domingo, 19 de diciembre de 2021

 

ARQUITECTURA Y ARTE

Moral y arquitectura

José María Valverde nació en Valencia de Alcántara el 26 de enero de 1926, pero creció en Madrid, donde estudió filosofía. Escribió mucho y tradujo más. A Rilke y a Dickens, a Shakespeare y a Mellville, a Joyce y a Eliot, a Hölderlin y a Goethe, entre otros. El 13 de octubre de 1992, Valverde dictó una conferencia en el Instituto Valenciano de Arte Moderno. El título fue Arquitectura y moral, pasaje autobiográfico.

Valverde inicia diciendo que cuando decimos la palabra arte, lo probable es que no tengamos en el primer plano de nuestra imaginación la arquitectura. Basta ver la prensa, dice, que tiene críticos de arte, de literatura o de cine y de música, pero rara vez de arquitectura. “Y sin embargo, agrega, ésta es la única arte «del espacio» necesaria e inevitable.” Menciona casos excepcionales, como Bruno Zevi en Il Mondo o Lewis Mumford —que murió en 1990, el mismo día que Valverde cumplió 64 años. ¿Por qué la ausencia de críticos de arquitectura en los medios no especializados? “Porque seguimos bajo la idea, renacentista y burguesa —responde Valverde—, de que sólo es arte lo inútil.” Pero tal vez no sea sólo eso. Para pensarlo, Valverde recurre a “anécdotas concretas, prácticas, incluso técnicas,” y se fija en detalles: las persianas, por ejemplo, que cuando son dos postigos verticales de madera dotadas “de unas celosías móviles que, unidas por un palito, se inclinan en el ángulo conveniente” sirven para modular la cantidad aire y luz que entra sin que entre el sol, mientras que cuando son rollos horizontales, o cierran o abren, sin muchos grados intermedios.

También cuenta que cuando vivió en Roma, entre 1950 y 1955, tuvo como compañero a un arquitecto en ciernes, que le compartía lecturas, que poco a poco le llevaron a hacerse una idea de qué era lo moderno en arquitectura, más allá de la forma de las persianas. Para empezar, dice, la arquitectura debía “atender a la vida humana” y el arquitecto ser “una suerte de sociólogo amoroso, con imaginación y sentido fraternal, y con algo de ama de casa para los detalles.” Además —continúa— “no se podía hablar sólo de «arquitectura,» en el sentido específico de la palabra, sino de una actitud configuradora de todo lo visible y palpable que nos rodea en la vida, desde los objetos manejados y los muebles hasta el contexto general de la ciudad.” Eso implicaba que no había ni estilos ni formas predeterminados, y que, “si había que arrancar de cero en cada caso, el verdadero arquitecto tenía que renunciar ascéticamente a sí mismo: permanecer anónimo en un sentido radical, más aun que los medievales.”

Descontados el estilo y las formas reconocibles, Valverde descubrió que un edificio no se puede conocer por su fachada, como un libro no se revela en su portada: hay que leer, hay que entrar. Lo que no implica necesariamente la visita sino un ejercicio más complejo. ¿Cuándo hemos entendido un edificio?, se pregunta, y sigue:

Para la mayoría, los planos, los cortes y alzados son ininteligibles y, sin embargo, resultan más veraces que las fotografías de las fachadas a que solemos atenernos —la fachada suele ser deliberadamente engañosa y más bien oculta el edificio que lo revela—: acaso las revistas de arquitectura sean el elemento que más perturba ese arte, especialmente en cuanto sirvan de propaganda para captar nuevos clientes.

Valverde habla entonces de las lecciones de los maestros: parciales a su juicio. Wright al romper la caja que encierra los espacios, pero cuya arquitectura le parecía “para millonarios, para casos excepcionales.” Loos, “quizás más como ademán ideológico hacia axiomas y paradojas.” Aalto y “su tono menor.” Y Le Corbusier, sobre todo. Y luego, poco a poco, el ímpetu amaina, la fuerza disminuye y la arquitectura moderna reblandece.

En 1992, las posmodernidades ya consumadas, Valverde se pregunta ¿por qué pasó eso? “¿Por qué, una vez hecha posible la nueva arquitectura legítima, hija de una revolución mental como nunca había habido en la historia, hemos venido a parar a esta situación?” Y responde que “la culpa, claro está, es básicamente de la clientela, privada u oficial.”  Es casi imposible imaginar arquitectura sin comitente, dice, y aquellos “capaces de pagar un edificio, han demostrado no estar a la altura moral de una arquitectura en cierto modo «desnuda,» austera, aunque no por ello privada de fantasía y sorpresa.”

Valverde termina su conferencia preguntando, sin responder por la gravedad de la cuestión, si el que la humanidad no haya estado a la altura de esa nueva arquitectura, revolucionaria y razonable, es algo que se pudiera extrapolar “a los demás territorios humanos, como el político y económico, con su amenaza ecológica.” Pero tal vez también habría que preguntarse hoy si a la arquitectura nueva y revolucionaria, no le fallaron sólo los humanos clientes, que mataron a la vaca, sino los demasiado humanos arquitectos, que le agarraron la pata.

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Fuerzas convergentes en el diseño

La tarde del sábado 12 de mayo de 1956, como parte de la 42ª Convención anual de la asociación   de escuelas de arquitectura colegiadas, tuvo lugar un panel de discusión titulado Fuerzas convergentes en el diseño. El primero en participar fue Abraham Kaplan, un filósofo pragmático nacido en Odessa pero que llegó con su familia a los Estados Unidos a los cinco años, en 1923. Kaplan propuso hablar de “dos o tres tendencias” que habían marcado la práctica de las artes en la primera mitad del siglo XX. La primera tendencia era lo que él llama externalizacióny que opone a la idea del individualismo romántico: “lo que vemos al tratar algunos problemas de diseño, no es un canal para la expresión de una individualidad particular, ni para alguna originalidad o novedad o algo que resalte nuestra personalidad como distintamente individual en relación a otras.” Al contrario: lo que buscamos, dice, es algo que “tome cabalmente en cuenta al mundo que rodea al individuo, el mundo físico de un lado y el mundo social por el otro.” La segunda la llama objetificación“el contenido de las artes y del diseño en particular, ya no puede concebirse como algo que puede abstraerse significativamente de los materiales físicos en los que se inserta.” Entre el material y la obra, lo que hay es cooperación y no puede pensarse en una inmaculada concepción de la forma, dice Kaplan: eso lo ha entendido el arte moderno. La última tendencia es la humanizaciónqueriendo decir con eso que “los artistas hoy están mucho más conscientemente preocupados por la relación de la práctica de sus habilidades con las necesidades e intereses sociales.”

Después de Kaplan habló Edgardo Contini, ingeniero italiano que llegó en los años cuarenta a los Estados Unidos, donde trabajó primero con Albert Kahn en Detroit y luego con Victor Gruen en Los Ángeles. “Soy un ingeniero que ha tenido por amigos casi invariablemente arquitectos y diseñadores,” dijo Contini para empezar. Limitándose al campo de la arquitectura y la planificación, Contini también habló de tres fuerzas. La primera, el sistema económico occidental, que hace que prácticamente cualquier diseño esté condicionado ya sea por la búsqueda de una ganancia financiera o por un presupuesto limitado. En ambos casos, la eficiencia manda. La segunda fuerza es, para Contini, la influencia de la comunicación “que es inmediata y total hoy en día.” Eso tiene dos consecuencias. Una buena: la fertilización cruzada entre culturas distintas y distantes, y otra no tanto: “la influencia local o regional no tiene tiempo de madurar.” La última tendencia es “una filosofía de una obsolescencia forzada que potencialmente afecta al diseño del futuro,” que para Contini deriva de la primera —la presión económica. La obsolescencia artificial, como la llamó, tiene un efecto “visible en todos los campos del diseño industrial en los que la producción para el uso y el desecho han sido desarrollados para ser parte de nuestros patrones de vida.” Kleenex en vez de pañuelos, dice. Lo que no es necesariamente malo, pero “crea un acercamiento y un sistema de valores completamente nuevo para los logros arquitectónicos.”

Después del filósofo y el ingeniero vino el diseñador: Charles Eames —un diseñador que ha salido desde la arquitectura, dijo. Para él una fuerza convergente en el diseño “es una que actúa en el momento y tiene efecto en el futuro.” La primera fuerza que él menciona es “casi una necesidad universal: la atmósfera conductora de la creatividad.” Que según él no tiene nada que ver con la estética, sino “con la necesidad de lidiar con problemas de una nueva magnitud, que surgen en todas las áreas: política, social, científica y económica.” La segunda fuerza que apuntó Eames fue “la tendencia para la vida en nuestro tiempo a convertirse en un juego abierto más que en un juego cerrado.” Juego abierto son los dados o el ajedrez, donde todos pueden ver la configuración del juego en cada momento; un juego cerrado es el poker, donde sólo el jugador conoce los elementos y la estrategia de su jugada.

El último en hablar fue un arquitecto: Richard Neutra, quien empezó caracterizando cuatro tipos de arquitectura: la mental, estable y con propósitos claros; la temperamentalque sigue la moda y tiene propósitos vacilantes; la accidentalque evoluciona irregularmente; y la experimentalengolosinada en la experimentación por la experimentación. Neutra fue el único que junto a su plática proyectó algunas imágenes —“pienso que estas fotografías podrían hablar por sí mismas,” dijo. Primero Sao Paulo, luego Caracas —donde “todo parece diseñado por Mr. Gropius”— y después Chandigar. Siguen una casa de Bruce Goff, un proyecto de Mies y otro de Nervi. Luego mostró un edificio que adjudicó a Félix Candela: el Pabellón de los Rayos Cósmicos en Ciudad Universitaria —que diseñó junto con Jorge González Reyna. Neutra visitó México en 1937 —conoció Teotihuacán en compañía de O’Gorman— y luego, junto con Wright y Gropius, visitó la recién inaugurada Ciudad Universitaria en 1952. Neutra sigue con otra imagen de Candela: “una iglesia de gran claro,” hecha junto con Enrique de la Mora. Tras una obra de Eero Saarinen, Neutra vuelve a mostrar algo de Candela:

Aquí ven de nuevo a Félix Candela. Ahora él mismo es el arquitecto. La histórica iglesia de tres naves. Las bóvedas tienen tres cuartos de pulgada de espesor —muy diferente a la catedral gótica, que no es monolítica. Ven cómo estos muros de una concha delgada se tuercen y repliegan en soportes que no son realmente columnas.

Sin duda hablaba de la Medalla Milagrosa, que Candela construyó entre1953 y 1957, con la colaboración de José Luis Benlliure y Fernando Fernández Rangel. Antes de seguir con más imágenes —el desierto, el cielo azul, el atardecer—, Neutra habla de una fuerza convergente: la habilidad de combinar al edificio con el paisaje y termina hablando de que la arquitectura no es un arte del espacio sino del espacio en el tiempo.

Por cierto, Félix Candela nació el 27 de enero de 1910 en Madrid y murió el 7 de diciembre de 1997 en Durham, Carolina del Norte. Entre 1939 y 1971 vivió y trabajó en México.

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¿Quién necesitaba jugar al tenis de mesa en la oficina?


Antes de lanzar cualquier hipótesis sobre cuál es el futuro inmediato de los espacios de trabajo, cabe preguntarse: ¿son las nuevas formas de organización espacial construidas por la arquitectura las que propician nuevas formas, usos y funciones en un espacio?, ¿o son más bien las nuevas demandas de las empresas y negocios las que posibilitan llevar las soluciones arquitectónicas más allá de lo conocido?

Tomemos por ejemplo la evolución y los múltiples cambios que ha traído consigo el desarrollo de internet, no sólo en la manera de ocupar un espacio sino también en cómo gestionamos el tiempo de trabajo o las relaciones afectivas con otras personas. La red permite distribuir la información a través de cientos de dispositivos y la vuelve accesible desde cualquier lugar que disponga de una buena conexión. De la misma manera, internet ha establecido nuevos patrones de lectura —desde la pantalla del teléfono hasta el reloj de pulsera— desconocidos todavía hace pocos años. A su vez, ha atomizado los espacios desde donde se trabaja, destruyendo la clásica noción que rígidamente dividía un día en tres periodos de ocho horas: trabajo, descanso y ocio, que ahora se entremezclan e intercalan de forma constante. Mientras trabajamos respondiendo un email, actualizamos nuestro estado en las redes sociales, enviamos un mensaje a un familiar o compartimos el último “meme” de moda.

Si Le Corbusier veía en aquella férrea triada la necesidad de crear una ciudad zonificada, ¿cuál es hoy el esquema espacial que necesita este nuevo entendimiento del tiempo? La superposición a la que hoy nos somete la red hace inevitable re-imaginar y repensar el entorno cotidiano en el que nos movemos. Internet reformuló nuestros hábitos al mismo tiempo que nos obligó a darnos cuenta de un necesario cambio en la arquitectura capaz de replantear los ya arcaicos espacios en los que trabajamos. Hoy, cualquier computadora conectada a la Word Wide Web es suficiente para crear un entorno laboral. Esta posibilidad de conexión no elimina, sin embargo, la idea de la oficina. Más bien la reformula. Conscientes de qué es en un entorno de trabajo compartido, donde las ideas se comparten y estimulan, las empresas surgidas a raíz de las nuevas tecnologías de comunicación, como Apple, Google o Facebook, demandan otros lugares que cuestionen y enuncien los ya conocidos, repitiendo así el paradigma que Robert Propst planteaba a mediados de los sesenta del siglo pasado: “Today’s office is a wasteland. It saps vitality, blocks talent, frustrates accomplishment. It is the daily scene of unfulfilled intentions and failed effort” (La oficina de hoy es un páramo. Agota la vitalidad, bloquea el talento, frustra el logro. Es la escena cotidiana de intenciones no cumplidas y del esfuerzo fracasado).


En 1964, Robert Propst anunció el concepto del Action Office. Desarrollado para la empresa de muebles de oficina Herman Miller y rápidamente copiado por el resto de la industria, se basaba en la fabricación de un sistema material flexible e industrializado, que ordenaba el espacio de trabajo en pequeños cubículos individuales en una planta abierta. De una parte, la lógica de Propst posibilitó el desarrollo de una arquitectura más eficiente, pura estructura que podía completarse en su interior con sólo unas pocas paredes desmontables, algunos muebles y varios enchufes; por otra, dio lugar a un entorno donde los trabajadores podían volcarse sobre sí mismos y trabajar aislados de cualquier distracción que fuera en contra del rendimiento laboral, transformando a un empleado en una pieza que podía sustituirse sin problema en cualquier momento, dentro de un complejo engranaje empresarial. Una forma de pensamiento propia de la lógica posfordista que configuraba un entorno laboral homogéneo, caracterizado por el extremo anonimato de sus espacios y las personas que los ocupaban. Los espacios diseñados por Propst crearon una condición de inquietante igualdad democrática entre todos los trabajadores, tanto en su espacio, como en su vestimenta y formas de comportamiento donde nadie debía, ni podía, sobresalir.

Éste es un aspecto que hoy, sin embargo, se evita a toda costa. La necesidad de constante renovación de productos y servicios que necesitan estas empresas —visible en cómo cada pocos meses podemos disfrutar un nuevo teléfono o una aplicación digital para un usuario deseoso de consumir— ha de venir necesariamente acompañada de un entorno laboral cargado de estímulos que posibilite el desarrollo creativo de sus empleados, donde puedan socializar, divertirse, descansar e, incluso, perder el tiempo. Y es que, en realidad, en estos trabajos el tiempo nunca se pierde, sino que se invierte y recupera después en el trabajo creativo que desarrolla un empleado. En un entorno propicio, la creatividad puede venir de cualquiera en cualquier momento. Por eso se ha de construir una arquitectura que dé lugar a formas de trabajo que diluyan las viejas jerarquías de la empresa creativa, lo que en esencia necesita nuevas necesidades espaciales, muchas veces, más allá de las a priori conocidas.

Sin un referente claro de lo que necesitaban, y sólo sabiendo que debían romper con los viejos esquemas organizativos de antaño, las nuevas propuestas arquitectónicas comenzaron a ocupar los espacios con programas novedosos, materiales y diseños que permitieran construir ese escenario, a medio camino entre la calle y el interior, entre lo laboral y lo doméstico, entre el trabajo más duro y el ocio más relajado. Ahora las oficinas no sólo disponen de cocina o áreas de descanso, sino que éstas son zonas fundamentales y desde ellas que se articulan las propuestas arquitectónicas. La mesa de escritorio individual dio paso a la de tenis de mesa; las zonas de descanso se llenaron con cómodos sofás, lugares donde dormir, escuchar música, ver televisión o, incluso, columpiarse. Tomarse un café dejó ser una actividad fugaz frente a una pequeña máquina y las oficinas se equiparon con cocinas donde los empleados encontrarían una gran variedad de productos —ya fueran sanos o altos en azúcares— todo complementado con espacios renovados y programas que ayuden a las personas que allí trabajan, como son gimnasios o guarderías. Lo que antes era un entorno de uniformidad, con materiales reiterativos, fabricados en serie y de aspecto frío —hechos para durar— dejó paso a ambientes cálidos, con muebles de diseño e iluminación variable a fin de construir distintos entornos. Se trata de crear una serie de espacios más cercanos a un entorno exterior, como un pequeño parque o una cafetería, que prioricen la participación colaborativa de sus usuarios. Este tipo de oficinas consideran no sólo la filosofía de la empresa, sino también la identidad de cada usuario. Sirva de ejemplo el trabajo de despachos como Studio O+A o Clive Wilkinson Architects, punteros en el diseño de nuevas oficinas y que han desarrollado casos prácticos para compañías como Google, UBER, Facebook, AOL, Evernote, Cisco o Yelp, todas ubicadas en California y enfocadas en las nuevas posibilidades que ofrecen nuestros dispositivos móviles. Sus propuestas incluyen una diversidad de lugares adaptados a diferentes momentos, desde los de encuentro hasta los espacios a donde retirarse y aislarse por un rato del intenso ruido laboral.

Estos proyectos eluden formas demasiado reconocibles y reivindican sitios, muebles y elementos que los empleados pueden intervenir y apropiárselos, a fin de inventar nuevas maneras de hacerlos evolucionar según surjan nuevos descubrimientos, necesidades o formas de relación. Estas nuevas fábricas creativas son en realidad laboratorios en los que se propicia el talento y la diversidad, donde cada día puedan surgir innovaciones de un producto o de la manera en la que se ocupa el área.


Desde estas primeras oficinas, las empresas, convertidas ya en gigantes corporativos, comienzan a dar paso a los edificios centrales, donde se concentre casi toda la actividad de la compañía. Por su tamaño, estos edificios, firmados en muchos casos por destacados arquitectos del universo mediático, comienzan a parecerse menos a un edificio clásico y exploran su gran escala, definiendo espacios y paisajes tal y como haría una ciudad, sin perder, claro está, que desaparezcan las formas, lenguajes y posturas ideológicas asociadas al nombre de la marca. Se trata no sólo de crear un entorno laboral, sino de encontrar su lugar respecto de las políticas urbanas. Así, Apple confía la sobriedad de su diseño a Foster + Partners, que ejecuta un edificio 100% sostenible, de forma circular, que parece aterrizar en el terreno como un objeto salido de la misma fábrica fundada por Steve Jobs; Google busca a BIG y Thomas Heatherwick para construir un liviano megacomplejo con unas estructuras arquitectónicas que quieren borrar cualquier límite entre edificios y naturaleza, con tiendas, restaurantes y zonas de protección animal; Facebook recupera al mejor Frank Gehry, aquel de sus diseños californianos más sencillos pero ricos en detalles, con un edificio de planta abierta bajo una cubierta verde que hace las veces de parque; y UBER plantea una fábrica transparente, diseñada por SHoP y el ya mencionado Studio O+A, que expone por completo su interior y a sus empleados, con el argumento que no tiene nada que ocultar.

Pero, si intentamos ver alguna contraparte a todos los magníficos diseños mencionados, ¿por qué estos proyectos parecen ofrecer una visión de la oficina que funciona como una ciudad, con programas y espacios diversos, que parecen proponer disfrutar un día completo sin necesidad alguna de salir?

Más allá de su tamaño, el último de los casos —el de la fábrica que se diluye casi en el aire— es el que puede resumir por completo la nueva idea de la oficina en el mundo contemporáneo. Aquella que destruye sus límites. Tanto los físicos, haciendo desaparecer no sólo los exteriores, sino también los límites interiores del cubículo en beneficio de la zona común, así como los temporales. Hoy el trabajo puede sorprendernos en cualquier momento y en cualquier lugar. Nos encontremos dentro o fuera del espacio de la oficina, en la mesa de trabajo o jugando una partida de tenis de mesa, paseando por la ciudad o recién levantados, siempre tenemos algo que hacer gracias a nuestros dispositivos. El nuevo uso del tiempo ha alterado cualquier noción ya conocida de la arquitectura.

Como se apuntaba al inicio de este texto, hoy el trabajo llega y abarca cualquier sitio, lo ocupa todo y “la ocupación implica el borrado de las divisiones espaciales”. Por eso, quizá, la oficina se despliega en una ciudad, en un parque o se vuelve invisible, expande sus límites, los disuelve de modo que “las fronteras que diferenciaban lo público de lo privado, el tiempo productivo del tiempo de la subjetividad, que definían el espacio social del otium y lo distinguían del espacio laboral del trabajo, están siendo profundamente alteradas […] la subjetividad y el inconsciente han sido puestos a trabajar en todas partes y a todas horas”. Quizá, sólo quizá. Por eso la oficina de hoy se parece a muchos otros lugares que ya conocemos. A muchos, salvo a la oficina tradicional.

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La fantasía del orden


Como parte de su colección Licenciado Vidriera, la UNAM rescató en 2006 una novela utópica escrita en 1919 por Eduardo Ursaiz, un médico cubano-yucateco radicado en Mérida. La novela lleva por título Eugenia. Esbozo novelesco de costumbres futuras y plantea un futuro donde el mundo se ha organizado en confederaciones regionales, cada una de las cuales se encarga de administrar su territorio, economía y población de acuerdo a estrictas leyes científicas, logrando así un constante equilibrio económico y político. En Villautopía, capital de la subconfederación de América Central donde sucede la novela, el estado no sólo administra el comercio, la industria o los servicios públicos, sino que también está a cargo de la reproducción organizada de la población a través de un programa de eugenesia. Así, el estado elige a los candidatos “aptos” para reproducirse y esteriliza a los no aptos para hacerlo. Foucaultiano sin saberlo, los primeros esterilizados son los criminales “natos”, los “desequilibrados mentales y […] ciertos enfermos incurables, como los epilépticos y los tuberculosos” (39); después de estos, todo aquel que se considere deficiente o inferior. En la utopía de Eugenia, este programa ha mantenido un equilibrio entre recursos y población, pero sobre todo ha hecho que ésta evolucione física y mentalmente al evitar “toda posibilidad de degeneración” (38). La novela sigue los pasos de Ernesto desde el momento en que es elegido como reproductor oficial de la especie hasta el punto donde se encuentra con Eugenia, otra reproductora oficial, para juntos producir un nuevo cuerpo ideal. 

En el contexto del fin de la revolución mexicana y tomando en cuenta que los discursos más eficientes a la hora de reconstruir una idea de nación tras años de lucha armada pasaron justamente por el cuerpo de la población (el mestizaje vasconcelista, por ejemplo), Eugenia ha sido bien leída desde este ángulo: una utopía positivista que concibe el “mejoramiento” y la “evolución” del cuerpo poblacional –con todos los prejuicios raciales que ese mejoramiento implica– como el camino idóneo para la resolución de problemas de orden social. Sin embargo, menos atención se ha puesto en la infraestructura urbana –espacial y política– que la novela plantea a través de Villautopía y que es, de hecho, lo que permite imaginar el programa eugenésico como parte de un todo más amplio. 

Como toda utopía, Eugenia espacializa su discurso, lo amolda y lo materializa en formas arquitectónicas específicas, y lo explica a partir de un recorrido por estas formas. Tal es lo que sucede cuando Ernesto y el director hacen un recorrido por el Instituto de Eugenética, que claramente funciona como sinécdoque de Villautopía y del estado positivista en general. En términos de Foucault, el instituto es una heterotopía que condensa y refleja un espacio social más amplio. El paseo por el instituto comienza nada menos que en el departamento de estadística –la ciencia del estado, como insistía Foucault–, un espacio donde “más de cien empleados” (42) se encargan de producir, ordenar y clasificar el conocimiento sobre la población. Posteriormente, Ernesto visita los distintos pabellones, separados unos de los otros por jardines: el pabellón de la esterilización de los “deficientes”, el de las operaciones, el de los gestadores (aquellos elegidos para llevar a cabo el embarazo luego de que los reproductores hayan fecundado) y el de los infantes, de cuya educación se encarga el estado. En todo este recorrido, el narrador insiste una y otra vez en el orden y en el procedimiento científico de cada una de las acciones llevadas a cabo ahí adentro, además de en la higiene y la ventilación del espacio: “mucha luz, mucha asepsia y mucha ventilación” dice el narrador “el aspecto de las blancas camitas alineadas era alegre y tranquilizador” (44). 

El recorrido por el Instituto de Eugenética, la descripción de su arquitectura, la narración de su distribución espacial y la explicación de sus departamentos, procedimientos y funciones termina por modelar la organización de todo un estado positivista que incluye pero también supera al programa eugenésico como tal. Al terminar el recorrido, los lectores sabemos que se trata de un estado que ha sistematizado su conocimiento sobre el territorio y su población, que ha ordenado el espacio de acuerdo a este conocimiento (las “blancas camitas alineadas”), que ha impuesto medidas de higiene para erradicar vicios y enfermedades, que administra el gobierno de manera científica y que, al proceder de acuerdo a “leyes” naturales, ha logrado que la población deje atrás las supersticiones y prejuicios de la época del atraso. En otras palabras, se ha modernizado. Aunque ciertamente fundamental, la eugenesia y el “mejoramiento” biológico de la población son parte de este programa utópico más amplio que vemos a lo largo de la novela en las costumbres “futuras” de la gente de Villautopía y que abreva de muchas de las corrientes de pensamiento del fin de siglo: higienismo, positivismo, darwinismo social y el movimiento de las ciudades-jardín, entre otras. 

¿Pero cómo entender este programa utópico proyectado en 1919, hace precisamente un siglo? Sabemos gracias a historiadores como Alan Knight que durante toda la década posterior a la constitución del 17 el estado posrevolucionario se encontraba todavía en una situación bastante precaria e inestable, amenazado por caudillos regionales, cristeros, prestamistas, Estados Unidos y otras fuerzas políticas y sociales. Es a lo largo de la década de los 20 cuando empiezan a sentarse muy paulatinamente algunas de las bases que a la postre lograrían consolidar a este estado: la organización del PNR por Calles (oficialmente fundado en 1929), algunas instituciones como la SEP de Vasconcelos o el Banco de México de Alberto J. Pani (tío de Mario) e incluso la organización de un discurso a partir de dispositivos culturales como el muralismo o los festejos del 21 que Horacio Legrás analizó recientemente en Culture and RevolutionEugenia podría entenderse algo así como un reverso de esta situación. Frente a un estado débil y amenazado al que le urgía pacificar, reorganizar y reconstruir al país, Eugenia provee el modelo de un estado en control absoluto, un estado que lo administra todo –de la economía a la reproducción–, un estado que por medio del procedimiento científico ha logrado ordenar, pacificar y fortalecer a una población diezmada. Como respuesta al caos del temprano estado posrevolucionario, el modelo utópico de Eugenia proyecta un estado moderno sólido y eficiente, echando mano de diversas ideas y corrientes, algunas de las cuales se remontan al Porfiriato. De ahí que pueda verse una cierta continuidad entre la novela y algunos de los textos claves de los “científicos” positivistas, como por ejemplo con el Justo Sierra de Evolución política del pueblo mexicano, donde el alcoholismo y la superstición religiosa se diagnosticaban como “microbios sociopatogénicos” que el estado debía encargarse de erradicar a través de un programa de modernización territorial. 

A decir verdad, algunas de las costumbres futuras de la novela resultan hoy bastante progresistas para la época, en particular en lo que se refiere a roles de género y a instituciones como la familia. Otras no, como por ejemplo el racismo al que lo conduce su darwinismo social. Además, como toda ciencia ficción del pasado, Eugenia está plagada de esos detalles que hoy resultan muy lindos de leer ya que representan futuros que otra época soñó y que no fructificaron más que en el arte, como es el caso de las “aerocicletas” que utilizan los personajes para pasear por Villautopía y que recuerdan a las pinturas del argentino Xul Solar. Pero, sobre todo, Eugenia tal vez pueda leerse como uno de los últimos intentos en México de modelar un estado moderno a partir de premisas positivistas llevadas a sus últimas consecuencias. Un canto del cisne, por usar una figura muy de la época. Apenas unos años más tarde, otras corrientes de pensamiento y otros discursos –algunos de ellos abiertamente anti-positivistas, como la “eugenesia estética” del Vasconcelos de La raza cósmica– serían mucho más capaces de articular un programa político y discursivo para un estado en plena reconfiguración. 


Ursaiz, Eduardo. Eugenia. Esbozo novelesco de costumbres futuras. México: UNAM, 2006.

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