¿Hablan las
ciudades?
El discurso es un
elemento fundacional en las teorías sobre la democracia y lo político.
Como concepto ha expandido y contraído, al mismo tiempo, su significado.
Pero, hasta donde puedo decir, y hasta donde otros me han dicho, aún no se
ha expandido suficiente para incluir el concepto de que la ciudad podría
tener un discurso. Argumentar, como lo hago en este ensayo, que las
ciudades tienen un discurso, sin importar que sea distinto al de los
ciudadanos y de las corporaciones, es de muchas maneras una cuestión transversal
tanto para la ley como para el urbanismo. No está presente en ninguno de
esos cuerpos de estudio, y eso especialmente en tanto no confino la noción
de discurso a la de gobierno urbano, ni construyo el contenido del discurso
de la ciudad en los términos que nos indica la ley. Por lo tanto, esta
investigación requiere expandir el terreno analítico para examinar el
concepto de cada uno: el discurso
y la ciudad.
Las ciudades son
sistemas complejos, pero siempre son sistemas incompletos. En esa
condición reposa la posibilidad de hacer —hacer lo urbano, lo político, lo
cívico. La ciudad no es la única con esas características, pero son una parte
necesaria del ADN de lo urbano —lo que corresponde a las
ciudades. Cada ciudad es distinta y también lo es cada disciplina que
la estudia. Sin embargo, si se trata de un estudio de lo urbano, deber
lidiar con esos rasgos distintivos: lo incompleto, la complejidad y la
posibilidad de hacer. Esos rasgos toman formatos urbanos que pueden variar
enormemente a lo largo del tiempo y el espacio.
Dada tal
diversidad, la investigación urbana no necesita reconocer las versiones
destiladas, abstractas, de estos tres conceptos centrales —complejidad, lo
incompleto y el hacer. Más bien, los investigadores e intérpretes de lo
urbano usan o invocan los conceptos de sus disciplinas o de su imaginación
y los rasgos concretos de las ciudades que observan. Pero esos tres rasgos
abstractos están presentes si se trata realmente de lo urbano y no
simplemente de un terreno densamente construido de un tipo
específico —interminables hileras de casas, de oficinas o de fábricas.
Por tanto, una vasta franja de casas suburbanas no son una
ciudad, sino terreno construido, del mismo modo que lo son los lotes
de oficinas. Si queremos que el concepto de ciudad funcione
analíticamente, debemos discriminar conceptualmente. Aquí uso estos
rasgos de las ciudades para involucrarme en una investigación
experimental. Argumentaré que hay acontecimientos y condiciones que nos dicen
algo sobre la capacidad de las ciudades para responder sistémicamente
—para respondernos.
Permítanme ofrecer
un esbozo inicial de lo que quiero decir con un ejemplo simple: un auto,
construido para correr a altas velocidades, deja la carretera y entra a la
ciudad. Llega a una zona con tráfico, compuesta no sólo de autos sino de
gente que desborda por todas partes. De pronto, el auto está paralizado.
Construido para la velocidad, su movilidad se ha detenido. La ciudad
habló. La primera aproximación es pensar tal discurso como
una capacidad urbana. El término capacidad ya está bien establecido. Pero
calificarlo como capacidad urbana es poco usual. Lo introduzco para
atrapar la mezcla elusiva de espacio, gente y actividades particulares, en
especial el comercio y lo cívico. Este término captura los aspectos
sociales y físicos de la ciudad. Entendida así, la noción de capacidad
urbana funciona como una frontera analítica —ni simplemente espacio urbano
ni simplemente gente. Es su combinación bajo condiciones específicas, en
escenarios consistentes, confrontando potenciales y asaltos particulares
que pueden generar discursos.
Esas capacidades
urbanas se hacen visibles en una variedad de situaciones y formas. En ese
hacerse visibles se convierten en una forma de discurso. Es imposible
hacerle justicia a todos los aspectos de ese proceso en un ensayo tan
corto, así que me limitaré a los bloques básicos de la construcción del
argumento. Primero, la ciudad como un sistema complejo e incompleto que
permite actuar y que le ha dado a las urbes su larga vida; la combinación
de esos dos aspectos ha permitido que éstas sobrevivan a sistemas que son
más poderosos, pero también más formales y cerrados —Estados
nacionales, reinos, firmas financieras. El otro es la mezcla de diversas capacidades
urbanas que pueden concebirse como actos del discurso y que señalan a su
vez la noción más amplia de que las ciudades tienen un discurso, aunque
sea informal y no suela reconocérsele como tal.
La racionalidad
sustancial que subyace a esta investigación sobre la ciudad y el discurso
reposa en dos cuestiones. Primero el hecho de que la ciudad es aún un
espacio clave para las prácticas materiales de la libertad, incluyendo las
anárquicas y contradictorias, y un espacio donde quienes no tienen poder
pueden crear discurso, presencia, una política. El otro es que estos
aspectos de la ciudad están amenazados por una variedad de procesos
agudos que desorganizan a las ciudades, sin importar lo densas y
urbanas que parezcan; estas amenazas incluyen extremas formas de desigualdad
y privatización, nuevos tipos de violencia urbana, guerra
asimétrica y sistemas masivos de vigilancia. Pero para ver esto también
hay que tomarse tiempo para escuchar y, tal vez, entender el
discurso de la ciudad, y quizá hayamos olvidado cómo escuchar, por no
decir cómo entender. A continuación exploro algunos actos que reflejan el
habla de la ciudad.
Tácticas analíticas
Al hacer este tipo
de meditación experimental, me veo a mí misma con la necesidad de
involucrarme en lo que me parece que son tácticas analíticas. El método
limita demasiado. Una de esas tácticas es operar a la sombra de explicaciones
poderosas. Éstas deben tomarse con seriedad, pero son peligrosas. Mi primer
paso es preguntar qué oscurece con precisión ese tipo de explicación, a causa
de la poderosa luz que arroja sobre algunos aspectos del tema. Al explorar la
noción de que las ciudades hablan, no puedo quedarme en las poderosas
explicaciones que nos dicen qué es la ciudad. El discurso de la ciudad ocurre
en una zona medianera: no es la ciudad simplemente como orden social o
material. Es una capacidad urbana elusiva, que no es por completo material ni
totalmente visible. Una segunda táctica analítica, que en parte deriva de la
primera, es la necesidad de desestabilizar de manera activa los significados
establecidos. Al hacer eso nos permitimos ver o entender lo que no está
contenido en las narrativas centrales que explican una época o que organizan un
campo académico, y necesitamos hacerlo especialmente en una época de rápidas transformaciones.
Por tanto, la noción misma de que la ciudad habla implica desestabilizar la
noción de que la ciudad es una condición evidente marcada por la densidad, la
materialidad, las multitudes y sus múltiples interacciones. La facticidad
abrumadora de la ciudad necesita desestabilizarse. Me interesa recuperar la
posibilidad de que un despliegue interactivo de gente, empresas,
infraestructuras, edificios, proyectos, imaginarios y más, sobre un terreno
confinado, produzca algo parecido al discurso: resistencia, potenciales
mejorados, en resumen, que la ciudad nos responde.
Complejidad y lo
incompleto: la posibilidad de actuar
Las ciudades son
uno de los sitios claves donde las normas y las identidades se construyen. Han
sido ese tipo de sitios en varias épocas y en varios lugares, bajo muy diversas
condiciones. Así, incluso si las ciudades han sido desde siempre hogar para el
racismo, para odio religioso o expulsión de pobres, han demostrado a lo largo
de la historia una capacidad para clasificar los conflictos mediante el
comercio y la actividad cívica. Esto contrasta con la historia del Estado
nacional moderno, que ha tendido a militarizar los conflictos. Las condiciones
que permiten a las ciudades construir normas e identidades, y transformar conflictos
en una civilidad fortalecida varían a lo largo del tiempo y el espacio. El
cambio de época, en nuestro deslizamiento a lo global, suele ser fuente de
nuevos tipos de capacidades urbanas. Hoy, dada la globalización y la
digitalización —y todos los elementos específicos que la permiten— muchas de
estas condiciones han vuelto a cambiar. La globalización y la digitalización
producen dislocaciones y desestabilizan los órdenes institucionales existentes,
que van más allá de las ciudades. Pero la desproporcionada concertación y
agudeza de estas nuevas dinámicas en las ciudades, en especial en las globales,
fuerza la necesidad de confeccionar nuevos tipos de respuestas y de innovar,
especialmente de parte tanto de los más poderosos como de los menos
aventajados, aunque sea por razones muy diferentes. Algunas de esas normas e
identidades justifican el poder extremo y la desigualdad. Algunas reflejan
innovación bajo presión: como lo muestra mucho de lo que pasa en los barrios de
inmigrantes o en las barriadas de las megaciudades. Mientras las
transformaciones estratégicas tienen formas bien perfiladas y se concentran en
las ciudades globales, algunas también se llevan a cabo —además de difundirse—
en ciudades que no son centros de poder ni desigualdades extremas.
Las ciudades no
son siempre los sitios clave para la construcción de nuevas normas y de
identidades o de innovaciones institucionales. Por ejemplo, en Europa y en
buena parte del hemisferio occidental, desde 1930 y hasta los años setenta, la
fábrica y el gobierno fueron sitios estratégicos para la innovación mediante el
contrato social y con la creación de una clase trabajadora y media fuertes,
basadas en la producción y el consumo en masa. Mi propia lectura de la ciudad
fordista corresponde de muchas maneras a la noción de Max Weber de que la
ciudad moderna no es un espacio de innovación, a diferencia de las ciudades
medievales en Europa. La escala estratégica bajo el fordismo es nacional;
en ella, las ciudades pierden su significado. Pero me separo de Weber en que,
históricamente, la gran fábrica fordista y las minas fueron sitios de
innovación: la construcción de una clase trabajadora moderna y del proyecto
sindicalista. En resumen, no es siempre la ciudad el sitio para construir
normas e identidades.
En nuestra era
global, las ciudades resurgen como sitios estratégicos para el intercambio
cultural e institucional. Las condiciones que hoy hacen de algunas ciudades
sitios estratégicos son básicamente dos, y ambas atrapan transformaciones
mayores que desestabilizan sistemas más viejos para organizar el territorio y
la política. Una de ellas es el cambio de escala de los territorios
estratégicos que articulan al nuevo sistema político‑económico y, por tanto, al
menos algunos aspectos del poder. La otra es el debilitamiento de lo nacional
como contenedor de procesos sociales debido a la variedad de dinámicas que
abarcan la globalización y la digitalización. Las consecuencias para las
ciudades de estas dos condiciones son muchas; lo que importa aquí es que éstas
emergen como sitios estratégicos para grandes procesos económicos y para nuevos
tipos de actores políticos, incluyendo procesos y actores no urbanos. Una
distinción importante para mi examen se presenta entre espacios ritualizados
que reconocemos como tales y espacios que, o bien no se han ritualizado o no
podemos reconocer como tales. Mucho de lo que experimentamos como urbanidad en
las tradiciones occidentales europeas es un conjunto de prácticas y condiciones
que se han refinado y ritualizado a lo largo del tiempo y a través del espacio.
Por tanto, en nuestra tradición europea, en parte imaginada, el paseo no es
cualquier caminata y la piazza no es cualquier plaza. Ambos tienen genealogías
de significado y rituales, ambos contribuyen a construir un dominio público
mediante la ritualización. A través del tiempo, y también del espacio, la
historia nos ofrece vistazos de muy distintos tipos de espacio, uno menos
ritualizado y con menos códigos inscritos —si es que alguno los tiene. Es un
espacio para hacer, a cargo de quienes no tienen acceso a los instrumentos
establecidos.
He trabajado en la
recuperación conceptual de ese tipo de espacio y lo he llamado la «calle
global». Es un espacio con menos o ninguna práctica ritualizada o códigos que
la sociedad más amplia pueda reconocer. Es rudo, y con facilidad se le
considera «incivilizado». La ciudad, y en especial la calle, es un espacio
donde quienes no tienen poder pueden hacer la historia, de maneras imposibles
en áreas rurales. Eso no significa que es el único espacio, y ciertamente
crítico. Al hacerse visibles, presentes unos ante otros, pueden alterar su
característica falta de poder. Esto permite distinguir entre distintos tipos de
carencia de poder. Ésta no es simplemente un estado absoluto que puede
aplanarse con el término de ausencia de poder. En ciertas condiciones, la falta
de poder puede resultar compleja, y lo que quiero decir con esto es que
contiene la posibilidad de construir lo político, lo cívico y la historia. Esto
nos enfrenta al hecho de que hay una diferencia entre la falta de poder y la
invisibilidad/impotencia.
Muchos movimientos
de protesta que hemos visto en el Medio Oriente y en el norte de África, en
Europa, en los Estados Unidos y en otros lugares son de ese tipo: quienes
protestan puede que no hayan ganado poder, aún carecen de poder, pero están
haciendo historia y política. Esto me lleva a una segunda distinción, que
contiene una crítica de la noción común de que si algo bueno les sucede a
quienes les falta poder, ello marca su empoderamiento. Reconocer que la falta
de poder puede convertirse en algo complejo abre un espacio conceptual para la
propuesta de que quienes carecen de poder pueden hacer historia, incluso si no
se empoderan y, por tanto, su trabajo tiene consecuencias incluso si no se hace
visible con rapidez, y pueda tardar, de hecho, generaciones en hacerlo. En otro
lugar he interpretado varias historiografías como indicadores de que el marco
temporal de las historias construidas por quienes carecen de poder tiende a ser
mucho más largo que el de las historias construidas por aquellos que lo
detentan.
Capacidades
urbanas: preceden al discurso y lo hacen legible
Si la ciudad tiene
un discurso, ¿cómo puede verse o sonar? ¿Qué lenguaje habla? ¿Cómo se nos
vuelve legible a quienes hablamos otro lenguaje y cuya voz es una cacofonía?
Un primer, pequeño
paso, es plantear que el discurso de la ciudad es su capacidad de alterar, de
dar forma, de provocar, de invitar, todos en pos de la lógica que busca mejorar
o proteger la complejidad y lo incompleto de la ciudad. Permítanme elaborar
sobre esto de un modo un tanto exagerado, por el bien de la claridad, y
argumentar que enfocarnos sólo en la facticidad de la ciudad no es suficiente
para entender la cuestión de si ésta tiene un habla.
La cuestión del
habla de la ciudad no puede reducirse a la facticidad incluso si requiere que
se la reconozca y que se abran los ojos con una mirada. Es decir, hemos
aplanado la facticidad de la ciudad, cuando debiéramos haber hecho visibles sus
diferenciaciones para poder trabajar de manera analítica. Esa manera de aplanar
no nos ayuda a ver cómo la facticidad interactúa con las acciones de la gente o
que hay una construcción ahí, una construcción colectiva entre el espacio
urbano y la gente. Por ejemplo, la hora pico en la ciudad es un proceso en el
que chocamos unos con otros, se arranca un botón aquí y allá, nos paramos en el
pie de otro. Pero sabemos que ninguna de esas acciones es personal en el centro
de la ciudad a hora pico, a diferencia de un barrio donde esto se consideraría
como provocaciones.
Lo que hace que
eso sea posible es el código tácito inscrito en ese tipo de espacio/tiempo —no
un lugar per se, sino el espacio que se constituye por la gente en el centro de
la ciudad a hora pico. Necesitamos nombrar esa capacidad que resulta un
producto colectivo que emerge de la intersección de
tiempo/espacio/gente/prácticas rutinarias. Pienso en eso como una capacidad
urbana —el carácter central de la urbe se produce mediante ambientes
construidos, las prácticas rutinarias de la gente y un código inscrito y
compartido. Permite una serie de interacciones complejas y de secuencias y, al
hacerlo, moviliza un significado específico.
No sólo el
resultado del trabajo mismo de hacer lo público y hacer lo político en un
espacio urbano es lo que constituye lo característico de la ciudad. En las
ciudades podemos ver la producción de nuevos sujetos e identidades que no
serían posibles, por ejemplo, en zonas rurales o en un país entero. Hay
cierto tipo de hechura‑pública en obra que puede perturbar las narrativas
establecidas y, por tanto, hacer legible lo local y lo silenciado incluso en
órdenes visuales que buscan purificar el espacio urbano. Un ejemplo es la
temprana gentrificación sofisticada en Manhattan —un orden visual completamente
nuevo que no podría, por un momento, hacer invisibles a los desamparados que
produjo. Un segundo ejemplo es el vendedor callejero inmigrante en Wall Street
que alimenta al ejecutivo financiero de alto nivel que va de prisa, alterando
el paisaje visual corporativo con el fuerte olor de las salchichas fritas. Veo
estos ejemplos en una ciudad que nos responde, alterando el resultado buscado
con órdenes visuales elegantes.
En el otro
extremo, la sociabilidad de una ciudad puede hacer salir y subrayar la
urbanidad de un sujeto, y situar y diluir significantes más locales o más
esenciales; la necesidad de nuevas solidaridades cuando las ciudades se
confrontan con grandes riesgos hacen que esto salga a flote. En mi
investigación, encuentro que los componentes clave de lo que caracteriza a la
ciudades han sido confeccionados por el difícil trabajo de ir más allá de los
conflictos y del racismo que pueden marcar una época. De este tipo de
dialéctica surge la urbanidad abierta que históricamente hizo de las ciudades
europeas espacios para una ciudadanía expandida. De manera más general, los
movimientos que comprometen a grupos dispares con una variedad de reclamos
pueden unirse sin importar cuán diversas sean sus políticas. La
interdependencia real vivida a diario en la ciudad hace posible tal unión —si
el agua, la electricidad o el transporte falla en una ciudad, afecta a todos
independientemente de sus diferencias sociales o políticas. Tal unión sería
poco probable e innecesaria en el espacio político nacional dada la menor
interdependencia mutua y, en general, en un espacio más abstracto. Esos
ordenamientos parciales que vemos en las ciudades pueden agregarse al ADN del
civismo en la ciudad: alimentan la construcción del sujeto urbano, más que la
de un sujeto basado en lo religioso, lo étnico o la clase. Ésos son algunos de
los factores que hacen de las ciudades un espacio de gran complejidad y
diversidad.
Las grandes
ciudades en la intersección de vastas migraciones y expulsiones fueron y son
espacios con la capacidad de acomodar enorme diversidad de grupos. Ese acomodo
suele ser el resultado de desarrollar más profundamente la ciudanía —sea eso o
segregaciones espaciales que desurbanizan una ciudad. Hay que notar que, cuando
tienen éxito, tales ciudades permiten un tipo de coexistencia pacífica por
largos periodos. La coexistencia no significa respeto mutuo y equidad: mi
preocupación es con aspectos construidos y las restricciones de las ciudades
que producen esa capacidad para la interdependencia, incluso si hay diferencias
mayores en religión, política, clase o más. Pienso en las capacidades urbanas
más relacionadas con las capacidades infraestructurales o subterráneas, cuyos
resultados se conforman en parte por la necesidad de mantener un sistema complejo
marcado por enormes diversidades y lo incompleto. Eso le da su habla a las
ciudades. Tal vez los casos más familiares y claros son periodos de
coexistencia pacífica en ciudades con definidas diferencias religiosas; eso
hace visible que el conflicto no es necesariamente inherente a tales
diferencias.
No son sólo los
casos famosos de Augsburgo o la España morisca, con su muy admirada
coexistencia de muy diversas religiones, prosperidad colectiva y liderazgos
ilustrados. También es el caso del viejo bazar de Jerusalén como espacio de
coexistencia comercial y religiosa a lo largo de los siglos. Baghdad prosperó
como ciudad poli religiosa bajo el califato abasí, alrededor del año 800, e
incluso bajo el extremadamente brutal liderazgo de Saddam Hussein era una
ciudad donde las minorías religiosas, como las comunidades cristianas y judías,
generalmente antiguas de varios siglos, vivían en relativa paz. Pero la
historia nos enseña que esa capacidad puede destruirse y se ha destruido
comúnmente. La destrucción ha inevitablemente conllevado una desurbanización y
la formación de guetos en el espacio urbano. Por tanto, en marcado contraste
con periodos anteriores, Baghdad es hoy una ciudad donde la purificación
étnica y la intolerancia son el «régimen» de facto, catapultado por la
desastrosa e injustificada invasión de los Estados Unidos. Éstos y otros muchos
casos históricos muestran que un evento particularmente exógeno, de hecho
desurbanizador, puede repentinamente posicionar de nuevo diferencias religiosas
o étnicas como agentes de conflicto. Los mismos individuos pueden experimentar
y representar ese cambio. La lógica sistémica del Bagdad de Hussein era la
indiferencia hacia minorías como los cristianos los judíos, no una
cuestión de tolerancia por parte de los residentes o de un liderazgo ilustrado.
Mi argumento es
que la indiferencia sistémica puede en muchos casos funcionar como un tipo de
capacidad urbana subterránea en obra: una civilidad que no depende de la
tolerancia de los ciudadanos o de líderes ilustrados, sino que es resultado de
interdependencias e interacciones en la vida física y económica de la ciudad.
Al contrario, su quiebra se hace visible como un colapso, en conflictos letales
y limpiezas étnicas que desorganizan la ciudad y violentan la capacidad urbana.
Versiones de
capacidades urbanas se pueden encontrar en una serie de casos, algunos más
elusivos que otros. Uno de estos concierne a la cuestión de la repetición, una
característica básica del entorno construido en las ciudades y, en general, de
nuestros mundos económico y técnico. Con todo, en la ciudad la repetición se
convierte en la construcción activa de la multiplicación y la iteración. Más
aún, los escenarios urbanos de hecho perturban el significado de la repetición.
Hay mucha repetición en cualquier ciudad, pero siempre se le toma por lo
específico, las condiciones a lo largo de diferentes espacios urbanos. Un
autobús, una cabina telefónica, un edificio de apartamentos o de oficinas,
incluso si se repiten estandarizados a lo largo de la ciudad, tendrán distintos
significados y utilidades a lo largo de los diversos tipos de espacios de la
urbe. Ello hace visible cómo la diversidad de los ambientes urbanos remarca
incluso los objetos más estandarizados y los hace parte de ese barrio, ese espacio
público, ese centro de la ciudad.
En un nivel más
complejo, los barrios de la misma ciudad pueden tener distintas auras,
sonidos, olores, coreografías del modo en cómo la gente se mueve en ellos, así
como quién es bienvenido y quién no. En breve, la repetición en la ciudad puede
ser muy distinta de la repetición mecánica en una línea de montaje o de la
reproducción de un gráfico. Quiero ir un paso más allá y plantear que en cada
instancia vemos una capacidad que me gustaría entender como discurso. Una forma
del discurso más confusa es la construcción de la presencia. En mi propia obra
he desarrollado las nociones de «hacerse presente» para rescatar un actor, un
evento del silencio de la ausencia, de la invisibilidad, el desalojo
virtual/representativo de la pertenencia a la ciudad.
Me interesa en
especial entender cómo se hacen presentes tanto a sí mismos, como a otros
similares a ellos y a quienes son diferentes, los grupos y los «proyectos» en
riesgo de invisibilidad debido a los prejuicios sociales y a los miedos. Lo que
quiero entender es una característica muy especial. Es la posibilidad de
construir una presencia donde hay silencio y ausencia. Una variante de ese
hacerse presente es el terrain vague, un espacio subutilizado
o abandonado que yace olvidado entre estructuras masivas y proyectos en
construcción. No es único a nuestra época —bajo otros arreglos, y con
particularidades distintas, también existió en el pasado. Pienso que ese
espacio intermedio y elusivo es esencial para la experiencia de la vida urbana,
y que le proporciona legibilidad a las transiciones, así como la incomodidad de
configuraciones espaciales específicas. Podemos encontrar el terrain
vague aun en la más densa de las ciudades. Con su marca visual como
espacio subutilizado, normalmente está cargado con memorias de otros órdenes
visuales, con presencias del pasado, perturbando su significado actual como
espacio sin uso. Está cargado precisamente porque no se utiliza. En tanto
memorias, esos espacios se vuelven parte de la «interioridad» de la ciudad, de
su presente, pero es la hechura de una interioridad lo que está fuera de la
lógica dominante y de sus demarcaciones espaciales guiadas por el beneficio
económico. Son los suelos vacíos los que permiten a los residentes que se sientan
rebasados por su ciudad, conectarse con ella mediante la memoria en una
época de cambios rápidos, un espacio vacío pue‑ de llenarse de recuerdos. Y es
ahí donde los activistas y los artistas encuentran el espacio para sus
proyectos. Eso es una construcción de la presencia que es un acto del discurso.
Fuerzas
desurbanizadoras
Dada su
complejidad e incompletud, históricamente las ciudades han demostrado tener una
capacidad para sobrevivir los levantamientos, en parte mediante la respuesta
que da y en parte limitando las tendencias desurbanizadoras. Pero nunca
triunfan por completo. El poder, sea en forma de las élites, las políticas
gubernamentales o la innovación en el entorno construido, puede borrar el habla
de la ciudad. Lo vemos en el desarrollo de mega‑construcciones, autopistas que
atraviesan la ciudad, la extrema gentrificación, para gente de
altos ingresos, que privatiza el espacio urbano, la proliferación de vastas
concentraciones de edificios residenciales en altura de baja calidad y sin
centros comerciales o lugares de trabajo, entre otros. Todas esas son parte de
las corrientes desurbanizadoras actuales.
En nuestro tiempo
los significados estables se vuelven inestables. La ciudad grande y compleja,
con su diversidad, es una nueva zona fronteriza. Ello es especialmente cierto
en la ciudad global, definida por su formación parcial dentro de una red de
otras ciudades, más allá de sus límites. Los actores de diferentes mundos se
encuentran ahí, pero sin reglas claras de compromiso. Donde estaba la frontera
histórica en los extremos de los imperios coloniales, hoy se encuentran grandes
complejos de ciudades. Por ejemplo, mucho del trabajo de las firmas locales
para impulsar la desregulación, privatización y nuevas políticas fiscales y
monetarias, toma forma y se concreta en ciudades globales. Es el modo en que
las firmas globales construyen el equivalente al viejo fuerte militar de la
frontera histórica: su red de fuertes es el entorno regulador que necesitan una
ciudad tras otra, a lo largo y ancho del mundo, para asegurar el espacio global
de sus operaciones. Es una arremetida formidable contra la ciudad y sus
capacidades para asegurar la ciudanía.
En mi
investigación sobre la época actual, he examinado especialmente tres tipos de
desarrollos que pueden desorganizar la ciudad. Uno es el crecimiento intenso de
desigualdades de distinto tipo que puede generar expulsiones radicales —de
hogares y barrios o de estilos de vida de las clases medias—. Estas tendencias
tienen forma particularmente aguda y visible en las ciudades, con sus espacios
de lujo y de pobreza expandidos. El segundo es la construcción de nuevas
ciudades enteras, incluyendo ciudades inteligentes que suelen construirse como
negocio para obtener ganancias; hay más de seiscientas nuevas ciudades en
construcción o en planeación. Una preocupación particular es el uso extremo de
sistemas inteligentes cerrados para controlar edificios enteros. Dada la
acelerada obsolescencia de la tecnología, ello podría acortar la vida de una
amplia zona de esas nuevas ciudades. Un reto, a mi parecer, es la necesidad de
urbanizar esas tecnologías para que puedan contribuir a la urbanidad de esas
áreas. El tercer proyecto concierne a los sistemas de vigilancia a gran escala
que en la actualidad están en desarrollo en países como los Estados Unidos,
Alemania o el Reino Unido. Más adelante atiendo este aspecto con más detalle.
En julio de 2010
el Washington Post publicó los hallazgos de una investigación de dos años, «Top
Secret America», en tres partes. En la configuración de esa «América
ultrasecreta» participan 1,271 organizaciones gubernamentales y 1,931 compañías
privadas, que en conjunto emplean un estimado de 854 mil personas con
autorización de alta seguridad —casi 150% la cantidad de gente que vive en Washington
D.C.— incluyendo 265 mil contratistas privados. Ellos trabajan en programas
relacionados con el contra‑terrorismo, la seguridad interna y la inteligencia.
Hay cerca de diez mil sitios en los que se lleva a cabo ese trabajo a lo largo
de los Estados Unidos. De esos edificios, cuatro mil están en la zona de
Washington D.C., y ocupan más de un millón y medio de metros cuadrados —el
equivalente a casi tres veces el Pentágono o veinte veces el edificio del
Capitolio. En esos edificios se alojan poderosas computadoras que recolectan
gran cantidad de información mediante la intervención de teléfonos,
satélites y otros equipos de vigilancia que monitorean personas y lugares tanto
dentro como fuera del territorio de los Estados Unidos. Cada día, la Agencia Nacional
de Seguridad (NSA) por sí sola intercepta y almacena 1,700 millones de correos
electrónicos, mensajes instantáneos, direcciones IP, llamadas telefónicas y
otros bits de comunicación; una pequeña proporción de todo eso se clasifica y
resguarda en setenta bases de datos diferentes. Mucha de esa información
llegará a las decenas de miles de reportes ultrasecretos producidos por
analistas cada año; pero sólo un puñado de individuos tienen acceso a ellos y
el volumen es tan grande que muchos jamás serán leídos. Ese aparato de
vigilancia está ahí para nuestra «seguridad».
Para nuestra
seguridad somos vigilados; es decir, todos hemos sido constituidos como
sospechosos, para nuestra propia seguridad. Eso me lleva a preguntarme si bajo
esas condiciones nosotros, los ciudadanos, no somos sino nuevos colonizados.
Las ciudades, con su diversidad y su anarquía, con sus capacidades incluidas
para responder a las tendencias desurbanizadoras, se convierten en espacio
estratégico para combatir el hecho de que todos seamos reducidos al carácter de
sospechosos. La acuidad es el único espacio en el que cierto tipo de
convergencia estructural puede desarrollarse, bajo la separación y el racismo
visible y familiar, y trabajar en un nivel social para unir a gente de muy diversas
comunidades con el propósito de combatir la vigilancia apabullante. Ese
potencial no cae ya hecho del cielo, necesita construirse con trabajo duro.
Pero las ciudades diversas y complejas son un sitio clave para tal
construcción.
Conclusión
¿Por qué importa
el hecho de que reconozcamos las capacidades urbanas y la posibilidad de que
eso sea un modo de hablar, con todo el peso que evoca ese concepto? Importa
porque esas capacidades son propiedades sistémicas dirigidas a asegurar la ciudanía,
es decir, un espacio complejo que prospera con la diversidad y tiende a
clasificar el conflicto en un civismo fortalecido.
Más aún, esas
capacidades se constituyen como híbridos —mezclas de la física material y
social de la ciudad. Esa interdependencia implica una transformación continua
tanto de lo material como de lo social, con periodos de estabilidad y
continuidad y otros de levantamiento, como el actual que se inició en los años
ochenta. El proyecto no trata de antropomorfizar la ciudad. Se trata de
entender una dinámica sistémica que tiene la capacidad de combatir lo que
destruye su ADN, para repetirlo: un ADN que es propicio para la ciudadía y su
diversidad. En el extremo, la ciudad permite a los que carecen de poder hacer
historia y así producir una diferencia crítica, entre la simple carencia de
poder y una forma compleja en la que entran en juego el hecho de hacerse
presente así como la historia.
Pero hay límites a
las capacidades de la ciudad, e históricamente vemos tanto la capacidad de las
ciudades para sobrevivir sistemas formalmente más cerrados y rígidos como
fuerzas poderosas que desorganizan las ciudades. Entre estas fuerzas
desurbanizadoras en la época actual están las formas extremas de desigualdad,
la privatización del espacio urbano con diversas formas de expulsión y la
rápida expansión de la vigilancia masiva de los ciudadanos en las democracias
más «avanzadas» del mundo. Esas fuerzas callan el habla de la ciudad y
destruyen sus capacidades urbanas.
Este texto se
publicó en el libro Habla Ciudad, con motivo de la primera edición del Festival
de Arquitectura y Ciudad MEXTRÓPOLI. Aparta la fecha y acompáñanos a vivir la
ciudad extraordinaria en su próxima edición que tendrá lugar del 09 al 12 de
marzo de 2019.
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