PÍCAROS: LOS BAJOS FONDOS,
EN LA ESPAÑA DEL SIGLO DE ORO
En una España que vivía de
rentas y despreciaba el trabajo manual medraron pícaros y delincuentes,
retratados en las novelas de los siglos XVI y XVII. Sevilla fue, con Madrid, su
principal campo de acción
Gentes de Sevilla
El almuerzo,
pintado por Diego
Velázquez mientras residía en Sevilla, presenta de forma
realista a tipos populares de la ciudad. Hacia 1618. Hermitage, San Petersburgo.
La capital de la picaresca
En la página
anterior, vista de Sevilla; a la izquierda, el
puente de barcas sobre el Guadalquivir que unía la ciudad y el arrabal de
Triana. Pintura de 1726. Ayuntamiento de Sevilla.
Niño de la España pícara
Niño retratado por el pintor sevillano Bartolomé Esteban
Murillo. Hacia 1655-1656. Hermitage, San Petersburgo.
Plaza mayor de Madrid
La Corte atraía una legión de vividores, tanto de la Península como de
otros dominios de la Corona: italianos, alemanes, flamencos... Todos esperaban
vivir de la caridad o de sus poco inocentes artes.
Ciudad de riquezas
Moneda de dos escudos de oro acuñada por Felipe II en Sevilla. En el Guzmán de
Alfarache se llama a
esta ciudad "tierra de Jauja" debido a la riqueza que circula
por ella.
Frontispicio del Guzmán de Alfarache
La obra de Mateo
Alemán en la edición de 1681.
El corazón de
Sevilla
El Arenal, escenario de la vida social sevillana, se extendía desde el
puente de barcas de Triana hasta la torre del Oro, edificada a orillas del
Guadalquivir en el siglo XIII. Al fondo, la catedral, presidida por la Giralda.
Foto: Erich Lessing /
Album
Músico ciego y su lazarillo, óleo por
Francisco Herrera el Viejo. 1640.
Los
oficios del pícaro
Los pícaros se
dedicaban a multitud de ocupaciones, de las que malvivían cuando carecían de
otros recursos y les
servían de tapadera para actividades sospechosas. Servían, por ejemplo, de
ganapanes o esportilleros, gente que llevaba cargas y con ello podía entrar en
domicilios particulares... o evaporarse con los bienes que se le habían
confiado. El estudioso alemán Ludwig Pfandl los retrató así: "Fauna abigarrada en encrucijadas y callejones, formada
por mendigos, caldereros, pregoneros, mozos de mulas..., traficantes, buhoneros, inválidos,
vendedores, arrieros y titiriteros, músicos ambulantes y
prestidigitadores". Había oficios que no eran de pícaros, pero
guardaban una estrecha relación con este submundo, como los jiferos o matarifes
de Sevilla. De ellos habla Cervantes en su novela El
coloquio de los perros (1613): "Son aves de rapiña
carniceras: mantiénense ellos y sus amigas de lo que hurtan. [...] antes que
amanezca, están en el Matadero gran cantidad de mujercillas y muchachos, todos con talegas, que, viniendo vacías, vuelven llenas
de pedazos de carne [...]. Estos jiferos con la misma facilidad matan a un
hombre que a una vaca [...]. Por maravilla se pasa día sin pendencias y sin heridas, y a
veces sin muertes; todos se pican de valientes, y aún tienen sus puntas de
rufianes".
Vista de Sevilla (detalle). Dibujo por Anton Van den
Wyngaerde.
Una
justicia venal
A caballo de los siglos XVI y XVII, el racionero de la catedral de Sevilla Francisco Porras de la Cámara
escribía al cardenal Fernando Niño de Guevara sobre la justicia (o la falta de
ella) en Sevilla: en esa ciudad, dice, el único delincuente que sufre es "el que padece
necesidad y no tiene qué dar a los escribanos, procuradores y jueces. Seis años ha que no he visto ahorcar
en Sevilla ladrón [...] habiendo enjambres de ellos como abejas".
Un tipo popular
Detalle del
cuadro El sentido del olfato, óleo por José de Ribera. Siglo XVII.
Foto: Oronoz / Album
La Sevilla pícara: el Arenal. Óleo de finales del siglo
XVI.
Barrio de Sevilla y puerto del Guadalquivir al mismo tiempo, el
Arenal acabó siendo el centro de la vida social y económica de Sevilla, y por
eso mismo atrajo a gentes de la picaresca y el hampa. Allí, por donde entraban
en Europa las riquezas de las Indias, se congregaban gentes de todas las naciones; allí
coincidían marineros, cargadores, capitanes y soldados, funcionarios reales y
ladronzuelos, prostitutas y caballeros; allí había tabernas y garitos donde se
comía, bebía y jugaba, y no faltaban los burdeles. El Arenal también
acogía la prostitución homosexual de alto nivel: hombres ricos y bien situados
citaban y elegían a sus jóvenes amantes en las casas de juego, donde era fácil
distinguirlos porque iban pintados, apuestos y galanes; estas relaciones
exigían gran discreción, pues la homosexualidad estaba castigada con la muerte.
Por todo lo dicho, no resulta
extraño que Miguel de Cervantes situara en el Arenal la casa de Monipodio, centro de la sociedad de maleantes
que describe en su Rinconete y Cortadillo. Sin duda, el
escritor conocía la realidad de la que hablaba, ya que entre 1597 y 1598 estuvo
preso en la cárcel Real.
Miguel de Cervantes
El autor del Quijote (abajo) plasmó el mundo de la picaresca sevillana,
que conocía de primera mano, en varias de sus Novelas ejemplares.
La calle, hogar de muchos
La pobreza o la muerte de los padres arrojaba a muchos niños a una vida inclemente en calles y
plazas, donde debían buscarse la vida como pícaros. Otros eran presa de gente del hampa
como los dacianos, que robaban niños de tres o cuatro años "y rompiéndoles
los brazos y pies, los dejan estropeados y contrahechos, para venderlos después
a ciegos, pícaros y otra gente vagabunda", explica el doctor García,
escritor del siglo XVII.
"La buenaventura", óleo por G. De la Tour,
1632-1635.
Hurtos y
robos
El pícaro se distinguía del hampón en que no tenía malos
instintos: no era perverso, sino cínico y amoral; si
robaba, cogía lo indispensable para comer, y más que robar practicaba el hurto. Por el contrario, la profesión del
rufián era la de ladrón y matón, y podía llegar al asesinato. En 1617, el
doctor García mencionaba en su novela picaresca La
desordenada codicia de los bienes ajenos (subtitulada
Antigüedad y nobleza de los ladrones) hasta doce categorías de maleantes, de
las que algunas se encontrarían entre la picaresca y el hampa, como
éstas: las cigarreras, "que se llevan de un tijeretazo
la mitad de una capa o de una basquiña"; los mayordomos, "que roban provisiones y embaucan a
los mesoneros"; los
cortabolsas, cuyo nombre ya
dice a las claras su especialidad, y que "son los más numerosos en el
país"; los duendes, "ladrones subrepticicios",
o los capeadores, "que se apoderan por la noche de las capas o van con
librea de lacayos a casas de diversión, de donde roban lo que pueden, saludando
a cuantos encuentran".
Jarra del siglo XVII
En las tabernas se reunían pícaros y delincuentes. El
"pío" era el vino, y un "piorno", un borracho.
La catedral sevillana era punto de reunión de la
picaresca de la ciudad
Pordioseros
de profesión
Las puertas de templos como la catedral de Sevilla eran coto de caza de mendigos
profesionales que fingían llagas, lepra, hinchazón de piernas... Sobre ellos
escribía Quevedo: "El manco, pudiendo aprender el [oficio] de tejedor, y
el cojo el de sastre, etc., compran muleta, estudian la lamentona y la
plañidera y otras acciones de pordiosero [...] El que tiene llaga, la refresca
y afeita para el día siguiente [...] y se ensayan, como los comediantes".
Una arma de la
época
Espada del último
tercio del siglo XVI. Museo Naval, Madrid.
Almadrabas de Cádiz. Grabado de Civitates Orbis Terrarum
La vida de
almadraba
Las almadrabas de Zahara y Conil (en la actual provincia de Cádiz) eran famosas por su relación con los pícaros. El
trabajo en las almadrabas –las redes para la pesca de los atunes– comenzaba a principios
de la primavera y ocupaba a más de un millar de personas. Entre ellas había muchos pícaros, gentes sin ocupación fija que
aprovechaban este trabajo estacional y acudían a las almadrabas (propiedad del
duque de Medina-Sidonia) desde diferentes ciudades, en especial desde Sevilla,
foco de la picaresca española. Durante
los meses de actividad se concentraban allí prostitutas, jugadores, hampones... En La
ilustre fregona, dice Cervantes del protagonista, Diego de
Carriazo, que: "Pasó por todos los
grados de pícaro hasta que se graduó de maestro en las almadrabas de Zahara, donde es finibusterrae de la
picaresca. ¡Oh pícaros de cocina, sucios, gordos y lucios, pobres fingidos,
tullidos falsos [...]. ¡Bajad el toldo, amainad el brío, no os llaméis
pícaros si no habéis cursado dos cursos en la academia de la pesca de los
atunes!". [...] Aquí se canta, allí se reniega, acullá se ríe, acá se
juega, y por todo se hurta".
Naipes españoles del siglo XVII
En las almadrabas se bebía y jugaba, había pasión por el juego. Los
tahúres usaban cartas marcadas llamadas hechizos, naipes falsos o hechos.
Mujeres en la ventana
Quizás una prostituta y su alcahueta. Óleo por Murillo. Hacia 1660.
Galería Nacional de Arte, Washington.
Menipo, filósofo griego
Aquí pintado como un pobre envuelto en una capa. Óleo por Diego Velázquez. Hacia 1638. Museo del Prado, Madrid
La voz "pícaro" –derivada del verbo picar o de la pica del
soldado (una lanza larga)– comenzó a usarse a finales del siglo XVI. La
expresión se extendió hacia 1580, cuando en toda Castilla proliferaban mendigos
y vagabundos, hasta el punto de alarmar al poder. Eran jóvenes que vivían al
margen del sistema, fuera del entorno familiar, robando y evitando con astucia
caer en manos de la justicia.
La eclosión del pícaro tuvo que ver con el progresivo
empobrecimiento de la población española y europea desde principios del siglo
XVI. El crecimiento
demográfico expulsaba del campo a la gente joven, que marchaba a unas ciudades
entonces florecientes gracias al auge del comercio y las manufacturas;
pero muchas veces esos jóvenes caían en la indigencia y recurrían a todo tipo
de artimañas para subsistir. No es casualidad, por tanto, que
Miguel Giginta, en 1583, utilizara por primera vez el término
"picarismo" para aludir a la otra cara de la pobreza y el vagabundeo
en su Exhortación a la compasión. A diferencia de los verdaderos
pobres, el pícaro era un personaje desarraigado, al margen de todo, sin patria y
sin expectativas de tenerla, sin amores que lo atasen y lo vinculasen,
obsesionado con sobrevivir sin valorar moralmente medios para conseguirlo, casi
siempre perseguido por la ley, vagabundo de un lado a otro.
Aunque el pícaro estaba en el punto de mira de la autoridad
establecida, no tenía espíritu de anarquía o de protesta.
Rozando el cinismo y la egolatría, nada le interesaba seriamente a excepción de
su propia suerte. Considerado por sus coetáneos y por Sebastián de Covarrubias
en su Tesoro de la lengua –el primer diccionario general
del castellano– como alguien que nada tiene y que nada desea porque es
un holgazán, dañoso y malicioso, astuto y taimado, el pícaro
formaría parte del hampa o estaría al borde de introducirse en ella; en todo
caso, se encontraba fuera del orden social. Estos rasgos eran tan nítidos que
dieron lugar a la novela picaresca, el género literario que consagró este tipo
humano como un personaje característico de la época.
LA NOVELA DEL PÍCARO
En 1599 se publicó con inusitado éxito la Vida del pícaro Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, la obra que acuñó
definitivamente el término "pícaro". Su estructura narrativa remitía
al Lazarillo de Tormes: al igual que Lázaro –que comienza sus
andanzas de niño, como criado de un ciego–, el pícaro abandona su hogar y sale
de su tierra natal. El recurso técnico para contar su biografía es ponerlo al
servicio de distintos amos, que representan modelos sociales criticados por el
autor.
El género se extendió y se popularizó muy pronto con La pícara
Justina, atribuida a Francisco López de Úbeda (1605); Rinconete
y Cortadillo (1613), de Cervantes; La vida del Buscón (1626), de
Quevedo; Las aventuras del bachiller Trapaza (1637), una alegre
sucesión de bromas y travesuras escrita por Alonso del Castillo Solórzano, y
el Simplicius Simplicissimus (1668), de Grimmelshausen,
novela alemana deudora de los textos hispánicos que la precedieron.
Para escribir el Guzmán, Mateo Alemán partió de su profundo conocimiento
de Sevilla, su ciudad natal, sin la cual no se entiende el alcance
de su obra. Sevilla y Madrid eran
los grandes focos de atracción de la picaresca española. Pero, a diferencia de Madrid,
sede de la corte, Guzmán "hallaba en Sevilla un olor de ciudad, otro no sé
qué, otras grandezas […]porque había grandísima suma de riquezas"; allí
"corría la plata en el trato de la gente, como el cobre por otras partes".
Y es que la populosa Sevilla era el corazón del
tráfico comercial con América, lo que la convertía en el escenario ideal para situar
el inicio de las peripecias y andanzas de cualquier género de pícaro.
Pero la picardía no sólo nace en un ambiente de trasiego de personas y
riquezas. Necesita el acicate de la holgazanería propia y de la simpleza y la
credulidad ajena. El pícaro no trabaja. Bajo el esplendor de la sociedad mercantil hervía en
Sevilla un variopinto inframundo al acecho de cualquier oportunidad para
explotar la ingenuidad de la gente, hasta el extremo de transformar la metrópoli en Babel
del Engaño. El pícaro, sea de baja estofa o de altos vuelos, hace fortuna en
medio del exceso de confianza y utiliza la simulación y la mentira como herramientas
de su oficio.
O RENTISTA, O PILLO
En una España donde se ponía la honra en huir del trabajo cabían
dos salidas: el vivir de las rentas o su imitación fraudulenta, la picardía,
fuese alta o ruin, velada o explícita. Y en Sevilla abundaban quienes, no
teniendo rentas, vivían a la sombra de quienes sí gozaban de ellas. Eran lo que Cervantes, en El celoso extremeño (1613), llamaba "gente de barrio":
"Gente ociosa y holgazana", "baldía, atildada y meliflua", de cuyo modo de vida "había
mucho que decir". Gente como don Lope Ponce de León, prototipo de
fanfarrón protegido por ciertos elementos de la nobleza más poderosa de la
ciudad, capaz de cometer todo un ramillete de fechorías gratuitas y
caprichosas.
Hijo espurio del vicario de Carmona (localidad próxima a Sevilla), don
Lope terminó sus días en la horca el año 1594 no por un crimen, que sí confesó
haberlo cometido, sino por el rapto de una mujer casada quien consentía con él
engañando y robando a su esposo. La historia de los últimos días de este mozo
de veintitantos años, camarada de bravuconerías del entonces marqués de
Peñafiel, con quien recorría las calles de Sevilla junto a otros jóvenes de
alta cuna haciendo de las suyas, la contó en sus memorias de la cárcel Real
Pedro de León, un jesuita confesor de condenados y presos.
Lope Ponce estaba preso por el rapto de la mujer, pero cuatro años antes
había sido investigado y no condenado por el crimen que cometió en la persona
de don Jorge de Portugal. Al no probársele el delito, amparado por tan
influyentes amigos, "con un destierro se pasó el negocio entre
renglones" apuntaba el jesuita. Pero se hallaba tan
cómodamente instalado en la cárcel que no quiso salir al destierro porque con
el favor del marqués de Peñafiel "dejábanle entrar y salir libremente y
salía a cuantas bellaquerías él quería [...] y cuando se
le antojaba se volvía a la cárcel adonde tenía una tabla de juegos para presos
y libres que jugaban sin temor a la justicia [...] y su aposento era una cueva
de malhechores, pues todos los valentones, rufianes y gentes de mal vivir de la
ciudad eran sus amigos y se atrevía a cuanto quería y nadie a él y de todos
hacía burla".
Hasta que llegó a Sevilla un juez imparcial, el alcalde Velarde, que a
denuncia y petición del marido de la mujer raptada por don Lope intervino,
sustanció el proceso y lo sentenció a muerte en la horca, cosa "muy bien
recibida en Sevilla y en haz y en paz de toda ella, porque todos le traían
entre ojos y era muy mal quisto". Aunque la vida de Ponce de León se
aparte del rígido modelo picaresco de baja estirpe, líbrese el lector de pensar
que se trata de un caso raro y excepcional.
LOS NIÑOS ABANDONADOS
Si contemplamos la gran ciudad del Guadalquivir en sus capas sociales
más humildes, las sombras que se proyectan oscurecen el esplendor. El pícaro
por excelencia nace y se hace en un medio hostil abundante de miserias,
como les sucede a algunos de los protagonistas novelescos. En el mundo de la
infancia está la respuesta a las incógnitas. Un observador alarmado escribía
por el invierno de 1593 que veía por Sevilla "andar los niños de siete y
ocho años desamparados, rotos y aún en cueros por los rincones y poyos de la
ciudad donde se quedan a dormir, que en este tiempo aún los muy arropados y
abrigados lo pasan con dificultad y trabajo". La imagen se repetía una y
otra vez: "Grandísimo número de niños y niñas huérfanos y forasteros y sin
tener quien los ampare y gobiernen andan vagando ociosos, aprendiendo vicios
como jurar, jugar, blasfemar y aún hurtar y cometer otros graves delitos y las
niñas ser deshonestas, y las unas y los otros acaban por perderse y lo
menos dañoso que hacen es pedir limosnas por las puertas todos los días".
Fatídica era la frontera entre el niño inocente y el niño pícaro.
Entre los años 1584 y 1592, la Hermandad del Santo Niño Perdido recogió
a más de mil niños abandonados de edades entre dos y catorce años y sin oficio
conocido. Carecían de educación, padres, parientes o amos, estaban desnudos, enfermos
de tiña o de lepra; y los adolescentes estaban a las puertas de la
delincuencia. Era fácil encontrarlos, como lo hiciera Cervantes,
en lugares que después la novela picaresca recreará: el puerto y el Arenal, las
plazas del Salvador y del Pan, las Gradas, sitios de trajín de gente con
dinero donde parecía fácil robar, pedir limosna, o situarse bajo la protección
de un pícaro adulto gracias a cuya enseñanza se convertían en ladrones de
oficio. Rinconete y Cortadillo, a pesar de ser forasteros, constituyen un
modelo de niños educados así.
LA FORJA DE UN PÍCARO
En la novela Pedro de Urdemalas (1615), también
obra de Cervantes, la biografía literaria del pícaro coincide con la de los
niños perdidos sevillanos: abandonado al nacer y acogido por una casa de
expósitos, pasa después a la Casa de la Doctrina, una
institución sevillana semejante a un correccional que los mantiene "con
dieta y azotes", les viste y calza, les enseña a leer, a escribir, las
oraciones diarias, la doctrina cristiana, pero también a hurtar la limosna y
"disculparme y mentir". Liberado o huido, el niño hecho pícaro en el mismo
seno de la institución actúa fuera de ella al ritmo que marca la necesidad,
solo o en grupo y a merced del destino.
Un destino que para muchas niñas ya estaba escrito:
engrosar el extraordinario número de prostitutas –más de tres mil, al parecer– que
a tantos viajeros sorprendía y que constituía otro rasgo singular de la
marginalidad hampesca sevillana del Siglo de Oro. Muchas de esas pequeñas irían
a parar a la mancebía, la zona donde las prostitutas ejercían su oficio,
extramuros de la ciudad, en el barrio del Arenal. A finales del siglo XVI, el
jesuita Martín de Roa, hablando de la mancebía, explicaba cómo se explotaba
"la miseria y desamparo de muchas niñas a quien o la pobreza o la
necesidad de sus padres o la orfandad traía por la ciudad a sus
aventuras. Acogíanlas [las prostitutas] en sus casas servíanse
de ellas y como criadas en tal escuela salían maestras de pestilencia".
Como sucedía con las muchachas sin familia, cuando los niños criados en
la calle o en la Doctrina se convertían en adultos les esperaban los bajos
fondos, las cofradías de malhechores y rufianes, la violencia callejera.
TIEMPO DE VIOLENCIA
Entre 1578 y 1616 fueron condenadas a muerte en Sevilla
309 personas por delitos comunes, según el jesuita Pedro de León; en realidad, la cifra
debió de ser mayor y estar en torno al medio millar. Gran parte de los
ejecutados lo fueron por haber cometido uno o más asesinatos. La irritabilidad
social era característica de una urbe donde se daban cita el poder del dinero,
el miedo a la pobreza, la frustración de las expectativas de felicidad de
quienes aspiraban a una vida mejor y la cólera de aquellos a quienes todo se
les negaba. ¿Cómo podríamos explicar, si no, que la mayor
parte de los heridos en el abdomen o en las espaldas por arma blanca que
ingresaron para morir en el hospital del Cardenal fuesen inmigrantes venidos
desde los puntos más lejanos de Castilla y Portugal en busca de una fortuna que
se tornó en muerte?
En mal estado se hallaba el madrileño Pascual de Medina cuando fue a
morir de una herida en la cabeza y otra en la garganta en 1602. Duros fueron
los meses de la primavera y el verano del año 1622: marzo vio morir a Francisco
Afanador, de Béjar, herido de dos estocadas; a Pedro de los Reyes, indiano de
Monterrey, de una en el pecho, y de manera similar a dos portugueses de Braga.
En julio y septiembre declararon sus últimas voluntades por la misma causa un
francés criado de un clérigo, un portugués, un extremeño de la Serena y un
asturiano de Amieba. Eran gente de fuera, buscavidas en una ciudad de
competencia y desacomodo.
PENAS Y CASTIGOS
El peligro que suponía vivir en Sevilla era real. Las cofradías de ladrones y matones no eran una parodia cervantina. Robos y asesinatos estaban a la orden
del día, las penas que se aplicaron a los ladrones eran de una desproporción
inhumana y se multiplicaron en tiempos de incertidumbres y quiebra.
La mayoría
de los testimonios son de esas fechas, y algunos casos fueron espectaculares y
famosos. El 27 de
enero de 1604, unos ladrones forzaron las puertas de la casa de don Juan
Antonio del Alcázar, uno de los hombres más ricos de la ciudad, y después de
descerrajar nueve cofres le sustrajeron más de 12.000 ducados en dineros y
piezas de oro, plata y brillantes. En la primavera de 1629 y en la estrecha
calle del Agua, detrás del corral de doña Elvira, tres individuos mataron a un
alférez de galeones para robarle el dinero, la capa y la espada. Uno de los
autores era criado de la víctima y para no levantar sospechas en su amo se
había puesto de acuerdo con una mujerzuela que lo atrajo hasta el callejón.
Detenidos con prontitud por la justicia, el
criado y uno de sus compinches fueron ahorcados en poco más de una semana y al
primero se le cortó la mano para ser expuesta como público ejemplo en el lugar
del crimen.
Éste era el trasfondo de la
picaresca: un tiempo y un lugar donde, como dice el
protagonista del Guzmán, "todos vivimos en asechanzas los unos de los
otros, como el gato para el ratón", donde "todos
roban, todos mienten, todos trampean; ninguno cumple con lo que debe, y es lo
peor, que se precian de ello".
https://historia.nationalgeographic.com.es/a/picaros-bajos-fondos-espana-siglo-oro_11291/21
HIGIENE EN EL SIGLO DE ORO
Según Cervantes, en el Siglo
de Oro la gente se lavaba raramente y se perfumaba para ocultar los malos
olores. Por suerte las costumbres cambiaron...
Si se lee con atención las dos partes del Quijote de
Cervantes se reparará en que, en
toda la novela, el protagonista sólo se lava tres veces. La primera vez ocurre cuando don
Quijote llega a casa del Caballero del Verde Gabán. Más adelante, cuando llega
al palacio de los duques, y, por último, después de ser vapuleado por un rebaño
de toros y vacas a los que había desafiado en un cruce de caminos como si
fueran caballeros andantes. Parecen pocas si tenemos en cuenta que las
aventuras del hidalgo manchego transcurren en un lapso de tiempo de varios
meses. Pero es que además, en estas tres
ocasiones, el protagonista de la obra se lava sólo la cabeza y los brazos.
Nada de
bañarse todo el cuerpo. Esto ocurre tan sólo por accidente, en dos ocasiones: en la aventura que
don Quijote se puso a acuchillar de noche unos de los pellejos de vino creyendo
que eran gigantes, hasta que el barbero trajo "un gran caldero de agua
fría del pozo y se lo echó por todo el cuerpo de golpe", despertándolo de
su sonambulismo; y al caerse
al agua cuando la embarcación que lo transportaba zozobró en el Ebro.
Lo mismo sucede con Sancho
Panza, pues aparte del percance que sufrió junto con su amo en
el Ebro, tan sólo se dice que una vez, al terminar la pelea que tuvo en la
ínsula Barataria, los que estaban con él "lo
limpiaron"
SUDOROSOS Y LLENOS DE ROÑA
De todo ello se deduce que cuando
nuestros protagonistas andaban por los caminos polvorientos y soleados de la
Mancha, iban sudorosos y cubiertos de roña. Cervantes lo señala al explicar que
en una ocasión en que don Quijote se quedó "en camisa", dejando a la
vista los muslos, se podía ver que "las piernas eran muy flacas y largas, llenas de vello y no nada limpias".
En otro pasaje se dice que don Quijote quedó "todo bisunto [sucio]
con la mugre de las armas". Las
mujeres representadas en la novela tampoco eran un dechado de limpieza. De Maritornes, la ventera asturiana, Cervantes
dice que era sucia y desaliñada.
De la campesina que Sancho identificaba con Dulcinea, el autor comenta
que despedía un olor hombruno debido a que
"con el mucho ejercicio, estaba sudada y algo correosa". La única que sale bien parada es la
bella Dorotea, "que se lavaba los pies en el arroyo que por allí corría y
al acabar de lavar los hermosos pies, con un paño de tocar que sacó debajo de
la montera se los limpió".
LLENOS DE PIOJOS
Don Quijote, Sancho Panza y los demás personajes de la novela están,
pues, muy alejados de los parámetros actuales de
higiene personal. Pero desde luego
no eran ninguna excepción. Las condiciones de vida en la España de los siglos
XVI y XVII dejaban mucho que desear en este aspecto.
En la novela de Cervantes vemos que todas las ventas, posadas o moradas a las que acudían ambos
protagonistas a avituallarse o simplemente a descansar estaban sucias e
infestadas de pulgas, piojos y chinches. De estos insectos se habla mucho en
el Quijote, por ejemplo cuando el hidalgo dice a su criado:
"Sabrás, Sancho, que los españoles, y los que se embarcan en Cádiz, para
ir a las Indias Orientales, una de las señales que tienen para entender que han pasado la línea equinoccial que te
he dicho es que a todos los que van en el navío se les mueren los piojos, sin que les quede ninguno, ni en todo
el bajel le hallarán, si le pesan a oro".
Una
anciana espulga a un niño en este óleo de Esteban Murillo.
MÉDICOS CONTRA EL AGUA
El desaseo
imperante se explica también por determinadas concepciones médicas que
dominaban en los siglos XVI y XVII. En esa época, el pensamiento médico vigente era el
llamado "hipocratismo galenizado", una síntesis de las teorías de los
médicos de la Antigüedad Hipócrates y Galeno a la que se añadían elementos
mágico-religiosos. Según esta teoría, las enfermedades eran un resultado de los desequilibrios
entre los cuatro humores que componían el cuerpo humano: la sangre, la flema, la bilis
amarilla y la bilis negra.
Las causas del desequilibrio procedían del exterior, por ejemplo, de una
comida o bebida que resultaba demasiado "caliente" o demasiado
"húmeda". En el Quijote, Cervantes introduce un
personaje llamado Pedro Recio, un médico
local, doctor por una universidad de segunda clase, que se pone a dar consejos
a Sancho Panza cuando éste
es gobernador de la ínsula Barataria sobre lo que conviene o no comer. Dice el
médico: "Mandé quitar el plato de la fruta, por ser demasiadamente húmeda,
y el plato del otro manjar también le mandé quitar, por ser demasiadamente
caliente y tener muchas especies, que acrecientan la sed, y el que mucho bebe
mata y consume el húmedo radical, donde consiste la vida".
Pedro Recio aconseja qué comer a Sancho
Panza. Grabado de 1780.
Crédito: Roger
Viollet/Cordon Press Roger Viollet
Otra supuesta causa del desequilibrio de los humores era
el aire, y esto explica
en parte la mala higiene personal. En esta época se pensaba que el agua, especialmente
si estaba caliente, dilataba los poros, momento que aprovechaban los
"miasmas", o aires malsanos, para entrar en el organismo y alterar el
equilibrio de los humores.
Por eso, cuanto menos se lavase una persona menos
opciones tendría de enfermar. Ante esta situación la gente se
limpiaba el cuerpo en seco, con la única excepción de manos, cara y cuello,
esto es, las partes visibles. Hay que señalar que no faltaban motivos para
temer el contagio. Justo cuando se publicaba la primera parte del Quijote, en 1605, España estaba aún inmersa en la
epidemia de "peste atlántica" que acabó con la vida de 600.000
personas.
Pero la falta de limpieza no impedía que la gente se
preocupara mucho por su apariencia exterior. Los más pudientes
se cambiaban con frecuencia de vestido y mantenían especial
pulcritud en la camisa, cuellos y puños, siempre de color
blanco.
LIMPIEZA EN LOS MODALES
Para
disimular los olores corporales, existían perfumes y afeites como el "agua
de ángeles"; cuando don
Quijote llega al palacio de los duques vio cómo los
criados vertían sobre él "pomos de aguas olorosas". La gente sencilla, sin embargo, no podía permitirse
ese lujo. En otro pasaje,
don Quijote soñaba con entrar en un suntuoso palacio o castillo, "donde le
harán desnudar como su madre le parió, y bañarán con templadas aguas, y
untaránle todo con olorosos ungüentos, vistiéndole con una camisa de cendal
delgadísima, toda olorosa y perfumada".
Bacinilla (orinal) del siglo XVI procedente de
Teruel.
También existían reglas de
decoro personal, de las que Cervantes se hace eco en su novela.
Por ejemplo, cuando Sancho Panza fue nombrado gobernador de su ínsula, don
Quijote le recomendaba: "Lo primero que te encargo es que seas limpio
y que te cortes las uñas, sin dejarlas crecer como algunos
hacen, a quien su ignorancia les ha dado a entender que las uñas largas les
hermosean las manos: como si aquel excremento o añadidura que se dejan de
cortar fuese uña, siendo antes garras de cernícalo lagartijero: puerco y
extraordinario abuso". También le sugiere "no mascar a dos carrillos
ni de erutar delante de nadie". Sucios tal vez, pero sin perder las
formas.
https://historia.nationalgeographic.com.es/a/don-quijote-hidalgo-que-casi-nunca-se-lavaba-2_8353
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