El peor elogio: una historia de la ciudad de
los palacios
En el mismo libro donde supuestamente
surgió el epíteto ciudad de los palacios para la Ciudad de México, el viajero
británico Charles Joseph Latrobe bautizó a Puebla como la ciudad de los fanáticos.1 Cercano
ya al final de su viaje por México en la primavera de 1834, el aún joven
Latrobe y que más tarde sería una importante autoridad colonial en Australia,
estaba fastidiado por la religiosidad popular mexicana, así como por el poder
de la Iglesia Católica.
En la carta que recopila en The Rambler in Mexico, su cuarto libro sobre viajes, acompañó este mote que otorgó para la
ciudad de Puebla junto con una anécdota que le contaron sobre unos caballos
ingleses que fueron traídos al país por un inmigrante europeo. En su
trayectoria desde Veracruz hasta la capital, los caballos recibieron insultos e
incluso pedradas pues, según recupera Latrobe de este relato, fueron vistos
como seres heréticos por provenir de una tierra anglicana. Para colmo,
difícilmente pasaban desapercibidos pues eran más grandotes y portentosos que
los locales. Su paso por Puebla, dice, fue uno de los peores momentos. El
desenlace es por demás consecuente: el dueño de los caballos importados tuvo
que llevarlos a bendecir a San Antonio Abad, en el entonces sur de la Ciudad de
México, para cristianizarlos bajo el sello de Roma y frenar las amenazas por su
pagana existencia.
Así, para Latrobe, Puebla es la más
representativa de las ciudades mexicanas en cuanto al conservadurismo y
folclorismo católico. Incluso menciona que ante la inestabilidad política del
tiempo de su visita —eran los últimos meses de la a veces llamada Primera
República Federal—, el obispo poblano estaba escondido luego que se dictara una
orden de arresto por su activismo.2 En
todo caso, aunque ciertamente el prestigio de Puebla como urbe persignada sigue
rondando los imaginarios nacionales, enganchada a aquel cinturón bíblico que
forma junto con el Bajío y occidente, creo que a nadie le resuena el
título de la ciudad de los fanáticos. Nadie lo evoca recurrentemente con sorna,
ni mucho menos con nostalgia. En cambio, sí es común encontrar la atribución a
ese mismo libro de viajes como el nacimiento del epíteto que hasta la fecha se
nos inflama el pecho y se nos engola la voz al proclamarlo: la Ciudad de México
es la ciudad de los palacios.3
Antes de comprender el acaso asombro
del británico por la Ciudad de México, hay que entender un poco más sobre el
desagrado de Latrobe con Puebla y, con suerte, sobre Latrobe mismo y, por
tanto, sobre el sentido de su ciudad de los palacios. El viajero británico
provenía de una importante raigambre protestante. Su bisabuelo, calvinista,
habría abandonado Francia en 1688 luego de que el rey Luis XIV revocara por
completo el antiguo edicto de Nantes, orillando a los llamados hugonotes al
exilio.4 Por
su parte, tanto su abuelo como su padre fueron clérigos y misioneros de la
Hermandad de Moravia. Esta religiosidad unió a Latrobe al activismo
antiesclavista británico de la época, que prestaba una particular atención y
condena a las prácticas hispánicas y portuguesas en este sentido. Desde ahí, es
posible comprender alguna perspectiva desdeñosa de este viajero a un entorno
católico, especialmente si fue cristianizado por España.
Nacido en 1801, Charles viajó a Suiza
para, como su padre y abuelo, estudiar e incorporarse al ministerio de la
iglesia morava. Sin embargo, esto no ocurrió así, sino que, a sus 23 años, se
convirtió en tutor de la aristócrata familia Pourtalès, también de origen
calvinista, y fue a través de este oficio que comenzó su faceta de viajero y
naturalista. Publicó su primer libro sobre ilustraciones y anotaciones de las
montañas alpinas suizas (1829) y posteriormente otro sobre la región del Tirol
(publicado en 1832). En su calidad de tutor, el conde Albert de Pourtalès
lo llevó a un viaje por América, comenzando por Estados Unidos, donde visitaron
algunas ciudades y, notablemente, se embarcaron a una exploración por el río
Misisipi acompañados de nada menos que el escritor Washington Irving. A raíz de
este viaje, Latrobe preparó su tercera publicación: The Rambler in North America: 1832-1833.5
Como podrá sospecharse, su viaje a
México ocurrió solo unos meses después en esa misma odisea americana. Sin
embargo, sus cartas sobre esta estancia serían las últimas que Latrobe podría
hacer como un simple viajero sin más compromiso que seguir a su privilegiado
tutorando. A su regreso a Europa después de México, Charles comenzó a formar su
propia familia y, tal vez relacionado con su activismo antiesclavista, fue
incorporado al gobierno británico como autoridad colonial. En un primer momento
viajó al Caribe y después, en 1839, fue enviado a Australia, donde, sin
entrenamiento militar ni otras características típicas de esta burocracia, fue
escalando en las posiciones coloniales hasta convertirse en el primer
teniente-gobernador de la recién creada provincia de Victoria, en el sur de la
isla-continente. Regresó a Inglaterra en la década de 1850, donde enviudó, se
volvió a casar, perdió la vista y vivió sus últimos años hasta 1875. Su
trayectoria en Australia es de particular interés en la historia de ese país:
su nombre bautiza varios espacios en Melbourne y cuenta con un curioso
monumento invertido en la universidad llamada, precisamente, La Trobe. Sin
embargo, eso trasciende los fines de este breve ensayo. En todo caso, era
conveniente tomar algunos puntos mínimos sobre la figura a la que supuestamente
referimos cuando hablamos del presumible autor de la ciudad de los palacios.
Ilustración: Adrián Pérez
El verdadero autor de la frase
Con toda honestidad, no sé si realmente
aludimos siempre y de forma directa a la cita de Latrobe cuando, en contextos
muy particulares, llamamos así a la Ciudad de México. Seguro alguien conocerá
mejor estos vericuetos archivísticos, pero sospecho que más bien el mote estaba
en el aire decimonónico, especialmente entre los viajeros europeos y
estadounidenses. Por lo pronto, no parece que fuera muy raro encontrar que
alguien refiriera a alguna otra ciudad así. En la primera mitad del siglo XIX,
por ejemplo, parece que la Calcuta colonial británica ostentaba ya dicho título
de una forma consistente. En 1824, el polifacético James Atkinson publicó en
la Government Gazette —primera publicación en inglés de ese
entonces enclave colonial indio y de la que Atkinson fue editor— una colección
de poemas llamada así: “Ciudad de los palacios”, dedicada a Calcuta. Y en
diferentes documentos desde entonces —y al parecer, desde antes—, es común
encontrarla mencionada junto con ese lema. Pero también es muy frecuente hallar
en textos del siglo XIX este mismo elogio dirigido para la ciudad de Génova.
Bajo la mirada de viajeros estadounidenses, franceses o británicos, otras urbes
han recibido también ese título en este mismo período: Berlín, Edimburgo,
Granada, San Petersburgo o incluso Panamá.6 En
cualquiera de los casos, parece ser un epíteto surgido ya sea de entre viajeros
que, de alguna manera, buscaban emular la sensación de hallazgo y exotismo que
les excitaba de las grandes narraciones de viajes medievales como la de Marco
Polo frente a Kublai Kan. O incluso aquellas de la modernidad temprana, como
cuando los conquistadores se maravillaron con las torres y edificios de
Cholula.
Me gusta imaginar que a mediados del
siglo XIX, en alguna sobremesa con presuntuoso y arribista aire aristocrático
en las élites capitalinas, alguien letrado en los diarios de viaje de su siglo
habría ilustrado al convite enalteciendo la ciudad que, justo en ese tiempo,
planeaba sus primeras expansiones y repartos fuera del perímetro colonial.
¡Roma es muy bella, pero qué me dicen de nuestra Ciudad de México! ¡Ya decía el
inglés Charles Latrobe en sus cartas que la Ciudad de México es la ciudad de
los palacios! Pero, claro, ¿a quién le resonaría ese nombre, Charles Latrobe,
si no a un puñado de exquisitos o, con suerte, a quienes lo hubieran conocido?
Los invitados habrían quedado complacidos por el encanto que despertó la Ciudad
de México en la mirada de otro europeo más que visitó el país, y tal vez solo
podrían retener el elogio y ya, pero no a su autor. ¿Cómo volver a contar el
cuento en la siguiente cena si no era atribuyéndole la cita a alguien realmente
conocido, a alguien que sí despertara suspiros, a alguien que le confiriera más
distinción a la cita que el simple hecho de la que se le brinda gratuitamente a
cualquier europeo? Tal vez de ahí brotaría el lugar común de que fue el barón
Alexander von Humboldt el que la habría bautizado así: la ciudad de los
palacios.
Ahora, esta sobremesa donde incluso el
nombre de Latrobe pudo haber sido mencionado o no, es solo una fantasía. Los
cronistas del siglo XX insisten en darle el crédito de la autoría del epíteto,
pero la verdad es que así como fue Latrobe, pudo haber sido cualquiera. No era
raro que los viajeros del siglo XVIII —y de antes— elogiaran a una ciudad que,
por la magnificencia —real o no— de sus edificios, merecieran ser llamados
palacios. No solo en otras ciudades, sino que también es probable que antes que
Latrobe, alguien ya hubiera venido con la “Ciudad de los Palacios” expresado
como epíteto o lema. Alguien podrá hacer una indagación más rigurosa y
sistemática, sin embargo, ciertamente antes que el de Latrobe, no he encontrado
otro.
Sospecho, sin embargo, que en efecto lo
hubo, o bien, la viva voz con la que se corrió la declaración de Latrobe fue
sumamente eficaz. Pues tan pronto como 1842 —unos seis años después de la
publicación en inglés de las cartas de Latrobe—, en el periódico El siglo XIX, Guillermo Prieto
publicó un artículo llamado “Ojeada al centro de México”, donde muestra ya un
cierto escepticismo a un epíteto que, entre líneas, se deduce que se está
generalizando al menos en el ámbito en el que Prieto se desenvuelve: “Vamos:
imposible parece describir este centro de México, y sin embargo, todas las
calles tienen su distintivo peculiar: la plaza grandiosa con su opulenta
catedral, tipo de elevación sublime, y su parte de ridículo en la fachada del
Sagrario, con un palacio de construcción sencilla, hermosos portales y un
Parián intruso y mal nacido: éste es el ridículo de la plaza; allí se exclama:
He aquí la Ciudad de los Palacios y la Reina de las Américas con la vista a la
catedral: si se va hacia la plaza del mercado, es otra cosa; allí hierve y se
arrastra una población degradada y asquerosa…”.7 Algunos
años después, en 1849, el mismo Guillermo Prieto, insistió en esta misma
actitud crítica a la exaltación palaciega de la Ciudad de México: “esta capital
que me engrandece con sus palacios, que me enamora con sus mil encantos, que me
enloquece con sus beldades, y que me interesa con su misma indolencia y
abandono”.8
Ahora, es claro que si el viajero busca
elogiar las ciudades que visita y llenarlas de epítetos, es natural que los
locales los apropien con una mezcla de orgullo y escepticismo; con la alegría
de la validación de la mirada extranjera, una alegría que deliberadamente elige
ignorar la condescendencia o el formalismo del lema, y con la sorna del auto
desprecio que opera con todo lo contrario: no concediéndole al extranjero otra
cosa que la hipocresía de las formas. Si Latrobe fue simbólicamente el primero
en bautizar a la Ciudad de México como una ciudad de los palacios, Prieto sería
simbólicamente el primero en incomodarse con ello. Un siglo después sería que
José Emilio Pacheco dijera que más bien la Ciudad de México sería “la ciudad de
los batracios”.
Pero si en la imaginación de los que saben Latrobe es
el autor de la frase, es más bien Humboldt quien se ha robado los reflectores
por décadas. Es común encontrar en los reportes, reseñas y otros documentos
oficiales o de crónica de finales del siglo XIX y principios del XX la mención
a la Ciudad de México como ciudad de los palacios, pero adjudicada al viajero prusiano.
Incluso, en el lenguaje florido que a veces muestran los políticos cuando
pretenden ser ilustrados, el diario de debates de la constitución de 1917
recoge un par de veces la mención de ciudad de los palacios y la
atribución a Humboldt como quien repite irreflexivamente la blanca Mérida como epíteto a la
capital yucateca. Solo imagino que habría sido hacia el último par de décadas
del siglo XIX que se diseminó la referencia entre las élites: la gran Ciudad de
México, la ciudad que asombra a propios y a extraños, la ciudad que deslumbró
tanto a Humboldt y que no tuvo más opción que exaltarla icónicamente.
Por quisquillosos es que más adelante
los cronistas se empeñarían en desmentir el origen del lema. Sin otro fin que
una erudición con vocación de fastidio que corrige los errores nimios de sus
interlocutores, apareció la precisión y ésta, a su vez, me parece que se
convirtió en otro lugar común de la conversación cultureta sobre la Ciudad de
México. También puedo recrear muchos momentos en los que alguien dice con toda
seriedad y una condescendencia atragantada: “es un error común atribuirle esta
expresión a Humboldt, cuando fue más bien del viajero inglés Charles Joseph
Latrobe”. Si cien años atrás lo que distinguía era invocar su atribución a
Humboldt, pues quién diablos era Latrobe, hoy se encuentra más prestigio en
dársela a un desconocido. Pero, y esto es lo más interesante, lo que nunca se
pone en disputa es el contenido del lema, ni su aplicación: la Ciudad de
México es indiscutiblemente la deslumbrante
Ciudad de los Palacios. Guillermo Tovar de Teresa incluso así titularía uno de
sus más valiosos libros, colocando en el prólogo, eso sí, la atribución a
Latrobe… A veces tengo la impresión de que nadie de los que utiliza el lema y
corrige a los demás sobre su autor, ha leído realmente The Rambler in Mexico. Ni siquiera
Tovar. Sobre todo Tovar. ¿A qué se refería realmente Latrobe?
El peor elogio
Recuerdo de niño la primera vez que me
dijeron que ésta era la ciudad de los palacios. Comenzaba a mostrar interés por
esos edificios de tezontle y cantera venidos a menos de un centro histórico que
aún no terminaba de levantarse del terremoto de 1985 y en el apogeo de una
desincorporación del Estado mexicano en crisis que habrá arrojado a incontables
personas a los mercados informales de las calles. El lema es poderoso:
contribuía a encontrar la grandeza entre esa suciedad, entre ese desorden,
entre ese deterioro, entre ese dolor. Pero también y muy pronto cumplía más
bien otro cometido: es auxiliar para dejar de mirar lo que hay —o más bien, a
quienes están— para imaginar lo que fue y solo regresar de la ensoñación con
una mueca de desprecio a los que hoy ocupan las calles.
Con una mente infantil empírica e
incrédula, aún intolerante a las figuras retóricas, empecé a contarlos. El
Palacio Nacional. El Palacio de Bellas Artes. El Palacio de Correos. El Palacio
de Minería. Sí, hay muchos palacios. Y, bueno, claro, enseguida vinieron las
preguntas molestas. ¿Qué es realmente un palacio? ¿Qué estamos contando como
palacio? ¿Por qué Correos sí es un palacio pero, por ejemplo, al edificio que
ocupa el Museo Nacional de Arte no lo solemos llamar así? O, todavía más puntilloso:
¿cuáles de todos los que he contado no existían realmente cuando vino Humboldt
o Latrobe? Eso disminuía dramáticamente la lista de los más vistosos y hacía
menos plausible la viabilidad de un lema así. ¿Deberían contarse como palacios
más bien las casas de la nobleza novohispana junto con los largos muros de los
conventos que la República Restaurada se llevó? ¿Una ciudad de cal y canto
llena de interminables paredes les remitirían palacios? ¿Estarían contando los
templos como palacios? ¿No habrían visto antes Humboldt y Latrobe otras
ciudades así antes? ¿Sería nada más un elogio quedabien? Y luego también
está el asunto de que la imagen de un palacio, en el fichero mental de un niño
habituado a caricaturas, cuentos y películas estadounidenses y europeas, no te
arroja lo que uno encuentra en la antigua Ciudad de México. Si me hubieran
dicho que por ciudad de los palacios se refería a lo poco que queda a la
vista tras los muros en un paseo por las calles de las Lomas de Chapultepec o
del Pedregal de San Ángel, tal vez hubiera tenido más sentido… pero esa vista,
por supuesto, tampoco la tuvo el viajero europeo.
Aun así estaba dispuesto a negociar la
descolonización de mi idea de palacio. Lo absurdo e insólito es que Latrobe o
Humboldt también lo hicieran. La curiosidad infantil se convirtió en una
extraña terquedad adolescente: no replicaría ese lema nunca hasta no estar
convencido de que la colonial Ciudad de México fuera realmente una ciudad de
palacios; incluso miraría con desdén y descrédito a los que lo replicaran. Hoy
creo que ya no importa si es cierto o no, sino lo que le significa a quien lo
dice y a cuenta de qué lo menciona. Hoy creo, junto con José Joaquín Blanco,
que la Ciudad de los Palacios es una mentira útil y aspiracional para ricos decadentes
y clasemedieros consumidores compulsivos de nostalgia.9 También
es un reflejo, una respuesta condicionada, una costumbre, pues. Pero antes que
eso, vale la pena volver a las páginas de The Rambler in Mexico de donde dicen que surgió el epíteto.
De Latrobe citamos su ciudad de los
palacios, pero nada más. No es un libro complaciente con la actualidad mexicana
con la que se tropezó. Como muchos europeos que visitaron México desde finales
del siglo XVIII y hasta la fecha, Latrobe venía buscando la pretérita grandeza
del mundo arruinado al que su civilización se superpuso violentamente. El
tiempo presente entre las otras ruinas, las de la monarquía hispánica, es solo
otro incómodo precio que hay que pagar por la visita al pasado mexica. Los más
influenciados por el romanticismo echarían algún elogio a los paisajes
montañosos —aunque difícilmente podríamos decir que Latrobe fue un romántico, sino
que, tal vez más inspirado por Humboldt, sería una mezcla inclinada más hacia
lo contrario— y adoptarían un lenguaje aún más poético para enaltecer la ruina
prehispánica.
Lo pintoresco como categoría había sido
ya inventada en la Europa dieciochesca y su fusión con la mirada erotizante
accionó el consumo turístico con algunas variaciones temáticas hasta nuestros
días. Les entusiasman los pueblos y las rutas, les entusiasman las manufacturas
indígenas y, en ocasiones, también les entusiasman los propios indígenas solo
si se ciñen al paisaje y parafernalia imaginadas. En estos diarios de viajes la
representación de lo pintoresco llega y se va tan pronto se le empalma alguna
realidad, especialmente la urbana. Las ciudades mexicanas les incomodan. Los
mexicanos con los que se topan en ellas les incomodan. La complicada formación
del Estado tras la independencia les incomoda. Todo lo que fascina a la mirada
europea de sus ensoñaciones mexicas y el encuadre pintoresco, les repulsa de
los mexicanos y sus entornos urbanos. En ellos se desvanece el exotismo y les
resurge el euro aspiracionismo americano que aborrecen; finalmente pueden
colocar la ciudad y sus ciudadanos en una escala del evolucionismo en la que
evalúan una sociedad que se ha quedado rezagada: no hay grandes industrias, no
hay grandes bancos consolidados, las masas no son aún las de proletarios tanto
como de mendigos iletrados. Se identifican rápidamente con la incipiente
burguesía cosmopolita, pero no dejan de mirarla como decadente, arribista y minoritaria.
Fuera de las ciudades creen mirar el pasado prístino que persiguen, pero en
ellas miran un presente retrasado.
El pobre Latrobe, decepcionado,
menciona que en sus días en la Ciudad de México solo recibió atención amigable
por parte de las familias mexicanas de origen europeo o de aquellos que
hubieran viajado allá. Además de lo que considera fanatismo religioso, Latrobe
encuentra hostilidad en los nativos hacia el forastero y está convencido de que
ésta radica en los celos que sienten ante cualquier persona, idea u objeto
extranjero… una suerte de complejo de inferioridad. Y refuerza su punto con
otros testimonios europeos. Hablando de la Ciudad de México en un hostal en
Tacubaya, un peluquero francés le dijo: “¡buenas calles, buenas casas, buenas iglesias,
buenas ropas! (Pero la gente) son todos, todos, todos, desde el presidente
hasta el lépero, lo que en Francia llamamos canaille”.10 Ignorantes,
fanáticos, envidiosos, provincianos y parroquialistas.
En su última carta, Latrobe dice que
tras tres meses de estancia en lo que él continúa llamando la Nueva España,
reconoce que sería injusto hacer grandes apreciaciones sobre la sociedad mexicana.
…Pero aun así declara al país incapacitado para la democracia. Y deja muy en
claro que el problema no son los saldos de la tiranía española como le escuchó
decir a alguien en su viaje de antesala a los Estados Unidos, sino que es algo
más profundo: “no tienen ni los principios de gobierno, ni la razón, ni la
convicción del valor de la educación y, sobre todo, tampoco el fuerte sentido
moral y la difusión general del principio religioso que sí distingue a sus
vecinos del norte”.11 De
pronto encontramos a un precursor de Max Weber en The Rambler in Mexico: la religión
enriquece y acelera allá, pero empobrece y detiene acá. En otra carta exclama
la bendición que sería para México tener un Napoleón Bonaparte; alguien que,
superando las facciones y luchas por el poder, impusiera un orden secular donde
tiene que serlo, pero divino donde aún conviene al poder… sería otra tiranía,
pero una menos bruta, quizás. El parlamentarismo o el republicanismo, más que
bendiciones, son lujos que solo pueden darse otras gentes.
Una convención de la narrativa
turística decimonónica y vigesimónica suele incluir también, casi como
requisito de una comunión entre nacionalismo y masculinidad, un elogio a la
belleza de las mujeres… de sus mujeres nacionales. Sin embargo,
Latrobe apenas puede decir que su porte es majestuoso, que sus ojos están
“bien”, pero que “no puede decirse que se distingan por su belleza”.12 Lamenta,
además, que vistan a la moda francesa e inglesa. Quisiera verlas ataviadas en
las ropas “nacionales”. No sabemos exactamente cómo es que configuró este
prototipo de mujer mexicana a partir de las muchas mujeres que habría
encontrado en su paso. Por otro lado, las tiendas de la Ciudad de México le
parecen mediocres. Los cantantes de ópera le parecen terribles. La ciudad es
aburrida. La ciudad es peligrosa y llena de asesinos. Ésa; ésa es la grandiosa
Ciudad de los Palacios.
Es en ese contexto que, al menos los
cronistas de nuestro tiempo y del siglo pasado quieren recuperar la verdadera autoría de
la expresión de la “ciudad de los palacios” para tomarla y enorgullecerse por
la mirada europea que se fascinó, si acaso, con el interminable cal y canto de
la ciudad colonial. En su defensa y, como he dicho, nunca me ha parecido que
hayan leído el libro de Latrobe o tal vez sí pero confían en que nadie más lo
hará. O al menos mantengamos esa esperanza. En ese caso, sería una convención
no escrita del gremio no divulgar nada más de tan terribles apreciaciones
—enmarcadas, todas, en su tiempo— con tal de quedarse con la insidiosa
corrección de autoridad. De lo contrario, tal vez ennoblecería más continuar
atribuyéndosela a Humboldt aunque no pueda encontrarse escrita en ninguno de
sus documentos… y aunque tampoco quede claro por qué lo diría.
A diferencia de los anteriores viajeros
y visitadores que tuvo la Nueva España y en cuyos diarios podemos encontrar
amplias descripciones de templos y conventos, Humboldt no vino a hacer elogios,
ni a hacer —al menos de forma directa— inspecciones de la metrópoli… vino
a clasificar, nombrar y medir, vino a estudiar a las gentes de estas tierras.
Tal vez la idea de que es una mirada científica la que, aun en el estricto y
frío empirismo de su misión, se deslumbra ante la grandeza de la ciudad,
permite encantarse más con ella: encontrarse con un poquito de exaltación en
una mente tan taxonómica. La Ciudad de México quedaría así recomendada hasta
por los mejores ilustrados. Hoy en día, resultaría más creíble y útil para los
fines para los que es empleada, atribuírsela mejor a la madame Calderón de la
Barca.
Tres décadas después de Humboldt,
Latrobe, buscó seguir sus pasos y los de otros exploradores, como muchos otros
europeos de la época. Su diario de viaje, sin embargo, no será nuestro favorito
de entre todos los que hay… pero nos dejó “la Ciudad de los Palacios”. ¡Ni
Humboldt ni la marquesa nos dejaron mejor una cita tan citable! Ahora bien,
vale la pena detenerse en las palabras concretas que rodean el punto exacto en
el que acuñó este término.
Para quienes no hayan leído The Rambler in Mexico, la
expresión ciudad de los palacios aparece apenas una sola vez en todo
libro y no es precisamente exaltando edificios concretos de la capital. Para
este punto, Latrobe venía de hacer una breve descripción y recuento de la
belleza del Valle de México prehispánico y de su destrucción por parte de los
conquistadores. El viajero pone un gran énfasis en la pérdida del entorno no
solo urbano de Tenochtitlán y los pueblos de toda la cuenca, sino también del
natural (los bosques de los montes, sus lagos). “Aún creo que nada alrededor
del mundo podrá igualar la belleza e interés de ese paisaje”,13 dice.
En uno de los momentos en los que la narración se adorna de adjetivos y figuras
retóricas, viene un lamento por la brutalidad con la que esta “Venecia de los
Aztecas”, como cita, fue destruida. Como una suerte de compensación, Latrobe
dice que debe reconocerse la mentalidad de los conquistadores, pues al resultar
influenciados por la hermosura y magnitud de las tierras que conquistaron, en
esos mismos términos levantaron su nueva ciudad. “Miren sus obras: las moles,
acueductos, iglesias, caminos —y la lujosa Ciudad de Palacios que se la
levantado sobre las ruinas de barro de Tenochtitlán, y a una altura sobre el
nivel del océano en la que, en el Viejo Mundo, el monje de San Bernardo solo se
arrastra por una infeliz y estremecedora existencia”.14 Los
siguientes párrafos son un recorrido en el que empata la grandeza de lo que
alguna vez tuvo Tenochtitlán con lo que la ciudad colonial levantó.
Creo que la Ciudad de México es
descrita en términos de grandeza y lujo solo para realzar aún más su ensoñación
de Tenochtitlán. Tal vez para Latrobe, una villa de menor categoría ofendería
la memoria de la investidura y estatus de la ciudad mexica que idealiza. Los
viajeros europeos han venido para capturar un pasado vivo y exótico: lo
necesitaban lo más intocado posible. Cuando se les rompió la fantasía por la
sordidez del presente, no les quedaron más que estos recursos. No es la Ciudad
de México la que tuvo deslumbrado a Latrobe, sino la idea que tenía de
Tenochtitlán y la posibilidad de estar lo más ahí posible. Es
curioso que cuando en la actualidad invocamos la “ciudad de los palacios” lo
hacemos más bien evocando, probablemente, alguna fantasía prestada del
romanticismo italiano, y no lo que Latrobe estaba tratando de hilar.
De hecho, en una de sus cartas, Frances
Erksine Inglis, a quien ya viuda, en Madrid y sin descendencia, la monarquía
española le concedió el título de marquesa Calderón de la Barca, también
mencionó a la Ciudad de México como una “ciudad de los palacios” en una ocasión
y lo hace en los términos prácticamente idénticos a los de Latrobe: “¡…qué
imágenes son evocadas en el recuento de la simple narración de Cortés y qué
obligadamente vuelven a la mente ahora, cuando, después de un lapso de tres siglos,
nos encontramos por primera vez ante la ciudad de los palacios levantada sobre
las ruinas de capital india!”.15 Nuevamente,
el epíteto solo surge como una especie de necesidad de restituir con él la
dignidad de una ciudad destruida. ¿Realmente miraron en su presente, Latrobe y
la madame, la magnificencia que escriben?
Es cierto que algo que pudiera haberle
dado al británico esta impresión de grandeza sobrecogedora es la traza urbana
de la Ciudad de México. Y sin embargo, de esto no hay mención. Tal vez la
amplitud de sus calles y su infinito punto de fuga, no tan frecuente en las
ciudades europeas de su tiempo, pudo haber herido la sensibilidad de Latrobe de
una forma que no pudo resolver más que calificando de palaciegos los largos
muros. “Las malditas líneas rectas”, “las odiosas manzanas de las Américas”,
atribuye el historiador y arquitecto Adrián Gorelik al escritor catalán
Santiago Rusiñol como expresión de este impacto que produce en la mirada
europea las trazas de las ciudades del imperio español en América.16
Tres sentidos
A pesar de que Latrobe no habla de los
palacios —no los menciona, no los describe— sino que más bien construyó una
enredada figura retórica para alimentar una exaltación de Tenochtitlán,
ciertamente hay al menos tres sentidos que sí se conservan en el uso que él dio
a su expresión entre los suspirantes que hoy la replican. El primero ya lo he
dicho: es el elogio a las piedras. La mirada que sirve para extinguir la ciudad
que se percibe con los sentidos. La mentira que nos contamos para apapacharnos
cuando vamos a un centro histórico ruidoso, maloliente, sucio, saturado,
inseguro y saturado. La ciudad de los palacios es el filtro que nos permite
encontrar hermosa la ruina al remover su presente, sus habitantes, sus
gestiones urbanas. Lo mismo hizo Latrobe para dejar de mirar el México que
tanto despreció y encontrar su añorada Tenochtitlán.
El segundo de estos sentidos es también
otra mentira: la evocación arribista; o tal vez condescendiente en el caso de
Latrobe. Se trata de la necesidad de encontrar a la Ciudad de México entre pares
con las urbes europeas: pero no en cuanto a su tamaño de población, no en
cuanto a su cosmopolitismo, menos en su calidad de vida y ni siquiera en cuanto
a su producción económica, sino, nuevamente, en el elogio a la piedra. Sin
embargo, mientras que la exaltación en el sentido anterior es al inmueble por
sí mismo, en este caso se trata de realzar a los que están como algo que tal
vez no son.
Sería una disputa muy tonta discurrir
si, por ejemplo, el palacio de los Condes de Heras Soto, hoy el Archivo Histórico
de la Ciudad de México, es realmente un palacio, o un palacete o una casona.
Imponer criterios rígidos a estos términos sería arbitrario. Lo cierto es que
es una edificación muy bella pero, sobre todo, muy representativa de una forma
y materiales con los que se construyó esta antigua ciudad en un tiempo dado.
Más hizo Octavio Paz en describir la excepcionalidad de esos edificios cuando
en su poema 1930: vistas fijas, mencionó sus “muros color de sangre seca”.
¿Cómo preferir exaltar la forzada imagen del palacio frente a la bella rareza
del tezontle?
Al llamarla ciudad de los palacios la buscamos
colocar al tú por tú en un lenguaje común sobre un entorno en el que no está.
Ante la ciudad perdida de Tenochtitlán, Latrobe quiere darnos la idea de que la
capital mexicana se convirtió en la más regia de las ciudades europeas. He
dicho que con eso busca engrandecer la memoria de Tenochtitlán, pero añado algo
más: también empequeñece a la Ciudad de México del presente frente a los
cazadores de lo exótico. Ilustrativamente y, como hemos dicho, la otra ciudad
que parece haber generalizado el epíteto “ciudad de los palacios” es también
una poderosa ciudad colonial: Calcuta. ¿Buscarán también referir esta
magnificencia frente a la metrópoli londidnense?
Pero la tónica de este arribismo
mentiroso es más bien una suerte de maldición que acompaña a la Ciudad de
México desde sus inicios. Ahí está la Grandeza mexicana de Bernardo de
Balbuena. No pretendo imponer aquí una lectura mañosa de una obra que se generó
a satisfacción de los cánones de su tiempo y circunstancia, así como a las
conveniencias políticas de su autor y que mucho se han analizado por los
especialistas en este campo. Lo cierto es que, como buen poema humanista y
encomiástico, la Ciudad de México es en la Grandeza mexicana un concepto
vacío listo para ser llenado por todo menos por sí misma: referencias bíblicas,
símiles con la antigüedad clásica, loas imperiales y una lista de buenos deseos
y aspiraciones del momento; una ciudad fantástica, que inmediatamente impone su
grandeza y hasta lidera el proyecto civilizatorio español:
Ya das ley a Milán, ya a Flandes lumbre
Y a el imperio defiendes y eternizas
O a la Iglesia sustentas en su cumbre
… aunque ni sea cierto. La Grandeza mexicana es una buena
obra por muchas razones, salvo por hablar de la Ciudad de México. Es un
pretexto o, si acaso, un lienzo para otras cosas. Supongo que esto es algo
generalizado en casi cualquier gran ciudad del mundo: la comparación celosa, la
rivalidad entre pares y la exageración de sus virtudes, pero tal vez en el caso
americano y especialmente latinoamericano, el arribismo se impone como suerte
de un pacto colonial. Las ciudad americana deberá ser elogiada como la mejor
del imperio a sabiendas de que no lo es y nunca le será permitido serlo. La
ciudad americana debe ser ensalzada entre Florencia, Roma, Viena, Génova, París
y hasta Londres, solo para ver si allá nos hacen caso un ratito, a sabiendas de
que rara vez lo harán. La ciudad de los palacios es otro aspiracional y
mentiroso verso más en una nueva Grandeza mexicana.
Esto nos lleva al tercer y último
sentido que se conserva en el uso del mote la ciudad de los palacios entre los nostálgicos a partir de lo que escribió Latrobe: sirve
para nombrar una ciudad que ya no está o que, incluso, nunca estuvo; una ciudad
perdida que en su elogio lleva su lamento. La destrucción de Tenochtitlán para
Latrobe; la destrucción del patrimonio para Tovar de Teresa. No hay forma de
evocar a una Ciudad de México viva y presente a partir de ese lema. Si de niño
pensaba que la ciudad de los palacios era un elogio impreciso, hoy estoy
convencido de que es el peor elogio posible: fantasmagórico y aspiracional,
lacrimógeno y resignado. Esa no es la ciudad, ni siquiera en lo que hoy es su
centro histórico.
El mejor elogio
Para no irnos lejos de Latrobe, vale la
pena más bien detenerse en el punto en el que la Ciudad de México le sobrepasó
su capacidad de asirla; sensación a la que estamos acostumbrados casi todos sus
habitantes contemporáneos. El viajero inglés pisó la capital mexicana en plena
Semana Santa. Los colores, los ruidos, las procesiones, las canciones, las
pirotecnias, los rezos, las matracas, las orquestas, la quema del Judas, ¡y
hasta los niños! lo abrumaron. Latrobe decidió que jueves y viernes Santo
eran un buen momento para visitar iglesias y me gusta pensar que en sus líneas
hay una irresuelta mezcla entre fascinación y horror que intenta sofocar con la
arrogancia de la pulcritud, la severidad británica y puritanismo… pero no lo
consigue del todo. Quiere estar ahí tanto como le repele. Otra ironía
fantástica —pero que en ningún momento es extraña para el alma católica— es que
un evento tan rebosado de culpas, lamentos y flagelos, como es la Semana Santa,
le resultara casi dionisiaco a nuestro viajero.
La muchedumbre se engrosaba y el
bullicio en la plaza aumentaba cada hora. El incesante sonido de las
innumerables campanas y el ruido de los carruajes eran realmente fatigantes
para el oído. Pero, cuando el reloj de la catedral marcó las 10 horas en jueves
Santo, un cambio sobrevino a la escena. Las tiendas cerraron, no había campana
que se escuchase. Los carruajes de cualquier tipo desaparecieron de las calles;
ni un caballo o mula podía divisarse; pero incontables masas de los dos sexos y
de todas las clases, ricos y pobres, fueron vistos entremezclándose en el mismo
nivel, y brotando, mañana y tarde, a través de un flujo constante por las
calles y bajo los portales. Se aglomeraron por cientos en las puertas de las
iglesias; y por miles —sí, decenas de miles— en la plaza mayor.
… Mi mente flota con el recuerdo
prensado y fulgurante y confuso de las imágenes entremezcladas presentadas ante
nosotros esos dos días. Estoy totalmente incapacitado para desincorporar de esa
masa cualquier evento o espectáculo que valga la pena detallar. La ciudad
entera parecía tambalearse bajo la influencia del frenesí y fuimos obligados a
tambalearnos con ella.17
Latrobe se estrelló contra la terca
persistencia de la ciudad barroca y no supo qué hacer con ella más que tacharla
de idólatra y de la continuación adaptada y renombrada de abominables rituales
prehispánicos. Pedirle que se detuviera ahí y elaborara metáforas y lemas a
partir de eso tal vez era exigirle no ser un hombre de su tiempo y contexto. No
le quedó más que denunciar el fanatismo religioso. De hecho, el extracto de
este texto donde precisamente describe la Semana Santa de la Ciudad de México
fue publicado como carta de un lector que firmó como “Aztec” en el número de
octubre de 1840 de la revista británica The Churchman, una publicación
de la Iglesia Anglicana. Aztec pidió considerar el testimonio de Latrobe como una
prueba de que el papismo no resulta útil para combatir el paganismo.
A veces, como a muchos, me dejo seducir
por ese término: “ciudad barroca”. Es un mucho mejor elogio. Pero es cierto que
es inapropiado. Lo barroco, entendido como ese indigesto abigarramiento
exuberante, ensimismado en su propio misticismo, digno de una admiración que lo
mismo puede perderse en un todo abrumador que en la más fina de sus partes, le
queda a muchos más aspectos de la o las culturas nacionales que solo a la
Ciudad de México, o bien, ya no le queda a ninguno. O, en todo caso, no creo
que a la Ciudad de México le quede esa unicidad armónica.
Es un lugar común, pero es inevitable
volver a él: la única metáfora posible para ésta —y para casi cualquier
megalópolis— es el caos. Lo que tengo claro es que para elogiar a la Ciudad de
México hay que pasar por ese caos, hay que transitar por sus reglas. El código
no estará en sus piedras. El instructivo no está en lo que pasamos por alto
para mirar la Ciudad de los Palacios, sino en todo lo contrario. Eso exige lo
maloliente, lo ruidosa, lo barroca, lo peligrosa, lo saturada, que es. No hay
manera de abrazar ese caos, sino es vinculándonos con ella a través del afecto.
José Ignacio Lanzagorta García
1 Escrito así, “Latrobe”, de acuerdo a como aparece su nombre en sus
primeros libros y, en general, en las publicaciones británicas o
estadounidenses. Sin embargo, en virtualmente cualquier documento o referente
australiano, donde Latrobe es una figura relevante en la historia de Melbourne,
suele aparecer como: “La Trobe”, pues se hace hincapié en su ascendencia
francesa. En este caso, me apego a la ortografía del documento que aquí
analizo: Charles Joseph Latrobe, 1834, The Rambler in Mexico. Nueva York: Harper &
Brothers. Todas las traducciones a las citas de este texto que aparecen a
continuación, son propias. “City of bigots”, p. 206.
2 Latrobe no da detalles de esto, pero se refiere al notable obispo
Francisco Pablo Vázquez. De acuerdo al historiador Luis Arturo García Dávalos,
el obispo efectivamente se encontraba oculto en estos meses de 1834, pues el
Congreso había ordenado su destierro. Había sido señalado como uno de los
conjuradores que derrocaron el gobierno de Valentín Gómez Farías. García
Dávalos, 2015, Teología, sociedad y política en la transición al México
independiente. El pensamiento de Pablo Vázquez (1788-1825). Tesis
para obtener el grado de Doctor en Historia. México: UNAM. p. 6.
3 Ciertamente la atribución popular más común es a Alexander von
Humboldt, como se discute más adelante. Sin embargo, la cita a Latrobe es
frecuente en el ámbito de la crónica y admiradores del patrimonio urbano desde
hace ya varias décadas y se mantiene con fuerza entre las figuras reconocidas
en este ámbito de la Ciudad de México: Héctor de Mauleón, 2015, “La Ciudad de
los Palacios”, revista Nexos. O Guillermo Tovar de Teresa, 1991, La
ciudad de los palacios, crónica de un patrimonio perdido, México: Editorial
Vuelta.
4 Los datos biográficos de Latrobe que utilizo en este texto
provienen de Jill Eastwood, 1967, “Charles Jospeh Latrobe”, en Austrialian
Dictionary of Biography, Vol 2, Melbourne: Melbourne University
Publishing.
5 Incluso hay que decir que esta expedición cuenta también con un
libro preparado por el propio Washington Irving: A
Tour on the Prairies. Es posible seguir las diferentes anécdotas
que conformaron este viaje a través de la pluma de Latrobe tanto como la de Irving.
6 Aunque, en este caso, así la refiere Edward Howard en un libro
sobre el filibustero Henry Morgan. Howard menciona que en el siglo XVII, Panamá
debía ser la principal ciudad del nuevo mundo, una ciudad de los palacios,
hasta el infame saqueo de Morgan en 1670.
7 Guillermo Prieto, 2009, La patria como oficio: una antología general, México:
UNAM y Fundación para las Letras Mexicanas. De la cita, destacan al margen
otros dos elementos: el desprecio al Sagrario Metropolitano, hoy considerado
una de las principales joyas barrocas del centro histórico y, por supuesto, al
mercado del Parián, en la plaza mayor, mismo que fue demolido para siempre
apenas un año después de la publicación de este artículo.
8 Guillermo Prieto. “Faces del centro de México”, El
Album Mexicano, 1849.
9 José Joaquín Blanco, “En una ciudad tan punk, ¿por qué asombrarse
de Bellas Artes?”, en Un chavo bien helado. Crónicas de los años ochenta.
10 p. 107.
11 p. 224.
12 p. 114.
13 p. 84.
14 Ídem.
15 Mme. Calderon de la Barca, 1843, Life
in Mexico, during a residence of two years in that country, Vol 1.,
Boston: Charles C Little and James Brown. p. 74. Traducción
propia.
16 Adrián Gorelik, 2004, Miradas sobre buenos aires, historia cultural y crítica
urbana, Buenos Aires: Siglo XXI. P. 89.
17 Traducción propia.
https://labrujula.nexos.com.mx/el-peor-elogio-una-historia-de-la-ciudad-de-los-palacios/
No hay comentarios:
Publicar un comentario