El celibato
sacerdotal ha sido un tema de amplio debate durante mucho tiempo. Actualmente,
se ha convertido en un tema de palpitante interés para los medios de
comunicación, a lo que han contribuido en gran medida, los recientes ejemplos
de ruptura con este compromiso de ciertos personajes relevantes.
1.- Son diversas las
cuestiones que se plantean con respecto al celibato en el momento actual. Se
suele decir que el celibato crea una barrera entre el sacerdote y la gente,
especialmente con los casados, por cuanto dificulta la empatía con las
dificultades que éstos pueden encontrar. Mientras unos afirman que el celibato
conduce al aislamiento psicológico y emocional, otros ven en él una represión
de sentimientos e inclinaciones naturales que atrofia el crecimiento normal de
la personalidad.
- A menudo se afirma
que el celibato es una carga para la mayoría de los sacerdotes, una causa de
soledad y de omisión del ejercicio de sus obligaciones. Y no es raro
encontrarnos, en algún editorial de periódico, como muestra de aprobación a sus
afirmaciones, que “sólo un dos por ciento de las personas que se comprometen al
celibato logran ser fieles a su compromiso” . Y se llega afirmar, en todo caso,
que, puesto que el celibato no es un precepto de ley divina, sino más bien de
disciplina eclesiástica, puede verse modificado en cualquier momento.
2.- Ante tal
situación de la Iglesia y sus ministros, en el mundo actual, un número de
teólogos distinguidos (entre ellos W. Kasper, H. Kung , G. Kraus, K. Lehmann;
B. Sesboue, etc.) y de manifiestos que consideran urgente la necesidad de
llevar a cabo una reforma valiente de las condiciones de acceso al sacerdocio.
En concreto, se pide a la administración eclesial la abolición de la ley del
celibato o la opción libre del celibato y la admisión de personas casadas a la
ordenación.
Fundamentalmente, esta
abolición de la ley del celibato significa anular la ley del celibato
obligatorio; mantener el ideal del celibato sacerdotal; ensalzar el ministerio
sacerdotal. Con la distinción entre “ley del celibato” e “ideal del celibato”
se abre un doble camino: por un lado, sustituir la obligación del celibato por
su recomendación del celibato. Por otro lado, se deberían emplear todos los
medios espirituales y pedagógicos para motivar a los candidatos con el ideal
del sacerdocio sin matrimonio y apoyar a los sacerdotes célibes en la
realización de este ideal. Así, los dos caminos servirían para subrayar y
promover el ministerio sacerdotal en su singularidad e insustituibilidad.
Para tal razonamiento
los teólogos críticos usan los siguientes argumentos: – Hay hechos históricos
que nos confirman (como formula el Vaticano II en P.O. n. 16) que el celibato
“no se exige por la esencia del ministerio”.
§
A partir del testimonio del NT, se constata que, según el
ejemplo de Jesús y del apóstol Pablo, el celibato es sólo una recomendación y
no una ley. El celibato se elige con total libertad y no es impuesto por
obligación de ninguna ley. Al contrario, en la Iglesia primitiva el matrimonio
es la regla prescrita para todos los que prestan un servicio a la iglesia. De
manera que en los orígenes de la iglesia, el celibato no forma parte de la
esencia del ministerio eclesial.
§
Durante todo el primer milenio se exigía la abstinencia
en el seno del matrimonio y no la obligación por ley de no contraer matrimonio.
En la argumentación de la ley del celibato, recién introducida en el siglo XII,
se adujeron motivos muy cuestionables: impureza cultual, la salvaguarda
económica de los bienes materiales de la iglesia, el desprestigio del
matrimonio. Todo esto confirma, a través del devenir histórico, que la renuncia
al matrimonio impuesta por ley no es inherente a la esencia del ministerio
sacerdotal.
§
Una mirada a las “Iglesias católicas orientales”, unidas
con Roma, demuestra que el celibato de los sacerdotes no es un principio
católico de validez general. Las Iglesias orientales unidas tienen con respecto
al celibato la misma ordenación por ley que las iglesias ortodoxas primitivas,
con sus sacerdotes casados (sólo a los obispos se exige no casarse). El
Vaticano II fortaleció este reglamento de las Iglesias orientales unidas
mediante el decreto Orientalium
Eclesiarum (OE), subrayando que las Iglesias católicas orientales tienen
“su propio derecho eclesial” (OE 3) y “su propia organización” (OE 6).
§
En el seno de la Iglesia hay dos derechos fundamentales:
los sacerdotes de la Iglesia oriental tienen derecho a casarse, mientras los de
la Iglesia latina están obligados al celibato por ley. Estamos en principio
ante una nueva prueba de que el servicio a la Iglesia y el celibato no
necesariamente han de ir unidos. Además, se impone la cuestión práctica de la
justicia: ¿por qué se prohíbe a unos lo que se permite a otros? O en forma
constructiva: tomar en serio esta discrepancia en la justicia, ¿no podría ser
un fuerte impulso para que los casados en la Iglesia latina tuvieran acceso al
sacerdocio?
§
Se apoyan en el contraste del comportamiento
contradictorio por parte del magisterio eclesial, que desde el año 1950, ha
habido. Por una parte, imponen el celibato a los sacerdotes de la Iglesia
latina pero, por otra parte, están permitiendo que sacerdotes casados que
quieren unirse a la Iglesia católica, provenientes de otras confesiones
cristianas, puedan continuar con su vida matrimonial.
Esta dispensa
eclesial, es concedida por la conversión de pastores o clérigos luteranos,
episcopalianos, anglicanos. Ante esta conducta de la Iglesia, se preguntan de
forma muy crítica: ¿qué se ha hecho por la sensibilidad hacia los sacerdotes
propios, obligados al celibato y que viven con grades esfuerzos su vida sin
matrimonio, cosa nada fácil? ¿Es justo que sacerdotes propios, que se deciden
por el matrimonio, sean apartados totalmente del ministerio sacerdotal mientras
que los convertidos pueden ejercer el ministerio sacerdotal con esposas e
hijos?
§
¿Cuál es la reacción de los obispos ante la escasez de
vocaciones? Que los obispos reaccionan mediante una reforma administrativa: van
adaptando las parroquias a la cantidad escasa de sacerdotes, con la
consecuencia de que se dispone de un sacerdote para varias parroquias, lo que
hace que se convierta en manager y, con el efecto de que es imposible celebrar
la Eucaristía dominical en cada parroquia.
§
¿Cómo debe valorarse esta grave situación pastoral bajo
el prisma de la dogmática? Debemos tener en cuenta básicamente dos grandes líneas:
el derecho de las comunidades a poder celebrar la Eucaristía dominical y la
responsabilidad pastoral propia de los obispos del lugar como pastores de su
Iglesia local. ¿Qué hacer en esta situación de necesidad desde el punto de
vista dogmático?, principio máximo de toda actuación eclesial que es la
salvación de los hombres, y concretamente el servicio salvífico a los hombres,
como lo afirma el Derecho Canónico: “la salvación de las almas es la máxima ley
para la Iglesia” (can. 1752).
Y si hoy en muchas
diócesis, debido a la falta de sacerdotes, no se puede ejercitar el necesario
servicio salvífico, los obispos están obligados a encontrar nuevas soluciones.
Y ya que la falta de sacerdotes se ha producido en gran parte por el efecto
intimidatorio del celibato, los obispos deben actuar decididamente en Roma,
para que sea eliminado el engarce jurídico del sacerdocio con el celibato. Como
mínimo, han de conseguir un reglamento de emergencia de manera que puedan
ordenar hombres reconocidos en su fe, profesión y familia.
§
Los signos de los tiempos muestran que no se trata de
administrar una penuria institucional, sino de dar la vuelta a la necesidad
pastoral. Y para cambiarla hacen falta más sacerdotes. Y si la ley del celibato
impide esencialmente el servicio salvífico de la pastoral necesaria hoy en día,
debe ser anulada. Los obispos, que actúan bajo su propia responsabilidad, deben
preguntarse en conciencia: ¿hay una ley que sea más importante que la salvación
de los hombres? El servicio salvífico es, desde Jesucristo, una necesidad
absoluta y siempre válida. El celibato, en cambio, es una ley humana
contingente y modificable.
§
Muchos echan la culpa al celibato del significativo
descenso de candidatos al sacerdocio, considerándolo una barrera que impide que
se acerquen al seminario el tipo de jóvenes adecuado. Todas estas razones
llevan a algunos a afirmar que la iglesia debería convertir el celibato en un
requisito opcional para la ordenación, pues, de otra forma, el sacerdocio
tropezaría con serias dificultades para encontrar vocaciones en el futuro.
§
Desde otra perspectiva, se afirma que, con el desarrollo
de la teología del matrimonio a partir del Vaticano II, no se puede sostener
que el sacerdocio sea una vocación de rango “superior”, y que es necesario, por
tanto, “desmitificar” el concepto tradicional del ministerio para ajustarlo a
las necesidades de la sociedad moderna.
§
Para algunos, el sacerdocio católico, tal como está
constituido actualmente, es una posición privilegiada, caracterizada por un
ejercicio de “poder”, sin responsabilidad. Y defienden que, amparados
precisamente en la insistencia de la Iglesia sobre el celibato sacerdotal, este
“poder” se perpetúa mediante el dominio sobre el resto de los fieles
cristianos.
3.- A primera vista,
algunas de estas objeciones y cuestiones parecen tener cierta validez y, por
tanto, han de ser confrontadas. Pero hay otras que dan muestras de una
parcialidad ideológica notoria. Está claro también que, en el fondo de muchos
de los argumentos en contra de lo que se tiende a denominar celibato
“obligatorio”, se encuentra una concepción del sacerdocio que difiere en gran
medida del concepto tradicional de ministerio desarrollado en los primeros mil
quinientos años de la vida de la Iglesia y según fue establecido por el Concilio
de Trento y el Concilio Vaticano II. Resulta evidente, al mismo tiempo, que la
actual consideración del sacerdocio no se ha visto libre de la influencia de
diferentes actitudes teológicas y filosóficas surgidas de los últimos treinta
años. Es necesario, por tanto, revisar lo que ha estado sucediendo en la
Iglesia a lo largo de este periodo para tratar de identificar las causas de lo
que muchos consideran una crisis del sacerdocio en el momento actual.
Este hecho es
esencial para entender por qué en una sola generación se ha podido devaluar
tanto la estimación de la gente en el estatus del sacerdocio, como lo refleja
el dramático descenso en el número de vocaciones, y por qué el celibato, que
hasta hace poco había gozado de un estatus de tipo reverencial, es ahora, con
frecuencia, fuente de confusión, y de hostilidad manifiesta. Hasta hace
dieciséis años habría sido inconcebible encontrar en un periódico serio un
titular del estilo: “El celibato: ¿una perversión?”, como ha sido recientemente
el caso.
4.- Por lo tanto, en
primer lugar, es necesario analizar el celibato en su desarrollo histórico. El
compromiso constante de la Iglesia latina de permanecer fiel a un estado de
vida, que fue siempre signo de contradicción y que dice mucho acerca de la
naturaleza y el valor de este carisma. La Iglesia ha tenido que luchar en todo
momento contra la debilidad humana y la oposición del mundo pero, firmemente
persuadida de estar siendo fiel a una norma de origen apostólico, recurrió a
los medios sobrenaturales y empleó la fortaleza necesaria para renovar la
disciplina del celibato muchas veces a lo largo de los siglos.
El primer y segundo
capítulo de este trabajo de investigación ha sido examinar los principales
elementos, consideraciones y planteamientos que forman parte del flujo y
reflujo de la historia de la disciplina del celibato, ha saber las objeciones
que se han formulado a lo largo de los últimos tiempos y segundo las razones de
la defensa por parte la Iglesia latina. Y en los siguientes capítulos estudiamos
los antecedentes y el lugar que el celibato ocupa en la Tradición, y que están
tratados en torno a los fundamentos escriturísticos, magisterial y teologíco de
este carisma. El papa Pablo VI, en la encíclica Sacerdotalis Coelibatus, y más recientemente Juan Pablo II, en la
encíclica Pastores Dabo Vobis,
expresaron el deseo, de que el celibato fuera presentado y explicado más
plenamente desde un punto de vista espiritual, teológico y bíblico.
El B. Juan Pablo II,
era consciente de que muchas veces no se explica bien, el celibato sacerdotal,
hasta el punto de llegar a afirmar que el extendido punto de vista de que el
celibato es impuesto por ley “es fruto de un equívoco, por no decir de mala fe”.
- El papa teólogo Benedicto XVI, en la homilía de la Misa Crismal del Juves
Santo (05-04-2012), en la Basílica de San Pedro dijo: “que la situación actual
de la Iglesia es muchas veces "dramática", reiteró el "no"
al sacerdocio femenino y de personas casadas” y denunció la "desobediencia
organizada" que propugna un grupo de curas y teólogos europeos para
renovar la institución eclesial y el "analfabetismo religioso" de la
sociedad, luego alegó que "A Cristo le preocupaba precisamente la
verdadera obediencia, frente al arbitrio del hombre" subrayó; aseguró que
con la obediencia "no se defiende el inmovilismo ni el agarrotamiento de
la tradición y que ello se puede ver en la historia eclesial de la época
postconciliar” del Concilio Vaticano II.; prosiguió diciendo que "No
anunciamos teorías y opiniones privadas, sino la fe de la Iglesia, de la que
somos servidores”, puntualizo finalmente.
5.- Mientras que se
pueden aducir argumentos prácticos en defensa del celibato, en cuanto que se
trata de un carisma esencialmente sobrenatural, las razones espirituales,
escriturísticas y teológicas –como sugerían los últimos pontífices– son el
único fundamento para su justificación.
En los recientes
debates se ha prestado poca atención a estos aspectos del celibato. Uno de los
objetivos de este trabajo es el de replantear estos argumentos, analizando las
razones que justifican su profunda importancia para entender adecuadamente esta
disciplina eclesiástica de la Iglesia latina.
Planteamientos y consideraciones sobre el celibato
sacerdotal
Lo paradójico y convergente en la ley del
celibato sacerdotal
Convergencias: el ministerio y el celibato
Si consideramos en
toda su extensión el sentido de la vida célibe conforme al evangelio y
apreciamos sobre todo el celibato como un “signo escatológico” veremos que el
celibato y el sacerdocio ministerial se hallan relacionados mucho más
íntimamente de lo que se expresa en las polémicas de los últimos años, ya
estereotipadas, y sobre todo en la ligereza con que se habla de la “anquilosada
ley eclesiástica del celibato”.
El celibato
sacerdotal implica dejarse embargar, en el centro de la propia existencia, por
la tarea de la representación ministerial de Cristo. El celibato tiene como
consecuencia que lo que constituye el centro de la actividad ministerial y lo
que ha de propugnar el sacerdote, que el reino de Dios está llegando y que “la
apariencia de este mundo es pasajera” (1Cor.7,31) es cosa que hay que proclamar
volcándose personalmente sobre ello de forma valiente y sin complejo ante el
secularismo, que no cree que sea posible la vida célibe, porque es una denuncia
que no soporta ante el pansexualismo cultural. Sobre todo en el celibato se
concretan aquellas palabras pronunciadas con motivo de la ordenación sagrada: Imitamini quod tractatis! (“¡haced en
vuestra propia vida lo que estáis realizando con vuestro ministerio!”).
La existencia del
sacerdote debe ser la confirmación de lo que él está diciendo constantemente y
de lo que él celebra sacramentalmente: la muerte y la resurrección de Cristo,
la esperanza de la venida de Cristo en gloria, la esperanza de la vida eterna
en la cual las personas “ni se casarán ya, ni habrá unión del hombre con la
mujer” (Mc. 12, 25). ¿Qué otras alternativas hay? ¿Qué otro modo habrá de dar
testimonio de Dios, ante el mundo venidero de Dios?
Pero el celibato no
es sólo un “signo escatológico”, sino que es además un constante “aguijón en la
carne” que pregunta clavándose en ella durante toda una vida si la ley que uno
aceptó al ingresar en el ministerio, es decir, para dedicarse al servicio
sacerdotal, seguirá teniendo todavía vigencia; si el reino de Dios es realmente
“la perla singularísima” y “el tesoro escondido en el campo” por el cual hay
que dejar todo lo demás. Precisamente la vida célibe representa una exigencia
existencial elevada y es una norma de vida de la Iglesia, la cual un joven
puede medir y, por cierto, a lo largo de toda una vida, en la seriedad de su
compromiso y la intensidad con la que él está dispuesto a poner su vida al
servicio de Cristo.
Finalmente, aunque no
sea lo de menor importancia, el celibato deja libre al sacerdote para ponerse
de manera íntegra al servicio de la “causa de Cristo”. Es el padre de la
“familia de Dios” y el pastor de su grey que debe vivir enteramente para ella y
que debe dar a su amor pastoral, aquella amplitud a la que se refirió ya Jesús
cuando asignó a sus discípulos “nuevos” hermanos, hermanas, madres e hijos (Mc.
10,30).
En esta línea insiste
también el Beato Juan Pablo II en su Carta a los sacerdotes: el celibato no es
sólo un signo escatológico, “sino que tiene además un gran sentido social en la
vida actual para el servicio del pueblo de Dios. El sacerdote, con su celibato,
llega a ser ‘el hombre para los demás’, de forma distinta a como lo es uno que,
uniéndose conyugalmente con la mujer, llega a ser también él, como esposo y
padre, ‘hombre para los demás’ especialmente en el ámbito de la propia familia…
El sacerdote, renunciando a esta paternidad que es propia de los esposos, busca
otra paternidad y casi otra maternidad, recordando las palabras del apóstol
sobre los hijos que él engendra en el dolor”.
¿Obligación del celibato?
Sin duda, uno de los
planteamientos mas discutidos en el interior de la Iglesia, ha sido la
posibilidad de abolir el celibato, como condición para la ordenación
sacerdotal. La conexión absoluta entre el celibato y la ordenación sacerdotal,
es de derecho eclesiástico, o más exactamente, de derecho eclesiástico
occidental y el celibato no pertenece a la naturaleza esencial del sacerdocio.
Como tal, tiene detrás de sí una historia llena de vicisitudes. Estudios muy
recientes demuestran que el celibato –desde el punto de vista histórico– se
fundamenta en la continencia exigida ya desde inicios de la Iglesia al
presbítero, obispo y al diácono. Esto quiere decir que originalmente el alto
clero podía, sí, casarse, pero tenía que vivir en continencia sexual.
En caso de que él
estuviera casado, no podía tener relaciones sexuales con su mujer, y el clero
todavía soltero o enviudado no podía contraer matrimonio. Este precepto de
continencia –como resume S. Heid, en sus estudios– “enlaza con la praxis
evidente en el judaísmo y en el paganismo de observar continencia sexual. Esta
práctica es para todo el mundo antiguo una expresión destacada de profundo
respeto religioso ante Dios... Forma parte sencillamente del ethos profesional
de sacerdote en el mundo antiguo. Y por eso, con tanta mayor razón se la
considera preceptuada para los sacerdotes cristianos... [Luego, como ascética
cultual] experimentó a la vez un cambio de fisonomía.
Quedó relacionada
sobre todo con la disposición espiritual para el sacrificio, con la
incorporación al sacrificio sacerdotal con que Cristo se ofreció a sí mismo”
.También en la Iglesia antigua se supo ya que semejante continencia completa es
un “carisma” especial, pero que podía obtenerse con la oración. Por eso, antes
de impartir la ordenación sagrada se preguntaba al candidato si tenía la
correspondiente disposición. Si el candidato declaraba que estaba dispuesto a
ello, entonces se daba por supuesto que poseía el carisma implorado. Si estaba
casado, entonces la esposa (que, con ello, estaba obligada igualmente a guardar
continencia) tenía que declarar también su disposición para guardarla.
La norma de guardar
continencia, de la cual nació luego orgánicamente el precepto de que el alto clero
viviera una vida célibe, tenía en la Iglesia antigua un alto grado de
aprobación. Era una señal de la irrupción de la “nueva” actitud llegada gracias
al cristianismo ante este “tiempo del mundo” y –especialmente para la mujer–
era un elemento de “emancipación”. Vistas así las cosas, la vida célibe llegó
incluso a ser originalmente un “movimiento de laicos - vírgenes”, que luego se
hizo extensivo al clero. Para el sacerdote, el celibato era un signo de que él
vivía constantemente “en la presencia de Dios” y de que existía plenamente para
la comunidad, pero era también un “signo de contraste” que mostraba
patentemente el hecho de que el cristianismo “se apartaba” de la forma habitual
en que se vivía en el mundo.
Carisma y opción libre del
celibato
La objeción,
manifestada hoy frecuentemente, de que una cosa es la vocación al celibato
“carismático” y otra cosa la vocación al ministerio, y de que, por tanto, el
celibato habría que dejarlo a la libre decisión de cada uno de los ministros,
lo cual resolvería el problema de la escasez de sacerdotes, es una objeción que
sin negar lo justificada que pueda estar en puntos concretos– no tiene en
cuenta factores esenciales:
Muchas veces se parte
de una idea equivocada y unilateral del carisma y de la libertad: contra la ley
de la obligatoriedad del celibato eclesiástico se objeta no pocas veces, en los
últimos años, que esta ley está en contradicción con lo que se dice en
1Cor.7,7, donde Pablo llama ‘carisma’ al celibato. Esta objeción suele concebir
el ‘carisma’ como una disposición para el celibato que viene dada ya casi desde
el nacimiento.
Pero esto no
corresponde, en modo alguno, a la concepción que el apóstol tiene del
‘carisma’, ya que Pablo se refiere con este término a servicios y dones que el
Espíritu Santo suscita en la comunidad y a los que el individuo puede cerrarse
o abrirse... Por eso, Pablo puede exhortar a la comunidad de Corinto: ‘Aspirad
a los carismas más valiosos’, es decir, dejad cada vez más espacio al Espíritu
de Dios en vuestro interior y en vuestra vida.
El precepto
eclesiástico del celibato como condición previa para la admisión a la
ordenación sacerdotal parte del supuesto de que al candidato se le había
concedido o se le ha concedido este carisma, y de que el Espíritu de Dios (pero
no una disposición natural en cuanto tal) lo capacita para vivir célibe por
amor del reino de Dios. La reglamentación jurídica (institucional) no suprime
el carácter de gracia, sino que sirve para crear un espacio que haga posible a
muchos o que les facilite el dejar que Dios se sirva de ellos para dar
semejante testimonio a favor de Cristo.
- La opinión,
manifestada a menudo expresamente o de manera subliminal, de que si no
existiera la obligación del celibato, la Iglesia tendría suficientes vocaciones
al sacerdocio, es una opinión cuestionable, por lo menos en lo que se refiere a
los jóvenes. Es cierto que hay una serie de teólogos laicos varones que afirman
que, si no existiera la obligación del celibato, estarían dispuestos a recibir
las sagradas órdenes.
Es verdad que algunos
teólogos laicos expresan sus reservas contra el ministerio sagrado,
centrándolas en el celibato como un punto contrario de cristalización de su
vocación sacerdotal. Pero habrá que saber si, en el caso de suprimirse el
celibato, esas reservas que manifiestan, no elegirían otro punto de
cristalización.
Por lo tanto,
pareciera más bien que el rechazo del celibato, es un síntoma de la incapacidad
de muchos para identificarse con la Iglesia catolica.
Además, la
perspectiva de poder tener más sacerdotes si no existiera la obligación del
celibato, ¿sería una razón para abolirlo? Una “elección espiritual”, adoptada
por la Iglesia occidental, no debe mezclar las ordenaciones sacerdotales con
las necesidades pastorales. No se trata de una lógica de las necesidades, sino
de una lógica de la gracia, orientada hacia la santidad, el amor y la fe de la
comunidad. “Si una comunidad cristiana es verdaderamente santa, será también
fecunda, y Dios no dejará de suscitar en ella numerosas y variadas
vocaciones... No se trata de ‘tener’ mayor o menor número de sacerdotes. Se
trata de que nuestras comunidades, que a los ojos de la gente están agonizando,
revivan en el Espíritu”.
El modelo de un clero casado
y célibe
La opinión,
manifestada a veces, de que hay que estar sí, a favor del celibato voluntario
tal como entienden algunos el evangelio, pero sin conectarlo con el ministerio
eclesiástico, suscita la sospecha de ser una aseveración puramente verbal,
mientras uno no se comprometa con todas sus energías (y a ser posible con la
propia manera de vivir) a favor del celibato en la Iglesia y cree así un clima
en el que pueda producirse la vocación al celibato, no tiene autoridad para
hablar. Lo cierto es que, a pesar de todas las convergencias entre el
ministerio sacerdotal y el celibato, el venerable y ancestral vínculo
jurídico-institucional entre ambos podría desaparecer bajo determinadas condiciones.
Pero no debe suprimirse sin sustituirlo por algo que el celibato expresa y
logra concretamente: la unidad entre la misión ministerial y la existencia del
sacerdote. Por consiguiente, si alguien, basándose en buenas razones, está
convencido de que en el futuro debe existir también la figura del sacerdote
casado, tendrá que desarrollar un modelo en el que pueda quedar realizada esta
unidad, de manera diferente pero análoga. Semejante modelo podría ser el de vir
probatus, es decir, la ordenación de un varón que, por la práctica seguida
hasta entonces de una vida cristiana madura, haya mostrado y siga mostrando que
su actividad ministerial queda avalada existencialmente por una vida en
seguimiento de Cristo. La unidad entre el ministerio y la existencia personal
quedaría “verificada” en él mediante la praxis demostrada de la propia vida, y
en cambio en un varón joven lo estaría mediante la disposición, para entregarse
a una vida de especial seguimiento y discipulado, que abarque incluso el
celibato. Existiría así un modelo en el que coexistirían los sacerdotes célibes
y los sacerdotes casados. Claro que no hay que pensar precipitadamente que con
tal reglamentación quedarían resueltas todas las dificultades. Pero el vir
probatus parece ser el único modelo realista y viable para un sacerdocio
ejercido por personas casadas. ¿Sería un modelo deseable? No olvidemos que
sobrevendrían entonces nuevos problemas sobre la Iglesia. ¿Cómo nos las
arreglaríamos con “las dos clases” de clero? ¿Qué pasaría con los fracasos
matrimoniales de semejantes viri probati? Lo cierto es que, entre los pastores
evangélicos casados, un gran porcentaje de ellos al menos en algunas regiones
llegan a divorciarse. Quizás tenga razón aquel proverbio húngaro que dice:
“Cuando el carro tenga que cruzar el río, no cambies de caballos”. Digámoslo
claramente: en una época en que el celibato por amor del evangelio se encuentra
en una crisis total y, no sólo en cuanto al ministerio sacerdotal, sino también
en lo que respecta a las vocaciones femeninas para profesar en institutos
religiosos, el cambio a la práctica del vir probatus ¿no podría ser una señal
desacertada? ¡Sobre todo si se tiene en cuenta la sospecha fundada de que las
pocas personas que pudieran considerarse como viri probati no contribuirían a
resolver la denominada “escasez de sacerdotes”! En todo caso, si llega a
ponerse en práctica lo del vir probatus, es posible que “en una futura Iglesia
–como afirma H. U. von Balthasar– los sacerdotes célibes se hallen en minoría.
Es posible. Pero también es posible que el ejemplo de los pocos haga ver más
claramente la conveniencia y necesidad de este género de vida en la Iglesia. Es
posible que tengamos que pasar por un período de hambre y sed, pero que estas
privaciones susciten nuevas vocaciones, o mejor dicho, una nueva generosidad
para responder a los llamamientos divinos que nunca han de faltar”.
1.5.- “Grandeza y desdicha”
de la vida célibe / célibe-matrimonio El actual debate en torno al celibato,
puede parecer que es la ley eclesial, pero muchos expertos opinan, que más bien
el punto cuestionable de la crisis radica en la manera de vivir la consagración
celibataria del sacerdocio. Podemos ver que la vida célibe sobre todo en el
momento actual se halla bajo aquel rótulo que titula el libro de J. Garrido,
“grandeza y desdicha….”. Después de los últimos escándalos de abusos sexuales
que se han denunciado, sobre lo ocurrido en las últimas décadas, de parte del
clero y que la Iglesia ha pedido perdón y esta tratando de sanar las heridas de
las víctimas, y la expulsión de la vida clerical de los ministros que se
aprovecharon de sus víctimas. Y voy a referirme en este momento, sobre la
“desdicha”, no lo hago porque ésta sea menos, sino porque hoy en día resulta
evidente: no sólo el hecho, de que no pocos sacerdotes, lleven una vida
engañosa, ocultando indecorosamente bajo la fachada del celibato una vida
cuasi-matrimonial, sino también porque hoy en día las satisfacciones
sustitutivas que pueden darse en una vida célibe aparecen bien a las claras.
Así lo estima Blarer: “cuando en lugar del amor pastoral aparece el afán de
dominio, la arrogancia y el narcisismo. Los impulsos instintivos reprimidos y
las relaciones ocultas, han convertido a no pocos “hombres de Dios” en rígidos
moralistas que imponen a la gente cargas que ellos mismos no serían capaces de
soportar. Viendo estas cosas, no es difícil sospechar el gran sufrimiento que
se ha causado en la Iglesia católica a lo largo de los siglos a consecuencia de
los abusos cometidos en el celibato. Siempre que la forma de vida célibe, no se
halle en total armonía con la persona del pastor de almas, brotan de ella
ansiedades, inhibiciones y represiones que privan de su fundamento al verdadero
amor-eros célibe. Hay estimaciones según las cuales el 10% aproximadamente de
los psicoterapeutas abusan ocasionalmente de su profesión, para tener
relaciones sexuales con sus pacientes. Probablemente la situación es parecida
en el caso de los pastores de almas” . Podemos derivar la siguiente cuestión:
si se “corta por lo sano” y se suprime el celibato, entonces se verá lo que
sucede con los matrimonios fracasados, que por infidelidad, incompatibilidad de
caracteres, rutina conyugal, desencanto afectivo-sexual, etc., si ocurriera de
manera análoga, en el caso de un clero casado, no sería lo más conveniente de
cara al bien de la Iglesia. Y además, si alguien no está dispuesto a cumplir su
promesa de fidelidad al celibato, ¿cómo logrará guardar la fidelidad conyugal?
Aquel que, siendo célibe, lleva una vida egocéntrica, ¿cómo llevará una vida
diferente estando casado? Asimismo, como se vio hace algunos años en un
programa de televisión, en el que habló el “patriarca” del psicoanálisis
católico, Albert Görres, el porcentaje de matrimonios felices y el de vidas
célibes logradas, según su experiencia profesional, era casi idéntico: el 10%
de los matrimonios que son plenamente felices en su vida conyugal; otro 10% lo
son hasta cierto punto; el resto se halla en una zona gris o su matrimonio ha
fracasado. Los mismos porcentajes se indican con respecto al celibato. Por eso,
en la mayoría de los casos, los problemas que surgen con una de estas dos
formas de vida no pueden resolverse pasándose sencillamente a la otra forma de vida.
La “solución” hay que buscarla en otra parte.
Crisis y realismo del
celibato sacerdotal después de Vaticano II
Las enseñanzas del
Vaticano II, sobre el celibato fueron desarrolladas pocos años después por
Pablo VI, en la Encíclica Sacerdotalis coelibatus. Ello no evitaría, sin
embargo, que se produjera una considerable presión –de diversa procedencia– a
fin de suprimir el requisito del celibato obligatorio en la ordenación al sacerdocio,
a la par que se producía un éxodo masivo de entre las filas del clero.
Ciertamente, muchos de los que decidieron abandonar su ministerio arguyeron la
cuestión del celibato como principal causa de su defección.
Después de la
encíclica, la crisis del celibato se agravó de tal manera debido a las
declaraciones y al comportamiento de cierto número de sacerdotes holandeses que
Pablo VI se sintió impulsado a publicar una declaración personal sobre el tema
en 1970. Las declaraciones realizadas en Holanda, comentaría el Papa, le habían
causado una “profunda aflicción”, por la “grave actitud de desobediencia” a la
ley de la iglesia latina que aquella implicaba. En algunos sectores se esperaba
que el Sínodo de 1971 modificara la posición de la Iglesia y, para preparar el
terreno, se había orquestado una campaña como la describiría cierto crítico
“con un fervor prácticamente profético”. Un informe de la Comisión Teológica
Internacional publicado antes del Sínodo, sugiriendo que el celibato fuera
opcional, había alimentado quizá esas expectativas. Al mismo tiempo que
mantenía que el celibato era el mejor camino. El Sínodo rechazó las presiones y
afirmó categóricamente que “la ley del celibato sacerdotal existente en la
iglesia latina ha de ser mantenida en su integridad”. Sin embargo, las
presiones para hacer del celibato un requisito opcional para el sacerdocio
siguen siendo constantes.
Tensión valorativa
Hace 30 años la
crisis del celibato eclesiástico era debida en buena parte a una valoración o
revalorización positiva de su... alternativa natural, el matrimonio, realidad
humana maravillosa y misterio de santidad, vista no como alternativa sino como
añadidura funcional al sacerdocio; y al descubrimiento de valores que la
condición celibataria, se pensaba, no permitiría apreciar y vivir
suficientemente, como la integración afectiva, la potencialidad
psicológicamente liberadora de la sexualidad como principio dinámico de la
relación con el otro, lo positivo (y para algunos la necesidad) del ejercicio
sexual; y al surgimiento de una sensibilidad apostólica nueva, como –por
ejemplo– la exigencia de una encarnación más real del sacerdote en el mundo
secular y la necesidad de captar más de cerca, experimentándolos en sí mismo,
los problemas de la gente y de la familia .
Para muchos la
Iglesia es una madrastra despiadada. Algunos sondeos de opinión sobre el tema
del celibato obligatorio dieron estos resultados: en Holanda el 75% de los
sacerdotes entrevistados, en Bélgica el 64%, en USA el 60%, en Francia el 70%,
en Italia el 63% según una encuesta, el 50% según otra; en Alemania “la mayor
parte” de los sacerdotes encuestados, desearían el celibato optativo, de igual
manera en América Latina, según las encuestas de los primeros años 70, “la
situación es tal que se vaciarían los seminarios e induciría a la búsqueda de
un sacerdocio ordenado después del matrimonio” .
Deserciones sacerdotales
Después del Concilio
Vaticano II, fue el tiempo de una pesada hemorragia de salidas de sacerdotes de
la Iglesia, a causa del celibato: según los datos publicados por la Oficina
central de estadística de la Iglesia, el motivo aducido por el 94,4% de los
8.287 presbíteros que han abandonado el sacerdocio del 64 al 69 ha sido el
celibato.
Un dato
desconcertante y que habla por sí solo. Como una síntesis bien elocuente de la
complejidad, de un periodo de crisis del celibato.Pero será necesario ir
adelante para hacer una adecuada lectura de la problemática.
Menos ilusión y más realismo
Hoy en día han
cambiado notablemente las cosas, aunque no es nada fácil descifrar o discernir
el sentido y la dirección de cambio. Por un lado, la visión del sacerdote de
hoy es más inteligente y objetiva sobre este tema y, al mismo tiempo, al menos
por lo que parece, menos problemática y polémica: queremos decir que en general
parecen venir a menos aquellas actitudes idealistas típicas del adolescente,
“psicología del fruto prohibido”.
Por otro lado hay más
realismo en el clero actual a cerca de la valoración de la problemática sexual,
de sus raíces y de su complejidad, así como sobre la interpretación más amplia
del camino de la maduración afectivo-sexual y de los componentes de la misma
madurez.
El presbítero de hoy
sabe que dentro y detrás de la crisis afectiva se pueden esconder otras
realidades personales problemáticas, sabe o intuye que las dificultades para
vivir el celibato pueden tener, y normalmente la tienen, una historia y
prehistoria propia, más o menos larga, y que la crisis actual en el área
afectivo-sexual podría ser solamente el punto terminal, la caja de resonancia
del problema con una raíz no sexual, como la crisis de fe, de identidad o de
fidelidad, etc.
Se ve cómo ha
cambiado esta mentalidad entre los sacerdotes lo dice el sondeo de 409
sacerdotes (entre ellos 226 párrocos) realizado por Doxa para el Avvenire ante
la proximidad del Octavo Sínodo de Obispos (Roma, octubre 1990) dedicado al
análisis de la formación de los sacerdotes: «sobre las causas de los abandonos
se rechaza la opinión común de que la causa sea la dificultad en vivir el
celibato. Para los sacerdotes esta es una causa real.
Pero viene sólo
después de la crisis ideológica, es decir, después del desaliento en la propia
misión, en definitiva, de una ‘crisis de identidad’, que afectaría a algunos
sacerdotes” y que podría dar lugar a dificultades específicas en el área de la
afectividad y del celibato.
El dato de que el
94,44% de sacerdotes han abandonado o dicen haber abandonado por causa del
celibato, parece un tanto adulterado, y debe ser leído e interpretado teniendo
presente lo que la moderna psicología ha descubierto y viene repitiendo:
cualquier problema personal tiene un matiz afectivo y se puede manifestar en el
área afectivo-sexual sin ser originado en esa área, aunque el mismo sujeto no
se dé cuenta y crea que el problema sea de naturaleza sexual y se resuelva en
esa parcela.
El sexo, en resumen,
tiene las características de la plasticidad y de la omnipresencia, por la cual
puede estar en relación e influenciado por muchos y diferentes aspectos y
desórdenes de la personalidad; es decir, toda fuerza motivacional de la persona
(como por ejemplo el sentido de inferioridad, la necesidad de dependencia
afectiva, la agresividad, etc.) puede usar las manifestaciones y relaciones
psicosexuales como medio de expresión de sus ideales, aun de los auto
trascendentes.
En esta situación la
crisis afectivo-sexual ocultaría otra crisis más radical; o la dificultad para
vivir el celibato estaría determinada por una dificultad distinta y más
profunda . En definitiva, es ingenuo y poco científico tomar el hecho del 94,4%
de los que piden la dispensa “por causa del celibato” como dato que refleja una
situación y una motivación real y objetiva, o como elemento que manifiesta la
verdad intrapsíquica de aquellos ex sacerdotes. Este es el motivo por el que en
muchos casos el matrimonio no ha resuelto, después de un periodo aparentemente
positivo, los problemas del ex sacerdote.
Según lo que aparece
en una encuesta encargada por la Conferencia episcopal americana: en los
matrimonios de los ex sacerdotes, después de un periodo inicial de buena
adaptación y armonía, aparece durante largo tiempo un índice de tensión
conyugal doble que en los matrimonios comunes, lo que parece demostrar que la
tensión, disminuida con el abandono del sacerdocio, vuelve a presentarse en la
nueva situación después de un tiempo de consuelo .
Es evidente que
aquella tensión no está unida primariamente a una problemática afectiva o
sexual y que por lo tanto no pudo ser resuelta por un remedio de ese tipo. Esto
es lo mismo que Burgalassi ha manifestado con su muestrario de ex sacerdotes
italianos: “La mayor parte de los que han abandonado el sacerdocio, declaran
que sólo parcialmente o nada ha satisfecho el paso que han dado y esta
insatisfacción aumenta al pasar los años de su abandono de su sacerdocio” .
En suma, gracias a
una interpretación más correcta de las verdaderas causas de la crisis, debido
también al aporte del análisis psicológico, parece que hoy hay una menor
ilusión sobre la capacidad “terapéutica” del matrimonio, como solución de todos
los problemas del sacerdote. Además, hay un elemento nuevo respecto al pasado,
parece que está en aumento la recuperación de las razones profundas por las que
conviene una unión entre sacerdocio y celibato. Las objeciones y críticas del
periodo postconciliar contra el celibato están “hoy en camino atenuante”.
Así Mons. Defois, ex
secretario de la Conferencia Episcopal Francesa, a la pregunta de si hay
todavía discusión sobre la obligatoriedad de la ley del celibato, responde: “No
está aquí el verdadero problema. La crisis del ministerio abarca también a los
protestantes. El verdadero problema es la identidad del sacerdote. El celibato
es aceptado en la medida en que aquella es comprendida. Es necesario que haya
una reflexión más profunda”.
Soledad
Otra señal, todavía
más indicativa de la evolución actual, nos dice Cencini, es la resultante de la
convención FIAS (Federación Italiana de Asistencia a los Sacerdotes) de junio
de 1989 sobre la soledad del presbítero; de los cerca de 500 sacerdotes diocesanos
que han respondido a un cuestionario propuesto para la preparación de la
reunión, sólo 3 han puesto en el celibato la causa de la soledad y en la
abolición de su obligatoriedad la solución al problema.
Todavía más
significativa es una encuesta dirigida en el 93-94 a 600 estudiantes de
teología elegidos entre los que frecuentaban la Universidad Pontificia
Gregoriana y Lateranense, el Seminario Episcopal de Brescia y el Pontificio de
Molfetta, el Colegio Teológico Rogacionista y otros de distintas procedencias,
compuesto por estudiantes residentes en Roma, pero elegidos al caso: el 54%
sostiene que el celibato es el obstáculo mayor para escuchar la llamada
vocacional, mientras el 27% atribuye este papel a la soledad. Ahora bien,
podemos ver como la soledad, aparece como fenómeno ligado a una compleja
realidad de factores.
Formación
Pero hay otro dato
que es ahora más importante, siempre interpretable desde la óptica de un mayor
realismo: lo que puede identificarse cada vez más como el elemento decisivo del
problema del celibato, la formación. La llamada al celibato sacerdotal, afecta
a las inclinaciones naturales más profundas de los vocacionados, y esta no se
adapta espontáneamente a esa opción de vida evangélica; por eso se necesita una
formación fuerte, cualificada y específica de los formandos.
La experiencia de la
Iglesia en estas últimas décadas, pone muy bien en evidencia que el problema
hoy, no es tanto el celibato en sí mismo y la posibilidad de vivirlo, también
desde un punto de vista psico-afectivo, sino en cuanto a la formación y la
calidad de esa formación para llevar una vida célibe. El futuro célibe sabe
durante el tiempo de formación que el celibato consagrado es una de las
modalidades de la existencia sacerdotal.
El candidato al
sacerdocio, no es engañado por nadie. ¿Qué sentido tiene, una vez encarnado en
su ministerio y con el tardío despertar de su afectividad y sexualidad,
reprochar a la Iglesia el haberle impuesto el celibato? La Iglesia no obliga a
nadie a que se haga sacerdote.
Muchas situaciones
ambiguas se van esclareciendo y la Iglesia debe pronunciar una palabra
significativa para dar a este estado de vida, el sacerdocio celibatario, todo
su significado. Con la experiencia y la mirada retrospectiva en estos últimos
años podemos decir que hoy no es el celibato consagrado lo que está en
cuestión, sino el modo como las personas, lo interpretan para enmascarar, negar
o en el mejor de los casos integrar la pulsión sexual.
Creo, en definitiva,
que al menos desde el punto de vista de la autoconciencia, acerca de la raíz
del problema del celibato y su posible solución, hay una cierta maduración en
el clero en estos últimos años, en la línea de un mayor realismo.
La enseñanza de la Iglesia sobre el celibato
Antes de analizar las
influencias que provocaron un cambio en la percepción del sacerdocio, conviene
recordar brevemente las enseñanzas de la Iglesia sobre el celibato en el
momento actual. El Vaticano II afirmó la tradición sobre el celibato en la
iglesia occidental.
Más adelante, Pablo
VI, partiendo de sus enseñanzas, desarrollaría una rica teología del celibato
en su encíclica Sacerdotalis coelibatus , un documento que no sería bien
acogido en algunos sectores, pero que cuatro años más tarde vería reafirmada su
enseñanza en el Sínodo de Obispos de 1971:
“Lo que mantiene la
ley existente es la íntima y múltiple coherencia entre la función pastoral y la
vida de celibato: el que libremente accede a vivir una total disponibilidad –el
carácter distintivo de esta función–, libremente se compromete con una vida de
celibato. El candidato debería aceptar este modo de vida, no como algo impuesto
desde fuera, sino como una manifestación de su libre entrega, que es aceptada y
ratificada por la Iglesia a través del obispo. De esta forma, la ley se convierte
en protección y salvaguarda de la libertad con la que el sacerdote se entrega a
Cristo, convirtiendo su entrega en un “yugo suave”.
La misma posición fue
adoptada en la edición revisada del Código de Derecho Canónico de 1983:
“Los clérigos están
obligados a observar una continencia perfecta y perpetua por el Reino de los
cielos y, por tanto, quedan sujetos a guardar el celibato, que es un don
peculiar de Dios, mediante el cual los ministros sagrados pueden unirse más
fácilmente a Cristo con un corazón entero y dedicarse con mayor libertad al
servicio de Dios y de los hombres”.
En la preparación del
Sínodo de Obispos de 1990 y posteriormente, hubo una fuerte presión para que se
introdujera el celibato opcional. El pensamiento actual de la Iglesia acerca del
celibato sacerdotal se manifestó claramente en el documento sinodal sobre la
formación sacerdotal Pastores Dabo vobis, publicado el 25 de marzo de 1992.
Como si se anticipara a la actual corriente de especulación y agitación, Juan
Pablo II afirmó: “El Sínodo no quiere dejar ninguna duda en la mente de nadie
sobre la firme voluntad de la Iglesia de mantener la ley que exige el celibato
libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenación sacerdotal
en el rito latino”. Esta es, en líneas generales, la enseñanza de la Iglesia,
sobre el estatus actual del celibato.
Influencias teológicas sobre
el sacerdocio
El Vaticano II dedicó
dos de sus dieciséis documentos al tema de los sacerdotes: uno sobre la
formación de los futuros sacerdotes y otro en torno al ministerio y vida de los
presbíteros. Ambos documentos constituyen una declaración valiosa y bien
desarrollada del pensamiento de la Iglesia acerca del sacerdocio católico y con
razón sirvieron para avivar las esperanzas de renovación de la vida espiritual
y la eficacia pastoral del clero.
En el último cuarto
del siglo XX se produjo una hemorragia en las filas del sacerdocio, de la que
quizás no exista otro precedente en la historia de la Iglesia a no ser el de
las primeras décadas de la Reforma. El papa Juan Pablo II se ha referido a este
éxodo como uno de los mayores reveses para las esperanzas de renovación
suscitadas en el Concilio. Se trató de un fenómeno de alcance universal que
afectó tanto a sacerdotes seculares como a religiosos, pero con un carácter más
acusado en los países desarrollados de Europa occidental y Norteamérica. A
estos aspectos negativos hay que añadir un significado declive en el número de
vocaciones sacerdotales en los años posteriores al Concilio Vaticano II, al
menos en la parte occidental más desarrollada.
Al mismo tiempo que
se producía el desarrollo de estos países se comenzó a cuestionar seriamente la
misma identidad del sacerdocio católico. ¿Fue esta pérdida de seguridad y de
confianza en la esencia del sacerdocio una de las razones principales por la
que muchos decidieron abandonar su vocación? o ¿Contribuyó este hecho, a minar
la percepción tradicional católica del sacerdocio, hasta el punto de que muchos
menos jóvenes se sentían favorablemente dispuestos o capacitados para ver en la
vocación algo por lo que merece la pena adoptar un compromiso para toda la
vida? No hay duda de que el debate en torno a la identidad sacerdotal, daño la
adecuada percepción del compromiso, con las consiguientes defecciones en las
filas del clero y un creciente rechazo de los jóvenes a considerar el
sacerdocio como opción viable.
El cardenal Ratzinger
analizó este fenómeno en profundidad en su discurso de apertura al Sínodo de
Obispos sobre la formación de los sacerdotes y volvió a tratarlo en un
documento publicado para conmemorar el treinta aniversario de la proclamación
del decreto Presbyterorum ordinis en 1995. El Concilio, según refiere, resolvió
publicar un decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros,
consciente de que en aquel momento la idea tradicional del sacerdocio católico
en algunos sectores de la Iglesia estaba perdiendo valor. En los círculos
ecuménicos se hacían patentes los gérmenes de una crisis en el concepto de
sacerdocio católico; una crisis que, según sus palabras, se inflamaría tras el
Concilio, provocando efectos devastadores en los sacerdotes y en las vocaciones
al sacerdocio.
Cambio en las perspectivas
morales
Hasta principios de
los años setenta, las vocaciones en Iglesia eran crecientes en los seminarios.
Alcanzaron su máximo desarrollo en los sesenta y, a partir de entonces,
comenzaron a decrecer de forma gradual. En la primera mitad de los noventa se
produjo un rápido declive, alcanzando en 1996 el número más bajo de
incorporaciones de todo el siglo XX.
Uno se pregunta: ¿qué
es lo que ha provocado un cambio tan significativo? ¿Por qué se ha visto
reducido el número de vocaciones a un débil reguero, comparado con la firme
corriente de hace una generación? ¿Por qué ocurre que el sacerdocio parece no
tener ya tanto atractivo como un estilo de vida desafiante? ¿Es lo que se
conoce como celibato obligatorio lo que disuade a los jóvenes que aspiran al
sacerdocio o hay razones estructurales más profundas?
Los años
transcurridos desde el Vaticano II han sido tiempos de grandes cambios en la
Iglesia. Esto ha dado lugar a una percepción diferente de la fe y a una
relajación del compromiso celibatario y que en la práctica se ha manifestado en
una dramática desbandada, especialmente acusada en las zonas urbanas. Los
estudios sobre las actitudes de la gente joven con respecto a la religión
revelan un rechazo de los elementos esenciales de la fe.
Algunos aspectos
significativos de la enseñanza moral cristiana se han dejado de presentar con
suficiente afectividad a un número cada vez mayor de generaciones más jóvenes.
Esta laguna de credibilidad, si pudiéramos definirla así, tiene una relación
particular con los hábitos sexuales. La realidad de este cambio de actitud
encuentra su justificación en el rápido crecimiento en los niveles de
ilegitimidad y de aborto de los últimos veinticinco años.
La superficialidad
con la que se trata la virtud de la castidad en los medios de comunicación ha
contribuido a oscurecer la estimación de su carácter de virtud. Mucha gente
considera que vivir las exigencias tradicionales de la pureza de pensamiento y
de obra es un hecho fastidioso y conducente al escrúpulo. En consecuencia, la
promiscuidad, o lo que podríamos denominar placer sexual, se está convirtiendo
cada vez más en una situación “normal” entre los adolescentes.
Estos cambios en el
punto de vista moral afectan también a los casados, como lo refleja el hecho de
que una elevada proporción de parejas utilice actualmente algún tipo de
anticonceptivo. En una sociedad donde tales actitudes se hallan cada vez más
arraigadas es inevitable que surjan dificultades para entender la idea del
celibato y el compromiso personal que implica.
Influencias culturales e
intelectuales
Nos podríamos
preguntar: ¿cuáles han sido las causas de este cambio de actitud hacia la fe,
hacia el sacerdocio y hacia la castidad? ¿Qué razones no teológicas han
afectado a la forma de percibir el sacerdocio en los últimos treinta años?
Ocurre que muchos países occidentales, con raíces cristianas, se han visto
afectados en su entorno social y cultural por diversos tipos de influencia.
Éstos se han introducido por diversas vías, pero se han dejado sentir con
especial virulencia en los medios de comunicación, la filosofía educativa y la
legislación.
Pese a todo, creo que
puede ser útil tratar de identificar algunas de las tendencias que subyacen en
las actuales actitudes culturales. Ello nos proporcionará al menos una
perspectiva para poder evaluar el actual punto de vista sobre el sacerdocio y
la vocación al celibato y, presumiblemente, ayudará a los sacerdotes a entender
por qué han cambiado tanto las cosas desde el Vaticano II hasta nuestros días.
Libertad y verdad
La búsqueda de
libertad personal es uno de los rasgos más característicos de la cultura
contemporánea. Normalmente se le considera un bien superior al que otros
valores deberían subordinarse, especialmente los que parecen restringir la
libertad. De ahí que todo lo que se considera tabú o una reliquia de
prohibiciones o temores arcaicos se ve como una traba a la libertad humana y
para la libertad de expresión. Como resultado, el concepto de un compromiso
permanente y personal tiende a considerarse cada vez más como una imposición o
como algo imposible de conseguir. El entorno cultural en general anima a la
gente a sentirse libre a la hora de determinar su propio código moral y a no
acomodarse a ningún sistema que considere impuesto desde fuera.
Este concepto de
libertad, - la ausencia de cualquier tipo de compromiso estable y permanente, -
no ve la obligación de mantener ningún vínculo con el pasado, excluyendo de
esta forma la posibilidad de proporcionar algún tipo de herencia a los que
vengan detrás. Los psicoanalistas y conductistas tienden a separar la culpa de
la responsabilidad personal, que es el correlato de la libertad, y declaran que
el pecado es el resultado de diversas formas de condicionamiento, hereditario,
social, cultural, etc. Podemos decir que se ha producido una pérdida radical
del sentido del pecado. El hombre es cada vez menos consciente de su necesidad
de redención pero su sentido de alienación no se extingue. Al contrario, se
hace más opresivo. Y, paradójicamente, mientras que la confesión sacramental ha
dejado de ser un rito sagrado en la vida de muchos, la psiquiatría y otras
formas de asesoramiento seculares se han convertido en prósperas industrias.
Relativismo
La Ilustración del
siglo XVIII había prometido desembarazarse de lo que consideraba mito y tabú
–principalmente de la fe, para sustituirlo por una ética humanística y un
equilibrio social racional. Se proponía conseguir un código ético de carácter
consensuado, más que basado en la convicción, rechazando expresamente la noción
de verdad absoluta, sobre todo en el terreno de la moral. Las elecciones de
carácter ético, según este sistema, eran personales más que racionales, y la
creencia religiosa era considerada como un tipo de experiencia personal que no
debía sobrepasar los límites de la conciencia personal.
En la vida pública
parece existir miedo a afirmar la verdad, a señalar que una postura concreta,
ya sea de carácter legal, político o moral, se encuentra en oposición a ella.
Es un rasgo indicativo de hasta qué punto la cultura contemporánea se halla
profundamente impregnada de relativismo moral y de su influencia en nuestra
propia actitud. Si todas las verdades son relativas, como postularía cualquier
filosofía pluralista, nadie está en disposición de defender unos valores éticos
absolutos, ya sea por falta de convicción o por temor a ser ridiculizado por
los medios de comunicación.
No es de extrañar
que, en un contexto cultural semejante, el celibato como estilo de vida pueda
parecer algo marginal y esotérico, sobre todo ante la idea de considerarlo como
una opción personal.
Cientifismo y utilitarismo
En un mundo donde las
ciencias naturales proporcionan el paradigma dominante de conocimiento y donde
los sentimientos han sustituido a la filosofía y la revelación como clave de la
realidad, existe un profundo escepticismo respecto al establecimiento de una
adecuada fundamentación de un sistema moral coherente. Desde esta perspectiva,
la autonomía de la razón se ve restringida por los hechos verificables por las
ciencias, y el conocimiento real se ve reducido a las verdades que tales
ciencias proporcionan.
El utilitarismo es
una filosofía que busca el propio interés y, por tanto, contradice la enseñanza
cristiana de que el verdadero bien del hombre no consiste en el propio interés
sino en la entrega de sí y el servicio a los demás. El consciencialismo y el
proporcionalismo son formas actuales de utilitarismo. No permiten que nadie
diga que una acción es intrínsecamente mala, sino únicamente mejor o peor que
las otras.
Esta actitud choca de
frente con la idea cristiana de felicidad, lograda mediante la donación
completa de uno mismo, especialmente en el matrimonio o en el amor comprometido
del celibato.
Individualismo y
democratización
El termino
“individualismo” encierra gran parte de lo que actualmente sucede en la cultura
contemporánea. Es característico de algunas de las actitudes señaladas, pero
también es evidente en la creación de un conflicto aparente entre la persona y
diferentes formas de autoridad. Una de las consecuencias del individualismo es
la pérdida de la noción de bien común y del compromiso de solidaridad humana. Teniendo
en cuenta que la familia es la unidad básica de estabilidad en la estructura
social y el contexto principal en el que tanto los valores morales como las
normas culturales y tradicionales son transmitidos a las sucesivas
generaciones, cualquier desintegración de este ámbito conlleva necesariamente
un efecto negativo sobre la pervivencia de la fe y su transmisión. Esto, a su
vez, tiene efectos perjudiciales para las vocaciones al sacerdocio, ya que la
familia cristiana es lugar insustituible para la gestación de dichas
vocaciones.
La moral relegada al ámbito
privado
El pluralismo, tal
como se entiende hoy día en el ámbito político, es la presunción de legislar
por la libertad en diferentes áreas, pero una libertad emancipada de sus
fundamentos de moral y de verdad. Según este enfoque, no existiría ninguna base
que sustentara los valores absolutos fuera de uno mismo; estos valores serían
subjetivos y, por tanto, privados, y lo único que restaría hacer es legislar
sobre la base de un consenso democrático, que es siempre mudable. Ciertamente,
a tenor de esta lógica, los valores deberían permanecer en la esfera privada a
fin de preservar la democracia.
El positivismo legal
de nuestros tiempos ha desvirtuado enormemente aquellas elocuentes palabras que
encontramos en el Evangelio de san Juan: “Y conoceréis la verdad y la verdad os
hará libres” (Jn.8,32). El Evangelio nos enseña que la libertad surge de
nuestra relación con algo exterior a nosotros mismos. Alcanzamos la libertad en
la medida que adaptamos nuestro estilo de vida y nuestras ambiciones a la
verdad objetiva. Sin embargo, la actual corriente de doctrina política y social
intenta tergiversar esta relación entre libertad y verdad, reduciéndola a un
eslogan sin contenido.
Bajo la excusa de
pluralismo y como un paso adelante en la libertad, se presentan propuestas
legislativas a favor de la contracepción, el divorcio, la homosexualidad o el
aborto. En ningún sitio, sin embargo, encontraremos definiciones claras de lo
que los legisladores entienden por libertad o pluralismo. Y en este proceso, la
gente acaba convencida de que todo lo que es legal es moralmente aceptable.
Pero el auténtico
pluralismo no implica ocultar nuestras más profundas diferencias. Por el
contrario, significa aceptarlas dentro del común compromiso con respecto a los
demás. El pluralismo no es indiferencia en lo que se refiere a la verdad; es un
genuino respeto hacia los demás y hacia sus convicciones.
Recuperar el conocimiento de
la esencia del sacerdocio y el celibato
Está claro pues, que
actualmente hay algunas corrientes de influencia en nuestra sociedad que con
frecuencia están en competencia directa con los preceptos del Evangelio y son
hostiles al mismo. Éste es el entorno en que los sacerdotes tienen que vivir y
en el que tienen que intentar hacer del celibato un hecho comprensible para
ellos mismos y para los demás.
Sin embargo, no
deberían desanimarse ante las presiones culturales y sociales que oponen
dificultades a la proclamación del mensaje de Cristo. La verdad que encierra la
enseñanza del Maestro es atractiva y desafiante y, en último término, es la
única visión de la realidad capaz de satisfacer los anhelos más profundos del
corazón humano. Si el sacerdote se encuentra impulsado por una profunda fe en
el poder de la gracia y tiene el valor suficiente para proclamar las
implicaciones que el Evangelio conlleva en la vida personal, familiar y social,
no tiene por qué dudar de que se producirá una reevangelización de la cultura y
que se recuperarán las raíces cristianas.
La sombra de los escándalos
clericales arrojada sobre el celibato en los últimos años, unida a los
esfuerzos de algunos medios de comunicación por minar el carisma, hace
necesaria la presencia de sacerdotes que, con el ejemplo de sus vidas,
contribuyan a recuperar la convicción acerca de su valor y de su validez
perenne. Como ya hemos observado anteriormente, el Beato Juan Pablo II, en la
encíclica Pastores Dabo Vobis, expresó su deseo de que el celibato fuera
presentado y explicado más plenamente desde un punto de vista espiritual,
teológico y bíblico.
El papa es consciente
de que muchas veces no se explica bien, hasta el punto de llegar a afirmar que
el extendido punto de vista de que el celibato es impuesto por ley “es fruto de
un equívoco, por no decir de mala fe”.
Mientras que se
pueden aducir argumentos prácticos en defensa del celibato, en cuanto que se
trata de un carisma esencialmente sobrenatural, las razones históricas,
escriturísticas y teológicas como sugiere el Santo Padre son el único
fundamento para su justificación. En los recientes debates se ha prestado poca
atención a estos aspectos del celibato. Uno de los objetivos de esta tesis es
el de replantear estos argumentos, analizando las razones que justifican su
profunda importancia para entender adecuadamente esta disciplina.
Ningún otro como el
Beato Juan Pablo II ha hecho tanto para exponer los fundamentos teológicos y
escriturísticos del celibato. Los desarrolló en sus catequesis semanales en
Roma, en documentos magisteriales y en sus innumerables alocuciones a los
sacerdotes en todas partes del mundo en los últimos veinte años. Una
característica peculiar de las enseñanzas del B. Juan Pablo II sobre el
celibato es que constantemente lo pone en relación con la vocación al
matrimonio. Para él son estados correlativos en la vida; uno ilustra el
compromiso implicado en el otro y ambos reflejan la única vocación a la
santidad.
A esta conclusión
llega como resultado de un profundo y prolongado estudio de los datos que
ofrece la Revelación para permitirnos construir una antropología válida. En su
catequesis semanal sobre “el significado nupcial del cuerpo”, entre 1979 y
1984, B. Juan Pablo II desarrolló una rica antropología cristiana basada en la
Escritura y la realidad de la Encarnación. Como gráficamente señala, fruto de
la Palabra de Dios hecha carne, “el cuerpo entró en la teología por la puerta
grande” . Así pues, para formular una adecuada teología del celibato y del
matrimonio, es necesario considerar las implicaciones antropológicas
fundamentales de estos compromisos.
Con razón el B. Juan
Pablo II, defiende con fuerza que una decisión madura hacia el celibato sólo
puede brotar de la plena conciencia del potencial de entrega que ofrece el
matrimonio . El seminarista necesita formación más profunda también si quiere
que la enseñanza de la Iglesia sobre la sexualidad humana sea creíble en una
cultura cada vez más influida por la ética materialista y utilitarista.
El celibato es un don
del Espíritu Santo y por tanto un carisma esencialmente sobrenatural. Sin
embargo, llevamos este tesoro en vasos de barro y, como nos recuerda con fuerza
San Pablo, hay una lucha constante entre los deseos de la carne y las
aspiraciones del Espíritu. Proteger y alimentar este don requiere un esfuerzo
constante, un ascetismo sostenido por la participación diaria en el misterio
pascual de la muerte y resurrección de Cristo.
La experiencia
pastoral de la Iglesia a lo largo de los siglos ha acumulado un rico bagaje de
sabiduría cristiana sobre el modo de cultivar el celibato sacerdotal como un
medio de identificación más profunda con Cristo, sacerdote eterno, y sobre cómo
apartar los obstáculos que puedan surgir en esta búsqueda. El desafío del
celibato se trata de un medio de santidad personal y un medio efectivo de
actividad pastoral.
Redescubrir el sacerdocio
Teniendo en cuenta la
forma en que los sacerdotes han sido atacados por los medios de comunicación en
los últimos años, no es de extrañar que puedan sentirse inseguros e indecisos
acerca de la identidad y el concepto que tienen de sí mismos. A los ojos de la
gente, además, el sacerdocio parece haber perdido algo de su prestigio. Por
ello, podría ocurrir que los sacerdotes se volvieran vacilantes en su ímpetu
pastoral y defensivos en su predicación del Evangelio, tentados por una falta de
convicción acerca de su vocación.
En las circunstancias
actuales, los sacerdotes necesitan redescubrir el sentido de la dignidad y la
grandeza de su llamada. Es algo que han de conseguir no tanto centrándose en el
aspecto normalmente humano como reflexionando más profundamente en el misterio
de Jesucristo y en la participación que el sacerdote tiene en ese misterio. Por
el sacramento de la Ordenación, Cristo toma posesión del sacerdote como algo
propio. Fruto de ello, se vuelve capaz de hacer lo que nunca podría por propia
iniciativa: hacer presente el sacrificio de Cristo, confeccionar la eucaristía,
absolver los pecados y otorgar el Espíritu Santo, prerrogativas divinas que
ningún hombre puede obtener con su propio esfuerzo o por delegación de ninguna comunidad
.
En unos momentos en
los que se habla mucho de libertad, el sacerdote es el único que puede absolver
a la gente del peso de sus pecados y obtener así para ellos la mayor de todas
las libertades. Afirmaba Chesterton que la última razón que le llevó a
convertirse al catolicismo fue que la iglesia católica era la única Iglesia que
le garantizaba el perdón de sus pecados. Y ahí fue donde entrevió la dignidad
fundamental del sacerdocio católico. Quizás los sacerdotes necesiten
redescubrir esta verdad por sí mismos.
El sacerdocio es un
compromiso exigente pero, si se ejerce con verdadera fidelidad al sacerdocio de
Cristo, es la más satisfactoria de todas las profesiones o vocaciones humanas:
otorga una formación teológica e intelectual profunda e impulsa a conocer a
fondo la gran herencia de la cultura y sabiduría cristianas y todo lo que las
ciencias humanas pueden aportar, a fin de ganar el corazón del hombre para Cristo.
El sacerdocio es el don más grande que Cristo ha otorgado a la humanidad, pero
ofrecido a un número relativamente pequeño de personas. Sólo a ellos ha
dirigido Cristo estas palabras: “Como el Padre me ha enviado, así os envío yo”
(Jn. 20,21) .
De entre las muchas
cosas que se han escrito en los debates actuales en torno al celibato, me llamó
especialmente la atención una, que, curiosamente, fue escrita por una conversa,
mujer de un converso al catolicismo, antiguo ministro anglicano. Declara sobre
el celibato sacerdotal, que “es una joya de la iglesia católica, que ha sido
cuestionada únicamente porque nos hemos obsesionado con la satisfacción sexual,
olvidando la otra satisfacción espiritual, que el sacerdocio ofrece a su grey”.
Palabras elocuentes, de alguien que viene de afuera a la Iglesia católica, y
redescubre, el valor intangible, del testimonio de tantos ministros fieles a
sus promesas sacerdotales que son un paradigma para los hombres.
Origen y evolución histórica
del celibato sacerdotal
Aspectos históricos
Existe una amplia
gama de opiniones en cuanto al comienzo y desarrollo del celibato en la
Iglesia. Algunos afirman que se hizo obligatorio a partir del siglo IV,
mientras que otros sostienen que el punto, de referencia es el II Concilio
Lateranense (1139). Tampoco hay acuerdo respecto a su origen, habiendo gente
que lo considera de origen apostólico o divino, mientras que otros afirman que
se trata de una mera expresión tardía de la disciplina eclesiástica.
Es bien conocido que
la práctica de la iglesia latina, que exige de sus sacerdotes un compromiso
irrevocable con el celibato, se diferencia de la disciplina de la iglesia
oriental. Existe una creencia comúnmente extendida de que en las iglesias
orientales –salvo casos excepcionales– no existe ley del celibato. Existe
también un extendido sentir de que la tradición oriental es la más antigua,
mientras que la disciplina latina habría sido impuesta en una fecha
comparativamente tardía. En los debates centrados en la tradición del celibato
en occidente, se suele apuntar como punto de referencia la disciplina de las
iglesias orientales.
¿Por qué esta
divergencia de disciplina entre Oriente y Occidente y cómo llegó a producirse?
¿Cómo se explica que en Oriente se insista de modo inflexible en el celibato
para los obispos y al mismo tiempo se fomente el matrimonio entre el clero?
¿Por qué en Oriente es normal que haya sacerdotes casados, al mismo tiempo que
nunca se ha permitido el matrimonio después de haber sido ordenado?
Esta variedad de
opiniones y de afirmaciones ciertamente contradictorias son consecuencia de un
conocimiento inadecuado de los hechos históricos, como lo confirman importantes
publicaciones recientes sobre la historia del celibato eclesiástico, tanto en
la iglesia oriental como en la occidental. Los estudios detallados de Cochini,
Cholij y Stickler, especialmente, abren nuevas vías en la historia y la
teología de este carisma y ofrecen una fuerte argumentación a favor del origen
apostólico de esta disciplina.
Para entender la
historia del celibato desde una perspectiva actual es necesario darse cuenta de
que en Occidente, durante el primer milenio de la Iglesia, muchos obispos y
sacerdotes eran hombres casados, algo que hoy es bastante excepcional. Sin
embargo, una condición previa para los hombres casados a la hora de recibir
órdenes como diáconos, sacerdotes u obispos era que después de la ordenación se
les exigía vivir una continencia perpetua o lex continentiae.
Con el asentimiento
previo de sus esposas tenían que estar dispuestos a renunciar a la vida
conyugal en el futuro. No obstante, junto a clérigos casados, hubo siempre en
la Iglesia, en proporciones variables, muchos clérigos que nunca se casaron o
que vivieron el celibato tal y como lo conocemos hoy. Con el paso del tiempo se
hizo más patente en la iglesia occidental la conveniencia de un sacerdocio en
celibato, lo que produjo una disminución en la proporción de hombres casados
llamados al sacerdocio.
Con la institución de
los seminarios en el Concilio de Trento, el número de candidatos al clero
célibe alcanzó una dimensión suficiente para abordar todas las necesidades de
las diócesis.
En consecuencia, los
casos de hombres casados admitidos a las sagradas órdenes mediante dispensa de
la Santa Sede fueron siendo cada vez menos frecuentes. En la primitiva Iglesia,
como ya indicamos, la ordenación de hombres casados era la norma. La Sagrada
Escritura lo confirma. San Pablo prescribe a sus discípulos Tito y Timoteo que
los candidatos al sacerdocio deberían haberse casado una sola vez (1 Tim.
3,2-12; Tit. 1,6.). Sabemos que Pedro estaba casado y quizás lo estuviera también
alguno de los demás apóstoles.
Es algo que parece
implícito en la pregunta de Pedro a Cristo: “Nosotros hemos dejado nuestras
cosas y te hemos seguido”. Y Jesús contestó: “Os aseguro que no hay nadie que
haya dejado casa, o mujer, o hermanos, o padres, o hijos por causa del reino de
Dios, que no reciba mucho más en este mundo y, en el venidero, la vida eterna”
(Lc. 18,28-30; Mt. 19,27-30).
Aquí se ve la primera
obligación del celibato clerical –la continencia– en relación con el uso del
matrimonio después de la ordenación. Éste fue el significado original del
celibato la lex continentiae o la absoluta continencia respecto a la generación
de los hijos. Así es como está definido en todas las leyes escritas primitivas
acerca del celibato, que datan de los siglos IV y V.
Los candidatos a la
ordenación no podían comprometerse a vivir la continencia sin el acuerdo previo
y expreso de sus esposas, puesto que, en virtud del vínculo sacramental, tenían
un inalienable derecho a las relaciones conyugales. Por diversas razones de
tipo práctico y ascético, se desarrolló en la Iglesia una preferencia por la
ordenación de hombres célibes no casados, preferencia que, poco tiempo después
se convirtió en el requisito normal para todos los candidatos al sacerdocio en
la iglesia occidental.
De ahí que, como se
ha señalado, en el primer milenio de la Iglesia, el celibato venía a significar
cualquiera de estas dos realidades: que los ministros ordenados no se casaban o
que, si los candidatos a la ordenación ya estaban casados, debían comprometerse
a una vida de continencia perpetua tras la ordenación. El no distinguir entre
la lex continentiae y el celibato tal como lo entendemos hoy, ha dado lugar a
muchos malentendidos y a interpretaciones erróneas sobre la historia de este carisma.
Hasta hace poco, el
sentir histórico general sostenía que hasta el siglo IV la Iglesia no elaboró
una ley de celibato. Este punto de vista fue adoptado por Franz X. Funk,
conocido historiador eclesiástico a fines del siglo XIX. Su juicio, sin embargo,
era un juicio erróneo, basado en un documento cuya falsedad se comprobaría más tarde.
Si el modo de tratar la cuestión del celibato es avanzar científicamente desde
un punto de vista teológico a un punto de vista jurídico, es necesario aclarar
antes un segundo presupuesto fundamental. Los historiadores del derecho han
señalado que es un error metodológico básico identificar los conceptos de ius
(derecho) y lex (ley), que es lo que hizo Funk .
Todas las normas
jurídicas obligatorias, tanto las transmitidas oralmente o través de la
costumbre, como las expresadas por escrito, forman el contenido de la idea de
ius. Por otra parte, la lex es un concepto más estrecho, puesto que se refiere
únicamente a disposiciones que han sido puestas por escrito y legítimamente
promulgadas. La historia confirma que todas las disposiciones jurídicas
comenzaron siendo tradiciones orales que sólo se fijaron por escrito tras un
lento proceso, como fue el caso de las leyes germanas y romanas.
La constitución
jurídica de la naciente Iglesia consistió en gran parte en disposiciones y
obligaciones transmitidas oralmente, tanto más cuanto que durante los tres
primeros siglos de persecución habría sido difícil poner cualquier ley por
escrito. Ciertamente, algunos elementos de la ley primitiva de la Iglesia
fueron puestos por escrito, pero vemos también como san Pablo anima a los
tesalonicenses a guardar las tradiciones que habían recibido oralmente (2 Tes.
2,15).
Funk cayó en el error
de fechar el origen del celibato en la primera ley escrita acerca del mismo,
que es la del Concilio de Elvira. Éste será nuestro punto de partida para
analizar los significativos desarrollos en la legislación de rito latino hasta
el siglo VII.
El celibato en la Iglesia
Latina
Concilio de Elvira
El Concilio de Elvira
(España) tiene una particular significación en la historia de la legislación
del celibato. Celebrado a comienzos del siglo IV (305), el propósito de sus
ochenta y un cánones fue el de renovar la vida de la Iglesia en la parte
occidental del imperio romano, reafirmar antiguas normas disciplinarias y
sancionar otras nuevas.
El canon 33 contenía
la primera ley escrita conocida sobre el celibato, aplicable a obispos,
presbíteros y diáconos es decir, “a todos los clérigos dedicados al servicio
del altar”, y proclamaba que éstos debían guardar una completa continencia con
respecto a sus esposas, y que tolo el que quebrantara esa norma quedaría
excluido del estado clerical . El canon 27 del mismo concilio prohibía a las
mujeres vivir con eclesiásticos, salvo en el caso de una hermana o una hija que
fuera virgen consagrada.
De estos importantes
textos legales primitivos se puede deducir que la mayoría de los eclesiásticos
de la Iglesia en España eran viri probati, es decir, hombres que estaban
casados antes de recibir la ordenación de diáconos, presbíteros u obispos.
Todos, sin embargo, estaban obligados, después de recibir las sagradas órdenes,
a renunciar completamente al uso del matrimonio, es decir, a vivir una
continencia total.
Así pues, Stickler
puede decir, a la luz de los objetivos del Concilio de Elvira y de la historia
de la ley en el impero romano, que no se puede ver de ninguna forma en el canon
33 una declaración de una nueva ley. Al contrario, constituía una reacción a la
extendida falta de observancia de una obligación tradicional y bien conocida a
la que, en aquel momento, el Concilio añadía una sanción: los eclesiásticos
delictuosos debían aceptar la obligación de la lex continentiae o abandonar el
estado clerical.
El hecho de que la
legislación de Elvira fuera pacíficamente aceptada confirma que no se
introducía ninguna novedad jurídica, sino que, fundamentalmente, se pretendía
mantener una disciplina normativa ya existente. Esto es lo que quería decir Pío
XI cuando en su encíclica sobre el sacerdocio, afirmaba que esta ley escrita
implicaba una praxis previa. Sugerir por tanto que Elvira es el origen de la
ley del celibato en la Iglesia y que, por consiguiente, hay una discontinuidad
en la disciplina entre su introducción y la praxis anterior, es por los motivos
expuestos, una conclusión básicamente errónea.
El Concilio de Cartago
A finales del siglo
IV, la legislación del Sínodo de Roma (386) y el II Concilio de Cartago (390)
tiene una aportación importante, porque se desarrolla en el contexto de la
lucha entre donatistas y católicos, (los donatistas, negaban la validez de los
sacramentos conferidos por sacerdotes indignos ) ; confirmaron la lex
continentiae como una disciplina practicada universalmente desde los comienzos
de la Iglesia y la pusieron en relación directa con la enseñanza de los
apóstoles . El canon 3 de Cartago estipulaba que los clérigos casados tenían
que observar la continencia con sus esposas conforme a la tradición heredada de
los apóstoles:
“Conviene que los
santos obispos y sacerdotes de Dios, al igual que los levitas esto es, aquellos
que se dedican al servicio de los sacramentos divinos observen una perfecta
continencia, de tal forma que puedan obtener con total sencillez lo que
demandan de Dios. Esforcémonos por conservar lo que enseñaron los apóstoles y
observaron los antiguos. Es nuestro deseo que todos los obispos, sacerdotes y
diáconos, custodios de la pureza, se abstengan de la relación conyugal con sus
esposas, de tal forma que los que sirven en el altar puedan guardar una
perfecta castidad”.
Este canon se dio a
conocer, través de diferentes colecciones, a todas las diócesis de la Iglesia
romana y, en Oriente, el Concilio de Trullo (691) se refería explícitamente a
él como un seguro engarce con la Tradición. La ley promulgada en 390 fue
insertada oficialmente en el definitivo documento legislativo de la iglesia
africana, el Codex canonum ecclesiae africanae, completado y promulgado en 419,
siendo Agustín obispo de Hipona.
En aquel momento, la
mayoría del clero aunque no todos– eran hombres casados. El sínodo africano les
exigía abandonar toda relación conyugal, pues se estimaba que les impediría
llevar a cabo su función mediadora. La importancia del canon, reside en que
aquellos que por la consagración se convierten en personas sagradas, deberían
manifestar en adelante en sus vidas, esta nueva realidad ontológica. La
mediación efectiva entre Dios y los hombres, y el compromiso de servicio en el
altar, son las razones concretas para la continencia que se les exige observar.
Los Decretales de Siricio
Otros tres documentos publicados por el
Magisterio a finales del siglo IV defienden el origen apostólico del celibato
clerical y la continencia perpetua exigida a los ministros del altar. Se trata
de dos decretales del papa Siricio, fechadas en 385 y 386, y de un canon del
Sínodo de Roma en torno a la misma fecha. En el primero de éstos el decretal
Directa, escrita en 385 el papa responde a las noticias que le llegaban de que
los clérigos con órdenes mayores continuaban viviendo con sus esposas y
teniendo hijos, quebrantando la disciplina tradicional, un hecho que se
justificaba en la tradición del sacerdocio levítico del Antiguo Testamento.
Siricio aclarará que los sacerdotes
levíticos estaban sujetos a la obligación de la continencia temporal durante su
servicio en el templo, pero con la venida de Cristo el viejo sacerdocio alcanzó
su plenitud y, por esta razón, la obligación de la continencia temporal se
había convertido en una obligación de continencia perpetua.
En la decretal Cum in unum, enviada a las
diferentes provincias eclesiásticas en 386, el papa Siricio se refiere a los
distintos textos paulinos (Tit. 1,15; 1 Tim 3,2; 1Cor. 7,7; Rom. 8,8-9) como el
fundamento escriturístico de la disciplina del celibato eclesiástico y, al
hacerlo así, ofrece una interpretación autorizada del texto unius uxoris virum
(hombre de una sola mujer). Que Timoteo y Tito hayan de escoger obispos,
presbíteros o diáconos “entre hombres casados una sola vez” no significa que
después de ordenados puedan continuar con su vida conyugal.
Esta condición hay que verla más bien como
un requisito para garantizar la futura continencia, que se ha de exigir del
candidato a las órdenes sagradas. En otras palabras, un hombre que se hubiera
casado por segunda vez tras el fallecimiento de su mujer, podría no ser
considerado candidato a la ordenación, ya que el hecho de volverse a casar
indicaría incapacidad, para vivir la vida de perpetua continencia demandada a
los clérigos con órdenes mayores.
La legislación del papa Siricio en 385 y
386, así como los cánones del Concilio de Cartago (390), defienden el origen
apostólico de la lex continentiae. Vale la pena señalar que no se trata de la
mera reclamación de unas personas, sino de los puntos de vista de aquellos que
ocupaban una responsabilidad jerárquica dentro de la Iglesia. En Cartago, fue
la opinión unánime de todo el episcopado africano la que declaró: “esforcémonos
por mantener lo que los apóstoles enseñaron y los antiguos observaron”.
En Roma, el papa Siricio era consciente de
colocarse en la línea de la misma tradición viva de sus predecesores como
obispos de la sede de Pedro. Más tarde, en el siglo XI, los promotores de la
reforma gregoriana se inspiraron en los cánones de Cartago para fundamentar de
forma más sólida su argumentación histórica. Después de la reforma, cuando los
príncipes alemanes escribieron al papa para pedirle la autorización para un
clérigo casado, la respuesta negativa de Pío IV se basó, en primer término, en
los mismos cánones de Cartago.
Como hemos visto, la legislación de rito
latino del siglo IV no representó una innovación, en el sentido de imponer la
abstinencia sexual sobre los clérigos por vez primera. Se trató más bien de una
respuesta a una situación difícil en la Iglesia, cuando la atmósfera general de
relajación moral amenazaba una disciplina que era considerada como una
tradición, y cuya infracción estaba sancionada con penas severas. En una
situación poco favorable, las autoridades de la Iglesia no habrían impuesto
sobre los clérigos la pesada carga de la continencia si no hubieran tenido la
convicción de ser responsables ante la tradición apostólica de la fidelidad de
su enseñanza.
El testimonio de los Padres
de la Iglesia
Desde el punto de
vista teológico, en los primeros cuatro siglos de la historia de la Iglesia, la
continencia del clero está basada en la enseñanza paulina, como algo ligado a
la disponibilidad para el servicio en el altar y a una mayor libertad para la
oración. El ministro de la Nueva Alianza, permaneciendo en constante presencia
de Dios, y dada la importancia debida a la oración, la alabanza y la adoración,
no dispone del tiempo necesario para cumplir con las obligaciones que
corresponden a la vida conyugal.
No obstante, la
catequesis de San Cirilo de Jerusalén (313-86) había afirmado ya que la
disciplina de la continencia clerical se encontraba anclada en el ejemplo del
Sumo y Eterno Sacerdote, una norma viva más convincente que cualquier otra
justificación. Cirilo, al unir estrechamente la continencia sacerdotal al
nacimiento virginal de Cristo, basa su argumentación en un presupuesto más allá
de toda conjetura histórica.
Para San Jerónimo
(347-419), la continencia es, sobre todo, una cuestión de santidad. En su Carta
a Pamiquio, justifica la continencia basado en la autoridad de la Sagrada
Escritura y el testimonio real de la castidad sacerdotal. Este último no se
ofrece como un ideal a perseguir sino como un hecho admitido por todos. La
castidad, señala, es también regla de selección para los clérigos: obispos,
sacerdotes y diáconos son todos escogidos de alguno de los siguientes: vírgenes
(esto es, hombres solteros), viudos u hombres casados que después de ordenados
observarán una perfecta continencia.
Es también
significativo que Jerónimo, en su defensa de la disciplina tradicional, no se
siente llamado a hacer ninguna distinción entre hechos que se producen en las
iglesias orientales, egipcias u occidentales en esta materia. En su polémica
con Vigilancio, galo romano (406) que no veía en la continencia más que una
herejía y una ocasión de pecado, San Jerónimo reafirma la práctica que
considera tradicional: la iglesia de Egipto, la oriental y la sede apostólica
nunca aceptan clérigos a no ser que sean vírgenes u hombres continentes o, si
fueran clérigos que tuvieran esposa, los aceptan sólo si abandonan la vida
matrimonial.
Al afirmar esta
disciplina, nos ofrece como testimonio la experiencia de la mayor parte de la
Iglesia, de la que él, fruto de sus numerosos viajes, tenía experiencia de
primera mano. También nos da testimonio del origen apostólico de esta
disciplina: “Los apóstoles eran vírgenes o continentes después de haber estado
casados. Los obispos, sacerdotes y diáconos son escogidos entre hombres
vírgenes y viudos. En todo caso, una vez que han sido ordenados, viven en
perfecta castidad”. San Jerónimo, considerando el papel de Cristo y de su Madre
en el origen e institución de la Iglesia, encuentra en ellos los principios
vivos de la virginidad y la vocación sacerdotal.
La virginidad,
aceptada hoy libremente por algunos, es, para los sacerdotes, el principio de
la santidad a la que están llamados en razón de su ministerio y, a su nivel, se
traduce en las concretas exigencias de la continencia. La imitación de la
pureza virginal inaugurado por Cristo y por su Madre, será en adelante la regla
del nuevo sacerdocio.
San Agustín participó
en el Concilio de Cartago (419), donde la obligación general de continencia
para los clérigos con órdenes mayores se vio repetidamente afirmada y enraizada
en los apóstoles y en una tradición constante. En su tratado De conjugiis
adulterinis, san Agustín afirmó que los casados que inopinadamente fueran
llamados a formar parte del clero superior y fueran ordenados estaban también
obligados a la continencia. En este aspecto, se convirtieron en un ejemplo para
aquellos laicos que tenían que vivir separados de sus mujeres y podían verse
tentados con mayor facilidad a cometer adulterio.
Legislación del siglo VI
sobre el celibato
En el siglo VI hubo
varios documentos legislativos sobre el celibato. El Breviatio ferrandi fue una
compilación de legislación de la Iglesia en África, elaborado alrededor de 550,
en donde se reafirman las normas primitivas del celibato sacerdotal. En
resumen, los puntos principales eran los siguientes:
- los obispos, presbíteros y diáconos
habían de abstenerse de tener relaciones con sus esposas;
- todo sacerdote que se casara había de
ser depuesto; si cometiera pecado de fornicación habría de cumplir penitencia;
- para salvaguardar la reputación de los
ministros de la Iglesia y ayudarles a vivir la castidad, los clérigos no
vivirían con otras mujeres, que aquellas con las que tuvieran relación de
parentesco.
Hay que tener en
cuenta que en este periodo tuvo lugar una persecución despiadada contra la Iglesia
en el Norte de África, con la invasión de los vándalos y la eliminación de los
líderes de muchas de sus comunidades cristianas. El III Concilio de Toledo
(589) fue convocado para remediar los abusos que se habían introducido en el
clero a raíz de la herejía arriana.
Los obispos,
sacerdotes y diáconos que retornaban a al fe católica tras abandonar el
arrianismo, ya no consideraban la continencia como una obligación del estado
sacerdotal.
Los derechos
matrimoniales se habían reafirmado y, por tanto, aunque el arrianismo había
sido oficialmente derrotado en el Concilio de Constantinopla de 381, los
efectos negativos de esta herejía, en lo que se refiere a la castidad
sacerdotal, se dejaron sentir en los dos siglos posteriores. El canon 5 del
Concilio de Toledo renovó la disciplina tradicional, indicando las sanciones
que acompañaban su infracción. En la Galia del siglo VI, los concilios
celebrados bajo la mano enérgica y reformadora de San Cesáreo de Arlés
reafirmaron la legislación para la restauración del celibato sacerdotal, una
disciplina que había sufrido a consecuencia de las invasiones visigodas del
siglo anterior.
Algunas reformas en occidente
entre los siglos VII-X
Durante el periodo de
la temprana Edad Media, se dieron importantes factores históricos que
influyeron en la disciplina sobre la continencia y el celibato. En primer
lugar, se produjo una desintegración gradual de la unidad del imperio romano,
dando lugar a entidades de carácter nacional o regional que ensombrecieron la
unidad de visión de los diversos episcopados y provocaron un debilitamiento de
la autoridad papal. Las nuevas razas de bárbaros que invadieron las fronteras
del antiguo imperio con frecuencia se convirtieron al cristianismo en masa.
Esto supuso serias dificultades para que las exigencias totales de la moralidad
cristiana calaran entre la gente instruida más pobre y aun entre el clero que
había de salir de sus filas. Los jóvenes estados establecieron algunas de sus
instituciones en estrecha colaboración con la Iglesia, provocando que muchos
pastores se convirtieran en príncipes temporales.
De ahí el interés de
los estados en la elección de cargos eclesiásticos que fue origen de la
investidura por parte de los poderes seculares y que provocaría que los puestos
eclesiásticos importantes se vieran ocupados a menudo por personas carentes de
las necesarias cualidades religiosas y morales. Junto a esto, la crisis que
afectó al papado en la Edad Media disminuyó el vigor y la efectividad de sus
intervenciones durante un largo periodo de tiempo.
Los clérigos se
vieron afectados por el mal ejemplo de sus superiores, pero la principal causa
de laxitud en lo que se refiere a la ley de la continencia surgió del sistema
de concesión de beneficios y del establecimiento de muchas iglesias privadas.
Este sistema comprometió al clero, ligando su ministerio a la totalidad de
recursos materiales de los que podría disponer la Iglesia en el futuro. Las
ventajas materiales de los cargos eclesiásticos a menudo eran más atractivas
que la responsabilidad pastoral, lo que provocaba la llegada de candidatos
indignos y poco adecuados al sacerdocio.
La independencia
económica resultante, la seguridad en lo económico y la libre disposición de
las rentas contribuyeron a que la misma función ministerial, como señala
Stickler, se hiciera mucho más independiente de la autoridad superior. Esto,
inevitablemente, condujo a unos estilos de vida mundanos que facilitaron el
descuido en la práctica de la continencia y el celibato, tal como habían sido
establecidos a finales de la era patrística.
¿Cuál fue la
respuesta de la autoridad de la Iglesia a esta situación de decadencia moral
entre el clero? La evidencia histórica muestra que se dictaron varias normas
disciplinares, que incorporaron los textos patrísticos más importantes
referidos a la continencia y al celibato. Estos textos se encuentran en las
regulaciones conciliares de la iglesia africana, de la Galia y de España, así
como en las importantes decretales de los papas Siricio, Inocencio I y León I,
de la mayoría de los cuales hemos hecho alguna referencia. Los textos se
abrieron camino mediante un número incontable de pequeñas colecciones de normas
disciplinares que tuvieron una amplia difusión.
Entre estas
colecciones, los Libros penitenciales, Normas Capitulares y Decretales que
tuvieron especial importancia dado que contenían toda la disciplina
eclesiástica. Estos libros tuvieron su origen en Irlanda e Inglaterra y se
extendieron al continente a través de los misioneros de ambos países. En uno de
ellos que data de la segunda mitad del siglo VI, leemos, en lo que se refiere a
la disciplina del celibato, que un clérigo que contrajera matrimonio no podía
volver con su mujer, después de la ordenación y ya no podía darle hijos, pues
esto sería equivalente a la infidelidad a la promesa que había hecho con Dios .
Otra colección
penitencial en relación con las anteriores es el Paenitentiale bobiense, en el
que se establece que un clérigo con órdenes mayores, que después de la
ordenación renovara las relaciones conyugales con su esposa debía considerar
que había cometido un pecado equivalente al adulterio, con duras penas anejas .
Podemos afirmar, por tanto, que durante aquellos siglos de crisis en la moral
del clero, la Iglesia nunca perdió de vista la tradición antigua relativa a la
ley del celibato. Partiendo de esto, afirmó siempre la prohibición del
matrimonio de los clérigos con órdenes mayores, y la obligación del voto de
perpetua continencia para los que estuvieran casados antes de la ordenación,
aun en momentos en los que estas leyes estaban siendo flagrantemente violadas.
Aparte de las pruebas
que nos aportan las colecciones de normas disciplinarias, este compromiso viene
también atestiguado por los esfuerzos de los concilios regionales y los sínodos
diocesanos. En Francia, por ejemplo, el Concilio de Metz (888) prohibió a los
sacerdotes tener una mujer en sus casas; el Concilio de Trosly - Reims (909),
al observar la decadencia de la conducta del clero en lo que se refiere a la
continencia, instó a que se prohibiera la unión con mujeres y la cohabitación
con ellas, ambas normas en relación al precepto de la continencia.
En Alemania, el
Concilio de Maguncia (888) recordó la prohibición de cohabitar con mujeres, aun
aquella mujer con la que el clérigo hubiera adquirido previo matrimonio, es
decir, confirmó la prohibición del canon 3 del Concilio de Nicea (325). En
Inglaterra, el arzobispo Dunstan de Canterbury, a finales del siglo X, hizo
considerables esfuerzos por reformar la moral del clero inglés y restaurar la disciplina
tradicional. Sus esfuerzos encontraron resistencia, pero no dudó en sustituir a
los sacerdotes recalcitrantes, por monjes.
Durante este periodo
hubo varias reglamentaciones papales acerca del celibato, a pesar de los
momentos de decadencia por los que atravesaba el papado. Estas reglamentaciones
consistieron en instrucciones a los obispos y príncipes de diversos países, así
como en decretos de sínodos romanos defendiendo o planteando la restauración de
la tradición sobre el celibato. Pero hasta el periodo de la reforma gregoriana,
en los siglos XI y XII, no recibieron estas instrucciones la necesaria
mordiente disciplinaria y canónica para resultar efectivas.
La reforma gregoriana y la
disciplina eclesiástica del celibato del siglo XI-XIII
La reforma gregoriana tuvo éxito porque
atajó las mismas raíces de los desórdenes que se habían convertido en algo tan
extendido. La iniciativa de la reforma surgió de los monasterios y su objetivo
era el de restablecer la suprema autoridad del papado. Las raíces del mal no
sólo fueron reconocidas sino aniquiladas. En primer término, se realizó un
ataque sistemático sobre la simonía y el nicolaitismo (la extendida violación
del celibato clerical) y, a continuación, se entabló una encarnizada batalla
contra el flagelo de la investidura laica. Esto condujo a una nueva era en el
desarrollo de la legislación del celibato y, lo que es más importante, a su
mejora. La motivación básica de la reforma gregoriana no fue tanto innovar como
impregnarse profundamente de la sabiduría de la tradición y de los padres, así
como de la antigua y auténtica disciplina de la Iglesia que tanto anhelaba
restaurar.
Las leyes eclesiásticas promulgadas por
Gregorio VII (1073-1085) reafirmaron las normas relativas a la continencia del
clero y a la prohibición de matrimonio para los clérigos con órdenes mayores,
así como las medidas tomadas para anticiparse a las infracciones, especialmente
en relación con la cohabitación con mujeres. Sin embargo, el programa de
reforma no estuvo exento de oposición.
Los contrarios a la reforma presentaron
sus propios argumentos, no sólo a nivel práctico sino también teórico. Su
principal argumento era escriturístico, extraído del Antiguo Testamento, que no
sólo permitía a los sacerdotes casarse sino que prescribía el matrimonio como
medio de perpetuar la casta sacerdotal. También recurrieron al episodio de
Pafnucio quien, según reclamaban, se opuso a la idea de exigir la continencia
total de los clérigos casados en el Concilio de Nicea (325).
Ignorando toda la documentación
histórica que apoyaba la ley del celibato, desarrollaron una completa serie de
argumentos supuestamente racionales y morales. Pretendían que la renuncia del
matrimonio no debía ser impuesta sino sólo recomendada, dejada a libre
elección. En cualquier caso, la cuestión debía ser abordada con benevolencia y
tacto, y no con rigidez romana. Las costumbres que el paso del tiempo habían
convertido en lícitas debían ser aceptadas, debiéndose mostrar más caridad y
compasión por la fragilidad humana.
También defendían que una obligación
tan grave como la de la continencia no podía imponerse de modo universal,
puesto que no venía de Dios, sino de los hombres y era algo que presuponía, en
aquellos que lo aceptaban, un carisma que Dios sólo concedía en casos concretos.
De esta forma –continuaba su argumentación– recurriendo al consejo paulino, más
valía al hombre casarse que contaminarse con deseos impuros.
En todo caso, el matrimonio era un
sacramento instituido por Cristo y, por tanto, algo santo, por lo que no podía
decirse que el matrimonio fuera algo equivocado para el sacerdote. Sería
contrario a la santidad del matrimonio, por tanto, describir la práctica
marital de los sacerdotes lícitamente unidos a una mujer como fornicatio o
adulterium. A la luz de estas consideraciones, la oposición a la reforma
gregoriana deploraba las nuevas y severas medidas decretadas por Roma para las
infracciones contra la disciplina tradicional.
Los promotores de la reforma
respondieron a cada una de las objeciones planteadas por sus opositores y, a
continuación, pasaron a elucidar las razones para la nueva legislación.
Recurrieron a los argumentos escriturísticos de la continencia, pero el peso
fuerte de su argumentación recayó sobre las pruebas de la Tradición. En este
contexto, el valor histórico del incidente de Pafnucio en Nicea fue rechazado
con un razonamiento crítico convincente, siendo declarado como falsificación
por Gregorio VII en el Sínodo de Roma de 1077.
Los partidarios de la reforma afirmaron
enérgicamente la primacía del papa como autoridad de gobierno para toda la
Iglesia, con competencia para dictar leyes para todos os obispos en cuestiones
de disciplina eclesiástica universal. Gregorio VII trabajó incesantemente para
conseguir mejorar la disciplina tradicional. Lo hizo especialmente mediante
sínodos regionales presididos por sus legados en colaboración con los obispos
y, a través de innumerables cartas, dio a conocer las nuevas disposiciones.
Otra consecuencia importante de la
reforma fue la regulación adoptada por el II Concilio de Letrán (1139) por la
que el matrimonio intentado por un obispo, presbítero, diácono o subdiácono era
no sólo ilícito sino inválido. Esto condujo a un malentendido, aún extendido
hoy día, según el cual el celibato de los clérigos con órdenes mayores fue
introducido a partir del Laterano II. En realidad, el Concilio declaró inválido
algo que de hecho había estado siempre prohibido. Como señala Stickler, esta
nueva sanción vino a confirmar una obligación que había existido de hecho durante
muchos siglos.
Desde tiempos de Alejandro III
(1159-1181), a los hombres casados, por regla general, no les estaba permitido
tener beneficios eclesiásticos y al hijo de un sacerdote le estaba prohibido
suceder a su padre en el beneficio. Antes de la ordenación de sus maridos, las
mujeres jóvenes y las mujeres de los obispos habían de acceder a ingresar en un
convento. Ciertamente, uno de los factores que debió contribuir a que con el
tiempo se ordenaran únicamente hombres no casados, es el supuesto de que la
mujer, no estuviera dispuesta a renunciar a sus derechos conyugales.
En resumen, podemos decir que durante
este período, aunque la disciplina tradicional no había cambiado en sus rasgos
principales ni había sido olvidada, en la práctica como señala Stickler– había
dejado de ser observada. A la reforma gregoriana hay que atribuir el mérito de
un compromiso total en la tarea de erradicar los principales desórdenes que
mancillaban la Iglesia. La oposición, sin embargo, era muy fuerte, lo que
indicaba que las prácticas contrarias a la disciplina antigua se hallaban tan
enraizadas que eran consideradas lícitas.
Con el fin de restaurar el orden, se
recurrió principalmente a un endurecimiento de las sanciones que se imponían
por infracciones de la disciplina de la continencia del clero y a la
intervención de la autoridad papal, contra la que no existía apelación. Tras la
reforma gregoriana, se produjo un notable desarrollo en la ciencia del derecho
canónico a lo largo de los siglos XII, XIII y XIV, cuyas aportaciones
facilitaron el regreso a la disciplina tradicional del celibato. De este modo
se desarrollaron la teología y la ley que son la base de la obligación del
celibato. Más tarde, abordaremos las limitaciones inherentes a esta teología y
a esta jurisprudencia.
El Concilio de Trento y la
reforma protestante respecto al sacerdocio y el celibato
Antecedentes del Concilio de
Trento
A pesar de todos los esfuerzos de la
reforma gregoriana, la legislación sobre el celibato estaba todavía lejos de
lograr los objetivos deseados. Después del gran cisma de Oriente (1378-1417),
el estatus del papado sufrió un nuevo declive y se hizo necesaria una nueva
reforma.
Pero la esperada reforma no llegó a
materializarse. El principal obstáculo residía en la organización económica de
la Iglesia, que estaba basada en unos beneficios eclesiásticos que producían
considerables ingresos. Como hemos visto antes, las ventajas materiales de
estos nombramientos atrajeron al sacerdocio a muchos hombres que no tenían
vocación o aptitudes para el ministerio sacerdotal. Esta situación, unida a la
negligencia de la autoridad competente, fue la primera causa de decadencia
entre el clero.
Teniendo en cuenta los abusos que se
producían en la Iglesia, cuando la revuelta protestante comenzó a tomar forma
en el siglo XVI, no es de extrañar que se alzara la cuestión del celibato.
Muchos de los reformadores tenían profunda aversión hacia el celibato y, con
Lutero y Zwinglio, pasó a convertirse en uno de los temas claves de la reforma.
La situación era que la campaña
orquestada contra el celibato, tanto a nivel práctico como teórico, obtuvo un
éxito notable debido a la violencia, destreza y talento literario con que se
elaboraron y presentaron a la gente todas las viejas objeciones, ya fueran de
tipo psicológico, social o incluso económico. La oposición protestante al
celibato fue también una oportunidad de dar testimonio de su doctrina de la
sola scriptura, en la que su rechazo del celibato estaba basado, según
reclamaban en no encontrar nada que lo fundamentara en la Escritura.
Si los católicos apelaban a la
tradición para justificar la doctrina y la práctica del celibato, los
reformadores la rechazaban radicalmente. El abandono del celibato, se puso en
relación tambien con un nuevo concepto de sacerdocio, y la negación del
carácter sacramental del Orden Sacerdotal, el énfasis sobre el sacerdocio común
para todos los fieles y la duda arrojada sobre la existencia del sacerdocio
ministerial, esencialmente distinto de los laicos, encontraron su expresión concreta
en el deseo de suprimir el celibato.
De ahí que en el contexto de la
reforma, el celibato se convirtiera en algo más que un problema puramente
disciplinario. De esta situación se derivaría una confrontación doctrinal
directa llegando a alcanzar los niveles de criterio de ortodoxia.
En Inglaterra, después de la ruptura de
Enrique VIII con Roma, Tomás Cromwell, a quien éste nombró arzobispo de
Canterbury, se había casado secretamente y había preparado el terreno para la
abolición del celibato bajo el sucesor de Enrique VIII.
A pesar de la conocida inclinación del
monarca a tomar esposas, no se encontraba preparado para aprobar una
disposición similar para el clero. No obstante, apenas nueve meses después del
fallecimiento del rey, el Sínodo Anglicano voto en diciembre de 1547, la
abolición de las leyes que convertían los matrimonios de clérigos con sagradas
órdenes en nulos ab initio, y al mismo tiempo, fue aprobado un proyecto de ley
en la Cámara de los Comunes en la sesión de 1548-9.
Todos los matrimonios de este tipo
contraídos hasta ese momento que era el caso de unos ocho o nueve mil clérigos,
eran considerados buenos y lícitos por ese mismo proyecto. Tres años más tarde
se aprobó un segundo decreto que legitimaba los hijos nacidos de tales uniones.
En 1553, el nuevo Código de Derecho
Canónico para la iglesia de Inglaterra condenaba como herejía la creencia de
que las sagradas órdenes eran un impedimento invalidante para el matrimonio. Tras
la supresión del celibato en diferentes países, no es de extrañar que muchos
sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos abandonaran sus obligaciones.
Desgraciadamente, esto constituyó a menudo el preludio de un posterior abandono
de la fe.
Respuesta a
los reformadores
La dimensión revolucionaria de la
oposición al celibato obtuvo, en un primer momento, una respuesta política por
parte de muchas autoridades civiles. Los emperadores Carlos V (1516-1556),
Fernando I (1558-1564) y Maximiliano II (1564-1576) aconsejaron una mitigación
de la ley, en distintas ocasiones a lo largo del Concilio de Trento. Humanistas
como Erasmo apoyaron esta misma línea. Se podía admitir un cambio y aun era
deseable decían, mientras no se tocara el núcleo sustancial de la fe.
Algunos teólogos y obispos se alinearon
con los humanistas y se mostraron dispuestos a hacer acomodos que no minaran
los puntos esenciales de la fe. Sin embargo, la mayoría de los obispos,
convencidos de los argumentos doctrinales y ascéticos del celibato, rehusaron
verse arrastrados a un cambio precipitado. Puesto que muchos sacerdotes, que
vivían en situaciones comprometidas estaban ya envueltos, con posiciones
teológicas heterodoxas, los obispos estimaron que un cambio en la ley del
celibato, serviría de poco para atraer a estos hombres a la ortodoxia.
También estaban convencidos de que,
tolerando el matrimonio a los sacerdotes, se minaría completamente la necesaria
reforma radical del clero por la que éstos habían de convertirse en ministros
ejemplares de Cristo.
Pese a las fuertes presiones políticas,
Roma rehusó legislar una solución de compromiso, aunque mostró cierta
tolerancia en algunas circunstancias atenuadas. Podía concederse dispensa a los
sacerdotes que quisieran mantener a sus esposas a fin de obtener la validez de
sus matrimonios (sanatio in radice), pero tendrían que renunciar a sus
beneficios y al ejercicio de su ministerio en el futuro.
Por otra parte, los sacerdotes que
desearan ser readmitidos en el ministerio sólo podrían hacerlo con la condición
de separarse de sus concubinas y de mostrar verdadero espíritu de
arrepentimiento. Éstas fueron las disposiciones que se le ofrecieron a
Alemania. A través del cardenal Pole, Roma hizo un acuerdo similar con
Inglaterra, durante el periodo de la restauración católica bajo el reinado de
María (1553-1558), para facilitar las cosas aquellos sacerdotes que quisieran
volver a la ortodoxia.
El Concilio de Trento
Desde el momento en
que el Concilio de Trento se reunió por primera vez en 1547, la cuestión del
celibato sacerdotal formó parte de la agenda. Sin embargo, a causa de las
interrupciones, los padres conciliares no llegaron a hablar de la cuestión
hasta la tercera y última sesión, en 1563, El celibato clerical fue estudiado
por una comisión de teólogos a la luz de las afirmaciones protestantes, según
las cuales:
- El matrimonio, como estado de vida,
era superior al celibato.
- Los sacerdotes orientales podían
contraer matrimonio lícitamente, a pesar de las leyes eclesiásticas y los
votos; decir lo contrario suponía menospreciar el matrimonio. Todos aquellos
que no fueran conscientes de haber recibido el don de la castidad serían libres
de casarse.
El debate sobre estas
dos proposiciones se abrió en Trento, en marzo de 1563, y continuó a lo largo
de trece sesiones. La segunda cuestión fue la que provocó una consideración
histórica del celibato.
La comisión estudió
la cuestión bajo dos postulados: primero, célibes que se hacen sacerdotes y,
segundo, hombres casados aceptados para la ordenación. Respecto a los primeros,
se llegó a la conclusión de que en ningún momento de la historia de la Iglesia
se había dado ninguna excepción a la prohibición de matrimonio para los
sacerdotes célibes. La mayor parte de la comisión consideraba esta disciplina
de origen apostólico y el Concilio rehusó definirla como una disciplina de origen
puramente eclesiástico.
Por lo que se refiere
a los hombres casados admitidos para recibir las órdenes, algunos defendían que
la obligación de observar la continencia perfecta era de origen apostólico,
mientras otros la consideraban emanada de la disciplina eclesiástica. Por lo
que se refiere a los apóstoles casados antes de ser llamados por Cristo, todos
los teólogos afirmaron, sin dudar, que éstos abandonaron más tarde la vida
conyugal con sus esposas, como se desprende de sus propias palabras: “Nosotros
hemos dejado todas las cosas y te hemos seguido...” (Mt. 19,27).
Las discusiones de la
comisión teológica condujeron a la aprobación del siguiente canon por los
padres de Trento el 11 de noviembre de 1563: “Si alguno dijera que los clérigos
constituidos en sagradas órdenes o regulares, que han hecho una profesión
solemne de castidad, pueden contraer matrimonio, y que dicho matrimonio es
válido a pesar de la ley eclesiástica o el voto; y que lo contrario no es más
que una condena del matrimonio; y que todos los que piensan que no tienen el
don de la castidad, aunque hayan hecho dicho voto, pueden contraer matrimonio,
sea anatema, pues Dios no rehúsa conceder ese don a los que lo piden con
rectitud, ni permite que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas (1Cor.
10,13)”.
Otras dos decisiones
tomadas en Trento tuvieron gran significación para el futuro del celibato en la
Iglesia. La primera fue la de establecer seminarios para la formación de
candidatos al sacerdocio desde su adolescencia. Ésta fue quizás la única medida
realmente importante, tanto para la restauración de la disciplina tradicional
como para la supresión de las situaciones inmorales.
El hecho de que, a
consecuencia de esta medida, un número creciente de candidatos a la ordenación
resultaran ser célibes venía a significar que se hacía innecesario, en
definitiva, ordenar hombres casados. El programa de formación del seminario
permitiría, en primer término, una juiciosa selección y un procedimiento de
examen para asegurar que sólo fueran ordenados los candidatos con las aptitudes
necesarias. En segundo lugar, los seminaristas recibirían la formación
necesaria a nivel ascético, moral y teológico, lo que les proporcionaría la
madurez necesaria para cumplir con las exigencias del celibato consagrado, en
una vida de dedicación al sacerdocio.
La segunda
consecuencia importante para el celibato fue la decisión tomada en Trento de
suscitar una renovación del sacerdocio y del ministerio episcopal. Se pedía a
los obispos que, en el ejercicio de su interés pastoral, dieran una prioridad
especial a sus sacerdotes, proporcionándoles la ayuda y el aliento necesarios
para perseverar en su vocación. Se les exhortaba a ser verdaderos padres de sus
sacerdotes, a ser conscientes de sus necesidades, de sus preocupaciones y
dificultades, y a apoyarles en todos los sentidos. La ausencia de estos
cuidados y atenciones paternales fue, precisamente, una de las causas
principales de que muchos sacerdotes no fueran fieles al celibato en el pasado.
Las disposiciones dictadas
en Trento para obispos y sacerdotes conformaron de modo efectivo una nueva
imagen y definición del sacerdocio. Sus obligaciones ya no se reducían a la
celebración de la liturgia y la administración de los sacramentos. Los
sacerdotes habían de ser también pastores de la gente a su cuidado. Los
diferentes decretos ponen de manifiesto la fuerza con la que Trento insistió en
el oficio profético ligado al ministerio apostólico.
Hay un nuevo énfasis
en la importancia de la predicación para instruir a la gente en la enseñanza de
Cristo y las exigencias de la vida cristiana. Se pide a los sacerdotes de
parroquias que prediquen diariamente durante la Cuaresma y el Adviento, y
también durante la administración de los sacramentos.
Las exigencias de
esta visión proporcionaron al sacerdote un nuevo impulso para desarrollar su
vida espiritual y moral, y, en consecuencia, el sacerdocio se vio revestido de
una fundamentación más sobrenatural. De esta forma, el Concilio proporcionó a
los sacerdotes la estructura ascética y teológica necesaria para impedirles
caer en los malos hábitos de una visión mundana y de una excesiva preocupación
por los intereses de este mundo.
Aún así, el sistema
de ingresos procedentes de los beneficios no había desaparecido del todo, lo
que explica por qué las nuevas disposiciones dictadas en Trento no tuvieron un
efecto inmediato en la renovación del clero y en la práctica del celibato. El
Concilio, no obstante, sería un hito en la historia de la Iglesia por lo que
respecta al celibato, cuyo benéfico influjo ha perdurado hasta el día de hoy.
En resumen, se puede
decir que a lo largo de toda la Edad Media y en la época moderna, a pesar de
las presiones que con frecuencia se ejercían sobre su mismo centro, la Iglesia
nunca cuestionó las bases y la aplicación de la ley del celibato en sus
aspectos esenciales, a saber, que a los candidatos con órdenes mayores nunca se
les permitió casarse, declarando nula cualquier unión intentada en este
sentido, y que a los ya casados se les prohibía ejercitar sus derechos
conyugales y se les pedía un compromiso de perfecta continencia en el futuro.
La ordenación de
hombres casados, poco a poco, se convirtió en la opción menos favorable, pues,
con el tiempo, creció la convicción de que tales ordenaciones creaban una
cierta ambigüedad respecto a la vocación del celibato y, como señala Stickler,
cuestionaba la íntima relación que existe entre la vocación al sacerdocio y la
vocación a la virginidad.
Los frecuentes
informes de infracciones de la disciplina del celibato sacerdotal durante este
periodo muestran cómo, en muchos lugares, el celibato era más honrado por su
quebrantamiento que por su observancia. Esto llevó a muchos la conclusión de
que el celibato per se era un compromiso, más allá de la libre capacidad de disposición
de los sacerdotes, y un carisma que sólo era concedido a unos pocos.
Los hechos, sin
embargo, nos muestran que hubo una fuerte relación entre el fracaso del
celibato y el declinar de la vida espiritual del clero.
También es verdad
que, en aquel momento, había poco rigor en los criterios de selección de
candidatos a las sagradas órdenes. Su formación doctrinal y ascética era
seriamente inadecuada, provocando, casi inevitablemente, que los futuros
sacerdotes carecieran de los hábitos espirituales y teológicos necesarios para
entender el profundo significado del celibato y su sacerdocio.
A pesar de todas las
dificultades y fracasos, la Iglesia nunca consintió en verse invadida por una
actitud derrotista acerca del celibato. El hecho de que, generación tras
generación, abordara la obra de la reforma y que estuviera siempre dispuesta a
nadar contra la corriente de compromiso, confirma su carácter sobrenatural como
institución.
La fortaleza
necesaria para exigir de sus sacerdotes, la observancia de esta difícil
disciplina, la obtuvo de la convicción de que éste era un modo de vida, que
tenía su origen en la tradición apostólica. En consecuencia, nunca dudó de que,
a pesar de la humana debilidad y de todas las vicisitudes a las que está
sometido un compromiso semejante, la gracia de Dios nunca faltaría a los que
quisieran ser fieles al mismo.
Desde la Revolución Francesa
a la actualidad
Más tarde, en la
difícil época engendrada por la Revolución Francesa, la Iglesia mantuvo su
tradición al celibato. Sin embargo, las corrientes de pensamiento generadas por
la Ilustración, prepararon el camino para un brutal ataque sobre el celibato,
con pérdidas inevitables, aunque miles de sacerdotes estuvieran dispuestos al
martirio durante el reino del terror. La actitud de la Iglesia fue la praxis
adoptada en la época de la reforma: los sacerdotes que se casaron durante la
Revolución tenían que decidir si renunciar a sus matrimonios civiles,
inválidamente contraídos, o buscar la sanación de la invalidez en la Iglesia.
En el primer caso, podían ser readmitidos como ministros del altar. En el
segundo, permanecían excluidos, de forma permanente, del sagrado ministerio;
solución que, tiempo atrás, había sido establecida en la primera ley escrita
sobre este tema en el Concilio de Elvira (305).
A principios del
siglo XIX, se formó una asociación en Alemania para pedir un cambio de la ley,
pero Gregorio XIV rechazó este movimiento en su encíclica Mirari vos (1834).
Catorce años más tarde, Pío IX defendió esta disciplina en su encíclica Qui
pluribus. A comienzos del siglo XX, el modernismo dirigió un nuevo ataque sobre
la ley del celibato, pero sus efectos fueron muy limitados, debido en gran
parte a las medidas decisivas tomadas por san Pío X.
Después de la Primera
Guerra Mundial, cuando un grupo de sacerdotes checos, intentaron cambiar la ley
del celibato bajo la pretensión de que Roma estaba dispuesta a relajar esta
disciplina, la respuesta inequívoca de Benedicto XV no dejó lugar a dudas: “Una
vez más afirmamos, solemne y formalmente, que esta sede apostólica nunca
rebajará o mitigará de ninguna manera la obligación de esta santa y saludable
ley del celibato clerical, ni mucho menos procederá a su abolición”. Pío XI, en
su detallada encíclica sobre el sacerdocio, Ad catholici sacerdotii, reafirmó
la conveniencia de la disciplina del celibato, al igual que lo hicieron Pío XII
y Juan XXIII.
Desde el Vaticano II,
ha habido muchos esfuerzos por cambiar la disciplina del celibato. Uno de ellos
fue el intento de tener hombres casados (viri probati) ordenados, pero sin
exigirles la renuncia a la vida conyugal; otro fue la propuesta de permitir
casarse a los sacerdotes. En un próximo capítulo, desarrollare el Magisterio y
la teología del celibato en la actualidad, más explícitamente en el contexto
histórico del siglo XX, desde el Concilio del Vaticano II.
La praxis histórica del
celibato en la Iglesia oriental
Legislación de la Iglesia
oriental
Con frecuencia se ha
criticado a la Iglesia que, manteniendo una posición más liberal en los comienzos,
su disciplina actual sobre el celibato manifiesta una actitud más severa y dura
en sus planteamientos. Para probar este hecho se alude a la praxis de la
iglesia oriental donde –según dicen– se conserva la disciplina primitiva. Se
sugiere, por ello, que la iglesia latina debería retornar a la praxis original
de clérigos casados, ya que el celibato constituye una pesada carga para la
situación pastoral de la Iglesia actual.
La verdad es sin
embargo muy diferente. Existen testimonios autorizados sobre el celibato
sacerdotal en la iglesia oriental del siglo IV que nos hablan de una disciplina
paralela a la que hemos visto en Occidente. Uno de los primeros testimonios en
este sentido es el del obispo Epifanio de Constanza en Chipre (317-403).
Dicho obispo era un
conocido defensor de la ortodoxia y de la tradición de la Iglesia. En su obra
más conocida –Panarion– afirma que el carisma del nuevo sacerdocio se muestra
en aquellos hombres que han renunciado al uso del matrimonio contraído después
de la ordenación, o en aquellos que han vivido siempre como vírgenes. En su
Expositio fidei, señala que la mayoría de los clérigos provienen de hombres
jóvenes que han escogido la virginidad o de los monjes.
Si estos candidatos
no fueran suficientes para abordar las necesidades de la Iglesia, se buscarían
sacerdotes de entre los hombres casados, pero únicamente de entre aquellos que
estuvieran libres de obligaciones conyugales, bien por viudez, o por una libre
profesión de continencia. Los hombres que hubieran contraído un segundo
matrimonio nunca podrían ser aceptados para el episcopado, el sacerdocio o el
diaconado.
No niega que en
algunos lugares haya sacerdotes y diáconos que hayan engendrado hijos después
de la ordenación, pero llama la atención sobre el hecho de que esto no se
ajusta a la norma, sino que más bien es consecuencia de la debilidad humana .
El Concilio de Nicea (325) –primer concilio ecuménico– legisló contra los
obispos, sacerdotes y diáconos que tuvieran mujeres en sus casas, pudiendo dar
lugar a algún posible escándalo contra su castidad. Las únicas excepciones
permitidas eran la madre, la hermana o la tía del clérigo, o aquellas que
estuvieran claramente fuera de toda sospecha .
Fue en este concilio
donde se supone que Pafnucio, obispo de Egipto, intervino para impedir la
imposición de la disciplina de continencia total sobre los clérigos con órdenes
mayores. Sin embargo, los argumentos que defienden la falsedad de esta
intervención parecen irrefutables.
Como ya señalamos,
San Jerónimo, fruto de sus numerosos viajes por Egipto, Siria y Palestina,
estaba bastante familiarizado con la praxis del celibato en la iglesia
oriental. En su defensa del celibato contra Vigilancio, nos ofrece el
testimonio de una praxis en Oriente y en Egipto similar a la adoptada por la
sede apostólica, la cual –como él mismo afirma– sólo aceptaba clérigos célibes
para la ordenación y, en caso que de éstos estuvieran casados, sólo aquellos
que hubieran renunciado a las relaciones conyugales.
Por otra parte, no
sorprende, humanamente hablando, que un compromiso serio como el del celibato
pagara, con el paso de los siglos, el precio de la debilidad humana. El
cumplimiento no siempre se correspondió con el precepto, pero la Iglesia
intervino continuamente para animar, sancionar y legislar, a fin de restaurar
la praxis tradicional a pesar de las dificultades y, a veces, de la oposición
del mismo clero.
Podría parecer, no
obstante, que esta atención y preocupación por la constante renovación del
celibato no se daba en la iglesia oriental, en parte por estar menos organizada
que las iglesias de rito latino y en parte por el mayor efecto deletéreo de las
herejías cristológicas sobre la disciplina oriental.
Aunque Oriente y
Occidente alcanzaron un acuerdo conciliar en cuestiones relativas al dogma,
nunca fueron capaces de lograr un acuerdo sistemático sobre cuestiones de
disciplina general, incluida la del celibato sacerdotal; cada Iglesia tendió a
un enfoque individual en este campo. Esta divergencia con respecto a la
tradición occidental se vio acelerada a lo largo de los años por el desarrollo
de ciertas tensiones entre las iglesias latina y bizantina.
Durante el siglo VII,
el imperio bizantino de Oriente sufrió a manos de los invasores infieles de
forma muy parecida a como lo había hecho Occidente en los siglos IV y V. Las
incursiones de musulmanes, búlgaros y eslavos tuvieron un devastador efecto
sobre la iglesia oriental hasta el punto de que de los cuatro patriarcados que
existían, sólo sobrevivió el de Constantinopla; Antioquia, Alejandría y
Jerusalén dejaron de existir.
Estas invasiones no
sólo tuvieron un profundo efecto sobre la estructura étnica de Bizancio, sino
también sobre la administración y sobre el desarrollo social y religioso. A
consecuencia de ello se iba a provocar una grave situación de declive moral e
intelectual, que contribuyo a su vez a establecer dificultades duraderas en las
relaciones entre Bizancio y Roma, más exacerbadas aún por las disputas en torno
a las herejías monofisita y monotelita, que sólo resolvería en parte el
Concilio de Constantinopla de 681.
Teniendo en cuenta la
situación general de la iglesia oriental, no es difícil explicar la ausencia de
una acción efectiva contra la tentación, siempre presente, de ceder en materia
de celibato y, más en concreto, en lo que se refiere a la lex continentiae. La
iglesia oriental mantuvo, sin embargo, la tradición antigua de completa
continencia para los obispos, aun para los casados antes de la ordenación. No
obstante, por las razones ya señaladas, Bizancio llegó gradualmente a la
conclusión de que, siendo cada vez objeto de un mayor abuso, era imposible
prohibir la vida conyugal a los sacerdotes, diáconos y subdiáconos. En
consecuencia, dieron paso a una situación que se había desarrollado de ipso a
lo largo de los años.
Leyes imperiales
Mientras los
concilios de la iglesia de Occidente defendían la disciplina de Roma y Cartago
y recuperaban el terreno perdido como resultado de las invasiones bárbaras
durante el siglo VI, el Oriente bizantino promulgaba un corpus de derecho
eclesiástico y civil que vino a ser conocido como el Corpus juris civilis.
Ésta fue una
iniciativa del emperador Justiniano I (527-65), y no sólo se refería a la ley
civil sino que abarcaba todos los aspectos de la disciplina eclesiástica. Las
primeras leyes que sancionaron la vida conyugal de los sacerdotes, fueron de
hecho leyes imperiales, referidas fundamentalmente a la situación civil de los
clérigos casados.
El Código Justiniano
de 534, mientras que prohibía aún a los clérigos casarse después de la
ordenación, permitía hacer uso del matrimonio, a sacerdotes, diáconos y subdiáconos.
Otras prescripciones de la legislación justiniana se refieren a la ordenación
de sacerdotes y diáconos.
El obispo es
responsable de la adecuada selección de candidatos y debe llevar a cabo una
completa investigación acerca de sus antecedentes para asegurar que pueden
cumplir con las exigencias de las “leyes y cánones sagrados”, es decir, que han
cumplido con ellas guardando castidad perfecta si estaban casados, o han estado
casados una sola vez y con una mujer virgen. Las sanciones por infracción de
estas regulaciones fueron severas.
Concilio de Trullo (691)
El Concilio de
Trullo, o Quintisexto, fue convocado por el emperador Justiniano II, (685-711)
con el propósito expreso de promulgar decretos disciplinares, para completar la
obra del anterior Concilio Ecuménico de Constantinopla (681). Aunque estaba
presente un grupo de obispos de Roma, se trató esencialmente de un concilio del
imperio bizantino. Los ciento dos cánones promulgados tenían como principal
objetivo la corrección de abusos y el restablecimiento de la disciplina.
No hay duda de que, a
consecuencia de las influencias a las que nos hemos referido, la legislación
fue hostil en su espíritu a la Iglesia romana. Como algunos cánones eran
contrarios a las disposiciones de Roma, el papa se negó a firmar las actas del
Concilio, la primera vez en la historia que Roma desaprobaba formalmente la
disciplina de la Iglesia oriental. Pero Trullo iba a determinar el futuro de la
legislación bizantina durante siglos, y a dejar su impronta sobre la iglesia
oriental hasta el día de hoy. De ahí que sus decretos más importantes merezcan
ser considerados con cierto detalle.
Canon 3: Condiciones
para un clérigo casado. Desde Calcedonia (451), ningún concilio se había
enfrentado con problemas disciplinares. La Iglesia, mientras tanto, había
tolerado muchas situaciones matrimoniales irregulares entre el clero. El
propósito del canon 3 era el de restaurar la disciplina tradicional concretamente
los siguientes puntos:
a) Las exigencias del
unius uxoris vir de san Pablo: este mandato separaba de las sagradas órdenes a
cualquier hombre que hubiera tomado una segunda esposa después del
fallecimiento de la primera.
b) Ningún hombre que
se hubiera casado con una viuda, sierva o actriz, podría ser aceptado como
candidato a las sagradas órdenes.
c) La esposa de un
clérigo que quedaba viuda, no podía volver a casarse. Canon 6: La ordenación,
un impedimento para el matrimonio. Este canon prohibía, a los sacerdotes y
diáconos que se ordenaron estando solteros, casarse después de la ordenación.
Además, se prohibía a todos los clérigos casarse por segunda vez en caso de que
su esposa falleciera. Estas normas disciplinares, que aún definen la ley particular
de las iglesias orientales, son prueba de una profunda preocupación por la
fidelidad a la tradición apostólica. Además, exceptuando el canon 13 –del que
trataremos más adelante– son exactamente iguales a la legislación de la iglesia
latina.
El texto del canon 6
se expresa en los siguientes términos: “Puesto que se declara en los cánones
apostólicos que de aquellos que son ascendidos al clero no casado, sólo los
lectores y cantores pueden casarse, manteniendo esto, determinamos que, de
ahora en adelante, no es lícito de ninguna manera, a ningún diácono, subdiácono
o presbítero contraer matrimonio después de su ordenación y, si se atreviera a
hacerlo, sea depuesto. Y si alguno de aquellos que entran a formar parte del
clero deseara unirse a una mujer en lícito matrimonio, hágalo antes de ser
ordenado subdiácono, diácono o presbítero” . Se trataba de una confirmación de
la disciplina afirmada en Calcedonia (451). La prohibición de matrimonio
después de la recepción de las sagradas órdenes era –en opinión de Cholij– una
consecuencia directa de la ley de continencia: se prohibía a los sacerdotes
casarse puesto que no podía consumarse su matrimonio.
Además de los ya
apuntados, Cholij presenta varios argumentos de peso para mostrar que la
prohibición sobre los clérigos que se casan después de la ordenación fue debida
a la ley de absoluta continencia, lo que le lleva a concluir que hubo una ley
universal del celibato –en sentido amplio– en la primitiva Iglesia: “la lógica
de la legislación que prohíbe el matrimonio después de la recepción de las
órdenes, indica que, al menos en los primeros siglos, un clérigo por el hecho
de su ordenación era ‘consagrado a Dios con todas las implicaciones de dicha
consagración, esto es, la total continencia. La ordenación sería conferida si
la mujer accedía a esta vida de celibato que ella también aceptaba libremente
llevar sobre sus hombros”. Ésta –señala– es la única explicación satisfactoria
para el impedimento al matrimonio clerical.
Canon 12: Continencia
episcopal. Este canon encuentra reprensible la praxis occidental de los
obispos, que viven con sus mujeres, por el escándalo que puede suscitar. Los
obispos no sólo deberían vivir una perfecta continencia sino también
manifestarlo a la vista. De acuerdo con esto, Trullo legisló que, una vez que
un hombre es ordenado obispo, su esposa debería entrar en un convento situado a
cierta distancia de su residencia episcopal. En Occidente, en esos momentos, la
casa del obispo había asumido en muchas partes una estructura semejante a la de
una institución monástica, por lo que el escándalo al que aludía Trullo venía a
ser en gran parte teórico. Sin embargo, como resultado del canon 12, Oriente
fue el primero en imponer la disciplina estricta de la total separación física
del obispo respecto de su esposa . Mientras que la legislación trullana, iba a
conducir al celibato episcopal estricto, no exigió que los candidatos al
episcopado fueran monjes. Sin embargo, alrededor del segundo milenio, ésta era
prácticamente la norma para todas las iglesias orientales. Esta situación
surgió porque después de Trullo se desarrolló la costumbre –que en el siglo XI
adquirió fuerza de ley– de que todo el clero secular se casara antes de recibir
las órdenes. Los que querían permanecer célibes tenían que entrar en un
monasterio si deseaban ser ordenados. Canon 13. Matrimonio de clérigos. Fue,
sin embargo, el contenido del canon 13, que limitaba la castidad de los hombres
casados –ordenados como diáconos o sacerdotes– a una simple continencia
temporal, el que introdujo la principal división entre las tradiciones de
Bizancio y de Roma en torno al celibato sacerdotal . El hecho de que a ningún
clérigo casado se le exigiera hacer una profesión de continencia es una
declaración expresamente hostil a la costumbre y a las protestas de Roma. La
cohabitación con la propia esposa y el uso del matrimonio no sólo son
defendidos con firmeza, sino que cualquier planteamiento alternativo es
duramente castigado con sanciones. Contrariamente a lo que afirma el canon
trullano, Roma no veía el matrimonio como una prohibición para acceder al
ministerio sacerdotal, ni intentaba disolver el vínculo matrimonial, como
sugería aquél, sino que, al prescribir la continencia total a los clérigos
casados, revestía su vida matrimonial de un rango superior, que consideraba
apropiado a lo que demandaba el servicio al altar. Los padres de Trullo basaron
su postura acerca de la continencia temporal para los diáconos y presbíteros
“en la norma antigua de estricta observancia y disciplina eclesiástica”, así
como en el Concilio de Cartago y el Canon Apostólico 6. La falta de
consistencia de su planteamiento viene subrayada, por el hecho de que
utilizaron la misma tradición para negar a un obispo, lo que ahora ofrecían a
un sacerdote. Lo que también llama la atención es la referencia al Concilio de
Cartago. Mientras los decretos de los concilios africanos son utilizados por
los padres bizantinos como un elemento de enganche con la antigüedad, la
comparación de textos paralelos en los cánones cartagineses y trullanos muestra
que: a) mientras Cartago legisla a favor de una continencia total para los
clérigos casados, Trullo, inexplicablemente, interpreta la continencia
temporal; b) los decretos de Cartago se aplican a obispos, presbíteros y
diáconos. En el canon trullano, sin embargo, la referencia a los obispos ha desaparecido.
Cholij es de la opinión de que los redactores del canon 13 de Trullo eran
conscientes de que estaban citando los cánones cartagineses de una forma
parcial y selectiva que cambiaba su significado. Lo que los padres trullanos
propusieron de hecho para los presbíteros fue la disciplina de continencia
marital periódica, practicada por todos los cristianos laicos casados en la
primitiva Iglesia, en la línea de la advertencia paulina en 1 Cor. 7,5. Aunque
la legislación trullana introdujo una gran diferencia entre Bizancio y Roma en
la cuestión del celibato sacerdotal, hay que señalar que ambos están de acuerdo
sobre el origen apostólico de la obligación de continencia –temporal o perpetua–
impuesta sobre los ministros del altar. Para ser ministros dignos de los
divinos misterios y efectivos mediadores de la gente a través de la oración,
están obligados a abstenerse de relaciones sexuales. Hay que decir también que
tanto Oriente como Occidente consideraban que no era posible justificar la
difícil disciplina de la castidad sacerdotal, salvo que estuviera fundamentada
en un mandato de los mismos apóstoles.
3.4.- Consecuencias
de Trullo sobre el Derecho Canónico occidental Puesto que la prohibición del
matrimonio clerical, se debía a la obligación de vivir en total continencia
–estuviera o no casado el clérigo–, la disciplina introducida por el canon 13
de Trullo, que permitía a los sacerdotes tener vida conyugal, creó por primera
vez en la forma legislativa, una ruptura entre la prohibición del matrimonio
clerical y su causa. Esto tuvo serias consecuencias para la teoría canónica
posterior, al buscarse una razón para justificar el hecho de que las órdenes
fueran un impedimento para el matrimonio. Graciano, el famoso canonista del
siglo XII, aceptó sin críticas el canon 13 de Trullo como ecuménico y, en
consecuencia, no sólo aceptó, sino que legitimó la praxis oriental relativa al
celibato y estableció que era una disposición de origen apostólico. La
presentación de la disciplina oriental que hizo Graciano acerca del celibato
hizo imposible establecer una relación causa efecto entre la ley de continencia
y el impedimentum ordinis. Los decretistas se dieron cuenta de la diferencia
que existía entre las disciplinas de Oriente y Occidente y trataron de
acomodarla en una teoría canónica que explicaría la ley del celibato en la
iglesia latina. Esto, inevitablemente, condujo a la conclusión de que la ley
que prohibía el matrimonio y, sobre todo, la ley que imponía la continencia a
los clérigos casados habían sido introducidas en Occidente en una fecha muy posterior.
Al aceptar sin crítica los textos griegos presentados por Graciano, los
canonistas del siglo XII dejaron de ver la inmediata –y necesaria– relación
entre la continencia y el impedimento para el matrimonio. La teoría canónica de
este periodo desarrolló una explicación del impedimento para el matrimonio
formada por órdenes que derivan principalmente de la teoría del votum, o el
votum adnexum, el voto de castidad vinculado a las órdenes. No obstante, esta
teoría presentaba dificultades, ya que no podía explicar el impedimento desde
el punto de vista de los griegos, cuyos sacerdotes no estaban obligados por el
voto de continencia. Esta anomalía dio lugar a otra teoría canónica a finales
del siglo XII que fundamentaba la obligación de la continencia en la ley
eclesiástica. En el siglo XIII, santo Tomás sintetiza el punto de vista de los
diferentes canonistas de la siguiente forma: “Pero lo que impide el matrimonio
es la ley de la Iglesia. Sin embargo, no obliga de la misma forma a los latinos
que a los griegos. Pues entre los griegos, el impedimento de contraer
matrimonio proviene, únicamente, de la fuerza de las órdenes (vi ordinis),
mientras que entre latinos, el impedimento proviene tanto de la fuerza de las
órdenes como del voto de continencia que va ligado a las sagradas órdenes, de
tal forma que si alguien no hiciera el voto públicamente, por el mismo hecho de
recibir el orden según el rito de la iglesia occidental, se entiende que lo ha
hecho. Y, repito, entre los griegos y otros orientales, las sagradas órdenes
impiden contraer matrimonio, pero no el uso de un matrimonio contraído
previamente, pues pueden hacer uso de este matrimonio aun cuando no puedan
contraer nuevo matrimonio”. Desde tiempos del Concilio Laterano II (1139), las
sagradas órdenes, lo mismo que el votum, fueron considerados un impedimento
invalidante para el matrimonio. La conclusión de Cholij es que, si a los
canonistas y teólogos de los siglos XII y XIII no se les hubiera presentado la
dificultad de la disciplina griega –legitimada por Graciano–, es bastante
probable que hubieran tenido pocas dificultades para atribuir la ley de la
continencia a los apóstoles y para relacionar el impedimento para el matrimonio
únicamente con esta ley. Cualquier promesa o voto de continencia se habría
entendido, entonces, como una expresión externa y una garantía de un compromiso
libremente adquirido, pero exigido por la misma naturaleza de la vocación
sacerdotal en el momento de la recepción de las órdenes. Para esclarecer esta
conclusión, Cholij plantea la siguiente cuestión: ¿cómo puede un sacramento
hacer inválido a otro sobre la base de una ley puramente eclesiástica? Su
respuesta es que, a menos que se haga efectivo un pacto de consagración entre
el clérigo y Dios en el momento de la recepción de las órdenes, la ley que
prohíbe el matrimonio sólo puede ser considerada como un “vestigio de
disciplina positiva, expresión de esa otra disciplina antigua –más sencilla–
que armoniza la relación entre sacerdotes y celibato”. De esta forma, concluye
que el impedimento para el matrimonio en la disciplina canónica oriental, separada
de su fundamentación teológica, parece poco más que un mero formalismo jurídico.
El matrimonio obligado de los
sacerdotes
Mientras que de hecho
Trullo, no prohibía el celibato en sentido estricto a los sacerdotes, el tono
de los cánones era tal que se esperaba que los sacerdotes se casaran y tuvieran
vida conyugal como el resto de los fieles laicos. En los siglos XI y XII este
consejo se había convertido en precepto y el celibato, tal como era conocido en
la iglesia latina, fue rechazado definitivamente.
Estos hechos
ocurrieron en un momento de la iglesia occidental, en el que era tal la
inmoralidad entre el clero, que se hizo necesaria la reforma gregoriana. Aunque
tanto la tradición latina como la griega veían la necesidad de erradicar la
corrupción de moral sexual entre el clero, los medios utilizados para hacerlo
en cada caso fueron muy diferentes.
Roma no consideraba
que el celibato fuese en sí mismo el origen del problema. Por el contrario,
reafirmaba la disciplina tradicional al mismo tiempo que introducía nuevas
medidas para proteger la dignidad del estado clerical y la castidad que se
esperaba de los ministros del altar. La solución aplicada fue de carácter
ascético y disciplinar. La incontinencia y la infracción de esta disciplina
fueron severamente castigadas.
A consecuencia de los
abusos en la iglesia griega en el siglo IX, el emperador bizantino León VI
legisló para suspender la costumbre, que se había desarrollado desde Trullo, de
que aquellos que tuvieran órdenes mayores podían reservarse el derecho a
casarse dentro de los dos años siguientes a su ordenación, reafirmando la
prohibición de casarse después de recibir las órdenes sagradas. Los clérigos
debían permanecer célibes o, si deseaban casarse, tenían que hacerlo antes de
la ordenación.
En el siglo XI, sin
embargo, la proliferación de matrimonios ilegales después de la ordenación,
llevó a la iglesia oriental a prohibir la ordenación de aquellos que estuvieran
casados. Como señala Cholij, la perspectiva del remedium concupiscentiae era lo
que hacía que se considerase el matrimonio como un estado adecuado para el
sacerdocio.
Los célibes que
desearan ordenarse tendrían que entrar en un monasterio. De esta forma, a todos
los sacerdotes que vivían en parroquias locales se les exigía contraer
matrimonio y de sus hijos se esperaba que les siguieran en el estado sacerdotal.
Esta práctica se vio reforzada en algunos países por el estado, quien
proporcionaba escuelas especiales a los hijos de los sacerdotes. Una de las
consecuencias de esto es el olvido del aspecto sobrenatural de la vocación
sacerdotal.
Otra es que todos los
puestos más altos en la iglesia oriental se reservan para monjes célibes
–generalmente mejor formados– y libres de ataduras familiares. No es extraño,
por tanto, que un sistema que se acomodaba efectivamente a dos castas
sacerdotales diera lugar a sus propios problemas particulares.
La lógica de una
situación que imponía el matrimonio efectivo sobre sus clérigos inevitablemente
tenía implicaciones para los sacerdotes y diáconos viudos. En el siglo XIV, se
había establecido una disciplina por la cual estaban obligados a abandonar su
ministerio. Si deseaban continuar como sacerdotes tenían que ingresar en un
monasterio.
En consecuencia, los
monasterios se llenaron de clérigos que iban allí de forma involuntaria o sin
vocación monástica, provocando a menudo serios problemas de disciplina y un
declinar de la vitalidad de la vida monástica. Sin embargo, un sínodo de Moscú
en el siglo XVII abrogó los decretos que prohibían a los viudos ejercer su
ministerio y, más tarde, les permitió casarse por segunda vez.
Cuando la iglesia
ortodoxa ucraniana se volvió a unir a Roma en 1595, las leyes que prohibían
ordenarse, a los célibes y que apartaban a los diáconos y sacerdotes de su
ministerio pastoral, fueron abrogadas al considerarse graves abusos, en
completa oposición con la disciplina de la iglesia católica. En los sínodos de
las iglesias católicas orientales, especialmente durante los siglos XVIII y
XIX, el celibato estricto fue promovido y propuesto como el estado preferido
para los candidatos al sacerdocio secular.
Consecuencias de Trullo sobre
la teología del sacerdocio
La legislación
trullana tuvo consecuencias significativas, en cuanto que no facilitó el
disponer de un servicio litúrgico frecuente para los fieles. El canon 13 de
Trullo prescribía la continencia para los momentos de oración y ayuno, y para
el servicio litúrgico.
La norma general era
la abstinencia de un día durante los periodos de servicio litúrgico, aparte de
los momentos de oración y ayuno a los que toda la gente casada estaba obligada.
En el siglo XVII se
imponían tres días de abstinencia. De ahí que no pudiera celebrarse la misa
diaria, pues se presuponía siempre que los sacerdotes hacían uso de sus
derechos conyugales.
En los cánones
cartagineses y, en general, en la legislación de la iglesia occidental, los
sacerdotes estaban obligados a la continencia a causa de su consagración. Esta
consagración estaba relacionada esencialmente con su función de mediador,
expresada sobre todo en la administración de los sacramentos pero también en
cualquier otro acto que pudiera entenderse como un ejercicio del ministerio
consagrado.
En consecuencia, la
continencia en el rito latino no fue simplemente una función del ministerio
eucarístico, sino también una expresión convincente de la especial naturaleza de
la totalidad del ministerio de mediación del sacerdote. Ya en el siglo IV, la
teología y la legislación en la iglesia occidental entendió el sacerdocio como
un ministerio ininterrumpido y continuo que proporcionaba un argumento para la
continencia perpetua.
Puesto que el
sacerdocio del Nuevo Testamento aventaja al del Antiguo, la continencia tiene
que ser perpetua, más que temporal. Por otra parte, la legislación trullana
parece implicar que el ministerio sacerdotal se ejerció sólo en la liturgia
eucarística, con la que la disciplina de la continencia está relacionada. Esto
sugiere una forma de entender el sacerdocio de carácter más funcional que
ontológico y, por tanto, un cambio de énfasis en la teología del sacerdocio.
Es, en cierto sentido, una vuelta al concepto levítico.
Continencia temporal e
introducción del celibato en algunas Iglesias orientales
Desde la perspectiva
del celibato es interesante considerar los casos de las diferentes iglesias
orientales que retornaron a Roma en los últimos cien años. En el siglo XVI,
cuando los albanos de rito griego buscaban la unidad y más tarde con los
maronitas en el siglo XVIII, Roma respetó las costumbres existentes de
continencia temporal.
Lo mismo se aplicó a
los armenios, caldeos y ucranianos, aunque sus leyes excluían la posibilidad de
la celebración diaria de la eucaristía. No obstante, en estas iglesias
orientales había frecuentes demandas por parte de los fieles de la celebración
litúrgica diaria, especialmente en ciudades más amplias.
Para facilitar esto,
Roma no podía relajar las normas de continencia temporal y la única solución
que le quedaba era la de incrementar el número de célibes ordenados en esas
iglesias. De esta forma, el conflicto entre la disciplina de la continencia
temporal y la celebración litúrgica frecuente se convirtió en un factor muy
importante a la hora de introducir el celibato estricto en las iglesias
católicas orientales.
Los sínodos locales
de estas iglesias favorecieron que los célibes fueran promovidos para
importantes nombramientos eclesiásticos porque se dieron cuenta de que las
responsabilidades del sacerdote casado le impedían cumplir con la dedicación
que exigían estos nombramientos. Aunque no se establecieran con rapidez
seminarios para la formación del clero célibe, algunas iglesias empezaron a
enviar seminaristas a la Universidad Urbaniana de Roma en los siglos XVII y
XVIII. Había todavía prejuicios de tipo sociológico contra el clero célibe en
estas iglesias, pero, en general, las jerarquías orientales se apresuraron en
esta tarea.
La cuestión del
celibato en las iglesias católicas orientales fue discutida en el Vaticano I.
El documento de estudio preparatorio para el Concilio indicaba que los obispos
orientales en general estaban a favor del celibato para sus propios sacerdotes.
En uno de los debates del Concilio (febrero de 1870), un obispo armenio dijo
que la ausencia de una ley del celibato en las iglesias orientales era una
verdadera “herida”, porque la experiencia había mostrado las graves
enfermedades surgida en la vida de la Iglesia como consecuencia.
Solicitaba por tanto
que los problemas debidos a la ausencia del clero célibe fueran discutidos
abiertamente, de modo que las heridas pudieran ser sanadas con rapidez .
Finalmente, aunque una comisión del Concilio decidió que las iglesias
orientales no estaban suficientemente “maduras” para aceptar una ley plena del
celibato, se publicó una instrucción que afirmaba la prohibición de matrimonio
a los ya ordenados y recordaba la disciplina anterior a Trullo de continencia
perpetua del clero en aquellas iglesias donde se había mantenido la efectiva
autoridad episcopal.
Después del Vaticano
I, varios sínodos de las iglesias católicas orientales utilizaron esta
instrucción como base para legislar sobre el celibato del clero. De hecho, a
finales del siglo XIX, la disciplina de la continencia clerical en las iglesias
uniatas orientales había vuelto a la praxis de los primeros siglos de la
iglesia occidental.
La experiencia de la
ley trullana y post-trullana de la continencia temporal del clero había
enseñado a las iglesias orientales que esta disciplina condujo a un conflicto
irresoluble en el que el sacerdocio era considerado como un ministerio diario
que exigía una total dedicación a la iglesia.
Como hemos visto, la
iglesia latina tenía sus propios problemas con los clérigos casados, que sólo
fueron resueltos satisfactoriamente cuando el celibato estricto se convirtió en
la norma después de la reforma gregoriana y la legislación del Concilio de
Trento. Desde el siglo XVII, las iglesias orientales en unión con Roma
comenzaron a seguir la misma dirección evolutiva por la senda del estricto
celibato.
Bases escriturísticas sobre
el celibato
Aspectos bíblicos del
celibato
En su enseñanza sobre
la divina revelación, el Vaticano II nos recuerda que hay un constante
crecimiento y desarrollo en la comprensión de la Sagrada Escritura. Ésta se
lleva a cabo de diferentes formas: por el estudio y la contemplación del texto
sagrado de los creyentes, por la acción de la gracia en las almas de los
cristianos o por la predicación de aquellos que poseen el carisma seguro de la
verdad como sucesores de los apóstoles.
Pablo VI, en su
encíclica sobre el celibato sacerdotal, refiriéndose a esta misma enseñanza del
Concilio Vaticano II, afirma que es necesario reflexionar acerca de estos
principios a fin de entender con más profundidad las diversas razones que se
dan a favor del celibato según las diferentes situaciones y mentalidades.
La exégesis bíblica,
seguida por el Magisterio, ha ayudado a desentrañar las implicaciones más
profundas de textos concretos y ha demostrado la coherencia mutua entre
diferentes pasajes de la Escritura que se refieren al celibato. Es algo que
cabría esperar teniendo en cuenta que uno de los principios básicos de la hermenéutica
bíblica es la unidad del mensaje de la Escritura en su conjunto.
Mientras que hay
algunos textos bíblicos que describen el valor teológico y espiritual de la
virginidad o del celibato in genere, a primera vista no parece haber ningún
texto específico que relacione directamente el celibato con los ministros de la
Iglesia.
Ciertamente, podría
parecer lo contrario si se realizara una lectura superficial de las cartas
pastorales, en las que san Pablo trata de las cualidades requeridas por los que
reciben el nombramiento de obispo, presbítero o diácono. El candidato para un
puesto de ministro debería ser –según éste– “esposo de una sola mujer” (1 Tim.
3,2; Tit. 1,6; 1Tim. 3,12). Una mirada más atenta, sin embargo, nos hará caer
en la cuenta de que estos textos establecen una conexión inmediata entre la
continencia perpetua y el sacerdocio ministerial.
Al mismo tiempo, la
validez escriturística del celibato sacerdotal deriva más de la afinidad de
significado, de una serie de textos diferentes y de la fuerza acumulada de su
significación, que del valor probatorio de los textos individuales. Las
diferentes ideas extraídas de diferentes pasajes de la Escritura, tal como los
entiende la Tradición y propone el Magisterio, constituyen el depósito bíblico
del celibato sacerdotal.
La Iglesia nunca ha
pretendido que este depósito sea el definitivo, pero se refiere a textos
concretos como una afirmación de la íntima congruencia entre el carisma del
celibato y el ejercicio del ministerio sacerdotal in persona Christi. En este
capítulo examinaremos los más importantes de estos textos . Teniendo en cuenta
la unidad de la Escritura y que el Nuevo Testamento es el cumplimiento del
Antiguo , para alcanzar una apreciación más profunda del significado bíblico
del celibato, será útil revisar referencias e instituciones del Antiguo
Testamento, que prefiguran de alguna forma el celibato en el nuevo designio
divino.
Algunos argumentos a
favor del celibato consideran la continencia temporal de sacerdocio levítico
como una figura de la continencia total que sería exigida a los sacerdotes de
Cristo. En consecuencia, la reflexión acerca del sacerdocio del templo, como
institución bíblica servirá para proporcionar unos antecedentes, ante los que
podría revisarse el argumento cultual del celibato.
La historia confirma
que en los primeros siglos del cristianismo, muchos hombres y mujeres, se
vieron fuertemente impulsados a comprometerse totalmente con Dios, por medio de
la virginidad o del celibato. En las enseñanzas de los papas y en los escritos
de los padres, se pone de manifiesto que este desarrollo ascético tuvo una
influencia positiva, a la hora de definir la continencia de los sacerdotes en
la naciente Iglesia.
Examinaremos, por
tanto, los fundamentos bíblicos de la virginidad consagrada con vistas a
arrojar más luz sobre el compromiso de continencia sacerdotal. No obstante los
elementos comunes que puedan darse en la justificación teológica de la
virginidad y del celibato sacerdotal, hay que recordar que estas dos corrientes
vocacionales separadas en la Iglesia tuvieron sus orígenes en diferentes
tradiciones ascéticas: una inspirada en los consejos evangélicos y, la otra,
derivada de la función de mediación ejercida por el sacerdote in persona
Christi.
Estudiaremos los
principales textos del Nuevo Testamento, sobre la virginidad y el celibato y
cómo Cristo, seguido de san Pablo, abrió un nuevo horizonte con su enseñanza en
este campo respecto de las tradiciones del Antiguo Testamento. Hay además dos
grupos de textos en el corpus paulino que tienen una significación fundamental
para el celibato sacerdotal.
El primero es la
estipulación en las cartas pastrales del “marido de una sola mujer” (unius
uxoris vir) como condición para la ordenación, texto al que ya nos hemos
referido. El segundo grupo lo constituyen aquellos textos que ilustran el
aspecto de alianza del celibato sacerdotal (2Cor.11,2; Ef. 5,25-27).
Esto asimismo nos
llevará a considerar la relación entre matrimonio y virginidad tanto en el
Antiguo como en el Nuevo Testamento. Pero, por encima y más allá del apoyo
textual al celibato sacerdotal, se encuentra el testimonio evangélico del
celibato del mismo Cristo: Dios hecho sacerdote en la humanidad de Cristo. Ésta
es la más poderosa de todas las afirmaciones a favor del celibato sacerdotal,
cuya importancia revisaremos en este capítulo desde una perspectiva bíblica y,
en lo posterior, desde un punto de vista ascético y teológico.
El celibato en el Antiguo
Testamento y en la época intertestamentaria
Tradiciones culturales judías
Cuando Cristo planteó
la cuestión del celibato (Mt. 19,3-12) su discurso se dirigió a hombres cuyas
costumbres estaban firmemente enraizadas en el Antiguo Testamento, de cuya
tradición no habían heredado ningún ideal acerca del celibato. El matrimonio no
sólo era el estado habitual de vida sino que, por la promesa hecha a Abrahán,
había adquirido una significación consagrada. El matrimonio, como fuente de
fertilidad y de progenie, era un “estado privilegiado desde el punto de vista
religioso, con un privilegio que procedía de la misma revelación”. Así pues,
son pocos los vestigios de la idea del celibato tal como lo conocemos hoy en la
tradición del Antiguo Testamento. No obstante, puesto que la revelación de
Cristo completó y perfeccionó la revelación hecha a Israel, es natural que este
carisma estuviera prefigurado de alguna forma en el Antiguo Testamento. Algunos
de los argumentos a favor de la continencia del clero, especialmente en la
primitiva Iglesia, estuvieron claramente influidos por las tradiciones culturales
y otras tradiciones judías. Revisemos los aspectos más relevantes de estos
antecedentes. En el Antiguo Testamento, en el que se puso un énfasis especial
en la santidad de Dios, el contraste entre “puro” e “impuro” estaba claramente
delineado. Se consideraba que los fenómenos relacionados con el sexo producían
impureza (Lv.12,5; 1Sm. 21,5; 2 Sm. 11,4), que apartaban a la persona en
cuestión de la comunión con Yahvé. De ahí que, al sacerdote que incurría en
impureza por razones de este tipo, se le desvinculaba de sus actividades
sacerdotales habituales, (Lv.21,1-15) exigiéndose ciertos ritos de purificación
para librarse de alguna impureza concreta. Esto condujo a una especie de
formalismo moral externo, contra el que los profetas alzaron su voz, urgiendo
la pureza interior de mente y de corazón (Os. 6,6; Am. 4,1-5; Is. 6,5; Jr.
13,27). La noción de que la relación sexual en el matrimonio, podría causar
impureza en el sentido moral (es decir, incluir un elemento pecaminoso) es, de
hecho, extraña en la Biblia. Estas ideas circularon, sin embargo, por la
primitiva cristiandad, y junto a la influencia de la ley ceremonial judía sobre
la teología de la joven Iglesia, provocaron cierta confusión entre los
conceptos bíblicos, de pureza ritual y moral. En el desarrollo del concepto de
celibato en la Iglesia, podemos detectar elementos de esta influencia (Lv.
15,18; 22,4; Ex. 19,15).
2.2.- El celibato de
Jeremías Jeremías, es el único célibe del Antiguo Testamento por mandato divino
(Jer. 16,1ss.). El celibato de Jeremías es un signo de muerte, explícitamente
relacionado con su ministerio profético. El célibe recuerda al mundo que Dios,
no es indiferente y ausente que puede ser desafiado impunemente (Sal. 14; Is.
5,19-20). “El celibato vétero-testamentario es un signo fuerte, es una palabra
dura pero necesaria, pronunciada por Dios, es un grito de alarma, semejante al
grito del último célibe del Antiguo Testamento (Lc. 16,16), Juan Bautista”.
2.3.- Otros
testimonios de vida célibe Junto al de Jeremías, encontramos otros ejemplos de
vida célibe como el conocido círculo de los esenios, en el que testimonian
algunos autores antiguos como Josefo, Filón o Plinio, que existía una tradición
de celibato. ¿Hasta qué punto estaba extendida esta práctica entre ellos? Sabemos
que un grupo selecto era admitido, tras un periodo de tres años de probar su
continencia, pero había también otros que estaban casados. El descubrimiento de
esqueletos humanos de hombres, en las zonas de enterramientos del Qumrán,
atestigua que éstos formaban una comunidad de célibes entre los esenios. Su
compromiso de celibato no parece que estuviera influido por el dualismo
gnóstico. Filón, también menciona los terapeutas, una comunidad de hombres y
mujeres, que vivían a las afueras de Alejandría. Su piedad y sus prácticas en
común se asemejaban, a la vida de celibato de los esenios, con los que podría
haber habido alguna conexión. 2.4.- El valor de la virginidad, la fecundidad y
la continencia en el Antiguo Testamento, el valor de la virginidad estaba relacionado
con la idea de que las muchachas jóvenes permanecieran vírgenes hasta que se
casaran (Gn. 24,16; 34,7; Jue.19,24). También tenía valor desde el punto de
vista de la pureza ritual. La pérdida de la virginidad, llevaba consigo la
pérdida de honor (2 Sm. 13,2-18; Lam. 5,11; Sab. 42,9-11). Se exigía a todos
los sacerdotes que se casaran con una virgen (Lv. 21,13ss.; Ez. 44,22). La
virginidad, como estado de vida estable era algo desconocido. El hecho de no
casarse, lejos de ser una condición deseable, era considerado el mayor oprobio,
(Jue. 11,37). En el judaísmo posterior, sin embargo, hay indicios de que el
estado no matrimonial gozaba de mejor consideración (Jdt.16,22). Atisbándose ya
el nuevo designio divino, nos encontramos con que Ana, rehúsa casarse después
de su viudez, para adherirse más estrechamente a la voluntad de Dios (Lc.
2,37). Un ejemplo es la “virgen de Sión” (Jerusalén-Israel). Pero esta
designación de la ciudad aparece frecuentemente en contextos de ruina nacional
(Am. 5,1-2; Jer. 2,32; 14,17; Lam. 1,5; Job. 1,8, etc.). Aunque el vocablo
aluda a una relación de fidelidad absoluta (la fidelidad debía caracterizar las
relaciones de Israel con Dios), el contexto mencionado reproduce la situación
de la hija de Jefté o la de Jeremías. Se llora, por tanto, una maternidad
imposible o la virginidad, signo de muerte. Consiguientemente, todo el Antiguo
Testamento está orientado hacia la generación. La primera palabra de Dios al
hombre es un imperativo para que sea fecundo y se multiplique (Gén.1,28).
Después de la caída, el “protoevangelio” sustenta la esperanza del triunfo
sobre el mal en la descendencia (Gén. 3,1). La bendición de Dios es tener
descendencia (Sal. 128). Ser estéril es una maldición (Os. 9, 11-14; Job.
15,34). Así comprendemos el lamento de la estéril Raquel: “Dame hijos o me
muero”, grita (Gén. 30,1), y de todas las mujeres estériles del Antiguo Testamento.
El rabinismo hereda la mentalidad vétero-testamentaria. La procreación es una
participación en la obra creadora de Dios y un modo de realizar la vocación de
ser “imagen de Dios” (Gén. 1,28 y 1,27; 9,7). Aquí se inscriben dichos como
éstos: “Quien no tiene mujer no es un hombre completo, porque os he dicho:
‘Varón y hembra Dios los creó y los bendijo y los llamó Adán y Eva’”; “el que
descuida la procreación es como si derramara sangre”; “es como si redujera la
imagen de Dios, ya que está escrito: “Sed fecundos...”. El caso del rabino
Simón ben Azaj es único. Proclamaba la doctrina común, pero no se casó. Sus
discípulos le piden que acomode su vida a sus enseñanzas. A lo cual él replica:
“¿Qué puedo hacer? Mi alma está adherida a la Torah. ¡Dejad que otros pueblen
el mundo!”. El celibato, en este caso, es valorado como un medio que permite
una mejor dedicación a valores superiores, cual es el estudio de la ley. Una
nueva sensibilidad, emerge al finalizar el periodo antiguo testamentario. Días
vendrán en los que el eunuco, tendrá un puesto en la casa de Dios (Is. 56,3-5);
la esterilidad es preferible a la descendencia de los impíos (Sab. 3,13s.;
14,1); el autor del libro de Judit elogia a su heroína por su vida casta y
ascética, consagrada al recuerdo de su marido (Jdt. 16,22-24). Se insinúa,
pues, la conveniencia o necesidad de permanecer célibes para recibir la
revelación divina –por ejemplo–, ya que el contacto con lo sagrado, excluye
cualquier contaminación, y especialmente la contaminación sexual. Esta nueva
sensibilidad posibilita la aparición de un mayor número de célibes, por ejemplo
entre los ascetas esenios.
2.5.- El amigo del
Esposo El ministerio de Juan el Bautista, el último de los profetas, se sitúa a
medio camino entre el Antiguo y el Nuevo Testamento y es, por tanto, único, en
términos bíblicos. La misión de Juan estaba íntimamente unida a la de Cristo,
como subraya san Lucas al relatar el paralelismo entre la infancia de ambos y
los sucesos que les rodearon. Aunque no fuera sacerdote de la Nueva Ley, Juan
Bautista dedicó toda su vida a ser la voz de Cristo, preparando las almas para
la conversión y la gracia del Salvador. También tuvo el privilegio de señalar a
Cristo a sus propios discípulos, siendo instrumento, por tanto, para conseguir
las vocaciones apostólicas de Andrés, Juan y Pedro (Jn. 1,35-42). La Iglesia
siempre ha visto una particular conveniencia en el celibato de Juan en cuanto
que fue él que se definió a sí mismo como el “amigo del esposo” (Jn. 3,29),
utilizando el mismo simbolismo nupcial que se encuentra en la entraña de la
teología del celibato. El Precursor es considerado, por tanto, como el heredero
de la tradición profética que une a Yahvé con su pueblo, lo que constituía
realmente una preparación para la virginidad cristiana. Por la forma en que
murió (Mc. 6,14-29), y dio también testimonio de algo que Juan Pablo II, ha
resaltado con frecuencia: que el celibato arroja luces sobre la santidad del
vínculo matrimonial. El obispo inglés san Juan Fisher afirmó esto mismo al
defender la validez del matrimonio de la reina Catalina con Enrique VIII al
comienzo de la reforma anglicana.
3.- EL CELIBATO EN EL
NUEVO TESTAMENTO 3.1.- La vida y enseñanza de Cristo Cuando Cristo llamó a sus
primeros discípulos para hacer de ellos “pescadores de hombres” (Mt. 4,19; Mc
1,17), ellos “dejaron todas las cosas y le siguieron” (Lc. 5,11; Mt. 4,20-22;
Mc. 1,18-20). Pedro recordó este aspecto de la vocación apostólica cuando un
día, con la franqueza que lo caracterizaba, le dijo a Jesús: “nosotros lo hemos
dejado todo y te hemos seguido” (Mt. 19,27), preguntándole a continuación cuál
sería su recompensa. El Maestro les abrió en su respuesta inesperados
horizontes de entrega. Su llamada implicaba que sus discípulos habían de
abandonar su casa, sus propiedades y sus seres queridos –su familia, esposa e
hijos– “por causa de mi nombre” (Mt. 19,29; Lc. 18,29-30). En otra ocasión
abordará la misma cuestiones con un lenguaje aún mas exigente: “Quien ama a su
padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su
hija más que a mí no es digno de mí” (Mt 10,37), todo lo cual señala al hecho
de que la renuncia es un elemento esencial de la vocación apostólica. Esta
clara doctrina apostólica –ha señalado Juan Pablo II– proporciona el marco para
entender la enseñanza de Cristo acerca del celibato. En san Mateo vemos cómo
Cristo recomienda el celibato en el mismo escenario en el que afirma la
indisolubilidad del matrimonio (Mt. 19,10-12). Los discípulos habían
reaccionado con fuerza ante la prohibición de Cristo de repudiar a la esposa:
“Si tal es la condición del hombre con respecto a su mujer, entonces” –concluyen–
“no trae cuenta casarse” (Mt. 19,10). La respuesta de Cristo fue desafiante:
“Él les respondió: No todos son capaces de entender esta doctrina, sino
aquellos a quienes se les ha concedido. En efecto, hay eunucos que así nacieron
del seno de su madre; también hay eunucos que así han quedado por obra de los
hombres; y los hay que se han hecho tales a sí mismos por el Reino de los
Cielos. Quien sea capaz de entender, que entienda” (Mt. 19,11-12). Como señala
Jean Galot, este texto tiene una marcada estructura semítica, similar a la de
otras palabras de Jesús en el Sermón de la Montaña, pero en el contexto de la
mentalidad judía contemporánea la idea supone una completa innovación. El
eunuco, ya fuera por nacimiento o por libre voluntad, era un proscrito al que
la ley judía negaba el derecho a realizar ofrendas en el templo (Lv. 21,17-20)
y lo excluía de la asamblea de Yahvé (Dt. 23,2), porque parecía impropio que
una persona privada del poder de transmitir la vida, se asociara con el Dios de
la vida. Hay, sin embargo, palabras de alabanza para el eunuco que no hace mal
y que es fiel a la alianza (Sab. 3,14; Is. 56,3). Pero Cristo hace mucho más
que expresar benevolencia. Se atreve a describir la condición del eunuco, como
un estado libremente escogido: algo impensable para los judíos, que veían el
matrimonio y la procreación de los hijos como una obligación religiosa, y
consideraban la falta de descendientes como una de las mayores desgracias. Al
intentar explicar por qué Jesús, habría utilizado la palabra peyorativa
“eunuco”, algunos exegetas sugieren que probablemente los enemigos de Jesús, la
habrían utilizado para referirse a Él y a sus discípulos, como una forma de
reprenderlos ante su renuncia del matrimonio. La tradición judía, consideraba
al célibe como alguien inferior al hombre.
3.2.- El celibato de
Jesucristo como apertura universal Desde la perspectiva del Antiguo Testamento,
por tanto, la afirmación de Cristo sobre el celibato asumido por un motivo
sobrenatural supone un hecho decisivo en la historia de la salvación. Es un
hecho, como nos recuerda Juan Pablo II, que apunta a “la ‘virginidad’
escatológica del hombre resucitado, en el que se revelará el significado
nupcial absoluto y eterno del cuerpo glorificado en unión con el mismo Dios”. De
ahí que la continencia temporal por la causa del reino sea un testimonio de la
verdad de que el fin último del cuerpo no es la tumba sino la glorificación y,
en este sentido, sea un anticipo de la resurrección futura (Rom. 8,22-23). En
último término, el celibato deriva de la voluntad de Cristo según se manifiesta
en el Evangelio. La relación entre el celibato y el sacerdocio fue establecida
por primera vez en Él, lo que demuestra que, en su realización más perfecta, el
sacerdocio implica la renuncia del matrimonio. El celibato de Cristo resultaba
coherente con la apertura universal, de su amor universal y con la generación
espiritual de una nueva humanidad. No lo distanciaba de la gente; al contrario,
le permitía acercarse más a todos los hombres. A través de su humanidad era
capaz de revelar el infinito amor del Padre por todo el género humano,
expresado de formas tan diferentes en la narrativa del Evangelio: su compasión
por la muchedumbre que le seguía, su participación en los éxitos y fracasos de
sus discípulos, su congoja por la muerte de su amigo Lázaro, su predilección
por los niños, su experiencia de todas las limitaciones humanas salvo el
pecado. Al verse libre de las limitaciones de la familia, Cristo estaba
totalmente disponible para cumplir la voluntad de su Padre (Lc. 2,49; Jn.
4,34), para formar la nueva y universal familia de los hijos de Dios. De esta
forma “su celibato no fue una reacción defensiva contra nada, sino un realce a
su vida, una mayor cercanía hacia su pueblo, un anhelo de entrega sin reservas
al mundo”. Esta nueva visión implícita en el celibato de Cristo, ya se había
anticipado en la maternidad virginal de María y en la participación de José, en
el mismo misterio virginal. Al mismo tiempo que el misterio de la concepción y
el nacimiento de Cristo estaba escondido a sus contemporáneos, significaba un
punto de partida totalmente nuevo respecto a la tradición del Antiguo
Testamento que, por su exclusiva tendencia favorable al matrimonio, hacía que
la continencia resultara un hecho incomprensible. María y José fueron, por
tanto, los testigos primeros y más cercanos de una “fecundidad diferente de la
carne, esto es, de una fecundidad del espíritu”, plasmada en el don de la
encarnación de la Palabra Eterna. Este misterio sería revelado a la Iglesia, de
forma gradual sobre el testimonio de la infancia de Jesús, narrada en los
evangelios de Mateo y Lucas. La maternidad divina de María, nos ayuda a
entender más plenamente la santidad del matrimonio y el misterio de la
continencia, por la causa del reino de los cielos. De nuevo nos encontramos
aquí, con dos aspectos correlativos de una misma vocación bautismal a la
santidad.
3.3.- La llamada de
Cristo al celibato Cuando Cristo abrió el horizonte del celibato por primera
vez a sus discípulos, el ejemplo de su vida les servio sin duda como un claro
punto de referencia de ese estilo de vida sobrenatural, que inmediatamente
asociaron con el reino, que Cristo les predicaba. De las palabras de Cristo, se
desprende claramente la necesidad de una gracia especial, para entender el
significado del celibato y para responder a él: “Quien sea capaz de entender,
que entienda”, dice a sus discípulos (Mt. 19,12). El celibato debe entenderse,
por tanto, como una respuesta a la experiencia del reino de Dios, tal como se
hace presente en el ejemplo y las enseñanzas del Maestro. No es, ni puede ser
una pura iniciativa humana, ni puede afrontarse como una obligación. Debe ser
considerado como una expresión de libertad personal, en respuesta a una gracia
particular. No se trata sólo de una vocación al celibato; unido a ello está la
voluntad de seguir ese camino, atraído por el ejemplo y el misterio de Cristo.
Es una actitud que se encuentra claramente reflejada en la respuesta de los
discípulos, a la llamada de Cristo. Años más tarde el apóstol Juan, recordaría
vivamente cada detalle de su primer encuentro con el Maestro, cuando se puso a
escribir su evangelio (Jn.1,35-42). El impacto de Jesús sobre el discípulo
amado, se encuentra indeleblemente grabado en la conciencia de Juan: “Lo que
hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y
palparon nuestras manos (...) lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para
que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con
el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1Jn. 1,1-3).
3.4.- Celibato y
entrega La respuesta a la vocación al celibato es una decisión basada en la fe.
Pero esta decisión no anula el sacrificio que supone abandonar la atracción a
la vida conyugal en esta vida, una renuncia que está implícita en la enseñanza
de Cristo en Mateo 19,10-12. Su aceptación se basa en la convicción de que
siguiendo ese estilo de vida se puede contribuir de forma particular a la
realización del reino de los cielos en su dimensión terrenal, con la esperanza
de alcanzar un grado mayor y definitivo de realización personal en la vida
futura. La respuesta a la llamada de Dios supone una predisposición a
participar en el sacrificio que entraña la obra redentora de Cristo. Es, por
tanto, una decisión basada en el amor, pero, como nos recuerda Juan Pablo II,
“es algo natural en el corazón humano aceptar exigencias –aunque sean
difíciles– por amor a un ideal, y, sobre todo, por amor a una persona” . El
compromiso del celibato no supone en modo alguno rechazar el valor de la
sexualidad humana; es más, respeta la “dualidad” inherente en el hombre creado
a imagen y semejanza de Dios. Verdaderamente, el que es capaz de entender el
gran potencial de entrega que supone el matrimonio se encuentra en mejores condiciones
de hacer un ofrecimiento maduro de sí mismo en el celibato. Al escoger la
continencia por la causa del reino de los cielos, el hombre se realiza a sí
mismo “de forma diferente” y, en cierto sentido, más plenamente que a través
del matrimonio. Esto es lo que encierra la respuesta de Cristo a Pedro cuando,
con sencillez, le pregunta por la recompensa de los que habían dejado todo para
seguirlo (Mc. 10,29-30).
4.- LA DOCTRINA
PAULINA SOBRE EL CELIBATO Y LA VIRGINIDAD En respuesta a las preguntas de las
primitivas comunidades cristianas acerca del celibato y la virginidad, san
Pablo, en su Primera Carta a los Corintios, da una interpretación, al mismo
tiempo magisterial y pastoral, de la doctrina de Cristo. Lo singular de la
enseñanza de Pablo es que, al mismo tiempo que transmite la verdad proclamada
por el Maestro, imprime su propia impronta, basándose en la experiencia de su
actividad misionera. En la doctrina del apóstol encontramos la cuestión de la
relación entre el matrimonio y el celibato o la virginidad, un tema que planteó
dificultades en la primera generación de conversos del paganismo en Corinto.
San Pablo hace notar con gran claridad que la virginidad –o la voluntaria
continencia– deriva exclusivamente de un consejo, y no de un mandato: “En
cuanto a la virginidad, no tengo precepto del Señor, pero doy un consejo”
(1Cor. 7,25). Pero les hace ver que dicho consejo proviene de quien “por la
misericordia del Señor merece confianza” (ibíd.). Al mismo tiempo, aconseja a
los casados, a los indecisos y a los que se han quedado viudos (1Cor. 7.), y
expone razones de por qué hacen bien los que se casan, y por qué hacen “mejor”
los que escogen una vida de continencia o de virginidad (1Cor. 7,38) . Desde la
perspectiva del celo apostólico, el celibato permite que un hombre se dedique
por entero a los “asuntos del Señor”, y pueda así “agradar a Dios con todos su
corazón” (1Cor. 7,32). Por contraste, san Pablo señala que los hombres casados
no tienen la misma disponibilidad para dedicarse a las cosas de Dios (1Cor
7,33). Él mismo fue célibe (1Cor. 7,7) y recomienda el celibato como un medio
de alcanzar la libertad para amar a Dios total e incondicionalmente. El riesgo
de la humana existencia: “hermanos, os digo esto: el tiempo es corto...” (1 Cor
7,29), y el trasunto del mundo temporal: “porque pasa la apariencia de este
mundo” (1 Cor. 7,31), debería provocar –continúa señalando a los Corintios– que
“los que tienen mujer, vivan como si no tuviesen” (1Cor. 7,29). De esta forma,
Pablo prepara el terreno para su enseñanza sobre la continencia. La doctrina de
Cristo sobre el celibato “por la causa del reino de los cielos” (Mt. 19,12)
encuentra eco directo en la enseñanza del apóstol cuando indica: “el que no
está casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor”
(1Cor. 7,32). Esta preocupación de Pablo por servir al Señor encuentra una
expresión similar en su “solicitud por todas las Iglesias” (2Cor. 11,28), y su
deseo de servir a todos los miembros del Cuerpo de Cristo (Flp. 2,20-21; 1Cor.
12,25). El no casado tiene esa preocupación, y ello hace que Pablo pueda
considerarse, en el sentido pleno de la palabra, “apóstol de Jesucristo” (1Cor.
1,1) y ministro del Evangelio (Col. 1,23), y desearía que otros fueran como él
(1Cor. 7,7). Al mismo tiempo, el celo apostólico y la actividad pastoral –“la
preocupación por las cosas del Señor”–, no agotan el contenido de los motivos
expuestos por san Pablo respecto a la continencia. La raíz y la fuente de este
compromiso hay que buscarlas en la preocupación “por agradar al Señor” (1Cor.
7,32). Una preocupación que se manifiesta en el deseo de vivir una vida de
profunda amistad con Cristo y que expresa, al mismo tiempo, la dimensión
esponsal de la vocación del celibato. San Pablo hace notar que el hombre que está
obligado por el matrimonio “está dividido” (1Cor. 7,34) por razón de sus
obligaciones familiares, lo que implica que el compromiso “de agradar al Señor”
presupone abstenerse del matrimonio. La condición de no casado permite a las
vírgenes estar “solícitas de las cosas del Señor, para ser santas en el cuerpo
y en el espíritu” (1Cor. 7,34). En la terminología bíblica, especialmente en el
entorno del Antiguo Testamento, la santidad implica separación respecto de lo
“profano” de este mundo, a fin de pertenecer exclusivamente a Dios. Al afirmar
el valor de la virginidad o el celibato, algunas de las expresiones utilizadas
por san Pablo en referencia al matrimonio, sacadas de contexto, podrían
interpretarse como que san Pablo considerara el matrimonio fundamentalmente
como un remedio para la concupiscencia. De todas formas, hay que entender las
observaciones que hace san Pablo sobre el matrimonio teniendo en cuenta lo que
señala: “me gustaría que todos los hombres fuesen como yo, pero cada cual tiene
de Dios su propio don, uno de una manera, otro de otra” (1Cor. 7,7). Por tanto,
la vocación al matrimonio es un don de Dios, una gracia adecuada a ese modo de
vida. A la luz de la situación en la pagana Corinto, Pablo, al hablar del
matrimonio, pone en guardia frente a la realidad de la concupiscencia de la
carne, pero destaca al mismo tiempo su carácter sacramental. San Pablo
desarrollará más ampliamente esta doctrina en Efesios, cap. 5, resolviendo
todas las dudas que puedan inducir a considerar el matrimonio como una vocación
residual.
4.1.- Sacerdocio,
celibato y servicio Hay más textos de san Pablo que, junto a otros pasajes del
Nuevo Testamento, ayudan a tener una visión completa de la relación entre
sacerdocio, celibato y servicio. El sacerdocio debe ser considerado a la luz
del hecho de que Dios mismo se hizo sacerdote en la santa humanidad de Cristo e
instituyó un nuevo sacerdocio en el tempo de su cuerpo (Jn. 2,21). Cristo se
ofreció a sí mismo a Dios (Heb. 9,11), “y quiso perpetuar a lo largo del tiempo
su sacrificio (Lc. 22,19; 1Cor. 11,24) por la acción de otros hombres, a los
que hizo partícipes de su supremo y eterno sacerdocio (Heb. 5,1-10; 7,24;
9,11-28)” . La vinculación con Cristo que resulta de la ordenación sacramental,
es tan rica que el sacerdote puede hacer suyas esas palabras de san Pablo.
“para mí, el vivir es Cristo” (Flp. 1,21), “vivo, pero ya no vivo yo, sino que
Cristo vive en mí” (Gál. 2,20) . Éste es el aspecto complementario del
celibato: así como Cristo y sus sacerdotes tienen una relación conyugal con la
Iglesia, ésta, como esposa virginal de Cristo, tiene, en un sentido muy real,
derechos nupciales exclusivos sobre el sacerdote como representante de Cristo.
En el ejercicio de su ministerio, el sacerdote descubre la grandeza de su vocación:
“su afectividad y capacidad de amar se realizan plenamente en la tarea pastoral
y paterna (Gál. 4,19) de engendrar gozosamente al pueblo de Dios en la fe, de
formarlo y llevarlo ‘como virgen casta’ (2Cor. 11,2) a la plenitud de vida en
Cristo”. Ya hemos visto cómo en algunos lugares de la primitiva Iglesia, para
justificar el ejercicio de los derechos conyugales después de la ordenación, se
apeló al estilo de sacerdocio del Antiguo Testamento. Durante su periodo de
servicio en el templo los sacerdotes levitas practicaban la continencia pero
después volvían a la vida conyugal normal en sus hogares. Generalmente
encontramos una doble respuesta a esta objeción. Por un lado, el sacerdocio del
templo era confiado a una tribu particular –sólo los descendientes de Aarón
tenían derecho a este oficio– y, por ello, los levitas tenían obligación de
casarse y engendrar hijos a fin de perpetuar el sacerdocio del pueblo escogido.
Por otro lado, el sacerdocio del Nuevo Testamento no estaba basado en la
descendencia familiar. La teología, por su parte, señalaba que el sacerdocio
instituido por Cristo venía a perfeccionar el sacerdocio de la antigua ley.
Esto se reflejaba en el hecho de que, mientras el ministerio de los levitas, se
limitaba al servicio en el templo, los sacerdotes del Nuevo Testamento se
encontraban ocupados en un continuo e ininterrumpido ministerio de oración,
servicio en el altar y administración de los sacramentos. Puesto que la
Escritura enseña que los sacerdotes, deben guardar una completa pureza en el
ejercicio del ministerio, la praxis de la continencia temporal de los
sacerdotes en el templo, se convirtió en una obligación de continencia
permanente para los sacerdotes de Jesucristo. El papa Siricio en su decretal
Directa dirigida al obispo español Himerio (385), clarifica estas distinciones
y pasa a señalar que Cristo, que oficialmente afirmó no haber venido a abolir
la ley sino a darle cumplimiento, quiso que sus sacerdotes de la nueva ley
vivieran la continencia permanente. Si los ministros del templo tenían que
abstenerse periódicamente para conseguir que sus ofrendas fueran gratas a Dios,
había de concluirse, según Siricio, que los ministros de Cristo que ofrecen el
sacrificio diario –un sacrificio infinitamente superior al de la Antigua Alianza–
debían ser continentes de modo permanente, para hacerse a sí mismos agradables
a Dios. El principio de la pureza ritual exigía, que no se produjera ninguna
relación sexual el día antes de la celebración en el altar, y, puesto que la
Misa se celebraba a diario, los clérigos deberían verse sujetos a total
continencia. Este sería el argumento cultual del celibato, anticipado en la
primitiva Iglesia por los papas y los santos padres.
4.2.- Argumento
cultual de la continencia en el matrimonio Este tipo de enfoque, tal como se
plantea, hunde sus raíces en una visión negativa de la sexualidad humana y del
matrimonio, y en una exagerada percepción del aspecto cultual de las
obligaciones sacerdotales. Aunque Siricio recurre al argumento de la pureza
ritual para reclamar la continencia clerical, lo hace sólo de forma marginal. Por
otra parte, en su decretal Dominus Inter, a los obispos de la Galia, a la hora
de señalar una razón para la continencia del clero, concede una particular
importancia a la convicción de que la virginidad o la continencia es
característica del Nuevo Testamento y, por tanto, exigida para los clérigos con
órdenes mayores. Como la virginidad era tenida en gran estima y recomendada por
la Iglesia, se vio apropiado que los clérigos reflejaran en sus propias vidas
lo que exhortaban a hacer a los demás. Así como es posible encontrar
expresiones en los padres que parecen menospreciar la sexualidad humana y el
matrimonio para justificar la continencia y el celibato, la validez esencial de
este carisma se fundamenta en razones más profundas: la entrega total a Dios,
la paternidad espiritual y la imitación del celibato de Cristo por la causa del
reino de los cielos. Al mismo tiempo, en los escritos de los santos padres no
se manifiesta ninguna reserva acerca del uso del matrimonio por los laicos, ni
existe la menor sospecha de dualismo gnóstico cuando afirman la continencia
para los sacerdotes casados. San Jerónimo, por ejemplo, considera que, mientras
que el matrimonio fue objeto de privilegio en el Antiguo Testamento, la
virginidad es una característica singular del nuevo designio divino introducido
con la Encarnación, en el que la virginidad de María fue un elemento central
para la transición. Al referirse a la absoluta continencia de los clérigos con
órdenes mayores, la principal justificación que ofrece es la imitación de la
condición superior de la virginidad. Tanto él como san Ambrosio rechazaron la
idea de que haciendo hincapié en la superioridad ascética de la virginidad
estaban degradando el matrimonio: ¿cómo podía ser mala una institución que
engendraba vírgenes? El matrimonio es bueno, pero la virginidad es mejor. El
ideal de virginidad tiene su origen en Cristo; fue aprobado por la enseñanza de
san Pablo (1Cor. 7) y realizado especialmente por María y por la Iglesia. Conviene
recordar también en este contexto que en la primitiva Iglesia las parejas
cristianas practicaban la continencia marital periódica de acuerdo con el
consejo de san Pablo: “No os defraudéis el uno al otro, a no ser de mutuo
acuerdo, por algún tiempo, para dedicaros a la oración” (1 Cor. 7,5). Se
esperaba que lo hicieran así, especialmente cuando llegaba el momento de
celebrar el memorial de la pasión y muerte del Señor. La abstinencia conyugal
se recomendaba también durante el periodo de Cuaresma. Los papas y los santos
padres, tanto de Oriente como de Occidente, dan fe del hecho de que la
continencia periódica era considerada como práctica normal entre las parejas cristianas.
Se puede decir, por tanto, que en la primitiva Iglesia el pensamiento teológico
era el de que la continencia marital para los laicos era considerada un medio
más adecuado para prepararse a la celebración de la eucaristía. En este
sentido, se puede percibir cierta resonancia entre el argumento cultual del
celibato de los primeros siglos y la teología del matrimonio en boga en aquel
tiempo. Retrospectivamente, desde la posición ventajosa de los ulteriores
desarrollos en la teología del celibato, se puede apreciar las limitaciones del
argumento cultual. Pero la actitud de los primeros escritores eclesiásticos es
justificable: no es de extrañar que los santos padres –para quien la Sagrada
Escritura era la fuente básica de teología– vieran la continencia temporal del
sacerdocio levítico, como un tipo o figura del celibato de los sacerdotes, que
ofrecen el único sacrificio de la Nueva Alianza. El argumento ritual, era una
respuesta práctica de cierto peso aunque teológicamente inadecuada. Más
adelante, sin embargo, la convicción de la primitiva Iglesia acerca de este
carisma se fundamentó en un hecho mucho más profundo: el ejemplo de la elección
de celibato realizada por Cristo, su enseñanza sobre él y la tradición
transmitida por los apóstoles. 4.3.- Varón de una sola mujer: unius uxoris vir
Junto a los textos que hemos analizado ya, existe otra estipulación paulina
para el nombramiento de obispos, sacerdotes y diáconos que es particularmente
importante, por cuanto establece una conexión específica entre celibato y
sacerdocio. Como ya hemos visto, par entender la historia del celibato es
necesario distinguir entre celibato y continencia. En la antigua Iglesia muchos
sacerdotes estaban casados, pero una condición para su ordenación era el
compromiso de una continencia total y perpetua después de recibir las órdenes.
San Pablo dictó una norma estableciendo que los obispos (1Tim. 3,2), sacerdotes
(Tit. 1,6) y diáconos (1Tim. 3,12) fueran unius uxoris vir (marido de una sola
mujer), como un requerimiento especial para ejercer el ministerio sacerdotal. A
primera vista esta condición para la ordenación podría parecer desconcertante
puesto que el candidato no debería haberse casado después de la muerte de su
primera mujer. Sin embargo, sólo a la luz de la Tradición y la investigación
exegética se aclara el significado pleno de la fórmula. Para esclarecer el
significado de este pasaje de san Pablo hay que acudir a la tradición
pontificia y patrística, que –como señala Stickler– ha sido olvidada o ignorada
en la exégesis bíblica moderna. Esta tradición dio al texto paulino, la
significación de un argumento bíblico, en favor del celibato como algo
inspirado por los apóstoles. La norma paulina fue interpretada como “una
garantía para asegurar la práctica efectiva de la continencia de los ministros
casados antes de que fueran ordenados” . En el año 386, el papa Siricio envió
una carta –la decretal Cum in unum– a diferentes provincias eclesiásticas,
comunicando las decisiones de un sínodo de obispos celebrado previamente en
Roma aquel mismo año. Entre estas decisiones se encontraban algunas
estipulaciones acerca de la observancia de la continencia del clero, así como
sanciones dictadas contra las partes culpables. Del decreto se desprende
claramente que algunos habían planteado que la expresión unius uxuris vir
(1Tim. 3,2) afirmaba de modo concreto el derecho del obispo a hacer uso del
matrimonio después de la ordenación. En el capítulo 1 nos hemos referido ya al
testimonio del papa Siricio a este respecto. Sin embargo, su interpretación
autorizada del texto paulino (unius uxoris vir) merece una mayor atención:
“Quizás alguno crea que esto (engendrar hijos) está permitido porque está
escrito: ‘Es necesario que el obispo sea irreprensible, casado una sola vez’
(1Tim. 3,2). Pero Pablo no estaba hablando de un hombre que persiste en su
deseo de engendrar, sino de la continencia que debería observar (propter
continentiam futuram). No aceptaba a aquellos que no fueran irreprochables en
esta materia, y decía: ‘Me gustaría que todos los hombres fuesen como yo’
(1Cor. 7,7). Y manifestaba aún más claramente: ‘Los que viven según la carne no
pueden agradar a Dios. Ahora bien, vosotros no vivís según la carne, sino según
el espíritu’ (Rom. 8,8-9)” . Siricio plantea que la suya es la única
interpretación fiel a la mente de san Pablo respecto de los requerimientos para
la ordenación. Un hombre que se volviera a casar tras la muerte de su primera
esposa no podría ser candidato a las órdenes, porque este hecho le
incapacitaría para practicar la perfecta continencia que le sería requerida después
de la ordenación. Mediante esta exégesis, Siricio y el sínodo romano
establecieron una continuidad con la tradición apostólica. La norma paulina,
tal como en uso de su autoridad la interpreta el papa Siricio, no hablaba de un
hombre que podía persistir en su deseo de engendrar hijos, sino más bien
“acerca de la continencia que tenían que observar en el futuro (propter
continentiam futuram)”. En otras palabras, un hombre que se hubiera casado por
segunda vez después de que su primera esposa hubiera fallecido, no podía
considerarse candidato a la ordenación, pues el hecho de su nuevo matrimonio
sería considerado un claro indicador de que no podría observar la perfecta
continencia que se requeriría más tarde. Es importante recordar que san Pablo
utilizar la fórmula unius uxoris vir únicamente en relación a los ministros de
la Iglesia, nunca a los laicos, hecho al que no se ha prestado demasiada atención.
Esta interpretación –llena de autoridad– realizada por el papa Siricio, y más
tarde por el papa Inocencio I, fue un punto de referencia para los siglos
posteriores. Las Glossa ordinaria al Decretun de Graciano explican que el nuevo
matrimonio contraído por un hombre cuya primera esposa hubiera fallecido
estaría considerado un signo de incontinencia y, por tanto, este hombre no
satisfaría los requisitos como candidato a la ordenación. En 1935, Pío XI en su
encíclica sobre el sacerdocio Ad catholici sacerdotii interpreta el unius
uxoris vir como un argumento a favor del celibato sacerdotal. Eusebio de
Cesarea, historiador de la primitiva Iglesia, da fe del hecho de que ésta fue
también la interpretación del unius uxoris vir que fue aceptada en Oriente.
Eusebio estuvo presente en el Concilio de Nicea (325) y llegó a simpatizar con
los arrianos, por lo que cabría esperar que defendiera el uso del matrimonio
por los sacerdotes ya casados. Sin embargo, afirma concretamente que, al
comparar los sacerdotes del templo, con los del Nuevo Testamento, se está
comparando la generación corporal con la generación espiritual, y que “el
sentido del unius uxoris vir consiste en esto (...) que aquellos que han sido
consagrados y dedicados al servicio del cuto divino deben, por tanto,
abstenerse adecuadamente de las relaciones sexuales con sus esposas” . La
prohibición paulina sobre la admisión a las órdenes de un hombre que se había
vuelto a casar después de la muerte de su primera esposa fue estrictamente
preservada a lo largo de los siglos, y aún se puede encontrar entre las
irregularidades para la ordenación, en el anterior Código de Derecho Canónico
de 1917, (can. 984, §4).
4.4.- Compañera
apostólica Stickler llama la atención sobre otra referencia paulina que arroja
nuevas luces sobre el texto de unius uxoris vir. En 1Cor. 9,5. san Pablo afirma
que él podía haber reclamado también el derecho, a tener la compañía de una
mujer en sus viajes misionales “como lo hicieron otros apóstoles y los hermanos
del Señor y Cefas”. Paradójicamente, hoy se utiliza el mismo texto como
argumento contra la continencia de los mismos apóstoles. Muchos interpretan
esta “mujer” como “esposa” de los apóstoles, lo que en el caso de Pedro habría
sido verdad. Pero Pablo, no habla simplemente de la palabra gyné, que bien
puede significar esposa. Más bien añade, no sin cierta intención, la palabra
adelphé o “hermana”, para evitar cualquier posibilidad de malentendido. Este
hecho tiene una significación añadida, si consideramos que más tarde todas las
pruebas evidentes importantes en relación con la continencia, de los ministros
sagrados señalan continuamente que, al hablar de la mujer de tales ministros,
en el contexto de la continencia sexual posterior, se utiliza siempre la
palabra soror, hermana. La relación del esposo, tras la ordenación, es la de
hermano y hermana. San Gregorio Magno señala a este respecto: “El sacerdote,
desde el momento de su ordenación amará a su esposa como a una hermana” .
Igualmente, el II Concilio de Auvergne (535) decidió que: “Si un sacerdote o
diácono ha recibido las ordenación del divino servicio, el marido se convierte
inmediatamente en un hermano para su anterior esposa” . Este uso particular de
la palabra soror se encuentra en muchos textos conciliares y patrísticos.
4.5.- Alianza
esponsal y celibato La fórmula unius uxoris vir es de hecho una estipulación en
el contexto de una alianza que refleja el amor esponsal de Cristo por su
Iglesia. Con la mirada puesta en el futuro los profetas prometieron la Nueva
Alianza. Oseas habla de nuevos desposorios que traerían a la novia amor,
justicia, fidelidad y conocimiento de Dios, y que restablecerían la paz con el
resto de la creación. Jeremías promete que con la llegada del nuevo designio
divino el corazón humano será transformado (Jr. 31,33; 32,37-41). En el Nuevo
Testamento la Alianza adquiere toda su plenitud: en adelante tendrá como
contenido el misterio total de Cristo. En la Última Cena, con la institución de
la eucaristía, la Nueva Alianza es sellada con la sangre de Cristo: “Ésta es mi
sangre de la Nueva Alianza, que será derramada por muchos” (Mc. 14,24). Y Mt.
26,28; añade, “para remisión de los pecados”. Cristo es el mediador de la Nueva
Alianza. La Alianza es el tema de fondo de la Carta a los Hebreos, en la cual
se muestra con claridad la superioridad de la nueva sobre la antigua. En virtud
de los méritos de la cruz, el hombre y la mujer pueden amarse el uno al otro
como Cristo nos ha amado a nosotros (Ef. 5,32-33) . Juan Pablo II nos recuerda
que “el matrimonio y la virginidad son dos modos de expresar y de vivir el
único misterio de la alianza de Dios con su pueblo”. Las dos vocaciones se
apoyan una sobre la otra, de tal forma que donde no hay verdadera estima del
matrimonio no puede existir celibato. Y cuando no se considera la sexualidad
humana como un don inmenso, la renuncia a la misma por la causa del reino de
los cielos pierde su sentido. Como resultado de la Nueva Alianza, el sacerdote
célibe espera –también en lo que respecta al cuerpo– “la unión escatológica de
Cristo con su Iglesia”, ofreciéndose a sí mismo plenamente a la Iglesia, en la
esperanza de que Cristo otorgará la vida eterna a su Esposa. En virtud de esta
fe, el celibato mantiene viva en la Iglesia la conciencia del misterio del
matrimonio y la defiende de cualquier empobrecimiento o enfoque reductivo.
4.6.- Dimensión
esponsal del celibato Después de haber analizado las profundas implicaciones
bíblicas de la Alianza, nos detendremos a considerar cómo la fórmula unius
uxoris vir no es sólo un texto que sirve de fundamento al celibato de los
sacerdotes, sino también una fórmula de alianza que enriquece su teología. Este
hecho se pone de manifiesto al considerar el paralelismo que existe entre la
fórmula utilizada en las Cartas Pastorales (unius uxoris vir) y los pasajes de
2Cor. 11,2 y Ef. 5,22-23. En el primero (2Cor. 11,2), Pablo describe la iglesia
de Corinto como mujer y como novia a la que él ha presentado a Cristo como una
virgen casta: “Estoy celoso de vosotros con celo de Dios; os he desposado con
un solo esposo (uni viro) para presentaros a Cristo como una virgen casta”
(2Cor. 11,2). El contexto de este pasaje es muy claro si se lee junto con 1Tim.
5,9: “Únicamente se ha de aceptar la viuda que tenga al menos sesenta años,
casada una sola vez (unius viri uxor)”. Por tanto, la misma fórmula, unus vir,
se utiliza para referirse a las relaciones de la Iglesia con Cristo o de la
viuda que tuvo un solo marido. En 2Cor. 11,2, la esposa de Cristo es la misma
Iglesia. El celo del que habla Pablo es una participación del celo de Dios por
su pueblo. Un celo que tiene su expresión en el hecho de que los corintios
conversos permanezcan fieles a la Alianza realizada con Cristo que es su único
y verdadero Esposo. La interpretación se confirma por referencia al Antiguo
Testamento: la Iglesia-Esposa es presentada a Cristo, el Esposo, como una
“virgen pura” que es una referencia a la Hija de Sión (Is. 10,32; Jr. 6,2)
algunas veces llamada la “virgen Sión” (Is. 37,22; Lam.2,13) o “virgen Israel”
por los profetas, (Jr. 18,13; 31,4; Am. 5,2), especialmente cuanto es exhortada
a abandonar sus infidelidades pasadas, y ser fiel una vez más a la Alianza, a
su relación conyugal con su único Esposo. El segundo texto es el clásico de Ef.
5,22-23; donde describe cómo el marido y la mujer unidos en matrimonio, son
imagen de la unión de Cristo con su Iglesia: “Las mujeres sométanse a sus
maridos como el Señor, porque el matrimonio es cabeza de la mujer, así como
Cristo es cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo, del cual Él es el salvador”.
San Pablo establece una analogía diciéndonos que Cristo, el Esposo, se
sacrifica a sí mismo por la Iglesia para que ésta pueda convertirse en su
Esposa, santa e inmaculada (Ef. 5,25-27). Pero, como señala de la Potterie, el
hecho de que la expresión unius uxoris vir no se utilice en Efesios para
referirse a todos los cristianos, sino para describir al ministro casado,
muestra que esta fórmula se refiere directamente al ministerio sacerdotal y a
la relación Cristo-Iglesia: el ministro debe ser como Cristo-Esposo. Otra
consecuencia importante de la conexión entre el unius uxoris vir de las cartas
pastorales y el pasaje de 2Cor. 11,2; es que la Iglesia-Esposa es denominada
“virgen pura” (virginem castam). Por tanto, el amor esponsal entre
Cristo-Esposo y su Esposa la Iglesia es siempre un amor virginal. En la iglesia
de Corinto, donde la mayoría de los cristianos se habrían casado, el término
virginem castam se refiere a lo que san Agustín llama la virginidad de la fe
(virginitas fidei) o virginidad del corazón (virginitas cordis), es decir, la
fe intachable. Sin embargo, para los ministros casados a los que se alude en
las cartas pastorales, a la luz de esta perspectiva espiritual sobre su
ministerio, la llamada radical a la virginidad del corazón (virginitas cordis)
es también una vocación a la virginidad de la carne (virginitas carnis) por lo
que se refiere a sus esposas, es decir, una llamada a la continencia. Esta
interpretación del celibato sacerdotal desde el punto de vista de la alianza,
deja claro que no se trata ya de una prescripción canónica externa sino de una
percepción interior del hecho de que la ordenación convierte al ministro
sacerdotal en un representante de Cristo-Esposo en relación con su Iglesia,
esposa y virgen; de ahí que no pueda vivir con otra mujer. Este argumento
sacramental y espiritual del unius uxoris vir basado en la teología de la
Alianza surge en la tradición oriental con Tertuliano, lo desarrollan san
Agustín y san León Magno, y lo resume santo Tomás en su comentario a 1Tim. 3,2
(Oportet ergo episcopum [...] esse unius uxoris virum): “Esto es así, no
simplemente para evitar la incontinencia, sino para representar el sacramento,
puesto que Cristo es el Esposo de la Iglesia y la Iglesia es única: Una es
columba mea (Ct. de los Ctrs. 6,9)” . La imagen paulina del matrimonio en la
Carta a los Efesios reúne en sí las dimensiones esponsal y redentora del amor.
Cristo se ha convertido en Esposo de la Iglesia, su Esposa, porque Él “se
entregó a sí mismo por ella” (Ef. 5,25). Esta misma imagen del amor esponsal es
también la encarnación más plena del ideal del celibato “por el reino de los
cielos” (Mt. 19,12). En este caso, los aspectos redentores y esponsal se
encuentran unidos, aunque de forma diferente al matrimonio. Siguiendo el
ejemplo de Cristo, el celibato sacerdotal confirma la esperanza de la redención
no sólo a los esposos, sino a toda la humanidad.
Capítulo IV. FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS Y MAGISTERIALES SOBRE EL CELIBATO A
PARTIR DEL VATICANO II
En las actuales
discusiones sobre el celibato, se insiste cada vez más en la necesidad de
profundizar teológicamente en el sacerdocio, para poder deducir y valorar la
verdad única y completa de la teología del celibato de la Iglesia católica latina.
Pues por esta razón, la tarea actual e importante es la de analizar los
elementos teológicos tanto del sacerdocio del Nuevo Testamento, como del
celibato de los ministros sagrados. Ambas cuestiones tienen sus raíces en la
Sagrada Escritura –fuente principal de la teología católica– y en la Tradición
de la Iglesia, que desvela e interpreta el testimonio escriturístico, y da luz
al magisterio de la Iglesia.
1.- EL MAGISTERIO DEL
CONCILIO VATICANO II SOBRE EL CELIBATO - A pesar de que se vivía en la década
del 60-70, una fuerte crisis de identidad sacerdotal y por ende se cuestionaba
la ley del celibato en el estado de vida de los ministros consagrados, con
deserciones masivas, en su su gran mayoría los padres conciliares aseveraron
claramente con sus votos que el celibato debe ser reafirmado en toda su
integridad. - No faltaron, sin embargo, algunas voces que plantearon la
temática en una forma más específica y pormenorizada según Stickler consultor
en la comisión de estudio sobre el celibato, durante el concilio. Las
propuestas más significativas al respecto fueron las siguientes: a. Algunos
solicitaron que se concedieran la dispensa del celibato no sólo por los motivos
de reducción al estado laical, de cuantos no observaban el celibato y dejaron
el servicio sacerdotal casándose civilmente, y sean tramitados en el más breve
plazo, incluso aquellos ministros que ya no lo observaban. b. Con el fin de
prevenir la sucesiva infidelidad y defecciones, hay quienes consideraron
oportuno que se concediese a los diáconos y también a los sacerdotes un período
de prueba sin la obligación del celibato; sólo después de la superación
positiva de tal prueba se debería exigir el celibato en forma definitiva. c.
Algunos adelantaron la propuesta de ordenar también diáconos no célibes, para
determinados servicios. d. Otros propusieron admitir al diaconado, en general,
también a hombres casados. e. Hay quien consideró la posibilidad de promover
excepcionalmente u ordinariamente al presbiterado hombres casados de vida
proba. f. Algunos propusieron a consideración la posibilidad general de ordenar
sacerdotes y ministros casados, como se hace ya excepcionalmente con los
provenientes de las iglesias separadas que se convierten a la Iglesia católica.
g. Hay quienes propusieron la abolición de la disciplina del celibato para los
ministros sagrados, sobre todo en continentes y regiones donde el celibato no
es comprendido y difícilmente practicado, como, por ejemplo, en África y Asia.
h. Otros propusieron que se conceda la posibilidad de la opción por el celibato
también en la Iglesia latina, tal como existe en la oriental. - De otra parte
no faltaron ciertamente opiniones que exigían mayor severidad para la
salvaguarda del celibato: • Algunos propusieron la conveniencia de exigir un
voto explícito de castidad a todos los ordenandos in sacris. • Otros demandaron
que sean emanadas normas detalladas para evitar los peligros que resultan de la
excesiva familiaridad y de la colaboración con personas de distinto sexo. • No
faltaron los que llamaron la atención sobre las numerosas facilidades de
laicizaciones y dispensas del celibato, que constituyen un grave peligro, para
la santidad del sacerdocio y para la observancia del mismo celibato. • Hay
quienes pidieron la introducción del celibato también en las Iglesias
orientales (en referencia a los "Uniati"). • Muchos prelados
insistieron, sobre todo, en la necesidad de profundizar la teología del
celibato y de basar en ella la ley, en lugar de basarla demasiado
exclusivamente sobre consideraciones disciplinares e históricas; ellos invocan
la Tradición apostólica, la necesidad del celibato por la santidad del servicio
sacerdotal y piden que se haga evidente el nexo existente entre el celibato y
el Orden sagrado y entre sacerdote y Cristo Sacerdote. - De esta sintética
exposición de los votos episcopales para el Concilio Vaticano II se evidencia
claramente que, mientras la enorme mayoría del episcopado mundial, se había
pronunciado por una firme conservación del celibato, aparecen aquí y allá
algunos compromisos y debilitamientos, los que serán invocados después, y hasta
en nuestros días, contra esta conservación deseada por los obispos . Se
delinean dos categorías de argumentos que tercian, de una parte, por
concesiones anti-célibes más o menos amplias, y de otra parte, por una firmeza
absoluta pro-célibe. Los primeros se basan en consideraciones de funcionalidad
pragmática, de naturaleza profana, de los condicionamientos humanos. Los
segundos, en cambio insisten primariamente, si no exclusivamente, en la
naturaleza del sacerdocio neo-testamentario y en la configuración sobrenatural
del ministerio eclesiástico, que exige un ministro sagrado y libre para su
misión a imitación de Cristo Sacerdote. Sólo partiendo de la naturaleza
intrínseca del sacerdocio católico, se pueden especificar las verdaderas
razones del celibato eclesiástico, que permiten un recto juicio sobre los
motivos de su conservación. A partir de estos presupuestos, es posible basar
muchas diferencias en el tratamiento, que implícitamente o explícitamente, ha
tenido el celibato eclesiástico en el Concilio Vaticano II.
- El Sumo Pontífice
Pablo VI, el 10 de octubre de 1965, dirigió al Presidente del Consejo de
Presidencia del Concilio, Card. Eugenio Tisserant, una carta en la cual le
comunicaba lo siguiente: habiendo sabido que algunos Padres conciliares, en la
sucesiva (última) sesión del Concilio y con ocasión de la discusión para el
Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros, tenían la intención de
presentar a consideración la controversia sobre el celibato de los clérigos, es
decir si aquella ley que unía de alguna manera el celibato al sacerdocio debía
conservarse o no, no juzgaba oportuno discutir públicamente un argumento tan
grave . El mismo habría hecho lo posible, a fin de que una ley tan saludable
fuese siempre mejor observada y hecha axiomático a los mismos sacerdotes. Si
alguno de los padres conciliares hubiese considerado necesario tratarla,
debería haberlo hecho no públicamente, sino mediante un escrito dirigido a la
Presidencia. Ella se habría encargado de darle trámite ante el Santo Padre, que
habría considerado todo atentamente. Se puede suponer razonablemente que la
correspondiente solicitud habría movido a Pablo VI, a llevar a discusión toda
la problemática del celibato, en el curso del Sínodo Ordinario de los Obispos
de 1971. - Mientras tanto, a pesar de no haber tenido lugar debate general
alguno sobre el tema del celibato eclesiástico en el Concilio, hubo sin
embargo, decisiones y afirmaciones explícitas respecto del celibato
eclesiástico, a las cuales me remito ahora: a.- La Constitución Dogmática
“Lumen Gentium” expresa en el cap.III, n.29: “Con el consentimiento del Romano
Pontífice, este diaconado (permanente) podrá ser conferido a varones de edad
madura, aunque estén casados. Y también a jóvenes idóneos; pero para estos debe
mantenerse firme la ley del celibato”. Esta disposición de varones casados,
como diáconos permanentes, hay que considerarla como una excepción del celibato
eclesiástico, afirmado ininterrumpidamente por toda la Tradición, reconocido y
conservado por la Iglesia latina a través de los siglos y que se remonta a los
Apóstoles. Efectivamente, en el arco de la Tradición íntegra y en todas las
leyes de la Iglesia universal primitiva acerca del celibato, siempre y en
cualquier parte se han comprendido juntos los tres grados del orden sagrado:
diáconos, presbíteros, obispos. Jamás se había hecho una excepción para los
diáconos, pero primo la necesidad pastoral de la iglesia. Aunque pueda
sorprendernos es el primer concilio ecuménico, que usa la expresión “ lex
coelibatus “ cuando se refiere a la ordenación diaconal de jóvenes solteros, que
deben guardar el celibato sacerdotal. b.- El Decreto “Presbyterorum Ordinis”,
distingue entre celibato en sí y ley del celibato, en el n. 16, donde afirma:
“La perfecta y perpetua continencia por el reino de los cielos, recomendada por
nuestro Señor, aceptada con gusto y observada plausiblemente en el decurso de
los siglos e incluso en nuestros días por no pocos fieles cristianos, siempre
ha sido tenida en gran aprecio por la Iglesia, especialmente para la vida
sacerdotal.... Por estas razones, fundadas en el misterio de Cristo y en su
misión, el celibato, que al principio se recomendaba a los sacerdotes, fue
impuesto por ley después en la Iglesia Latina a todos los que eran promovidos
al Orden sagrado”. Esta distinción está presente tanto en el capítulo III de la
Encíclica de Pío XI “Ad catholici Sacerdotii”, como en la Enciclica de Pablo VI
“Sacerdotalis coelibatus” en el n. 21. Ambos documentos reducen siempre la ley
del celibato, a su verdadero origen, que fue dado por los Apóstoles, a través
de ellos, por el mismo Cristo. - No se puede dejar de destacar que desde el
Concilio Vaticano II, hasta la Exhortación Apostólica Post-sinodal “Pastores
Dabo Vobis” se ha dado todo un procedimiento de ulterior enriquecimiento y de
siempre mayor conciencia del don del celibato, de la íntima conveniencia y de
la conexión entre el sacramento del Orden y la disciplina celibataria. Esta
doctrina teológica del sacerdocio católico hace constar que fundamentalmente,
parte de la naturaleza misma del sacerdocio, que reproduce el “alter Christus
virginal”. - Concluyendo este apartado de la historia reciente del celibato
eclesiástico en el Concilio Vaticano II, se puede irrefutablemente afirmar que
la amplia mayoría de la jerarquía de la Iglesia, ha querido que para el
ministerio y la vida de los sacerdotes se mantuviese la disciplina del celibato
en la forma de la continencia perpetua y perfecta.
2.- MAGISTERIO
ECLESIAL POST-CONCILIAR Desarrollaré el presente apartado de manera sucinta,
examinando algunos de los documentos más significativos en el magisterio
post-conciliar, acerca del celibato sacerdotal, mostrando la actualidad de sus
enseñanzas y trazando algunas líneas de síntesis que son útiles para
desarrollar una teología celibataria, de acuerdo al pensamiento y discurrir del
magisterio eclesial latino.
2.1.- Encíclica
“Sacerdotalis Coelibatus” Publicada el 24 de junio de 1967, la Sacerdotalis
coelibatus, es la última encíclica enteramente dedicada por un Pontífice al
tema del celibato. En el clima del inmediato post-concilio, recibiendo
enteramente la doctrina conciliar, Pablo VI, sintió la necesidad, de un acto
magisterial autorizado, confirmando la perenne validez del celibato
eclesiástico, el cual, quizás de forma más vehemente que hoy en día, porque era
una repuesta a los intentos de deslegitimación tanto histórico-bíblica, como
teológico-pastoral, de la práctica del celibato. La encíclica, refiere la ley
del celibato a su verdadero origen, que fue dado por los Apóstoles, y a través
de ellos, por el mismo Cristo. En el n. 14 de la encíclica, se afirma:
“Pensamos, pues, que la vigente ley del sagrado celibato debe también hoy, y
firmemente, estar unida al ministerio eclesiástico; ella debe sostener al
ministro en su elección exclusiva, perenne y total del único y sumo amor de
Cristo y de la dedicación al culto de Dios y al servicio de la Iglesia, y debe
cualificar su estado de vida, tanto en la comunidad de los fieles, como en la
profana”. Como es evidente de inmediato, el documento, asume las razones
culturales propias del Magisterio precedente y las integra con las
teológico-espirituales y pastorales, mayormente subrayadas por el Concilio
Ecuménico Vaticano II, poniendo en evidencia cómo el doble orden de razones, no
debe ser considerado nunca en antítesis, sino en relación recíproca y en
síntesis fecunda. El mismo planteamiento se encuentra en el n. 19 del
documento, que tiene su culmen en el n. 21, que afirma: “Cristo permaneció toda
la vida en el estado de virginidad, que significa su dedicación total al
servicio de Dios y de los hombres. Esta profunda conexión entre la virginidad y
el sacerdocio en Cristo se refleja en los que tienen la suerte de participar de
la dignidad y de la misión del mediador y sacerdote eterno, y esta
participación será tanto más perfecta cuanto el sagrado ministro esté más libre
de vínculos de carne y de sangre”. La vacilación, por tanto, en la comprensión
del valor inestimable del sagrado celibato, y en su consiguiente valoración,
podría ser entendida como inadecuada, y precisa una fuerte defensa; es decir
comprensión del alcance real del Ministerio ordenado en la Iglesia y de su
insuperable relación ontológico-sacramental, y por tanto real, con Cristo Sumo
Sacerdote. A estas imprescindibles referencias cultuales y cristológicas, la
encíclica hace seguir una clara referencia eclesiológica, también esencial para
la adecuada comprensión del valor del celibato: “Apresado por Cristo Jesús
(Flp. 3,13) hasta el abandono total de sí mismo en El, el sacerdote se
configura más perfectamente a Cristo también en el amor, con que el eterno
sacerdote ha amado a su cuerpo, la Iglesia, ofreciéndose a sí mismo todo por
ella, para hacer de ella una esposa gloriosa, santa e inmaculada (Ef. 5,26-27).
Efectivamente, la virginidad consagrada de los sagrados ministros manifiesta el
amor virginal de Cristo a su Iglesia y la virginal y sobrenatural fecundidad de
esta unión, por la cual los hijos de Dios no son engendrados ni por la carne,
ni por la sangre” n. 26. ¿Cómo podría Cristo amar a su Iglesia con un amor no
virginal? ¿Cómo podría el Sacerdote, alter Christus, ser esposo de la Iglesia
de modo no virginal? Surge, por tanto, en la argumentación completa de la
encíclica, la profunda interconexión de todos los valores del sagrado celibato,
el cual, da igual por dónde se le mire, parece cada vez más radical e
íntimamente conectado con el Sacerdocio. Siguiendo con la argumentación de las
razones eclesiológicas en apoyo del celibato, la encíclica, en los nn. 29, 30 y
31, pone en evidencia la relación insuperable entre celibato y Misterio
Eucarístico, afirmando que, con el celibato, “el sacerdote se une más
íntimamente a la ofrenda, poniendo sobre el altar su vida entera, que lleva las
señales del holocausto. […] muriendo cada día totalmente a sí mismo,
renunciando al amor legítimo de una familia propia por amor de Cristo y de su
reino, hallar la gloria de una vida en Cristo plenísima y fecunda, porque como
él y en él ama y se da a todos los hijos de Dios”. El último gran conjunto de
razones, que se presentan en apoyo del sagrado celibato, se refiere a su
significado escatológico. En el reconocimiento de que el Reino de Dios no es de
este mundo (Jn. 18,30), que en la Resurrección no se tomará mujer ni marido
(Mt. 22,30), y que “el precioso don divino de la perfecta continencia por el
reino de los cielos constituye […] un signo particular de los bienes
celestiales (1Cor. 7,29-31)”; se indica también el celibato como “un testimonio
de la necesaria tensión del Pueblo de Dios hacia la meta última de su
peregrinación terrenal y un estímulo para todos a levantar la mirada, a las
cosas que están allá arriba” (n. 34). Con extraordinaria actualidad, la
encíclica responde también a esas objeciones, que verían, en el celibato, una
mortificación de la humanidad, privándola de este modo, de uno de los aspectos
más bellos de la vida. En el n. 56, se afirma: “En el corazón del sacerdote no
se ha apagado el amor. La caridad, bebida en su más puro manantial, ejercitada
a imitación de Dios y de Cristo, no menos que cualquier auténtico amor, es
exigente y concreta, ensancha hasta el infinito el horizonte del sacerdote,
hace más profundo amplio su sentido de responsabilidad —índice de personalidad
madura, educa en él, como expresión de una más alta y vasta paternidad, una
plenitud y delicadeza de sentimientos, que lo enriquecen en medida
superabundante”. En una palabra: “El celibato, elevando integralmente al
hombre, contribuye efectivamente a su perfección” (n. 55). En 1967, año de
publicación de la Encíclica Sacerdotalis Coelibatus, Pablo VI, hizo uno de los
actos de Magisterio, más valientes y ejemplarmente clarificadores de todo su
pontificado. Es una encíclica que debería ser atentamente estudiada por todo
candidato al Sacerdocio, desde el principio del propio itinerario de formación,
pero ciertamente antes de afrontar la petición de admisión a la ordenación
diaconal, y ser retomada periódicamente en la formación permanente y hacerla
objeto no sólo de atento estudio bíblico, histórico, teológico, espiritual y
pastoral, sino también de profunda meditación personal.
2.2.- Exhortación
Apostólica Postsinodal Pastores Dabo Vobis Fue publicada el 25 de marzo de
1992, por Juan Pablo II; el documento es fruto de la Octava Asamblea ordinaria
del Sínodo de los Obispos, dedicada al tema sobre la formación de los sacerdotes
en las actuales circunstancias. Dicha asamblea tuvo lugar en el año 1990, entre
los días 30 de septiembre y 28 de octubre, en Roma. Ciertamente un punto de
particular relevancia, en orden a todos los temas referidos al Sacerdocio y a
la formación sacerdotal, ha sido la Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis,
en la que el don del celibato está incluido en el vínculo entre Jesús y el
Sacerdote y, por primera vez, se hace mención de la importancia también
psicológica de ese vínculo, sin separarlo de la importancia ontológica. Leemos
de hecho, en los n. 72-73: “En esta relación entre el Señor Jesús y el
sacerdote —relación ontológica y psicológica, sacramental y moral— está el
fundamento y a la vez la fuerza para aquella 'vida según el Espíritu' y para
aquel 'radicalismo evangélico' al que está llamado todo sacerdote y que se ve
favorecido por la formación permanente en su aspecto espiritual……….”. Vida
según el Espíritu y radicalismo evangélico representan, por tanto, las dos
líneas directrices irrenunciables, a lo largo de las cuales corre la permanente
validez, documentada y motivada, del celibato sacerdotal. El hecho de que el
documento magisterial, reafirme inmediatamente su validez, proponga su lectura
ontológico-sacramental, llegando hasta la acogida de las justas implicaciones
psicológicas, que el carisma del celibato tiene en la delineación de una madura
personalidad cristiana y sacerdotal, alienta y justifica la lectura de este
tesoro eclesial insustituible en el marco de la más grande e ininterrumpida
continuidad y, al mismo tiempo, de la profecía más audaz. Podríamos, de hecho,
afirmar que la puesta en discusión o la relativización del sagrado celibato,
constituyen actitudes reaccionarias respecto al soplo del Espíritu mientras
que, al contrario, su valoración plena, su acogida adecuada, su testimonio
luminoso e insuperable constituyen apertura y profecía. Verdadera profecía,
también en el hoy de la Iglesia, incluso bajo el peso de los recientes dramas,
que han ensuciado horriblemente sus blancas vestiduras, y con mayor evidencia
aún ante las sociedades híper erotizadas, en las que reina la banalización de
la sexualidad y de la corporeidad. El celibato grita al mundo que Dios existe,
que es Amor y que es posible, en cada época, vivir totalmente de Él y para Él.
Y es del todo natural que la Iglesia elija a sus Sacerdotes entre aquellos que
han acogido y madurado, a un nivel tan acabado, y por ello profético, la
pro-existencia: ¡la existencia para Otro, para Cristo! El magisterio de Juan
Pablo II, tan atento a la revaloración de la familia como al papel de la mujer
en la Iglesia y en la sociedad, no tiene miedo de reafirmar la perenne validez
del sagrado celibato. Elaboró y vivió una gran teología del cuerpo, y nos
entrega un radical afecto al celibato y la superación de todo intento de
reducción funcionalista del sacerdocio, a través de las dimensiones
ontológico-sacramentales y teológico-espirituales claramente establecidas. Un
ulterior elemento, en el n. 227 que surge, en el documento subrayando, es el de
la fraternidad sacerdotal, que ayuda a superar la soledad, que es un elemento
decisivo del abandono de la vida célibe. Ésta se interpreta no en sus
reduccionismos psico-emotivos, sino en su raíz sacramental, tanto en relación
con el Orden, como en relación con el Presbiterio unido al propio Obispo. La
fraternidad sacerdotal es constitutiva del ministerio ordenado, poniendo en
evidencia su dimensión “de cuerpo”. Esta es el lugar natural de esas sanas
relaciones fraternas, de ayuda concreta, tanto material como espiritual, y de
compañía y apoyo en el camino común de santificación personal, precisamente a
través del ministerio a nosotros confiado.
2.3.- Catecismo de la
Iglesia Católica Quisiera señalar también al Catecismo de la Iglesia Católica,
publicado durante el Pontificado de Juan Pablo II, en 1992. Este es, como se ha
subrayado en muchos lugares, el auténtico instrumento a nuestra disposición,
para la correcta hermenéutica de los textos del Concilio Ecuménico Vaticano II.
Y debe convertirse, de forma cada vez más evidente, en punto de referencia
imprescindible tanto de la catequesis como de toda la acción apostólica. En el
Catecismo se reafirma, con autoridad, la validez perenne del celibato
sacerdotal, cuando, en el n. 1579, se lee: “Todos los ministros ordenados de la
Iglesia latina, exceptuados los diáconos permanentes, son ordinariamente
elegidos entre hombres creyentes que viven como célibes y que tienen la
voluntad de guardar el celibato "por el Reino de los cielos" (Mt.
19,12). Llamados a consagrarse totalmente al Señor y a sus "cosas"
(1Cor. 7,32), se entregan enteramente a Dios y a los hombres. El celibato es un
signo de esta vida nueva al servicio de la cual es consagrado el ministro de la
Iglesia; aceptado con un corazón alegre, anuncia de modo radiante el Reino de
Dios”. Todos los temas tocados hasta ahora por el magisterio eclesial post-
conciliar, que hemos examinado, están como admirablemente condensados en la
definición del Catecismo: de las razones cultuales, a las de la imitatio Christi
en el anuncio del Reino de Dios, de las derivadas del servicio apostólico a las
eclesiológicas y las escatológicas. El hecho de que la realidad del celibato
haya entrado en el Catecismo de la Iglesia, dice cómo está íntimamente
relacionada con el corazón de la Fe cristiana y documenta este anuncio
radiante, del que habla el mismo texto.
2.4.- Exhortación
Apostólica Post-Sinodal Sacramentum Caritatis El 13 de marzo de 2007 fue
presentada la Exhortación Apostólica Postsinodal del Papa Benedicto XVI Sacramentum
Caritatis, sobre la Eucaristía fuente y cumbre de la vida y de la misión de la
Iglesia. Es fruto de la Asamblea Sinodal de Obispos, celebrada en Roma del 2 al
23 de octubre del 2005. El documento en el capítulo IV, Eucaristía y Sacramento
del Orden, dedica al tema del celibato un número entero que dice lo siguiente:
“Los Padres sinodales han querido subrayar que el sacerdocio ministerial
requiere, mediante la Ordenación, la plena configuración con Cristo. Respetando
la praxis y las diferentes tradiciones orientales, es necesario reafirmar el
sentido profundo del celibato sacerdotal, considerado con razón como una
riqueza inestimable y confirmado por la praxis oriental de elegir como Obispos
sólo entre los que viven el celibato, y que tiene en gran estima la opción por
el celibato que hacen numerosos presbíteros. En efecto, esta opción del
sacerdote es una expresión peculiar de la entrega que lo configura con Cristo y
de la entrega exclusiva de sí mismo por el Reino de Dios. El hecho de que
Cristo mismo, sacerdote para siempre, viviera su misión hasta el sacrificio de
la cruz en estado de virginidad es el punto de referencia seguro para entender
el sentido de la tradición de la Iglesia latina a este respecto. Así pues, no
basta con comprender el celibato sacerdotal en términos meramente funcionales.
En realidad, representa una especial configuración con el estilo de vida del
propio Cristo. Dicha opción es ante todo esponsal; es una identificación con el
corazón de Cristo Esposo que da la vida por su Esposa. Junto con la gran
tradición eclesial, con el Concilio Vaticano II y con los Sumos Pontífices
predecesores míos, reafirmo la belleza y la importancia de una vida sacerdotal
vivida en el celibato, como signo que expresa la dedicación total y exclusiva a
Cristo, a la Iglesia y al Reino de Dios, y confirmo por tanto su carácter
obligatorio para la tradición latina. El celibato sacerdotal, vivido con
madurez, alegría y entrega, es una grandísima bendición para la Iglesia y para
la sociedad misma” (n. 24). Como es fácil observar, la Exhortación Apostólica
multiplica las invitaciones para que el Sacerdote viva en el ofrecimiento de sí
mismo, hasta el sacrificio de la cruz, para una dedicación total y exclusiva a
Cristo. Particularmente relevante es el vínculo, que la Exhortación Apostólica
reafirma, entre celibato y Eucaristía; si esta teología del Magisterio es
recibida de modo auténtico y se aplica realmente en la Iglesia, el futuro del
celibato será luminoso y fecundo, porque será un futuro de libertad y de santidad
sacerdotal. Podríamos hablar así no sólo de “naturaleza esponsal” del celibato,
sino de su “naturaleza eucarística”, que deriva del ofrecimiento que Cristo
hace de Sí mismo perennemente a la Iglesia, y que se refleja de modo evidente
en la vida de los sacerdotes. Estos son llamados a reproducir, en sus
existencias, el Sacrificio de Cristo, a quien son asimilados en razón de la
Ordenación sacerdotal. De la naturaleza eucarística del celibato derivan todas
sus posibles implicaciones teológicas, que ponen al Sacerdote frente a su
propio oficio fundamental: la celebración de la Santa Misa, en la que las
palabras “Este es Mi Cuerpo” y “Esta es Mi Sangre” no determinan solamente el
efecto sacramental que les es propio, sino que, progresiva y realmente, deben
modelar la oblación de la propia vida sacerdotal. El Sacerdote célibe es así
asociado personal y públicamente a Jesucristo; lo hace realmente presente,
convirtiéndose él mismo en víctima, en la que Benedicto XVI llama “la lógica
eucarística de la existencia cristiana”. Benedicto XVI, cuyo Magisterio inicial
sobre el celibato sacerdotal no deja ninguna duda sobre la perenne validez de
la norma disciplinar, sobre todo e incluso con anterioridad, sobre su fundación
teológica y particularmente cristológica-eucarística.
2.5.- El Año
Sacerdotal 2009-2010 El Año Sacerdotal, recientemente concluido ha visto varias
intervenciones de Benedicto XVI, sobre el tema del Sacerdocio en particular en
las catequesis de los miércoles, dedicadas a los tria munera, y también con
ocasión de la inauguración y de la clausura del Año Sacerdotal, y de las
celebraciones ligadas a san Juan Maria Vianney. Particularmente relevante fue
el diálogo del Santo Padre con los sacerdotes, durante la gran Vigilia de
clausura del Año Sacerdotal, cuando, interrogado sobre el significado del
celibato y sobre las dificultades que se encuentran para vivirlo en la cultura
contemporánea, respondió, partiendo de la centralidad de la celebración
Eucarística cotidiana en la vida del Sacerdote, que actuando in Persona
Christi, habla en el “Yo” de Cristo, convirtiéndose en realización de la
permanencia en el tiempo de la unicidad de su Sacerdocio, añadiendo: “Esta
unificación de Su 'Yo' con el nuestro implica que somos atraídos también a su
realidad de Resucitado, vamos hacia la vida plena de la Resurrección […]. En
este sentido, el celibato es una anticipación. Trascendemos este tiempo y vamos
adelante, y nos atraemos a nosotros mismos y a nuestra época hacia el mundo de
la Resurrección, hacia la novedad de Cristo, hacia la nueva y verdadera vida”.
Queda así sancionada, por el Magisterio de Benedicto XVI, la relación íntima
entre dimensión eucarística-fontal y dimensión escatológica anticipada y
realizada del celibato sacerdotal. Superando de un solo golpe toda reducción
funcionalista del ministerio, el Santo Padre vuelve a colocarlo en su alto y
amplio marco teológico, lo ilumina poniendo en evidencia su relación
constitutiva, por tanto, con la Iglesia y revalora poderosamente toda la fuerza
misionera que deriva precisamente de ese “más” hacia el Reino, que el celibato
sacerdotal realiza. En esa misma circunstancia, con audacia profética, el Santo
Padre afirmó: “Para el mundo agnóstico, el mundo en el que Dios no cuenta, el
celibato es un gran escándalo, porque muestra precisamente que Dios es
considerado y vivido como realidad. Con la vida escatológica del celibato, el
mundo futuro de Dios entra en las realidades de nuestro tiempo”. ¿Cómo podría
la Iglesia vivir sin el escándalo del celibato? ¿Sin hombres dispuestos a
afirmar en el presente, también y sobre todo a través de su propia carne, la
realidad de Dios? Estas afirmaciones han tenido cumplimiento y, en cierto modo,
coronación en la extraordinaria homilía pronunciada como clausura del Año
Sacerdotal, en la que el Papa rezó para que, como Iglesia, seamos liberados de
los escándalos menores, para que aparezca el verdadero escándalo de la
historia, que es Cristo Señor.
2.6.- Recapitulación
a. Al final de este recorrido, he tratado de poner en evidencia algunos de los
pasajes más significativos del magisterio eclesial post-conciliar, sobre el
celibato, intentando trazar un balance concluyente inicial, que pueda
representar una primera plataforma de trabajo, para poder desarrollar una
teología del celibato, en correspondencia con la enseñanza de la Iglesia. b.
Podemos también destacar una continuidad entre el magisterio del Concilio
Ecuménico Vaticano II y los documentos sucesivos sobre el celibato sacerdotal.
Aun con acentos a veces sensiblemente diferentes, más litúrgicos-sacrales, o
más cristológicos-pastorales, el magisterio ininterrumpido mencionado es
concorde, en fundar el celibato sobre la realidad teológica del Sacerdocio
ministerial, sobre la configuración ontológico-sacramental a Cristo Señor,
sobre la participación en su único Sacerdocio y sobre la imitatio Christi que
éste implica. Solo una hermenéutica incorrecta de los textos del Concilio
Vaticano II, podría llevar a ver en el celibato un residuo del pasado, del que
hay que liberarse cuanto antes. Esta postura, además de ser errada
históricamente, doctrinalmente y teológicamente, es también muy dañina desde el
punto de vista espiritual, pastoral, y vocacional. c. El “debate” sobre el
celibato, que se ha vuelto a encender periódicamente durante estos decenios, no
favorece la serenidad de las jóvenes generaciones para comprender un dato tan
determinante de la vida sacerdotal. Como se expresa de modo autorizado el
Decreto Pastores Dabo Vobis, en el n. 29, recogiendo íntegramente el voto de
toda la Asamblea Sinodal, que afirma: “El Sínodo no quiere dejar ninguna duda
en la mente de nadie sobre la firme voluntad de la Iglesia de mantener la ley
que exige el celibato libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la
ordenación sacerdotal en el rito latino. El Sínodo solicita que el celibato sea
presentado y explicado en su plena riqueza bíblica, teológica y espiritual,
como precioso don dado por Dios a su Iglesia y como signo del Reino que no es
de este mundo, signo también del amor de Dios a este mundo, y del amor indiviso
del sacerdote a Dios y al Pueblo de Dios”.
3.- TEOLOGÍA DEL
CELIBATO SACERDOTAL 3.1.- La relación sacerdotal-cristológica El sacerdocio,
nos dice Pablo VI en su Encíclica Sacerdotalis coelibatus , sólo puede ser
entendido a la luz de la novedad de Cristo, que instituyó el sacerdocio
católico, como una participación ontológica real, en su propio sacerdocio. Por
eso, Cristo es el modelo y prototipo del sacerdocio católico. Por medio del
Misterio Pascual, dio origen a una nueva creación (2Cor. 5,17; Ga. 6,15). Por
Él, el hombre renace a la vida de la gracia, que transforma la condición
terrena de la naturaleza humana (Gal. 3, 28). Cristo, mediador entre el cielo y
la tierra, permaneció célibe a lo largo de su vida para expresar su dedicación
total a Dios y al hombre. Esta profunda relación entre el celibato y el
sacerdocio de Cristo se refleja en la vida del hombre-sacerdote, que no sólo le
libera de los lazos de la carne y la sangre, sino que le da una participación
más perfecta en la dignidad y misión de Cristo . El celibato de Jesús fue en
contra del clima sociocultural y religioso de su tiempo, ya que en el ambiente
judío ninguna condición era tan desaprobada como la de un hombre sin
descendencia. Sin embargo, quiso libremente vincular el estado virginal con su
misión como sacerdote eterno y mediador entre el cielo y la tierra. Puesto que
Cristo es “el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb. 13,58), en un nivel fundamental,
las interpretaciones sociológicas o las modas cambiantes tienen poco que decirnos
acerca de la importancia del celibato en la vida del sacerdote. Sólo
reflexionando en el misterio de Cristo, su vida y su obra, y recibiendo la
experiencia del celibato vivido en la Iglesia a través de los siglos bajo la
guía del Espíritu Santo, podemos llegar a conclusiones válidas en este terreno.
La llamada del sacerdocio, y el carisma del celibato que se ofrece con él, es
un don de Dios, una realidad sobrenatural a la cual nadie tiene derecho. Para
seguirlo, se requiere un esfuerzo exigente pero no imposible por parte del
sacerdote. Como recuerda Juan Pablo II en Pastores Dabo Vobis, este carisma
trae consigo las gracias necesarias para que el que lo recibe pueda ser fiel a
lo largo de su vida . La razón del celibato apostólico es, como hemos visto, la
dedicación a Cristo en orden a construir el Reino de los Cielos en la tierra,
como respuesta a una vocación divina. Viviendo esto auténticamente, el
sacerdote manifiesta hasta qué punto la riqueza y grandeza de Cristo son
capaces de colmar el corazón del hombre. De esta forma, el sacerdote testimonia
que sólo a Cristo puede orientarse, en definitiva, todo verdadero amor. Su
celibato es un signo de que lo espera todo de Dios, el Creador de todo amor, en
cuyas manos coloca su realización humana y su fecundidad personal. Un teólogo
como M.J. Scheeben, supo explicar con hondura, frente al racionalismo del siglo
pasado, que la ordenación eleva a quien la recibe a una orgánica unidad
sobrenatural con Cristo, y que el carácter indeleble impreso por el Orden
capacita al ordenado para participar en las funciones sacerdotales de Cristo .
En tiempos recientes, sobre todo desde el Concilio Vaticano II en adelante,
esta relación del sacerdote con Cristo ha sido puesta cada vez más en el centro
de la esencia del sacerdocio, y se han podido profundizar y ampliar desde esa
perspectiva las enseñanzas bíblicas y las doctrinas teológicas y canonísticas
sobre la materia. Ha adquirido así nueva luz, una nueva iluminación teológica,
la doctrina tradicional del sacerdos alter Christus. Si san Pablo escribe a los
Corintios: “Hemos de ser considerados por los hombres como ministros de Cristo
y dispensadores de los misterios de Dios” (1Cor. 4,1); o bien: “Hacemos las
veces de embajadores de Cristo, como si Dios mismo os exhortase por medio de
nosotros. Os suplicamos en nombre de Cristo: reconciliaos con Dios” (2Cor.
5,20); esas expresiones pueden ser consideradas como auténticas ilustraciones
bíblicas de la identificación del sacerdote con Cristo. En el Concilio Vaticano
II se expresa continuamente la misma idea: “Los obispos, de modo eminente y
visible, hagan las veces de Cristo Maestro, Pastor y Pontífice, y actúen en su
persona” . Los sacerdotes a ellos unidos son partícipes del oficio de Cristo,
único Mediador, y ejercitan su sagrado ministerio obrando in persona Christi .
Por medio del sacramento del Orden y del carácter por él impreso son
configurados con Cristo y actúan en su nombre . Después del Concilio se han
multiplicado tales formas de expresión, también por parte de la Curia romana.
La Congregación para la Educación Católica, en las normas fundamentales para la
formación de los sacerdotes de 1970, ha querido subrayar en una afirmación de
principio que el sacerdote se hace, a través del sagrado Orden, un “alter
Christus” . Y el nuevo Código de Derecho Canónico de 1983, señala en el canon
1008: “Con el sacramento del Orden y con el carácter indeleble con el que
quedan marcados aquellos que lo reciben, los ministros de la Iglesia son
consagrados y destinados a cumplir, cada uno en su propio grado, los oficios de
enseñar, santificar y gobernar in persona Christi y de pastorear así al pueblo
de Dios”. De un modo aún más intenso se ha ocupado del sacerdocio y del
ministerio de los sacerdotes, desde el comienzo de su pontificado, Juan Pablo
II. Ya desde 1979, en el día de Jueves Santo de cada año, hacía llegar un
mensaje a los sacerdotes. Muchas veces se valía de las ocasiones adecuadas
–audiencias, discursos y, sobre todo, las frecuentes ordenaciones sacerdotales–
para situar en su justa luz teológica y pastoral actual la naturaleza y la
esencia del sacerdocio católico, y para ahondar en su significado. El acto
oficial más importante de este Pontífice con referencia al sacerdocio ha sido,
sin duda, la convocatoria y realización del octavo Sínodo de los Obispos, que
tuvo por objeto la formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales.
Uno de los puntos centrales de las discusiones de los Padres sinodales fue el
de la noción justa de identidad sacerdotal, vistas las cosas en el mundo de hoy
y en medio de la grave crisis en la que se desenvuelve el sacerdote. Síntesis y
coronación de los profundos trabajos sinodales ha sido la Exhortación
Apostólica postsinodal Pastores Dabo vobis, publicada el 25 de marzo de 1992 y
dedicada justamente a la formación de los sacerdotes en las circunstancias
actuales. En el capítulo segundo de dicha Exhortación Apostólica trata el Sumo
Pontífice de la “naturaleza y misión del sacerdocio ministerial”, e informa
expresamente de que las intervenciones de los Padres en el aula sinodal “han
puesto de manifiesto la conciencia del vínculo ontológico específico que une al
sacerdote con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor” . El Papa concluye esa
exposición con una afirmación verdaderamente clásica: “El presbítero encuentra
la plena verdad de su identidad en el ser una derivación, una participación
específica y una continuación de mismo Cristo, sumo y eterno sacerdote de la
eterna Alianza; él es una imagen viva y transparente de Cristo sacerdote. El
sacerdocio de Cristo, expresión de su absoluta ‘novedad’ en la historia de la
salvación, constituye la fuente única y el paradigma insustituible del
sacerdocio del cristiano y, especialmente, del presbítero. La referencia a
Cristo es, pues, la clave absolutamente necesaria para la comprensión de las
realidades sacerdotales” . Sobre la base de esta afinidad natural entre Cristo
y sus sacerdotes no será difícil nuclear una teología del sacerdocio
ministerial. El mismo Juan Pablo II nos ofrece nuevamente la clave: “Es
particularmente importante que el sacerdote comprenda la motivación teológica
de la ley eclesiástica sobre el celibato. En cuanto ley, ella expresa la
voluntad de la Iglesia, antes aún que la voluntad que el sujeto manifiesta con
su disponibilidad. Pero esa voluntad de la Iglesia encuentra su motivación
última en la relación que el celibato tiene con la ordenación sagrada, que
configura al sacerdote con Jesucristo Cabeza y Esposo de la Iglesia. La
Iglesia, como Esposa de Jesucristo, desea ser amada por el sacerdote de modo
total y exclusivo como Jesucristo Cabeza y Esposo la ha amado. Por eso el
celibato sacerdotal es un don de sí mismo en y con Cristo a su Iglesia, y
expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia en y con el Señor” .
3.2.- Eucaristía y celibato:
rasgos y forma eucarística Para comprender una de las razones fundamentales del
celibato sacerdotal conviene hacer hincapié en su íntima conexión con la
eucaristía . El sacerdote no es un mero “agente social” que actúa en el ámbito
eclesiástico. Si lo fuera, su celibato no tendría mucho sentido. El sacerdote
ha sido elegido ante todo para ser ministro (servidor) de una acción divina
excelsa, como es la eucaristía. En consecuencia, tal como ha recordado
recientemente Benedicto XVI, “ya no se pertenece a sí mismo, sino que, por el
carácter sacramental recibido, es ‘propiedad’ de Dios. Este ‘ser de Otro’ debe
ser reconocible por todos, mediante un límpido testimonio” . El ser profundo
del sacerdote está determinado, por tanto, por su pertenencia a Dios y por su
ministerio sacramental. He aquí, dice asimismo el Papa, “el gozne adecuado para
comprender y reafirmar, también en nuestros días, el valor del sagrado
celibato, que en la Iglesia latina es un carisma requerido para el Orden
sagrado”. De ese estar esencialmente destinado a la celebración de la
eucaristía, esto es, a realizar el supremo acto de entrega a Cristo a la
Iglesia, su Esposa (“Tomad y comed todos, esto es mi cuerpo...”), deriva la
intrínseca lógica esponsal del sacerdocio, del don indiviso y del servicio
incondicional. Esa lógica no puede quedar como un elemento exterior al
sacerdote, pues él no es un mero instrumento pasivo de una acción divina. Está
llamado a integrar la esponsalidad de Cristo en su propia vida; está llamado a
dar a Cristo, entregándose a sí mismo a todos sin reservas, identificándose con
Cristo mismo. En la consagración de las especies eucarísticas, momento
culminante de toda la vida de la Iglesia, el sacerdote obra en la persona de
Cristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia. En esta perspectiva se comprende que el
celibato sacerdotal adquiere un valor particular, permitiendo al ministro
ofrecer a los fieles un signo sacramental coherente . Benedicto XVI, en el
primer mensaje de su pontificado, al término de la concelebración con los
cardenales electores en la Capilla Sixtina, el 20 de abril de 2005, observó:
“El sacerdocio ministerial nació en el Cenáculo, junto con la eucaristía, como
tantas veces ha subrayado mi venerado Juan Pablo II. ‘La existencia sacerdotal
debe poseer como especial título una forma eucarística’, escribió en su última
Carta de Jueves Santo (n. 1)”. Justamente esta “forma eucarística” de la vida
del sacerdote es la que hace tan felizmente adecuado su estado celibatario, que
sustancia su entrega para pertenecer a la Iglesia con un amor esponsal,
estimulando continuamente en él la caridad pastoral al servicio de todas las
almas. Esto lo reafirma Benedicto XVI en la Exhortación Apostólica Sacramentum
caritatis (2007), cuando observa que “no es suficiente comprender el celibato
sacerdotal en términos meramente funcionales. En realidad, el celibato
representa una especial conformación con el estilo de vida de Cristo mismo. Tal
elección es ante todo esponsal; es identificación con el corazón de Cristo
Esposo, que da la vida por su Esposa” (n. 24). El sacerdote está llamado, por
tanto, a celebrar la eucaristía, dejando que ésta resplandezca en su vida
célibe, por estar enteramente entregado . Laurent Touze, teologo francés, y
profesor de Teología espiritual en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz,
en Roma, concedió una entrevista a “Zenit” , finalizando ya el Año Sacerdotal
2009-2010 explicando en qué consiste la “teología eucarística del celibato”.
Dice lo siguiente: “Cuando hablamos de la relación de la eucaristía y el
celibato sacerdotal pienso en textos como la Encíclica Sacerdotalis coelibatus
de Pablo VI, o en las Exhortaciones Apostólicas Pastores dabo vobis del
venerable Juan Pablo II y Sacramentum caritatis de Benedicto XVI. Los papas,
destacan no sólo el vínculo celibato-ministerio, sino que también precisan su
naturaleza, afirmando un motivo central para el celibato eclesiástico: el
motivo nupcial o eucarístico, es decir, el reflejo sobre la condición
sacerdotal de la oblación de Cristo por la Iglesia. Siervo de Cristo esposo,
muerto en la cruz-altar de sus bodas con la Iglesia, el sacerdote,
específicamente identificado con el Salvador, está llamado a reproducir el
sacrificio, también por su celibato. El contexto todavía más claramente
eucarístico de Sacramentum caritatis ofrece, en mi opinión, la clave de este
motivo. Esta teología eucarística del celibato pone al sacerdote frente al
oficio principal de su vocación, la Misa, y le reitera cómo las palabras de la
consagración deben modelar su propia oblación para la salud del mundo. El
ministro aprende a asociarse interiormente y exteriormente a Jesucristo a quien
hace realmente presente, a convertirse públicamente también él en sacerdote y
víctima, a vivir como ministro lo que Benedicto XVI llama la ‘lógica
eucarística de la existencia cristiana’[......] El único sacerdote de la nueva
Alianza es Jesucristo. Todos los fieles participan de su sacerdocio por su
bautismo y deben aprender a hacerse sacerdotes de su vida cotidiana, ofreciendo
esto a Dios como un acto de culto. Los sacerdotes y los obispos reciben por su
ordenación un don específico, que les permite distribuir en la Iglesia los
dones de Cristo cabeza de su cuerpo, por los sacramentos, la predicación y el
gobierno. Y el obispo, como precisó el Vaticano II, tiene la plenitud del
sacramento del orden. Hay, pues, una distinción sacramental entre el sacerdote
y el obispo, pero al mismo tiempo una fuerte relación mutua. El concilio
construyó la teología del sacerdocio a partir del episcopado, y hoy se comprende
cada vez más al sacerdote a la luz del obispo. Creo que existe un paralelismo
de significados entre los grados del orden y los grados de la
continencia-celibato requeridos por el ministro. A la plenitud del orden
corresponde la visibilidad máxima de la oblación eucarística de sí, en un
celibato-continencia sin mitigaciones. Pero si el obispo debe ser
célibe-continente, cuanto más se defina como hoy al sacerdote en función del
obispo, más deberá pedirse en esa medida a todos los ministros que se sometan a
la misma disciplina, a causa de la lógica del sacramento recibido [......] Una
teología del celibato que destaca la dimensión sacramental apela en efecto a la
santidad. Sólo el número 24 –sobre el celibato– de la Exhortación Apostólica
Sacramentum caritatis multiplica también las invitaciones a que el sacerdote se
abra a la ‘consagración’, a la ‘ofrenda exclusiva de sí mismo’, a ‘la misión
vivida hasta el sacrificio de la cruz’, al ‘don de sí total y exclusivo a
Cristo, a la Iglesia y al Reino de Dios’. Si la teología actualmente, y el
magisterio, es recibida de manera auténtica, y aplicada en la Iglesia, el
futuro del celibato deberá ser un futuro de libertad, de don, de santidad
sacerdotal”. Como vemos hay un perfil claro, en la relación íntima entre la
eucaristía y el estado de vida de los ministros, en su acción pastoral ante el
mundo y la Iglesia conforme a lo que deseaba Cristo, que fueran eunucos por el
Reino de Dios.
3.2.1.- La
Eucaristía, fuente y escuela del celibato-virginidad El celibato tiene su más
honda fuente y su fuerza más pura en la santísima Eucaristía, en la experiencia
de la presencia del Señor en el sacramento del altar, en la alegre celebración
del santo sacrificio y sobre todo en la humilde recepción del “trigo de los
elegidos y del vino que hace germinar las vírgenes” (Zac. 9,17). Toda alma
virgen comprende el sentido profundo de aquellas palabras que la Iglesia pone
en labios de la virgen fuerte santa Inés: “Amándole conservo mi castidad,
tocándole permanezco pura; recibiéndole me mantengo virgen”. La Eucaristía es
escuela de reverencia y generosidad, los dos pilares básicos de la continencia
en general y de la castidad virginal muy particularmente. La voluntad virginal,
el propósito de “permanecer eternamente sellado a fin de poner este misterio
incorrupto en las manos de Jesús” es una oblación de sí mismo “por el reino de
los cielos”, que no tiene sentido ni es posible realizar sino a la luz del
respeto al misterio del cuerpo. Y en ninguna parte mejor que en el culto
eucarístico se aprende este santo respeto que tiene ya un fundamento en el
bautismo. En la eucaristía, efectivamente, aprendemos a honrar a Cristo, a toda
su persona, con su alma y espíritu, a través del culto a su cuerpo. Solamente
el cristiano que ha encontrado en el culto eucarístico su centro y que ha
marcado su vida con un sello de Eucaristía, comprenderá la hondura de la
consagración virginal y experimentalmente llegará a darse cuenta de que en la
virtud cristiana de la castidad entran en juego otras categorías superiores a
las puramente éticas de la templanza y moderación. Aquí se busca sobre todo
“ser santo para el Señor en cuerpo y espíritu” (1 Cor. 7,34). El culto
eucarístico y la virginidad cristiana ponen alma y cuerpo bajo el brillo
radiante de lo santo. En segundo lugar, la eucaristía nos enseña a estar en
guardia contra un gran peligro para la virtud del celibato: el apetito egoísta,
que amenaza destruir las murallas del respeto a sí mismo y de la templanza. En
la virginidad se ve más claramente que en cualquier otra forma de la vida
célibe que es ante todo entrega desinteresada de sí mismo. Por eso la
virginidad es una lección y un estímulo eficaz para todos los que luchan por la
continencia. La virginidad es un don y gracia del Señor que se entrega desinteresadamente
por nosotros, que se entrega en particular al cristiano abierto al don de la
eucaristía y que ordena su vida según esta ley de amor. 3.2.2.- Amor entero en
la Eucaristía y en la virginidad-celibato “Habiendo amado a los suyos, los amó
hasta el límite” (Jn 13,1). Con la muerte de cruz y con la institución de la
eucaristía llegó el Señor al límite extremo de su amor. La presencia amorosa de
Cristo en el santísimo sacramento del altar habla claramente del amor más total
a la esposa, la santa Iglesia. Y en la comunión dice el Señor personalmente a
toda alma que le recibe: “Ahora soy completamente tuyo”. La Iglesia responde a
este don total del amor de su esposo con una respuesta amorosa que es el culto
eucarístico, en el cual ella es todos ojos y oídos para su esposo divino. En
íntima conexión con el culto eucarístico también la virginidad, el estado de
consagración virginal, como signo esencial del nuevo pueblo de Dios, constituye
una respuesta manifiesta y fácilmente comprensible del amor de la Iglesia al
amor total del Señor. No quiere decir esto que sean solamente las personas
célibes las que aman a la Iglesia; pero sí es cierto que gracias sobre todo al
estado virginal sigue proclamando la Iglesia que en la vida cristiana lo
importante es un amor indiviso a Cristo y que este amor logra en ella vida
real. El celibato no se comprende sino partiendo de una vocación particular, es
decir, de un amor particular de Cristo a un hombre al que le hace comprender
que debe seguirle con un amor virginal. El mismo Cristo da a entender al
elegido que le quiere totalmente para Él, libre de las preocupaciones terrenas
que “dividen el corazón” (1Cor. 7,34 ). Cristo pide a este hombre que le ame de
una manera tan inmediata, tan humanamente cálida como la del esposo que se
entrega a su mujer o de la mujer a su esposo.. El amor virginal no solamente
piensa “en lo que es del Señor, en cómo dar gusto al Señor” (1Cor. 7,32), sino
que además, con un amor cualitativamente tan exclusivo, tan íntimo, tan fuerte
como el de la esposa, piensa “en lo que es el esposo, en cómo dar gusto al
esposo” (1 Cor. 7,33ss.). El amor conyugal es, en virtud del sacramento, imagen
del amor de Cristo que alimenta y cuida a su Iglesia con su propia carne y
sangre, de igual manera que el casado “alimenta y cuida” a su mujer como a su
propia carne y sangre (Ef. 5,29ss). Todo el amor de las personas vírgenes a
Cristo es la respuesta inmediata a su amor eucarístico. La fuerza para
renunciar a una cosa tan noble y santa, como es el amor humano entre el hombre
y la mujer en el matrimonio, nos viene del sacrificio de Cristo en la cruz, que
la eucaristía pone continuamente ante nuestros ojos. Por eso el clima en que
ese amor virginal ha de crecer y prosperar pujante no puede ser otro sino la
proximidad del esposo divino en el sacramento del amor. Es el Emmanuel, Cristo
viviendo a nuestro mismo lado, el que suscita y mantiene despierto y vigilante
nuestro amor virginal. Y donde está más cerca el Señor de nosotros es en el
sacramento del altar. Para que la virginidad lograse toda su autenticidad y su
pleno valor era necesario el calor del cristianismo. La virginidad comenzó
verdaderamente con la Virgen María, la cual vivió como ninguna otra criatura de
la cercanía de Cristo. En ella se realiza en la más sublime plenitud el ideal
del amor esponsal de la Iglesia hacia Cristo como respuesta a su amor
indeciblemente cercano. “Como el Padre nos amó, os amo yo a vosotros”
(Jn.15,9). La virginidad no es sino un permanecer totalmente en su amor. La
virginidad es todo lo contrario de un puro substituto, con que llenar un vacío
doloroso impuesto por una renuncia forzada al matrimonio. En su forma más pura
y auténtica, la continencia aparece sobre todo cuando un hombre se siente
dominado por el amor de Cristo y toma la resolución de conservarse íntegro para
responder a ese amor y crecer cada vez más en él. Nos lo dice el mismo divino
Maestro cuando establece tan neta distinción entre el eunuco “por el reino de
los cielos” y la renuncia forzada al matrimonio por mutilación o incapacidad
natural. Pero cuando esta renuncia se convierta en sacrificio que nace de un
corazón puro y animado de auténtico amor de Dios, “cuando deje de ser una
situación aceptada sólo a medias, con el gesto resignado del ‘y qué remedio
queda’, para pasar al sí decidido a la cruz del seguimiento de Cristo, entonces
también aquel principio humilde será la base de una auténtica vocación. Nada
mejor que la piedad eucarística, que la celebración de la muerte de Cristo
“hasta que vuelva”, para recorrer este camino que termina en la aceptación de
la virginidad “por el reino de los cielos”. Ante el misterio de renuncia y
glorificación de Cristo en el sacramento del altar, comprendemos el valor de
esa pérdida dichosa que abre el corazón a un amor ardiente, a una comprensión
más honda del amor de Cristo crucificado. Siendo la virginidad testimonio en
favor del amor de Cristo llevado hasta el fin, le acecha un gran peligro no
sólo de parte de la impureza que destruye su elevación y hermosura, sino
también de parte de toda “compensación desde abajo” . Por eso “el célibe
tropieza lo mismo cuando da un lugar en su corazón a un afecto conyugal hacia
otro ser humano, como cuando no da lugar al amor de Dios o cuando no se
esfuerza por dar a este amor todo el lugar de su corazón” .
3.2.3.- La Eucaristía
y el celibato: efectos del Espíritu Santo No se puede comprender la continencia
cristiana sino partiendo del centro de la Iglesia, es decir, de la eucaristía,
parece obvio que la Iglesia muestre sumo interés en que este ideal de la
virginidad sea altamente estimado por los ministros consagrados del altar. La
Iglesia, en efecto, cree que normalmente Dios une la vocación al servicio santo
del altar con la vocación interior al “celibato por causa del reino de los
cielos”. El celibato es un carisma particular. Por eso la Iglesia sabe también
que nadie puede ser obligado jurídicamente a aceptar el celibato. De ahí su
escrupulosa solicitud para que nadie se vea forzado a aceptar la vida célibe.
Los que adopten ese estado han de hacerlo espontáneamente, sin ninguna coacción
ni violencia. Ciertamente que la Iglesia puede hacer excepciones como lo hace
en las iglesias orientales unidas y también para algunos casos de convertidos,
por ejemplo, algunos teólogos, sacerdotes, de la Iglesia anglicana,
recientemente admitidos en la Iglesia católica escoger sacerdotes entre las
filas de los casados que vivan castamente sin haber contraído segundas
nupcias ; pero en su legislación sigue manteniendo el principio de que el
celibato por causa del reino de los cielos es algo, si no necesario, al menos
muy conveniente para los ministros del altar. Así se expresa Pablo VI en su
encíclica sobre el sacerdocio celibatario . La virginidad es un triunfo del
“espíritu”. La auténtica virginidad no reprime lo sexual en forma de complejos,
sino que le reconoce como hermosa maestría espiritual todo su valor y lo
consagra amorosamente. La virginidad cristiana es “don y obra del Espíritu”; es
don del Espíritu Santo, del Espíritu de Cristo glorificado. También de ella se
podría decir lo que dijo Cristo del misterio de la eucaristía, aludiendo a su
ascensión al trono de la gloria como presupuesto para la irrupción de los
tiempos nuevos señalados con la venida del Espíritu Santo: “El Espíritu es el
que da vida. La carne no sirve para nada” (Jn. 6,62s.). “El hombre carnal, de
mente terrena, no puede comprender el celibato por amor del reino de los
cielos, como tampoco puede admitir el milagro de la eucaristía, pues son dos
efectos maravillosos del mismo Espíritu Santo”. Sólo por virtud de Dios, que en
la resurrección nos hará semejantes a sus ángeles, los cuales ni toman mujer ni
marido (Mc. 12,24s.), puede el célibe vivir ya desde ahora entregado sin
reservas al reino, “imitando, en cuanto es posible a una criatura, la vida del
cielo” . La castidad virginal que hace al cuerpo reflejo de la pureza interior
es efecto del Espíritu Santo que ha de resucitar nuestro cuerpo para una vida
eterna y radiante. Todos los sacramentos son fuerzas salvíficas que actúan
mediante símbolos productores de gracia. La eucaristía lo es de manera
particular pues en ella está actualmente el glorificado, el que ha de venir. La
virginidad cristiana no es un sacramento, pero es superior al sacramento del
matrimonio . Ella es en sí misma, y no sólo en signo, una realidad escatológica
producida por la gracia del bautismo, de la confirmación y de la eucaristía; de
alguna manera, pues, está por encima del signo sacramental. “En el estado
virginal se verifica en toda verdad y realidad un desposorio con Cristo… Por
eso la virginidad no es un sacramento, como tampoco lo es Cristo en la Gloria”
.
3.3.- Celibato y
Misterio Pascual La continencia perfecta por el Reino, ¿no tiene, pues, ningún
significado o valor, desde el punto de vista teológico y ascético? ¿No es
también sacrificio y renuncia? Cierto que lo es, pero también esto hay que
reconducirlo a su fundamento bíblico que es el “Señor Jesús” y su misterio
pascual. ¿Cuándo y cómo ha venido el Reino de Dios; cuándo y cómo Jesús se ha
convertido en el “Señor”? Nos lo responde el mismo apóstol Pablo: ¡en la cruz!
“Se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo
cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo Nombre” (Flp.
2,8-11). Estar casado con Cristo significa aquí estar “crucificado con Cristo”,
con la esperanza, sin embargo, de ser también glorificado con él. El gozo nunca
falta, pero es un gozo en esperanza (spe gaudentes), es decir, es esperar ser
felices y un ser felices de esperar. Pues, como escribe el Apóstol, “los que
son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus
apetencias” (Gal. 5,24). El mártir Ignacio de Antioquía, hacía eco de estas
palabras, cuando viajaba hacia Roma, prisionero, para padecer el martirio,
escribía: “¡Qué hermoso es que el sol de mi vida se ponga para el mundo y
vuelva a salir para Dios!... Todo amor terrenal (eros) ha sido crucificado en
mí, y no hay llama alguna que haga prender en mí el fuego por las cosas de la
tierra” . No es de extrañar, por consiguiente, el que en la tradición ascética
y la teologia mística de la Iglesia se haya definido muchas veces la cruz como
“el lecho nupcial” en el que el alma se une con su Esposo divino. “En tu cruz
he puesto mi lecho”, decía a Cristo la B. Angela de Foligno. Es el cumplimiento
de la palabra de Jesús: “Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a
todos hacia mí” (Jn. 12,32). Jesús atrae, hacia la cruz, a las almas que lo han
elegido como esposo. Allí se realiza también la palabra profética que leemos en
Jeremías: “Porque el Señor crea algo nuevo en la tierra: será la mujer quien
abrace al varón” (Jr. 31,22). Esta palabra se refiere a la comunidad de la
nueva alianza, vista como esposa de Dios, que no abandonará ya a su esposo para
correr tras los ídolos, sino que será ella misma, más bien, la que se
estrechará a él para no separarse jamás. Evento que se ha cumplido, para toda
la Iglesia, en lo que uno de los santos padres llama “el éxtasis de la cruz”,
del que nació la nueva Eva , que se renueva místicamente en toda alma que
desposa al crucificado, convirtiéndose así en imagen y símbolo de la nueva
alianza nupcial entre Dios y su pueblo. Este ideal de crucificar la propia
carne no es, ciertamente, propio y exclusivo de las vírgenes y célibes (¡sólo
pensarlo sería absurdo!), sino que está abierto a todos los que han recibido el
Espíritu de Dios. Los mismos casados deben atravesar el fuego de la Pascua de
Cristo, si quieren que su matrimonio sea, de verdad, aquel “gran misterio”, que
simboliza la unión entre Cristo y la Iglesia. En efecto, ¿dónde y cómo se
realizó tal unión entre Cristo y la Iglesia? ¿Acaso en un lecho de delicias o,
más bien, como dice Pablo, “en la sangre”, en la cruz? Por esto, la unidad más
perfecta entre los esposos no es la que experimentan al gozar juntos, sino la
que experimentan al sufrir juntos, el uno por el otro, el uno con el otro, al
amarse en el sufrimiento. La primera unidad debe servir a hacer posible la
segunda. Decía, pues, que crucificar la propia carne no pertenece, en
exclusiva, a los célibes; a ellos, sin embargo, les pertenece por un título
diverso y más fuerte, porque ellos, han hecho de ello la propia forma de vida.
Aquí radica el inmenso potencial ascético –de esfuerzo, de lucha, de muerte– de
la virginidad por el Reino. Crucificar la propia carne con sus pasiones y
deseos, sobre todo, el deseo sexual, que es uno de los más imperiosos, no es
ninguna broma. “Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu” (Gal.
5,17). Éste es un enemigo interior que nos acosa sin tregua, de día y de noche,
solos y acompañados. Tiene un aliado muy poderoso –el mundo– que pone todos los
recursos a su disposición; dispuesto a darle razón siempre y a defender sus
“derechos” en nombre de la naturaleza. En realidad, es éste el campo “donde más
cotidiana es la batalla y más rara la victoria” . Esta lucha espiritual,
algunos la miran hoy como sospechosa y la etiquetan con el término de
masoquismo. No hay que infravalorar esta acusación que, por lo demás, no tiene
ninguna razón de ser cuando se acepta el combate con libertad, por motivos tan
objetivos y profundos como los que hemos recordado hasta aquí. ¿No debe luchar
y renunciar a tantas cosas también el que está casado con una criatura para
defender y ser fiel a tal amor? ¿Qué hay, pues, de extraño en que deba afrontar
una lucha y una renuncia más radical y exigente aquel que es llamado a ser
esposo o esposa de la majestad de Dios? Es importante esclarecer bien sus bases
y su motivación bíblica. He dicho que el aspecto ascético, de renuncia, que se
da en la virginidad y en el celibato, se funda en el misterio pascual. Creo que
aquí reside verdaderamente el “porqué” la novedad del celibato y de la
virginidad y que el comprenderlo ayuda enormemente a superar tantas dudas o
reservas que, en la historia, se han presentado contra este estado de vida, no
sólo fuera de la Iglesia sino, desde hace algún tiempo, también dentro de ella.
La custodia de la continencia viene confiada, en parte, al mismo individuo y no
puede apoyarse en algo que no sean las fuertes convicciones personales, que
brotan exactamente del contacto con Dios, a través de la oración y a través de
su Palabra. El celibato, por tanto, es, por el Reino; pero ¿por qué el Reino
exige el celibato? ¿No se puede realizar y manifestarse del todo con el
matrimonio, como ocurría antes de Cristo? La respuesta nos viene de lo que
escribe san Pablo al comienzo de su primera carta a los Corintios: “De hecho,
como el mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios en su divina
sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la
predicación” (1 Cor. 1,21). Estamos ante un principio de incalculable
trascendencia que ilumina toda la historia terrena de Jesús y la existencia
misma del cristiano. La “locura” de la predicación se sabe que es la cruz. Como
el hombre no ha sabido servirse de su inteligencia y voluntad para ir a Dios,
sino que hizo de ellas ídolo, gustó a Dios preparar un camino diverso, el de la
necedad de la cruz, el de la “renuncia” a la razón y voluntad propias, que
actúan de modo distinto; los “locos por Cristo”, y los obedientes por Cristo.
Porque el hombre no ha sabido servirse de su sexualidad para salir de sí mismo
y abrirse al amor del otro y de Dios, sino que hizo de ella un ídolo al que dio
además nombres propios (Astarte, Venus…), quiso Dios revelar, en el Evangelio,
el camino de la renuncia al ejercicio activo de la sexualidad, que se expresa
en la continencia por el Reino. Jesús mismo lo afirma cuando dice “que el que
quiera seguirle debe negarse a sí mismo y tomar la propia cruz; y que el Padre
ha escondido, a los sabios y a los inteligentes, los misterios del Reino y se
los ha revelado a los pequeños”. Tiene razón san Gregorio Nacianceno cuando
escribe que “no existiría la virginidad si no existiera el matrimonio, pero el
matrimonio no sería santo si no estuviera acompañado por el fruto de la
virginidad” . Algunos padres de la Iglesia, como san Juan Crisóstomo, san
Gregorio de Nisa, o san Máximo Confesor, pensaron que, si no hubiera tenido
lugar el pecado de Adán, no habría existido el matrimonio con la procreación
por vía sexual que ahora le caracteriza, ya que la sexualidad humana, en el
modo en que ahora es ejercida, es fruto del pecado original . Pero desde una
perspectiva más bíblica y menos platónica, es preciso afirmar que lo verdadero
es precisamente lo contrario; es decir, que si no se hubiera dado del pecado,
no habría existido la virginidad, porque no hubiera sido necesario poner en
crisis y someter a juicio el matrimonio y la sexualidad. La continencia, y virginidad
son así, la proclamación más elocuente que existe de la redención de Cristo y
del misterio pascual, que no anula la creación originaria, como pensaba el
hereje Marción; sino que la “recapitula”, como afirmaba san Irineo, es decir,
desde lo hondo del pecado la reconduce a la luz. Desde esta perspectiva,
también es posible ver el elemento positivo y aún válido encerrado en aquella
intuición de los Padres de la Iglesia, de considerar la virginidad como retorno
al estado paradisíaco, a condición, sin embargo, de que con tal regreso no se
intente superar la misma sexualidad humana y el matrimonio (“los creó macho y
hembra”), sino sólo el pecado sobrepuesto por la libertad del hombre a estas
realidades. La vida virginal y célibe es, por consiguiente, en sentido muy
profundo, una vida pascual. “Porque nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido
inmolado –escribe el Apóstol–. Así que, celebremos la fiesta, no con vieja
levadura, ni con levadura de malicia e inmoralidad, sino con ázimos de pureza y
verdad” (1 Cor. 5,7-8). La palabra traducida por “pureza” o sea heilikrineias,
contiene la idea de esplendor solar (heile) y de prueba o juicio (krino) y
significa, por tanto, una “transparencia solar, algo probado a través de la luz
y encontrado puro”. Éste es el modelo de vida que brota de la Pascua de Cristo,
que es común a todos los cristianos, pero que el célibe debe hacer suyo con un
título del todo especial, hasta convertirse, después, en modelo y señal para
todos en la Iglesia. El mismo concepto de fondo lo expresa san Pablo en otro
texto parenético de la carta a los romanos, donde aparece también la idea de
sacrificio: “Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que
ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será
vuestro culto espiritual. Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien
transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis
distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto”
(Rom. 12,1-2). “Os exhorto, pues” esta conjunción “pues” es aquí significativa:
significa que el sacrificio viviente del cristiano es exigido por el sacrificio
de Cristo, del que el Apóstol ha hablado anteriormente, es como una
consecuencia lógica. Porque Cristo ha ofrecido su cuerpo en sacrificio, también
los cristianos deben ofrecer sus cuerpos en sacrificio. Aquí se comprueba cómo
la vida cristiana tiene también una impronta eucarística, además de pascual. El
sacrificio comporta siempre la destrucción y la muerte de algo y también aquí
se habla de una forma de separación y de muerte: el cristiano no debe
conformarse a este mundo, debe, más bien, “morir al mundo”. Hay una cierta
analogía entre la muerte física y esta muerte ascética: en la muerte física, el
alma se separa del cuerpo; en esta muerte del espíritu, alma y cuerpo, es
decir, todo el hombre, se separa del mundo que representa para él una especie
de cuerpo más grande en que vive y se mueve. Una y otra muerte son dolorosas,
porque conllevan el desarraigarse del terreno en que estamos plantados y hemos
crecido. He ahí por qué se habla de un sacrificio “viviente”: esto es de morir
viviendo y un vivir muriendo. Es verdaderamente, como dice el Apóstol, un ser
crucificados: “En cuanto a mí ¡Dios me libre de gloriarme si no en la cruz de
Cristo, por lo cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para
el mundo¡” (Gal. 6,14). Nuevamente debemos evitar considerar este ideal del
sacrificio viviente como propio y exclusivo del célibe. Sólo decimos que el
célibe está obligado a hacerlo suyo y a vivirlo en forma más radical, a hacer
de él la substancia de su vida diaria. No debe dejarse engañar si ve que hoy se
pone en discusión, con mucha frecuencia, el ideal tradicional de la “huida del
mundo”, como no adecuado ya al concepto actual de una Iglesia que es “para el
mundo”. La formulación puede ser criticable y rechazable, pero la substancia
permanece intocable como fundada en la palabra de Dios que es “viva y eterna”.
El mismo san Juan que había escrito en el Evangelio que “Dios ha amado tanto al
mundo” es también el que escribe a los cristianos en la primera carta: “No
améis al mundo ni lo que hay en el mundo” (1Jn. 2,15).
3.4.- Significado
escatológico, salvífico y eclesial Aunque el celibato es un signo del reino de
Dios sobre la tierra, sobre todo es un signo de la futura gloria donde, como
Cristo dijo, “ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán en el
cielo como ángeles” (Mt. 22,30). En este sentido, el celibato hace presente en
la tierra el estado final de la salvación (1Cor. 7,29-31), y así actúa como un
recordatorio de que no tenemos aquí una morada estable, sino que somos sólo
peregrinos hacia nuestra patria definitiva . Este testimonio es esencial en la
época actual, cuando se tiende a dar un valor absoluto a las cuestiones de la
vida presente en detrimento del interés por la salvación eterna. El sacerdote
célibe no sólo habla del mundo que llega con su palabra, también lo manifiesta
con su vida, alimentando la esperanza del creyente y del no creyente en la resurrección
gloriosa de la vida futura. El celibato sacerdotal se convierte así en un signo
de que el hombre no puede encontrar el significado más profundo de su vida
dentro de la aparente autosuficiencia del mundo presente. El ministerio
sacerdotal debe ser un constante recuerdo a la gente de que esta vida sólo
tiene valor si se descubre la vocación bautismal y se desarrolla la propia
identidad cristiana. El celibato sacerdotal destaca el valor de “lo único
necesario” (Lc. 10,42): la santidad personal que se realiza por el poder de la
gracia de Dios y nuestra correspondencia . El mundo, especialmente los países
ricos de Occidente, está muy necesitado de una reevangelización, como Juan
Pablo II y su sucesor Benedicto XVI ha afirmado frecuentemente. Si esta nueva
evangelización ha de ser efectiva, requiere un compromiso evangélico radical,
que siempre ha sido el único modo de ganar almas para Cristo. El testimonio del
celibato sacerdotal ha desempeñado un papel importante en la evangelización, en
el pasado. Y seguirá desempeñándolo en el futuro. Por todo esto, el celibato no
es una restricción impuesta externamente al ministerio sacerdotal, ni puede ser
considerado como una mera institución humana establecida por la ley. Sino que,
“este lazo, asumido libremente, tiene unos rasgos jurídicos, y son un signo de
aquella dimensión esponsal presente en la ordenación sacramental” . Por él el
sacerdote adquiere una “paternidad espiritual verdadera y real que tiene
dimensiones universales” . Porque el celibato tiene una profunda afinidad
interna con la vocación al sacerdocio, es engañoso hablar de la “carga del
celibato” como si el sacerdocio y celibato fueran en alguna manera
irreconciliables. El sacerdote que vive para Cristo y desde Cristo, no tiene
generalmente dificultades insuperables para realizar este carisma. No es inmune
a las tentaciones normales de la carne, pero, como resultado del ejercicio
ascético, del cultivo diario de su vida espiritual, y del prudente apartarse de
lo que pueda poner en peligro su castidad, encontrará una gran alegría en su
vocación y experimentará una profunda paternidad espiritual al dar la vida
sobrenatural a las almas.
3.5.- Implicaciones
eclesiales El celibato consagrado del sacerdote es un signo y una manifestación
del amor virginal de Cristo a su Esposa, la Iglesia. Por tanto, es un recuerdo
visible de la fecundidad virginal y sobrenatural de este matrimonio por el que
son engendrados los hijos de Dios . Si la Palabra Encarnada quiso permanecer
libre de estos vínculos humanos, por nobles que puedan ser, para facilitar su
plena disponibilidad para su ministerio, podemos deducir fácilmente qué
conveniente resulta para el hombre-sacerdote hacer lo mismo: renunciar
libremente, por el celibato, a algo que es bueno y santo en sí mismo, para
poder unirse más fácilmente con Cristo (Mt. 19,12; 1Cor. 7,32-34), y así
dedicarse con plena libertad al servicio de Dios y de las almas. El sacerdocio,
con el carisma del celibato que le está asociado, es un don otorgado por el
Espíritu Santo, no para el bien de la persona que lo recibe, sino
principalmente para el beneficio de la Iglesia entera. Juan Pablo II explica
las implicaciones eclesiológicas de esta relación íntima entre el celibato y el
sacerdocio en estos términos: “Es particularmente importante que el sacerdote
comprenda la motivación teológica de la ley eclesiástica sobre el celibato. En
cuanto ley, expresa la voluntad de la Iglesia, antes aún que la voluntad del
sujeto manifieste su disponibilidad. Pero esta voluntad de la Iglesia encuentra
su motivación última en la relación que el celibato tiene con la ordenación
sagrada, que configura al sacerdote con Jesucristo, Cabeza y Esposo de la
Iglesia” . Aunque la vocación es una gracia personal, corresponde a la Iglesia
escoger a los que juzga idóneos. La Iglesia no podría imponer un carisma a
nadie, pero tiene el derecho, que como sabemos no siempre ha ejercido, de
imponer las manos sólo a aquellos que han recibido del Espíritu Santo y
aceptado libremente el don de la castidad para llevar una vida célibe. La
vocación sacerdotal no es simplemente una donación personal por parte del
individuo: sino que requiere también signos claros de una llamada que sólo el
obispo o el superior eclesiástico están capacitados para discernir y confirmar.
3.6.- El celibato
como don-ley y fidelidad a Dios Puesto que el celibato apostólico, da al
sacerdote una libertad total para amar al Señor en cuerpo y alma, para apreciar
realmente este carisma, es importante entender la naturaleza de la libertad
desde el punto de vista humano y sobrenatural. El Santo Padre nos recuerda que
el planteamiento, muy difundido, de que el celibato sacerdotal en la Iglesia
católica es una imposición legal procede de un malentendido e incluso es el
resultado de una “mala fe” . En primer lugar, el compromiso de celibato es la
consecuencia de una decisión libre tomada después de varios años de
preparación. Es un compromiso para toda la vida aceptado con responsabilidad
plena y personal. Como Juan Pablo II subraya, “se trata de mantener la palabra dada
a Cristo y a la Iglesia”. Es cuestión de fidelidad. Es un deber que expresa una
maduración interior, una maduración que se manifiesta especialmente cuando esta
decisión libre “encuentra dificultades, es puesta a prueba o expuesta a
tentación”, como también sucede a cualquier otro cristiano . Verdaderamente, el
sacerdocio lleva consigo un gran potencial para la autorrealización. Por la
gracia de Dios, puede dar al hombre que lo ha elegido esta plenitud que falta
con frecuencia en las vidas de los demás. En esos términos, se expresa un
psiquiatra que ha trabajado con sacerdotes durante muchos años: “La paternidad
espiritual, el poder para atar y desatar, la alegría de dar uno mismo, con sus
propias manos, el supremo don de Dios a otros, pone la dignidad sacerdotal
sobre en plano tan alto en la jerarquía de posibilidades humanas, que no se
puede comparar con ninguna otra cosa y no deja lugar a la frustración” .
3.6.1.- Libertad-ley
Aunque no pertenezca a la constitución fundamental de la Iglesia, el celibato
sacerdotal no es una superestructura sin fundamento, ni una adherencia
histórica pasajera. Es fruto de la acción del Espíritu en la Iglesia: por
tanto, una manifestación vital del desarrollo de la semilla que tiende a
convertirse en árbol frondoso (Mt. 13,31-32). Antes de que la reflexión de los
teólogos dedujese las razones cristológicas y eclesiológicas y escatológicas de
conveniencia, el sensus fidei del Pueblo de Dios comenzó a intuir la honda
dimensión espiritual y pastoral del vínculo celibato-sacerdocio. El instinto
sobrenatural de la comunidad profética ungida por el Espíritu Santo (1Jn. 2,20)
precedió así a los sucesivos actos del Magisterio jerárquico, que primero
recomendó a todos los clérigos el celibato y, finalmente, estableció en la
Iglesia latina la obligación jurídica de este vínculo, para todos los que
habrían de ser promovidos al Orden sagrado. La Jerarquía reguló así un
movimiento que se había abierto paso en la entraña carismática de la Iglesia, y
encauzó socialmente esta manifestación de la vida misma del Espíritu. La
Iglesia reunida en Concilio –escatológicamente el más universal de los
concilios celebrados hasta ahora – comprobat et confirmat esta legislación para
todos los clérigos destinados al presbiterado , sin que esto suponga detrimento
alguno a la disciplina peculiar de las Iglesias orientales y sin prejuzgar lo
más mínimo –puesto que, como se ha dicho, se trata de algo que no pertenece a
la constitución fundamental de la Iglesia– la disciplina propia de las
comunidades separadas, con las que se ha entablado un sincero diálogo
ecuménico. Evidentemente los Padres del Vaticano II, al reafirmar la ley del
celibato, no dejaron de tener presente una objeción que no es nueva en la
historia: ¿puede imponerse por ley humana el celibato? Ciertamente, no. Por
eso, ya al comienzo del texto del n. 16 del Decreto Presbyterorum ordinis se
recuerda que la continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos es
un don divino, que Dios otorga a quien quiere. Un don gratuitamente dado y libremente
recibido y ejercido, que pertenece al patrimonio del Pueblo de Dios y no admite
en su recepción y en su ejercicio violencias humanas de ningún tipo. La
autoridad eclesiástica, no puede dar ni imponer aquello sobre lo que no tiene
capacidad de disponer. Lo que sí puede, en cambio, es establecer la condición
de haber recibido este don para tener acceso a las Sagradas Ordenes. Y esto es
lo que hace la ley del celibato. Con ella la Iglesia, que custodia y administra
los sacramentos instituidos por Jesucristo, decide no conferir el Sacramento
del Orden sino a aquellos sobres los que se tenga la certeza moral, de que han
recibido el carisma de la perfecta continencia, libre y responsablemente, se
comprometan a custodiarlo y cultivarlo. Conteniendo el sacerdocio ministerial
el ejercicio de un oficio y poder público en el Pueblo de Dios en su servicio ,
es aún más comprensible la perfecta legitimidad con que la autoridad
–atendiendo al bien común de la Iglesia y teniendo presente las razones
teológicas y pastorales que indican la gran conveniencia del sacerdocio
celibatario– puede poner la condición que representa la ley del celibato. Al
obrar así, la Iglesia no atenta contra la dignidad de la persona humana,
impidiendo el ejercicio de un derecho natural –el ius connubii– que es parte
integrante de esa dignidad. En efecto, la renuncia a ese derecho la hace
libremente quien recibió el don divino de la perfecta continencia. La Iglesia
es la primera interesada, por respeto a la dignidad humana y cristiana de los fieles
y por el mismo bien pastoral del Pueblo de Dios, de que la asunción por el
futuro sacerdote de esa responsabilidad sea verdaderamente consciente y se haga
con la libertad de los hijos de Dios (Rom. 8,21) . Todas estas razones que
justifican el vínculo también jurídico del celibato con el sacerdocio en la
Iglesia latina, quedaron evidentemente supeditadas en la mente de los Padres
del Vaticano II a un último y definitivo interrogante, a cuya formulación
contribuían también motivos importantes de teología pastoral, de sociología y
de estadística: ¿es prudente confiar así el futuro del sacerdocio ministerial a
la existencia y abundancia del don de la perfecta y perpetua continencia? La
respuesta a esa pregunta fue un acto de fe impresionante y conmovedor de la
Esposa de Cristo, “confidens in Spiritu donum coelibatus, sacerdocio Novi
Testamenti tam congruum, liberaliter a Patre dari” . Confiando en la
misericordia divina, la Iglesia se abandona al amor y al poder de Aquel en
quien cree, con la misma fe firme que siempre conmovió a su Esposo (Mt. 8,10),
y en la cual siempre se encuentra el camino necesario para la salvación (Mt.
9,2; Mc. 16,16; Lc. 8,12). A los sacerdotes que han de custodiar este don
divino, y a toda la comunidad de los fieles, para cuya vida los sacerdotes dan
su propia vida y la entregan en sacrificio, corresponde el deber de pedir
humildemente y sin descanso al Padre, en el nombre de Cristo (Jn. 14,13), que
no niegue a su pueblo la abundancia de esta gracia. Por eso la Iglesia ruega
“no sólo a los sacerdotes, sino también a los fieles, que tengan en gran estima
este don precioso del celibato sacerdotal y pidan todos a Dios que conceda
siempre con abundancia este don a su Iglesia” .
3.6.2.- Fidelidad al
don El celibato, que choca con la visión reduccionista sobre el hombre
extendida por nuestra cultura científica, es también un reto ante la
incapacidad de compromiso permanente que parece ser una característica de la
cultura contemporánea. La incapacidad para comprometerse uno mismo de forma irrevocable
se manifiesta, especialmente en el mundo occidental, en el incremento del
porcentaje de rupturas matrimoniales y de divorcios, como también por el alza
de un deterioro de las relaciones sociales básicas: donde valores como la
lealtad, la amistad y el espíritu de servicio han perdido fuerza y significado.
El amor entendido como autodonación es reemplazado por el amor entendido como
posesión, donde el otro es considerado como objeto de satisfacción sexual, más
que una persona que es amada en sí y por sí misma. Muchas de las críticas
habituales, del celibato proceden de este clima de inestabilidad, que mira con
recelo cualquier expresión de fidelidad y compromiso irrevocable. Es natural
que, desde la perspectiva de la ética del consumo, que promueve la satisfacción
de los deseos, el celibato aparezca como una imposición inhumana y
verdaderamente, como un compromiso imposible. Y esto se acentúa en la medida en
que falta la fe cristiana, esto, la fe en un Dios que es la fidelidad por
excelencia; que se encarna y permanece con nosotros en su Iglesia por medio de
la Palabra y los sacramentos. La fidelidad es un rasgo que afecta al conjunto
de la personalidad; por eso, la infidelidad no puede ser circunscrita sólo a
uno de los muchos e importantes campos donde se pone en juego. La fidelidad
ilumina el corazón humano y es la medida de su calidad moral. En consecuencia,
la educación para el celibato o para la castidad en general no puede ser
reducida a un área marginal en el conjunto de las tareas educativas. Se trata
de formar a la gente en la plena verdad de su personalidad humana, una verdad
que encierra un profundo aprecio por la auténtica libertad (Jn. 8,32). Como
señaló santo Tomás, la razón para guardar la castidad es facilitar el
crecimiento de la caridad y de las demás virtudes teologales que unen el
espíritu con Dios . La fidelidad de la que es capaz una persona no es una
fidelidad rígida y lineal durante toda la vida, sino, más bien, es una
fidelidad que conoce oscilaciones, avances y retrocesos –avances, que se
consiguen por la gracia de Dios, y retrocesos, como el del hijo pródigo que,
perdonado por su Padre misericordioso, reorienta su corazón y cura las
desviaciones de sus sentidos–. Solamente la persona que Dios une a Sí mismo y a
su amor infinito puede ser verdaderamente fiel. Es un amor que nos eleva sin
arrancarnos de nuestra condición humana, y que nos libera uniéndonos a Dios con
lazos que se anclan en la Verdad, la Bondad y la Belleza inmutables . Sólo
Dios, por medio de Jesucristo, puede poner en nuestra vida creatural una
dimensión de eternidad que nos hace capaces de una fidelidad a la vez dinámica
y firme. El celibato que se ofrece a Dios de esta manera es una ocasión
eminente para el ser humano de ejercer su libertad. Para alcanzar su madurez,
necesita un compromiso e incluso una muerte. Puesto que la libertad más
profunda, la liberación del pecado, se alcanzó mediante la muerte; desde
entonces, la auténtica libertad y la Cruz están inevitablemente unidas; y el
amor humano más auténtico se expresa en el sacrificio de uno mismo. La libertad
sin trabas, sin responsabilidad, es una contradicción; y la huida de cualquier
restricción o lazo genera angustia y sentimiento de culpa. Frankl, ve
precisamente en la libertad comprometida la cualidad del espíritu humano que
permite al hombre trascender su condición biológica, psicológica y social .
3.7.- La dimensión
esponsal del celibato El sacramento del Orden otorga al sacerdote una
participación que no es sólo en el misterio de Cristo como Sacerdote, Maestro y
Pastor, sino también, de alguna manera, en su papel de esposo de la Iglesia .
El amor esponsal de Cristo se manifiesta en su voluntad de morir por su amada,
en el hecho de que él la alimenta y cuida, y en que constantemente la santifica
(Ef. 5,25-27). El sacerdote, como icono de Cristo, tiene que amar a la Iglesia
con el mismo amor esponsal, que es sobrenatural y gratuito, dándose a sí mismo
generosamente por las necesidades de la Iglesia, un amor que tiene que ser
ejercido con toda la delicadeza, generosidad y paciencia de un amoris officium
. En sus reflexiones sobre el sacerdocio, Juan Pablo II subraya de manera
particular la dimensión nupcial de la cristología y de la Redención . Esto le
lleva lógicamente a una consideración del carácter esponsal del sacerdote como
icono de Cristo. El Santo Padre ha tratado de la noción de amor esponsal en
varios de sus escritos, principalmente al comienzo de su Pontificado, en su
detallado comentario de los capítulos 2-4 del Génesis sobre “el significado
nupcial del cuerpo” . Ha vuelto sobre el tema en la Carta Apost. Mulieris
Dignitatem de 1988, analizándolo en el contexto del capítulo quinto de la Carta
a los Efesios . Este texto paulino, que recoge la tradición esponsal del
Antiguo Testamento, de los profetas Oseas, Ezequiel e Isaías, tiene un interés
particular para nuestra comprensión del significado nupcial de la Redención
como obra de Cristo, Esposo de la Iglesia, y por tanto, también para nuestra
comprensión del celibato sacerdotal. El sacerdote, como hemos visto, es una
imagen viva de Jesucristo, Esposo de la Iglesia. Pero Cristo es Esposo de forma
especial en el sacrificio del Calvario, porque la Iglesia como Novia “nace,
como nueva Eva, del costado abierto del redentor en la cruz” . El acto
sacerdotal supremo de Cristo es entonces un acto esponsal, como san Pablo
explica cuando anima a los esposos a amarse el uno al otro “como Cristo amó a
la Iglesia y se entregó así mismo por ella” (Ef. 5,25). “Por esto Cristo está
al frente de la Iglesia, la alimenta y la cuida (Ef. 5,29), mediante la entrega
de su vida por ella” . En Mulieris dignitatem, Juan Pablo II afirma el misterio
esponsal de la Misa, a la que llama “Sacramento del Esposo y de la Esposa”, que
“hace presente y realiza nuevamente de manera sacramental el acto redentor de
(...) Cristo el Esposo hacia la Iglesia su Esposa” . Así, de la misma manera
que el amor sacrificial de Cristo por su Esposa es consumado sobre el Calvario,
en la Eucaristía –el sacrificio de la Misa–, el sacerdote representa in persona
Christi y hace presente, de nuevo, su amor por la Iglesia. De aquí deriva la
gracia y la obligación del sacerdote de dar a su vida entera una dimensión
“sacrificial” . Por tanto, la plena autodonación del sacerdote a la Iglesia
encuentra su fundamento en que la Iglesia es el Cuerpo y la Esposa de Cristo .
Siguiendo a Cristo, la Iglesia como Esposa es la única mujer con la que el
sacerdote puede estar casado. Tiene que amarla con un amor exclusivo y
sacrificial, que lleva a la fecundidad de su paternidad espiritual. Para el
sacerdote, Cristo es la fuente, la medida y el impulso de su amor por la Esposa
y de su servicio al Cuerpo . Las exigencias de este amor sugieren claramente la
incompatibilidad con cualquier otro compromiso nupcial por parte del sacerdote,
dando fuerza a la razón de mayor peso para el celibato sacerdotal . Este amor
especial tiene también consecuencias prácticas en la vida espiritual del
sacerdote . El sacerdocio católico está íntimamente vinculado al ministerio,
vida y crecimiento de la Iglesia, Esposa virginal de Cristo (Ap. 19,7; 21,2;
22,17; 2 Cor. 11,2). Por la naturaleza de su servicio a la Iglesia. “El
sacerdote es el padre, el hermano, el siervo universal; su persona y su vida
toda pertenecen a los demás, son posesión de la Iglesia, que lo ama con amor
nupcial; y tiene con él y sobre él –que hace las veces de Cristo, su Esposo–
relaciones y derechos de los que ningún otro hombre puede ser destinatario
(...). Por eso precisamente se comprende bien la conveniencia del celibato –que
custodia mejor la unidad del corazón humano (1Cor. 7,33) para defender, llenar
de plenitud y enriquecer los lazos de amor nupcial que unen el sacerdocio
cristiano con la Esposa de Cristo” . Este es el aspecto complementario del
celibato: precisamente porque Cristo y sus sacerdotes tienen una relación
esponsal con la Iglesia, la Iglesia como esposa virginal de Cristo tiene un
profundo sentido de la exclusividad de sus derechos nupciales sobre el
sacerdote como icono de Cristo. Como Juan Pablo II afirma, “la Iglesia, como
esposa de Jesucristo, desea ser amada por el sacerdote de la misma manera total
y exclusiva con que Jesucristo Cabeza y Esposo la amó” . Debido a que el don
del celibato es parte integral del misterio de Cristo, para entenderlo se
requiere no sólo una reflexión intelectual, sino, sobre todo, un esfuerzo de
contemplarlo en oración y adoración para comprender su sentido más profundo,
que sólo se alcanza con la luz del Espíritu Santo, fuente última de este
carisma.
3.8.- Paternidad
espiritual A cambio de la plena autodonación que asume libremente, y de su
renuncia a una paternidad de la carne, el sacerdote recibe un notable
enriquecimiento, con una paternidad según el espíritu. Su renuncia se enraíza
en la caridad pastoral, en un amor que se desarrolla en el cuidado y
preocupación por los demás, que hace posible un mejor servicio pastoral . En
virtud de esta renuncia por el Reino de los Cielos, el sacerdote realiza
existencialmente lo que ya es ontológicamente por la gracia del sacramento: se
convierte en un “hombre para los demás” . Hace visible y operativa su realidad
profunda en su plena dedicación al bien de la comunidad de fieles que le ha
sido confiada . Esa caridad sacerdotal, que florece en el corazón gracias al
celibato, no conoce fronteras de tiempo o lugar, y no excluye a ninguna
persona. Debe ser una caridad universal, un reflejo de la caridad pastoral de
Cristo Sacerdote para todos los hombres y mujeres, uno por uno . Observar el
celibato por el Reino de los Cielos no supone ser menos hombre. Sino que, como
consecuencia, el corazón queda libre para amar a Cristo y a los demás de una
forma especial. “Por la libre elección del celibato sacerdotal el sacerdote
renuncia a una paternidad terrena y gana una participación en la Paternidad de
Dios. En lugar de ser padre de uno o más hijos en la tierra, se hace capaz de
amar a todos en Cristo. Sí, Jesús llama a su sacerdote para que lleve el tierno
amor de su Padre a todas y cada una de las personas. Cuando el sacerdote
ejercita su ministerio, descubre la grandeza de su vocación; su capacidad de
afecto y amor se llena por la paternal y pastoral tarea de engendrar el pueblo
de Dios en la fe, formándolo y trayéndole como “una virgen casta” a la plenitud
de la vida de Cristo . Mirando el sacerdocio desde esta perspectiva, entendemos
mejor el afecto que llenaba el corazón de Pablo por sus amados corintios, y por
qué les invita a no tomar a mal las quejas que nacían de su afecto por ellos.
“Estoy celoso de vosotros con celo de Dios –les dice–, os he desposado con un
solo esposo para presentaros a Cristo como una virgen casta” (2Cor. 11,2). Su
celibato permite a Pablo, como al sacerdote, recibir y ejercitar de una manera
especial su paternidad en Cristo. Su ministerio eleva y expande “la necesidad
que tiene el sacerdote, como cualquier hombre, de ejercitar su capacidad de
engendrar, y de llevar a la madurez a aquellos hijos que son fruto de su amor”
. Por todo lo dicho, se ve que la virginidad no significa esterilidad, sino, al
contrario, máxima fecundidad; espiritual no carnal¸ pero como el hombre es
también espíritu, y no sólo carne, se trata de una fecundidad exquisitamente
humana, de un llegar a ser verdaderamente padre o madre. Es el mismo tipo de
fecundidad que permitía decir a san Pablo dirigiéndose a los cristianos
instruidos por él en la fe: “He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en
Cristo Jesús” (1Cor. 4,15) y también: “¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo
dolores de parto” (Gal. 4,19). Lo sabe bien el pueblo cristiano que ha atribuido
espontáneamente, en toda cultura, a los vírgenes –sacerdotes, religiosos,
monjes– el título de padre y a las vírgenes el título de madre. Cuántos
misioneros y cuántos fundadores de obras son recordados simplemente como “el
Padre” y cuántas mujeres simplemente como “la Madre”. San Gregorio Nacianceno
compuso un verso estupendo en alabanza de la virginidad. Al leerlo , dice el P.
Rainero Cantalamesa –capuchino y predicador apostólico– que se trataba de una
expresión un poco enfática destinada a exaltar el valor de la virginidad. Éste,
en efecto, viene a decir que la virginidad tiene un modelo más alto que la
Iglesia, más alto incluso que María: ¡la Trinidad! “La primera virgen es la
Santísima Trinidad” . Podemos constatar, una vez más, que los Padres nunca dicen
algo por decir, sin una razón objetiva y profunda. Sí, la Santísima Trinidad
es, de verdad, la “primera virgen”, no sólo porque es virginal la generación
eterna del Verbo por el Padre sino porque también ha creado ella sola el
universo, sin concurso de ningún otro principio ni siquiera el de una “materia
preexistente”. Ha creado de la nada, virginalmente. En toda generación por vía
sexual hay un elemento de egoísmo y de concupiscencia. El hombre y la mujer, al
engendrar un hijo, donan pero también “se hacen” un don; realizan, pero también
“se realizan”, teniendo necesidad del encuentro con el otro para completarse y
enriquecerse. Pero la Trinidad, cuando crea, realiza no “se realiza”, siendo ya
en sí misma perfectamente feliz y completa. “Has dado origen al universo –dice
la Plegaria Eucarística IV– para difundir tu amor sobre todas las criaturas y
alegrarlas con el resplandor de tu luz”. La virginidad revela aquí su nota más
hermosa, que es la gratitud. Los vírgenes cristianos imitan esta gratuidad cuando
aman y cuidan de los niños que no son suyos según la carne, de los enfermos, de
ancianos que no son suyos, y cuando –y es el caso, sobre todo, de los
sacerdotes en la Iglesia– se cargan con pecados que no son suyos para
presentarlos delante del Señor e interceder y perdonarlos en nombre de Dios
Padre.
3.9.- El celibato y
el matrimonio Se trata de una relación compleja y articulada que ha conocido en
la historia fases alternas. En el pasado, primero la tradición medieval y
después el Concilio de Trento, en su lucha contra el protestantismo y por la
preocupación de defender la legitimidad evangélica de la virginidad, daban
superioridad a la virginidad por el Reino de los Cielos en relación con el
matrimonio . Una frase de Schillebeeckx, en un volumen sobre el pensamiento
bíblico-teológico acerca del matrimonio, da un poco la idea del tipo de
relación existente entre los dos estados de vida: “en el curso de la historia
de la Iglesia el aspecto sacramental del matrimonio debía ser reconocido a la
luz de la virginidad” . Ha sido el Concilio Vaticano II quien ha señalado al
respecto un cambio de perspectiva. Es cierto que la Optatam totius habla
explícitamente de “superioridad” de la virginidad consagrada a Cristo en
relación con el matrimonio , y en la Lumen gentium de que este precioso don
“sobresale” entre los otros dones ; pero la teología del Vaticano II y, de
forma particular su eclesiología, dejan entender con mucha claridad el sentido
de estas expresiones y el sentido, en definitiva, de la opción virginal en
relación con otras opciones. De hecho la eclesiología conciliar no parece
insistir en los grados de perfección o en la superioridad formal y absoluta de
un estado de vida respecto al otro; más aún, como eclesiología de comunión que
afirma la vocación universal a la santidad , prefiere hablar de “carismas
específicos” y de “complementariedad” en el conjunto del pueblo de Dios . Y así
el mismo Concilio presenta el celibato sacerdotal y especialmente la castidad
religiosa, como “nuevo y excelso título”, a través del cual los presbíteros “se
consagran a Cristo..., se unen más fácilmente al Él con un corazón indiviso, se
dedican más libremente a Él y por Él al servicio de Dios y de los hombres,
sirven con mayor eficacia a su Reino y a su obra de regeneración divina y de
este modo se disponen para recibir una paternidad más amplia en Cristo . En la
misma línea se encuentra la Enc. Sacerdotalis coelibatus que, además de
confirmar y recoger lo específico del celibato como adhesión total e inmediata
al Señor en la tensión escatológica de la cual es signo, afirma que éste
“manifiesta de la forma más clara y completa la realidad profundamente
innovadora del Nuevo Testamento” . Del mismo modo el documento conclusivo del
Sínodo de obispos de 1971 afirma: “el celibato es un signo que no puede
permanecer desconocido por largo tiempo, sino que proclama eficazmente a Cristo
entre los hombres, también a los de nuestro tiempo” , y también, “el celibato,
elegido por el Reino, demuestra claramente aquella fecundidad espiritual, o sea,
aquella potencia generadora de la nueva ley, por la cual el apóstol sabe cómo
ser, en Cristo, el padre y la madre de su propia comunidad” . Juan Pablo II ha
dedicado mucha atención a este tema, haciendo de él, centro del quinto ciclo de
catequesis de las audiencias generales, de marzo a mayo de 1982. En la
audiencia-catequesis del 14 de abril de aquel año afirma: “Las palabras de
Cristo en Mateo 19,11-12 (así como las palabras de Pablo en la primera carta a
los Corintios, cap. 7) no dan motivo para sostener ni la “inferioridad” del
matrimonio, ni la “superioridad” de la virginidad o del celibato (...) Las
palabras de Cristo sobre este punto son muy claras. Él propone a sus discípulos
el ideal de la continencia y la llamada a la misma, no por motivos de inferioridad
o por prejuicios de la “unión” conyugal “en el cuerpo”, sino sólo por el “Reino
de los cielos” . Al mismo tiempo el Papa habla del celibato como una vocación
“excepcional (...), no ordinaria (...), particularmente importante y necesaria
por el Reino de los cielos” , “nueva y hasta la más plena forma de comunión
intersubjetiva con los otros” y, por tanto, la conciencia de poder realizarse a
sí mismo”de otra forma” y en cierto sentido “más” que en el matrimonio,
convirtiéndose en un “don sincero para los demás” y llega a admitir una cierta
“superioridad” de la virginidad, pero “sólo” en cuanto “indicada por motivo del
Reino de los cielos”, especifica el pontífice . Otro elemento subrayado por
Juan Pablo II en sus catequesis es el concepto de complementariedad entre los
dos estados de vida. Inmediatamente después de haber habado de la relativa
superioridad de la virginidad, él recalca que tal superioridad como la
correspondiente inferioridad del matrimonio “están contenidas en los límites de
la misma complementariedad del matrimonio y de la continencia por el Reino de
Dios. El matrimonio y la continencia no se contraponen el uno al otro, ni
dividen de por sí a la comunidad humana (y cristiana) en dos campos (de
“perfectos” a causa de la continencia y de los “imperfectos” o menos perfectos
a causa de la realidad de la vida conyugal). Sino que (...) estos dos “estados”
en un cierto sentido se explican y completan mutuamente en cuanto a la
existencia y a la vida (cristiana) de esta comunidad, la cual en su conjunto y
en todos sus miembros se realiza según la dimensión del Reino de Dios, y tiene
una orientación escatológica que es propia de este Reino. Ahora bien, respecto
a esta dimensión y a esta orientación, en la que debe participar toda la
comunidad– la continencia “por el Reino de los cielos” tienen una importancia y
elocuencia particular para aquellos que viven la vida conyugal” . En el
documento del post-Sínodo 90, Pastores Dabo Vobis, Juan Pablo II, recogiendo la
proposición II votada casi por unanimidad de los Padres sinodales, habla del
celibato sacerdotal como de “un don precioso dado por Dios a su Iglesia y como
un signo del Reino que no es de este mundo, signo del amor de Dios a este
mundo, así como del amor indiviso del sacerdote a Dios y al Pueblo de Dios” .
Es evidente que hay cierta articulación y una distinta forma de subrayar tal
evolución teológica. En efecto, cuando se habla de celibato, aparece puntual la
tensión entre la grandeza del ideal, por un lado, y la realidad del ser humano
por otro. En el punto de vista psicológico es quizás donde se encuentra el
verdadero problema, el nudo que hay que desatar, lo que complica
inevitablemente el tema y donde está probablemente el énfasis del pasado, pero
que no sería bueno limitar demasiado corriendo el peligro de empequeñecer y
nivelar los carismas. La evolución del pensamiento al respecto se ha dirigido
hacia la recuperación de una percepción más realista de la humanidad del que se
consagra en el celibato. Se aprecia la menor insistencia en el concepto de
perfección aplicado automáticamente a un estado de vida; sin que por ello se
baje el nivel del ideal, que por el contrario viene reconocido con más
precisión en su especificidad o en su proyección vertical, sin ninguna
acomodación o proceso reductivo . Santidad y pecado, grandeza y miseria, ideal
y realidad se entrelazan continuamente en este hombre en una síntesis que debe
hacer rehacer cada día. En tal sentido, tanto la enseñanza del Concilio, como
la de Juan Pablo II, no hablan de superioridad formal y absoluta del celibato
respecto al matrimonio, sino de carisma específico, nacido de un acto de amor
particular del Padre y como respuesta igualmente particular a este amor , que
encuentra su peculiaridad (su forma) en una adhesión más libre y total a
Cristo, en un dedicarse a él y a su reino con un corazón indiviso y con mayor
eficacia, en un manifestarse Dios de forma más clara y completa como fuente de
todo amor, y al reino de los cielos como el destino de todo amor, etc. Estos
“más” no deben leerse en clave de contraposición competitiva o de comparación
vencedora, sino como forma que tal vocación debe asumir si quiere permanecer
fiel a sí misma y si quiere, sobre todo, expresar el amor que la origina. El
amor, hemos dicho, busca siempre la radicalidad . Y es siempre en este sentido
como los dos estados de vida son entre sí complementarios, se explican y
completan mutuamente, y juntos expresan y manifiestan el amor de Dios. Si el
matrimonio representa un poco la regla común, seguida por la gran mayoría, el
celibato es una excepción. Como dice Laplace, la vía del matrimonio (para
alcanzar la perfección de la caridad) es más difícil, la de la virginidad tiene
más riesgos . Sin embargo esta “excepcionalidad arriesgada” es su fuerza y su
característica, el signo que da al mundo. Además, se observa a través de los
siglos, que las personas casadas a pesar de todos los frutos espirituales que
se proporcionen mutuamente, apenas pueden llegar por sí mismos a profundizar
espiritualmente el uno en el otro, sino que para ello necesitan a una persona
célibe que los asista. Así lo afirma expresamente el psicoterapeuta S. Blarer,
partiendo también de sus propias experiencias; de manera parecida sucede con el
hecho, bien comprobado, de que los cónyuges no pueden practicarse mutuamente
una terapia. En todo esto el sacerdote célibe que les asista debería ver el
significado positivo de su celibato. “Cuanto más se reconozca que el celibato
es –para la verdadera labor pastoral– una fuerza de amor necesaria, edificante
y que inunda de profunda fidelidad, tanto más perderá el celibato el gustillo
amargo de ser una prohibición, una limitación y una renuncia a impulsos
físicos, renuncia que a menudo es difícil de comprender” . Claro que no sólo el
celibato tiene importancia para el matrimonio, sino también, a la inversa, el
matrimonio la tiene para el celibato. T. Salomon, miembro de la asociación
espiritual Marriage Encounter, formula así de manera personalísima la relación
íntima que existe entre el matrimonio y el celibato: “Estoy convencido de que
lo uno no es posible sin lo otro; ambos se hallan íntimamente relacionados. El
sacramento del matrimonio sólo puede vivirse a la larga cuando hay alguien que
llama la atención incesantemente de los dos cónyuges sobre su vocación, la cual
consiste en ser signos del amor de Dios. ¡Quién podría hacerlo mejor que aquel
que afirma conscientemente: ‘No quiero entregarme por completo y vivir para una
sola persona, sino para todos vosotros, para una comunidad (muy concreta)’! Así
como el hombre y la mujer, en el acto de administración del sacramento,
confiesan en presencia de la comunidad su decisión de conceder prioridad en la
vida al compañero y, con su esfuerzo en pro de la unidad y del amor, quieren
hacer patente su voluntad de hacer que otros experimenten a Dios en el signo
del matrimonio, así también el sacerdote, con su decisión de querer existir
para (muchas) personas, de vivir en relación con ellas, con renuncia plenamente
consciente a vincularse a una sola compañera, hace ver con claridad que todo
nuestro esfuerzo humano a favor de la unidad y de la relación (de amor)
encuentra en Dios su origen y su plena satisfacción. Esto es lo que significa
el celibato por amor del reino de los cielos. La fuerza para mantener ese
estilo de vida, el sacerdote la recibirá (podrá y tendrá que recibirla) de esa
comunión de vida, que le muestra que es significativo dedicarse al amor que lo
ofrece un ejemplo y le sustenta” . Si se tiene en cuenta esta relación íntima
entre el matrimonio y el celibato, entonces no es fortuito que a la actual
crisis del celibato por amor del reino de Dios le corresponda una profunda
crisis del matrimonio, y a la inversa. Vemos aquí una razón más para que la
Iglesia no sólo se esfuerce con mayor intensidad a favor de una pastoral del
matrimonio, sino para que además se declare insistentemente a favor del
celibato vivido según el espíritu del evangelio.
CONCLUSIONES
Al final de este
trabajo conviene acentuar las líneas capitales. Este resumen no nos permitirá
reflejar todos los aspectos considerados pero trataré de dar algunos alcances
conclusivos. 1. El celibato consagrado del sacerdote tal como la Iglesia latina
lo ha practicado y enseñado a lo largo de los siglos, ha sido impugnado siempre
con idénticas razones, según la opinión de excelentes historiadores y teólogos,
en el transcurso de este largo periodo de renacimiento católico, que se
extiende desde la Revolución francesa a la segunda guerra mundial. Desde Lutero
y Erasmo, a la actualidad las razones invocadas contra la ley del celibato no
han variado mucho. En primer lugar están las pretendidas razones de orden
teológico: Cristo no ha hecho de la continencia una condición sine qua non (sin
la cual no es posible) el servicio sacerdotal ; san Pablo, cuyo estado de
vida no es conocido con certeza, recomienda el estado de vida célibe, en los
apóstoles no podemos basarnos con argumento escritos a favor o contra del
celibato ; sabemos que la Iglesia post-pascual tuvo sacerdotes casados;
las Iglesias orientales unidas y las Iglesias ortodoxas siguen teniéndolos; que
la continencia supone la posesión de un carisma y, por tanto, no puede
imponerse desde fuera, por una ley. Por último, se citan incluso razones de
orden pastoral indicando que por escasez de vocaciones sería bueno ordenar viri
probati para atender pastoralmente a los fieles. La experiencia nos demuestra
que las Iglesias que los autorizan, no han hallado la solución necesaria e
indiscutible para atraer las vocaciones sacerdotales. En cuanto a la necesidad
para el sacerdote de pertenecer al pueblo, ¿quién podría discutir que el célibe
por el reino de los cielos puede entregarse tanto, e incluso más generosamente,
a todos, sin distinción ni preferencias, que el que legítimamente debe buscar
los intereses de su esposa y de sus hijos? Además, para afrontar los
sacrificios que requiere la vida solitaria, apostólica o misionera, se necesita
un carácter no menos viril que para comprometerse en un estado de vida de
matrimonio.
2. Hay, desde luego,
cierto número de fracasos entre los que se han entregado al celibato
consagrado, fracasos cuyo número ha variado según las épocas, en especial según
la moralidad dominante en el ambiente. Admitamos que el celibato consagrado es
una condición de vida elevada y en ciertos aspectos sobrehumanos, pero
reconozcamos que esta dificultad constituye su grandeza y que esta condicionada
a ser vivida con tal que se la nutra con la ayuda sobrenatural y natural que
exige. Y no olvidemos que, sobre todo en medio de esta sociedad pluralista en la
que domina la influencia del sexo, también el matrimonio monogámico fielmente
observado es una empresa que se estaría igualmente tentado de calificar de
sobrehumana o heroica. Quien huye del celibato para sustraerse a las exigencias
de una fidelidad conyugal libremente consentida, ¿no corre el riesgo de
declararse a su vez incapaz de asumir otra nueva fidelidad, completamente
rigurosa también?
3. Lo que está claro
en la Escritura, la historia de la Iglesia primitiva, los escritos de los
santos Padres, y el testimonio de muchos sacerdotes, es que existe una
tradición constante del celibato sacerdotal en la Iglesia. Esta tradición fue
aprobada y extendida por varios concilios provinciales y papas. Fue promovida,
defendida y restaurada en sucesivos periodos del primer milenio de la historia
de la Iglesia, aunque frecuentemente encontró oposición entre los mismos
clérigos y chocó con los criterios de las sociedades en decadencia. Aparte de
los argumentos históricos, la justificación teológica para el celibato ha ganado
un terreno considerable desde el Concilio Vaticano II, y de una forma más
notable en los escritos de Juan Pablo II . En consecuencia, la idea de que el
celibato clerical es, simplemente, una disciplina eclesiástica resulta cada vez
menos convincente. Hemos aludido a que las normas canónicas no pueden encerrar
o expresar la verdad completa sobre el fenómeno que legislan. Como bien ha
señalado Juan Pablo II, son “sólo la expresión jurídica de una antropología y
una realidad teológica subyacentes” . Por eso, aunque la primera legislación
canónica conocida data de comienzos del siglo IV, presupone la existencia de
una practica pastoral y de un fenómeno teológico.
4. La objeción de que
la Iglesia, al “imponer” el celibato, ofende los derechos individuales no tiene
fundamento. En primer lugar, ningún candidato al sacerdocio tiene derecho ni
obligación a ser ordenado –la vocación sacerdotal es un don de Dios que otorga
al que quiere, sin importar los méritos del individuo. En segundo lugar, los
que han sido llamados al sacerdocio aceptan con libertad plena la disciplina
del celibato ordenada por la Iglesia. Esto lo hacen después de seis años de
intensa preparación y de una reflexión pensada detenidamente, en una edad en
que son plenamente capaces de tomar una decisión madura. La Iglesia responde a
la acción del Espíritu Santo que actúa dentro de ella y la guía hacia la verdad
plena (Jn. 16,13). En ese sentido está perfectamente en su derecho de pedir a
sus candidatos y sacerdotes que sean célibes. Ciertamente, al hacerlo, pide más
de lo que es humanamente justificable o exigible. Sin embargo, la Iglesia no es
una organización humana. Tiene un origen divino y ha sido bendecida con
poderosos medios de gracia y con los carismas del Espíritu Santo. Estos mismos
le llevan a afirmar audazmente que, en el rito latino, la voluntad de Dios para
sus ministros es que sean célibes, y que cuando se da una vocación al
sacerdocio, el Espíritu Santo la dota del carisma del celibato. Como toda ley
humana, la del celibato, introducida por la Iglesia, no es inmutable. Pero ante
la oposición y la ceguera espiritual de una cultura hedonista, puede surgir la
tentación de escoger el camino fácil y de establecer un celibato opcional. Sin
embargo, es una señal del carácter esencialmente sobrenatural de la Iglesia, su
constante convicción en el origen apostólico del celibato, y el valor con que
siempre ha remado contracorriente en este asunto. A través de los siglos, ha
escuchado todas las razones psicológicas, sociológicas y funcionales que
parecen justificar un celibato opcional. Pero nunca ha sentido que estos
argumentos fueran adecuados. Contra la sabiduría convencional, ha enraizado más
su convicción en las promesas de Cristo, y nunca ha dudado de que el Espíritu
Santo pueda y quiera otorgar este carisma generosamente cuando se pide con
humildad. Cuando Pablo VI, promulgó su encíclica sobre el sacerdocio y el
celibato, Sacerdotalis Coelibatus y anteriormente el decreto Presbyteroum
Ordinis (7-12-1965), no sólo respondió a los votos de los padres del Vaticano
II, sino, en cierto modo, también al eco de las aspiraciones y los deseos más
vivos y firmes de santidad, ratifico la vigencia del celibato sacerdotal como
estado de vida apostólica sin dejar de comprender las necesidades de la humanidad
y de la Iglesia de nuestra época. Y los sucesores pontífices como Juan Pablo II
en la Exhortación Apostólica Pastores Dabo Vobis, Cartas del Jueves Santo a los
Sacerdotes y las Catequesis sobre el amor humano, continua el mismo magisterio;
y actualmente lo reafirma Benedicto XVI en la Exhortación Apostólica
Sacramentum Caritatis (2007), cuando observa que “no es suficiente comprender
el celibato sacerdotal en términos funcionario eclesiástico” sino en la “lógica
eucarística”, el sacerdote es servidor de una divina acción y por el carácter
sacramental recibido es propiedad de Dios; “este ser de otro” es el “enganche
adecuado para comprender y reafirmar en nuestros días el valor del sagrado
celibato, que en la Iglesia latina, es un carisma requerido para el Orden
Sacerdotal”, lo matizó en diversas ocasiones especialmente durante el Año
Sacerdotal (2009-2010) proclamando que el celibato sacerdotal, es el “gran
escándalo profético” ante un mundo sensualista.
6. Textos
relativamente numerosos prueban que también las prescripciones
veterotestamentarias, sobre la obligación de abstenerse de las relaciones
conyugales impuesta a los sacerdotes, durante el ejercicio de su ministerio
cultual han ejercido alguna influencia. Esta influencia se explica a la luz de
dos creencias: la primera es la fe en la autoridad divina de los libros
sagrados de la antigua alianza y en el alcance tipológico de todas las
prescripciones contenidas en ellos ; la segunda, la fe en la superioridad
de la nueva alianza y, por lo tanto, la obligación de ésta de llevar a su
plenitud esas mismas prescripciones. Pero es erróneo atribuir ante todo, al
influjo ejercido por las leyes caducadas del Antiguo Testamento, los orígenes y
el desarrollo de la preferencia reconocida a la virginidad y al celibato
consagrado para proveer al reclutamiento de los ministros del culto. Solo se
puede afirmar que las referencias a estas leyes se han multiplicado y
precisado, cuando los concilios y los sumos pontífices tuvieron que buscar y
encontrar un antecedente escriturístico del carácter jurídico del celibato, es
decir, del carácter de ley que pretendían darle . 7. La consagración a Cristo,
para el fiel deseoso de comunión con Dios y que aspira a realizar el ideal de
una vida de oración intensa y, por así decir, continua, el estado de virginidad
y el celibato consagrado seguirán creando el ambiente requerido para poder
responder a este deseo y a esta vocación . Junto a la dimensión personalista
del dominio de sí y a la dimensión cristológica surge así una tercera dimensión,
la dimensión eclesiástica o comunitaria, que implica no solamente la idea de
una disponibilidad completa e indivisa, sino también, y sobre todo, la de un
amor de consagración total a la Iglesia, y que, a su vez, los psicólogos no
dejan de escrutar y justificar. Queda por decir algo sobre una cuarta dimensión
que se llama escatológica, pero que preferio llamar más bien kerygmática. Pues
en esta ocasión no se trata sólo para el sacerdote de ser un signo sino de
ejercer con su vida la misión de heraldo de Cristo, de testigo del reino de los
cielos. Por su renuncia a uno de los valores capitales de este mundo, la
fundación de una familia, el sacerdote o religioso(a) dan testimonio de este
dato importante de la fe, que consiste en creer inquebrantablemente en la
realidad de la vida más allá de la muerte, en una finalidad humana que sólo
encuentra su realización definitiva en el encuentro con el Señor después de la
muerte. Si los sacerdotes se casaran, no destacarían tanto, sino que serían
como “uno más de la sociedad civil”. Es interesante ver que, en las Iglesias
orientales, donde hay sacerdotes casados, se estima más a los célibes. También
en las culturas monacales budistas se entiende que una vida consagrada a lo
espiritual va unida al celibato.
8. Los padres del
Concilio Trullano II (691), que no podían encontrar en sus documentos motivos
para la distinción entre las dos posiciones, latina y oriental sobre la
continencia sacerdotal, tomaron los cánones del Código de Cartago (390) que
trataban expresamente de la continencia clerical, haciendo referencia directa a
los apóstoles y a la tradición antigua de la Iglesia; “modificaron el texto
auténtico de los cánones africanos, para justificar su praxis celibataria de
sus ministros ordenados y casados”, en contra de la praxis universal mantenida
hasta entonces. De este modo, las palabras del canon 3 del Concilio de Cartago:
“... gradus isti tres (...) episcopos, presbíteros et diaconos (...)
continentes in ómnibus”, fueron sustituidos en el canon 13 del Trullano por
estas otras: “... subdiaconi (...) diaconi et presbyteri secundum easdem
rationes a consortibus se abstineant”, donde esas “easdem rationes”, se oponen
a las del texto original de Cartago . Pero en todos estos textos,
documentalmente manipulados, se conserva, es más, se busca la referencia a los
apóstoles y a la Iglesia antigua para dar al celibato bizantino y oriental, a
través de estos testimonios autorizados, el mismo fundamento que tenía la
tradición occidental explícitamente indicado por ella en Cartago y en otros
lugares. Para la Iglesia católica occidental esta actitud de los padres
trullanos puede ser considerada como una prueba más, y no indiferente, a favor
de la propia tradición celibataria, que se tiene por apostólica y se basa
realmente sobre una conciencia común a la Iglesia universal antigua, por lo que
resulta verdadera y justa. El hecho de haber “conservado para los obispos de la
Iglesia oriental la misma severa disciplina sobre la continencia”, que se ha
practicado siempre en toda la Iglesia, se puede considerar como un residuo en
la legislación trullana, de una tradición que ha considerado unidos a todos los
grados del Orden Sagrado en una misma obligación de completa continencia. A las
comunidades orientales que se unieron a Roma se les concedió poder continuar en
su tradición celibataria diferente. Pero el retorno de los uniatas a la praxis
latina de continencia completa, ha sido positiva y favorablemente aceptada. El
reconocimiento de la diversidad de disciplina concedido por las autoridades
centrales de Roma, se puede considerar como noble respeto, pero difícilmente
como aprobación oficial del cambio en la antigua disciplina de la continencia .
9. El Concilio
Vaticano II, no habla de la “necesidad, del celibato, sino de conveniencia”.
Presbyterorum Ordinis, n. 16. Esto ha llevado a algunos a considerar que el
celibato sacerdotal puede ser conveniente en determinadas circunstancias
históricas, pero no en otras, como por ejemplo las actuales. En este sentido ha
de hacerse notar que, cuando en la reflexión teológica se habla de
“conveniencia”, se quiere indicar la “convergencia” de motivos diversos y
notables, si bien éstos no determinan una estricta “necesidad”. Según el
mencionado decreto conciliar, no existe un nexo de estricta necesidad entre el
sacerdocio ministerial y el celibato. Para probarlo, el decreto alude a la
praxis de la Iglesia primitiva y de las Iglesias orientales. Ha de observarse
aquí que el Concilio aún no tenía en cuenta las investigaciones históricas
llevadas a cabo en los últimos decenios, conforme a las cuales se sabe que la
disciplina relativa a la continencia del clero, si bien comenzó en el siglo IV,
presupone una Tradición precedente, que conecta directamente con el ejemplo de
Cristo y las disposiciones de los Apóstoles. En conclusión, hay que reconocer
que la “múltiple conveniencia” del celibato para el sacerdocio no se reduce a
una disposición disciplinar contingente, sino que antes de nada remite a la
recomendación de Jesucristo mismo, fundada en su propio ejemplo (el Concilio
hace referencia a Mt. 19,12). Es oportuno recordar, además, las prerrogativas
de la virginidad cristiana indicadas por Pablo (1Cor. 7,25-40) y la honda
sintonía entre los motivos a favor de la continencia y el perfil teológico del
sacerdocio ministerial. El ejemplo más claro de tal consideración por parte del
Magisterio se encuentra en la encíclica de Pablo VI sobre el celibato
sacerdotal (1967) considerada como la ” Carta Magna del estado de vida de
continencia sacerdotal“. El hecho de que el celibato sacerdotal no constituya
una necesidad dogmática no significa que se trate de una mera opción
disciplinar. Entre los diversos argumentos con los que, a lo largo de los
siglos, se ha ilustrado la conveniencia del celibato sacerdotal, surge con fuerza
creciente la exigencia de que el sacerdote se configure con Cristo, Buen Pastor
y Esposo de la Iglesia. Así se ha subrayado en las últimas décadas, tanto en
los documentos del Magisterio como en la reflexión teológica.
10. Es preciso
reconocer que el celibato no es exclusivo de ciertos estados de vida
reconocidos por la Iglesia, como son el sacerdocio o la vida religiosa (en
sentido jurídico), sino que también puede “ser llamado a seguir este consejo
evangélico cualquier laico, hombre o mujer, que sienta la vocación de vivir el
celibato en medio del mundo”, pueden contribuir no poco a la santidad y a la
actividad de la Iglesia” L.G. n. 41.
11. Como resultado de
la investigación y redacción de este trabajo, tres ideas cristalizaron en mi
mente: - En primer lugar, que
estudiar el celibato sacerdotal es profundizar en la historia. Y, sin una
conciencia clara de la tradición histórica relacionada con el celibato, es
imposible apreciarlo o entenderlo, en la actualidad en su integridad la
dimensión espiritual, teológica y evangélica que encierra este don, para la
Iglesia y el mundo. - En segundo lugar,
que no es posible penetrar en el significado de este carisma o justificarlo sin
una profunda apreciación de la virtud de la castidad. Una castidad entendida no
en el sentido estrecho y lánguido que suele manejar cualquier cultura
mínimamente hedonista, sino en el que contiene todo el vigor y la frescura de
una virtud cristiana. - Finalmente, y aunque
pueda parecer paradójico, que sólo aquel que es capaz de captar la grandeza de
la vocación cristiana al matrimonio, será capaz de apreciar en su plenitud la
llamada al celibato sacerdotal. - La interdependencia de estas tres ideas es un tema recurrente en los
capítulos que he desarrollado en este trabajo de investigación
académico-teológico.
Héctor Raúl León Caycho
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https://ec.aciprensa.com/wiki/Celibato_sacerdotal_en_el_debate_teol%C3%B3gico_actual
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