SOSTENIBILIDAD
De comida para cerdos a delicatessen
Las bellotas dulces son un fruto seco olvidado con un enorme
potencial gastronómico, económico y medioambiental
En Extremadura se está llevando a cabo
actualmente un trabajo de campo para catalogar las encinas que producen
bellotas dulces y muy dulces. Es imprescindible en ese trabajo contar con el
conocimiento de los habitantes de los pueblos que disponen de estos árboles.
Entre los pueblos que destacan por la abundancia de los mismos está Santibañez
el Bajo.
Encontrar encinas de bellotas dulces no es
sencillo. Desde Santibáñez el Bajo y con la participación de los vecinos de
esta localidad y de los alrededores se está consiguiendo elaborar un inventario
que recoja la ubicación de este peculiar fruto. Los animales son los que más
rápido encuentran estas encinas.
Santibañez
el Bajo visto desde La laguna
Hoy relegadas a un papel secundario como alimento
animal, en el pasado las bellotas dulces fueron protagonistas en la
alimentación humana de sociedades de medio mundo. De hecho, allí donde crecen
encinas y robles la gente se ha alimentado de sus frutos. Muchas personas
mayores recuerdan haberlas comido asadas encima de la estufa de leña. Aunque
todas las bellotas son comestibles, la mayoría tienen altas concentraciones de
taninos que las hacen amargas y astringentes. Por eso las bellotas amargas se
tienen que procesar antes de consumir.
Pero, sorprendentemente, los frutos de
algunas encinas carrascas son dulces, con un sabor y una textura excepcionales.
Estas son las bellotas dulces o bellotas selectas. Se pueden
comer directamente como fruto seco, ya sea en crudo o cocinadas, y también se
pueden transformar en una gran variedad de productos derivados: pan, pasta,
repostería, infusiones, aceite, fermentados, bebidas, etc.
Un
alimento de alto valor nutricional
El perfil lipídico de la bellota es semejante
al del aceite de oliva, con abundancia de ácidos grasos insaturados. Además es
rica en carbohidratos, fibra, vitaminas del grupo B y minerales (potasio,
fósforo, calcio y magnesio). Debido a su contenido en taninos, tiene un gran
poder antioxidante y, por si fuera poco, es un alimento sin gluten.
La bellota dulce comparte muchas
características con la castaña. Ambos frutos secos fueron la base de la
alimentación de sociedades antiguas. Con un rol parecido al que tienen los
cereales en la actualidad. Botánicamente, la encina y el castaño pertenecen a
la misma familia, las Fagáceas. Tienen posibilidades gastronómicas parecidas.
En cualquier receta las castañas se pueden substituir por bellotas dulces.
Comparativamente las bellotas dulces tienen
una textura menos harinosa y un sabor más suave que la hace ideal para combinar
con otros alimentos.
Este árbol se conoce como Encina de bellotas dulces,
es de la especie Quercus
ilex ballota y que pertenece a la familia Fagaceae.
Esta árbol es originario del Contornos de la región mediterránea,
este árbol abunda principalmente en un clima de mediterráneo seco. Puede llegar
a una altura de
8-12 metros y una anchura de 8-10 metros. Es de hoja perenne, y suele
florecer en Abril o en Mayo. Las bellotas maduran de Octubre a Noviembre. Puede
llegar a unas temperaturas
mínimas de -18ºC a -15ºC.
Un alimento rico y sano
https://planvex.es/web/tag/santibanez-el-bajo/
Existe una razón inmediata para el consumo de
bellota dulce selecta: ¡están muy ricas! Por eso no solo se han consumido como
solución a hambrunas, y se han utilizado como fruto fresco y como parte de
recetas elaboradas de repostería.
Hay otra razón de peso para el consumo
rutinario de bellota dulce: existen evidencias fiables de sus beneficios para
la salud humana. La similitud contrastada del perfil nutricional de la bellota
con el de otros alimentos saludables apoya el uso de esta como alimento
funcional.
Las propiedades nutricionales en las que se
fundamenta dicho uso son la abundancia de ácidos grasos insaturados, capacidad
antioxidante asociada a los taninos, ausencia de gluten y presencia de ciertas
vitaminas y minerales esenciales. Estas propiedades han llevado a algunos
autores a plantear el consumo masivo de bellota como factor de
longevidad en las poblaciones de indios americanos.
Los
invernaderos de efecto invernadero
Necesitamos una transformación agraria que apueste por una
agricultura de pequeña y media escala que recupere la materia orgánica de los
suelos. Los invernaderos no son la solución.
Estos días que se celebra la cumbre climática
COP 26, observamos atónitos como diferentes sectores y empresas la utilizan
como una pasarela dónde exhibir sus nuevos modelos en forma de productos o
mejoras contra el cambio climático, lo verdes que son en definitiva. Pero ya
entenderán que una cosa es lo que se dice y otra bien distinta la realidad. Uno
de los sectores que exhibe con más intensidad su transformación es el sector
alimentario, dónde de un día para otro, casi podríamos decir a reacción, se ha
convertido todo ello en BIO, saludable, animal
friendly, etc… En este artículo sin embargo, veremos como si
miramos más cerca la prenda, veremos que se trata simplemente de unas
sofisticadas estrategias de greenwashing y
marketing.
Para ejemplo un botón. Miren, si tuviéramos
que resumir sobre qué dos grandes ejes giran en nuestro país, el sector
agrario y ganadero, serían la producción y exportación de porcino y frutas y
verduras de invernaderos. Si ponemos en este último la lupa, veremos cómo solo
los invernaderos de
Almería y la costa de Granada dan de comer durante 9 meses
a 500 millones de habitantes de la Unión Europea. Sus más de 30.000 hectáreas
de invernaderos producen 4,5 millones de toneladas de frutas y hortalizas, y de
ahí sale el 25% de todas las frutas y hortalizas que consume Europa.
Un sector por otro lado con muy mala prensa
en Europa, sobre todo por los distintos documentales y reportajes que han
corrido sobre la explotación de mano de obra, fundamentalmente inmigrante y
mujeres, además de su impacto de explotación
de acuíferos y contaminación, como vemos en el ejemplo del Mar
Menor. Para contrarrestar esta imagen, el sector debe
presentarse de una manera diferente ante el público y para ello ha encontrado
una manera: la de realizar grandes campañas, algunas de ellas incluso
financiadas por fondos públicos, y afirmando a bombo y platillo que los
invernaderos son un elemento clave en la lucha contra la emergencia climática
ya que «cada hectárea de invernadero solar absorbe 10 toneladas anuales de C02,
que equivalen a la emisión diaria de 8 coches».
Y ahora, una vez realizado el truco y
apagadas las luces del escenario, si miramos dentro de la chistera nos encontramos
que no está el conejo, sino que la campaña se basa en un estudio del
Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Murcia, que
calcula solamente un valor: la cantidad de CO2 que las frutas y hortalizas
absorben en su crecimiento. Las plantas utilizan el CO2 para vivir y
gracias a la fotosíntesis lo utilizan para formar carbohidratos. La cantidad de
CO2 que han «respirado» las plantas de invernadero y han acumulado en sus
cuerpos en forma de carbono es la cifra anteriormente citada. ¿Quiere decir
esto que los invernaderos han eliminado esa cantidad de CO2 de la atmósfera?
Por supuesto que no. Cuando sean cosechadas ese carbono volverá a irse por
donde ha venido.
La campaña intenta asociar el cultivo de
invernadero al concepto de sumidero de carbono, sin
embargo estos se refieren, para entendernos, a los bosques o cultivos leñosos.
Los cultivos de ciclo corto no pueden considerarse sumideros, porque el carbono
captado durante el crecimiento del cultivo es de nuevo liberado a la atmósfera
tras la cosecha. Por tanto, esas 10 toneladas, esos 8 coches por cada hectárea
de invernadero, entran y salen y suman 0 en el cómputo de emisiones.
La realidad que nos esconden, es que los
invernaderos corporativos no son un sector eco friendly que reduce emisiones, sino
que son una importante fuente de emisión de GEI del sector agrícola, que lanza a la atmósfera más de 1 millón
de toneladas de CO2eq cada año. Esta chimenea de gases se
refiere, solamente, a la fase productiva, a lo que ocurre dentro de los
plásticos, pero a ello habrá que sumar el resto de fase de la cadena: la
transformación, el transporte y la gestión de los residuos de los alimentos
producidos. Cuando hablamos de emisiones enseguida aparecen cifras mareantes de
millones de toneladas de CO2 equivalentes, y es fácil que, sin una referencia
entendible a escala humana, no seamos conscientes de las magnitudes de las que
estamos hablando.
Así, la fase productiva de la plasticultura de invernaderos emite
lo mismo que si arrancan los motores de todo el parque automovilístico estatal
y cada uno de los turismos existentes decide irse a 200 km de donde están.
Podemos hacer más ejercicios. Los invernaderos del municipio de El Ejido emiten
la misma cantidad de CO2 que si un tercio del parque automovilístico andaluz
decidiera viajar de Almería a La Coruña. O los invernaderos de Almería y
Granada, solamente en la fase productiva, emiten la misma cantidad de GEI que
la mitad del tráfico aéreo estatal. Y así podríamos seguir un buen rato.
Más allá de la producción, la plasticultura
de exportación se presenta como un prodigio de técnica destinada a reducir
hasta límites inimaginables el uso de agua, de fertilizantes sintéticos, de
emisiones, etc. En realidad toda esa sofisticación técnica, en lo que a
emisiones se refiere, más que reducir, las incrementa. Si los invernaderos
intensivos son una auténtica chimenea climática en su fase productiva, no
podemos perder de vista que esta plasticultura corresponde, básicamente, a un
monocultivo de exportación y que las emisiones del transporte son tan
impactantes como la misma producción. Pensemos que, cada día, 1.500 camiones
salen de los invernaderos de Almería cargados con más de 20 millones de kg con
destino a Europa. Si la producción emite 1 millón de toneladas de CO2eq, ese
transporte emite 0,7 millones. Es decir, emite casi tanto producir un tomate en
intensivo como llevarlo a los mercados centrales europeos. Si a ello le sumamos
las emisiones correspondientes al procesado y a la gestión de los residuos
generados, tenemos que las
emisiones de los invernaderos corporativos se elevan a más de 2,2 millones de
toneladas de CO2eq.
Ya ven, los invernaderos no son una solución
contra el cambio climático, necesitamos una transformación agraria que apueste
por una agricultura de pequeña y media escala, que recupere la materia orgánica
de los suelos y vinculada a los mercados locales. Empezamos a estar hartos de
mentiras y más mentiras, y es hora que asumamos como sociedad que nos guste o
no, necesitamos abordar transiciones estructurales y no de una manita de
pintura verde.
El triunfo de lo intangible: metaverso y
cumbre del clima
«Hemos creado un maravilloso mundo virtual para vosotros, el feo
y sucio real nos lo quedaremos nosotros». (Andrés Rábago García, «El Roto»)
Siempre me llamó la atención esa ambivalencia
semántica de la palabra «ilusión». Cómo puede llegar a significar
cosas tan dispares según el contexto y la frase donde aparece. Si decimos de
alguien que es una persona que carece de ilusión en su vida estamos atribuyendo
al término un sentido positivo, pues hacemos equivaler ilusión a motivación, a
tener algo que genera ganas de vivir, de hacer cosas. Es lo que se expresa
cuando uno dice que le hace mucha ilusión emprender un viaje, por ejemplo. Pero
si afirmamos que no se puede vivir de ilusiones o le pedimos a alguien que no
sea iluso (que no se haga ilusiones sin más), claramente atribuimos a la
ilusión un sentido negativo ya que implica un desprecio de la realidad, lujo
que uno no se puede permitir porque tarde o temprano se paga caro. La pandemia
que padecemos desde hace casi dos años, mal que le pese a los negacionistas, es
una tan dolorosa como contundente prueba de ello.
Hace unos días se dio por concluida la enésima
Cumbre del Clima, que tuvo lugar en Glasgow. La vigésimo sexta reunión para
tratar el problema global del cambio climático causado por el calentamiento
global, el cual, según el juicio mayoritario de los científicos, es al menos en
un parte decisiva antropogénico. Como el encuentro, organizado por la ONU, es
una reunión de los países ya participantes en la anterior conferencia de París
a este evento se le ha identificado con las siglas COP (Conference of Parties)
y el número 26. Haberlo contemplado con ilusión hubiera sido un paradigmático
ejemplo de lo que significa el calificativo «iluso». En efecto, si uno valora
los resultados no hay motivos para el entusiasmo ni mucho menos para afrontar
el futuro del clima de nuestro planeta –con los consiguientes aciagos efectos
para nuestra especie– con optimismo. Todo lo contrario. A decir de Greenpeace,
si seguimos con las políticas actuales, el ansiado límite de 1,5 grados Celsius
para el calentamiento global quedará pulverizado y nos iremos a un incremento
de temperatura de 2,7 grados. Quien viera la entrevista a Greta Thunberg, la
joven activista sueca, que se emitió en el programa Salvados comprobaría el
estado de ánimo de quien simboliza en gran medida la lucha por un cambio de
rumbo de nuestra especie en su relación con el medio natural. Su escepticismo
es palmario y se justifica por su experiencia en ocasiones anteriores en las
que ha tenido la oportunidad de escuchar los discursos, principalmente de los
gobernantes más importantes, en los que se reconoce la necesidad de tomar
medidas drásticas y a corto plazo para frenar el avance del desastre ecológico,
pero a la hora de la verdad se constata reiteradamente que a las palabras no
las acompañan los hechos.
El metaverso
podría verse como el triunfo de lo intangible
Poco antes del inicio de la COP26 uno de los
magnates del mundo digital, Mark Zuckerberg, creador de
Facebook, anunciaba el cambio de nombre de su grandiosa compañía. La decisión
fue tomada después de un apagón temporal de sus redes sociales y tras que una
exempleada suya, Frances Haugen, ingeniera y científica de datos,
fuese contando a todo aquel que quisiera oírla –incluido el Senado de los
Estados Unidos– lo que revelaban las decenas de miles de documentos
comprometedores de la empresa que ella misma había filtrado; básicamente, que
para sus responsables los dilemas éticos que según sus propios estudios
revelaban en relación con la salud mental de los jóvenes usuarios de sus redes
sociales y la manipulación de los estados de opinión mediante la difusión de
noticias falsas eran minucias frente a la obtención de beneficios económicos.
Estos precisamente se vieron mermados como resultado de todas estas
turbulencias técnicas y mediáticas. Tocaba, pues, como todo buen informático
sabe cuándo el ordenador se cuelga, reiniciar el sistema. Y como conspicuo
miembro del gremio que es Zuckerberg ha procedido en consecuencia y ha apretado
la tecla de modificación del nombre: ¡Facebook ha muerto, viva Meta!
Me maravilla que sea tan fácil renacer en el mundo
de lo intangible, con un simple cambio de nombre. Y me aterroriza pensar que
tal perversa alquimia pueda conllevar una eliminación de la historia de lo que
ha condicionado y aún condiciona poderosamente la vida de tantas personas,
cuerpos tangibles que se miran el espejo alucinatorio de las pantallas a través
de las cuales lo intangible ejerce su hechizo.
¿Por qué «Meta»? ¿Por qué esa palabra para
denominar al gigante de las redes sociales? Se trata del viejo truco del
prestidigitador dirigido a manipular la atención del público. Efectivo hoy más
que nunca ante un ciudadano reducido a usuario entregado a la ilusión del
presente continuo carente de coordenadas históricas compartidas y que se deja
conducir a donde le lleve el flujo incesante de estímulos siempre inagotable en
un mundo alicatado hasta el cielo de pantallas. Imposible en estas condiciones
históricas que se dé la atención colectiva necesaria que dote de importancia a
lo que realmente importa. Como le leí en cierta ocasión al filósofo francés André
Comte-Sponville: «la realidad hay que tomarla o dejarla, y nadie
puede transformarla si primero no la toma»; pero para poder tomarla hay que
empezar por prestarle atención, que puede ser una herramienta que otorgue poder
si es colectiva y sostenida en el tiempo.
El nuevo nombre pretende reflejar el viraje de las
prioridades de la antes Facebook hacia lo que han bautizado como «metaverso», un mundo de realidad
virtual cien por cien digital. A él quiere dirigir su flamante consejero
delegado, el renacido Mark Elliot Zuckerberg, gran parte de sus inversiones en
los próximos años.
El metaverso es el universo de lo intangible. Avatares
personalizados incorpóreos que podrán hacer todo lo que hacen sus originales en
el reino de internet, pero con una continuidad espaciotemporal propia tan
consistente como la del mundo de lo tangible, y con vocación de
autosuficiencia. ¿Es esta la liberación definitiva de la jaula espaciotemporal
que lleva persiguiendo Homo sapiens desde los inicios de su aventura cósmica?
¿Supondrá un punto de inflexión en la relación de nuestra especie con el medio
tangible en el que nuestros cuerpos inexorablemente tienen que vivir?
«Meta» es un vocablo griego del que pocos
serán conscientes y que se halla en una palabra de tan rancia tradición
filosófica como es «metafísica». Con esta palabra etiquetó Andrónico de
Rodas hace poco más de dos milenios un conjunto de escritos de Aristóteles en
los que se trataba sobre la naturaleza, componentes, estructura y principios
fundamentales de la realidad. La palabra de marras, si nos atenemos a su
literal sentido, significa «más allá de la naturaleza o de la física».
Desde el germen primero de esta parte primordial de la filosofía hace más de
dos mil quinientos años, con el poema escrito por Parménides de Elea,
pareció necesario a los primeros filósofos ir más allá de la apariencia
fenoménica de lo físico para penetrar en la verdadera esencia de cuanto existe
mediante la elaboración de conceptos abstractos. Paradójicamente –la filosofía
está plagada de paradojas– se impuso reconocer que la comprensión de lo
tangible exigía el retiro mental al mundo intangible de las ideas. Pero los
excesos de una ontología idealista siempre fueron corregidos mediante el
permanente recordatorio de la primigenia realidad de la materia de la que el
ser humano es parte. Por honestidad intelectual –divisa irrenunciable del que
aspira a sabio– no se podía dejar de dar cuenta de la evidencia tozuda de lo
tangible.
En ese denodado esfuerzo por domeñar la realidad
(tangible) que en gran media define el devenir de Homo sapiens el metaverso
puede ser considerado el paso definitivo, resultado de la evolución de internet
merced a las tecnologías inmersivas como son la realidad virtual y la realidad
aumentada. He aquí otra paradoja, esta vez de índole nominal, al llamar
«tecnología inmersiva» a la que nos tienta con desligarnos de la dimensión
corpórea de nuestro ser. Porque el metaverso promete romper con las ataduras
del espacio y el tiempo, con las distancias y las esperas en los desplazamientos
–nunca más habrá que hacer cola para satisfacer al instante nuestros deseos–,
esa tecnología en verdad es emersiva, pues hará que nuestras mentes emerjan del
seno de las cosas hacia el cielo de lo intangible. La ubicuidad estará más
cerca de ser un don del que todos disfrutemos por la persistencia del metaverso
al existir independientemente del instante y el lugar.
El encandilamiento que indiscutiblemente provoca en
la mayoría de las personas todo el mundo intangible que proporciona la
tecnología digital le da la razón al filósofo Santiago Alba Rico cuando
en su sugerente ensayo Ser o no ser (un
cuerpo) reconoce una pulsión característica en el ser humano que se traduce
en el deseo de huir del cuerpo. Es uno de los motores de la historia junto con
la lucha de clases según él. Su plasmación en la técnica representa la historia
de los que quieren volar más alto y más deprisa. Para ellos el cuerpo es una
prisión, una verdadera jaula espaciotemporal (de nuevo el idealismo platónico,
en versión high tech, eso sí). Ahora bien, la técnica es un ejercicio de riesgo
por cuanto lo creado tiene un efecto, con una significativa porción de
imprevisibilidad, sobre nosotros, más precisamente sobre la conciencia de
nuestra identidad. Habría mucho que hablar en este sentido sobre las
consecuencias sobrevenidas de la eclosión tecnológica de finales del siglo XIX,
no sospechadas en aquel momento, pero que hoy nosotros padecemos, como las de
índole ecológica. Más en el caso de las innovaciones de la tecnología digital,
las cuales no son meras prótesis somáticas por así decir, sino que constituyen
verdaderas rutinas invasivas de nuestras propias mentes.
Esta promesa tecnológica no deja de ser inquietante
para mí. Este contraste que las noticias casi coincidentes en el tiempo del
anuncio de Zuckerberg y de la COP26 han puesto de relieve me hace preguntarme
si se verá mermado el interés de las personas por las cosas del mundo tangible
(de esto parece ser que habla Byung-Chul Han, uno de los filósofos
de moda, en su libro recién publicado No cosas). Porque a mí me parece que
tendríamos que tener puesta nuestra atención colectiva en los desafíos
históricos a los que nos enfrentamos, que alcanzan ya una dimensión global y de
especie, como ejemplarmente representa el cambio climático. Y, sin embargo, lo
que parece ejercer una irresistible fascinación es todo ese paraíso digital
«inmersivo», el cual –como han advertido críticos como Nicholas Carr o Marta
Peirano– tiene también su punto de pacto con el diablo, que incluye la
concesión a los gigantes tecnológicos del libre acceso a nuestros cerebros así
como un cierto riesgo de dejación de responsabilidad respecto de nuestros
destinos personales y colectivos que otros podrían tomar en sus manos.
El metaverso podría verse como el triunfo de lo
intangible. Un modo de existencia en el que la historia corre el riesgo de
perder por completo su valor, puesto que al no existir las cosas materiales en
él no hay lugar para las huellas que son parte esencial del testimonio legado
por el tiempo. Habría que poner especial interés por salvaguardar el
conocimiento de la estructura y el contexto en el que las cosas están y
ocurren. Esos componentes de su ser en el mundo tangible habrían de traducirse
al lenguaje abstracto de los algoritmos, los cuales han relegado la
manipulación artesanal de las cosas a la condición de exotismo cultural.
Ese triunfo de lo intangible es manifiesto en la
economía global, caracterizada por su absoluta financiarización. Este proceso
ha sido dotado de un poder incontestable merced al desarrollo de las
tecnologías de la información y la comunicación que han permitido que el dinero
mute en un ente intangible que está muy por encima en valor que muchos bienes
tangibles de primera necesidad (el nombre de una moneda digital lo dice todo:
ethereum, «etéreo»). Aquí parece irreversible el delirio.
Lo que ha quedado
expuesto una vez más con el fracaso de la COP26, podría interpretarse como el
penúltimo gesto agónico de una humanidad que parece haber asumido que el
progreso no consiste en otra cosa que ir ampliando los bordes del abismo. Una
humanidad desnortada que siente amenazada su identidad por la condición líquida
de todos aquellos elementos laborales, sociales y culturales que forjaban el
carácter de las personas. Diríase que el ciudadano del siglo XXI renuncia a sus
referencias materiales en el mundo de lo tangible, que cada vez percibe más
hostil, para construirse una identidad fantasmagórica conforme progresa la
inmersión en el mundo de lo intangible, olvidando así que los seres humanos
somos sistemas físicos, partes del Universo, cuerpos tangibles en definitiva en
los que cabe reconocer las huellas de la historia del cosmos y de la vida.
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