EVANGELIZACIÓN FRANCISCANA EN AMÉRICA
A CINCO SIGLOS DE SU INICIO
por Francisco Morales, OFM
(Conferencia
pronunciada en el Capítulo general OFM de 1991)
I. EN TORNO A LAS DISCUSIONES SOBRE EL V
CENTENARIO
En estos días se discute acaloradamente el significado de la fecha de
1492, con la que se inició el singular proceso de relaciones entre el viejo y
el nuevo continente, relaciones que aun cuando los mismos historiadores no se
pongan de acuerdo en cómo llamar, son no obstante elemento esencial para comprender
la realidad de los pueblos que integran el mundo americano.
Las discusiones alrededor de este tema revisten especial interés para la
Iglesia y de una manera particular para el hermano menor -promotor de
concordia, no de disputas-, ya que en ellas se aborda un asunto en el que la
Orden franciscana estuvo particularmente envuelta: la evangelización del
Continente, acción que está inseparablemente unida a la llegada del hombre
europeo a estas tierras.
Obviamente, infinidad de cosas han cambiado desde que Colón desembarcó
en una de las Islas del Caribe el 12 de octubre de 1492. Gracias precisamente a
esos cambios, nosotros ahora nos hacemos planteamientos sobre la empresa
americana que sus iniciadores, salvo singularísimas excepciones, apenas podían
barruntar. Así, una conciencia más sensible al valor de las culturas, al
acercamiento pacífico hacia todos los pueblos, y al respeto por las formas
religiosas en todo el mundo, hace que se presenten en nuestros días serios
cuestionamientos sobre el papel que la guerra, la destrucción, la violencia o
la injusticia jugó en la colonización, y en consecuencia, en la implantación
del evangelio que entró con ella. Y es aquí en donde aparecen las posiciones
irreconciliables entre los que ven sólo maldad en la colonización y los que
sostienen que, pese a sus aspectos negativos, ésta logró crear en los pueblos
americanos una cultura que les ha dado la posibilidad de incorporarse al mundo
occidental.
En cierto modo estas discusiones no son nuevas. De hecho, nacen en el
momento mismo de la llegada del hombre europeo a América, y quedan registradas
y ampliamente documentadas en legajos manuscritos y en obras publicadas, sobre
derechos de reinos cristianos sobre pueblos paganos, sobre relaciones entre
conquista y evangelización, sobre la libertad de los pueblos conquistados,
discusiones que han llegado hasta nuestros días, con diversos ropajes
interpretativos, como por ejemplo, la interpretación que de ellas hace el
criollo americano de principios del siglo XIX cuando reclama su independencia
política de España basado en los agravios de esta Nación «al pueblo americano»,
o la posición del liberal-positivista de mediados del mismo siglo pasado que
acusa a las instituciones de la época colonial, principalmente a la Iglesia, de
haber sido el mayor obstáculo para el progreso de las naciones, o la de los
teólogos actuales que, preocupados por las situaciones de injusticia en el
continente, buscan el origen de esos males en la historia colonial.
En medio de estas discusiones nos encontramos aquí, nosotros hermanos
menores, no con la ilusión de encontrar una solución a estas polémicas, cuya
vigencia no se niega, sino con el deseo de hacer una reflexión sobre estos
hechos, que nos lleve a entender lo que significó la presencia evangelizadora
de los seguidores de Francisco en la cristianización de este continente y,
sobre todo, qué implicaciones tiene en nuestro evangelizar de hoy. Para esto,
hay varias preguntas a las que nos deberíamos enfrentar. Entre otras estarían:
¿cómo entendió el hermano menor su vocación evangelizadora? ¿Qué fidelidad
mantuvo a ella? ¿Qué medios le ayudaron a sostener esa fidelidad evangélica, si
la mantuvo, o en caso de infidelidad, qué tropiezos se lo impidieron? ¿Cuáles
de los elementos que han caracterizado al hermano menor y le han dado su
singularidad en la Iglesia tuvieron especial impacto en la conversión de
nuestros pueblos al cristianismo?
Quizá demasiados, y bastante serios, interrogantes que, con sinceridad,
no estoy seguro si será posible responder con amplitud. Una cosa sí creo
podremos hacer: evitar caer en una de las tentaciones más comunes en la
Historia, la de sentarnos como jueces para dictar sentencia sobre los que nos
precedieron, o la de convertirnos en abogados defensores de todas las causas de
nuestro pasado. Ésta no es una sala de juzgado, sino una reunión de hermanos
interesados en confrontar nuestros compromisos evangelizadores ante una Iglesia
que, como nos dice el Vaticano II, está inserta en el mundo y en la historia.
De cierto se sabe que el tema de la historia de la Evangelización de nuestros
pueblos es complejo, en abundancia, pero superficialmente estudiado y
apasionadamente discutido. No es así tarea fácil cubrir todos sus aspectos. En
realidad, tampoco esto es lo que se espera en una reunión como ésta. Considero
que la relación que se me ha pedido tiene un objeto más sencillo: presentar los
puntos más sobresalientes de este tema que nos ayuden a entender la vocación
misionera de la Orden en nuestra América, entendimiento que nos lleve, a su
vez, a enfrentarnos a los grandes retos que nos pide este Continente en su
evangelización hoy.
II. ADVERTENCIA GENERAL SOBRE
LA HISTORIA DE LA EVANGELIZACIÓN
Especialistas en
ciencias de la Evangelización han llegado a detectar las diversas formas que ha
tomado ésta de acuerdo con los momentos históricos en que se realiza y que van
dando a la proclamación del Mensaje de Jesús singularidades moldeadas por las
culturas del agente evangelizador y el pueblo evangelizado. Se habla así de las
grandes etapas evangelizadoras, como la de los pueblos judeo-helénicos del
Imperio romano, o la de los pueblos «bárbaros» a la caída del Imperio, o la de
los eslávicos en la Edad Media, etc. Es así como se ve también la
evangelización de los pueblos de América, considerada como una etapa moldeada
por la presencia española, las culturas indígenas, y los agentes
evangelizadores.
Un análisis cercano de
esta última etapa evangelizadora nos hace caer en la cuenta de que, dentro de
la unidad que se le atribuye, hay diversas «variantes» sobre las que debemos
estar alerta para no caer en atractivas, pero peligrosas, generalizaciones.
Así, en primer lugar habría que advertir que, aun cuando se habla de una sola
época evangelizadora, se trata de un largo proceso aún no terminado, que se
lleva a cabo en contextos geográficos, culturales, políticos, sociales y
religiosos muy diversos, lo que, por lo mismo, le da formas y características
distintas. Por ejemplo, la evangelización llevada a cabo en las Islas
caribeñas, Santo Domingo, Cuba, Puerto Rico, es muy diferente de la realizada
pocos años después en México, la que al mismo tiempo será diversa de la del
Perú, que a su vez variará de la de Brasil, muy distinta obviamente de la del
Canadá, o de la de Nuevo México, Texas o Alta California. Me estoy refiriendo
aquí no sólo a aspectos geográficos o cronológicos, sino culturales, políticos
y sociales, tanto por parte de los evangelizadores como de los evangelizados. O
sea, que son muy diferentes los grupos étnicos -sujetos de la evangelización-
caribeños, de los Hurones canadienses o los indios sureños de Brasil. Pero aún
dentro de lo que podría parecer una misma cultura, digamos, la del México
central, hay notables diferencias entre los que llamaríamos poseedores de las
altas culturas de mesoamérica, mayas, nahuas, tarascos, etc., y los que apenas
vivían en un período equivalente el paleolítico europeo, cazadores y
recolectores, habitantes de zonas geográficas bastante cercanas.
Siguiendo esta misma
línea, hay que recordar que uno es el impulso y experiencia evangelizadora de
los primeros franciscanos, dos hermanos legos franceses que llegan a Santo
Domingo en 1493 en el segundo viaje de Colón, sin duda los primeros misioneros
de América, que, con espíritu de verdaderos hermanos menores y en plena
consonancia con la tradición misionera franciscana medieval de anuncio sencillo
del evangelio, dieron los pasos iniciales en la cristianización de América,
quizá sin más plan que el compromiso de llevar la «Buena Nueva» a toda
criatura. Otra, en cambio, será la actividad de los hermanos enviados por fray
Francisco de Cisneros en 1500, con un programa definido de trabajo; como será
otra la misión de los «12 primeros» misioneros de México, gestada en un momento
histórico bien preciso, como fue la década de 1520 en la que a la reforma
espiritual en la Orden, particularmente en España, se une un grande interés del
Ministro General, fray Francisco de los Ángeles Quiñones, por las misiones de
América. Esto para hablar sólo del siglo XVI.
La diferenciación de
esta actividad misionera vendrá incluso marcada por las diversas políticas
colonizadoras de España. No se pueden comparar, por ejemplo, las formas
misioneras, digamos, de los primeros 20 años, cuando la corona española, pese a
sus buenas intenciones, no tiene ni la experiencia ni las teorías políticas
adecuadas para enfrentarse a una realidad del todo inesperada; decía, no se
pueden comparar esas formas con las de la evangelización llevada a cabo,
pongamos por caso, en tiempo de Felipe II, cuando la política colonizadora se
encuentra bien definida. Esto por referirnos sólo al primer siglo y no hablar
de comparaciones con formas colonizadoras originadas en momentos tan singulares
como fueron los de las políticas del Regalismo y de la Ilustración, que dieron
resultados evangelizadores tan interesantes como los de las misiones de la Alta
California, o de la Selva Peruana.
Lo que estas pequeñas
consideraciones nos están señalando, por una parte, es lo aventurado que puede
resultar, en nuestra reflexión sobre este tema, generalizar indiscriminadamente
las características de la evangelización en América, y, por otra, lo incompleto
que quedaría el estudio del proceso evangelizador separándolo del medio
político, social y económico en el que se llevó a cabo la evangelización. Las
mismas consideraciones nos indican que no debemos perder de vista al sujeto de
la evangelización, tema que, por fortuna, recientemente se está recuperando, ni
tampoco deshacernos del agente evangelizador, tema que, por el contrario, está
en este tiempo un tanto descuidado y, consecuentemente, mal comprendido.
Considero indispensables estas advertencias para poner en su verdadero lugar
los siguientes puntos de nuestra reflexión.
III. EL PROYECTO EVANGELIZADOR
FRANCISCANO
EN AMÉRICA. CONTINUIDAD Y SINGULARIDAD
Después de los diversos documentos que, tanto a nivel de la Iglesia,
como de la Orden, se han venido publicando sobre evangelización, resultado de
varios años de reflexión teológica, diálogos, consultas, nuevas experiencias y
apertura a los cuestionamientos que las ciencias sociales, antropológicas y
culturales presentan a la Iglesia, delinear un proyecto misionero para el
hermano menor en nuestros días es tarea completamente diferente de la de hace
cinco siglos, cuando la Iglesia y el hermano menor vivían cuadros e inquietudes
teológicas muy diversas de las nuestras. En cierta manera, uno pretendería ver
a la Iglesia de fines del siglo XV, como nos la muestra el Vaticano II, abierta
«desde el principio de su historia» a «los conceptos y lenguas de los diversos
pueblos... con el fin de adaptar el evangelio... a la capacidad de todos...»
(Gaudium et Spes: 44). Sin embargo, no se necesitan muchos conocimientos
históricos para darse uno cuenta de que, con la excepción de los primeros
siglos de la expansión cristiana, ese modelo ideal de Iglesia misionera se ha
encontrado bastante limitado en la historia, como nos lo señalan los casos de
la evangelización de la Europa no romana, por ejemplo, la de los pueblos
germanos, o la de los sajones y la de los célticos.
De hecho, la expansión del cristianismo desde principios de la Edad
Media está caracterizada o por el esquema monacal, con el monasterio como
centro del saber y la piedad -como sucede en buena parte de los pueblos
alemanes, sajones e irlandeses-, o por el avance de conquista, como en los
casos de los pueblos orientales de Alemania, o por las campañas de reconquista,
tratando de arrebatar a los Musulmanes los pueblos que, a partir del siglo
VIII, habían quitado al cristianismo. Fue precisamente Francisco de Asís quien
con su retorno radical al Evangelio, su amor por la paz, su forma de
predicación itinerante, recogiendo, además, inquietudes de su época, rompió
estos esquemas medievales para volver al compromiso evangélico del anuncio del
mensaje de Jesús, primeramente con el ejemplo y después con la palabra.
En este sentido, querer ver la evangelización de América como un hecho
único, aislado o rompiendo la tradición histórica de la actividad misionera de
la Iglesia, resulta del todo insostenible. En el caso concreto del hermano
menor frente al compromiso misionero de América, éste, además de la herencia
espiritual de Francisco de Asís, contaba con una rica tradición y singular
experiencia evangelizadora, iniciada por el mismo Francisco y realizada en los
más divergentes ambientes, desde los novedosos contactos diplomático-misioneros
con los Mongoles que llevan a cabo fray Giovanni da Pian del Carpine (1245) y
fray William de Rubruck (1252), hasta las sorprendentes entradas en la China
que realiza fray Odorico da Pordenone (1320-1330) y fray Giovanni da Marignoli
(1338), sin olvidar la intensa actividad misionera de Giovanni da Montecorvino
(1279-1328) en la región del Pérsico, Irán y Armenia. Los arduos trabajos de la
presencia franciscana en Tierra Santa y la singular labor evangelizadora en el
norte y oriente de la Europa en el siglo XV, unidas a los primeros avances en
el norte de África, completan la imagen de lo que podemos considerar
antecedentes históricos de la evangelización de América.
¿Cuáles son, entonces, las líneas que van a dar singularidad al proyecto
misionero del hermano menor en América? Se pueden señalar, al menos, las
siguientes:
1. El encuentro
con lo que con toda propiedad se llamó «el Nuevo Mundo». Como quiera que sea,
las entradas en los pueblos del Asia, y aun de la China, corresponden a
experiencias en regiones, si se quiere, exóticas, legendarias, o quizá míticas,
pero, en fin de cuentas, parte de un mundo conocido -aunque fuera a través de
la leyenda- para el hombre europeo. Lo mismo puede decirse de las entradas al
África. En cambio, el continente americano resultaba no sólo desconocido, pero
ni siquiera imaginado para la mente europea. Esta peculiaridad hará que
cualquier entrenamiento o experiencia misionera anterior al «Descubrimiento» de
América, tenga serias limitaciones. Lo inesperado del encuentro con América y
con unas culturas totalmente ajenas a las del Viejo Mundo, exigían programas
evangelizadores apropiados a las nuevas realidades.
2. Si bien en
Europa se había tenido la experiencia de la expansión imperial a través de la
conquista -caso del imperio romano- o de expansión del cristianismo precedida
de conquista -caso de los principados del norte y oriente de Alemania, entre
otros-, en América se va a dar la circunstancia de coincidir ambas cosas,
expansión imperial (de España y Portugal) y expansión del cristianismo
(evangelización), en un momento en el que dos fuerzas del mundo moderno,
nacionalismo y mercantilismo, empiezan a despertar. Esta circunstancia hará que
los proyectos evangelizadores se enfrenten ante nuevos retos, en los que se
contaba con poca o nula experiencia en el mundo medieval. Hay, sin embargo, el
aspecto positivo de también coincidir el descubrimiento de América con el
despertar del Renacimiento, en el que las inquietudes por el saber humano, por
la educación, por una nueva sociedad, intervendrán de alguna forma en los
proyectos evangelizadores.
Tenemos así, al menos, tres elementos que le dan peculiaridad al
proyecto evangelizador de los hermanos menores en América: la herencia y
experiencia evangelizadora del hermano menor previa al descubrimiento de
América; la singularidad e independencia del desarrollo religioso y cultural
del continente americano; y la singularidad del momento histórico en el que se
lleva a cabo la evangelización.
IV.
PROYECTOS EVANGELIZADORES
Y HERENCIA FRANCISCANA
Hablar históricamente de la herencia espiritual franciscana puede
resultar más complejo que hablar teológicamente de ella. Me explico. Recoger,
sistematizar y estudiar a través de los escritores franciscanos, pensadores y
maestros, las ideas sobre un determinado tema de espiritualidad es tarea ardua,
si se quiere, pero de resultados concretos, sobre todo si se tiene la voluntad,
la perseverancia y el entrenamiento para ello. Seguir y estudiar ese
pensamiento, no en los escritos, sino en la actividad del hermano menor, es una
tarea igualmente ardua, pero con resultados menos tangibles. El actuar
franciscano está caracterizado por una gran espontaneidad, en la que el ingenio
individual aparece, con frecuencia, con más fuerza que lo que podríamos llamar
el signo de la Orden.
Seguir el pensamiento espiritual y teológico franciscano sobre la misión
antes del descubrimiento de América es tarea aún por hacerse, pero hay
elementos importantes de los que se puede echar mano. Tenemos, por ejemplo, a
Adam Marsh y su Tractatus Theologicus Politicus, o Roger Bacon
y su Moralis Philosophia, y sobre todo los escritos misioneros
del franciscano seglar Raymundo Lulio, íntimamente ligado a los hermanos
menores y a sus actividades. De estos pensadores, el último de ellos es el que
podría ofrecer elementos más significativos para un proyecto evangelizador en
América, debido a su gran preocupación por el aprendizaje de los idiomas nativos
y por la formulación de una ciencia común -la matemática- con argumentos
universales, para llegar al conocimiento de la verdad religiosa.
A estos teólogos de la misión, y en más de una ocasión en relación con
ellos, como, por ejemplo, en el caso de Roger Bacon y William de Rubruck, hay
que añadir los grandes misioneros de los siglos XIII y XIV que a través de
cartas, relaciones y otros escritos, ayudaron a crear el patrimonio espiritual
franciscano sobre la misión.
Se puede suponer que los hermanos de fines del siglo XV, en vísperas del
descubrimiento de América, bien a través de los estudios de teología o del
saber común de la Orden, tuvieron acceso a este patrimonio espiritual sobre la
misión. Nos consta que al menos, en lo que se refiere a la experiencia
misionera de la China, hubo sobresalientes misioneros de América, como fray
Juan de Zumárraga y fray Martín de Valencia, que hacen importantes referencias
a ella. Hacia fines del siglo XVI, y ciertamente ya en un contexto histórico
diferente, otros misioneros, como fray Martín Ignacio de Loyola -sobrino de san
Ignacio-, iniciaron su experiencia evangelizadora en el extremo oriente.
Sin embargo, en general, la tradición misionera de los hermanos menores
que llegan a América, proviene de un contexto mucho más circunscrito al vivir
franciscano de la reforma observante, primordialmente de España, pero sin
excluir los círculos observantes de los Países Bajos, Francia e Italia. Tienen
en común estos grupos la lucha por el retorno al ideal primitivo de la Orden:
vida fraternal sencilla, itinerante, en pobreza, en contacto con el pueblo,
pero sin abandonar el cultivo intenso de la contemplación. Hay diversos grados
de compromiso en esta lucha por el retorno al ideal primitivo, desde los que
intentan hacerlo en forma ordenada e institucional -sería el caso de los
observantes apoyados y fomentados por el cardenal fray Francisco Jiménez de
Cisneros, de los cuales salen las primeras misiones para el Caribe-, hasta los
luchadores radicales, considerados casi vagabundos y extravagantes, de los que
sale el grupo de los «12 primeros evangelizadores» de México.
Es este ideal de reforma de fines del siglo XV y principios del XVI el
lugar donde se forjan los primeros proyectos misioneros para América, en los
que encontramos peculiares y hasta el momento poco conocidas y difundidas
características. Así, en la misión de 1500, organizada y enviada por el
cardenal Cisneros, con la plena colaboración del Vicario general de la Orden,
Oliver Maillard, el programa evangelizador incluye retornar a su libertad a los
indios que sin permiso había enviado Cristóbal Colón a España, y liberar a la
Española «del poderío del Faraón (Colón)», ya que con sus abusos no se podría
evangelizar a los indios. De hecho, Colón fue regresado prisionero a España,
acompañado de fray Francisco Ruiz. Singular programa es también el que
encontramos pocos años después, en 1517, llevado a cabo en las costas de
Venezuela por un grupo de franciscanos observantes franceses («Picardos»). Se
trata de un interesante ensayo de evangelización sin conquista, apoyado
nuevamente por el promotor de la reforma franciscana española, Cisneros, y por
el Capítulo general de la Orden celebrado en Rouen en 1516.
Uno de los más célebres grupos de misioneros del siglo XVI es, sin duda,
el de los así llamados «doce primeros misioneros de México», salidos de uno de
los movimientos más radicales de la observancia en España, el de fray Juan de
Guadalupe. Su proyecto de vida franciscana iniciado en Extremadura, tierra de
Conquistadores, bajo una fuerte dosis de radicalidad evangélica -su entidad
original se llamaba del Santo Evangelio-, fue convertido en proyecto
evangelizador para México por otro gran entusiasta de la misión en América, el
Ministro general fray Francisco de los Ángeles Quiñones. Los dos documentos que
redacta en 1523 para esta misión, la Obediencia y la Instrucción, pueden
considerarse textos clásicos dentro de la historia del pensamiento franciscano
sobre evangelización. En ellos resaltan las grandes inquietudes de la reforma
observante convertidas en programas de evangelización: vivir el evangelio en
amor de Dios y del prójimo, en minoridad y radicalidad, a ejemplo de Francisco,
en testimonio de fraternidad y fidelidad evangélica, como medio de conversión
al cristianismo. Se subraya la vocación y compromiso misionero de la Orden, la
contemplación como soporte de esa vocación y la primacía de la fidelidad
evangélica sobre la guarda de «ceremonias y ordenaciones». Aun cuando estos
textos están redactados con el lenguaje teológico de su momento, siguen siendo
de singular importancia para entender la misión franciscana en América.
Recientemente está llamando mucho la atención entre los investigadores
este ideal de reforma y retorno a los modelos originales de la Orden en la evangelización
de América. Se le ha intentado, incluso, conectar con los movimientos
milenaristas de la Baja Edad Media y con las corrientes de los «espirituales»
franciscanos de la misma época. Se puede encontrar, en efecto, algún elemento
de esos movimientos, disperso entre los grandes evangelizadores de América. Sin
restar importancia a estos intentos interpretativos, creo que el hecho de mayor
consideración para nosotros es el que se refiere a la continua conexión que hay
entre movimientos reformistas y grandes momentos evangelizadores, no sólo en
los primeros años, sino a través de toda la historia de la evangelización. Así,
la fundación de los Colegios de Propaganda Fide a fines del siglo XVII -de
innegable importancia en la evangelización de regiones marginales del imperio
español-, está muy relacionada con un retorno a los ideales de la observancia.
Hay que añadir que se trata de movimientos reformistas auténticos y sinceros,
pues los hay también de índole formalista o legal, como fue, por ejemplo, el establecimiento
de conventos recoletos en casi todas las provincias americanas, desde mediados
del siglo XVII, sin mayor compromiso evangelizador, en ese momento. Es
interesante, además, notar que la única provincia descalza establecida en
América, la de San Diego de México, no se envolvió en ningún proyecto
evangelizador sino hasta fines del siglo XVIII, cuando ya estaba casi de salida
la época colonial. El caso de Filipinas es distinto, pues allí descansó toda la
misión en la provincia descalza de San Gregorio. La conclusión parece ser que,
en el caso de la evangelización de América, no se pueden separar proyectos
evangelizadores de anhelos de retorno a la observancia, y que ésta debe ser
sincera, no formal ni oficial, para tener un influjo en la evangelización.
V. PROYECTOS EVANGELIZADORES
Y REALIDADES AMERICANAS
Sin embargo, un retorno a los ideales originales de la Orden, por muy
rico que pueda ser en su significado espiritual, no puede por sí solo
explicarnos los proyectos evangelizadores, sus partes luminosas y sus
limitaciones, sus éxitos y sus fracasos. Hay que ir a las realidades del mundo
americano de hace cinco siglos, para ver en qué forma la herencia espiritual de
Francisco de Asís y sus seguidores da pautas al hermano menor en su actividad
evangelizadora, en qué forma le ayuda a comprender un mundo espiritual tan
diverso del suyo, y qué actitudes fomenta en el mismo para acercarse al sujeto
de la evangelización.
Partiendo del hecho de la multiplicidad de experiencias evangelizadoras
del hermano menor en América, según ya se señaló anteriormente, quisiera tomar
aquí el caso de México, no como modelo, sino como un punto de referencia para
intentar responder a los cuestionamientos anteriores. La evangelización de
México tiene la ventaja de haberse iniciado en un momento (1524) en el que se
contaba ya con cierta madurez en ese campo, después de los diversos ensayos
realizados en la zona del Caribe, en donde inclusive para esos años se tenía ya
fundada una Provincia. Por otra parte, al iniciarse la evangelización de México
existe todavía suficiente flexibilidad, tanto en la administración política
como en la eclesial, para dar al hermano menor cierta apertura en sus proyectos
evangelizadores. Finalmente, el hermano menor se encontró en México con las altas
culturas de Mesoamérica que le dieron oportunidad de introducirse en ese rico
mundo espiritual y enfrentarse ante el gran reto de su evangelización.
1. EL HERMANO MENOR EVANGELIZADO
Efectivamente, el primer gran desafío del hermano menor en sus proyectos
evangelizadores fue penetrar y entender un mundo cultural desarrollado en
moldes totalmente diferentes de los de la cultura occidental. Llave de la nueva
cultura era lo que fray Juan de Tecto, en una simple pero profunda frase, llamó
«la Teología que San Agustín desconoció»: los idiomas indígenas. Parece claro
que en este punto los hermanos de esa época siguen siendo modelo para todos
nosotros. Sin contar con los medios con los que nosotros contamos en la
actualidad, proporcionados por las ciencias etnográficas y lingüísticas, los
franciscanos de México para 1529 hablaban ya tan bien el «nahuatl», especie
de koiné para los pueblos de mesoamérica, que uno de
ellos, fray Pedro de Gante, lo escribía mejor que su propio idioma. Dos años
más tarde, otro de ellos, posiblemente fray Luis de Fuensalida, tenía ya
reducido a «arte» lo que parecía ser un idioma tan diverso de los moldes
latinos. Se da así el caso que el Nahuatl tuvo gramática, gracias a los
hermanos menores, muchos años antes que varios idiomas modernos de Europa.
Con tal instrumento, en un período menor de 10 años se contaba ya con
buenos compendios catequéticos, los primeros de ellos ingeniosamente escritos
en forma geroglífica, con los que se da comienzo a la gran enseñanza
post-baptismal, de acuerdo al método adaptado por los frailes. Vistos a través
de la teología actual, y leídos en su traducción española, los catecismos
indígenas del siglo XVI podrían parecer extremadamente pobres, negativos o
simples calcos de los catecismos contemporáneos europeos. Leídos en su idioma
indígena, tal cual fue su propósito evangelizador original, nos indican una
apertura al mundo religioso indígena, para esos tiempos, sorprendente. Llamar
al Dios cristiano «Ipalnemoani» (Dador de la vida), «Atlahua» (Dueño de las Barrancas),
«In Tonan, in Totah» (nuestra madre, nuestro padre), conceptos netamente
indígenas, o llamar a Jesús «Temaquixtiani» (Libertador de la gente), o
describir el concepto de la Encarnación como «Oquimocuilico in tomaceualnacayo»
(tomó para sí nuestra carne de "macehuales" [gente común]), o la
Redención como «Tlatolli in nemaquixtiloni» (la Palabra, la que libera la
gente), no era precisamente copiar conceptos europeos en la cultura indígena.
Con toda razón, una investigadora actual de esta literatura, por cierto nada
simpatizante con la colonización española, ve en estos escritos al
«evangelizador, evangelizado». (Louise M. Burkhart, The Slippery Earth).
2. EL PUENTE DE LA COMPRENSIÓN
La separación de los mundos culturales del hermano menor y del indígena
mexicano era casi abismal. No son de extrañar, sobre todo en los primeros años,
los malentendimientos, oposición y dura lucha entre los antiguos señores
indígenas («Tlatoani»: "dueños de la palabra") y los evangelizadores.
Sin embargo, la literatura religiosa del indígena cristiano, como la de los
ejemplos anteriores y otra mucha que espera ser estudiada, nos muestra una
importante compenetración de ambos mundos. ¿En dónde encontrar la explicación
de este hecho?
Se podría pensar en el mundo renacentista, abierto a todo valor humano,
dentro del cual varios de los primeros misioneros se educaron. Sin rechazar
este dato, creo que deberíamos prestar atención a las pistas que los mismos
misioneros nos dan.
Una vez que éstos empezaron a establecer contacto más íntimo con los
indígenas, la opinión unánime entre los misioneros es que no se había conocido
pueblo más apto para el mensaje evangélico que el de las Indias. Podría
pensarse que se trata de una exageración piadosa, tan frecuente en la historia
de las misiones; pero hay datos más seguros para entender este aprecio.
Volvamos, nuevamente, a los ideales por el retorno al ideal primitivo
franciscano, por el que tanto lucharon los primeros misioneros en el viejo
mundo: la vida sencilla, el despojo radical, la pobreza, ésta última de papel
tan importante en las discusiones sobre «la observancia». Lo que para los
hermanos menores era un ideal casi irrealizable en el viejo mundo, se convierte
en realidad en el nuevo mundo. Escribía fray Toribio de Benavente (cuyo nombre
cambió al de Motolinia, «el que es pobre», por haberlo
escuchado así a los Tlaxcaltecas):
«Estos indios en sí no tienen estorbo que les impida para ganar el
cielo, de los muchos que los españoles tenemos y nos tienen sumidos, porque su
vida se contenta con muy poco... y lo que más hace a el caso es que ya han
venido en conocimiento de Dios, tienen pocos impedimentos para seguir y guardar
la vida y la ley de Jesucristo. Cuando yo considero los enredos y embarazos de
los españoles, querría tener gracia para me compadecer de ellos y mucho más y
primero de mí» (Motolinia, Historia de los Indios de la Nueva España).
El desprendimiento natural de los indios hacía que otro singular
misionero, fray Jerónimo de Mendieta, se expresara en la siguiente forma:
«Si el padre San Francisco viviera hoy en el mundo y viera a estos
indios, se avergonzara y confundiera, confesando que no era su hermana la
pobreza ni tenía que alabarse de ella».
Y añadía este pensamiento, digno de antología misionera:
«Digo esto, porque con ser los indios tan bajos y despreciados, cuanto
algunos los quieren hacer, ha habido muchos de ellos que han mostrado muy
deveras, en sus obras, el menosprecio del mundo y deseo de seguir a Jesucristo
con tanta eficacia y con tan buen espíritu, cuanto yo, pobre español y fraile
menor, quisiera haber tenido en seguimiento de la vida evangélica»
(Mendieta, Historia Eclesiástica Indiana).
La radicalidad evangélica, entendida en su contexto del siglo XVI, se
convertía en el puente de enlace entre el hermano menor y los pueblos indígenas
de México.
3. EL RENACER DE LA IGLESIA PRIMITIVA: LA IGLESIA INDIANA
Este entusiasmo del hermano menor por el pueblo indígena de México,
junto con el antiguo anhelo, común entre los grupos reformistas de la Orden, de
purificar la Iglesia para volverla a su forma primitiva, dio origen a la idea,
que se convierte en proyecto, de crear una iglesia indiana conforme al modelo
de la Iglesia primitiva; más aún, se llega a la convicción de estar no sólo
modelando una iglesia de acuerdo con la primitiva, sino de que «... ésta [la
iglesia indiana] es la Iglesia primitiva...» (Cartas de Religiosos).
Característica principal de esta nueva Iglesia sería el ser una Iglesia
para pobres y ella misma ser pobre, lo cual, decían los misioneros, «... no es
cosa nueva, sino [que se trataba de] lo que la misma Iglesia de Cristo usó en
los principios de su fundación». Sus obispos -elegidos, según algunos
documentos, como en los capítulos provinciales- no tendrían ni iglesias
catedrales, ni canónigos, ni dignidades, pues «traerían costa y provecho
ninguno para los Indios». Los mismos obispos deberían vivir sin rentas ni
diezmos. Y a aquellos que alegaban que este proyecto era inaceptable por
contravenir leyes canónicas, tradiciones y costumbres de la Iglesia, respondían
los hermanos menores:
«Recia cosa sería decir que vale más que lo instituido por los sagrados
cánones se guarde inviolablemente en las Indias, aunque los naturales dellas
nunca lleguen a ser buenos cristianos, que no que los indios vengan a ser
buenos y verdaderos cristianos, variándose algunas sanciones y decretos de los
que los Santos Padres establecieron» (Cartas de Religiosos).
Alguien podría pensar que se trata de frailes disconformes o de ideas
escritas en documentos de limitado alcance; pero no es así. Estos conceptos se
expresan por un amplio grupo de hermanos, algunos de los cuales, como fray
Jerónimo de Mendieta, alcanzaron la confianza de los presidentes del Consejo
Real de Indias y del mismo rey Felipe II. De hecho, la mayor parte de estas
ideas aparece en cartas escritas a estas autoridades. Pero tampoco se trata,
como anacrónicamente nos sentiríamos tentados a ver, de los orígenes de nuestra
actual preocupación por el pueblo pobre latinoamericano. Las visiones
teológicas de nuestros hermanos del siglo XVI se encontraban muy distantes de
las nuestras. Todo lo cual no le resta importancia a los proyectos anteriores,
pues lo que éstos nos están indicando es que fue necesario el encuentro con los
indígenas de América para que el hermano menor se sintiera cuestionado en su
vocación, y cuestionara, a su vez, la estructura de la Iglesia, al menos en
relación con el pueblo indígena. En este sentido, la «observancia», tal como
preveía el Ministro general, fray Francisco de los Ángeles Quiñones, no se
reducía sólo a «guarda de leyes y ceremonias», sino que se convertía, ante la
realidad de América, en audacia e ingenio para buscar modelos eclesiales que
hicieran posible una adecuación mejor del mensaje evangélico a los nuevos
pueblos.
4. LA «RESPÚBLICA» INDIANA Y LA «RESPÚBLICA» ESPAÑOLA Y SU DIFÍCIL
CONVIVENCIA
El proyecto de una iglesia indiana diferente de la del viejo mundo era
el resultado de un reformismo franciscano encarnado en la realidad indígena de
América. Este proyecto eclesial, hay que añadir, no iba solo: estaba envuelto
en varios programas sociales ya que, dentro de las limitaciones de su tiempo,
el hermano menor no separó evangelización de preocupación social por el
indígena evangelizado. Este tema, desde luego, se prestaría a amplias
discusiones. Aquí quiero referirme únicamente a un proyecto, el de la
«respública» indiana que se encuentra muy unido al de la iglesia indiana, y
que, como éste, no se quedó en proyecto, sino que tuvo realizaciones concretas
en la sociedad indígena. Con él, en cierto modo, el hermano menor trató de
responder a la difícil relación entre pueblo conquistado y conquistador.
La conquista en sí, no era un hecho desconocido en la historia de la
evangelización de los pueblos de Europa. Habría que aclarar además que, contra
lo que generalmente se asume, la conquista no fue el único medio en el que se
dio la evangelización en América. En el caso de México, que es al que aquí nos
referimos, los principios de su evangelización sí están unidos a ella, pero en
una forma, si se quiere, paradójica, al menos para los primeros franciscanos,
pues el conquistador, Hernán Cortés, pasa a ser para ellos el Moisés del nuevo
pueblo (pueblo indígena), mientras que los restantes conquistadores son los
opresores.
Esta actitud tiene una explicación: las relaciones personales de los
primeros frailes con Hernán Cortés fueron muy breves -cuatro meses escasos-, y
se realizaron en un contexto de patrocinio, semejante al de los patronos de
fundaciones franciscanas tan conocidos en el movimiento de la «observancia» en
Extremadura. El contacto con la dura realidad de la conquista lo tuvieron los
frailes con los sucesores de Cortés, muy particularmente con los integrantes de
la primera Audiencia, contra los que los hermanos menores no sólo usaron el
púlpito sino incluso penas eclesiásticas por sus abusos en contra de los
Indios. Éstas son las circunstancias en las que nace la idea de una
«respública» indiana, independiente de la «respública» española.
De acuerdo con este proyecto, los indígenas, con su «entendimiento vivo,
recogido y socegado... y grande ingenio, y habilidad para aprender todas las
ciencias, artes y oficios» (Motolinia, Historia), debían vivir
ciertamente en «cristiana policía», pero con independencia de las ciudades
españolas; bajo cristiano vasallaje al Rey, pero con sus autoridades indígenas.
Este proyecto, ya en la mente de los frailes desde su primer contacto con los
pueblos del centro de México, se convierte en programa a partir de las grandes
conversiones en la década de 1530. De ahí su empeño en la alta educación del
indígena, en su propia tierra, y con sus propios maestros, lo que llevó a la
fundación del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco (1536), en donde se enseñó no
sólo la gramática y las artes, sino filosofía, medicina e incluso teología, y
del cual salieron gobernantes de pueblos indígenas, traductores y maestros de
su propio colegio.
Pero el vasallaje al Rey, en su tradición medieval más pura, implicaba,
entre otras cosas, el tributo, sobre el que se encuentran las opiniones más
divergentes entre los frailes, principalmente por la íntima relación de éste
con la «encomienda». Lo que para los primeros frailes parecía ser la única
forma de mantener en paz la tierra (parecer de 1526), para los mismos, un
cuarto de siglo después, se convertiría en piedra de escándalo, ya que «Cristo
Nuestro Señor -decían- no vino a derramar su sangre por sus [de los Indios]
tributos, sino por sus ánimas» (fray Pedro de Gante al Emperador, 1552). El
citado fray Jerónimo de Mendieta es quizá el que mejor da cuenta de este
problema en un texto digno de las «Florecillas». Narra Mendieta que, con motivo
de las discusiones en México sobre las Leyes Nuevas de 1542 en que
prácticamente se abolían las encomiendas, uno de los doce primeros, fray Francisco
de Soto, más por importunación de los españoles que de entera voluntad, firmó
un documento en favor de ellas. Poco después, añade el cronista,
«... mirándolo con madureza y advertencia, cayó en su alma un escrúpulo
tan grande hallándose arrepentido de lo que había hecho. Y no pudiendo sufrir
la inquietud que esto le causaba, rogó que le mostrasen la escriptura que se
había firmado para estar más advertido de lo que en ella se contenía.
Mostráronsela, y él, viendo su firma, rompióla y echándosela en la boca
tragósela, diciendo que había sido engañado. Fue esta ocasión de otra
persecución mayor para nuestros religiosos, porque en México les quitaron las
limosnas, y los afrentaban cuando los veían, y pidiendo limosna de pan, decían
algunas mujeres: Pues cómo, ¿los frailes no comen papel?» (Mendieta, Historia
Eclesiástica Indiana).
VI.
PROYECTOS EVANGELIZADORES.
ÉXITOS Y FRACASOS
Evidentemente estos temas nos podrían llevar a llenar páginas y más
páginas en esta relación. Pero no se trata de colmarnos sólo de datos. Se han
mencionado aquí dos proyectos de la evangelización franciscana en México, por
encontrar en ellos una huella de la espiritualidad del hermano menor hecha
realidad en el contacto con los pueblos de América. Desde luego, no son los únicos,
aunque sí posiblemente sean de los más notables por el camino que abrieron a
otros más. Creo, sin embargo, que es necesario no sólo mencionarlos sino
también intentar un pequeño balance, no en un plan de recuento de pérdidas o
ganancias, sino en el de una reflexión que, como se anunciaba al principio de
esta ponencia, nos ayude a entender la aportación del hermano menor a la
evangelización de nuestros pueblos.
1. EL CRISTIANISMO INDIANO
Al iniciarse la segunda mitad del siglo XVI se nota una febril actividad
en la iglesia y sociedad indígena bajo el liderazgo de los hermanos menores.
Programas para congregar en pueblos la dispersa población indígena, intensos
trabajos catequéticos, obras de servicio urbano necesarias para los pueblos
recién fundados, monumentales construcciones de iglesias y conventos: la
iglesia y la «respública» indiana parecían convertirse en realidad.
Parte del éxito de estos programas se debe, sin duda, al apoyo de los
primeros virreyes, Antonio de Mendoza y Luis de Velasco; pero no hay que
olvidar la gran aportación del indígena, y la apertura del fraile para incluir
dentro de los pueblos cristianos significativos elementos de la organización
pre-hispánica, como jerarquías sociales, régimen de propiedad de tierras,
organización de trabajo. Inclusive, pese a los decretos de los Concilios
mexicanos, los hermanos menores aceptaban en sus iglesias, con toda
naturalidad, modalidades de la antigua religión, incluyendo símbolos, cantos y
danzas. Este asunto provocará, posteriormente, no leves controversias sobre la
conversión del indígena, como abajo se verá.
Paradójicamente, es también en la segunda mitad del siglo XVI cuando los
frailes empiezan a notar que sus grandes ideales se vienen abajo. Para el
hermano menor, no son los acontecimientos de la primera mitad del siglo los que
echan abajo sus proyectos, sino los cambios ocurridos en la segunda parte del
siglo. Sus testimonios son muy interesantes, pues nos ofrecen una visión
diferente de la que generalmente se maneja sobre los tropiezos del desarrollo
de la nueva sociedad indígena.
2. CAMBIOS EN LA SOCIEDAD COLONIAL
La segunda mitad del siglo XVI trajo para México serios reajustes en la
sociedad colonial que echarían por tierra gran parte de la visión idealista que
para la sociedad indígena había programado el fraile. Un nuevo concepto y
organización del gobierno colonial, más centralizado, tanto en asuntos civiles
como eclesiásticos, impulsado por la mente administrativa de Felipe II y el
Concilio de Trento, hacía casi imposible la idea de una «respública» e iglesia
indiana bajo la protección de los frailes. Por otra parte, esa misma sociedad,
que apenas empezaba a levantarse de los golpes de la conquista, volvió a verse
quebrantada por las diversas epidemias que a partir de la década de 1540 redujo
a menos de la mitad la población del altiplano mexicano. Por si esto fuera
poco, este mismo período es testigo de la aparición de un nuevo elemento en la
sociedad, el «criollo», español nacido en América, que de inmediato absorberá
recursos humanos y materiales que antes estaban dedicados al indígena. La
disrupción económica y social que estos cambios produjeron en el mundo colonial
queda testimoniada por las tenaces disputas entre religiosos, gobernantes y
colonizadores, que pelean por imponer sus propios proyectos sobre una sociedad
indígena que tendía a la disminución.
Tratando de recoger el sentido religioso de estas discusiones, al menos
como las percibe el hermano menor, podríamos referirnos a los grandes enemigos
de los proyectos franciscanos del siglo XVI: las idolatrías, la indiana y la de
«los cristianos».
3. LA IDOLATRÍA INDIANA
El proyecto de la «respública» indiana estaba fincado en la implantación
del cristianismo y en la desaparición de la idolatría. En ambos objetivos se
trabajó con grande empeño en la primera mitad del siglo XVI. Cuando ya se
empezaban a ver los frutos externos de esos trabajos -nuevos pueblos, gran
número de indígenas en la catequesis y en la práctica sacramental-, algunos de
los frailes más perspicaces cayeron en la cuenta de que algo no andaba bien.
Escribe fray Bernardino de Sahagún, posiblemente uno de los mejores conocedores
de la cultura nahuatl:
«No se olvidaron [los primeros evangelizadores] en su predicación, del
aviso que el Redemptor encomendó a sus discípulos y apóstoles cuando les
dijo: estote prudentes sicut serpentes et simplices sicut
columbae... Y aunque procedieron con recato en lo segundo, en lo
primero faltaron... A todos nos fue dicho... que esta gente había venido a la
fe tan de veras y estaban casi todos baptizados y tan enteros en la fe católica
de la Iglesia Romana, que no había necesidad alguna de predicar contra la
idolatría. Tuvimos esta información por muy verdadera y milagrosa... Hallóse
después de pocos años muy evidentemente la falta que de la prudencia serpentina
hubo en la fundación de esta Iglesia porque se ignoraba la conspiración que
habían hecho entre sí los gobernantes y sacerdotes [indígenas]
de recibir a Jesucristo entre sus dioses...» (Fray Bernardino de Sahagún, Historia
de las cosas de la Nueva España).
La «conspiración» de los gobernantes y sacerdotes ponía en duda la
conversión de los indígenas; necesario era, por lo mismo, acabar con todo lo
idolátrico. En la visión teológica de ese tiempo, esta destrucción no tiene un
sentido negativo. El hermano menor estaba convencido, como lo repite en varios
documentos, de que las religiones indígenas eran obra «del demonio» para
esclavizar unas personas que «por naturaleza» eran buenas. O sea que lo único
que se necesitaba era quitar a los indígenas lo accidental, «lo idolátrico»,
para obtener, no digamos un buen cristiano, sino el mejor cristiano que pudiera
existir en el mundo. Pocos años después el fraile cayó en la cuenta de su error
de apreciación. Alrededor de la religión indígena, que no era algo accidental,
sino substancial, estaba construido todo un sistema de valores que desaparecen
con ella y al fraile le es difícil volver a restablecer. El hermano menor se
dio cuenta de esto y, para crédito suyo, es el primero en reconocer su fracaso.
Escribe Sahagún:
«Necesario fue destruir todas las cosas idolátricas, y todos los
edificios idolátricos, y aun las costumbres de la república que estaban
mezcladas con ritos de idolatría y acompañadas con ceremonia idolátrica, lo
cual había casi en todas las costumbres que tenía la república con que se
regía, y por esta causa fue necesario desbaratarlo todo y ponerles en otra
manera de policía, que no tuviese ningún resabio de cosas de idolatría... [Y
ahora] es gran vergüenza nuestra que los indios naturales, cuerdos y sabios
antiguos, supieron dar remedio a los daños que esta tierra imprime en los que
en ella viven... Y si aquella manera de regir no estuviera tan inficionada con
ritos y supersticiones idolátricas, paréceme que era muy buena y si limpiada de
todo lo idolátrico que tenía y haciéndola del todo cristiana, se introdujese en
esta república indiana y española, cierto sería gran bien y sería causa de
librar así a la una república como a la otra, de grandes males y de grandes
trabajos a los que la rigen» (Sahagún, Historia de las Cosas de la
Nueva España).
Gran valentía, y perspicacia, para su tiempo, muestra el hermano menor
al reconocer que la antigua «manera de regir» de los mexicanos, aun cuando
estaba llena de «ritos y supersticiones idolátricas», era mejor que la
«cristiana» que ellos habían impuesto.
5. LA IDOLATRÍA DE LOS CRISTIANOS
El hermano menor de este período ve otra idolatría tan peligrosa o más
que la anterior, ya que esta última escapa de su control, pese a su grande
empeño de lucha contra ella: el afán de riqueza, que en palabras de Mendieta,
llega a ser en la segunda mitad del siglo XVI el «gran mal: mal de los males»,
y la «fiera bestia que ha devastado y exterminado la viña, haciéndose adorar
(como bestia del Apocalipsis) por universal señora».
De los innumerables memoriales que llegan al Consejo de Indias contra
las políticas económicas de los reinos de ultramar, iniciadas a principios del
reinado de Felipe II, posiblemente ninguno tan enérgico como los provenientes
de los Franciscanos de México, alguno de los cuales, por su radicalidad, causó
a su autor (fray Alonso de Maldonado) castigo en los tribunales. El hermano
menor veía en esas políticas el abandono y la destrucción de todo su proyecto
indiano, razón por la que sus críticas se hacen más duras. La riqueza, ya de
por sí considerada despreciable dentro de los grupos de la observancia, se
convierte en la «fiera pésima», destructora de los frutos de la iglesia indiana
y de la prosperidad de su «respública». Mendieta, hacia fines del siglo XVI,
dramáticamente describe esta destrucción en la siguiente forma:
«Quien vio (como yo vi) en esta Nueva España hervir los caminos como
hormigueros de gente... todas las ciudades y pueblos autorizados con
muchedumbre de principales viejos venerables que representaban unos romanos
senadores; los patios de las iglesias (en especial los días de fiesta) antes
que Dios amaneciese no caber la gente... y quien ve lo que (por nuestros
pecados) vemos en la era de ahora que en las ciudades y pueblos no haya quedado
indio principal, ni de lustre, los palacios de los antiguos señores por
tierra... los caminos y calles desiertas, las iglesias vacías...»
(Mendieta, Historia Eclesiástica Indiana).
Refiriéndose particularmente al sistema de «repartimiento» (trabajo
remunerado pero compulsivo), que, como la mayor parte de los hermanos menores,
considera lo más dañoso a la cristiandad, hace la siguiente reflexión, raras
veces citada, pero sin duda una de las más valientes en nuestra historia
misionera:
«Si nosotros fuéramos éstos [los indios] y éstos nosotros ¿qué
hiciéramos y dijéramos? ¿Qué pensamientos fueran los nuestros si nos echaran
este repartimiento? Paréceme que hiciéramos estos discursos y dijéramos: ¿qué
ley es esta que estos hombres nos predican y enseñan con sus obras? ¿En qué
buena ley cabe que siendo nosotros naturales de esta tierra, y ellos
advenedizos, sin haberles nosotros a ellos ofendido, antes ellos a nosotros,
les hayamos de servir por fuerza? ¿En qué razón y buena ley cabe, que habiendo
nosotros recebido sin contradición la ley que ellos profesan, en lugar de
hacernos caricias y regalos (como dicen lo hacen los moros con los cristianos
que reciben en su secta) nos hagan sus esclavos, pues el servicio que nos
compelen no es otra cosa sino esclavonía? ¿En qué buena ley y razón cabe que
sobre usurparnos nuestras tierras (que todas ellas fueron de nuestros padres y
abuelos) nos compelan a que se las labremos y cultivemos para ellos? ... Y tras
estos discursos, concluirá con decir: Si ninguna ley con razón y justicia puede
consentir alguna de las cosas aquí dichas, y todas ellas las consiente la ley
de los cristianos, luego es la más mala del mundo y digna de ser aborrecida»
(Mendieta, Historia Eclesiástica Indiana).
REFLEXIÓN FINAL
Fray Jerónimo de Mendieta fue testigo de dos momentos singulares en la
evangelización de México. El primero, que él llama la época dorada, abarcaría
desde la llegada de los 12 hasta la muerte del virrey Luis de Velasco. El
segundo, que él llama «la caída y derrumbamiento de la iglesia indiana», va de
la implantación de las políticas administrativas de Felipe II hasta fines del
siglo XVI. Su radicalismo, que, como han señalado varios investigadores, raya
en lo apocalíptico, no le permitió ver un tercer momento, que fue el último que
él vivió y en el cual empieza a aparecer la sociedad semi-rural o
semi-indígena, que da lugar al núcleo mayoritario del pueblo mexicano hasta
bien entrado el siglo XIX y en el que la actividad evangelizadora del hermano
menor seguirá jugando un importante papel. De hecho, aún en la actualidad se
puede encontrar dentro de la religiosidad del pueblo la fuerte huella de la
herencia espiritual franciscana. Pero, volviendo a las reflexiones de Mendieta,
no hay duda que, junto con las de otros misioneros contemporáneos suyos, como
fray Bernardino de Sahagún, nos dan una idea de las inquietudes, luchas,
aciertos y errores que el hermano menor encontró en su actividad
evangelizadora.
A casi cinco siglos de distancia, ¿veríamos con el mismo pesimismo de
Mendieta la tarea evangelizadora de nuestros hermanos del siglo XVI? Hay muchos
que así lo creen. Se llega, incluso, al extremo de opinar que buena parte de
esa tarea es un anti-testimonio evangélico. Yo diría que, ciertamente, no se
trata de una labor perfecta, cosa que ni siquiera nuestros hermanos llegaron a
pensar. Esa labor es parte de los humildes, y quizá un tanto confusos, orígenes
de un largo proceso de práctica evangelizadora en la que seguimos
comprometidos. Que en esa actividad haya habido errores de diversos tipos, como
los habrá también entre nosotros, sería necedad negarlo. Pero injusto sería
olvidar a aquellos hermanos que abandonándolo todo, con evangélica radicalidad,
entregaron, en sentido pleno, su vida a la tarea evangelizadora. Nuestros
mismos indígenas lo vieron así y dejaron testimonio de ello en su literatura. A
uno de ellos, fray Pedro de Gante, escriben este poema a su muerte (1572):
In tlapalomoxtli
moyollo
tipalapetolo, in quexquich mocuic,
in toconehuilia Jesucristo,
Zan tocontlayehuecalhui in San Palacisco ya,
yc nemico tlalpictac.
A o anqui yanella
nomache,
maya pahpaquihuah
ma ic momalina tlayoli
tectlamacehui
on anqui ye tozcacauhtzin San Palacizco
Libro de colores es
tu corazón
tú, padre Pedro, los que son tus cantos,
que a Jesucristo entonamos,
tú los haces llegar a San Francisco
el que vino a vivir en la tierra.
Así en verdad él es
mi ejemplo,
alegraos
que se entreteja nuestra dicha;
por nosotros hace merecimiento
quien lleva un collar de plumas, San Francisco (Cantares mexicanos)
«Libro de pinturas -códice lleno de sabiduría- es el corazón de fray
Pedro; collar de plumas finas -signo de alta dignidad indígena- lleva san
Francisco. Los vencidos enriquecieron su propia visión de las realidades de su
tiempo con la presencia de los rostros y corazones que habían llegado,
los motoliniahnih, pobres de verdad, pero dueños de gran
sabiduría» (Miguel León-Portilla, Los franciscanos vistos por el hombre
nahuatl).
De esos motoliniahnih sigue necesitando la
evangelización de América hoy. De ellos podemos aprender la auténtica
vinculación de nuestra tarea evangelizadora con el carisma franciscano y con el
pueblo evangelizado. El ideal original de nuestros hermanos de una «iglesia
indiana» sigue siendo un reto a nuestros tiempos. ¡Qué mejor oportunidad que la
presente para enfrentarnos con inteligencia y valentía a ese antiguo reto!
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Burkhart, Louise M., The
Slippery Earth. Nahua-Christian Moral Dialogue in Sixteenth-Century
Mexico. Tucson,
University of Arizona Press, 1990.
León-Portilla, Miguel, Los
Franciscanos vistos por el hombre Nahuatl. Testimonios Indígenas del siglo
XVI. México, 1985.
Mendieta, Fray Jerónimo de, Historia
Eclesiástica Indiana. 1.ª ed. México, 1870.
Motolinia, Fray Toribio de, Historia
de los Indios de la Nueva España. 1.ª ed. México, 1858.
Sahagún, Fray Bernardino de, Historia
de las Cosas de la Nueva España. 1.ª ed. México, 1938.
[En Selecciones
de Franciscanismo, vol. XX, núm. 59 (1991) 200-222]
https://www.franciscanos.org/historia/Morales-EvangelizacionfranciscanaenAmerica.htm