El lado más desconocido
de
Cabeza de Vaca
Ilustración realizada por
Augusto Ferrer Dalmau para la novela que Antonio Pérez Henares publicó hace
unos meses sobre el conquistador.
Álvar Núñez Cabeza de
Vaca sobrevivió durante casi nueve años a toda una serie de desdichas, cada una
de las cuales harían tambalearse a un elefante, y de regreso a casa escribió su
historia en «Naufragios»,
una obra tan realista como increíble. La crónica de la aventura vivida por este
conquistador de Jerez
de la Frontera ha sido calificada por muchos de obra de
ficción, dado lo imposible de su viaje, y porque, como en todos los textos con
objetivos políticos, también aquí se perciben adornos por parte del gaditano.
Pero aun cuando las partes menos positivas de su aventura hubieran sido
omitidas para resultar del agrado del Rey Carlos V, al que iba dirigido el
texto, esto no resta importancia o drama a la odisea del primer superviviente
de América, el primero en atravesar los territorios que hoy conforman los
Estados Unidos de América, de
Florida a California, y desde allí hasta México.
18.000 kilómetros de
rutas desconocidas y plagadas de elementos adversos fueron su único botín.
Convivió con las tribus de los semínolas, los sioux, los indios pueblo, y
aprendió media docena de idiomas. Como le pasó a Ulises en su regreso a Ítaca, los dioses del Olimpo soplaron fuerte para alejar al
aventurero español cuando ya tocaba varias veces con las yemas de los dedos los
límites de Nueva España, pero incluso entonces no guardó rencor a los indios
que le habían retenido y hecho mil perrerías. Su historia, como la de tantos
conquistadores, se sale del tópico del español perverso que solo había viajado
a América a torturar indios y robarles el oro. Empezando porque Cabeza de
Vaca ya era acaudalado en España, si había cruzado el charco lo había hecho más por la
aventura y la fama que por cuestiones materiales; y siguiendo porque, de vuelta
a la Península, aún quiso volver a esa América que tantos años le habían robado
de vida. Como diría Obélix de haber vivido en el siglo XVI, «¡están locos estos
españoles!».
Nueve años
fuera
El 17 de junio de
1527, Álvar Núñez Cabeza de Vaca partió
de Sanlúcar de Barrameda, rumbo a América, como tesorero y alguacil mayor en la
expedición de Pánfilo de Narváez, viejo rival de Hernán Cortés, que se había
propuesto explorar a fondo La Florida. La aventura resultó un desastre y
terminó con cientos de hombres muertos a manos de los indios o de los propios
elementos. Solo cuatro miembros de la expedición sobrevivieron, entre
ellos Cabeza de Vaca,
que aprovechó su fama como chamán y comerciante entre los indios para
reencontrarse con los otros compañeros supervivientes.
Expedición
de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, durante su primer viaje a América.
A principios de mayo de
1536, el andaluz guió al grupo hasta Culiacán después de atravesar todo el sur
de Texas y probablemente parte del actual estado norteamericano de Nuevo
México, siguiendo la línea de la
costa del Golfo de México. Melchor Díaz, alcalde mayor de
Culiacán, les agasajó a su llegada, lloró con ellos y, una vez estuvieron
recuperados del largo viaje, los envió a la ciudad de México para que el virrey
Mendoza conociera su historia. Desde allí se trasladaron a Compostela, capital
de Nueva Galicia, durante un viaje de casi 500 kilómetros, tan plagado de
penurias e indios hostiles como los recorridos en Texas.
El virrey quedó fascinado
por la experiencia vivida por aquellos cuatro supervivientes. Los interrogó de
forma insistente sobre los relatos escuchados a los indios sobre ciudades ricas
de casas altas. Como la búsqueda de El Dorado en Sudamérica, también el norte
tuvo su propia fábula de una tierra maravillosa designada como las Siete Ciudades de Cíbola,
cuya leyenda contaba que durante la Reconquista, en 1150, los musulmanes
tomaron Mérida y otras ciudades extremeñas provocando una huida de siete
obispos y varias familias nobles hacia la zona más occidental del mundo.
Tras embarcar en Portugal, navegaron hasta Norteamérica y allí habrían fundado
siete ciudades en las que abundaba el oro y las piedras preciosas.
Las descripciones que
hizo Cabeza de Vaca y los otros supervivientes de las ciudades de piedra
devolvieron vigencia a este mito, de tal modo que distintos aventureros fueron
en búsqueda de las Siete Ciudades de Cíbola, sin lograr grandes hallazgos; lo que hace suponer que la
leyenda se refería a siete asentamientos de no mucha importancia del pueblos
zuñi, un grupo étnico originario del occidente de Nuevo México. El virrey Mendoza envió,
inmediatamente después de conocer el testimonio de Cabeza de Vaca, a tres
frailes franciscanos, en compañía del negro Estebanico,uno de los compañeros de
Cabeza de Vaca, a recabar más datos sobre estas ciudades. Los resultados no
fueron los esperados y el comportamiento de Estebanico, que se valió del cuento
del curandero para que los indios le entregaran turquesas, le costó su muerte a
manos de una tribu desconfiada.
Temiéndose ser los
siguientes, los frailes regresaron a México y, tal vez por miedo de volver con las manos vacías,
uno de ellos dijo haber visto en persona grandes ciudades en las que se usaban
vasijas de oro y plata más abundantes que en Perú. El virrey dio crédito al
fraile y siguió auspiciando nuevas búsquedas. En 1540, Francisco Vázquez de Coronado creyó
haber llegado a este lugar maravilloso, al confundir el Gran Cañón del Colorado
con los techos de oro de las
Ciudades de Cíbola. Un descubrimiento igual de impresionante.
Un escritor
fabuloso
A su regreso a España,
Cabeza de Vaca escribió y publicó, en 1542, el relato de su aventura en
«Naufragios», un texto dirigido a Su
Sacra, Cesárea y Católica Majestad Carlos, donde detallaba la
vida de los indios sureños, el uso que hacían algunos de un «humo que
emborracha», las creencias religiosas y todo lo que vio durante su convivencia
con ellos. Las costumbres de algunos de los indios norteamericanos asombraron y desconcertaron a los europeos, a partes
iguales:
«Desde la isla de Mal Hado,
todos los indios que hasta esta tierra vimos, tienen por costumbre desde el día
que sus mujeres se sienten preñadas, no dormir juntos hasta que pasen dos años
que han criado a los hijos, los cuales maman hasta que son púberes de edad de
doce años… Todas estas tribus acostumbran dejar sus mujeres cuando entre ellos
no hay conformidad, y se tornar a casar con quien quieren; más los que tienen
hijos permanecen con sus mujeres y no las dejan hasta que estos crecen».
El relato ha sido
escudriñado por historiadores
y filólogos para determinar su verosimilitud. Los hechos
narrados parecen los propios de una novela de aventuras, pero la minuciosidad
del entorno descrito es casi la de un naturalista y demuestra, sin duda, que
Cabeza de Vaca recorrió gran parte del sur de Estados Unidos. El que lo hiciera sin derramar una sola gota de sangre
es igual de inverosímil como de probable. Apunta el propio autor y protagonista
de la aventura que él escribió «con tanta certinidad, que aunque en ella se
lean algunas cosas muy nuevas y para algunos muy difíciles de creer, pueden sin
duda creerlas: y creer por muy cierto, que antes soy en todo más corto que
largo, y bastará para esto haberlo ofrecido a Vuestra Majestad por tal».
Cabeza de Vaca no podía
permitirse episodios ficticios en un libro dedicado al Emperador. Podía adornar
u ocultar los puntos más negativos de su actuación, sin mentir directamente
sobre lo ocurrió en su angustiosa aventura. Poco después de su regreso a
España, el Monarca le ofreció el puesto de adelantado y gobernador del Río de la Plata
y Paraguay. Álvar aceptó volver al Nuevo Mundo y durante los
dos años que estuvo al frente del Río de la Plata acometió varias expediciones,
en las que exploró el curso del río Paraguay con la guía de indígenas
tupís-guaraníes y se convirtió en el primer europeo en ver las cataratas de
Iguazú: «El río da un salto por unas peñas abajo muy altas, y da el agua en lo
bajo de la tierra tan grande golpe que de muy lejos se oye y la espuma del
agua, como cae con tanta fuerza, sube en alto dos lanzas y más».
No encontró, sin embargo,
un lugar apropiado para nuevos asentamientos en la selva paranaense, ni
poblaciones con grandes riquezas… Al contrario, lo que el gaditano y sus
hombres hallaron fue una larga sucesión de epidemias, emboscadas y hambre. El
buen trato dispensado por Cabeza de Vaca a los indios, incluso cuando sometió a
varias tribus, y su empeño en hacer cumplir las Leyes de Indias no eran objetivos compartidos por sus tropas. A la
vuelta de una de sus expediciones, los españoles, con la excusa de que Álvar
era permisivo con los indígenas, organizaron un motín encabezado por Domingo Martínez de Irala,
que terminó con la captura y encarcelamiento del gaditano.
La conjura contra él le
devino en un año de prisión y, en 1545, fue trasladado a España y acusado de
gravísimos cargos ante el Consejo de Indias. Condenado al destierro en Orán, la Corona terminó por indultarlo de su condena ocho años
más tarde. Como en otras ocasiones, los esfuerzos de la Corona castellana por
defender los derechos de los indígenas chocaban con la codicia de algunos
conquistadores, que se comportaban como si el continente y todos sus seres les
pertenecieran. A Bartolomé
de las Casas, un embustero bienintencionado (las cifras de los
indígenas fallecidos son del todo imposibles), y a Cabeza de Vaca se les
consideró en esa época los más destacados defensores de los derechos indígenas
en América.
Un final
ingrato
El mismo año en el que el
gaditano publicó «Naufragios», los mejores juristas y teólogos de España
sacaron adelante las conocidas como Leyes de Indias, que en el plano teórico
equiparaba en derechos y garantías a todos los súbditos del nuevo imperio. Lo
que demuestra que las voces de estos inconformistas españoles fueron escuchadas
por los monarcas hispánicos y contribuyeron a un positivo ejercicio de
autocrítica, a diferencia de lo que luego pasaría durante el periodo colonial
protagonizado por otras grandes naciones europeas. Mientras en España el debate
surgió casi al inicio del descubrimiento y colonización de América, en tanto
Bartolomé de las Casas viajó en 1500 a las Indias; el colonialismo salvaje de
Inglaterra y Bélgica necesitó mucho tiempo para que surgiera una auténtica
crítica. No es casualidad que incluso hoy «El libro de la selva» (1894), una velada crítica
al imperialismo británico escrita por Rudyard Kipling, esté ausente de las lecturas
escolares del Reino Unido.
Monumento
a Álvar Núñez Cabeza de Vaca, en Jerez de la Frontera.
Los años finales de la
vida de Álvar
Núñez Cabeza de Vaca están envueltos en la imprecisión. Tras el
indulto se estableció en Sevilla y ejerció como juez. En 1555, publicó en
Valladolid «Relación y comentarios», su segundo libro, donde narra lo ocurrido
en su aventura en Río de la Plata. Algunos le sitúan después como comerciante
en Venecia o convertido en prior de un convento sevillano. Sin olvidar que, en
1522, había contraído matrimonio con una mujer bien situada entre la nobleza
andaluza —su particular Penélope— aunque el largo peregrinaje en el Nuevo Mundo hace
imposible rastrear qué fue de este matrimonio. En cualquier caso, murió
rondando los setenta años en Sevilla y no regresó por tercera vez a América,
territorio del que después de dos fracasos y tantos años debía conservar un sabor agridulce y cuentas
pendientes.
De sus compañeros se sabe
que Estebanico murió asesinado por los indios en su regreso a Texas; mientras
que Castillo y Dorantes se establecieron en México y allí pasaron el resto de
sus vidas. Los
tres demostraron la misma fortaleza física y mental, casi
inhumana, que Cabeza de Vaca y tiraron de igual audacia para salir con vida,
desarmados, esclavizados, hambrientos, enfermos y desnudos, de donde el resto
de sus compañeros perecieron. No obstante, ellos no tuvieron la capacidad o el
talento de escribir un libro sobre su aventura como sí hizo Cabeza de Vaca,
haciendo bueno aquello de una canción argentina de que «si la historia la
escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia».
¿Qué descubrió Alvar Núñez Cabeza de Vaca hace 479 años?
Durante un viaje que tenía destino
final a la ciudad de Asunción, Paraguay, el 31 de enero de 1542, el intrépido
conquistador se topó sorpresivamente con uno de los paisajes más hermosos que
jamás vio en su vida. ¿De qué lugar estamos hablando?
El 31
de enero de 1542, mientras realizaba una de sus tantas
arriesgadas travesías, esta vez desde el océano
Atlántico hasta Asunción, Paraguay, el conquistador
español Alvar Núnez Cabeza de Vaca, se topó, de manera
inesperada, con las Cataratas del Iguazú, convirtiéndose así
en el primer hombre blanco en llegar a ese majestuoso lugar.
Fruto de esa larga y
accidentada travesía que se había iniciado el 2 de
noviembre de 1540 desde el puerto de Sanlúcar, Cabeza de
Vaca tuvo que desembarcar de emergencia en la isla de Santa
Catalina, actualmente en Brasil, y como su destino
final era la capital paraguaya, el viaje a
pie hasta allí le demandó nada menos que cinco meses.
El 31 de mayo de 1542, el conquistador descubría las
cataratas del Iguazú
Y, precisamente
durante ese larguísimo viaje fue que un fuerte ruido que se
escuchaba a kilómetros de distancia le llamó poderosamente la
atención y lo hizo desviarse de su curso original sin
saber a dónde se estaba dirigiendo ni con qué se iba a encontrar.
Así fue que, sin
haberlo pensado y gracias a su gran instinto conquistador, el 31 de
enero de 1542 se topó con uno de los paisajes más
maravillosos que jamás vio en su vida: las Cataratas del
Iguazú, hoy frontera entre Brasil y la Argentina y
uno de los destinos más buscados por los turistas de todo el
mundo.
Tras
descubrirlas decidió llamarlas “Saltos de Santa María”,
nombre que con el paso del tiempo fue reemplazado por su primitiva
denominación guaraní “Iguazú” --antigua ortografía
de yguasu-, que significa “gran cantidad de agua”.
Impactado ante semejante paisaje, en su libro de viaje las describió como “el río da un salto
por unas peñas abajo muy altas, y da el agua en lo
bajo de la tierra tan grande golpe que de muy lejos se oye; y la espuma del agua, como cae con tanta
fuerza, sube en alto dos lanzas y más”.
Ya consumado ese impensado descubrimiento,
Cabeza de Vaca prosiguió la marcha a pie
hacia Asunción donde llegó el 11 de marzo de 1542 y fue recibido con gran beneplácito por
las autoridades y los vecinos del lugar.
Pero el destino lo
llevó a tener que afrontar una numerosa serie de dificultades,
odios, rencores y rencillas que lo llevaron a ser
encarcelado y posteriormente exiliado
a España donde falleció el 27 de mayo de 1559.
No hay comentarios:
Publicar un comentario