de quitar la vida, y querríalos ver antes que me muriese.
Sin duda creyó
Leonora ser verdad lo que su marido le decía, pensando antes que la fortaleza
del ungüento, y no lo que había visto, le tenía en aquel trance; y,
respondiéndole que haría lo que la mandaba, mandó al negro que luego al punto
fuese a llamar a sus padres, y, abrazándose con su esposo, le hacía las mayores
caricias que jamás le había hecho, preguntándole qué era lo que sentía, con tan
tiernas y amorosas palabras, como si fuera la cosa del mundo que más amaba. Él
la miraba con el embelesamiento que se ha dicho, siéndole cada palabra o
caricia que le hacía una lanzada que le atravesaba el alma.
Ya la dueña
había dicho a la gente de casa y a Loaysa la enfermedad de su amo,
encareciéndoles que debía de ser de momento, pues se le había olvidado de
mandar cerrar las puertas de la calle cuando el negro salió a llamar a los
padres de su señora; de la cual embajada asimismo se admiraron, por no haber
entrado ninguno dellos en aquella casa después que casaron a su hija.
En fin, todos
andaban callados y suspensos, no dando en la verdad de la causa de la
indisposición de su amo; el cual, de rato en rato, tan profunda y dolorosamente
suspiraba, que con cada suspiro parecía arrancársele el alma.
Lloraba
Leonora por verle de aquella suerte, y reíase él con una risa de persona que
estaba fuera de sí, considerando la falsedad de sus lágrimas.
En esto,
llegaron los padres de Leonora, y, como hallaron la puerta de la calle y la del
patio abiertas y la casa sepultada en silencio y sola, quedaron admirados y con
no pequeño sobresalto. Fueron al aposento de su yerno y halláronle, como se ha
dicho, siempre clavados los ojos en su esposa, a la cual tenía asida de las
manos, derramando los dos muchas lágrimas: ella, con no más ocasión de verlas derramar
a su esposo; él, por ver cuán fingidamente ella las derramaba.
Así como sus
padres entraron, habló Carrizales, y dijo:
-Siéntense
aquí vuesas mercedes, y todos los demás dejen desocupado este aposento, y sólo
quede la señora Marialonso.
Hiciéronlo
así; y, quedando solos los cinco, sin esperar que otro hablase, con sosegada
voz, limpiándose los ojos, desta manera dijo Carrizales:
-Bien seguro
estoy, padres y señores míos, que no será menester traeros testigos para que me
creáis una verdad que quiero deciros. Bien se os debe acordar (que no es
posible se os haya caído de la memoria) con cuánto amor, con cuán buenas
entrañas, hace hoy un año, un mes, cinco días y nueve horas que me entregastes
a vuestra querida hija por legítima mujer mía. También sabéis con cuánta
liberalidad la doté, pues fue tal la dote, que más de tres de su misma calidad
se pudieran casar con opinión de ricas. Asimismo, se os debe acordar la
diligencia que puse en vestirla y adornarla de todo aquello que ella se acertó
a desear y yo alcancé a saber que le convenía. Ni más ni menos habéis visto,
señores, cómo, llevado de mi natural condición y temeroso del mal de que, sin
duda, he de morir, y experimentado por mi mucha edad en los estraños y varios
acaescimientos del mundo, quise guardar esta joya, que yo escogí y vosotros me
distes, con el mayor recato que me fue posible. Alcé las murallas desta casa,
quité la vista a las ventanas de la calle, doblé las cerraduras de las puertas,
púsele torno como a monasterio; desterré perpetuamente della todo aquello que
sombra o nombre de varón tuviese. Dile criadas y esclavas que la sirviesen, ni
les negué a ellas ni a ella cuanto quisieron pedirme; hícela mi igual,
comuniquéle mis más secretos pensamientos, entreguéla toda mi hacienda. Todas
éstas eran obras para que, si bien lo considerara, yo viviera seguro de gozar
sin sobresalto lo que tanto me había costado y ella procurara no darme ocasión
a que ningún género de temor celoso entrara en mi pensamiento. Mas, como no se
puede prevenir con diligencia humana el castigo que la voluntad divina quiere
dar a los que en ella no ponen del todo en todo sus deseos y esperanzas, no es
mucho que yo quede defraudado en las mías, y que yo mismo haya sido el
fabricador del veneno que me va quitando la vida. Pero, porque veo la
suspensión en que todos estáis, colgados de las palabras de mi boca, quiero
concluir los largos preámbulos desta plática con deciros en una palabra lo que
no es posible decirse en millares dellas. Digo, pues, señores, que todo lo que
he dicho y hecho ha parado en que esta madrugada hallé a ésta, nacida en el
mundo para perdición de mi sosiego y fin de mi vida (y esto, señalando a su
esposa), en los brazos de un gallardo mancebo, que en la estancia desta
pestífera dueña ahora está encerrado.
Apenas acabó
estas últimas palabras Carrizales, cuando a Leonora se le cubrió el corazón, y
en las mismas rodillas de su marido se cayó desmayada. Perdió la color
Marialonso, y a las gargantas de los padres de Leonora se les atravesó un nudo
que no les dejaba hablar palabra. Pero, prosiguiendo adelante Carrizales, dijo:
-La venganza
que pienso tomar desta afrenta no es, ni ha de ser, de las que ordinariamente
suelen tomarse, pues quiero que, así como yo fui estremado en lo que hice, así
sea la venganza que tomaré, tomándola de mí mismo como del más culpado en este
delito; que debiera considerar que mal podían estar ni compadecerse en uno los
quince años desta muchacha con los casi ochenta míos. Yo fui el que, como el
gusano de seda, me fabriqué la casa donde muriese, y a ti no te culpo, ¡oh niña
mal aconsejada! (y, diciendo esto, se inclinó y besó el rostro de la desmayada
Leonora). No te culpo, digo, porque persuasiones de viejas taimadas y
requiebros de mozos enamorados fácilmente vencen y triunfan del poco ingenio
que los pocos años encierran. Mas, porque todo el mundo vea el valor de los
quilates de la voluntad y fe con que te quise, en este último trance de mi vida
quiero mostrarlo de modo que quede en el mundo por ejemplo, si no de bondad, al
menos de simplicidad jamás oída ni vista; y así, quiero que se traiga luego
aquí un escribano, para hacer de nuevo mi testamento, en el cual mandaré doblar
la dote a Leonora y le rogaré que, después de mis días, que serán bien breves,
disponga su voluntad, pues lo podrá hacer sin fuerza, a casarse con aquel mozo,
a quien nunca ofendieron las canas deste lastimado viejo; y así verá que, si
viviendo jamás salí un punto de lo que pude pensar ser su gusto, en la muerte
hago lo mismo, y quiero que le tenga con el que ella debe de querer tanto. La
demás hacienda mandaré a otras obras pías; y a vosotros, señores míos, dejaré
con que podáis vivir honradamente lo que de la vida os queda. La venida del
escribano sea luego, porque la pasión que tengo me aprieta de manera que, a más
andar, me va acortando los pasos de la vida.
Esto dicho, le
sobrevino un terrible desmayo, y se dejó caer tan junto de Leonora, que se
juntaron los rostros: ¡estraño y triste espectáculo para los padres, que a su
querida hija y a su amado yerno miraban! No quiso la mala dueña esperar a las
reprehensiones que pensó le darían los padres de su señora; y así, se salió del
aposento y fue a decir a Loaysa todo lo que pasaba, aconsejándole que luego al
punto se fuese de aquella casa, que ella tendría cuidado de avisarle con el
negro lo que sucediese, pues ya no había puertas ni llaves que lo impidiesen.
Admiróse Loaysa con tales nuevas, y, tomando el consejo, volvió a vestirse como
pobre, y fuese a dar cuenta a sus amigos del estraño y nunca visto suceso de
sus amores.
En tanto,
pues, que los dos estaban transportados, el padre de Leonora envió a llamar a
un escribano amigo suyo, el cual vino a tiempo que ya habían vuelto hija y
yerno en su acuerdo. Hizo Carrizales su testamento en la manera que había
dicho, sin declarar el yerro de Leonora, más de que por buenos respectos le
pedía y rogaba se casase, si acaso él muriese, con aquel mancebo que él la
había dicho en secreto. Cuando esto oyó Leonora, se arrojó a los pies de su
marido y, saltándole el corazón en el pecho, le dijo:
-Vivid vos
muchos años, mi señor y mi bien todo, que, puesto caso que no estáis obligado a
creerme ninguna cosa de las que os dijere, sabed que no os he ofendido sino con
el pensamiento.
Y, comenzando
a disculparse y a contar por extenso la verdad del caso, no pudo mover la
lengua y volvió a desmayarse. Abrazóla así desmayada el lastimado viejo;
abrazáronla sus padres; lloraron todos tan amargamente, que obligaron y aun
forzaron a que en ellas les acompañase el escribano que hacía el testamento, en
el cual dejó de comer a todas las criadas de casa, horras las esclavas y el
negro, y a la falsa de Marialonso no le mandó otra cosa que la paga de su
salario; mas, sea lo que fuere, el dolor le apretó de manera que al seteno día
le llevaron a la sepultura.
Quedó Leonora
viuda, llorosa y rica; y cuando Loaysa esperaba que cumpliese lo que ya él
sabía que su marido en su testamento dejaba mandado, vio que dentro de una
semana se entró monja en uno de los más recogidos monasterios de la ciudad. Él,
despechado y casi corrido, se pasó a las Indias. Quedaron los padres de Leonora
tristísimos, aunque se consolaron con lo que su yerno les había dejado y
mandado por su testamento. Las criadas se consolaron con lo mismo, y las
esclavas y esclavo con la libertad; y la malvada de la dueña, pobre y
defraudada de todos sus malos pensamientos.
Y yo quedé con
el deseo de llegar al fin deste suceso: ejemplo y espejo de lo poco que hay que
fiar de llaves, tornos y paredes cuando queda la voluntad libre; y de lo menos
que hay que confiar de verdes y pocos años, si les andan al oído exhortaciones
destas dueñas de monjil negro y tendido, y tocas blancas y luengas. Sólo no sé
qué fue la causa que Leonora no puso más ahínco en desculparse, y dar a
entender a su celoso marido cuán limpia y sin ofensa había quedado en aquel
suceso; pero la turbación le ató la lengua, y la priesa que se dio a morir su marido
no dio lugar a su disculpa.
Miguel de Cervantes Saavedra
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Miguel de
Cervantes Saavedra (Alcalá de Henares, 29 de septiembre de 1547-Madrid, 22 de
abril de 1616) fue un soldado, novelista, poeta y dramaturgo español.
Está
considerado la máxima figura de la literatura española y es universalmente
conocido por haber escrito Don Quijote de la Mancha, que muchos críticos han
descrito como la primera novela moderna y una de las mejores obras de la
literatura universal, además de ser el libro más editado y traducido de la
historia, solo superado por la Biblia. Se le ha dado el sobrenombre de
«Príncipe de los Ingenios».
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