HISTORIAS
ISLEÑAS
DE
ULTRAMAR
LA AVENTURA EUROPEA
AL
SERVICIO DEL ZAR –
Huyendo de Napoleón, el ingeniero Agustín de
Betancourt entró al servicio del zar Alejandro I en el siglo XVIII, fue general
del Ejército ruso y dirigió un inmenso plan de obras en el imperio zarista –
Mantuvo relaciones con los grandes ilustrados
españoles desde su periplo oriental y, a su vez, facilitó el acceso de los
vinos canarios a la alta sociedad rusa
Cuando el célebre
naturalista Alexander von Humboldt se alojó en el Puerto de la Cruz, en junio
de 1799, como huésped de la familia Cólogan, camino de Sudamérica, mostró su
asombro por el cosmopolitismo y el nivel cultural de una élite ilustrada
canaria. De igual modo le sorprendió y criticó la miseria que azotaba a los
campesinos isleños del siglo XVIII en plena crisis del vino y la soberbia
clasista de la nobleza tinerfeña. En una carta al barón de Forell, von Humboldt
se refirió, en cualquier caso, a la "amabilidad social, afición por la
instrucción y sentimiento artístico" de dicha élite, algo que se imaginaba
reservado "para una pequeña parte de Europa". Dentro de esta
percepción diversa de la clase dirigente canaria, Humboldt subrayó que existen
"personas que cultivan las letras y la música y que han trasplantado a
este clima tan lejano los deleites de la sociedad europea". En ese
ambiente nació en 1758 en el Puerto de la Cruz Agustín de Betancourt y Molina.
Niño sumamente
despierto, se sabe, por ejemplo, de su temprano interés infantil por el
tratamiento de la seda, entonces una actividad preindustrial que en Agustín de
Betancourt activó tan tempranamente su luego proverbial capacidad inventiva. La
seda constituía una industria al alza en las Islas, aunque su historia
resultara efímera. Era una expresión, a su vez, de la búsqueda de alternativas
económicas a la crisis del vino en Tenerife surgida en el contexto del auge de
las disciplinas científicas propio de los círculos ilustrados de las élites
isleñas. Esta suerte de apuestas por algún tipo de industrialización solían barajarse
siempre en tiempos de declive comercial.
Tal afición infantil
llevaría a Agustín a inventar, en colaboración con su hermana, una máquina para
el hilado de la seda, casi más a modo de un divertimiento familiar pero que,
sin embargo, fue presentada en Tenerife cuando el futuro ingeniero apenas
contaba veinte años.
La creación de máquinas
era una inclinación familiar. Al menos lo había sido desde que Marcos Verde de
Betancourt, abuelo del inventor y pariente de Maciot - un sobrino del
conquistador normando Jean de Bethencourt- se trasladó de Lanzarote a Tenerife
a finales del XVI, donde igualmente se consagró a la invención de maquinaria
para el trabajo agrícola. Asimismo, el padre del personaje, Agustín de
Betancourt y Castro, nacido en Las Palmas de Gran Canaria en 1720 por azares
del destino militar del abuelo, era en aquellas fechas un ferviente ilustrado,
integrante de la tertulia de Nava, como lo fueron Viera, los Iriarte y otros
muchos.
La revolución
científica europea apenas había tenido eco en España. La resistencia de las
universidades a acogerla obligó a los ilustrados a fundar las Sociedades
Económicas de Amigos del País, como la de La Laguna (1777), que presidiría el
padre de Agustín, y a la que vinculó a sus hijos. De esta sociedad también fue
activo miembro su hermano José, tío de Agustín, y promotor de reformas técnicas
y de la implantación de la imprenta.
Las aptitudes de
Agustín llevarían a la familia a hacer las gestiones para que estudiara en
Madrid, capital en la que se encontraban no pocos ilustrados isleños, como los
Clavijo (Viera y su primo, Clavijo y Fajardo). Las relaciones del amplio
plantel de canarios en Madrid haría valedor del futuro ingeniero nada menos que
al ministro de Indias, José de Gálvez, marqués de la Sonora, andaluz ilustrado
con el que tenían amistad los Betancourt, que eran, a su vez, de origen
cordobés. Tales contactos con el ministro se consolidaron de la mano del
hermano de Agustín, Matías, teniente del Rey en Tenerife y recién nombrado
Gobernador de Guatemala, y del ingeniero tinerfeño y primo suyo, Estanislao de
Lugo.
Con esos apoyos, que
algo después le abrieron las puertas para cursar especialidades en el
extranjero, se trasladó Agustín a estudiar ingeniería en los Reales Estudios de
San Isidro en 1788. Por ese entonces era ya subteniente de infantería de las
milicias canarias, fruto de las tradiciones de las familias de abolengo como la
suya. Completó la formación como ingeniero con los estudios de Bellas Artes en
San Fernando, donde recibió diversos premios. La vocación artística había sido
otra constante de Agustín y fue algo que retomó al final de su vida en San
Petersburgo. Pero, de igual forma, San Fernando dio entidad a una
extraordinaria capacidad como dibujante que Agustín acreditaría a lo largo de su
dilatada carrera.
Por esas fechas, su
pronta fama y las relaciones del grupo canario hicieron que Floridablanca,
presidente del Gobierno e ilustrado moderado, le encomendara la mejora técnica
de las minas de Almadén y del Canal Imperial de Aragón. Betancourt acometió
tales tareas y realizó otros trabajos en campos diversos como la fundición de
cañones, el telégrafo óptico, entonces en sus albores, y la aerostación. A ésta
se había aficionado después de ver a su paisano Viera y Clavijo izar un globo
aerostático en los jardines del Marqués de Santa Cruz.
Pero España era un
erial en relación a los desarrollos técnicos que surgían en Europa. Tan sólo
trataba de paliarlo una minoría ilustrada emergente, avalada por el propio
Carlos IV, pero chocaba con unas inercias endurecidas en el país. Por ello,
perfeccionar sus estudios en las mejores escuelas de Europa se convirtió en su
objetivo. Sería ya 1784 cuando obtuvo de la Secretaria de Indias una beca para
estudiar Geometría y Arquitectura subterránea en París, una fecha en la que
Agustín ya había ascendido, en una carrera paralela, a teniente del regimiento
de milicias de La Orotava.
En la capital francesa
Betancourt dirigió a un grupo de pensionados, como Tomás de Veri, Juan de la
Fuente, Joaquín Abaitúa, Juan de la Mata o Juan Peñalver. Fue el último una
persona luego fundamental en la creación de la Escuela de Ingenieros de
Caminos, Canales y Puertos de Madrid, concebida como otro instrumento del
reformismo ilustrado, que fundaría el propio Agustín.
Crearon un gabinete en
la capital francesa, con el apoyo entusiasta de Floridablanca, que engrosaron
con diseños, maquetas modelos y con memorias científicas de extraordinario
valor y, además, del mayor interés para un país como España, con su enorme
retraso científico. Tal fue así que Carlos IV lo convirtió en Real Gabinete de
Máquinas. Allí estaban las últimas innovaciones de Perronet sobre la
construcción de puentes, técnicas de minería y metalurgia, y un sinfín de
artefactos e inventos ideados, en especial, por Agustín de Betancourt, cuyo
prestigio fue considerable en ambientes científicos galos.
Amigo personal de
Domingo de Iriarte, que ejercía como encargado de negocios de la embajada
española, Betancourt vio estallar la Revolución Francesa. Pero el Rey le ordenó
el traslado a Madrid del Real Gabinete a comienzos de 1791, dado el peligro que
corría aquel importante tesoro para España. De regreso a España tras un viaje
incierto, la colección fue ubicada en el Casón del Buen Retiro. El ingeniero
canario, instalado de nuevo en la capital de España, continuó dirigiéndola
hasta 1807.
No obstante, durante
este último período en Madrid, el ingeniero canario realizó un viaje sonado a
Londres, donde se vio acusado de espionaje industrial y expulsado del país. En
realidad, fueron las disputas con Inglaterra, tras la paz de Basilea firmada
entre España y Francia, las que provocaron este incidente, pues la acusación
nunca pudo ser probada en rigor y Betancourt contó en su defensa incluso con
eminencias británicas como el botánico George Sinclair. Sería la intervención
de éste lo que permitió que fuera sólo expulsado, y no encarcelado, tras
hallársele culpable en un turbio proceso, que encontró en esta otra solución
una conveniente salida política.
Betancourt se trasladó
entonces de Londres a París a perfeccionar su telégrafo óptico y se casó con
una inglesa católica, Ana Jourdain. Al poco regresó de nuevo a Madrid, aunque
fue ésta la última vez que pisara suelo español. La inestabilidad política, con
los conflictos entre Godoy y Floridablanca con Aranda, le hicieron intuir el
riesgo inminente de una guerra civil, por lo que se marchó, de nuevo, esta vez
con su familia, a la capital francesa en 1807, de cuya Academia de Ciencias era
corresponsal en Madrid.
Sin embargo, tampoco
pudo permanecer en Francia una larga temporada. Napoleón acariciaba la idea de
invadir España, lo que colocaba a Betancourt en peligro, pues, o bien se
alineaba con los francófonos, contrarios al monarca, o no podría vivir ni en
París ni en Madrid. Optó por una tercera vía y tomó una decisión drástica al
solicitar permiso al zar Alejandro I, hombre abierto al progreso técnico y
ávido de una modernización industrial, para viajar a Rusia.
Ya en Moscú recibió una
extraordinaria acogida incluso de tipo personal por el propio zar, que le
propuso entrar a su servicio; pudo así colmar su aspiración de encontrar un
país en paz que le dejara vivir y trabajar. Aquello constituyó el comienzo de
una segunda fase de su vida, la etapa en la que desarrolló toda su potencialidad.
Betancourt recogió a su familia en París y se trasladó a San Petersburgo. De la
importancia que se le otorgó y del alcance de los planes que se le encomendaron
-cuya relación era tan brillante en lo cualitativo como apabullante en el
número- da buena cuenta el que en 1809 el ingeniero canario fuera nombrado
teniente general del Ejército ruso e inspector del nuevo Instituto de Vías de
Comunicación y del Cuerpo de Ingenieros, la mayor maquinaria de ingeniería.
Allí compatibilizó la
formación de ingenieros con la proyección de puentes en los ríos próximos a
Moscú, capital a la que se trasladó, aunque fuera por poco tiempo. La ciudad
fue tomada por las tropas napoleónicas en su célebre campaña por la anexión de
Rusia, lo que hizo que Betancourt, como miembro de la corte zarista, se
retirase a San Petersburgo.
Tras la derrota
invernal de los ejércitos napoleónicos, el canario coordinó la reconstrucción
urbana de prácticamente todo el imperio, una tarea en la que también participó
proyectando y dirigiendo infinidad de proyectos concretos. En este aspecto,
destacó sobre manera el papel del ingeniero canario en la transformación de San
Petersburgo en una gran capital. Hizo puentes, reformó la catedral de San
Isaac, proyectó todos los nuevos barrios y acometió también los grandes
equipamientos urbanos, como el famoso canal de Obvodny.
Del mismo modo,
Betancourt diseñó canales y viaductos por todo el país, llevó de Francia
ingenieros para la reconstrucción de otras ciudades rusas bajo su supervisión y
terminó la también célebre Feria de Nizhni Nóvgorod, en lo que constituyó
entonces un desembolso por parte del Estado zarista de cientos de millones de
rublos. Serían dos décadas febriles, pero que acabaron convirtiéndole en un
mito.
Siempre mantuvo, a
pesar de la distancia, una fluida relación con Canarias, sobre todo durante
esta segunda etapa rusa. Un extenso rastro epistolar revela que se mantuvo al
tanto de las novedades y controversias de la sociedad insular y que participó
en ellas con interés cierto desde Moscú y San Petersburgo. No pocos fueron, por
ejemplo, los exportadores de vinos isleños a los que ayudó a abrirse camino en
el mercado ruso, como Guillermo Cúllen o Antonio Dalmani. O bien su hermano
José, que proveyó de malvasía a la alta sociedad rusa durante años. Al final,
ya con sesenta y seis años, agotado y enfermo, solicitó en 1824 el retiro al
zar, que le concedió una lujosa pensión. Agustín de Betancourt murió ese mismo
año en San Petersburgo, rodeado de obras de arte que había adquirido a lo largo
de la vida, entre ellas, dos Murillos, que se hizo traer desde España. En la
actualidad, Betancourt es uno de los pocos extranjeros que forman parte del
panteón de celebridades nacionales en Rusia.
DIPLOMACIA
COLONIAL –
Embajador
en Francia y ministro liberal, Fernando León y Castillo ideó un africanismo de
nuevo cuño a finales del XIX que orientó a España a través de los pactos
coloniales, pero Madrid fracasó en África –
Fue un
claro ejemplo de cómo el conocimiento natural de la realidad internacional
facilitó a las élites isleñas su acceso a la cúspide del Estado
Al igual que a finales del siglo XVIII, la
Revolución francesa, tuvo como principal testigo español al tinerfeño Domingo
de Iriarte, durante el tránsito del siglo XIX al XX –los años del colonialismo
europeo contemporáneo- igualmente contaría Madrid como actor principal en París
a un isleño, el grancanario Fernando León y Castillo. Dos embajadores canarios,
pues, condujeron los intereses españoles en los escenarios más importantes del
concierto europeo contemporáneo. Ambos fueron claves para la política exterior
española, sobre todo porque tuvieron un papel avanzado -muchas veces contra la
corriente general- en favor de la apertura de España.
Tal extremo podría parecer una mera casualidad, pero
nada más lejos de serlo. La historiografía canaria reciente apunta cómo, a raíz
de la Ilustración, la clave del acceso de muchos miembros de las élites locales
de la periferia española - en particular, Canarias- a la cúspide del Estado
estuvo directamente relacionada con su dominio de la dinámica de la realidad
internacional y del comercio exterior por su condición propia de isleños, algo
que una España ensimismada empezaba a necesitar.
Incidir en la faceta diplomática de León y Castillo
no es, con todo, capítulo fácilmente separable de su condición sempiterna de
hombre fuerte de la política canaria. Cuando fue nombrado embajador en París el
12 de noviembre de 1887 por el liberal Sagasta era ya el personaje clave de la
Restauración en las Islas. Su papel, por tanto, consistía en actuar de
interlocutor entre las oligarquías canarias y Madrid en un contexto en el que
las Islas pugnaban por dotarse del marco y las condiciones para sacar partido a
su renta de situación en pleno apogeo de la economía mundial del capitalismo en
la era imperialista. Tal objetivo se traducía en el Archipiélago en los
intentos de rentabilizar el tránsito europeo, sobre todo, británico, en el
África colonial y el tráfico comercial oceánico como una estación marítima
geográficamente privilegiada en el Atlántico Medio Oriental. Esta dinámica
isleña, pues, destacaba a León y Castillo para afrontar en la capital gala el
debate europeo del reparto colonial de la época.
Pero había algo más. A Inglaterra, que era la que
impulsaba la economía canaria como destino natural de sus exportaciones
fruteras y como potencia militar y comercial en las rutas marítimas coloniales
del XIX en las que se inscribían las Islas, no le interesaba que el norte de
África se quedara en manos exclusivas de Francia, su eterna oponente. Londres
temía sobre todo que el Estrecho de Gibraltar se cerrara al sur en manos galas
y, en este sentido, tenía especial interés en que España disputara esa zona en
el reparto colonial europeo para que finalmente al menos la compartieran París
y Madrid. Esas circunstancias eran bien conocidas por León y Castillo, figura
política central de unas Islas a las que comenzaban a llegar las compañías
británicas de transporte y servicios marítimos para establecerse.
Ya desde su llegada a Madrid como diputado a Cortes,
el político isleño había ido perfilando una posición ideológica que le
inscribía dentro de un sector monárquico moderado, de tinte liberal. No era
sólo una postura teórica, sino que la puso en práctica con su intensa participación
en la oposición a la Primera República. De hecho, el apoyo de León y Castillo
al pronunciamiento del general Martínez Campos, que restituyó a Madrid a
Alfonso XII, le fue compensado por la monarquía con el Ministerio de Ultramar.
Desde esa privilegiada posición política, León y
Castillo consolidó su papel arbitral en el seno de la política canaria, trufada
ya por el llamado pleito insular entre dos islas capitalinas que habían dejado
de ser complementarias a finales del XVIII. Al desaparecer un fluido mercado de
capitales, bienes y servicios que había funcionado en el Antiguo Régimen, Gran
Canaria y Tenerife finalmente pasaron a ser sobre todo dos economías insulares
competitivas con el despliegue capitalista atlántico y su plena recepción en
unas Islas que optaron sin ambages por la estrategia librecambista.
El ministro de Ultramar era el líder indiscutible
del Partido Liberal Canario, bajo el cual subyacía un complejo entramado
caciquil favorable a cierto tipo de aperturismo político -lo que cuadraba mejor
con ese modelo económico librecambista-, aunque a cambio de perpetuar el
inmovilismo social. Pero no era solamente su posición de ministro, sino también
su estrecha vinculación a las relaciones internacionales españolas el factor
esencial de su omnímodo poder.
El comercio exterior -las relaciones con los países
europeos, unos mercados tradicionales para los productos agrícolas de
exportación isleños-, toda la política ultramarina y el colonialismo
contemporáneo en África, en torno al cual el Archipiélago se había incorporado
al área de la esterlina, eran tres factores que atañían medularmente a
Canarias.
No obstante, el paso de León y Castillo por el
Ministerio de Ultramar acabó mal. El motivo sería el conflicto con Cuba. El
ministro no consiguió aplicar su propuesta de desarrollo económico para paliar
en la isla caribeña los muchos desmanes de un entramado colonial corrupto, que
fomentaba las revueltas independentistas, aun cuando nunca estuviera León y
Castillo a favor de una autonomía para esa colonia. Optó por dimitir cuando el
Gobierno cedió a las presiones del lobbie español en la Cuba colonial para que
no se aplicaran las medidas antiesclavistas de los tratados internacionales
firmados por Madrid hacía algunos años.
Esa experiencia consolidó, además, su rechazo
natural, como oriundo de unas islas volcadas al exterior, al secular
aislacionismo español en un contexto, además, en el que la imbricación
internacional había devenido ineludible. En realidad, el recelo aislacionista
de Madrid lo había experimentado ya León y Castillo en el Archipiélago, que
vivía, dicho está, su gran etapa inglesa. Sin cuestionar nunca las relaciones
con el Estado, de las que no en vano emanaba su poder, el político isleño
criticó sin ambages "la opresión del elemento peninsular sobre nuestra
vida y costumbres", con sus "corrupciones" y rechazos al
"comercio libre", en clara referencia a las cortapisas impuestas por
Madrid a la libertad comercial tradicional de las Islas. Con este antecedente
insular sobre los perjuicios del cerril aislacionismo hispano que constituyó su
experiencia respecto a Cuba, León y Castillo se convirtió en un aperturista
combativo y pragmático. Una opción que lo colocó a contracorriente.
Con este criterio dejaría su primer cargo
ministerial para pasar al departamento de la Gobernación, en el cual no dejó
más que testimonio de su condición de político de la Restauración con el
falseamiento oficial de sucesivos resultados electorales. Sería en 1887 cuando
ocupó por vez primera la estratégica embajada de España en París. Este cargo lo
desempeñaría a lo largo de cuatro etapas, hasta 1918, fecha inserta ya en la I
Guerra Mundial, ante la que se postuló anticipada y ruidosamente por la
neutralidad. Como embajador se empleó de inmediato en restaurar las relaciones
comerciales con Francia, entonces deterioradas por el apoyo galo al
republicanismo hispano que conspiraba contra el régimen de la Restauración que
él representaba.
En París, además, se afirmaba esta oposición a
España con su recelo visceral hacia un borbón como Alfonso XII. Las
dificultades eran aún mayores cuando Antonio Cánovas y los conservadores
clamaban por aplicar otra vuelta de tuerca el más cerrado proteccionismo en lo
económico. Alentados por las burguesías industriales catalana y vasca, cada vez
más temerosas del poderío de la industria británica, los conservadores impedían
así todo consenso político sobre la apertura de España al exterior. Para colmo,
el polo opuesto a León y Castillo surgía en las mismas filas liberales, pues el
ministro Moret intentaba vincular a España a una muy conservadora alianza
europea conjurada contra Francia. Fue algo que logró este último de algún modo
con la firma posterior con Italia de un pacto de garantías en el Mediterráneo a
finales de ese año, en el cual León y Castillo pasó a ocupar la estratégica
embajada de París.
No siendo republicano, León y Castillo sí que, al
menos, no tenía prejuicios ideológicos. Apostaba por Francia con realismo por
tres razones: ambos países compartían una amplia frontera territorial, existía
una relación económica bilateral de enorme importancia, que interesaba ampliar,
y había unos intereses coloniales comunes en todo el norte de África que León y
Castillo se propuso aunar. Más aún se convenció de esto último el político isleño
cuando comenzó a presentir el desastre colonial español en Cuba y la necesidad,
llegado ese momento, de abrir el mercado francés para España como alternativa a
la pérdida del ya exiguo mercado colonial. No eran ajenos a su interés por la
alternativa colonial africana sus propios intereses como cacique político de
unas islas que tenían en ese continente su hinterland natural y que, a su vez,
buscaban entonces establecer una explotación industrial de la pesca.
Pronto fue León y Castillo atrayéndose a Sadi Carnot,
el presidente francés, con extraordinaria habilidad. Y, aunque la solución a la
disputa de Guinea, como la de Río de Oro y Marruecos, habría de esperar más de
una década, París comenzó a mostrarse favorable a un entendimiento africano con
España. Prueba de ello, y gran éxito del diplomático isleño, fue el apoyo
militar galo a Madrid ante los ataques de las tribus bereberes rifeñas a
Melilla en 1893, lo que mostraba, por otra parte, la debilidad del poder del
sultán de Marruecos sobre un territorio que había quedado hasta entonces fuera
del reparto colonial. A cambio de la buena predisposición francesa con España
en el norte de África, León y Castillo abanderó un tratado comercial
librecambista con París, una muestra de dinamización comercial que fue objeto
de una dura campaña de críticas conservadoras.
Sólo tras consumarse el llamado desastre del 98, con
la pérdida de Cuba y Filipinas como colonias, España comenzó a reflexionar en
serio sobre la vulnerabilidad que le acarreaba su tendencia al aislamiento
internacional. Durante años había clamado el político canario por una alianza
europea que contrapesara la creciente injerencia norteamericana en Cuba, lo que
adelantó la pérdida de esa isla. A partir de entonces se le haría caso, aunque
sólo en parte. Ello dio lugar al segundo gran éxito del diplomático isleño,
esta vez en África: El 27 de junio de 1900 España obtuvo de París el
reconocimiento de su soberanía sobre las islas del Golfo de Guinea hasta la
desembocadura del Río Muni.
Fue un gran triunfo, porque la presencia española en
esa zona, que le había correspondido ya nominalmente, se había debilitado en
extremo. Tal debilidad obedecía no sólo a la casi nula presencia colonial
española sino, lo que era aún peor, al hecho de que la única actividad hispana
en esa costa occidental subsahariana habían consistido en unas renacidas
estaciones esclavistas, aún a pesar de que éstas contrariaban ya entonces al
derecho internacional.
Tales estaciones las habían establecido empresarios
catalanes llegados a Canarias en el último tercio del XIX para el envío de
mercancía humana a los ingenios azucareros cubanos, seriamente necesitados de
mano de obra a raíz de las revueltas antiesclavistas de Haití, que había sido
el principal proveedor. El tratado internacional suscrito incluso por España
-aún cuando el propio marido de Isabel II era un conocido esclavista-
establecía que cualquier país podía atacar con su flota o ejércitos a
instalaciones negreras o buques de transporte de esclavos independientemente de
la nacionalidad y en cualquier territorio.
Por ello, Francia e Inglaterra no tardaron en
destruir los campamentos de los empresarios catalanes en la costa de Guinea,
aprovechando de paso la ausencia de una mayor presencia hispana en sus colonias
para asentarse y penetrar en esas tierras. Fue un dominio de hecho de París y
Londres en los posteriores repartos coloniales el que prevaleció siempre frente
a las titularidades de derecho.
El logro de León y Castillo, aun siendo menor en el
contexto de una época en la que las potencias europeas se repartían el mundo,
era relevante para España. Pero, a cambio de la marcha atrás de la pretensión
gala sobre la costa de Guinea, Madrid debió ceder la región marroquí de Adrar,
lo que habría de delimitar el ex Sahara español. Adrar le habría correspondido
a España según el procedimiento denominado “unión de puntos”. Consistía en
asignar –en principio- a cada potencia europea los territorios que quedaran en
el espacio delimitado por las líneas trazadas para unir sobre el mapa los enclaves
que el país aspirante a administrarlos tuviera en ese territorio.
Dado que España contaba con la ocupación efectiva de
las plazas del norte de Marruecos, Guinea y Mar Pequeña –el viejo emplazamiento
pesquero canario en la costa atlántica sahariana- tenía claros derechos en todo
el área.
No lo logró, pero la habilidad de León y Castillo
deparó que el ministro francés Theophile Declaseé transigiera con lo que hasta
entonces habría resultado impensable: concesiones importantes en el reparto de
las zonas de influencia en Marruecos, que en principio debía acabar siendo un
protectorado compartido. España consiguió así adelantarse y neutralizar las
pretensiones, sobre todo, alemanas sobre ese territorio, que habían quedado
patentes incluso con la instalación de firmas germanas en Tenerife para una
colonización del Sahara.
Era una nueva gran oportunidad económica para
España. Y para Canarias. Pero con el tiempo España fue reticente a adquirir en
la práctica este compromiso internacional, ensimismada aún en un tiempo en el
que la señalada economía mundial del capitalismo había penetrado y transformado
prácticamente todas las regiones del planeta -entre ellas, Canarias- y en el
que la nueva cifra del potencial de los estados europeos se vinculaba a su
dominio y explotación colonial. España demostró ser una potencia de tercera
cuando siguió demorándose en sus compromisos coloniales aún a pesar del apremio
de París y nada pudo hacer ante la firma de un posterior acuerdo anglo-francés
que acabaría dejando a España en fuera de juego en Marruecos en 1912. A partir
de entonces a Madrid sólo le quedaron las migajas marroquíes, logradas cuando a
Francia le convino para bloquear aspiraciones de otros países, como Alemania.
No aprovechar la oportunidad colonial brindada a
finales del siglo XIX fue el principio del fracaso español en África en el
período contemporáneo. Sería, con todo, otra derrota más desde la fallida
política africanista de los Austrias, en particular, la de Felipe II, dirigida
también desde las Islas. España no quiso aprovechar el marco potencialmente
atractivo, para lo que era un país empequeñecido, que le había facilitado León
y Castillo en el reparto colonial. Y también fue aquella inhibición política
hispana en la escena internacional el comienzo de muchos errores y disparates,
sobre todo en el Magreb. El político canario murió en Biarritz en 1918. Al
menos se evitaría el espectáculo atroz de la Guerra de África.
LA LUZ LLEGA DE PARÍS –
Vinculado al grupo francés de André Breton, el
pintor Óscar Domínguez llegaría a ser la más internacional expresión de las
vanguardias históricas insulares durante el primer tercio del siglo XX
-Conectó con los surrealistas en los ambientes de la
bohemia en París, capital a la que acudió a ocuparse del negocio frutero familiar,
pero una cruel enfermedad degenerativa lo condujo al suicidio.
Óscar Domínguez Palazón nació el 3 de enero de 1906
en La Laguna, en el seno de una familia de la burguesía platanera tinerfeña.
Relata la crítica que su padre era un hombre culto, muy elegante, solitario y
mujeriego, que emprendía frecuentes viajes a Europa, destino habitual de la
fruta producida en sus fincas. Y venía siempre con alguna novedad científica.
Creció el pintor rodeado de colecciones de mariposas, cerámicas, cráneos y restos
guanches, libros con tricomías, cámaras fotográficas, prismáticos o un gran
telescopio, lo que le despertaría aún más su luego legendaria imaginación.
Sería, a su vez, un niño especialmente mimado, sobre
todo a raíz de la temprana muerte de su madre, María, cuando apenas contaba dos
años. Él mismo recordaría en París, quizás en una mezcla de fantasía y
realidad, que su madre le hizo prometer al padre en el lecho de muerte que
nunca lo dejaría llorar, de tal modo que la movilización de las criadas cada vez
que el niño hacía el menor gesto de disgusto era de órdago.
Con sólo veintiún años partió hacia la capital
francesa, enviado por su padre para que, andando el tiempo, se hiciera cargo de
la recepción de la fruta. Allí vivía ya su hermana Antonia, con su marido, el
pintor tinerfeño Álvaro Fariña, así como un primo, también pintor, Juan
Domínguez Abad. Su ocupación principal, con todo, fue desde los primeros años
la juerga nocturna.
Pronto su personalidad le haría un hombre conocido
en los ambientes más glamorosos. Se fue ganando fama de dandy de vida
desordenada y desahogada posición económica en lo que constituyó un despilfarro
permanente a cargo de las cuentas familiares. Fueron licencias que su padre
siempre conoció y nunca le recriminó. No pocas veces llegaría a Les Halles a
las cinco de la madrugada, vestido de esmoquin, tras una densa y alcohólica
noche de clubes nocturnos y camas revueltas, para supervisar el descargue de la
fruta. Su desatención hacia el negocio frutero era absoluta, lo fue siempre y
nunca hizo nada por cambiarla.
Pero serían justamente esos ambientes frívolos los
que lo conectaron con los surrealistas en Montparnasse. Domínguez, de la mano
de la bohemia, comenzó a ver arte, a valorarlo, a hacerlo suyo. Y debió
entender -con buen juicio, sin duda alguna- que la impronta onírica de las
obras de esos vanguardistas era el medio para dar curso a su desbordante
imaginación y conjurar no pocos fantasmas interiores. El arte se lo ganó
cuando, al poco tiempo, Domínguez se matriculó en una de aquellas escuelas de
pintura del legendario barrio parisino, que concentraba la ebullición cultural
francesa del momento.
A partir de ahí se forjaría la más destacada carrera
artística de las primeras décadas del siglo en las Islas. La realizó en París,
ciudad en la que Domínguez viviría ya hasta su muerte en 1957, aun cuando
expuso con asiduidad en Tenerife y mantuvo estrecho contacto con el grupo
tinerfeño de Gaceta de Arte.
El tinerfeño fue desde sus comienzos artísticos un
continuador de la vertiente más experimental del movimiento surrealista, de
modo que encarnó lo más central de su esencia. Siempre se mostró cuidadoso de
construir nuevos procedimiento para la creación plástica que plasmaran el
trabajo de lo onírico en la obra, por ejemplo a través del grafismo automático.
Sin embargo, al propio tiempo, esa obra pronto comenzó a volverse convulsa e,
incluso, tormentosa. Iría traduciéndose en símbolos y peculiares alegorías del
inconsciente de manera hiriente hasta adquirir perfiles de drama. Fue una
tendencia que se desbocó a raíz de la aparición de la acromegalia, enfermedad
cruel que paulatinamente iba a deformar, sobre todo, el rostro de un hombre
cuyo físico imponente y personalidad poderosa lo habían convertido en un icono
social del movimiento surrealista.
La pintura del "dragón de Canarias", como
le llamó André Breton, pasó por variados e interesantes períodos, no todas de
la misma intensidad. Se traslucen influencias dalinianas en una primera etapa,
en la que le obsesionaba como temas el cuerpo de la mujer pero también la
sangre animal y la fusión de formas en una suerte de querencia compulsiva por
la decadencia orgánica que él ya padecía.
Domínguez dejó su huella particular como artífice de
técnicas surrealistas, tales como la decalcomanía o el litocronismo, que
utilizaron asiduamente Max Ernst y no pocos de los creadores posteriores.
Aunque su inclinación por tales técnicas derivaba de su condición de
surrealista puro, no fue ajeno a éstas el hecho de que Óscar Domínguez se
considerarse carente de pericia técnica en el dibujo. Era una impresión errónea
que, sin embargo, lo torturó, pues lienzos como Cueva de guanches o El cazador
revelarían, en todo caso, justamente lo contrario.
Por otro lado, Canarias en ese momento comenzaba a
desprenderse de un acusado regionalismo cultural y de la impronta positivista
que la ocupó durante todo el XIX. Había sido éste un siglo en el que las Islas
no habían dado sustancialmente la talla en el orden de la creación artística,
aun cuando ese regionalismo de pobre factura colocaría los cimientos de una
reflexión más madura sobre el Archipiélago. Se erigieron entonces el arte y la
literatura del siglo XX para ofrecer el gran momento de las vanguardias
históricas, auténtica edad de oro insular.
Los años veinte y treinta constituyeron un retorno a
lo más rico del espíritu isleño, como era la inclinación por los nuevos
lenguajes artísticos internacionales. No obstante, la idea de universalidad
cultural de las vanguardias, alzada como una reacción ante el romanticismo
regionalista, paradójicamente no sólo no hizo a los creadores canarios volver
la espalda a la indagación sobre lo insular, sino que -al contrario- se
convirtió en el mejor presupuesto para abordar una actualización de enfoques
sobre las cuestiones canarias en la literatura y el arte.
Nuevamente el exterior y el interior insular se
mezclaban y confundían en un torbellino de frontera, constituyéndose Canarias
además en avanzadilla de la actualidad europea en España. La relectura de la
tradición, de los símbolos, la reflexión sobre lo geográfico, la refundación de
lo insular —que era una inclinación tan vanguardista— o la indagación sobre el
enigma y la estela aborigen, temática cara al esencialismo experimental, se
convirtieron en materia para la abstracción, el surrealismo o el mal llamado
indigenismo canario, rebautizado en la actualidad por algunos como un cierto
primitivismo de vanguardia.
En cierto modo herederas del modernismo de Néstor de
la Torre y de Tomás Morales, las vanguardias históricas casaban bien con las
irresolubles obsesiones metafísicas insulares en su búsqueda incesante de
lenguajes nuevos para representar la esencia de unas islas a la intemperie
frente a falseantes realismos. En torno a la Escuela Luján Pérez en Las Palmas
y a la revista Gaceta de Arte en Tenerife, artistas como Jorge Oramas, Juan
Ismael, Felo Monzón o Santiago Santana aportaron obras de valor a la historia
cultural de las Islas. Pero, muy por encima de todos, estaría Óscar Domínguez.
De vuelta del primer viaje a París, el artista hizo
su primera exposición en Tenerife, junto a la pintora Lily Guetta, una muestra
en la que se presentó ya una clara búsqueda de lenguajes nuevos. Recibió
entonces duras críticas, como la de Ernesto Pestana en La Rosa de los Vientos,
la otra gran revista del vanguardismo insular, que le acusaba de querer
simplemente impresionar con un rupturismo vacuo sin entender lo que era el arte
abstracto. De vuelta a París, Juan Gris le advirtió duramente que para pintar
"no basta con armarse de telas", podrá pintarse así, pero "no
habrá pintura si no ha existido, a priori, la idea de pintura". Domínguez
debía madurar, aún estaba en proceso de búsqueda. Pero progresaría lo
suficiente como para que el artista canario fuera admitido por Breton en su
escogido grupo en 1934, dos años después del primer Manifiesto Surrealista.
Algo antes Óscar Domínguez había vuelto a exponer en
Tenerife unas obras ya de marcada filiación surrealista en varias muestras que,
esta vez, recibieron el elogio unánime de críticos insulares tan impuestos como
Domingo López Torres, Eduardo Westerdahl o Domingo Pérez Minik. Su buena
acogida intranquilizó a la encorsetada clase media de las islas, como pudo
comprobarse en numerosos artículos de prensa, por la pulsión sexual y onírica
de los cuadros. Pero los nuevos círculos artísticos locales mostraron un
notable empuje y Óscar Domínguez se convirtió en el nexo siempre tan celebrado
entre André Breton y los vanguardistas isleños.
Diseñó la portada de la primera edición de Crimen
(1934), del grancanario Agustín Espinosa, considerada hoy en día la mejor
novela surrealista española. Y al año siguiente, en 1935, Domínguez se
convirtió en el artífice del célebre viaje de Breton, su mujer Jacqueline y de
Benjamin Péret a Tenerife, en cuya capital, Santa Cruz, se iba a celebrar la
primera Exposición Internacional de este movimiento literario y artístico
capital del siglo XX.
Al propio tiempo, Domínguez había sido incorporado a
las colectivas del grupo de Breton, produciendo sin parar y exponiendo por toda
Europa -Londres, Copenhague, París y Barcelona-. En Nueva York, por ejemplo,
fue incluido en la gran exposición organizada en el MoMA por Alfred H. Barr,
mientras que en Tokio sus obras integraron una importante muestra comisariada
por el crítico Shuzo Takiguchi.
En esa época, que abarcaría hasta 1937, se desplegó
enteramente el universo surrealista en su obra: los paisajes cósmicos, los
abrelatas, la calculadora automática se enlazaron con una reflexión de claves
oníricas sobre su tierra natal, el drago, las arenas y lavas o los aborígenes
en un juego múltiples de planos. Un umbral creador contra el que, sin embargo,
se manifestó la terrible enfermedad del pintor. Y la angustia comenzó a
aflorar. Domínguez era entonces una suerte de fetiche de lo más esnob de la
sociedad parisina, un papel que él había buscado pero que, en el fondo, ya no
deseaba, aunque su pasión por el sexo y el desenfreno vital lo arrastrara a las
borracheras y excentricidades continuas.
Sin embargo, a partir de 1940, tras una violenta
disputa con Breton que le llevó a abandonar incluso las filas del Movimiento
Surrealista, fue su gran amigo Picasso el que pasó a convertirse en referencia
creativa En esa fecha, como otros tantos artistas huyó de París por la
ocupación nazi. Se trasladó a Marsella y el pintor malagueño lo acogió. La
influencia picassiana se tradujo en la importancia que adquirió en la obra de
Óscar Domínguez la realidad plástica y el repliegue del impulso de la fantasía,
aunque los cuadros de esta etapa nunca perdieron un tono de humor. También
retomó la escultura en Marsella, descargada de los elementos tipo ready-made
que había incorporado a las piezas en París.
Poco después fue Giorgio De Chirico, artífice de
referencia de la llamada pintura metafísica, otra gran fuente de inspiración
para el tinerfeño. Finalmente Óscar Domínguez se volvió en cierto grado
abstracto a través de un proceso de simplificación de formas y líneas, e
incluso presentó leves figuraciones geométricas de tonos suaves que
aparentemente mostraban cierta serenidad emocional. Nunca llegó a encontrar un
estilo absolutamente propio. Y aunque, por otra parte, era difícil de hallar
entre sus coetáneos, Domínguez lo vivió como un fracaso. Junto a su
degeneración física, una agobiante sensación de artista incompleto, sin un
lenguaje personal, acabó amargándole.
En 1952 se separó de su mujer, Maud, para vivir con
la Vizcondesa de Noailles, una multimillonaria que lo introdujo en la alta
sociedad parisina. Pero la cruel enfermedad que padecía no perdonaba y acabaría
mermando incluso sus capacidades. Domínguez cosechó el fracaso en diversas
exposiciones entonces. Y hubo un momento en el que no lo soportó más. En la
nochevieja de 1957 estaba invitado en casa de su amiga Ninette, junto con Man
Ray, Patrick Waldberg, Felix Labisse, Max Ernst y Roberto Matta. Pero nunca
llegó a la cena. Lo encontraron muerto horas después. Completamente borracho,
se había abierto las venas en la bañera de su casa de Montparnasse con una
hojilla de afeitar.
MAQUIS EN EL SUR DE FRANCIA –
Tras la Guerra Civil, el republicano Antonio Medina
Vega fue héroe de la Resistencia francesa, se sumó luego a la guerrilla
antifranquista en Madrid y murió ejecutado a mediados del siglo XX tras el
asalto a un cuartel de Falange –
De Gaulle, que le había agradecido expresamente sus
éxitos contra los nazis, exigió sin éxito a Franco la conmutación de la pena y,
tras el fusilamiento, cerró la frontera con España
El despliegue de la actividad portuaria en Las
Palmas de Gran Canaria a comienzos del pasado siglo XX coincidió en las Islas
con el incremento de la conflictividad obrera. Por efecto de la expansión
capitalista europea, Canarias vio multiplicada su actividad comercial,
monopolizada por las firmas británicas asentadas en las Islas, que no en vano
se convirtieron en estación marítima de las rutas de la marina mercante
británica en el Atlántico Medio Oriental. El desarrollo de los principales
núcleos urbanos canarios, que acogieron entonces a miles de personas
procedentes de todas las islas, condujo a una importante transformación social.
El proceso de proletarización en las capitales
isleñas traería consigo el surgimiento del movimiento obrero y de nuevas
fuerzas sociales y políticas, tanto republicanas como de izquierdas, que
alcanzaron un peso considerable. En este escenario histórico nació Antonio
Medina Vega el 13 de junio de 1914 en Las Palmas de Gran Canaria. Lo hizo en el
seno de una familia que vivía inmersa en la emergente actividad portuaria.
Inicialmente eran suministradores de sogas aunque, con el tiempo, extendieron
su negocio a todo el avituallamiento de los buques, fundando la emblemática
firma comercial grancanaria Alcorde.
Medina asistió a una pequeña escuela en el Parque de
Santa Catalina, para luego dedicarse al negocio familiar, por lo que su
formación posterior fue autodidacta. El ambiente portuario le llevó a aprender
idiomas, en particular, el francés, lo que no dejaría de ser premonitorio en su
vida. A la vez, se vio asaltado por inquietudes sociales. La nueva conflictividad
obrera tenía como escenario principal los puertos y como causa primera la
explotación de los asalariados isleños por las firmas inglesas. Pero también el
comercio y la agricultura -más en Tenerife y La Palma que en Gran Canaria- se
cifraron como escenarios de conflicto laboral.
El Partido Republicano Federal, fundado por José
Franchy y Roca en 1903 en la capital grancanaria, se consolidó durante esos
años, en los que cobraron una fuerza considerable las federaciones obreras. Al
propio tiempo surgió con empuje el anarcosindicalismo en Tenerife, en la estela
del liderazgo que esta corriente ejercía en el movimiento obrero español, o en
los partidos de izquierdas, como el PSOE, cuya primera agrupación local ya
había sido creada en Santa Cruz de Tenerife en 1917. La irrupción de estas
nuevas fuerzas hacía ya presagiar el fin del modelo de la Restauración
monárquica, que acabó dando lugar en el país a su segunda experiencia
republicana, aun cuando el movimiento sindical canario nunca llegó a
desplegarse con la intensidad registrada en la España peninsular.
Un creciente interés por la participación en la vida
social llevó a Medina Vega a ser nombrado secretario del Club Marítimo Las
Canteras, adquiriendo fama de hombre sencillo, de grandes cualidades
personales, aunque relativamente reservado. Aún a pesar de su condición de
pequeño empresario, militó en la Alianza Obrera y Campesina (AOC), que
constituiría uno de los embriones del Partido Comunista fundado primero en La
Palma en torno a 1930 por José Miguel Pérez, un emigrante isleño que antes de
su regreso había dirigido el Partido Comunista Cubano. Adentrándose ya en la
política, Medina Vega participó también de forma directa en la solución de
conflictos y huelgas, destacando su papel en la de los pescadores de bajura del
sur de su isla.
La AOC se había constituido en Las Palmas durante la
dictadura de Primo de Rivera, aunque no fue legalizada hasta entrado 1931, en
los inicios de la Segunda República. Medina Vega, aun siendo un hijo de la
burguesía portuaria, atesoró un activismo creciente en la izquierda política,
posición ideológica hacia la que las propias derivas de su experiencia le
hicieron girar.
Cuando estalló la Guerra Civil, Canarias quedó
inmersa en la zona golpista y Medina Vega fue movilizado, como todos los
jóvenes canarios, por los partidarios de Franco. No se sabe bien en qué
circunstancias se produjo su paso a la Península como soldado, pero el hecho
cierto es que poco después logró cambiarse de bando, pues se encontró en el 14
Regimiento (del Ejército republicano) en el frente norte, que luchaba en los
valles del Ebro.
De aquellas fechas data su amistad con el legendario
Cristino García, considerado, como él, héroe nacional en Francia por su papel
en la Resistencia francesa contra los nazis. Fue un hombre al que le unió a
partir de entonces no sólo una estrecha amistad sino un trágico destino común.
En enero de 1939 el ejército de Franco dominaba casi
toda la Península. Fue entonces cuando comenzó el éxodo de los republicanos
hacia la frontera con Francia. Medina Vega integraría aquellas terribles
caravanas de hombres, mujeres y niños hacia los pirenaicos puestos fronterizos,
tras los cuales -y salvo para los pocos que tuvieran un pasaporte diplomático-
les esperaban los campos de concentración que el Gobierno del General Petain,
colaborador de Hitler, les tenía vergonzosamente reservados a los refugiados
hispanos.
El joven canario pasó un tiempo en los campos de
Saint Cyprien, Argeles Sur Mer y Barcares, hasta que el 4 de junio de 1940 las
tropas de Hitler llegaron a París. Fue entonces cuando algunos sectores
sociales franceses, que habían observado el colaboracionismo con la Alemania
nazi como un mal menor, comenzaron a vislumbrar la verdadera dimensión del
expansionismo hitleriano. A pesar del grave maltrato que los refugiados
republicanos españoles recibieron en Francia -de lo que intelectuales como Jean
Paul Sartre o Simone de Beauvoir se avergonzarían y pedirían perdón en nombre
de su país-, muchos de ellos se incorporaron a los brotes de la Resistencia
Francesa cuando de una u otra manera lograban escapar de los campos de
reclusión en los que el Régimen de Vichy los había ido encerrando al llegar.
Los españoles actuaron primero en grupos pequeños en
los departamentos de Gard, Lozére, Ardéche y Vauclase, para luego fusionarse en
1942, creándose la Tercera División de las Fuerzas Francesas del Interior, cuyo
comandante en jefe fue Cristino García. Pero, a medida que se incrementaban los
éxitos sobre el ejército alemán en los Bajos Pirineos, la citada división
quedaría engrosada por altos mandos galos. Sería entonces cuando Medina Vega
fue nombrado comandante de la Segunda Compañía de la 5ª Brigada de la 26
División, mandada por Manuel Castro, que actuaría en la zona de Aude. Ya cerca
del desembarco aliado de Normandía, el papel de la compañía de Medina Vega en
la liberación de esta región de su control por las tropas nazis fue patente
tras sus acciones decisivas en las batallas de Prayols y Rimont, en la zona de
Ariège, fuertemente defendidas por la Wehrmacht.
Un telegrama del propio De Gaulle así lo atestiguó
entonces: "Al capitán Antonio Medina Vega, campo de batalla de Ariège
Foix. Francia. Querido capitán de la FFI: Enterado de las batallas de Prayols y
Rimont por los brazos luchadores republicanos españoles, al mando del
comandante Cristino García y su destacamento, donde hicieron sucumbir a un
contingente de la Wehrmacht por la liberación de Francia, reciba mi
felicitación que nuestro pueblo jamás olvidará. Viva la Francia Libre. Firmado,
el general Charles De Gaulle. Londres. Marzo de 1944.”
A la captura, entonces, de miles de soldados
alemanes por las fuerzas de Medina Vega, se añadió la incautación de abundante
material bélico y, en particular, el rescate de un contingente de varias
decenas familias judías, que estaban a punto de ser enviadas en trenes a los
campos de exterminio nazis.
Recién culminada la victoria aliada, Medina Vega
participó en la tanqueta Guadalajara, como otros republicanos españoles, entre
ellos el tinerfeño alférez Campos, en el histórico desfile de la victoria de
París. Con todo, apenas se dieron un respiro. Fue el momento del maquis
español. A las pocas semanas, junto con Cristino García planeó su vuelta a la
España franquista para organizar una resistencia armada, confiados en que,
derrotado Hitler, el propio Franco no podría durar mucho. El objetivo era una
intervención militar guerrillera, que penetrara en España por los Pirineos,
desde Francia, y por Andalucía, desde Orán y Argel, que acabara provocando un
levantamiento popular y finalmente la intervención decisiva del ejército
aliado.
Antonio se había casado por esas fechas en Francia
con Natividad Peribáñez, una miliciana aragonesa, involucrada en la Resistencia
francesa también, cuyo nombre de guerra era Tere. El grupo, dependiente del
comité central del PCE, entró en España en 1944, alineado dentro de una
operación que incluyó a varios miles de milicianos republicanos exiliados,
denominada `Reconquista de España´. Tras ocupar el vallé de Arán, en Aragón, el
grueso fue repelido por una fuerza militar de cuarenta mil hombres, aun cuando
apenas por minutos estuvieron a punto de capturar al general Mola, que dirigió
la operación de las tropas franquistas. Murieron varios cientos de milicianos,
pero otros tantos lograron regresar a la frontera pirenaica. El grupo de
Cristino García optó por la dirección opuesta y, de hecho, consiguió llegar a
Madrid a duras penas tras verse involucrado en varios tiroteos con la Guardia
Civil en la Sierra de Guadarrama, donde hubo algunas muertes más.
A pesar de haber sido detectada su presencia,
lograron esquivar la búsqueda que se desencadenó en la capital de España
durante algunos meses, para lo que previsiblemente contaron con alguna
infraestructura de apoyo. Incluso el canario haría un viaje relámpago a Francia
para conocer a su hija, recién nacida, jugándose aún más la vida en este tierno
episodio de amor filial. El 15 de octubre asaltaron el cuartel de Falange en
Bellavista, quizás su golpe más espectacular. Si bien, poco después, tal vez
por delación, fueron detenidos en la calle Cea Bermúdez y torturados
salvajemente en la Dirección General de Seguridad.
La dureza represiva del franquismo sembró de
confusión -y de sucesos oscuros- a la entonces tímida resistencia interna al
Régimen, de modo tal que a finales de los años cuarenta la infiltración de la
policía franquista en los grupos del maquis era alarmante. De hecho, otro de
los cometidos del grupo de Medina Vera en Madrid fue ajustar cuentas con
algunos dirigentes de la resistencia, hecho que hicieron al matar a varios
dirigentes del PCE, si bien nunca ha sido determinada con claridad la
naturaleza de este conflicto.
Lo cierto es que Cristino García, Antonio Medina
Vega y los demás fueron juzgados en la condiciones de la época, pues nadie
quiso ser su abogado defensor y tampoco les fue asignado siquiera uno de
oficio. El resultado no fue otro que el de su condena a muerte.
No constituyó, sin embargo, un hecho silencioso. La
reacción internacional resultó contundente, más aún cuando se trataba de
personajes relevantes de la Resistencia francesa. Toda la prensa europea y, en
particular, la gala exigió de inmediato la conmutación de la pena a estos
"héroes nacionales de Francia".
El presidente de la República española en el exilio,
José Giral, protestó ante las Naciones Unidas. El general De Gaulle fue más
allá, al amenazar oficialmente a España con un bloqueo total en caso de
llevarse a cabo la ejecución. De nada valió. El grupo entero fue fusilado el 21
de febrero de 1946 en Alcalá de Henares. A los pocos días, Francia cerró la
frontera con la España de Franco, que comenzó así a soportar el mayor
aislamiento internacional.
LA VOZ DE ORO –
Nacido en Vegueta en 1927, Alfredo Kraus ha sido el
mayor tenor lírico de la segunda mitad del siglo XX y se mantuvo, contra
corriente, como modelo de las formas selectas del canto –
Al día siguiente de su muerte, Il Corriere de la
Sera afirmó que el artista canario "cierra un siglo como Caruso lo abrió,
como testimonio de un valor llamado estilo"
En 1961 el gran director Tullio Serafin, que años
antes había lanzado al estrellato a María Callas en La Fenice de Venecia -tras
convencerla de que relevara a Margherita Carosio en I Puritani- quedó
deslumbrado por Alfredo Kraus. El tenor canario había triunfado en templos
europeos como Turín o Londres, tras sus primeros éxitos internacional con
Rigoletto en El Cairo en 1956. Y ensayaba bajo la batuta de Serafín
precisamente la ópera que había encumbrado a la Callas en el San Carlo de
Lisboa. En ese teatro ya había sido Kraus su partenaire en La Traviata tres
años antes, lo que significó un espaldarazo en su imparable ascenso
internacional. "Dígame, Kraus", le preguntó Serafín, "¿con quién
estudió?". Kraus le respondió que con el Maestro Fornasari, legendario
preparador milanés, si bien, preocupado, añadió: "¿Qué ocurre, maestro?
¿Algo va mal?". Y Serafín le dijo: "¡No!, al contrario, es que parece
que Bellini hubiera escrito esta ópera para usted".
Las primeras décadas del pasado siglo fueron en Las
Palmas de Gran Canaria las de una vuelta a los viejos aires cosmopolitas, tras
el repliegue regionalista del XIX. La capital grancanaria se había vinculado,
de nuevo, al área de la esterlina, en lo que sería su gran etapa inglesa. El
modernismo tardío, con fondo simbolista, de Néstor de la Torre y el universo
poético de Tomás Morales eran ya entonces un adelanto de los tiempos de las
vanguardias históricas, del mismo modo que un ensayismo liberal acompañaba
intelectualmente al despliegue puerto franquista del capitalismo insular.
Justamente a través del Puerto de La Luz se había
dotado la ciudad de una vasta cultura musical, a golpe de escalas de las
grandes orquestas y solistas en sus muelles exultantes, camino de los grandes
foros musicales de La Habana y Caracas o del Buenos Aires del gran Teatro
Colón, que hizo de Las Palmas de Gran Canaria un lugar culturalmente muy
privilegiado en ese aspecto. En ese escenario nació Alfredo Kraus Trujillo el
24 de noviembre de 1927. Lo hizo en el histórico barrio de Vegueta, en el
edificio que hoy en día alberga a la Casa de Colón, que en ese entonces era la
sede del periódico La Provincia. La administración de ese diario la ejercía
precisamente el padre de Alfredo, Otto Kraus, un periodista austriaco
nacionalizado español. Fue aquél un año político agitado por la eclosión del
insularismo grancanario, una reacción al centralismo ejercido por la capitalina
isla de Tenerife que finalmente condujo a la división administrativa de
Canarias en dos provincias irreconciliables. Una iniciativa abanderada
precisamente por el fundador del citado diario, Gustavo Navarro Nieto.
Viena, Salzsburgo, Mozart... la música era -y es-
indisociable de la mentalidad austriaca. Y la familia Kraus no podía ser una
excepción. Menos aun cuando a ello se le unía la propia tradición musical
isleña. La ópera, en concreto, constituía una pasión familiar, Otto y su mujer-
Josefa Trujillo- no dejaban de asistir a ninguna de esas formidables
representaciones en el teatro que la estratégica situación geográfica había
entregado a las Islas. En la salita familiar hacían audiciones y se cantaban
arias y canciones líricas. Kraus conservaría toda la vida un fonógrafo que su
padre le regaló a su madre, en el que escuchaban discos de la casa Edison.
"Recuerdo el “Ay, ay, ay” de Fleta, cosas de Schipa, y bastante
zarzuela".
A los cuatro años comenzó a estudiar piano y a los
ocho entró a formar parte del coro infantil del Corazón de María (Colegio
Claret), dirigido por el padre Zabaleta, junto con su hermano Francisco. Kraus
recibió sus primeras lecciones de canto de María Suárez Fiol de León, una
conocida animadora cultural que organizaba reuniones musicales y conciertos
benéficos en calidad de miembro de La Sociedad Filarmónica de Gran Canaria.
Inició estudios de peritaje mercantil en 1945, pero la opción por una carrera
musical iba en ascenso. Alfredo ya acompañaba a sus padres o acudía con los
amigos a todas las óperas y zarzuelas que se ponían en escena en Las Palmas de
Gran Canaria. En una de ellas la voz del tenor danés Roswaenge lo extasió. Las
grabaciones de cantantes italianos como Beniamino Gigli, Maria Caniglia o Gino
Bechi no cesaba de hacerlas sonar en el gramófono familiar.
En el coro de la Sociedad Filarmónica cantaba
Alfredo Kraus desde los diecisiete. Cuando pasó a hacerlo como segundo tenor en
la Coral Polifónica de Las Palmas de Gran Canaria, su extraordinario talento
vocal ya no pasó desapercibido. Tanto llamó la atención de los aficionados
canarios que algunos acabaron influyendo en Otto para que barajara la
posibilidad de que su hijo Alfredo se tomara en serio una opción profesional
por la música. No debieron de insistir para convencer al padre, ni mucho menos
al propio Kraus, que ya se había decantado por la ópera hacía tiempo.
Acabados los estudios de peritaje mercantil, el
padre lo envió a Barcelona en 1948, donde recibió durante dos años lecciones de
canto con la profesora rusa Galy Markoff, quien aplicaba un riguroso método
científico determinante para el timbre natural y ligero del canario. Durante seis
meses -y mientras hacía el servicio militar en Valencia- tomó también lecciones
con Francisco Andrés, un famoso profesor ya mayor que impartía una técnica
similar a la utilizada por Mercedes Llopart, otra gran cantante y profesora
española afincada en Milán.
Kraus regreso a Las Palmas en 1954, donde conoció a
Rosa Blanca Ley Bird, hija de una familia de origen escocés afincada hacía
varios siglos en las Islas. Con ella, y enamorado para siempre, se casaría dos
años después.
Pero antes de la boda decidió ir a Milán,
considerado el centro por excelencia del melodrama musical. En esta ciudad
conoció accidentalmente a la propia Llopart. Y con ella concluyó su formación
inicial. Bajo su orientación, el cantante canario aprendió a dominar todos los
elementos del trabajoso pero eficaz método técnico Lamperti-García de mediados
del XIX. Este lento aprendizaje lo indujo a un rigor extremo, que el tenor
canario extendió no sólo al propio ejercicio de la voz sino a los demás
capítulos relativos a su carrera musical.
Viviendo en Milán, Alfredo Kraus quedó finalista del
prestigioso Concurso Internacional de Ejecución Musical del Conservatorio de
Ginebra. Y en el mismo edificio donde se celebró la final del concurso, al que
asistían directores de escena y teatros de todo el mundo en busca de nuevos
talentos, firmó su primer contrato. Debutó con el Rigoletto de Verdi en la Real
Ópera de El Cairo el 17 de enero de 1956, en el papel del Duque de Mantua,
donde también hizo Tosca, de Puccini, al año siguiente. En la capital egipcia,
un importante foro operístico de entonces, bordó el papel del Duque, lo que
hizo de esta ópera la principal de entre las tres obras del italiano que
formaron parte de su repertorio. Un aria, "La donna é móbile", cuya
versión sigue considerada aún hoy en día como insuperable, electrizó al público
de El Cairo.
Su orientación hacia roles lírico-ligeros tras el
éxito en Egipto le fue indicada por Mercedes Llopart, que le aconsejo ese
repertorio al menos para sus comienzos. Pero Kraus lo convirtió en definitivo,
entendió que era el terreno en que podía darlo todo. Y no se equivocó. Apenas
tardó cinco años en adquirir proyección a lo largo de un intenso periodo
inicial en el que primero lo fue conociendo el público europeo. En Turín hizo
La Traviata con el rol de Alfredo Germont el mismo año de su debut egipcio,
repitiendo éxito al siguiente en Londres.
Pero el despegue definitivo en la vieja Europa lo
alcanzaría a través de una serie de deslumbrantes actuaciones. La primera fue
La Traviata ya citada en Lisboa, en 1958 con la Callas como pareja. Ella lo
acogió primero con recelo, “no quiero más sorpresitas como la de ese tenor
canario”, llegó a advertir, molesta, acerca de un aún desconocido cantante que
cubría por sustitución el papel para, tras la representación, mostrar su
reconocimiento a ese joven isleño de apellido austriaco. Luego haría Alfredo
Kraus una memorable Lucía de Lamemoor en el Covent Garden de Londres en 1959,
encarnando el papel de Edgardo -uno de sus hitos- y, por último, La Sonámbula, en
el Teatro La Scala de Milán en 1960, en el papel de Elvino.
Fueron tres momentos de su apertura a la escena
internacional en cuyo recuerdo sobresalió siempre su presencia en escena junto
a la electrizante Maria Callas. Cuando en una ocasión anterior la había oído
cantar Norma le pareció un milagro, "el fin del mundo". La Callas lo
"instó a cantar mejor de lo que jamás había hecho en mi vida". Así
debió ser, sin duda, pues pronto conquistó también los escenarios de Tokio y
Buenos Aires, para en 1962 triunfar en Estados Unidos. Su formación técnica y
una acusada prestancia aristocrática -tenía, además, una gran planta física-
hicieron que la voz de Kraus irrumpiera entre los Del Monaco, Corelli, Di
Stefano, Tucker o Bjorling como un hecho natural.
Debutó en ese país interpretando el papel de
Nemorino con la Chicago Lyric Opera. Giulietta Simionato se desharía en
elogios: "Me hizo pensar que la perfección sí existe en algún caso
rarísimo. La perfección, en todo caso, es hoy en día Alfredo Kraus". Fue
el comienzo de la intensa relación con los escenarios operísticos
norteamericanos, que le llevaría, por ejemplo, en 1965 a interpretar al Duque
de su caro Rigoletto en el Metropolitan, para concluir esa gira en Dallas y San
Francisco, donde hizo Werther, otro capítulo aparte del tenor.
Una excepción que vino a confirmar la regla de este
rigor selectivo, centrado en el repertorio lírico-ligero, fueron sus breves
incursiones mozartianas. En 1968 causó auténtica sensación en Salzsburgo,
encarnando al Don Ottavio de Don Giovanni, con Nicolaj Ghiaurov en el papel
principal y bajo la dirección de Von Karajan al frente de la Filarmónica de
Viena. El papel lo repitió al año siguiente en Roma con la orquesta de la RAI,
dirigida esta vez por Carlo María Giulini. E, igualmente, interpretó otro papel
al año siguiente también en el festival salzsburgués en Cosi fan tutte,
acompañado por la batuta de Karl Böhm. El temido y admirado Von Karajan y
Alfredo Kraus coincidían plenamente: La caracterización central de todas las
óperas mozartianas descansaba en los recitativos, a los que había que prestar
la máxima atención, por contraste con la lectura habitual que solía hacerse de
este compositor.
Pero el director alemán preocupó al tenor canario
cuando le conminó a que se ejercitase sólo en esos recitativos durante tres
semanas. Cuando Kraus le preguntó por la insólita indicación no recibió de
Karajan uno de sus paralizantes alardes de soberbia sino el mayor cumplido: “No
se preocupe de las arias, yo sé cómo canta usted”. La debilidad del legendario
y todopoderoso director con este tenor isleño de apellido austriaco lo llevó
incluso a aceptar una explicación igualmente insólita que Kraus le dio para
rechazar de forma inapelable el contrato que le había dejado en su camerino
para repetir en el verano de 1970. No podía eludir las vacaciones con su
familia en Lanzarote que, además, eran un período de descanso que su voz
reclamaba. “Váyase tranquilo, que yo tengo un gran respeto por usted y por su
arte”, respondió Karajan.
Kraus regresó estrictamente al repertorio clásico
francés e italiano, el de los siglos XVIII y XIX, que siempre consideró el
adecuado a su registro. Rigoletto acabó convertido en un símbolo que paseó por
el mundo. Los ya citados, así como Donizetti (La hija del regimiento, Lucrecia
Borgia o Linda de Chamounix) o Bellini, que habían sido los creadores de los
grandes héroes líricos de la ópera, dominaron en la vida artística de Kraus.
Pero, a su Duque de Mantua, en Rigoletto, no le fue a la zaga la interpretación
del rol principal de Werther, el del propio poeta, con el que andando el tiempo
alcanzó al más absoluto virtuosismo.
Su debut con esta ópera de Massenet había tenido
lugar ya en 1965 en el Teatro Municipal de Piacenza (Italia) con Ana Maria Rota
y Franco Bordón como Carlotta y Alberto. Kraus bordó “Pourquoi me reveiller”,
el difícil aria del acto tercero, con una tersura y brillo en la línea de
canto, un alarde de capacidad para la regulación, una igualdad absoluta de
registros, un fraseo exquisito y una dicción tan impecable del francés que el
teatro literalmente se vino abajo. Y le abrió de par en par las puertas del
circuito italiano, que era entonces la gran obsesión del tenor. “Primero está
el circuito italiano, luego el resto del mundo”, decía.
La técnica vocal de este canario rubio y de ojos
azules, capaz de acometer unos agudos tan poderosos y timbrados y unos graves
tan coloreados, se combinó en Werther con una extraordinaria afinidad escénica
de Kraus con el héroe trágico de Massenet, que alternaba a la perfección
intimismo y pasión en escena. Lo demostró una y otra vez con esta ópera, con la
que se ganó en 1970 a Roma y en 1984 a París. "Desde que cantó Werther por
primera vez en Roma está considerado como su mejor intérprete", resaltó
Opera Internacional.
A partir de entonces el tenor canario desarrolló una
dilatadísima vida artística, inusualmente larga, que alcanzó los cuarenta y
cuatro años en escena. Nunca dejó el nombre de Alfredo Kraus de estar dominado
por ese extremo rigor selectivo, sustentado en una implacabilidad de factura
germana a la que quizás su origen austriaco no fuera ajeno. Y no afectaba esta
marca característica del tenor sólo el repertorio sino que incidía en el número
de representaciones que aceptaba - siempre por debajo de la media de cantantes
de su categoría- de entre la tormenta de ofertas que le acosaban.
No cedió al ritmo marcado por una voz entregada al
refinamiento, que se retaba a sí misma una y otra vez en el horizonte del
virtuosismo, por tentadoras que fueran algunas propuestas, a diferencia de lo
que hacían la mayoría de los divos de la ópera. Todo ello, unido a un estilo
exquisito, en lo vocal y en lo escénico, hizo de Kraus el mejor tenor ligero de
su generación y, sin duda, uno de los grandes del siglo XX.
Fue la suya una trayectoria que finalmente lo
consagró como el último gran cultivador de las formas selectas del canto, el
último caballero del bel canto. De hecho la creciente conversión de este arte
en espectáculo mediático para masas fue una tendencia frente a la que Kraus
siempre se mostró crítico, por entender que el modo en que muchos tenores
actuaban dejaba de ser arte para convertirse en un mero show.
No era actuar al aire libre lo que el tenor canario
rechazaba, pues él mismo aceptó hacerlo ya en 1962 en la plaza de toros de
Alicante y también en el Estadio Insular de su ciudad natal, ni tampoco la
voluntad de democratizar un arte elitista, sino la banalización y la pérdida de
calidad que entendía que estaba teniendo lugar por esa suerte de
espectacularización mediática ajena al rol de la ópera. Lo cierto es que un
tenor para el que el reposo de la voz lo llevó no sólo a descansar
implacablemente un mes cada verano en su magnífica villa lanzaroteña, sino a
plantear desplazamientos en barco sólo con el mismo objeto, no habría de casar
en modo alguno con esa aceleración requerida por el show.
En su etapa de madurez, Kraus decidió convertir
también su experiencia musical en magisterio impagable. Lo hizo en Perugia, En
Nueva York –impartiendo clases en el Lincoln Center- en el Liceu de Barcelona,
en la Escuela Reina Sofía de Madrid, en Santander y también en su ciudad natal.
No en vano Las Palmas de Gran Canaria se convirtió en sede de la final del
Concurso Internacional de Canto Alfredo Kraus.
Su labor docente vino naturalmente determinada por
su decisión de darle continuidad a una técnica ardua y compleja, incluso
polémica y debatida pero que –a los hechos cabe remitirse- hizo del tenor
canario, que le otorgó siempre la máxima importancia, un hito musical.
Cuestiones como la correcta posición del sonido en las cavidades faciales de la
resonancia o una determinada manera de respirar con el diafragma así como
también de contener la respiración entre éste y las citadas cavidades, eran
para Kraus la clave para un canto natural, sin sensación de esfuerzo ni
forzamientos de la voz. El modo por el cual las notas, sobre todo las altas, se
alojaban exactas y con una naturalidad que la mayoría sólo logra con el
denostado recurso a la técnica del falsetto.
La faceta docente, cursada con la colaboración del
también tenor canario Suso Mariategui y del pianista Edelmiro Arnaltes, dio
resultados. De su mano surgieron cantantes de todos los registros, alguno de
los cuales entraron en el siglo XXI al mayor nivel, como fue el venezolano Aquiles
Machado.
El tenor isleño mantuvo hasta el final sus
facultades prácticamente intactas. El crítico Guillermo García-Alcalde recalcó
en su día en el diario La Provincia/DLP cómo Alfredo Kraus cantó "tres
Lucías (Lucía de Lammemoor) apoteósicas en la Deutche Oper de Berlín durante la
Semana Santa de 1998", fechas en las que, por lo demás, era difícil llenar
el aforo como él hizo, pues colgaba el cartel de “no hay entradas” en la
apabullante oferta cultural berlinesa.
Fue la muerte de su esposa, Rosa Blanca, una mujer
con la que alcanzó la mayor compenetración y con la que tuvo cuatro hijos, lo
que acabó por debilitarlo profundamente en su ánimo para luchar contra el
cáncer que acabó con su vida. Nunca superó esa pérdida. Tras enviudar,
reapareció en el Teatro Real, e incluso zanjó después una cierta deuda en las
Islas al cantar en el Auditorio que lleva su nombre en Las Palmas de Gran
Canaria el año anterior. Murió el 10 de septiembre de 1999, siendo enterrado en
Boadilla del Monte (Madrid) junto a su mujer. Al día siguiente, Il Corriere de
la Sera fue terminante. El periódico romano señalaba en un editorial:
"Kraus es el último tenor ligado a un concepto aristocrático y casi real
del arte (...) Kraus cierra un siglo como Caruso lo abrió, como testimonio de
un valor que se llama estilo".
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