La ilustración en
la independencia: una tradición inventada
La tesis de que la Independencia mexicana
se inspiró en las ideas de la Ilustración y la Revolución francesas ha
sobrevivido muchas décadas. El examen de la evidencia y los estudios recientes
desacreditan esa genealogía intelectual.
Ilustración y revolución en
la pluma de los historiadores
La
mayoría de los mexicanos sabe que Miguel Hidalgo era un ilustrado. La
influencia del pensamiento francés y el ejemplo de la Revolución de 1789 lo
impulsaron a levantarse en armas en contra del absolutismo español. Esto mismo
pasó con los demás insurgentes, como puede apreciarse en algunos de sus
documentos básicos, desde los Sentimientos
de la nación a la Constitución de 1814. Esa es la visión
predominante que se puede ver en las notas de prensa aparecidas en septiembre
de 2019 con motivo de la conmemoración del Grito de Dolores, pese a que en el
medio académico profesional se ha descartado desde hace al menos tres décadas.
En 1992, las investigaciones de Virginia Guedea, José Carlos Chiaramonte,
Antonio Annino y, en particular, François-Xavier Guerra cuestionaron esa visión
tan simple. Tiempo después, los trabajos de Jaime E. Rodríguez O. y Mónica
Quijada arguyeron que las tradiciones políticas hispánicas eran más importantes
que las ilustradas francesas para explicar las independencias
hispanoamericanas. Más recientemente, Roberto Breña, José María Portillo, Elías
Palti, Federica Morelli, Javier Fernández Sebastián y Gabriel Entin, entre
otros, han hecho aportes que ponen atención en el análisis de la cultura
política, los lenguajes y otras tradiciones importantes en los procesos
revolucionarios del Atlántico hispano.
Sin
embargo, pareciera que los esfuerzos de esta historiografía no han servido de
mucho para borrar la noción de que los próceres fueron impulsados por ideas
ilustradas, aprendidas fundamentalmente del ejemplo revolucionario francés.
Esto se debe a muchos factores, incluida la tendencia de la academia mexicana
de no publicar salvo en revistas especializadas. No me detendré en esa
necesaria autocrítica. De momento, baste señalar que la versión tradicional
sobre el liberalismo y la influencia francesa en el pensamiento de Hidalgo y de
los demás insurgentes se ha mantenido porque se fue construyendo por muchas
décadas. En el siglo XX, los trabajos que analizaban las “influencias” de
la revolución de Independencia no dudaban en poner, en primer lugar, a la
Ilustración francesa. En esto, no eran tan diferentes de otras tradiciones
historiográficas. En 1933, Daniel Mornet publicó su espléndido Les origines intellectuelles de la
Révolution française en el que asumía que fueron las “ideas
nuevas” ilustradas las que en todo caso dieron forma al proceso iniciado en
1789. Más adelante, en la década de 1950, en The liberal tradition in America, Louis Hartz
no hizo sino reiterar el influjo que la Ilustración escocesa, claramente
liberal, tuvo en los padres fundadores.
La
búsqueda del pensamiento ilustrado en el periodo colonial mexicano había
empezado desde antes. En 1929 y 1932, Nicolás Rangel publicó Los precursores ideológicos de la
guerra de Independencia, en la que apuntaba tanto al pensamiento
ilustrado como a la Revolución francesa como causas de la insurgencia. Para
Rangel, el pensamiento modernizador de mediados del siglo XVIII se
había esparcido en los colegios de la Compañía de Jesús, “para disponer el
advenimiento de la independencia”. Sin embargo, fue el proceso revolucionario
francés el que impactó en una serie de eclesiásticos que propagaron ideas de
emancipación y fomentaba un “ambiente revolucionario que se respiraba en la
colonia”. Años después, en la que durante mucho tiempo fue la biografía más
completa de Miguel Hidalgo, Luis Castillo Ledón recuperó los relatos de los
“precursores” estudiados por Rangel. Contó también con otros documentos
inquisitoriales en los que halló acusaciones de índole religiosa sobre varias
personas en el Bajío, incluido Miguel Hidalgo. En algunas de las declaraciones
que se presentaron ante el Tribunal del Santo Oficio se mezclaban imputaciones
heréticas y escandalosas (como algunos dichos sobre santa Teresa de Jesús) con
referencias “de oídas” sobre temas políticos, como el desacuerdo de los
acusados con el gobierno monárquico.
La
versión de los orígenes ilustrados y revolucionarios de la Independencia mexicana
fue muy popular a mediados del siglo XX, aunque en 1945 Monelisa Lina
Pérez-Marchand publicó Dos
etapas ideológicas del siglo XVIII en México a través de los papeles de la
Inquisición, el estudio más detallado hasta entonces de literatura
subversiva en Nueva España, que no halló relación alguna entre la difusión de
los libros franceses o ilustrados en el proceso revolucionario de 1810. Para
autores tan reputados como Octavio Paz, en El laberinto de la soledad de 1950, “la
ciencia y la filosofía de la época (a través de la reforma de la escolástica
que intentan hombres como Francisco Javier Clavijero o del pensamiento y la
acción de otros como Benito Díaz de Gamarra y Antonio Alzate) constituyen los
necesarios antecedentes intelectuales del Grito de Dolores”.
En las
historias generales, en los ensayos influyentes como el de Paz, pero también en
los discursos cívicos y en la educación pública, se había consolidado la
versión de que el pensamiento ilustrado y el movimiento revolucionario francés
ocasionaron la Independencia. Esta interpretación fue tan fuerte que incluso el
estudio de Luis Villoro de 1953, La
revolución de Independencia, que en un principio no compartía esos
puntos de vista, terminó adoptándolos en las siguientes ediciones, cuando pasó
a llamarse El proceso
ideológico de la revolución de Independencia. En efecto, en la
primera edición, las posiciones intelectuales de los distintos grupos que
actuaron a partir de 1808 en Nueva España se explicaron como “actitudes
históricas” ocasionadas por intereses de clase. El liberalismo de los
insurgentes apareció como consecuencia de que llegaran al virreinato las
noticias de las deliberaciones de las Cortes de Cádiz y la Constitución de
1812. Para Villoro, al menos en esa edición, no hacía falta recurrir a la
Ilustración francesa ni al ejemplo de la Revolución de 1789.
La
situación cambió en las siguientes ediciones que, como mencioné, llevan el
título de El proceso
ideológico de la revolución de Independencia. Las modificaciones
que introdujo Villoro se debieron, fundamentalmente, a la publicación de tres
libros: Las ideas y las
instituciones políticas mexicanas de José Miranda, El liberalismo mexicano de
Jesús Reyes Heroles y La
génesis de la conciencia liberal en México de Francisco López
Cámara. Este último libro era una “reflexión” de carácter filosófico, cercana a
la propuesta original de Villoro, pero confusa. Por una parte, sostenía que las
atribuciones de influencias francesas en los pensadores revolucionarios de
Nueva España eran una estrategia para desacreditarlos (tema sobre el cual
volveré) pero que, en realidad, las propuestas de los defensores de la
Independencia eran más cercanas a las tradiciones jurídicas españolas.
Como
mencioné, las propuestas de López Cámara eran cercanas a las del libro original
de Luis Villoro. Al igual que este, consideraba que las condiciones de clase
eran las que explicaban las “actitudes históricas” frente a los cambios que se
presentaron en la monarquía española al comenzar el siglo XIX. Sin
embargo, el autor de La
revolución de Independencia había tenido el buen tino de
desvincular la condición de clase del lugar de nacimiento, mientras que López
Cámara sostenía la existencia de una clase criolla, revolucionaria, liberal y
nacionalista. En algún momento señala que la “modernidad” ilustrada que influyó
en la revolución de Independencia no “llegó” de fuera, porque las condiciones
sociales del virreinato propiciaron el surgimiento de una Ilustración nativa,
aunque más adelante sostiene que sí, hubo una “introducción” de las teorías
enciclopédicas y se vio con admiración el ejemplo revolucionario francés,
aunque si estas ideas fueron bien recibidas se debió a que en Nueva España ya
existía una “situación moderna que se plantea en el seno de la sociedad
novohispana con el desarrollo de la clase criolla”.
Hay, en
la obra de López Cámara, una relación entre el pensamiento ilustrado (ya sea
nativo o adoptado) y la conciencia liberal de los criollos, que devino en la
Independencia. Esta vinculación es la que, como señalé al inicio de este
ensayo, se sigue manteniendo pese a una cada vez más abundante historiografía
que ha venido a matizar y a introducir nuevos elementos de análisis. En 2014,
Cristina Gómez Álvarez publicó un artículo en el que repetía que las
transformaciones de Europa occidental en el siglo XVIII propiciaron
el surgimiento del pensamiento ilustrado, que circuló en Nueva España (en
especial El contrato
social de Rousseau) y que tuvo impronta en Hidalgo, como puede
verse en sus intenciones de buscar la independencia y establecer un congreso de
ciudades del reino. Luego se pasaría ya de un proyecto monárquico a uno
republicano, pero manteniéndose esta causalidad de la Ilustración en la
revolución.
En la edición de 2000 de Les
origines culturelles de la Révolution française, Roger Chartier
explicaba que una característica de los procesos revolucionarios era inventarse una
genealogía. Para el caso francés, esa genealogía era la Ilustración. Me parece
que también lo fue para el estadounidense y los latinoamericanos. De alguna
parte debían venir las ideas que sacudieron a las sociedades atlánticas de un
modo tan dramático como sucedió a finales del siglo XVIII y comienzos
del XIX. Cada vez hay más estudios que muestran que dichas ideas se fueron
formando, precisamente, por la contingencia, a partir de las condiciones
culturales preexistentes, como hizo Timothy Tackett en su Becoming a revolutionary o
los magníficos estudios de Gordon S. Wood sobre la revolución estadounidense.
Pero la tentación de hallar influencias ilustradas como orígenes intelectuales
de las independencias continúa y, como veré a continuación, no es difícil
hallarlas.
Tal vez
sin proponérselo, López Cámara dio en el clavo. En buena medida, la atribución
de que los promotores de la Independencia en Nueva España entre 1808 y 1814
eran unos lectores compulsivos de obras francesas la arguyeron sus enemigos,
los defensores del orden colonial, para descalificarlos. Tanto los inquisidores
como algunos integrantes de la Audiencia acusaron a sus enemigos de seguir las
máximas de Rousseau, relativas a la soberanía popular. Los criollos que
propusieron el establecimiento de una junta de gobierno en 1808 se defendieron
de esas imputaciones, pero un par de años después, cuando estalló la
insurrección en Dolores, los argumentos de que quienes querían la independencia
no eran más que unos ilustrados afrancesados volvieron con más fuerza. Para
Juan Bautista Díaz Calvillo, los insurgentes solo emulaban a los
revolucionarios franceses. La Universidad de México acusó a Miguel Hidalgo de
prometer una “lisonjera libertad” más propia de los ilustrados que de los
católicos, pese a que el propio cura proclamara en alguna ocasión que ofrecía
una libertad que no era como la de los franceses.
Para
los defensores del régimen español, el movimiento insurgente era parte del
proceso iniciado en 1789, promovido por una conjura francmasónica para destruir
el trono y el altar. No deja de ser paradójico que buena parte del discurso del
propio Hidalgo también asegurara que había una conjura para convertir a Nueva
España en dominio francés. Para los insurgentes, la insistencia de las
autoridades virreinales en mantener la unión con la metrópoli iba encaminada a
abrir paso a Napoleón. No obstante, quienes tenían más prensas a su disposición
no eran los insurgentes sino sus oponentes, que las hicieron trabajar para
acusar a los primeros de agentes franceses y herederos de la Ilustración. En
1813 Agustín Pomposo Fernández de San Salvador se dio a la tarea de difundir en
Nueva España el pensamiento de Rafael de Vélez, un destacado opositor a la
doctrina de la soberanía popular, que divulgaba los postulados de Augustin
Barruel, autor muy prolífico y conocido en su época. Su obra, en especial Mémoires pour servir à l’histoire du
jacobinisme, fue traducida a varios idiomas y empleada por los más
diversos políticos para atacar a la Revolución francesa. Para Fernández de San
Salvador, la insurgencia era prueba de que la conjura masónica planteada por
Barruel y Vélez se había propagado en Nueva España. En los Diálogos patrióticos, José
Mariano Beristáin acusó a Miguel Hidalgo de que entre los papeles de los insurgentes
se hallaba una carta cifrada, en francés, que nadie entendía y que, de seguro,
contenía órdenes napoleónicas. Juan Bautista Díaz Calvillo llevó más allá estas
ideas. Si para Beristáin había la posibilidad de una entrevista entre el
párroco de Dolores y el francés Octaviano d’Alvímar, Díaz Calvillo no tenía
duda de que esta reunión se había llevado a cabo; si el primero se refería a
una carta que nadie sabía interpretar, el segundo la descifró: eran unas
“Instrucciones para fomentar el celo entre los europeos y los criollos” que
constaban de ocho artículos y detallaban la forma como se entregaría el reino a
los franceses. Según Lucas Alamán, esta versión era muy común, aunque Hidalgo
la rechazara. En todo caso, ahora se puede argumentar que dicho encuentro
habría sido un acicate para la insurrección, pero en el sentido contrario al
que pretendía Beristáin: la presencia de un agente francés en el virreinato
daba cuenta del peligro real de que Nueva España pudiera caer en manos de
Napoleón.
Cuando
se restableció el absolutismo en 1814, luego del fracaso del experimento
constitucional de Cádiz, las acusaciones contra los insurgentes continuaron en
el mismo sentido. En realidad, se arguyó, eran liberales, incautos que habían
leído a “los filósofos del día”, esto es, a los philosophes. En mayo de
1816, el carmelita José de San Bartolomé aseguraba que “las voces decantadas de
libertad e igualdad han sido dos colosos demasiado especiosos sobre cuyas
débiles bases se han levantado suntuosos torreones”. Los liberales españoles y
los independentistas habían sido presas de los mismos errores: “Si los
liberales presumen de sabios, siendo en realidad ignorantes y necios, también
los rebeldes de América presumen de ser fuertes, siendo débiles, ruines y
miserables.”
En
1820, cuando se restableció la Constitución española, estos argumentos no
pudieron sobrevivir. Durante el llamado Trienio Liberal (1820-1823) se presentó
en España una intensa campaña periodística que oponía a los liberales con los
serviles. Como ha mostrado Javier Fernández Sebastián, se buscó conceptualizar
el liberalismo como un sistema político, relacionado con el constitucionalismo
y la moderación en el ejercicio del gobierno. La carga negativa que tenía el
término “liberal” durante el periodo absolutista se estaba desvaneciendo. A
esto hay que agregar que los conceptos de “ilustrar”, “ilustrado” e
“ilustración” no necesariamente tenían la relación que autores como Vélez y
Barruel (y luego, los historiadores del siglo XX) les atribuyeron, sino
que simplemente podían emplearse como sinónimos de “educar”, “educado” y
“educación”. Afirmar, como hicieron Servando Teresa de Mier o Carlos María de
Bustamante, que Miguel Hidalgo era un hombre ilustrado no significaba que
hubiera adoptado “las ideas ilustradas” sino, simplemente, que era una persona
culta.
Cuando
México se convirtió en un país independiente y, en especial, cuando se adoptó
una Constitución republicana en 1824, muchas de las acusaciones que se hicieron
en contra de los insurgentes de estar influidos por los philosophes fueron
apreciadas como prueba de que los más destacados promotores de la Independencia
mexicana eran tan modernos como los políticos republicanos europeos. Cuando
Vicente Rocafuerte publicó su Bosquejo
ligerísimo en contra de Iturbide, no le cabía ninguna duda de
que Hidalgo era el verdadero padre de la patria, en particular por sus ideas
ilustradas y revolucionarias. Después de eso, la mayoría de los historiadores
mantuvo esa interpretación.
Conclusión
Muchos de los historiadores de la segunda mitad del
siglo XIX y casi todos los del siglo XX buscaron las
influencias intelectuales que ocasionaron la revolución de Independencia. Como
sucedió en otros casos, esas influencias eran habitualmente las del pensamiento
ilustrado dieciochesco. Los estudios de Monelisa Lina Pérez-Marchand y,
recientemente, los de Carlos Herrejón y Gabriel Torres Puga dan cuenta de que
hubo numerosos ilustrados que no se lanzaron a la revolución, de modo que la
filiación debería ponerse en duda. Si “influir”, referido a una cosa, significa
“producir sobre otros ciertos efectos”, entonces los pensadores ilustrados no
ocasionaron la revolución de Independencia. Suponer esa identificación implica,
en términos de Tulio Halperin, quitar lo revolucionario a los actores
revolucionarios.
En
buena medida, uno de los elementos que ocasionó que los historiadores hallaran
esa “influencia” ilustrada en los promotores de la Independencia fue que, en
las fuentes, resulta fácil hallar esas atribuciones. Como hizo notar Luis González
en El oficio de
historiar, varios teóricos de la historia han elaborado manuales y
técnicas para determinar la veracidad de las fuentes. En el ejemplo expuesto en
este breve ensayo conviene, por supuesto, resaltar los testimonios de los
propios actores acusados de ilustrados, que rechazaban cualquier cargo de
filosofismo, así como ponderar la intencionalidad de quienes los señalaron de
revolucionarios afrancesados. En realidad, tanto los insurgentes imputaron a
las autoridades virreinales de querer entregarse a la Francia imperial, como
los defensores del orden colonial acusaron a los rebeldes de ser agentes
napoleónicos. ~
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