miércoles, 23 de febrero de 2022

 

HISTORIAS ISLEÑAS

DE

ULTRAMAR

 

LA AVENTURA EUROPEA

 

AL SERVICIO DEL ZAR –

Huyendo de Napoleón, el ingeniero Agustín de Betancourt entró al servicio del zar Alejandro I en el siglo XVIII, fue general del Ejército ruso y dirigió un inmenso plan de obras en el imperio zarista –

Mantuvo relaciones con los grandes ilustrados españoles desde su periplo oriental y, a su vez, facilitó el acceso de los vinos canarios a la alta sociedad rusa

 

Cuando el célebre naturalista Alexander von Humboldt se alojó en el Puerto de la Cruz, en junio de 1799, como huésped de la familia Cólogan, camino de Sudamérica, mostró su asombro por el cosmopolitismo y el nivel cultural de una élite ilustrada canaria. De igual modo le sorprendió y criticó la miseria que azotaba a los campesinos isleños del siglo XVIII en plena crisis del vino y la soberbia clasista de la nobleza tinerfeña. En una carta al barón de Forell, von Humboldt se refirió, en cualquier caso, a la "amabilidad social, afición por la instrucción y sentimiento artístico" de dicha élite, algo que se imaginaba reservado "para una pequeña parte de Europa". Dentro de esta percepción diversa de la clase dirigente canaria, Humboldt subrayó que existen "personas que cultivan las letras y la música y que han trasplantado a este clima tan lejano los deleites de la sociedad europea". En ese ambiente nació en 1758 en el Puerto de la Cruz Agustín de Betancourt y Molina.

Niño sumamente despierto, se sabe, por ejemplo, de su temprano interés infantil por el tratamiento de la seda, entonces una actividad preindustrial que en Agustín de Betancourt activó tan tempranamente su luego proverbial capacidad inventiva. La seda constituía una industria al alza en las Islas, aunque su historia resultara efímera. Era una expresión, a su vez, de la búsqueda de alternativas económicas a la crisis del vino en Tenerife surgida en el contexto del auge de las disciplinas científicas propio de los círculos ilustrados de las élites isleñas. Esta suerte de apuestas por algún tipo de industrialización solían barajarse siempre en tiempos de declive comercial.

Tal afición infantil llevaría a Agustín a inventar, en colaboración con su hermana, una máquina para el hilado de la seda, casi más a modo de un divertimiento familiar pero que, sin embargo, fue presentada en Tenerife cuando el futuro ingeniero apenas contaba veinte años.

La creación de máquinas era una inclinación familiar. Al menos lo había sido desde que Marcos Verde de Betancourt, abuelo del inventor y pariente de Maciot - un sobrino del conquistador normando Jean de Bethencourt- se trasladó de Lanzarote a Tenerife a finales del XVI, donde igualmente se consagró a la invención de maquinaria para el trabajo agrícola. Asimismo, el padre del personaje, Agustín de Betancourt y Castro, nacido en Las Palmas de Gran Canaria en 1720 por azares del destino militar del abuelo, era en aquellas fechas un ferviente ilustrado, integrante de la tertulia de Nava, como lo fueron Viera, los Iriarte y otros muchos.

La revolución científica europea apenas había tenido eco en España. La resistencia de las universidades a acogerla obligó a los ilustrados a fundar las Sociedades Económicas de Amigos del País, como la de La Laguna (1777), que presidiría el padre de Agustín, y a la que vinculó a sus hijos. De esta sociedad también fue activo miembro su hermano José, tío de Agustín, y promotor de reformas técnicas y de la implantación de la imprenta.

Las aptitudes de Agustín llevarían a la familia a hacer las gestiones para que estudiara en Madrid, capital en la que se encontraban no pocos ilustrados isleños, como los Clavijo (Viera y su primo, Clavijo y Fajardo). Las relaciones del amplio plantel de canarios en Madrid haría valedor del futuro ingeniero nada menos que al ministro de Indias, José de Gálvez, marqués de la Sonora, andaluz ilustrado con el que tenían amistad los Betancourt, que eran, a su vez, de origen cordobés. Tales contactos con el ministro se consolidaron de la mano del hermano de Agustín, Matías, teniente del Rey en Tenerife y recién nombrado Gobernador de Guatemala, y del ingeniero tinerfeño y primo suyo, Estanislao de Lugo.

Con esos apoyos, que algo después le abrieron las puertas para cursar especialidades en el extranjero, se trasladó Agustín a estudiar ingeniería en los Reales Estudios de San Isidro en 1788. Por ese entonces era ya subteniente de infantería de las milicias canarias, fruto de las tradiciones de las familias de abolengo como la suya. Completó la formación como ingeniero con los estudios de Bellas Artes en San Fernando, donde recibió diversos premios. La vocación artística había sido otra constante de Agustín y fue algo que retomó al final de su vida en San Petersburgo. Pero, de igual forma, San Fernando dio entidad a una extraordinaria capacidad como dibujante que Agustín acreditaría a lo largo de su dilatada carrera.

Por esas fechas, su pronta fama y las relaciones del grupo canario hicieron que Floridablanca, presidente del Gobierno e ilustrado moderado, le encomendara la mejora técnica de las minas de Almadén y del Canal Imperial de Aragón. Betancourt acometió tales tareas y realizó otros trabajos en campos diversos como la fundición de cañones, el telégrafo óptico, entonces en sus albores, y la aerostación. A ésta se había aficionado después de ver a su paisano Viera y Clavijo izar un globo aerostático en los jardines del Marqués de Santa Cruz.

Pero España era un erial en relación a los desarrollos técnicos que surgían en Europa. Tan sólo trataba de paliarlo una minoría ilustrada emergente, avalada por el propio Carlos IV, pero chocaba con unas inercias endurecidas en el país. Por ello, perfeccionar sus estudios en las mejores escuelas de Europa se convirtió en su objetivo. Sería ya 1784 cuando obtuvo de la Secretaria de Indias una beca para estudiar Geometría y Arquitectura subterránea en París, una fecha en la que Agustín ya había ascendido, en una carrera paralela, a teniente del regimiento de milicias de La Orotava.

En la capital francesa Betancourt dirigió a un grupo de pensionados, como Tomás de Veri, Juan de la Fuente, Joaquín Abaitúa, Juan de la Mata o Juan Peñalver. Fue el último una persona luego fundamental en la creación de la Escuela de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos de Madrid, concebida como otro instrumento del reformismo ilustrado, que fundaría el propio Agustín.

Crearon un gabinete en la capital francesa, con el apoyo entusiasta de Floridablanca, que engrosaron con diseños, maquetas modelos y con memorias científicas de extraordinario valor y, además, del mayor interés para un país como España, con su enorme retraso científico. Tal fue así que Carlos IV lo convirtió en Real Gabinete de Máquinas. Allí estaban las últimas innovaciones de Perronet sobre la construcción de puentes, técnicas de minería y metalurgia, y un sinfín de artefactos e inventos ideados, en especial, por Agustín de Betancourt, cuyo prestigio fue considerable en ambientes científicos galos.

Amigo personal de Domingo de Iriarte, que ejercía como encargado de negocios de la embajada española, Betancourt vio estallar la Revolución Francesa. Pero el Rey le ordenó el traslado a Madrid del Real Gabinete a comienzos de 1791, dado el peligro que corría aquel importante tesoro para España. De regreso a España tras un viaje incierto, la colección fue ubicada en el Casón del Buen Retiro. El ingeniero canario, instalado de nuevo en la capital de España, continuó dirigiéndola hasta 1807.

No obstante, durante este último período en Madrid, el ingeniero canario realizó un viaje sonado a Londres, donde se vio acusado de espionaje industrial y expulsado del país. En realidad, fueron las disputas con Inglaterra, tras la paz de Basilea firmada entre España y Francia, las que provocaron este incidente, pues la acusación nunca pudo ser probada en rigor y Betancourt contó en su defensa incluso con eminencias británicas como el botánico George Sinclair. Sería la intervención de éste lo que permitió que fuera sólo expulsado, y no encarcelado, tras hallársele culpable en un turbio proceso, que encontró en esta otra solución una conveniente salida política.

Betancourt se trasladó entonces de Londres a París a perfeccionar su telégrafo óptico y se casó con una inglesa católica, Ana Jourdain. Al poco regresó de nuevo a Madrid, aunque fue ésta la última vez que pisara suelo español. La inestabilidad política, con los conflictos entre Godoy y Floridablanca con Aranda, le hicieron intuir el riesgo inminente de una guerra civil, por lo que se marchó, de nuevo, esta vez con su familia, a la capital francesa en 1807, de cuya Academia de Ciencias era corresponsal en Madrid.

Sin embargo, tampoco pudo permanecer en Francia una larga temporada. Napoleón acariciaba la idea de invadir España, lo que colocaba a Betancourt en peligro, pues, o bien se alineaba con los francófonos, contrarios al monarca, o no podría vivir ni en París ni en Madrid. Optó por una tercera vía y tomó una decisión drástica al solicitar permiso al zar Alejandro I, hombre abierto al progreso técnico y ávido de una modernización industrial, para viajar a Rusia.

Ya en Moscú recibió una extraordinaria acogida incluso de tipo personal por el propio zar, que le propuso entrar a su servicio; pudo así colmar su aspiración de encontrar un país en paz que le dejara vivir y trabajar. Aquello constituyó el comienzo de una segunda fase de su vida, la etapa en la que desarrolló toda su potencialidad. Betancourt recogió a su familia en París y se trasladó a San Petersburgo. De la importancia que se le otorgó y del alcance de los planes que se le encomendaron -cuya relación era tan brillante en lo cualitativo como apabullante en el número- da buena cuenta el que en 1809 el ingeniero canario fuera nombrado teniente general del Ejército ruso e inspector del nuevo Instituto de Vías de Comunicación y del Cuerpo de Ingenieros, la mayor maquinaria de ingeniería.

Allí compatibilizó la formación de ingenieros con la proyección de puentes en los ríos próximos a Moscú, capital a la que se trasladó, aunque fuera por poco tiempo. La ciudad fue tomada por las tropas napoleónicas en su célebre campaña por la anexión de Rusia, lo que hizo que Betancourt, como miembro de la corte zarista, se retirase a San Petersburgo.

Tras la derrota invernal de los ejércitos napoleónicos, el canario coordinó la reconstrucción urbana de prácticamente todo el imperio, una tarea en la que también participó proyectando y dirigiendo infinidad de proyectos concretos. En este aspecto, destacó sobre manera el papel del ingeniero canario en la transformación de San Petersburgo en una gran capital. Hizo puentes, reformó la catedral de San Isaac, proyectó todos los nuevos barrios y acometió también los grandes equipamientos urbanos, como el famoso canal de Obvodny.

Del mismo modo, Betancourt diseñó canales y viaductos por todo el país, llevó de Francia ingenieros para la reconstrucción de otras ciudades rusas bajo su supervisión y terminó la también célebre Feria de Nizhni Nóvgorod, en lo que constituyó entonces un desembolso por parte del Estado zarista de cientos de millones de rublos. Serían dos décadas febriles, pero que acabaron convirtiéndole en un mito.

Siempre mantuvo, a pesar de la distancia, una fluida relación con Canarias, sobre todo durante esta segunda etapa rusa. Un extenso rastro epistolar revela que se mantuvo al tanto de las novedades y controversias de la sociedad insular y que participó en ellas con interés cierto desde Moscú y San Petersburgo. No pocos fueron, por ejemplo, los exportadores de vinos isleños a los que ayudó a abrirse camino en el mercado ruso, como Guillermo Cúllen o Antonio Dalmani. O bien su hermano José, que proveyó de malvasía a la alta sociedad rusa durante años. Al final, ya con sesenta y seis años, agotado y enfermo, solicitó en 1824 el retiro al zar, que le concedió una lujosa pensión. Agustín de Betancourt murió ese mismo año en San Petersburgo, rodeado de obras de arte que había adquirido a lo largo de la vida, entre ellas, dos Murillos, que se hizo traer desde España. En la actualidad, Betancourt es uno de los pocos extranjeros que forman parte del panteón de celebridades nacionales en Rusia.

 

 

DIPLOMACIA COLONIAL –

 

Embajador en Francia y ministro liberal, Fernando León y Castillo ideó un africanismo de nuevo cuño a finales del XIX que orientó a España a través de los pactos coloniales, pero Madrid fracasó en África –

Fue un claro ejemplo de cómo el conocimiento natural de la realidad internacional facilitó a las élites isleñas su acceso a la cúspide del Estado

 

Al igual que a finales del siglo XVIII, la Revolución francesa, tuvo como principal testigo español al tinerfeño Domingo de Iriarte, durante el tránsito del siglo XIX al XX –los años del colonialismo europeo contemporáneo- igualmente contaría Madrid como actor principal en París a un isleño, el grancanario Fernando León y Castillo. Dos embajadores canarios, pues, condujeron los intereses españoles en los escenarios más importantes del concierto europeo contemporáneo. Ambos fueron claves para la política exterior española, sobre todo porque tuvieron un papel avanzado -muchas veces contra la corriente general- en favor de la apertura de España.

Tal extremo podría parecer una mera casualidad, pero nada más lejos de serlo. La historiografía canaria reciente apunta cómo, a raíz de la Ilustración, la clave del acceso de muchos miembros de las élites locales de la periferia española - en particular, Canarias- a la cúspide del Estado estuvo directamente relacionada con su dominio de la dinámica de la realidad internacional y del comercio exterior por su condición propia de isleños, algo que una España ensimismada empezaba a necesitar.

Incidir en la faceta diplomática de León y Castillo no es, con todo, capítulo fácilmente separable de su condición sempiterna de hombre fuerte de la política canaria. Cuando fue nombrado embajador en París el 12 de noviembre de 1887 por el liberal Sagasta era ya el personaje clave de la Restauración en las Islas. Su papel, por tanto, consistía en actuar de interlocutor entre las oligarquías canarias y Madrid en un contexto en el que las Islas pugnaban por dotarse del marco y las condiciones para sacar partido a su renta de situación en pleno apogeo de la economía mundial del capitalismo en la era imperialista. Tal objetivo se traducía en el Archipiélago en los intentos de rentabilizar el tránsito europeo, sobre todo, británico, en el África colonial y el tráfico comercial oceánico como una estación marítima geográficamente privilegiada en el Atlántico Medio Oriental. Esta dinámica isleña, pues, destacaba a León y Castillo para afrontar en la capital gala el debate europeo del reparto colonial de la época.

Pero había algo más. A Inglaterra, que era la que impulsaba la economía canaria como destino natural de sus exportaciones fruteras y como potencia militar y comercial en las rutas marítimas coloniales del XIX en las que se inscribían las Islas, no le interesaba que el norte de África se quedara en manos exclusivas de Francia, su eterna oponente. Londres temía sobre todo que el Estrecho de Gibraltar se cerrara al sur en manos galas y, en este sentido, tenía especial interés en que España disputara esa zona en el reparto colonial europeo para que finalmente al menos la compartieran París y Madrid. Esas circunstancias eran bien conocidas por León y Castillo, figura política central de unas Islas a las que comenzaban a llegar las compañías británicas de transporte y servicios marítimos para establecerse.

Ya desde su llegada a Madrid como diputado a Cortes, el político isleño había ido perfilando una posición ideológica que le inscribía dentro de un sector monárquico moderado, de tinte liberal. No era sólo una postura teórica, sino que la puso en práctica con su intensa participación en la oposición a la Primera República. De hecho, el apoyo de León y Castillo al pronunciamiento del general Martínez Campos, que restituyó a Madrid a Alfonso XII, le fue compensado por la monarquía con el Ministerio de Ultramar.

Desde esa privilegiada posición política, León y Castillo consolidó su papel arbitral en el seno de la política canaria, trufada ya por el llamado pleito insular entre dos islas capitalinas que habían dejado de ser complementarias a finales del XVIII. Al desaparecer un fluido mercado de capitales, bienes y servicios que había funcionado en el Antiguo Régimen, Gran Canaria y Tenerife finalmente pasaron a ser sobre todo dos economías insulares competitivas con el despliegue capitalista atlántico y su plena recepción en unas Islas que optaron sin ambages por la estrategia librecambista.

El ministro de Ultramar era el líder indiscutible del Partido Liberal Canario, bajo el cual subyacía un complejo entramado caciquil favorable a cierto tipo de aperturismo político -lo que cuadraba mejor con ese modelo económico librecambista-, aunque a cambio de perpetuar el inmovilismo social. Pero no era solamente su posición de ministro, sino también su estrecha vinculación a las relaciones internacionales españolas el factor esencial de su omnímodo poder.

El comercio exterior -las relaciones con los países europeos, unos mercados tradicionales para los productos agrícolas de exportación isleños-, toda la política ultramarina y el colonialismo contemporáneo en África, en torno al cual el Archipiélago se había incorporado al área de la esterlina, eran tres factores que atañían medularmente a Canarias.

No obstante, el paso de León y Castillo por el Ministerio de Ultramar acabó mal. El motivo sería el conflicto con Cuba. El ministro no consiguió aplicar su propuesta de desarrollo económico para paliar en la isla caribeña los muchos desmanes de un entramado colonial corrupto, que fomentaba las revueltas independentistas, aun cuando nunca estuviera León y Castillo a favor de una autonomía para esa colonia. Optó por dimitir cuando el Gobierno cedió a las presiones del lobbie español en la Cuba colonial para que no se aplicaran las medidas antiesclavistas de los tratados internacionales firmados por Madrid hacía algunos años.

Esa experiencia consolidó, además, su rechazo natural, como oriundo de unas islas volcadas al exterior, al secular aislacionismo español en un contexto, además, en el que la imbricación internacional había devenido ineludible. En realidad, el recelo aislacionista de Madrid lo había experimentado ya León y Castillo en el Archipiélago, que vivía, dicho está, su gran etapa inglesa. Sin cuestionar nunca las relaciones con el Estado, de las que no en vano emanaba su poder, el político isleño criticó sin ambages "la opresión del elemento peninsular sobre nuestra vida y costumbres", con sus "corrupciones" y rechazos al "comercio libre", en clara referencia a las cortapisas impuestas por Madrid a la libertad comercial tradicional de las Islas. Con este antecedente insular sobre los perjuicios del cerril aislacionismo hispano que constituyó su experiencia respecto a Cuba, León y Castillo se convirtió en un aperturista combativo y pragmático. Una opción que lo colocó a contracorriente.

Con este criterio dejaría su primer cargo ministerial para pasar al departamento de la Gobernación, en el cual no dejó más que testimonio de su condición de político de la Restauración con el falseamiento oficial de sucesivos resultados electorales. Sería en 1887 cuando ocupó por vez primera la estratégica embajada de España en París. Este cargo lo desempeñaría a lo largo de cuatro etapas, hasta 1918, fecha inserta ya en la I Guerra Mundial, ante la que se postuló anticipada y ruidosamente por la neutralidad. Como embajador se empleó de inmediato en restaurar las relaciones comerciales con Francia, entonces deterioradas por el apoyo galo al republicanismo hispano que conspiraba contra el régimen de la Restauración que él representaba.

En París, además, se afirmaba esta oposición a España con su recelo visceral hacia un borbón como Alfonso XII. Las dificultades eran aún mayores cuando Antonio Cánovas y los conservadores clamaban por aplicar otra vuelta de tuerca el más cerrado proteccionismo en lo económico. Alentados por las burguesías industriales catalana y vasca, cada vez más temerosas del poderío de la industria británica, los conservadores impedían así todo consenso político sobre la apertura de España al exterior. Para colmo, el polo opuesto a León y Castillo surgía en las mismas filas liberales, pues el ministro Moret intentaba vincular a España a una muy conservadora alianza europea conjurada contra Francia. Fue algo que logró este último de algún modo con la firma posterior con Italia de un pacto de garantías en el Mediterráneo a finales de ese año, en el cual León y Castillo pasó a ocupar la estratégica embajada de París.

No siendo republicano, León y Castillo sí que, al menos, no tenía prejuicios ideológicos. Apostaba por Francia con realismo por tres razones: ambos países compartían una amplia frontera territorial, existía una relación económica bilateral de enorme importancia, que interesaba ampliar, y había unos intereses coloniales comunes en todo el norte de África que León y Castillo se propuso aunar. Más aún se convenció de esto último el político isleño cuando comenzó a presentir el desastre colonial español en Cuba y la necesidad, llegado ese momento, de abrir el mercado francés para España como alternativa a la pérdida del ya exiguo mercado colonial. No eran ajenos a su interés por la alternativa colonial africana sus propios intereses como cacique político de unas islas que tenían en ese continente su hinterland natural y que, a su vez, buscaban entonces establecer una explotación industrial de la pesca.

Pronto fue León y Castillo atrayéndose a Sadi Carnot, el presidente francés, con extraordinaria habilidad. Y, aunque la solución a la disputa de Guinea, como la de Río de Oro y Marruecos, habría de esperar más de una década, París comenzó a mostrarse favorable a un entendimiento africano con España. Prueba de ello, y gran éxito del diplomático isleño, fue el apoyo militar galo a Madrid ante los ataques de las tribus bereberes rifeñas a Melilla en 1893, lo que mostraba, por otra parte, la debilidad del poder del sultán de Marruecos sobre un territorio que había quedado hasta entonces fuera del reparto colonial. A cambio de la buena predisposición francesa con España en el norte de África, León y Castillo abanderó un tratado comercial librecambista con París, una muestra de dinamización comercial que fue objeto de una dura campaña de críticas conservadoras.

Sólo tras consumarse el llamado desastre del 98, con la pérdida de Cuba y Filipinas como colonias, España comenzó a reflexionar en serio sobre la vulnerabilidad que le acarreaba su tendencia al aislamiento internacional. Durante años había clamado el político canario por una alianza europea que contrapesara la creciente injerencia norteamericana en Cuba, lo que adelantó la pérdida de esa isla. A partir de entonces se le haría caso, aunque sólo en parte. Ello dio lugar al segundo gran éxito del diplomático isleño, esta vez en África: El 27 de junio de 1900 España obtuvo de París el reconocimiento de su soberanía sobre las islas del Golfo de Guinea hasta la desembocadura del Río Muni.

Fue un gran triunfo, porque la presencia española en esa zona, que le había correspondido ya nominalmente, se había debilitado en extremo. Tal debilidad obedecía no sólo a la casi nula presencia colonial española sino, lo que era aún peor, al hecho de que la única actividad hispana en esa costa occidental subsahariana habían consistido en unas renacidas estaciones esclavistas, aún a pesar de que éstas contrariaban ya entonces al derecho internacional.

Tales estaciones las habían establecido empresarios catalanes llegados a Canarias en el último tercio del XIX para el envío de mercancía humana a los ingenios azucareros cubanos, seriamente necesitados de mano de obra a raíz de las revueltas antiesclavistas de Haití, que había sido el principal proveedor. El tratado internacional suscrito incluso por España -aún cuando el propio marido de Isabel II era un conocido esclavista- establecía que cualquier país podía atacar con su flota o ejércitos a instalaciones negreras o buques de transporte de esclavos independientemente de la nacionalidad y en cualquier territorio.

Por ello, Francia e Inglaterra no tardaron en destruir los campamentos de los empresarios catalanes en la costa de Guinea, aprovechando de paso la ausencia de una mayor presencia hispana en sus colonias para asentarse y penetrar en esas tierras. Fue un dominio de hecho de París y Londres en los posteriores repartos coloniales el que prevaleció siempre frente a las titularidades de derecho.

El logro de León y Castillo, aun siendo menor en el contexto de una época en la que las potencias europeas se repartían el mundo, era relevante para España. Pero, a cambio de la marcha atrás de la pretensión gala sobre la costa de Guinea, Madrid debió ceder la región marroquí de Adrar, lo que habría de delimitar el ex Sahara español. Adrar le habría correspondido a España según el procedimiento denominado “unión de puntos”. Consistía en asignar –en principio- a cada potencia europea los territorios que quedaran en el espacio delimitado por las líneas trazadas para unir sobre el mapa los enclaves que el país aspirante a administrarlos tuviera en ese territorio.

Dado que España contaba con la ocupación efectiva de las plazas del norte de Marruecos, Guinea y Mar Pequeña –el viejo emplazamiento pesquero canario en la costa atlántica sahariana- tenía claros derechos en todo el área.

No lo logró, pero la habilidad de León y Castillo deparó que el ministro francés Theophile Declaseé transigiera con lo que hasta entonces habría resultado impensable: concesiones importantes en el reparto de las zonas de influencia en Marruecos, que en principio debía acabar siendo un protectorado compartido. España consiguió así adelantarse y neutralizar las pretensiones, sobre todo, alemanas sobre ese territorio, que habían quedado patentes incluso con la instalación de firmas germanas en Tenerife para una colonización del Sahara.

Era una nueva gran oportunidad económica para España. Y para Canarias. Pero con el tiempo España fue reticente a adquirir en la práctica este compromiso internacional, ensimismada aún en un tiempo en el que la señalada economía mundial del capitalismo había penetrado y transformado prácticamente todas las regiones del planeta -entre ellas, Canarias- y en el que la nueva cifra del potencial de los estados europeos se vinculaba a su dominio y explotación colonial. España demostró ser una potencia de tercera cuando siguió demorándose en sus compromisos coloniales aún a pesar del apremio de París y nada pudo hacer ante la firma de un posterior acuerdo anglo-francés que acabaría dejando a España en fuera de juego en Marruecos en 1912. A partir de entonces a Madrid sólo le quedaron las migajas marroquíes, logradas cuando a Francia le convino para bloquear aspiraciones de otros países, como Alemania.

No aprovechar la oportunidad colonial brindada a finales del siglo XIX fue el principio del fracaso español en África en el período contemporáneo. Sería, con todo, otra derrota más desde la fallida política africanista de los Austrias, en particular, la de Felipe II, dirigida también desde las Islas. España no quiso aprovechar el marco potencialmente atractivo, para lo que era un país empequeñecido, que le había facilitado León y Castillo en el reparto colonial. Y también fue aquella inhibición política hispana en la escena internacional el comienzo de muchos errores y disparates, sobre todo en el Magreb. El político canario murió en Biarritz en 1918. Al menos se evitaría el espectáculo atroz de la Guerra de África.

 

LA LUZ LLEGA DE PARÍS –

Vinculado al grupo francés de André Breton, el pintor Óscar Domínguez llegaría a ser la más internacional expresión de las vanguardias históricas insulares durante el primer tercio del siglo XX

-Conectó con los surrealistas en los ambientes de la bohemia en París, capital a la que acudió a ocuparse del negocio frutero familiar, pero una cruel enfermedad degenerativa lo condujo al suicidio.

Óscar Domínguez Palazón nació el 3 de enero de 1906 en La Laguna, en el seno de una familia de la burguesía platanera tinerfeña. Relata la crítica que su padre era un hombre culto, muy elegante, solitario y mujeriego, que emprendía frecuentes viajes a Europa, destino habitual de la fruta producida en sus fincas. Y venía siempre con alguna novedad científica. Creció el pintor rodeado de colecciones de mariposas, cerámicas, cráneos y restos guanches, libros con tricomías, cámaras fotográficas, prismáticos o un gran telescopio, lo que le despertaría aún más su luego legendaria imaginación.

Sería, a su vez, un niño especialmente mimado, sobre todo a raíz de la temprana muerte de su madre, María, cuando apenas contaba dos años. Él mismo recordaría en París, quizás en una mezcla de fantasía y realidad, que su madre le hizo prometer al padre en el lecho de muerte que nunca lo dejaría llorar, de tal modo que la movilización de las criadas cada vez que el niño hacía el menor gesto de disgusto era de órdago.

Con sólo veintiún años partió hacia la capital francesa, enviado por su padre para que, andando el tiempo, se hiciera cargo de la recepción de la fruta. Allí vivía ya su hermana Antonia, con su marido, el pintor tinerfeño Álvaro Fariña, así como un primo, también pintor, Juan Domínguez Abad. Su ocupación principal, con todo, fue desde los primeros años la juerga nocturna.

Pronto su personalidad le haría un hombre conocido en los ambientes más glamorosos. Se fue ganando fama de dandy de vida desordenada y desahogada posición económica en lo que constituyó un despilfarro permanente a cargo de las cuentas familiares. Fueron licencias que su padre siempre conoció y nunca le recriminó. No pocas veces llegaría a Les Halles a las cinco de la madrugada, vestido de esmoquin, tras una densa y alcohólica noche de clubes nocturnos y camas revueltas, para supervisar el descargue de la fruta. Su desatención hacia el negocio frutero era absoluta, lo fue siempre y nunca hizo nada por cambiarla.

Pero serían justamente esos ambientes frívolos los que lo conectaron con los surrealistas en Montparnasse. Domínguez, de la mano de la bohemia, comenzó a ver arte, a valorarlo, a hacerlo suyo. Y debió entender -con buen juicio, sin duda alguna- que la impronta onírica de las obras de esos vanguardistas era el medio para dar curso a su desbordante imaginación y conjurar no pocos fantasmas interiores. El arte se lo ganó cuando, al poco tiempo, Domínguez se matriculó en una de aquellas escuelas de pintura del legendario barrio parisino, que concentraba la ebullición cultural francesa del momento.

A partir de ahí se forjaría la más destacada carrera artística de las primeras décadas del siglo en las Islas. La realizó en París, ciudad en la que Domínguez viviría ya hasta su muerte en 1957, aun cuando expuso con asiduidad en Tenerife y mantuvo estrecho contacto con el grupo tinerfeño de Gaceta de Arte.

El tinerfeño fue desde sus comienzos artísticos un continuador de la vertiente más experimental del movimiento surrealista, de modo que encarnó lo más central de su esencia. Siempre se mostró cuidadoso de construir nuevos procedimiento para la creación plástica que plasmaran el trabajo de lo onírico en la obra, por ejemplo a través del grafismo automático. Sin embargo, al propio tiempo, esa obra pronto comenzó a volverse convulsa e, incluso, tormentosa. Iría traduciéndose en símbolos y peculiares alegorías del inconsciente de manera hiriente hasta adquirir perfiles de drama. Fue una tendencia que se desbocó a raíz de la aparición de la acromegalia, enfermedad cruel que paulatinamente iba a deformar, sobre todo, el rostro de un hombre cuyo físico imponente y personalidad poderosa lo habían convertido en un icono social del movimiento surrealista.

La pintura del "dragón de Canarias", como le llamó André Breton, pasó por variados e interesantes períodos, no todas de la misma intensidad. Se traslucen influencias dalinianas en una primera etapa, en la que le obsesionaba como temas el cuerpo de la mujer pero también la sangre animal y la fusión de formas en una suerte de querencia compulsiva por la decadencia orgánica que él ya padecía.

Domínguez dejó su huella particular como artífice de técnicas surrealistas, tales como la decalcomanía o el litocronismo, que utilizaron asiduamente Max Ernst y no pocos de los creadores posteriores. Aunque su inclinación por tales técnicas derivaba de su condición de surrealista puro, no fue ajeno a éstas el hecho de que Óscar Domínguez se considerarse carente de pericia técnica en el dibujo. Era una impresión errónea que, sin embargo, lo torturó, pues lienzos como Cueva de guanches o El cazador revelarían, en todo caso, justamente lo contrario.

Por otro lado, Canarias en ese momento comenzaba a desprenderse de un acusado regionalismo cultural y de la impronta positivista que la ocupó durante todo el XIX. Había sido éste un siglo en el que las Islas no habían dado sustancialmente la talla en el orden de la creación artística, aun cuando ese regionalismo de pobre factura colocaría los cimientos de una reflexión más madura sobre el Archipiélago. Se erigieron entonces el arte y la literatura del siglo XX para ofrecer el gran momento de las vanguardias históricas, auténtica edad de oro insular.

Los años veinte y treinta constituyeron un retorno a lo más rico del espíritu isleño, como era la inclinación por los nuevos lenguajes artísticos internacionales. No obstante, la idea de universalidad cultural de las vanguardias, alzada como una reacción ante el romanticismo regionalista, paradójicamente no sólo no hizo a los creadores canarios volver la espalda a la indagación sobre lo insular, sino que -al contrario- se convirtió en el mejor presupuesto para abordar una actualización de enfoques sobre las cuestiones canarias en la literatura y el arte.

Nuevamente el exterior y el interior insular se mezclaban y confundían en un torbellino de frontera, constituyéndose Canarias además en avanzadilla de la actualidad europea en España. La relectura de la tradición, de los símbolos, la reflexión sobre lo geográfico, la refundación de lo insular —que era una inclinación tan vanguardista— o la indagación sobre el enigma y la estela aborigen, temática cara al esencialismo experimental, se convirtieron en materia para la abstracción, el surrealismo o el mal llamado indigenismo canario, rebautizado en la actualidad por algunos como un cierto primitivismo de vanguardia.

En cierto modo herederas del modernismo de Néstor de la Torre y de Tomás Morales, las vanguardias históricas casaban bien con las irresolubles obsesiones metafísicas insulares en su búsqueda incesante de lenguajes nuevos para representar la esencia de unas islas a la intemperie frente a falseantes realismos. En torno a la Escuela Luján Pérez en Las Palmas y a la revista Gaceta de Arte en Tenerife, artistas como Jorge Oramas, Juan Ismael, Felo Monzón o Santiago Santana aportaron obras de valor a la historia cultural de las Islas. Pero, muy por encima de todos, estaría Óscar Domínguez.

De vuelta del primer viaje a París, el artista hizo su primera exposición en Tenerife, junto a la pintora Lily Guetta, una muestra en la que se presentó ya una clara búsqueda de lenguajes nuevos. Recibió entonces duras críticas, como la de Ernesto Pestana en La Rosa de los Vientos, la otra gran revista del vanguardismo insular, que le acusaba de querer simplemente impresionar con un rupturismo vacuo sin entender lo que era el arte abstracto. De vuelta a París, Juan Gris le advirtió duramente que para pintar "no basta con armarse de telas", podrá pintarse así, pero "no habrá pintura si no ha existido, a priori, la idea de pintura". Domínguez debía madurar, aún estaba en proceso de búsqueda. Pero progresaría lo suficiente como para que el artista canario fuera admitido por Breton en su escogido grupo en 1934, dos años después del primer Manifiesto Surrealista.

Algo antes Óscar Domínguez había vuelto a exponer en Tenerife unas obras ya de marcada filiación surrealista en varias muestras que, esta vez, recibieron el elogio unánime de críticos insulares tan impuestos como Domingo López Torres, Eduardo Westerdahl o Domingo Pérez Minik. Su buena acogida intranquilizó a la encorsetada clase media de las islas, como pudo comprobarse en numerosos artículos de prensa, por la pulsión sexual y onírica de los cuadros. Pero los nuevos círculos artísticos locales mostraron un notable empuje y Óscar Domínguez se convirtió en el nexo siempre tan celebrado entre André Breton y los vanguardistas isleños.

Diseñó la portada de la primera edición de Crimen (1934), del grancanario Agustín Espinosa, considerada hoy en día la mejor novela surrealista española. Y al año siguiente, en 1935, Domínguez se convirtió en el artífice del célebre viaje de Breton, su mujer Jacqueline y de Benjamin Péret a Tenerife, en cuya capital, Santa Cruz, se iba a celebrar la primera Exposición Internacional de este movimiento literario y artístico capital del siglo XX.

Al propio tiempo, Domínguez había sido incorporado a las colectivas del grupo de Breton, produciendo sin parar y exponiendo por toda Europa -Londres, Copenhague, París y Barcelona-. En Nueva York, por ejemplo, fue incluido en la gran exposición organizada en el MoMA por Alfred H. Barr, mientras que en Tokio sus obras integraron una importante muestra comisariada por el crítico Shuzo Takiguchi.

En esa época, que abarcaría hasta 1937, se desplegó enteramente el universo surrealista en su obra: los paisajes cósmicos, los abrelatas, la calculadora automática se enlazaron con una reflexión de claves oníricas sobre su tierra natal, el drago, las arenas y lavas o los aborígenes en un juego múltiples de planos. Un umbral creador contra el que, sin embargo, se manifestó la terrible enfermedad del pintor. Y la angustia comenzó a aflorar. Domínguez era entonces una suerte de fetiche de lo más esnob de la sociedad parisina, un papel que él había buscado pero que, en el fondo, ya no deseaba, aunque su pasión por el sexo y el desenfreno vital lo arrastrara a las borracheras y excentricidades continuas.

Sin embargo, a partir de 1940, tras una violenta disputa con Breton que le llevó a abandonar incluso las filas del Movimiento Surrealista, fue su gran amigo Picasso el que pasó a convertirse en referencia creativa En esa fecha, como otros tantos artistas huyó de París por la ocupación nazi. Se trasladó a Marsella y el pintor malagueño lo acogió. La influencia picassiana se tradujo en la importancia que adquirió en la obra de Óscar Domínguez la realidad plástica y el repliegue del impulso de la fantasía, aunque los cuadros de esta etapa nunca perdieron un tono de humor. También retomó la escultura en Marsella, descargada de los elementos tipo ready-made que había incorporado a las piezas en París.

Poco después fue Giorgio De Chirico, artífice de referencia de la llamada pintura metafísica, otra gran fuente de inspiración para el tinerfeño. Finalmente Óscar Domínguez se volvió en cierto grado abstracto a través de un proceso de simplificación de formas y líneas, e incluso presentó leves figuraciones geométricas de tonos suaves que aparentemente mostraban cierta serenidad emocional. Nunca llegó a encontrar un estilo absolutamente propio. Y aunque, por otra parte, era difícil de hallar entre sus coetáneos, Domínguez lo vivió como un fracaso. Junto a su degeneración física, una agobiante sensación de artista incompleto, sin un lenguaje personal, acabó amargándole.

En 1952 se separó de su mujer, Maud, para vivir con la Vizcondesa de Noailles, una multimillonaria que lo introdujo en la alta sociedad parisina. Pero la cruel enfermedad que padecía no perdonaba y acabaría mermando incluso sus capacidades. Domínguez cosechó el fracaso en diversas exposiciones entonces. Y hubo un momento en el que no lo soportó más. En la nochevieja de 1957 estaba invitado en casa de su amiga Ninette, junto con Man Ray, Patrick Waldberg, Felix Labisse, Max Ernst y Roberto Matta. Pero nunca llegó a la cena. Lo encontraron muerto horas después. Completamente borracho, se había abierto las venas en la bañera de su casa de Montparnasse con una hojilla de afeitar.

 

 

MAQUIS EN EL SUR DE FRANCIA –

Tras la Guerra Civil, el republicano Antonio Medina Vega fue héroe de la Resistencia francesa, se sumó luego a la guerrilla antifranquista en Madrid y murió ejecutado a mediados del siglo XX tras el asalto a un cuartel de Falange –

De Gaulle, que le había agradecido expresamente sus éxitos contra los nazis, exigió sin éxito a Franco la conmutación de la pena y, tras el fusilamiento, cerró la frontera con España

El despliegue de la actividad portuaria en Las Palmas de Gran Canaria a comienzos del pasado siglo XX coincidió en las Islas con el incremento de la conflictividad obrera. Por efecto de la expansión capitalista europea, Canarias vio multiplicada su actividad comercial, monopolizada por las firmas británicas asentadas en las Islas, que no en vano se convirtieron en estación marítima de las rutas de la marina mercante británica en el Atlántico Medio Oriental. El desarrollo de los principales núcleos urbanos canarios, que acogieron entonces a miles de personas procedentes de todas las islas, condujo a una importante transformación social.

El proceso de proletarización en las capitales isleñas traería consigo el surgimiento del movimiento obrero y de nuevas fuerzas sociales y políticas, tanto republicanas como de izquierdas, que alcanzaron un peso considerable. En este escenario histórico nació Antonio Medina Vega el 13 de junio de 1914 en Las Palmas de Gran Canaria. Lo hizo en el seno de una familia que vivía inmersa en la emergente actividad portuaria. Inicialmente eran suministradores de sogas aunque, con el tiempo, extendieron su negocio a todo el avituallamiento de los buques, fundando la emblemática firma comercial grancanaria Alcorde.

Medina asistió a una pequeña escuela en el Parque de Santa Catalina, para luego dedicarse al negocio familiar, por lo que su formación posterior fue autodidacta. El ambiente portuario le llevó a aprender idiomas, en particular, el francés, lo que no dejaría de ser premonitorio en su vida. A la vez, se vio asaltado por inquietudes sociales. La nueva conflictividad obrera tenía como escenario principal los puertos y como causa primera la explotación de los asalariados isleños por las firmas inglesas. Pero también el comercio y la agricultura -más en Tenerife y La Palma que en Gran Canaria- se cifraron como escenarios de conflicto laboral.

El Partido Republicano Federal, fundado por José Franchy y Roca en 1903 en la capital grancanaria, se consolidó durante esos años, en los que cobraron una fuerza considerable las federaciones obreras. Al propio tiempo surgió con empuje el anarcosindicalismo en Tenerife, en la estela del liderazgo que esta corriente ejercía en el movimiento obrero español, o en los partidos de izquierdas, como el PSOE, cuya primera agrupación local ya había sido creada en Santa Cruz de Tenerife en 1917. La irrupción de estas nuevas fuerzas hacía ya presagiar el fin del modelo de la Restauración monárquica, que acabó dando lugar en el país a su segunda experiencia republicana, aun cuando el movimiento sindical canario nunca llegó a desplegarse con la intensidad registrada en la España peninsular.

Un creciente interés por la participación en la vida social llevó a Medina Vega a ser nombrado secretario del Club Marítimo Las Canteras, adquiriendo fama de hombre sencillo, de grandes cualidades personales, aunque relativamente reservado. Aún a pesar de su condición de pequeño empresario, militó en la Alianza Obrera y Campesina (AOC), que constituiría uno de los embriones del Partido Comunista fundado primero en La Palma en torno a 1930 por José Miguel Pérez, un emigrante isleño que antes de su regreso había dirigido el Partido Comunista Cubano. Adentrándose ya en la política, Medina Vega participó también de forma directa en la solución de conflictos y huelgas, destacando su papel en la de los pescadores de bajura del sur de su isla.

La AOC se había constituido en Las Palmas durante la dictadura de Primo de Rivera, aunque no fue legalizada hasta entrado 1931, en los inicios de la Segunda República. Medina Vega, aun siendo un hijo de la burguesía portuaria, atesoró un activismo creciente en la izquierda política, posición ideológica hacia la que las propias derivas de su experiencia le hicieron girar.

Cuando estalló la Guerra Civil, Canarias quedó inmersa en la zona golpista y Medina Vega fue movilizado, como todos los jóvenes canarios, por los partidarios de Franco. No se sabe bien en qué circunstancias se produjo su paso a la Península como soldado, pero el hecho cierto es que poco después logró cambiarse de bando, pues se encontró en el 14 Regimiento (del Ejército republicano) en el frente norte, que luchaba en los valles del Ebro.

De aquellas fechas data su amistad con el legendario Cristino García, considerado, como él, héroe nacional en Francia por su papel en la Resistencia francesa contra los nazis. Fue un hombre al que le unió a partir de entonces no sólo una estrecha amistad sino un trágico destino común.

En enero de 1939 el ejército de Franco dominaba casi toda la Península. Fue entonces cuando comenzó el éxodo de los republicanos hacia la frontera con Francia. Medina Vega integraría aquellas terribles caravanas de hombres, mujeres y niños hacia los pirenaicos puestos fronterizos, tras los cuales -y salvo para los pocos que tuvieran un pasaporte diplomático- les esperaban los campos de concentración que el Gobierno del General Petain, colaborador de Hitler, les tenía vergonzosamente reservados a los refugiados hispanos.

El joven canario pasó un tiempo en los campos de Saint Cyprien, Argeles Sur Mer y Barcares, hasta que el 4 de junio de 1940 las tropas de Hitler llegaron a París. Fue entonces cuando algunos sectores sociales franceses, que habían observado el colaboracionismo con la Alemania nazi como un mal menor, comenzaron a vislumbrar la verdadera dimensión del expansionismo hitleriano. A pesar del grave maltrato que los refugiados republicanos españoles recibieron en Francia -de lo que intelectuales como Jean Paul Sartre o Simone de Beauvoir se avergonzarían y pedirían perdón en nombre de su país-, muchos de ellos se incorporaron a los brotes de la Resistencia Francesa cuando de una u otra manera lograban escapar de los campos de reclusión en los que el Régimen de Vichy los había ido encerrando al llegar.

Los españoles actuaron primero en grupos pequeños en los departamentos de Gard, Lozére, Ardéche y Vauclase, para luego fusionarse en 1942, creándose la Tercera División de las Fuerzas Francesas del Interior, cuyo comandante en jefe fue Cristino García. Pero, a medida que se incrementaban los éxitos sobre el ejército alemán en los Bajos Pirineos, la citada división quedaría engrosada por altos mandos galos. Sería entonces cuando Medina Vega fue nombrado comandante de la Segunda Compañía de la 5ª Brigada de la 26 División, mandada por Manuel Castro, que actuaría en la zona de Aude. Ya cerca del desembarco aliado de Normandía, el papel de la compañía de Medina Vega en la liberación de esta región de su control por las tropas nazis fue patente tras sus acciones decisivas en las batallas de Prayols y Rimont, en la zona de Ariège, fuertemente defendidas por la Wehrmacht.

Un telegrama del propio De Gaulle así lo atestiguó entonces: "Al capitán Antonio Medina Vega, campo de batalla de Ariège Foix. Francia. Querido capitán de la FFI: Enterado de las batallas de Prayols y Rimont por los brazos luchadores republicanos españoles, al mando del comandante Cristino García y su destacamento, donde hicieron sucumbir a un contingente de la Wehrmacht por la liberación de Francia, reciba mi felicitación que nuestro pueblo jamás olvidará. Viva la Francia Libre. Firmado, el general Charles De Gaulle. Londres. Marzo de 1944.”

A la captura, entonces, de miles de soldados alemanes por las fuerzas de Medina Vega, se añadió la incautación de abundante material bélico y, en particular, el rescate de un contingente de varias decenas familias judías, que estaban a punto de ser enviadas en trenes a los campos de exterminio nazis.

Recién culminada la victoria aliada, Medina Vega participó en la tanqueta Guadalajara, como otros republicanos españoles, entre ellos el tinerfeño alférez Campos, en el histórico desfile de la victoria de París. Con todo, apenas se dieron un respiro. Fue el momento del maquis español. A las pocas semanas, junto con Cristino García planeó su vuelta a la España franquista para organizar una resistencia armada, confiados en que, derrotado Hitler, el propio Franco no podría durar mucho. El objetivo era una intervención militar guerrillera, que penetrara en España por los Pirineos, desde Francia, y por Andalucía, desde Orán y Argel, que acabara provocando un levantamiento popular y finalmente la intervención decisiva del ejército aliado.

Antonio se había casado por esas fechas en Francia con Natividad Peribáñez, una miliciana aragonesa, involucrada en la Resistencia francesa también, cuyo nombre de guerra era Tere. El grupo, dependiente del comité central del PCE, entró en España en 1944, alineado dentro de una operación que incluyó a varios miles de milicianos republicanos exiliados, denominada `Reconquista de España´. Tras ocupar el vallé de Arán, en Aragón, el grueso fue repelido por una fuerza militar de cuarenta mil hombres, aun cuando apenas por minutos estuvieron a punto de capturar al general Mola, que dirigió la operación de las tropas franquistas. Murieron varios cientos de milicianos, pero otros tantos lograron regresar a la frontera pirenaica. El grupo de Cristino García optó por la dirección opuesta y, de hecho, consiguió llegar a Madrid a duras penas tras verse involucrado en varios tiroteos con la Guardia Civil en la Sierra de Guadarrama, donde hubo algunas muertes más.

A pesar de haber sido detectada su presencia, lograron esquivar la búsqueda que se desencadenó en la capital de España durante algunos meses, para lo que previsiblemente contaron con alguna infraestructura de apoyo. Incluso el canario haría un viaje relámpago a Francia para conocer a su hija, recién nacida, jugándose aún más la vida en este tierno episodio de amor filial. El 15 de octubre asaltaron el cuartel de Falange en Bellavista, quizás su golpe más espectacular. Si bien, poco después, tal vez por delación, fueron detenidos en la calle Cea Bermúdez y torturados salvajemente en la Dirección General de Seguridad.

La dureza represiva del franquismo sembró de confusión -y de sucesos oscuros- a la entonces tímida resistencia interna al Régimen, de modo tal que a finales de los años cuarenta la infiltración de la policía franquista en los grupos del maquis era alarmante. De hecho, otro de los cometidos del grupo de Medina Vera en Madrid fue ajustar cuentas con algunos dirigentes de la resistencia, hecho que hicieron al matar a varios dirigentes del PCE, si bien nunca ha sido determinada con claridad la naturaleza de este conflicto.

Lo cierto es que Cristino García, Antonio Medina Vega y los demás fueron juzgados en la condiciones de la época, pues nadie quiso ser su abogado defensor y tampoco les fue asignado siquiera uno de oficio. El resultado no fue otro que el de su condena a muerte.

No constituyó, sin embargo, un hecho silencioso. La reacción internacional resultó contundente, más aún cuando se trataba de personajes relevantes de la Resistencia francesa. Toda la prensa europea y, en particular, la gala exigió de inmediato la conmutación de la pena a estos "héroes nacionales de Francia".

El presidente de la República española en el exilio, José Giral, protestó ante las Naciones Unidas. El general De Gaulle fue más allá, al amenazar oficialmente a España con un bloqueo total en caso de llevarse a cabo la ejecución. De nada valió. El grupo entero fue fusilado el 21 de febrero de 1946 en Alcalá de Henares. A los pocos días, Francia cerró la frontera con la España de Franco, que comenzó así a soportar el mayor aislamiento internacional.

 

 

LA VOZ DE ORO –

Nacido en Vegueta en 1927, Alfredo Kraus ha sido el mayor tenor lírico de la segunda mitad del siglo XX y se mantuvo, contra corriente, como modelo de las formas selectas del canto –

Al día siguiente de su muerte, Il Corriere de la Sera afirmó que el artista canario "cierra un siglo como Caruso lo abrió, como testimonio de un valor llamado estilo"

En 1961 el gran director Tullio Serafin, que años antes había lanzado al estrellato a María Callas en La Fenice de Venecia -tras convencerla de que relevara a Margherita Carosio en I Puritani- quedó deslumbrado por Alfredo Kraus. El tenor canario había triunfado en templos europeos como Turín o Londres, tras sus primeros éxitos internacional con Rigoletto en El Cairo en 1956. Y ensayaba bajo la batuta de Serafín precisamente la ópera que había encumbrado a la Callas en el San Carlo de Lisboa. En ese teatro ya había sido Kraus su partenaire en La Traviata tres años antes, lo que significó un espaldarazo en su imparable ascenso internacional. "Dígame, Kraus", le preguntó Serafín, "¿con quién estudió?". Kraus le respondió que con el Maestro Fornasari, legendario preparador milanés, si bien, preocupado, añadió: "¿Qué ocurre, maestro? ¿Algo va mal?". Y Serafín le dijo: "¡No!, al contrario, es que parece que Bellini hubiera escrito esta ópera para usted".

Las primeras décadas del pasado siglo fueron en Las Palmas de Gran Canaria las de una vuelta a los viejos aires cosmopolitas, tras el repliegue regionalista del XIX. La capital grancanaria se había vinculado, de nuevo, al área de la esterlina, en lo que sería su gran etapa inglesa. El modernismo tardío, con fondo simbolista, de Néstor de la Torre y el universo poético de Tomás Morales eran ya entonces un adelanto de los tiempos de las vanguardias históricas, del mismo modo que un ensayismo liberal acompañaba intelectualmente al despliegue puerto franquista del capitalismo insular.

Justamente a través del Puerto de La Luz se había dotado la ciudad de una vasta cultura musical, a golpe de escalas de las grandes orquestas y solistas en sus muelles exultantes, camino de los grandes foros musicales de La Habana y Caracas o del Buenos Aires del gran Teatro Colón, que hizo de Las Palmas de Gran Canaria un lugar culturalmente muy privilegiado en ese aspecto. En ese escenario nació Alfredo Kraus Trujillo el 24 de noviembre de 1927. Lo hizo en el histórico barrio de Vegueta, en el edificio que hoy en día alberga a la Casa de Colón, que en ese entonces era la sede del periódico La Provincia. La administración de ese diario la ejercía precisamente el padre de Alfredo, Otto Kraus, un periodista austriaco nacionalizado español. Fue aquél un año político agitado por la eclosión del insularismo grancanario, una reacción al centralismo ejercido por la capitalina isla de Tenerife que finalmente condujo a la división administrativa de Canarias en dos provincias irreconciliables. Una iniciativa abanderada precisamente por el fundador del citado diario, Gustavo Navarro Nieto.

Viena, Salzsburgo, Mozart... la música era -y es- indisociable de la mentalidad austriaca. Y la familia Kraus no podía ser una excepción. Menos aun cuando a ello se le unía la propia tradición musical isleña. La ópera, en concreto, constituía una pasión familiar, Otto y su mujer- Josefa Trujillo- no dejaban de asistir a ninguna de esas formidables representaciones en el teatro que la estratégica situación geográfica había entregado a las Islas. En la salita familiar hacían audiciones y se cantaban arias y canciones líricas. Kraus conservaría toda la vida un fonógrafo que su padre le regaló a su madre, en el que escuchaban discos de la casa Edison. "Recuerdo el “Ay, ay, ay” de Fleta, cosas de Schipa, y bastante zarzuela".

A los cuatro años comenzó a estudiar piano y a los ocho entró a formar parte del coro infantil del Corazón de María (Colegio Claret), dirigido por el padre Zabaleta, junto con su hermano Francisco. Kraus recibió sus primeras lecciones de canto de María Suárez Fiol de León, una conocida animadora cultural que organizaba reuniones musicales y conciertos benéficos en calidad de miembro de La Sociedad Filarmónica de Gran Canaria. Inició estudios de peritaje mercantil en 1945, pero la opción por una carrera musical iba en ascenso. Alfredo ya acompañaba a sus padres o acudía con los amigos a todas las óperas y zarzuelas que se ponían en escena en Las Palmas de Gran Canaria. En una de ellas la voz del tenor danés Roswaenge lo extasió. Las grabaciones de cantantes italianos como Beniamino Gigli, Maria Caniglia o Gino Bechi no cesaba de hacerlas sonar en el gramófono familiar.

En el coro de la Sociedad Filarmónica cantaba Alfredo Kraus desde los diecisiete. Cuando pasó a hacerlo como segundo tenor en la Coral Polifónica de Las Palmas de Gran Canaria, su extraordinario talento vocal ya no pasó desapercibido. Tanto llamó la atención de los aficionados canarios que algunos acabaron influyendo en Otto para que barajara la posibilidad de que su hijo Alfredo se tomara en serio una opción profesional por la música. No debieron de insistir para convencer al padre, ni mucho menos al propio Kraus, que ya se había decantado por la ópera hacía tiempo.

Acabados los estudios de peritaje mercantil, el padre lo envió a Barcelona en 1948, donde recibió durante dos años lecciones de canto con la profesora rusa Galy Markoff, quien aplicaba un riguroso método científico determinante para el timbre natural y ligero del canario. Durante seis meses -y mientras hacía el servicio militar en Valencia- tomó también lecciones con Francisco Andrés, un famoso profesor ya mayor que impartía una técnica similar a la utilizada por Mercedes Llopart, otra gran cantante y profesora española afincada en Milán.

Kraus regreso a Las Palmas en 1954, donde conoció a Rosa Blanca Ley Bird, hija de una familia de origen escocés afincada hacía varios siglos en las Islas. Con ella, y enamorado para siempre, se casaría dos años después.

Pero antes de la boda decidió ir a Milán, considerado el centro por excelencia del melodrama musical. En esta ciudad conoció accidentalmente a la propia Llopart. Y con ella concluyó su formación inicial. Bajo su orientación, el cantante canario aprendió a dominar todos los elementos del trabajoso pero eficaz método técnico Lamperti-García de mediados del XIX. Este lento aprendizaje lo indujo a un rigor extremo, que el tenor canario extendió no sólo al propio ejercicio de la voz sino a los demás capítulos relativos a su carrera musical.

Viviendo en Milán, Alfredo Kraus quedó finalista del prestigioso Concurso Internacional de Ejecución Musical del Conservatorio de Ginebra. Y en el mismo edificio donde se celebró la final del concurso, al que asistían directores de escena y teatros de todo el mundo en busca de nuevos talentos, firmó su primer contrato. Debutó con el Rigoletto de Verdi en la Real Ópera de El Cairo el 17 de enero de 1956, en el papel del Duque de Mantua, donde también hizo Tosca, de Puccini, al año siguiente. En la capital egipcia, un importante foro operístico de entonces, bordó el papel del Duque, lo que hizo de esta ópera la principal de entre las tres obras del italiano que formaron parte de su repertorio. Un aria, "La donna é móbile", cuya versión sigue considerada aún hoy en día como insuperable, electrizó al público de El Cairo.

Su orientación hacia roles lírico-ligeros tras el éxito en Egipto le fue indicada por Mercedes Llopart, que le aconsejo ese repertorio al menos para sus comienzos. Pero Kraus lo convirtió en definitivo, entendió que era el terreno en que podía darlo todo. Y no se equivocó. Apenas tardó cinco años en adquirir proyección a lo largo de un intenso periodo inicial en el que primero lo fue conociendo el público europeo. En Turín hizo La Traviata con el rol de Alfredo Germont el mismo año de su debut egipcio, repitiendo éxito al siguiente en Londres.

Pero el despegue definitivo en la vieja Europa lo alcanzaría a través de una serie de deslumbrantes actuaciones. La primera fue La Traviata ya citada en Lisboa, en 1958 con la Callas como pareja. Ella lo acogió primero con recelo, “no quiero más sorpresitas como la de ese tenor canario”, llegó a advertir, molesta, acerca de un aún desconocido cantante que cubría por sustitución el papel para, tras la representación, mostrar su reconocimiento a ese joven isleño de apellido austriaco. Luego haría Alfredo Kraus una memorable Lucía de Lamemoor en el Covent Garden de Londres en 1959, encarnando el papel de Edgardo -uno de sus hitos- y, por último, La Sonámbula, en el Teatro La Scala de Milán en 1960, en el papel de Elvino.

Fueron tres momentos de su apertura a la escena internacional en cuyo recuerdo sobresalió siempre su presencia en escena junto a la electrizante Maria Callas. Cuando en una ocasión anterior la había oído cantar Norma le pareció un milagro, "el fin del mundo". La Callas lo "instó a cantar mejor de lo que jamás había hecho en mi vida". Así debió ser, sin duda, pues pronto conquistó también los escenarios de Tokio y Buenos Aires, para en 1962 triunfar en Estados Unidos. Su formación técnica y una acusada prestancia aristocrática -tenía, además, una gran planta física- hicieron que la voz de Kraus irrumpiera entre los Del Monaco, Corelli, Di Stefano, Tucker o Bjorling como un hecho natural.

Debutó en ese país interpretando el papel de Nemorino con la Chicago Lyric Opera. Giulietta Simionato se desharía en elogios: "Me hizo pensar que la perfección sí existe en algún caso rarísimo. La perfección, en todo caso, es hoy en día Alfredo Kraus". Fue el comienzo de la intensa relación con los escenarios operísticos norteamericanos, que le llevaría, por ejemplo, en 1965 a interpretar al Duque de su caro Rigoletto en el Metropolitan, para concluir esa gira en Dallas y San Francisco, donde hizo Werther, otro capítulo aparte del tenor.

Una excepción que vino a confirmar la regla de este rigor selectivo, centrado en el repertorio lírico-ligero, fueron sus breves incursiones mozartianas. En 1968 causó auténtica sensación en Salzsburgo, encarnando al Don Ottavio de Don Giovanni, con Nicolaj Ghiaurov en el papel principal y bajo la dirección de Von Karajan al frente de la Filarmónica de Viena. El papel lo repitió al año siguiente en Roma con la orquesta de la RAI, dirigida esta vez por Carlo María Giulini. E, igualmente, interpretó otro papel al año siguiente también en el festival salzsburgués en Cosi fan tutte, acompañado por la batuta de Karl Böhm. El temido y admirado Von Karajan y Alfredo Kraus coincidían plenamente: La caracterización central de todas las óperas mozartianas descansaba en los recitativos, a los que había que prestar la máxima atención, por contraste con la lectura habitual que solía hacerse de este compositor.

Pero el director alemán preocupó al tenor canario cuando le conminó a que se ejercitase sólo en esos recitativos durante tres semanas. Cuando Kraus le preguntó por la insólita indicación no recibió de Karajan uno de sus paralizantes alardes de soberbia sino el mayor cumplido: “No se preocupe de las arias, yo sé cómo canta usted”. La debilidad del legendario y todopoderoso director con este tenor isleño de apellido austriaco lo llevó incluso a aceptar una explicación igualmente insólita que Kraus le dio para rechazar de forma inapelable el contrato que le había dejado en su camerino para repetir en el verano de 1970. No podía eludir las vacaciones con su familia en Lanzarote que, además, eran un período de descanso que su voz reclamaba. “Váyase tranquilo, que yo tengo un gran respeto por usted y por su arte”, respondió Karajan.

Kraus regresó estrictamente al repertorio clásico francés e italiano, el de los siglos XVIII y XIX, que siempre consideró el adecuado a su registro. Rigoletto acabó convertido en un símbolo que paseó por el mundo. Los ya citados, así como Donizetti (La hija del regimiento, Lucrecia Borgia o Linda de Chamounix) o Bellini, que habían sido los creadores de los grandes héroes líricos de la ópera, dominaron en la vida artística de Kraus. Pero, a su Duque de Mantua, en Rigoletto, no le fue a la zaga la interpretación del rol principal de Werther, el del propio poeta, con el que andando el tiempo alcanzó al más absoluto virtuosismo.

Su debut con esta ópera de Massenet había tenido lugar ya en 1965 en el Teatro Municipal de Piacenza (Italia) con Ana Maria Rota y Franco Bordón como Carlotta y Alberto. Kraus bordó “Pourquoi me reveiller”, el difícil aria del acto tercero, con una tersura y brillo en la línea de canto, un alarde de capacidad para la regulación, una igualdad absoluta de registros, un fraseo exquisito y una dicción tan impecable del francés que el teatro literalmente se vino abajo. Y le abrió de par en par las puertas del circuito italiano, que era entonces la gran obsesión del tenor. “Primero está el circuito italiano, luego el resto del mundo”, decía.

La técnica vocal de este canario rubio y de ojos azules, capaz de acometer unos agudos tan poderosos y timbrados y unos graves tan coloreados, se combinó en Werther con una extraordinaria afinidad escénica de Kraus con el héroe trágico de Massenet, que alternaba a la perfección intimismo y pasión en escena. Lo demostró una y otra vez con esta ópera, con la que se ganó en 1970 a Roma y en 1984 a París. "Desde que cantó Werther por primera vez en Roma está considerado como su mejor intérprete", resaltó Opera Internacional.

A partir de entonces el tenor canario desarrolló una dilatadísima vida artística, inusualmente larga, que alcanzó los cuarenta y cuatro años en escena. Nunca dejó el nombre de Alfredo Kraus de estar dominado por ese extremo rigor selectivo, sustentado en una implacabilidad de factura germana a la que quizás su origen austriaco no fuera ajeno. Y no afectaba esta marca característica del tenor sólo el repertorio sino que incidía en el número de representaciones que aceptaba - siempre por debajo de la media de cantantes de su categoría- de entre la tormenta de ofertas que le acosaban.

No cedió al ritmo marcado por una voz entregada al refinamiento, que se retaba a sí misma una y otra vez en el horizonte del virtuosismo, por tentadoras que fueran algunas propuestas, a diferencia de lo que hacían la mayoría de los divos de la ópera. Todo ello, unido a un estilo exquisito, en lo vocal y en lo escénico, hizo de Kraus el mejor tenor ligero de su generación y, sin duda, uno de los grandes del siglo XX.

Fue la suya una trayectoria que finalmente lo consagró como el último gran cultivador de las formas selectas del canto, el último caballero del bel canto. De hecho la creciente conversión de este arte en espectáculo mediático para masas fue una tendencia frente a la que Kraus siempre se mostró crítico, por entender que el modo en que muchos tenores actuaban dejaba de ser arte para convertirse en un mero show.

No era actuar al aire libre lo que el tenor canario rechazaba, pues él mismo aceptó hacerlo ya en 1962 en la plaza de toros de Alicante y también en el Estadio Insular de su ciudad natal, ni tampoco la voluntad de democratizar un arte elitista, sino la banalización y la pérdida de calidad que entendía que estaba teniendo lugar por esa suerte de espectacularización mediática ajena al rol de la ópera. Lo cierto es que un tenor para el que el reposo de la voz lo llevó no sólo a descansar implacablemente un mes cada verano en su magnífica villa lanzaroteña, sino a plantear desplazamientos en barco sólo con el mismo objeto, no habría de casar en modo alguno con esa aceleración requerida por el show.

En su etapa de madurez, Kraus decidió convertir también su experiencia musical en magisterio impagable. Lo hizo en Perugia, En Nueva York –impartiendo clases en el Lincoln Center- en el Liceu de Barcelona, en la Escuela Reina Sofía de Madrid, en Santander y también en su ciudad natal. No en vano Las Palmas de Gran Canaria se convirtió en sede de la final del Concurso Internacional de Canto Alfredo Kraus.

Su labor docente vino naturalmente determinada por su decisión de darle continuidad a una técnica ardua y compleja, incluso polémica y debatida pero que –a los hechos cabe remitirse- hizo del tenor canario, que le otorgó siempre la máxima importancia, un hito musical. Cuestiones como la correcta posición del sonido en las cavidades faciales de la resonancia o una determinada manera de respirar con el diafragma así como también de contener la respiración entre éste y las citadas cavidades, eran para Kraus la clave para un canto natural, sin sensación de esfuerzo ni forzamientos de la voz. El modo por el cual las notas, sobre todo las altas, se alojaban exactas y con una naturalidad que la mayoría sólo logra con el denostado recurso a la técnica del falsetto.

La faceta docente, cursada con la colaboración del también tenor canario Suso Mariategui y del pianista Edelmiro Arnaltes, dio resultados. De su mano surgieron cantantes de todos los registros, alguno de los cuales entraron en el siglo XXI al mayor nivel, como fue el venezolano Aquiles Machado.

El tenor isleño mantuvo hasta el final sus facultades prácticamente intactas. El crítico Guillermo García-Alcalde recalcó en su día en el diario La Provincia/DLP cómo Alfredo Kraus cantó "tres Lucías (Lucía de Lammemoor) apoteósicas en la Deutche Oper de Berlín durante la Semana Santa de 1998", fechas en las que, por lo demás, era difícil llenar el aforo como él hizo, pues colgaba el cartel de “no hay entradas” en la apabullante oferta cultural berlinesa.

Fue la muerte de su esposa, Rosa Blanca, una mujer con la que alcanzó la mayor compenetración y con la que tuvo cuatro hijos, lo que acabó por debilitarlo profundamente en su ánimo para luchar contra el cáncer que acabó con su vida. Nunca superó esa pérdida. Tras enviudar, reapareció en el Teatro Real, e incluso zanjó después una cierta deuda en las Islas al cantar en el Auditorio que lleva su nombre en Las Palmas de Gran Canaria el año anterior. Murió el 10 de septiembre de 1999, siendo enterrado en Boadilla del Monte (Madrid) junto a su mujer. Al día siguiente, Il Corriere de la Sera fue terminante. El periódico romano señalaba en un editorial: "Kraus es el último tenor ligado a un concepto aristocrático y casi real del arte (...) Kraus cierra un siglo como Caruso lo abrió, como testimonio de un valor que se llama estilo".

 

 

 

file:///C:/Users/Familia/Downloads/Historias_islenas_de_ultramar.pdf

No hay comentarios:

Publicar un comentario

  ¿Quiénes son los fascistas? Entrevista a Emilio Gentile   En un contexto político internacional en el que emergen extremas der...