SUFRAGISTAS:
LA LUCHA POR EL VOTO
FEMENINO
En el paso del siglo XIX al
XX, Gran Bretaña asistió a la dura pugna de las mujeres para que se reconociera
su derecho a votar; derecho que no alcanzaron hasta febrero de 1918
En manos de una
ley masculina
La policía de
Manchester arresta a una sufragista durante una protesta en la calle, hacia
1905, en pleno apogeo de las acciones en favor del voto femenino. La joven
detenida viste la toga que acredita su condición universitaria.
Un parlamento de
hombres
La petición
de Mary Smith para poder votar se discutió en el marco de la reforma
electoral británica aprobada en 1832. En la imagen, la Cámara de los
Comunes en 1834. Óleo por George Hayter.
La reina Victoria y su esposo, Alberto de Sajonia, con sus nueve hijos
La familia real y
el voto femenino
"Dejad que
las mujeres sean lo que Dios quiso: una buena compañera para el hombre, pero
con deberes y vocaciones totalmente diferentes", escribía la reina
Victoria de Inglaterra en 1870. La
mujer que estuvo al frente de Gran Bretaña desde los
18 años, entre 1837 y 1901, rechazaba el voto femenino: "Si las mujeres se
“despojaran” de sí mismas al reclamar igualdad con los hombres –decía–, se
convertirían en los seres más odiosos, paganos y repugnantes, y seguramente
perecerían sin protección masculina". La actitud de sus hijas fue
diferente, en especial la de Luisa, que se relacionaba con las sufragistas (de
forma privada, debido a la posición de su madre) y cuya cuñada lady Frances
Balfour fue una prominente sufragista.
La mártir del
sufragismo británico
Emily W. Davison
fue atropellada en la pista de Epsom el 5 de junio de 1913 durante una
protesta; murió tres días después. Tenía 40 años y tan solo faltaban 5 para que
se aprobara el voto femenino. El Daily Mirror decidió colocar la noticia
en portada.
Millicent Fawcett, fundadora de la NUWSS, la principal organización
sufragista
Fawcett rechazaba
las acciones violentas de la organización de E. Pankhurst, la WSPU. Para
Fawcett era un error intentar conseguir con la violencia lo que debía basarse
"en la creciente conciencia de que nuestra demanda es de justicia y de
sentido común".
En octubre de 1906, varias militantes
de la WSPU fueron arrestadas mientras protestaban en la Casa de los Comunes
El espectáculo debe continuar
Conscientes de la
necesidad de llamar la atención de la opinión pública, las tácticas de las
sufragistas fueron cada vez más espectaculares. Desde un dirigible, Muriel
Matters lanzó miles de proclamas sufragistas sobre Londres. Dos sufragistas se
hicieron enviar por correo a Downing Street para presentar una petición al
primer ministro. Marion Wallace Dunlop se coló en el Parlamento y grabó en un
pasillo un pasaje de la Declaración de Derechos, mientras que Leonora Cohen
destruyó la vitrina que contenía las joyas de la Corona en la Torre de Londres.
Una de estas acciones tuvo un trágico final: Emily Wilding Davidson murió en
1913 bajo el caballo del rey cuando intentó colgarle una cinta sufragista
durante el Derby de Epsom.
Las sufragistas son alimentadas a la fuerza en la cárcel. Litografía de
Achille Beltrame, 1913.
Holloway, el
estigma del gobierno británico
El 5 de julio de
1909, Marion Wallace Dunlop, militante de la WSPU detenida en la cárcel de
Holloway por grabar la Declaración de Derechos en un muro del Parlamento, se
convirtió en la primera sufragista que se declaraba en huelga de hambre para
exigir que la considerasen prisionera política. Ayunó durante 91 horas hasta
que fue liberada, atendiendo a que su vida estaba en riesgo. Muchas militantes
siguieron el ejemplo de Marion, que había tomado tal decisión por iniciativa
propia. Como respuesta, en septiembre de ese año el gobierno introdujo la alimentación forzosa bajo supervisión médica.
Broche de Holloway
Fue creado por
Sylvia Pankhurst, una de las hijas de la líder de la WSPU, en 1909 como
protesta por los encarcelamientos de sufragistas en la cárcel del mismo nombre.
Emmeline Pankhurst y su hija Christabel en la cárcel, con el uniforme de
las prisioneras
Emmeline
Pankhurst, líder de la WSPU, que también estuvo detenida allí, escribió:
"Holloway se convirtió en un lugar de horror y tormento con escenas
repugnantes de violencia a cualquier hora, ya que los médicos iban de celda en
celda desempeñando su terrible oficio. Nunca olvidaré mientras viva el
sufrimiento que experimenté durante los días que aquellos gritos retumbaban en
mis oídos".
El hombre que aprobó el voto
En febrero de 1918
se aprobó la ley que concedía el sufragio a las mujeres mayores de 30 años y se
extendía a todos los hombres de más de 21. El primer ministro Lloyd George,
junto a las obreras de una fábrica de municiones en Manchester, en 1918; a su
derecha aparece la líder sufragista Flora Drummond, de la WSPU.
El viernes 3 de
agosto de 1832 se discutió una petición muy especial en el Parlamento
británico: la de Mary Smith, de Standford, que defendía que, como
ella pagaba los mismos impuestos y estaba sujeta a las mismas leyes que
cualquier hombre, debía tener el mismo derecho a elaborarlas mediante
la elección de representantes y a aplicarlas en los tribunales de justicia.
Demasiado, sin
duda, para sir Frederick Trench. El honorable diputado señaló que, si
se establecían jurados paritarios, hombres y mujeres se verían
forzados a situaciones dudosamente morales como estar encerrados toda una noche
deliberando. Cuando se le replicó que: "Es bien sabido que
el honorable y galante diputado suele pasar noches enteras en compañía de damas
sin que ocurra nada indigno", Trench no contestó más que: "Sí. Pero
nunca estamos encerrados".
Los asistentes
rieron, y así se cerró el primer debate sobre el sufragio femenino de la
historia de Gran Bretaña. Los
defensores de los derechos de las mujeres eran una minoría: el
movimiento feminista estaba en pañales. A las mujeres se les
negaban los derechos civiles y políticos de los que disfrutaban
los hombres, y aunque solteras y viudas gozaban de más libertades que las
casadas –las cuales no podían tener propiedades, redactar testamentos, ni
ostentar la custodia de sus hijos– también estaban sujetas a grandes
restricciones. No podían ejercer profesiones como la medicina o el
derecho, ni acceder a puestos de la administración. Y por
supuesto, tampoco podían votar.
MENTALIDAD RETRÓGRADA
En la mentalidad
de la época esta subordinación era parte fundamental del orden social. Los
hombres, mejor dotados intelectual y físicamente, debían encargarse de la
esfera pública mientras las mujeres ocupaban la privada bajo su
protección. Las propias mujeres compartían esta opinión, y la
transmitían de madre a hija. Apenas se producían muestras de protesta;
en 1882, los tempranos activistas William Thompson y Anna Wheeler se
preguntaban: "Vosotras, las más oprimidas y degradadas, ¿cuándo os daréis
cuenta de vuestra situación, os organizaréis, protestaréis y pediréis su
arreglo?".
Pero incluso aquellos
que denunciaban lo injusto de la situación no se planteaban reivindicar el voto.
A principios del siglo XIX, éste era un derecho minoritario en regímenes parlamentarios:
en Gran Bretaña se restringía al 20 por ciento de los hombres. Estaba muy
extendida la idea de que sólo aquellos con las mejores capacidades y aptitudes
eran indicados para elegir a los gobernantes. Únicamente
los círculos más radicales defendían el sufragio universal masculino;
en general, reinaba el convencimiento de que tal responsabilidad debía recaer
en hombres bien educados y acostumbrados a gestionar propiedades. Esta selecta
minoría sabría decidir lo mejor para el resto de hombres, y por supuesto, para
las mujeres, consideradas eternas menores de edad.
COMIENZA LA
LUCHA FEMINISTA
Sin embargo, Inglaterra y el
resto del mundo occidental estaban adentrándose en una época de profundos
cambios económicos, políticos y sociales que pronto se dejaron sentir en la
causa de las mujeres. Si en 1830 las feministas eran pocas y
descoordinadas, treinta años después el movimiento había ganado
fuerza y había dado con una causa esencial: la concesión del voto.
Sólo cuando las mujeres participaran en la elección de sus representantes y,
por tanto, en la elaboración de leyes, podrían derogar aquellas que las
rebajaban a ciudadanas de segunda.
La expansión de la
educación aumentó el público lector de libros y periódicos, cuyo contenido
alcanzaba mayor difusión. Los ideales feministas comenzaron a tener cada vez
mayor publicidad y a ganar más adeptos. En la década de 1860 empezaron a
multiplicarse las asociaciones que defendían el voto femenino. Como argumentaba
el filósofo John Stuart Mill, en un país gobernado por la reina Victoria, que
había demostrado su gran capacidad como gobernante, ¿por qué no se iba a
conceder a las mujeres los mismos derechos que a los hombres?
Estas primeras
organizaciones creyeron tener una oportunidad de oro para conseguir sus
propósitos. Una nueva ley electoral, aprobada en el año 1867, extendía el
derecho a voto a un tercio de los hombres adultos. Pero en el articulado se
refería a los mismos con la palabra men (hombres) en lugar de males (varones),
por lo que se podía interpretar que el término englobaba a los
dos sexos. Así que las sufragistas animaron a las mujeres a participar en las
elecciones: una de ellas, Lily Maxwell, apareció en el registro
de votantes gracias a un error y acudió a su colegio electoral para votar por
un candidato afín a las sufragistas. Para evitar que su caso fuera el primero
de muchos otros, meses después se aclaró que la ley no se refería en ningún
caso a las mujeres.
Aunque perdieron
la apuesta, su causa ganó en publicidad, para gran preocupación de los
antisufragistas. Éstos opinaban que las mujeres estaban representadas por sus
maridos y que, por otra parte, eran extremadamente influenciables por ellos, de
manera que concederles el sufragio equivaldría a dar dos votos al esposo.
Peor aún: en el caso de que defendieran causas distintas, se sembraría la
discordia en los hogares. Por otro lado, el derecho al voto sería solo el
principio: si las mujeres empezaban a votar, temían, pronto querrían ser
diputadas y miembros del gobierno. Y eso sería perjudicial tanto para los
intereses de la nación como para la salud de sus mujeres, que probablemente se
resentiría a causa de la intensa actividad propia de la política.
UNA CARRERA DE FONDO
Aunque los
antisufragistas eran mayoría, poco a poco crecía el apoyo a la causa del voto
femenino. En 1869 se daba un paso fundamental en Estados Unidos: Wyoming
aprobaba el sufragio femenino. Mientras, en Gran Bretaña se empezó a permitir a
las mujeres formar parte de las juntas de educación de distrito, cuyos miembros
eran elegidos mediante votación. En 1894 esto se extendió a los consejos
locales, lo que hizo menos extraña su imagen a pie de urna. Y en
1881, una nueva conquista mostraba cómo el voto femenino se acercaba a Gran
Bretaña: la isla de Man, un dominio británico, concedía el voto
a las mujeres viudas y solteras.
Cada vez más
personalidades prominentes miraban con simpatía a las organizaciones
sufragistas, pero no se veían
capaces de comprometer sus objetivos políticos defendiendo la causa de las
mujeres. Conscientes de la necesidad de organizarse para ejercer presión y
ganar apoyos, en 1897 diferentes organizaciones sufragistas constituyeron la
Unión Nacional de Sociedades por el Sufragio Femenino (NUWSS en inglés), de la
mano de Millicent Fawcett.
Sus miembros se
dedicaron principalmente a tratar de ganar para su causa a los representantes
políticos y a organizar mítines a pie de calle. Aunque hoy en día no nos lo
parezca, entonces para una mujer era difícil romper el tabú y hablar en
público. Margarette Nevinson, sufragista convencida, veía los discursos
en la calle como algo vulgar y violento: se había educado a las mujeres en la
necesidad de ser discretas fuera de sus hogares, y convertirse en el
centro de atención les resultaba, como poco, extraño y vergonzoso.
Parte de la
audiencia opinaba igual, y en ocasiones recibía a las oradoras con una lluvia
de insultos, de objetos y hasta de golpes: la sufragista Charlotte Despard
continuó su discurso en uno de estos mítines a pesar de que un huevo le había
dado en plena cara. A otras muchas se les contestaba con comentarios
sexuales, ya que se las consideraba moralmente equivalentes a las
prostitutas. Frecuentemente la policía tenía que protegerlas de la masa
enfurecida.
Tampoco era fácil
para las mujeres asistir como público. Cuando el padre de Esther Knowles se
enteró de que había ido a una concentración sufragista, montó en cólera y pegó
una paliza a su madre, que había dado su permiso. Pero fueron
muchas las personas que conocieron las reivindicaciones feministas a través de
estos actos, que de atraer a unos pocos curiosos pasaron a ser multitudinarios a
principios del siglo XX. Un siglo que abría cada vez más caminos a las mujeres:
carreras como la de medicina empezaron a admitirlas en sus aulas, y miles de
ellas formaban parte de las juntas de educación y de distrito, comparadas con
las pocas decenas de 1870.
HEROÍNAS EN LA CÁRCEL
Pese a las
mejoras, para algunas sufragistas el voto seguía pareciendo lejano; eso era lo
que opinaban las fundadoras de la Unión Sociopolítica de Mujeres (WSPU), creada
en 1903 por Emmeline Pankhurst para luchar con más efectividad por la conquista
del voto. Emmeline consideraba que para alcanzar este
objetivo la organización debía funcionar como un ejército: sus órdenes nunca
debían ser cuestionadas.
Las peticiones de
democracia interna fueron desestimadas siempre por Emmeline, que expulsó a
todos los que se mostraban en desacuerdo con sus decisiones; incluso una de sus
hijas, Sylvia, tuvo que abandonar la organización por su tendencia a colaborar
con el Partido Laborista. Y es que la líder se había comprometido a no
colaborar con ningún otro partido político hasta que las mujeres obtuvieran el
voto. Tampoco admitía la militancia de los hombres. Así,
la WSPU fue perdiendo cada vez más miembros: en 1914 eran 5.000 frente a los
50.000 de la NUWSS presidida por Fawcett.
La WSPU desarrolló
tácticas militantes que tenían una gran resonancia en la prensa, como
interrumpir los mítines de otros partidos, intentar entrar en el Parlamento,
presentarse en los domicilios de miembros del gobierno e incluso encadenarse a
ellos. Estas acciones conllevaron con frecuencia la
detención de sus protagonistas, que se negaban a pagar la multa
que se les imponía y por tanto eran encarceladas. A su
salida eran celebradas como heroínas, lo que les reportó una
enorme propaganda. Sus partidarios se multiplicaron, y en
1908, una gran manifestación en Hyde Park congregó a más
de 500.000 personas; incluso el conservador diario The
Times afirmó que en el último cuarto de siglo no se había
visto acto tan multitudinario.
Las acciones de
las sufragistas se volvieron cada vez más espectaculares y, en ocasiones,
violentas: como respuesta a la negativa a presentar peticiones al rey, derecho
reconocido a sus súbditos, algunas mujeres de la WSPU empezaron a romper
a pedradas las ventanas de las propiedades de miembros del Parlamento.
Esto fue demasiado para la NUWSS, que decidió romper definitivamente con
Pankhurst: para Fawcett era un error intentar conseguir con la violencia lo que
debía basarse "en la creciente conciencia de que nuestra demanda es de
justicia y de sentido común".
ESCISIONES INTERNAS ENTRE LAS
SUFRAGISTAS
También se
produjeron escisiones dentro de la organización: sufragistas históricas como
Charlotte Despard desaprobaban la violencia y la negativa
a colaborar con otros partidos, por lo que la abandonaron. La división en el
movimiento se tradujo en la designación de quienes integraban el ala radical,
las suffragettes, y la moderada, las suffragists.
La reacción del
gobierno no se hizo esperar. Cientos de sufragistas fueron encarceladas y
sometidas a duras condiciones de reclusión. Para lograr que se les reconociera
el estatuto de presas políticas y mejoraran sus condiciones de vida en la
cárcel, se declaraban en huelga de hambre.
Y esto planteaba un gran problema a las autoridades, que querían evitar a toda
costa que se convirtieran en mártires de la causa. La
solución fue la alimentación forzosa, un proceso doloroso y peligroso que
no hizo más que despertar simpatías por las sufragistas entre la población.
La represión de
las protestas en las calles empeoró. El Parlamento había estado discutiendo un
proyecto que proponía la concesión del voto a las solteras y viudas, y en
noviembre de 1910 se convocó una manifestación para pedir que se continuara
estudiando. Para disolver la protesta se recurrió a policías
provenientes de los barrios bajos de Londres, lo
que hicieron por medio de golpes y agresiones sexuales a los que se sumaron una
gran cantidad de transeúntes. Tres manifestantes murieron a causa de las
heridas, y la fotografía de una mujer en el suelo a punto de ser golpeada
espantó a la opinión pública. La respuesta oficial al Viernes Negro fue culpar a
las sufragistas, que animaron a todo el que quisiera a sumarse a la protesta.
Como consecuencia, se introdujo una reforma legal que mejoró algo su situación
penitenciaria.
SOLUCIONES RADICALES
Mientras tanto, el
proyecto llegaba al debate parlamentario definitivo. Varios ministros del
gobierno liberal opinaban que el perfil de mujeres al que se dirigía,
propietarias solteras y viudas, votaría mayoritariamente conservador, por lo
que se opusieron al mismo. Así, el proyecto que tantas esperanzas había suscitado
fue descartado en 1912.
Para Pankhurst
ésta era la señal de que había llegado la hora del argumento político más
poderoso: el del cristal roto. Una minoría retomó la campaña de daños a la
propiedad de manera más extensiva que antes, incluyendo la
detonación de bombas e incendios en casas vacías. Como respuesta, el gobierno
envió a cada vez más sufragistas a la cárcel, y para evitar los peligros y la
poca popularidad de la alimentación forzosa aprobó la ley conocida como
"del gato y del ratón" en 1913, que permitía liberar a las presas
debilitadas por el hambre para volver a recluirlas una vez recuperadas.
La estrategia del
gobierno tuvo éxito ante una opinión pública que desaprobaba los cristales
rotos y las bombas. Los actos violentos empañaron la imagen del
movimiento y dieron argumentos a quienes defendían que las mujeres eran seres
demasiado emocionales para votar. Y aunque la consigna era dañar las
propiedades, no la vida, cualquier fallo en la preparación de los atentados
habría podido causar daños irreparables.
Nunca sabremos qué
habría pasado de continuar así las cosas, porque el estallido de la Gran Guerra
interrumpió la actividad de la WSPU. Pankhurst abrazó la causa patriótica y se
puso a disposición del gobierno. Sin embargo, la NUWSS continuó su
campaña. La actividad política de este grupo y la contribución femenina a
la guerra en la retaguardia mientras los hombres luchaban convenció al
Parlamento y a gran parte de la sociedad de que las mujeres merecían el voto
tanto como sus conciudadanos.
En febrero de 1918
se aprobó la ley que concedía el sufragio a las mujeres mayores de 30 años y se
extendía a todos los hombres de más de 21. La felicidad entre las sufragistas fue enorme, pero no completa. Las
campañas continuaron hasta que diez años después, en julio de 1928, se
equiparó la edad de voto femenina a la masculina, en una sesión
parlamentaria a la que asistieron las protagonistas de la lucha por el
sufragio, ya ancianas, como Fawcett y Despard, de 81 y 84 años,
respectivamente. Charlotte Despard dijo entonces: "Jamás pensé que vería
la concesión del voto. Pero cuando un sueño se hace realidad, hay que ir a por
el siguiente".
https://historia.nationalgeographic.com.es/a/sufragistas-lucha-por-voto-femenino_12299/10
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