EL ORIGEN APOSTÓLICO DEL CELIBATO
SACERDOTAL
Prof. Alfonso Carrasco Rouco
Facultad de Teología “San Dámaso”
Madrid
https://ec.aciprensa.com/wiki/Celibato_sacerdotal_en_el_debate_teol%C3%B3gico_actual
La afirmación de
un origen apostólico del celibato sacerdotal puede resultar llamativa todavía
hoy, e incluso parecer contraria a una opinión bastante generalizada para la
cual se trataría en realidad de una innovación introducida por la Iglesia
latina poco a poco, y que habría adquirido su forma definitiva en el segundo
milenio, sobre todo a través de las decisiones tomadas en la reforma gregoriana
y confirmadas definitivamente en el concilio de Trento, después de un largo
período de resistencias. La tradición oriental, en cambio, habría conservado
mejor la disciplina original.
Sin embargo, la
tradición latina siempre se había comprendido en continuidad con los orígenes,
y el desarrollo de los estudios históricos a este respecto, motivado, en
particular, por las graves críticas dirigidas al celibato en la Reforma
protestante, había llevado a considerar generalmente como cierto,
hasta finales del siglo XIX, el origen apostólico del celibato[1].
Cómo símbolo de esta convicción, puede citarse el famoso testimonio de J. H.
Newman en su “Apologia pro vita sua”: “Estaba también el celo con el que la
Iglesia romana mantenía la doctrina y la regla del celibato, que yo reconocía
como apostólico, y su fidelidad a muchas otras costumbres de la Iglesia
primitiva”.
Las dudas
surgidas sobre esta cuestión, tras extenderse la opinión contraria, defendida
en debate científico por F. X. Funk a finales del siglo XIX, han sido superadas
en buena medida por la investigación histórica de los últimos decenios[2].
La primera
referencia documental conservada sobre esta cuestión es el canon 33 del
Concilio de Elvira (± 305): “Se ha decidido por completo la siguiente
prohibición a los obispos, presbíteros y diáconos o a todos los clérigos
puestos en ministerio: que se abstengan de sus mujeres y no engendren hijos; y
quienquiera lo hiciere, sea apartado del honor de la clerecía”[3].
A ello se añaden dos decretales del Papa Siricio[4] y
las decisiones del II Concilio de Cartago (390). Todos los textos atestiguan
claramente lo que podría llamarse una disciplina de la continencia (o castidad)
perfecta, exigida a obispos, presbíteros y diáconos, de los que se da por
supuesto que se trata, en general, de hombres casados.
No parece
existir fundamento histórico para argumentar que el Concilio de Elvira ha
querido introducir una novedad en la vida del clero[5].
Ello no se deduce sin más de la ausencia de documentación anterior, que podría
haberse perdido o haber sido destruida en las persecuciones; pero, sobre todo,
no parece posible introducir como novedad una exigencia semejante, de tan
grandes consecuencias para la vida de la Iglesia y del clero, sin motivarla
mínimamente y sin que conste la menor oposición en nombre de lo que tendría que
haber sido la tradición anterior. No existe tampoco base histórica documentada
para argumentar la existencia de tales disposiciones tradicionales anteriores y
diferentes con respecto al uso del matrimonio por el clero. El Concilio de
Elvira parece imponer, más bien, medidas disciplinares en una cuestión
generalmente conocida, pero no siempre respetada.
Por otra parte,
hay que señalar que las intervenciones papales y conciliares señaladas coinciden
en presentar esta exigencia de continencia perfecta como de tradición
apostólica y como presente en la Iglesia desde el inicio. El testimonio de
diferentes Padres de la Iglesia de esta época[6] parecen
confirmar que esta forma de vida en castidad plena de obispos, presbíteros y
diáconos, viviendo tras la ordenación con sus esposas como con hermanas, era
común a Oriente y a Occidente.
Las diferencias
en la cuestión de la continencia sacerdotal crecerán en medio de las
dificultades que presentaba llevarla a la práctica, influyendo incluso otras
circunstancias de la historia de la Iglesia. En concreto, en línea con la
regulación del Corpus justinianeo (534), la decisión
disciplinar del Concilio Quinisexto (692), no reconocida por la Sede romana,
canoniza unas limitaciones de la exigencia de castidad en el uso del matrimonio
por presbíteros y diáconos (a diferencia del caso de los obispos: canon 12),
pidiendo sólo una continencia temporal, cuando se aproximen al altar y entren
en contacto con las cosas sagradas (canon 13). El Concilio trullano quiere
apoyarse para esto en el ya citado II Concilio de Cartago, aunque, en realidad,
modifica su enseñanza[7].
No es preciso
entrar aquí a valorar el significado de las diferentes evoluciones históricas.
Basta constatar que esta normativa canónica será determinante para la Iglesia
de tradición oriental, mientras que la latina seguirá un camino de defensa de
la continencia plena tras la ordenación, que, a través de los avatares de la
historia, acabará expresándose en la legislación del segundo milenio sobre el
celibato sacerdotal. Pues con ello puede entreverse ya la línea histórica que
llega desde los orígenes apostólicos a la actual disciplina del celibato.
En cambio,
parece importante evitar un equívoco que podría poner en cuestión la
apostolicidad de esta tradición. Comprender esta exigencia de continencia en
relación con una pureza cultual o ritual, podría introducir una comprensión
unilateral que correría el riesgo de no encontrar base neotestamentaria
adecuada. Estas perspectivas podían ser favorecidas por influjos culturales o
mentalidades religiosas, y podían incluso recibir algún apoyo de la comprensión
del sacerdocio veterotestamentario, considerado figura del verdadero sacerdocio
de Cristo – y, ciertamente, en esta línea iban los cánones trullanos.
Aunque esta
percepción de la pureza cultural pueda resonar también en los documentos
eclesiásticos[8],
la perspectiva fundamental de comprensión ha sido y es otra. La enseñanza de la
Iglesia tenía desde el inicio un fundamento neotestamentario, como puede verse
en la argumentación del papa Siricio, respondiendo precisamente a quienes se
apoyaban en el ejemplo del sacerdocio levítico para defender el uso del
matrimonio después de la ordenación: “… el Señor Jesús … protesta en su
Evangelio que vino a cumplir la ley, no a destruirla (Mt 5,17). Y por eso quiso
que la forma de castidad de la Iglesia, de la Él es esposo, irradiara con
esplendor … Todos los levitas y sacerdotes estamos obligados por la indisoluble
ley de estas sanciones, es decir que desde el día de nuestra ordenación
consagramos nuestros corazones y cuerpos a la sobriedad y la castidad, para
agradar en todo a nuestro Dios en los sacrificios que diariamente le
ofrecemos.”[9]
La continencia
perfecta es referida claramente a la figura de Jesucristo, que lleva a plenitud
la Ley y también el sacerdocio, e inaugura la forma de vida de la perfecta
castidad[10]:
“hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los cielos” (Mt
19,12)[11].
Los textos solían referirse también, en segundo lugar, a los Doce mismos, que
han dado ejemplo del verdadero seguimiento, dejándolo todo –casas, hermanos,
hermanas, padres, madres, hijos o hacienda– en nombre de Jesús[12].
En las enseñanzas paulinas se descubría luego la realización de esta forma de
vida apostólica: también Pablo sigue a Cristo célibe, “libre de preocupaciones”
con respecto a las cosas del mundo y entregado de todo corazón al Señor (1Co
7,32-34). Su testimonio sobre los demás apóstoles, que llevan consigo una
“mujer hermana” (1Co 9,5), nunca fue comprendido en referencia a una presunta
vida matrimonial. Al contrario, el ejemplo de Pablo muestra cómo el ministerio
apostólico vive un amor celoso por la Iglesia, para presentarla como “casta
virgen” a Cristo (2Co 11,2; Ef 5,25-32). La enseñanza de las pastorales era
comprendida en el mismo sentido: Pablo pide que los candidatos al episcopado,
presbiterado o diaconado sean “unius uxoris vir”[13],
para indicar que habían de ser personas capaces de guardar la continencia, cosa
que no se podía esperar en otros casos[14].
Así pues, la
exigencia de renuncia al uso del matrimonio era vista como enraizada en la
tradición apostólica, como forma de seguimiento de Cristo motivado por su
llamada y su enseñanza explícita. La cuestión de la pureza ritual, referida al
ejemplo veterotestamentario, resultaba marginal en la fundamentación de esta
tradición[15].
En conclusión,
puede decirse que también hoy es posible afirmar con buena conciencia histórica
el origen apostólico del celibato, en continuidad con lo defendido en la
Iglesia del siglo IV y de manera continuada en adelante, a pesar de la
constante presencia también de puestas en cuestión teóricas y prácticas.
Conviene
subrayar, en particular, el conjunto de lugares neotestamentarios utilizados
para motivar esta exigencia como propia de la vida apostólica de obispos,
sacerdotes y diáconos. Pues no sólo el magisterio posterior hará recurso
regularmente a estos mismos textos, sino que los estudios exegéticos
contemporáneos confirman la fecundidad de este acercamiento tradicional a la
Escritura[16].
Jesús no fue
célibe por ninguna otra razón que por su entrega personal plena a la misión
encomendada a favor del Reino de Dios (Mt 19,12), que implicaba un amor muy
concreto y real, con todo el corazón y todo el propio ser, al Padre y, por
tanto, a los hombres, por cuya salvación entregaría su cuerpo y su sangre en la
cruz, y a los que ofrecería luego la comunión escatológica en su humanidad
resucitada. Así pues, el celibato por el Reino de los cielos se explica sólo
como expresión de la proexistencia de Cristo, del amor más grande, vivido por
Él y del que participan peculiarmente los Doce, llamados y enviados por el
Señor a colaborar en su misión. En este sentido habla ciertamente Pablo en los
textos citados, al subrayar la entrega personal, plena y libre, al ministerio
apostólico, mostrando que no es posible separar la misión encomendada por el
Señor del don de la propia existencia en su seguimiento. Los estudios más
recientes muestran, de hecho, la exigencia de una continencia plena desde los
primeros tiempos, y atestiguada probablemente ya en las cartas pastorales[17] –como,
por otra parte, habían sido tradicionalmente comprendidas.
Queda, sin
embargo, una última objeción contra la consideración del origen apostólico de
esta exigencia de continencia perfecta –y, por tanto, del celibato:
el hecho de que se trata de un don del Espíritu (“quien pueda entender, que
entienda”: Mt 19,12) que Pablo presenta explícitamente como un
carisma (1Co 7,7). Pero esto presupone una comprensión unilateral del carisma,
como si fuese un don casi natural, sin relación con el ejercicio de la libertad
por la persona, lo que no se corresponde con las enseñanzas del mismo Pablo,
que invita a aspirar a los carismas superiores y a los dones espirituales (1Co
12,31; 14,1); es decir, que invita a dar al Espíritu espacio en la propia vida,
en medio y para la edificación de la comunidad cristiana.
Por
consiguiente, la reglamentación legal, propia de la Iglesia en la historia, no
pretende sustituir el don del Espíritu con una ley humana, ni pone en discusión
que el celibato sea un carisma, sino que se comprende a su servicio, dando el
espacio social e institucional que facilite al cristiano su búsqueda, su
petición y su acogida. Esta disciplina se basa en el convencimiento, presente
en la Iglesia desde los orígenes, de la vinculación entre la llamada al
ministerio apostólico y el carisma de la continencia perfecta o del celibato; y
no limita la libertad de la persona, sino que la interpela para que se abra a
este don del Espíritu, haciéndole posible así, al mismo tiempo, ir más allá de
los inevitables condicionamientos sociales que determinan profundamente la
percepción del amor y de la sexualidad de la persona.
En este sentido,
el contraste con la comprensión de la vida y del amor dominante en nuestra
época, en las diferentes culturas, hace del celibato sacerdotal un signo
profético de la presencia del Reino de Dios en el mundo, de las verdaderas
dimensiones a las que está llamada toda vida y todo amor humano, que es posible
experimentar ya en el seguimiento de Jesucristo, pero que se manifestarán
plenamente sólo en el cumplimiento escatológico.
En conclusión,
tanto desde el punto de vista de la continuidad histórica con los orígenes,
como en la perspectiva de su comprensión teológica más honda, los datos
permiten afirmar el origen apostólico del celibato sacerdotal, como signo
propio de la forma existencial de esta participación específica en la misión de
Cristo, como expresión del propio amor al Señor y de la entrega de toda la
propia vida a su servicio, para el bien de la Iglesia y para la
salvación de los hombres.
[1] Así, por ejemplo, R. BELARMINO, C. BARONIO, E. HOSIO, L.
THOMASSIN, J. STILVINCK, F. A. ZACCARIA, A. DE ROSKOVANY.
[2] Cf., por ejemplo, CH. COCHINI, Origines
apostoliques du célibat sacerdotal, Paris 1981; R. CHOLIJ, Clerical
celibacy in East and West, Leominster 1989; A. M. STICKLER, Il celibato
eclesiástico: la sua storia e i suoi fondamenti teologici, Città del
Vaticano 1994; ST. HEID, Zölibat
in der frühen Kirche, Paderborn u. A., 1997
[3] DH 119
[4] Directa ad decessorem, carta al obispo
Himerio de Tarragona, de 385 (cf. DH 185), y Cum in unum, comunicando
en 386 las decisiones tomadas en Roma por un concilio.
[5] En contra de lo afirmado, sin motivos, todavía recientemente por R. M. PRICE, en “Zölibat.
II”, TRE 36 (2004), 724.
[6] Por ejemplo, JERÓNIMO, EUSEBIO DE
CESAREA, CIRILO DE JERUSALÉN, EFRÉN, EPIFANIO o AMBROSIO
[7] Sobre el tema, cf. R.
CHOLIJ, op. cit.
[8] Es mencionada todavía por PIO XI y PIO XII, pero no aparece en los
documentos magisteriales posteriores al concilio Vaticano II.
[9] DH 185
[10] Tras haber renovado también la enseñanza de la Ley sobre el matrimonio: Mt
19,4-9
[11] Anticipando la realidad escatológica, en la que no se dará ya el uso del
matrimonio: Lc 20,35
[12] Mc 10,29-30; Mt
19,27-29; Lc 18,29-30
[13] 1Tm 3,2.12; Tt 1,6
[14] Según la enseñanza paulina referida a las viudas: “si no pueden contenerse,
que se casen” (1Co 7,9)
[15] Como confirma, muy a su pesar, R.
M. PRICE (loc. cit.), al observar que los textos de la época
no daban la verdadera fundamentación de la exigencia de continencia, que, en su
opinión, sería la pureza ritual.
[16] Una presentación sintética en G.
GRESHAKE, Priester sein in dieser Zeit, Freiburg 2000,
295ss.
[17] ST. HEID, op. cit.
http://www.clerus.org/clerus/dati/2006-05/02-13/03CeliSp.html
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