miércoles, 23 de febrero de 2022

 

HISTORIAS ISLEÑAS

DE

ULTRAMAR

 

LA AVENTURA AFRICANA

EL MARQUÉS ESCLAVISTA –

Señor de Lanzarote y Fuerteventura, Agustín de Herrera y Rojas llegó a capturar mil doscientos esclavos en Berbería a mediados del siglo XVI –

Actuó como agente de Felipe II en África y tuvo una compañía de milicias morisca que se desplegó en Madeira

Hijo y nieto de nobles variopintos, entregados al gobierno del señorío insular y a la incursión esclavista en Berbería y Guinea, Agustín de Herrera y Rojas no tenía aún dieciocho años cumplidos cuando fue jurado como señor de Lanzarote y Fuerteventura el 10 de agosto de 1545. Lo primero que hizo fue organizar una incursión de represalia en tierras moriscas para vengar la muerte violenta de su padre, Pedro Fernández de Saavedra. Éste había caído en un ataque al puerto de Tafetana durante una operación militar que le había sido ordenada por el propio Carlos V. Sería el comienzo de una vida de aventuras en la que Agustín de Herrera llevaría más lejos aún estos episodios familiares.

Herrera y Rojas, luego primer Marqués de Lanzarote, es uno de los personajes más importantes de las Canarias del siglo XVI. Es su historia, en consecuencia, un episodio fundacional isleño. Y, a su vez, constituye una expresión del carácter hondamente mestizo de la sociedad insular surgida a raíz de la Conquista. Su trayectoria vital, además de constituir una trama novelesca, se ha convertido en un paradigma de la aventura canaria en África, en donde Herrera llegó a ser el hombre clave para la política de Felipe II. La de África fue la primera de las tres grandes aventuras oceánicas de las Islas, como, a su vez, el Archipiélago había sido algunos siglos antes un capítulo, aún entre brumas, de las tribus beréberes de la áspera ribera noroccidental africana.

En todo ese ir y venir constante de los territorios insulares, las largas andanzas de Herrera muestran cómo esas mismas riberas se convertirían desde comienzos del XVI en la primera gran fuente de riqueza de la sociedad isleña a través del comercio pero, sobre todo, de la trata de esclavos negros y bereberes a gran escala, de la que se registran testimonios documentales desde 1507.

Este colosal negocio conformó un comercio organizado en tales dimensiones que, incluso, cuando las cabalgadas fueron prohibidas por Felipe II en 1572, habida cuenta de la amenaza de una venganza militar norteafricana a gran escala contra España, Herrera exigió por sus servicios a la Corona una licencia especial para continuar con ellas. Y obtuvo ese favor, lo que da cuenta de lo estratégico de su papel en el Magreb para los Austrias, aun cuando tal licencia acarrearía consecuencias seriamente negativas para la tranquilidad insular a causa de las iras berberiscas. La trata de esclavos duró hasta bien entrado el siglo XVI, e incluso fue retomada siglos después, en el período contemporáneo, ante la demanda de mano de obra de los cultivos de azúcar y cacao de América.

Todo ese entramado de sincretismo que dio lugar a la sociedad insular de la era moderna apareció plasmado en la genealogía de Agustín de Herrera. En los orígenes del Marqués de Lanzarote concurrían los primeros conquistadores normandos, como Jean de Bethencourt, las primeras familias castellano-andaluzas que se hicieron con el Señorío de Canarias, como sus bisabuelos Diego García de Herrera e Inés Peraza -amante desterrada de Fernando el Católico-, y también la antigua estirpe prehispánica de los primeros reyes de Lanzarote. Desde la cuna fue, por tanto, Herrera y Rojas ese paradigma de sociedad atlántica, de aluvión, que acogió en su seno a gentes de toda Europa y de modo particular a comerciantes normandos, genoveses, malteses, catalanes, mallorquines, británicos, así como a importantes judíos conversos procedentes de Portugal, que pronto harían del Real de Las Palmas un punto caliente de su poderosa red internacional de negocios. La sociedad insular de la época se fue convirtiendo, en definitiva, en una expresión renacentista y en insignia de la mundialización resultante tras la llegada de los europeos a Indias.

Al bagaje nobiliario añadía Agustín de Herrera el patrimonio heredado de su madre, Constanza Sarmiento. El futuro marqués poseyó así cinco doceavas partes del Señorío de Lanzarote y Fuerteventura, por ese entonces fraccionado a vueltas de un sinfín de disputas que luego permitiría a la Corona retomar los derechos de conquista de las islas mayores. Sin embargo, Herrera lo incrementó con adquisiciones a sus propios parientes, hasta hacerse con once de las doceavas partes de ese señorío.

El interés por el África atlántica entre las potencias europeas llevaba ya un siglo convertido en una sucesión de disputas políticas. Se trataba no sólo de un interés económico vinculado a las capturas y tráfico de esclavos en un contexto europeo marcado por un acusado declive demográfico y, por lo tanto, escasez de mano de obra.

La creación de nuevas rutas comerciales, sobre todo para el oro transportado desde el corazón africano, que era una zona extractiva fundamental para el sistema financiero del Viejo Continente, y la necesidad de nuevas pesquerías que completaran a las nórdicas tradicionales también cifraban la atención hacia África. La penetración militar para la dominación política era, por tanto, un objetivo largamente acariciado.

En torno a esos objetivos anduvieron los familiares de Herrera, al menos, desde que su bisabuelo, Diego García de Herrera, señor de Canarias, obtuviera del rey castellano Enrique IV, padre de Fernando el Católico, la posesión de la costa africana entre Cabo Aguer y Cabo Bogador. Allí estableció Diego de Herrera varios emplazamientos, como Santa Cruz de Mar Pequeña, cuya motivación inicial fue la penetración comercial pacífica. Pero estas cabalgadas, realizadas en las zonas colindantes para no entorpecer el comercio y el reparto territorial con los portugueses, se volvieron permanentes ya en el siglo XVI y traspasaron con creces los límites territoriales asignados a los señores de Canarias, permitiendo cierta dominación política sobre el territorio. Este modo de actuar no dejaba de ser la expresión de una mezcla de mentalidades al borde de un período de cambio histórico. El imaginario del señorío medieval, sus alardes de valor cristiano y sus arremetidas contra los infieles como signos del demonio se cruzaban ya de plano con la nueva lógica del comercio renacentista, del espíritu de empresa.

Agustín de Herrera superó a todos sus antecesores en la aventura africana. No sólo los sobrepasó por el volumen de su tráfico esclavista, con el que llegaría a capturar en diecisiete expediciones a más de mil doscientos moriscos, sino sobre todo por la dimensión política que con el tiempo fue adquiriendo su papel en Berbería para la Corona castellana.

El negocio esclavista consistía en suministrar fuerza de trabajo para los ingenios azucareros, en especial a los de Gran Canaria, y para tareas agrícolas de subsistencia en las demás islas orientales. Ése era el destino de los bereberes pobres. Pero cuando los capturados tenían bienes, o contaban con valedores, se iniciaban negociaciones para su rescate. Y se hacía, además, a cambio de esclavos de raza negra de Guinea, que eran codiciados en los mercados esclavistas de Europa, "a razón de varias piezas por cada moro liberado", según Rumeu de Armas. Tales intercambios permitían, a su vez, a los ingenios azucareros isleños contar con una mano de obra negra más barata que la que se obtenía en los mercados portugueses de Goreé y Cabo Verde.

Las expediciones esclavistas de Herrera le ocuparon entre los años 1550 y 1572. Se organizaban a lo grande, con gran despliegue de medios. El noble isleño contrataba los servicios de pilotos, expertos conocedores de la costa africana, negociaba con ellos el fletamento y, a su vez, armaba buques para doscientos y hasta trescientos hombres, entre los que muchos eran sus vasallos. Otros eran moriscos formalmente conversos, capturados en entradas anteriores, que llegaron a constituir una compañía de milicias a las ordenes de Herrera de la que mucho receló la Inquisición. La fuerza de esta compañía la llevó a ser la que acompañara al Marqués cuando, como capitán general de Madeira y Puerto Santo, debió pacificar estas islas en 1582 por encargo de Felipe II.

Casado con Inés Benítez de Cuevas por esas fechas, con la que no tuvo hijos, Agustín de Herrera fue también un mujeriego, que no sólo mantenía diversas amantes en su isla, sino que mantenía relaciones habitualmente con moriscas en sus aventuras africanas. Bernardina de Cabrera y Bethencourt, una mujer casada con el genovés Teodoro Espelta, le dio finalmente dos hijas, Juana y Constanza.

De ellas, la segunda, llamada como la madre del noble isleño, fue su legítima heredera. Teodoro Espelta apareció un día muerto detrás de su casa y a las niñas acabó criándolas la primera mujer de Herrera y Rojas, después de que la madre legítima, Bernardina, ya viuda, tomara los hábitos en Madeira.

Sin embargo, no fue una infancia tranquila la que tuvo su familia. Los saqueos en Berbería encendieron las iras de los jeques ribereños y las quejas obligaron al Rey de Fez, ambiguo siempre en su relación con España, a ordenar una ofensiva naval de castigo a Lanzarote, aunque también obedeciera a su nuevo deseo de perturbar la vida española.

Tres ataques devastadores se sucedieron y obligaron a la población a luchar durante meses contra las expediciones organizadas desde las plazas piráticas de Salé y, luego, de Argel. Pero lo que inicialmente fue una operación de castigo contra los canarios, finalmente se convirtió en un negocio disperso y fuera del control de los jefes políticos magrebíes. Tanto ocurrió así que durante el tercero de los citados ataques, iniciado en 1586 y comandado por Morato Arráez, fueron apresadas la mujer de Herrera y Constanza, su segunda hija, constituyendo las piezas mayores de una captura en la que se calcula que se prendieron a cientos.

Arráez era un buen conocedor de las Islas. Había partido de Argel con el mandato del Sultán de atacar la costa portuguesa del Algarbe si bien, para evitar una emboscada que le tenían preparada los lusos, enfiló hacia Lanzarote, no sin antes recalar en Salé. En este barrio de Rabat incrementó sus fuerzas con otros trescientos moros, resultando de ello una flota combinada argelino-marroquí con la que atacó a las islas del Marqués. Fue un hecho del que el sultán argelino, aliado más firme de España que el Rey de Fez, no quiso saber nada. Se había quizás ido demasiado lejos y cortó sus lazos con Arráez.

Largas negociaciones se entablaron hasta la devolución de las dos mujeres en Marruecos, pero en ello no sólo se estaban dirimiendo asuntos de venganza o motivaciones económicas, sino cuestiones políticas. Todas estas circunstancias se derivaban del hecho de que Agustín de Herrera había actuado en el norte de África como el agente de Felipe II, a cuyo consejo real pertenecía. De este modo, en el rescate de su familia se tejieron nuevos compromisos políticos. Herrera era bien conocido y respetado en ambas cortes, dado su papel estratégico y su control de fuentes privilegiadas de información en las relaciones ribereñas. Así lo muestra el hecho de que fuera él quien dio cuenta a Felipe II de la muerte del rey Sebastián de Portugal durante su expedición africana, un gran desastre militar tras el que la corona portuguesa pasó a la casa de Austria. Sus despachos en Madrid no eran infrecuentes. De esas estancias surgió, por otra parte, una vida cortesana, de la cual derivó una segunda boda, con Mariana Manrique.

Pero la tranquilidad de la corte fue episódica en la vida del primer peón de Felipe II en África. La gran inestabilidad política de esta zona obligaba a Herrera a un permanente, complejo y arriesgado juego. A veces la tarea del marqués consistía en hostigar a los alarbes del sur de Marruecos para forzar un entendimiento entre los xarifes y el monarca español, pero otras veces tenía que luchar, incluso con su compañía de moriscos, contra el Xarife de Salé o el propio rey de Fez. No en vano, fueron estos caros servicios políticos los que le reportaron el título de marqués y los que, a su vez, le dispensaron un trato especial, del que habla por sí solo el hecho singular de que el monarca le permitiera continuar con las cabalgadas en exclusiva una vez prohibidas en 1572. Felipe II, un ferviente africanista, fue incluso más lejos y, de una manera inaudita, llegó a anular las cortapisas que el Santo Oficio pretendió imponer a la compañía de moriscos de Herrera. Hasta tal punto era clave su papel en África.

Fue la muerte de Herrera, acaecida poco después, un signo del fin de las acciones canarias a gran escala en África. Con Herrera también concluyó la aventura africana hispana durante siglos. La fuerza creciente de la dinastía jerifiana consolidó vínculos tribales en el territorio magrebí, reduciendo el margen de la injerencia extranjera, y sobre todo el imparable viraje de los intereses españoles hacia América trajeron consigo el comienzo de una nueva época.

 

CORSARIO DE LEYENDA –

Alí Arráez Romero, un pescador del Real de Las Palmas, fue capturado por moriscos y trasladado a Argel en el siglo XVII; se hizo un corsario de renombre y llegó a ejercer de embajador de esta plaza pirática en Constantinopla –

El poder y la leyenda de este renegado isleño fue tal que, décadas después de su muerte, las moras norteñas solían repetir a sus hijos: "Has de ser moro fino como Alí Romero. Alá te haga como él”

No pocos corsarios berberiscos fueron, en realidad, canarios cuando la piratería emergió con fuerza a finales del siglo XVI. El final de la guerra entre los Estados del Mediterráneo fue lo que la posibilitó y ese momento alcanzó su época dorada. Una serie de ciudades, entre ellas Argel, vivirían entonces de tales prácticas. Salé sería otro de los focos piráticos, situado en la costa atlántica. Era un barrio costero de la ciudad de Rabat cuya vida corsaria engrosaron moriscos extremeños que renegaron cuando esta plaza comenzó a ser temida. Salé, desde donde se atacaría de manera brutal a Lanzarote, sería, junto con la república pirática de Argel, el mayor centro de hostigamiento de las costas canarias en el siglo XVII y comienzos del XVIII.

Del corso hicieron un modo de vida muchos de los isleños que en su día habían sido capturados generalmente en tareas pesqueras por los moriscos. El caso principal fue el de Alí Arráez Romero, pescador del barrio de Triana (Las Palmas de Gran Canaria), apresado y llevado a Berbería, que llegó a ser el mayor corsario de Argel. Sin embargo, Romero iría más allá, como veremos, e intentó crear una red comercial con Canarias a través de Cádiz, llegando a entrar en tratos con el Obispo para el rescate de cautivos canarios. Tal fue su poder que ejerció como embajador de esta pirática ciudad en Constantinopla, la capital del imperio turco, donde Romero quiso organizar un ataque a la plaza española de Orán.

Y es que Canarias y África son una vieja historia de ida y vuelta. Toda la captura de esclavos en Berbería por parte de los señores de Canarias a lo largo del siglo XVI fue, con el tiempo, devuelta por los berberiscos. El corso bereber hizo pagar a los isleños con la misma moneda, sobre todo a partir de la segunda mitad de ese siglo, en el que arrasaron en múltiples ocasiones Lanzarote y Fuerteventura. A tal extremo llegó el saqueo que Felipe II prohibió las cabalgadas canarias, pero era ya tarde. Las incursiones piráticas o corsarias de navíos o flotillas procedentes de Argel, Larache, Sah, Túnez o Salé se disparó en el siglo XVII por todo el Mediterráneo y una franja del Atlántico Oriental.

En esas costas de las islas orientales fueron capturados muchos cristianos por los que, en algunos casos, los bereberes reclamaban un rescate, como habían hecho los mismos isleños en toda la costa ribereña, llegando a contarse por centenares los canarios apresados. A los efectos, los calificaban recabando informes de las más diversas maneras, siendo una de las más obvias el hecho de mirarles la palma de las manos, cuyo estado revelaba sin trampa la condición social. Era un negocio que los mismos berberiscos perfeccionaron después de siglos de práctica pues las racias de las tribus del Atlas y Saguía El Hamra en el África subsahariana venían de tiempos inmemoriales.

En el capítulo anterior quedó registrada una buena muestra de rescate, cuando el propio Agustín de Herrera y Rojas, principal esclavista canario, hubo de negociar la vuelta de su mujer y de su hija, Inés Benítez y Constanza Herrera, desde Marruecos en 1586, apresadas durante una expedición de Morato Arráez a Arrecife, que arrasó la isla e hizo huir a la población. Sin embargo, muchos canarios con nada que ofrecer a cambio de su regreso, como fue el caso de Allí Romero, fueron mantenidos esclavos. Por ello en ocasiones optaban por renegar de la fe católica o llegaban, incluso, a integrarse en las tareas corsarias.

Renegar de la religión sería cosa habitual entre los canarios capturados. La imposibilidad de obtener dinero para el rescate y la necesidad de mejorar su vida y lograr ser libres en Berbería eran causas más que obvias de tal disposición. La historiografía insular estima que renegaron al menos la mitad de los isleños enfrentados a esa difícil situación. Con todo, se trataba en muchos casos de un episodio más formal que en verdad espiritual, de mera supervivencia, pues, al igual que sucediera con tantos judíos conversos, muchos siguieron profesando en secreto su fe originaria, o bien, si no lo hacían, mantenían el vínculo cultural originario. Era común que los renegados ayudaran a cristianos esclavizados en ciudades musulmanas.

Allí Romero vivía en la calle de Triana, del Real de Las Palmas, con su madre, su padre Juan Romero, y varios hermanos, uno de los cuales, Felipe, emigró a América. Por lo que luego se verá, sabía mucho de marinería, con lo que todo apunta a su condición de pescador, como tantos lo eran en los alrededores del muelle de San Telmo. Siendo las aguas canario-saharianas su destino de una u otra manera, Allí Romero fue capturado por corsarios moriscos en torno a 1655, siendo aún un adolescente. Trasladado a Argel, el joven fue allí vendido a un patrón armador llamado Trique.

No se conocen más circunstancias de este episodio pero, de una forma habitual, los pescadores canarios eran apresados en alta mar, frente a las costas saharianas. Ello hizo de la profesión de Romero una labor tan peligrosa como bien remunerada, lo que a su vez explica el altísimo valor alcanzado por la salazón de pescado en la dieta isleña. Además, su importancia para los barcos que se dirigían a Indias era capital, de modo que en épocas difíciles en el banco canario-sahariano llegó a importarse de Holanda.

Romero, ya esclavo, comenzó siendo el contramaestre de un navío con el mencionado patrón y se hizo musulmán, adoptando el nombre de Alí Arráez Romero al poco tiempo. Este hecho lo justificaría después por "la inocencia de mi niñez" pero nunca abjuró con claridad de su nueva religión, aunque al final de su vida se confesara con un monje en Argel. Debió tener éxito, pues pronto Alí se hizo con otro barco mayor, con el que entre 1668 y 1675 llegó a conducir a Argel a más de treinta navíos como presas.

Del poder alcanzado en ese puerto, que se había convertido en una república pirática unos años antes aunque bajo la soberanía nominal del imperio turco, da cuenta el siguiente episodio: En 1668 Romero capturó un navío inglés en el que viajaba Lorenzo Santos de San Pedro, regente de la Audiencia de Sevilla, que retornaba de un viaje a las Islas. Inglaterra exigió de las autoridades de Argel la liberación por el corsario canario de este alto cargo, sobre todo para evitar malentendidos innecesarios con España, y la devolución del barco. Pero Alí se negó a devolverlo. E Inglaterra no sólo no consiguió su propósito con lides diplomáticas sino que tan siquiera rescató el navío a pesar de bombardear la ciudad meses después. Sólo hubo arreglo mediante una fabulosa suma de dinero, que Romero, para compensar los perjuicios causados, donó enteramente a la ciudad.

Por entonces el puerto de Argel había alcanzado gran prosperidad con las actividades corsarias. Llegó a contar a finales del XVII con cerca de treinta y cinco mil esclavos de orígenes diversos. En cuanto al sistema político, aunque los turcos designaban cada año a un pachá y a un gobernador, la ciudad era regida en la práctica por una suerte de aristocracia local. Ésta la constituían dos grupos: los corsarios y las tropas jenízaras, aunque los comerciantes, engrosados con los moriscos llegados de Portugal y España, llegaron a tener gran relevancia social. Atraídos por la opulencia económica, afluyó gente de todas partes a esta ciudad cosmopolita en la que un esclavo renegado podía, si se daban las circunstancias, ocupar los mayores cargos.

Documentos de la Inquisición revelan que Alí Romero adquirió una condición legendaria como corsario, en cuya flota acabó empleando a un hermano, varios primos y a otros canarios renegados. En un testimonio ante el Santo Oficio se declara: "Que es tan fino moro y de tanto nombre que las moras le dicen a sus hijos, hijo mío, has de ser moro fino, y contestan que sí, y ellas replican si has de ser tan fino como Alí Romero, y ellos responden que sí, y las dichas moras les dicen Alá te haga como él."

Tenía el canario un fastuoso palacete en Argel, acorde con su posición social, que hizo decorar con frescos realizados por otro cautivo isleño, José de Araujo, que luego actuó como agente comercial suyo en Cádiz y Las Palmas. En esta residencia prestaban servicios domésticos más de treinta personas, sobre todo cristianos y renegados. Frente a éstos adoptó siempre una marcada actitud favorable. Y, en particular, pagaba los rescates de todo los canarios que podía o les prestaba fondos que luego les exigía, si bien con escaso éxito, en muchas de las ocasiones después de que su propia flota los capturase en las aguas o costas de las Islas. Otro testigo en un proceso del Santo Oficio sobre las relaciones de Romero con comerciantes canarios, Mateo Luis, llegó a declarar que "Alí, por cincuenta pesos, no deja cautivo en Argel".

Sin embargo, el corsario de origen isleño llegó a hartarse de no cobrar. Los impagos los protagonizaron incluso algunos familiares cercanos, capturados por el corso argelino y liberados gracias a su mediación y finanzas. Dándole vueltas al modo de cobrar lo adeudado, advirtió así la posibilidad de convertir el origen de tales deudas en un negocio de intermediación, habida cuenta de la creciente actividad pirática y corsaria en tierras isleñas. Con el propósito de hacerlo, llegó a estar en tratos con el Obispo de Canarias, al que remitió cartas y joyas, que le había regalado el propio sultán de Turquía. De esta manera el obispo garantizaba el cobro de los préstamos por rescate, a cambio de un porcentaje teniendo que remitirse las sumas devueltas "a una tal doña Estefanía, en Cádiz", con la que el pintor tinerfeño protegido por Alí Romero actuaba de mediador.

La relación con el citado sultán, todopoderoso en esta época, hubo de ser bien estrecha, ya que Alí Romero fue designado unos años después como embajador de Argel en Constantinopla. Una vez en la capital turca, el isleño se mostró tremendamente activo en la consolidación del estatus de Argel como una plaza con autonomía, consolidada a cambio de los importantes favores de las flotas piráticas de esta ciudad al turco en el saqueo marítimo y en el vasallaje territorial y control de la zona para ese imperio. Existe un elocuente documento de la época en el que el cónsul genovés en esa ciudad informa a la Corona en 1683, fecha de la estancia de Romero, que el corsario “El Canario" está organizando una importante flota y que ha ido a pedir armas al sultán para invadir Orán, que era una preciada plaza española.

Sin embargo, como se ha puesto de manifiesto, no fue Alí Romero un simple jefe corsario dedicado al saqueo y, de manera residual, al negocio incierto del rescate de supuestos compatriotas en las Islas. Y no lo fue no sólo por su vertiente política, de por sí bastante ilustrativa de su singularidad personal. El canario se dotó igualmente de una auténtica mentalidad mercantil e intentó establecer un comercio regular a través de un corresponsal en las Islas con las mercancías capturadas con el corso. Su agente fue, de nuevo, el citado Araujo, al que liberó y envió a Cádiz con diez mil pesos en mercancía, lo que constituía toda una fortuna para la época, para su venta allí y en Las Palmas. Romero le prometió enviarle más a través de barcos ingleses con los que, a su vez, andaba en otros tratos comerciales.

Al agente tinerfeño, sin embargo, lo apresaron en Cádiz y las mercancías fueron confiscadas. Ante tal revés, Alí intentó con éxito algo propio de un personaje que era algo más que un corsario, pues revelaba su poder político en la escena mediterránea. Envió emisarios a Cádiz y Madrid para que negociaran el levantamiento del embargo, a los que recibieron las autoridades españolas.

“El Canario” estaba casado con una hija de Chirivino -otro afamado pirata- y tuvo varios hijos que no han dejado la menor pista. Nunca regresó a las Islas, lo que vuelve a poner de manifiesto el carácter doblemente fronterizo de su historia, entre dos épocas y entre dos territorios. Al final de su vida, ya muy enfermo, el corsario se confesó con Fray Antonio Romero, pero el religioso refirió luego en Las Palmas que no estaba claro que hubiese renegado del Islam. Alí Arráez murió en Argel.

 

 

UN TINERFEÑO EN TRÍPOLI –

Vendido con su hija como esclavos en Argel en el siglo XVII, Fernando Álvarez de Rivera fue separado de ésta y enviado a Trípoli, donde lo liberaron e hizo carrera política, llegando a trabajar como secretario del virrey –

Ana Álvarez fue obligada a renegar del catolicismo con sólo siete años, adoptando el nombre de Joshani, se casó y tuvo hijos con el descendiente de un famoso corsario

La historia rocambolesca de Fernando Álvarez de Rivera no deja de ser otra viva expresión del trasiego del tráfico esclavista registrado en torno a Canarias a lo largo de los siglos XVI y XVII, aunque tales prácticas comenzaran antes incluso de la Conquista de las Islas. Pero es esta historia también un episodio tierno y, a la vez, dramático de amor filial.

Como se ha abordado en capítulos anteriores, las entradas isleñas en la costa norafricana, entre Cabo Aguer y Cabo Bogador, en busca de presas humanas y de ganados, pronto fueron respondidas con ataques piráticos a Canarias y con la captura de isleños por parte del corso berberisco y de gente de toda índole. Los raptos se producían tanto en alta mar, sobre todo durante las faenas pesqueras en aguas saharianas, como en el suelo de Fuerteventura y Lanzarote, e incluso esporádicamente en las islas más occidentales. Los ataques y saqueos se organizaban desde los refugios piráticos de Salé, un barrio de Rabat, y Argel. Algunos años después del primer ataque de Berbería a Canarias, de Argel partieron los corsarios que en 1635 capturaron a Álvarez de Rivera, su mujer y una hija recién nacida en aguas de Tenerife cuando regresaban del Brasil.

Por lo general, no eran personas de relevancia social las que sufrían en Canarias estas suertes, puesto que las flotillas berberiscas que hacían el corso en las Islas no eran grandes, y solían preferir apostarse en recodos de la franja costera para atacar a barcos pesqueros y a pequeños cargueros que continuamente entraban y salían.

Sin embargo, no fue Álvarez de Rivera, ni mucho menos, el primer miembro de una familia principal en ser apresado. Entre las grandes operaciones de corsarios figura la protagonizada por una flota de mil hombres que arrasó media centuria antes, en 1586, Lanzarote, de donde se llevaron a cerca de cuatrocientos canarios, entre ellos, a la mujer y la hija del Marqués de Lanzarote, como se relata en el capítulo trece. Por entonces Canarias vivía entregada a una densa y agitada intemperie atlántica y sería indistintamente origen y destino, verdugo y víctima, y, en cualquier ocasión, un escenario caliente de las relaciones hispano-africanas durante el período moderno.

Lo hispano y lo africano se daban la mano en las Islas de un modo que sólo tiene lugar en la frontera. Convivían, se mezclaban hasta la simbiosis y finalmente se confundían. Antes de volver a Álvarez de Rivera, veamos un ejemplo de este sincretismo. Es el caso de Mulaid Rais, uno de las más célebres figuras de Salé, que no sólo conocía bien sino que, incluso, había vivido en Lanzarote antes de atacarla. Rais era, en realidad, el nombre musulmán de Jans Jansz, un renegado holandés que había combatido en su país contra el dominio español como corsario, tras lo cual tendría que huir, habiendo llegado hasta Arrecife en uno de esos barcos holandeses que comerciaban con Canarias incluso en tiempos de las guerras de Flandes. En Lanzarote fue capturado por los berberiscos en la invasión de 1618 y trasladado a Argel, donde se hizo musulmán. Dada su pericia náutica, se colocó como piloto del pirata Solimán Seis. Luego se trasladó a Salé, donde con el tiempo fue el primer presidente del diván de dieciséis miembros que gobernó esa ciudad, dependiente del Sultán no sin antes, en un acto de una osadía sin igual, atacar Reykiavik (Islandia) en 1626, de donde regreso a su emplazamiento mediterráneo con algo más de ochocientos esclavos.

En este escenario, el segundo caso de un personaje relevante capturado por los corsarios de Berbería en las Islas fue justamente Fernando Álvarez de Rivera. Hijo del regidor de Tenerife Hernando Álvarez de Rivera y de Ana Calvo, su barco resultó abordado por una flotilla pirática cuando regresaba de Brasil a Santa Cruz de Tenerife. En el asalto falleció su mujer, desgracia que no alcanzó, sin embargo, a la hija de ambos, Ana, que había nacido a bordo durante la travesía desde América. Fernando y Ana fueron vendidos a un patrón llamado Mohamed. Y desde entonces la vida de padre e hija fue una sucesión de hechos novelescos.

De inmediato comenzó el regidor de Tenerife a negociar el rescate de su hijo y su nieta, lo que duraría años, a lo largo de los cuales Ana fue siendo educada a escondidas en la tradición católica. Sin embargo, Mohamed lo descubrió y obligó a Ana a hacerse musulmana con siete años, según su propio testimonio ante el tribunal del Santo Oficio en Santa Cruz, adoptando para la niña el nombre de Joshani.

Los intentos de separar al padre de la hija no se hicieron esperar y, de hecho, figura entre los términos del mismo acuerdo alcanzado para el rescate que solamente sería devuelto Fernando. Pero éste se negó a dejarse rescatar en tales condiciones, pues no consentía separarse de Joshani, cuya vida inspiró en el siglo XX la leyenda de Néstor Álamo, folklorista, compositor y maestro de ceremonias del tipismo insular durante el franquismo.

Álvarez de Rivera fue encerrado por ello en unas mazmorras, a pesar de lo cual logró enviar una carta al Bajé (gobernador) de Argel protestando por la crueldad de su situación. Sin embargo, el Bajé, que en un principio era favorable a esas reclamaciones, no acabó de atenderlas, tras sobornarlo el patrón Mohamed con veinticinco cahiches de trigo. Su desesperación fue doble, como su desgracia y las circunstancias que le llevaron a vivir en su fracaso.

En primer lugar, se topó con la negligencia inaudita de la que iba a hacer gala su propio hermano, Fray Melchor Álvarez. Habiendo sido éste enviado por el regidor de Tenerife, padre de ambos, a Sevilla con la suma de cinco mil ducados para negociar el rescate, se dedicó durante cinco años a hacer negocios con ese dinero, aún a pesar de las protestas amargas de su hermano, que tuvo conocimiento de tales pormenores, de los que le informó su patrón.

El callejón sin salida al que llevó el enmarañamiento de las circunstancias condujo a Fernando a la decisión de hacerse musulmán, una manera de ganar bazas para seguir junto a su hija. Debido a su posición social, tal paso causó escándalo en Santa Cruz de Tenerife, donde para un sector de las élites locales, que seguía con interés el caso, quedó deslegitimado. Al margen de ello, tampoco logró Fernando su objetivo, pues fue vendido en Trípoli a un capitán de galeras por su patrón, que no quería más líos.

Su vida entonces acabó torciéndose definitivamente. Álvarez de Rivera fue liberado a la muerte del capitán, que así lo había establecido en su testamento. Pero tal llegó a ser el grado de desavenencias con su familia que optó por continuar en Trípoli. Fue la ruptura. Allí prosperó, como hicieron tantos renegados que quisieron ponerse al servicio de estos incipientes y débiles estados. Por sus conocimientos de la escritura árabe, escaló posiciones en la Administración hasta llegar a ser secretario del Virrey de Trípoli. Pero fue asesinado poco después.

Su hija Joshani contrajo matrimonio varias veces en Argel e, incluso, tras su primera boda, mostró especial interés en volver a Tenerife, según declararon varios testigos en un proceso inquisitorial en el Real de Las Palmas. Nunca regresó. Se casó después con un cololio llamado Rechepe, familia de grandes piratas argelinos, con el que tuvo hijos. No se sabe si padre e hija volvieron a encontrarse.

 

LA BURGUESÍA AFRICANISTA –

El notario Antonio María Manrique fue autor de los primeros estudios de campo comparativos entre la lengua guanche y el bereber a finales del XIX, anticipando los trabajos de Dominic Wölfel –

Activo negociador para la recuperación frustrada de la plaza africana de Mar Pequeña, a él se deben los primeros estudios cartográficos del banco pesquero canario-sahariano

Quizás no fuera una casualidad que Antonio María Manrique y Saavedra naciera en Tetir el 10 de septiembre de 1837. Justo el año en que el Ministerio de Instrucción Pública de Francia publicaba en París -por fascículos- La Historia Natural de las Islas Canarias escrita por Sabino Berthelot, entonces cónsul galo en Santa Cruz de Tenerife, con la colaboración de Barker-Webb.

La misión de Berthelot en las Islas no era menor. París estaba interesada en Canarias, como lo estaban Londres, Berlín, e incluso Washington, que en 1879 trató de comprar la isla de la Graciosa para faenas pesqueras. África le era a Francia del mayor interés en los albores de la carrera colonial del XIX y las Islas eran un excelente cuartel en esa costa noroccidental. El comercio franco-africano era entonces fluido. Y aún lo sería más.

Dos cuestiones ocuparían la larga tarea intelectual posterior de Berthelot, un hombre inquieto, paradigma del republicanismo romántico y expansionista galo de la época: Las pesquerías canario-saharianas y el enigma del aborigen isleño y su cráneo cromañoide, pariente de los hallados en 1868 en la estación francesa de Cro-Magnon. Ambos asuntos extrañamente entrelazados fueron dejando tras de sí un hilo tendido que enlazaría con el africanismo culto de Manrique.

A los diecisiete años, Antonio María Manrique, hijo de una familia de la incipiente burguesía conejera, se trasladó al Colegio San Agustín de Las Palmas. No hizo comercio -como habría sido de esperar- sino magisterio, graduándose primero como maestro de instrucción primaria, y obteniendo luego en La Laguna el título de instrucción superior. La crisis de la cochinilla era feroz entonces, como fue la del vino en el XVIII, e hizo que su familia quedara en la ruina y él sin trabajo. Manrique se vio forzado indefectiblemente a emigrar a América en 1856.

Venezuela fue su primer destino. Ejerció la enseñanza en La Guaira y Caracas. Pronto se involucró en la política de la forma más radical, al coger las armas en defensa del presidente Julián Castro cuando la sublevación militar de Ezequiel Mora. Su bando perdió la contienda, de modo que al año siguiente, en 1860, se trasladó a Puerto Rico por unos meses, para finalmente acabar en Cuba. Dio lecciones de gramática castellana y dibujo, siendo luego director del Colegio San José en la villa de Colón. Su colaboración en la prensa local fue asidua. Y tan intensa como su interés por la historia. Escribió Guarahaní, una novela sobre el primer encuentro de Colón con las tierras caribeñas, lo sucedido cuando los miembros de aquella expedición inaudita “toda la noche oyeron pasar pájaros…”, que luego fue publicada en Tenerife.

Los cruentos episodios militares de Venezuela le hicieron mella. Poco después ingresó Manrique en la Armada española, incorporándose a buques que perseguían el tráfico negrero con las colonias hispanas no controlado por el monopolio de las compañías españolas en las Antillas. Su última etapa americana fue en Santo Domingo, donde vivió la insurrección que siguió a su anexión por España.

La agitación del período de emancipación colonial hizo a Manrique regresar a Canarias en 1864. Y su decisión inmediata fue promocionarse profesionalmente. Obtuvo el título de bachiller en la Universidad de La Laguna y, al propio tiempo, hizo peritaje mercantil y agrimensura. La experiencia marina le llevó después a estudiar Náutica, pero no terminaría estos otros estudios tras decidir dar un giro radical y prepararse las oposiciones a notarías. Primero estudiando por libre en Las Palmas, y más tarde en Madrid, Manrique se hizo notario en 1876. Fue al principio destinado a Valverde y, luego a Arrecife, en su isla natal. Ejerció de notario, pero no por ello redujo el resto de sus actividades anteriores. Mientras ejercía, Manrique, que aún seguía formando parte de la Marina española, tuvo su primer contacto con África, un encuentro que le marcó hondamente.

Eran los tiempos de la expansión colonial europea en ese continente. Como es sabido España había quedado descolgada de la política internacional de las potencias europeas, pero en esos años intentaba buscarse un hueco dentro de la nueva dinámica imperialista, alentada por un pujante africanismo español y también por las demandas canarias para expandir las actividades pesqueras y comerciales.

No pocos buques de la Armada recorrieron esas costas y condujeron expediciones hispanas para estudiar posibles asentamientos. Fue así como Antonio María Manrique recorrió el litoral de Gambia, Costa de Marfil y la franja costera saharaui. Lo hizo de un modo singular. El viaje lo motivó por la dimensión intelectual que encerraba, concretada esta vez en el interés por el estudio de la raza y lengua guanche y sus conexiones bereberes.

Esta inquietud se había despertado en el contexto de la atmósfera cultural isleña, guiada por un espíritu ilustrado tardío, imbuida en ese entonces de un regionalismo romántico y excitado por el despliegue del cientificismo antropológico en su interés por detectar los orígenes. La investigación sobre la conexión bereber de los primeros canarios se convirtió en un episodio pionero de la aproximación cultural canario-africano en el periodo contemporáneo, aun cuando fuera apenas un destello luego largamente interrumpido.

Manrique se leyó toda la literatura que había al respecto, incluyendo toda la obra del aventurero y comerciante escocés George Glass -que en 1764 publicó su Descripción de las Islas Canarias-, quizás su más directo antecesor en el estudio in situ de las pesquerías saharauis y del origen bereber del idioma prehispánico insular. Era una tesis, en cualquier caso, ya apuntada por autores canarios desde el XVIII. Tal fue su interés que, aprovechando los recorridos de los buques de la Armada, en los que solía enrolarse, Manrique llevó a cabo los primeros estudios de campo de lingüística comparada con las tribus saharauis ribereñas.

Esta investigación le llevó a mantener correspondencia con algunos de los mejores estudiosos de la época, como fue René Basset, director de L´École Superieur de Lettres de Argel, o B. Moritz, director de la Bibliothéque Khédivial alKutabjâna al-Jediwî. Con este último Manrique constató concomitancias del guanche con el chelha de Marruecos, el zenaga de Tharzat (Senegal) e incluso con la variante del tuareg de Urgla. El trabajo del notario canario desembocó años más tarde en la publicación de sus Estudios sobre el lenguaje de los primitivos canarios o guanches, editada en 1896, una obra valiosa, en parte discutible hoy en día, pero con la que, en todo caso, Manrique avanzó en décadas el trabajo capital de Dominik J. Wölfel. El notario lanzaroteño partía de un falso monogenismo lingüístico y nunca pudo sistematizar comparaciones con el bereber o shelojh, pero su indagación elevó la dimensión de tales estudios.

Sin embargo, África le iba a ocupar también en otras aventuras, pues era un signo insular de la época. A pesar del gran giro americano de los intereses exteriores isleños desde mediados del XVI, el contacto canario con las poblaciones de Berbería nunca llegó a interrumpirse. Continuaron los intercambios isleños con las poblaciones de Sus, Uad Nun y Teckna, sobre todo, a partir del XIX e incluso ya antes habían tenido cierto relieve los contactos comerciales emprendidos por los tinerfeños Juan Cumella y José O'Shanahan con el Sheik Beiruk en 1845. Sin embargo, el Sultán de Marruecos gravaba con elevados impuestos las transacciones, lo que impedía la necesaria fluidez comercial para el comercio canario.

El intercambio canario-africano de la época, aunque escaso, tenía lugar en realidad a través de las poblaciones nómadas saharauis y de los morabitos -líderes religiosos con poder político local– de la costa sahariana. Eran la vía de penetración comercial para los isleños, que eludían así las gravosas condiciones impuestas por la dinastía xerifiana.

A causa de sus intereses lingüísticos, Manrique estudió árabe. Y, además, su ya creciente filiación africanista lo aproximó al grupo político capitaneado por Fernando León y Castillo. Embajador de España en París, el político grancanario era el valedor de una nueva política africana durante la Restauración y de la consolidación de un hinterland en el Magreb occidental para las Islas. Todo esto aproximó a Manrique a figuras como Joaquín Costa, al Marqués de Villasegura, Emilia Pardo Bazán, Alcalá Galiano, al conde de Xiquena, Martínez de Escobar o a propio José Canalejas, con los que mantuvo una correspondencia bastante fluida.

África había vuelto entonces al primer plano de la actualidad española después de cuatro siglos americanos. Estando aún Manrique en América, España había librado con Marruecos la llamada guerra de África, que concluyó con la firma del tratado de Uad-Ras el 26 de abril de 1860. Entre otros aspectos, el reino alauita debía entregarle a Madrid un territorio comprendido entre la costa mediterránea y Angêra y, en el litoral atlántico, la antigua pesquería de Santa Cruz de Mar Pequeña, emplazamiento fundado en 1476 por el Adelantado Diego de Herrera. Pero surgieron problemas. El primero fue la dificultad para fijar su ubicación real y el segundo consistió en la fuerte resistencia marroquí a hacer efectivo este punto ocho del acuerdo con España.

Una sucesión de requerimientos y dilaciones marcó casi veinte años de relación hispano-marroquí durante la etapa posterior a la guerra dirigida por O´Donnell. En 1860 el sultán Sayyidi Muhammad b.`Abd al-Rahman adujo ante España que no controlaba las regiones del sur, en las que debía figurar este antiguo emplazamiento canario en Berbería, por lo que el ministro de Estado conminó al cónsul de España en Bojador a negociar con el jeque Habib b. Biruk, uno de los principales señores de las arenas del oeste sahariano. Tal decisión se cobró buenos resultados.

Aun cuando no conllevaba reconocimiento oficial, ni era siquiera una autoridad marroquí, el pacto con Biruk dio lugar a que España permitiera en 1867 el restablecimiento de las relaciones comerciales canario-africanas, frenadas por la guerra. Un año después, el gran visir Sidi Musà b. Ahmed se vio obligado a admitir en Fez la constitución de una comisión mixta hispano-marroquí que dilucidara de manera definitiva el emplazamiento de Mar Pequeña, aun cuando luego Marruecos volvió a frenar ásperamente cualquier avance.

Fue éste, con todo, motivo para una nueva visita de Manrique a la zona. En 1880, la parte española de la citada comisión, presidida por Juan León y Castillo e integrada, entre otros por el notario conejero —en calidad de auxiliar principal del Gobierno español—, embarcó en el Blasco de Garay rumbo al Sahara. Manrique aprovechó el viaje. No sólo protagonizó una sonada polémica con el afamado africanista madrileño Fernando Duro y Navarrete sobre Mar Pequeña, sino que realizó la primera descripción cartográfica del banco pesquero saharaui del norte, que fue de especial utilidad.

Respecto de Mar Pequeña, en 1861 habían aparecido unas ruinas en la desembocadura del río Ifni, que Duro dio por los restos de ésta. Pero no eran las únicas huellas de una presencia renacentista hispana. Otro insigne africanista español sostuvo que el enclave isleño correspondía a unos restos en la desembocadura del río Nun, mientras que el propio Alcalá Galiano lo situó en las ruinas halladas junto al Río Xibica. Incrementó la polémica un cuarto hallazgo personal de Manrique, que recorriendo la zona encontró restos de un fortín en Puerto Cansado en 1881, un punto más cercano a Canarias, que el lanzaroteño reclamó como Mar Pequeña en noviembre de 1882 en un artículo en Diario de Cádiz. En realidad, los dispares intereses canarios y peninsulares sobre la pesca atravesaban el debate, dado que estaba en juego el lugar para crear un nuevo emplazamiento.

El acuerdo con el jeque Biruk animó de una forma definitiva las iniciativas pesqueras isleñas. Aun así, en un principio se trataría de capitales hispano-catalanes los que constituyeron en 1881 la Sociedad Pesquera Canario-Africana. Esta compañía instaló una base en Río de Oro al año siguiente, lo que en parte adelantó la ocupación española de la franja costera comprendida entre Cabo Bojador y Cabo Blanco en 1884, derivada de los ondulantes pactos europeos de reparto colonial. Fracasó, sin embargo, la base pesquera hispana por falta de un apoyo político y por su escasa capacidad técnica, como tampoco prosperaron toda una serie de proyectos pesqueros ya netamente canarios en esta época finisecular de tránsito hacia el siglo XX.

Manrique, a su vez, contempló cómo España optó por Ifni como lugar a ocupar en la costa de Berbería, dando por hecho que allí se había encontrado la antigua Mar Pequeña. Esta decisión fue una derrota para las Islas, pues no tenía el menor interés para su estrategia de desarrollo pesquero, aparte de que su ocupación no se haría efectiva luego hasta 1934, aun cuando se adscribiera oficialmente en 1887 a la Capitanía General de Canarias. En 1881, Manrique recibió un homenaje en Madrid de los círculos africanistas hispanos pero, en gran medida decepcionado, rechazó su nominación como Caballero de la Real Orden Isabel la Católica.

No dejó por ello, sin embargo, de seguir vinculado al africanismo hispano y, de hecho, Joaquín Costa lo hizo vocal de la mesa presidencial del Congreso Español de Geografía Colonial y Mercantil de 1887, el mayor evento de esta corriente política. Una iniciativa de los diputados isleños en Madrid fue la propuesta, aprobada por ese congreso, de instar al Gobierno a crear una cátedra universitaria de árabe y estudios bereberes en Canarias.

En los últimos años de su vida, Manrique se dedicó a escribir. Volvió a ocuparse de temas históricos locales, si bien fue objeto de su atención el período moderno de las Islas. No pocos Episodios Regionales, que bajo ese nombre agrupó, fueron publicados por este autor en una pequeña colección tinerfeña. Fernando de Guanarteme", "Blake o la guerilla de Caranuel", "San Borondón o la isla misteriosa" fueron los títulos narrativos a los que pronto se unieron obras ensayísticas como Elementos de Geografía e Historia Natural de las Islas Canarias (1873) o bien Resumen de la Historia de Fuerteventura y Lanzarote (1889). Se trataba de publicaciones que, por otra parte, constituían un intento por contrarrestar la clara inclinación de la atención historiográfica por la provincia occidental. También vieron edición sus antiguos estudios lingüísticos sobre el guanche, si buen fueron publicados sólo parcialmente en 1881 en la revista de El Museo Canario.

Rebasado el siglo Manrique contempló en su vejez el fracaso del africanismo hispano. La indecisión política española era fruto de una mezcla indolente. Las viejas ansias expansivas españolas se habían reflotado tras el golpe psicológico de la pérdida de Cuba y Filipinas, y se unieron a la necesidad empresarial de tener alternativas a los restrictivos caladeros pesqueros del Atlántico Norte. Pero pudo más la falta de confianza en las fuerzas propias y el miedo ante la posibilidad de otra sangría militar frente a un emergente Marruecos nacional, como la sufrida en la llamada Guerra de África. Antonio María Manrique murió en Arrecife el 27 de febrero de 1907. No sería casualidad que, décadas después, uno de sus nietos, César Manrique, paisajista y pintor de proyección internacional, convirtiera a Lanzarote en un nuevo paradigma de belleza al desocultar la potencia plástica del paisaje árido, el paisaje de su intenso sustrato africano.

 

 

VANGUARDISTA PECULIAR EN GUINEA –

Poeta surrealista y crítico literario, Agustín Miranda Junco colaboró en La Rosa de los Vientos y Revista de Occidente, para luego hacerse notario y ejercer, ya adscrito al franquismo, de Secretario General de la Administración colonial de Guinea, en Malabo –

Fue gran amigo de Agustín Espinosa, al que se mantuvo fiel tras la Guerra Civil, pero también fue íntimo de José Antonio Girón de Velasco, con el que ocupó altos cargos en Madrid

La relación entre algunas vanguardias literarias y artísticas de los años veinte del pasado siglo y los radicalismos políticos del momento -el comunismo y, de igual manera, el facismo- fue en toda Europa una expresión de las paradojas de la Modernidad en su estadio más tardío. Experimentación creativa y revolución política fueron, en realidad, senderos por los que transitó el motor principal de este período histórico, basado en la idea de que el mundo giraba acompasado por un progreso inexorable hacia la perfectibilidad humana.

El curso singular de España, en su aislamiento contemporáneo, la desmarcó globalmente del acontecer europeo, de modo que apenas hubo correlato político o artístico ni, obviamente, relación entre ambos, al menos hasta el breve y dramático período republicano. Sin embargo, Canarias vivía en aquel entonces su etapa inglesa y se cursaba una dinámica ajena culturalmente a lo español. Esta relación entre vanguardia y fascismo, por lo demás, sí se dio en las Islas a través de un exponente singular, el poeta y notario Agustín Miranda Junco.

Nació en la calle Pérez Galdós de Las Palmas de Gran Canaria en 1910 en el seno de una prototípica familia de la burguesía local. Tras pasar la infancia y la adolescencia en esta capital, donde pronto se despertó su inclinación literaria, estudió Derecho en la Universidad de La Laguna. Aunque no siempre residió en esta ciudad tinerfeña, pues hizo varios cursos por libre desde la capital grancanaria, Miranda Junco entroncó tempranamente con las vanguardias artísticas y literarias insulares, cuya impronta sería fundamental en la elevación de la escala cultural canaria tras un largo siglo XIX regionalista y provinciano que iba ya quedando atrás.

Los nuevos lenguajes surgidos en la creación artística y literaria le sedujeron. Amigo íntimo de Agustín Espinosa, el mejor de los escritores surrealistas y autor de Lancelot, 28º-7º (1929) y Crimen (1934), dos hitos de este movimiento en España, Miranda comenzó con tan sólo diecisiete años a colaborar en La Rosa de los Vientos (1927-1928). Convertida en una de las revistas claves para la recepción de las más innovadoras tendencias del panorama cultural internacional, como lo fueron algo después Cartones (1930) y Gaceta de Arte (1932-1936), Miranda firmó el manifiesto inicial de La Rosa de los Vientos. En este famoso texto se abogaba sin ambajes por el universalismo como expresión de rechazo al tibio regionalismo romántico decimonónico.

Eduardo Westerdhal, Domingo Pérez Minik, el propio Espinosa, Juan Manuel Trujillo o el mismo Valbuena Prat –principales críticos de la primera mitad del siglo XX- alabaron su obra poética, dentro de la que sobresalió el gran poema "Tiovivo para las vacaciones", una obra recogida en esa publicación y en diarios como La Tarde. Desde el principio los críticos isleños advirtieron en Miranda Junco influencias de Juan Ramón Jiménez, Gerardo Diego, Lorca o Alberti, lo que consolidó el "corte vanguardista" de una producción breve pero suficiente, que del mismo modo sería muy alabada por la crítica madrileña unos años después.

En la década de los treinta, Miranda Junco se trasladó a Madrid, para preparar las oposiciones a abogado del Estado, que obtuvo con el número uno de su promoción en 1934. Sin embargo, aún le quedó tiempo para iniciar una prolija colaboración en Revista de Occidente, bajo la tutela de Ortega y Gasset. En esta publicación Miranda desarrolló de modo especialmente incisivo una labor de crítica literaria y de cine, una disciplina ya consolidada, cuya actualidad europea y norteamericana arreciaba como campo de influencia no sólo cultural.

Se afianzó pronto como integrante del núcleo de colaboradores jóvenes que iba a aportar un nuevo espíritu al conjunto de la producción cultural española. Ricardo Gullón, Javier Zubiri, Maravall, María Zambrano o José Gaos, entre otros, enlazaron plenamente con la atmósfera del período republicano de Revista de Occidente y su programa de europeización de España. Las reseñas del canario sobre los libros de Malaise, Fauconnier o Les Bestiaires (1925), la obra de Henry de Montherland que ensalza la figura del toro y el campo andaluz en una cierta clave nietzscheana, hicieron de él un valor en alza.

Agustín Miranda destacó, a su vez, como ensayista, abordando, por ejemplo, con tono ultraísta la cuestión de la tradición arábigo-andaluza española. En este trabajo ya se observó su atracción por el esencialismo, por una nueva indagación de la raíz de la pulsión humana, tan propio de las vanguardias históricas. Se trataba de una inclinación que en aquellos momentos llevaba implícita la búsqueda de un hombre nuevo, en el que se resolvieran definitivamente el dolor existencial y el conflicto del ser para la muerte mediante la emergencia de una nueva totalidad espiritual, que dejara atrás para siempre las determinaciones.

Característico de ese universo cultural fue su enorme atracción conceptual por el deporte, por la perfectibilidad corporal, como expresión de esa ansiada totalidad de la que Miranda esperaba que surgiera expresamente un "creyente nuevo". Fue ahí donde los vanguardistas se aproximaron a motivaciones que movían a los radicalismos políticos de la época. La atracción por el cuerpo, por la velocidad y las máquinas, expresión de la potencia de la técnica que nutría al convulso capitalismo de entreguerras alió, por ejemplo, a los futuristas italianos y a Benito Mussolini, conducido al poder por unas clases medias radicalizadas. Compartida por el movimiento fascista y por ciertas vanguardias artísticas era la ambición de protagonizar una reapropiación del progreso en favor de ese hombre nuevo que renovara la identidad nacional. También lo era el ansia fusionadora del pasado arcano y el futuro más prometedor a través de una gran revolución, de una suerte de corte alumbrador de lo nuevo, lo cual es sin duda el gran mito moderno.

También trató Miranda Junco en la publicación de Ortega la cuestión de la muerte. Partiendo de la figura de Don Juan, que Tirso de Molina alumbra en El Burlador de Sevilla (1630), el creador grancanario conectó a este personaje clásico con la tensión entre vida y muerte, constitutiva de la tauromaquia, al modo en que también lo haría José Bergamín. El renovado interés por indagar la idea de la muerte no dejaba de ser un tema vinculado en España con la temprana traducción de la obra de Freud, realizada por encargo expreso de Ortega y Gasset mucho antes que en otros países donde posteriormente las ideas del psiquiatra vienés arraigaron fuertemente. Este caldo de cultivo condujo de hecho a Agustín Miranda a abordar con vocación psicologista –que no siempre freudiana- el sexo y la muerte.

Sin embargo, la Guerra Civil truncó la efervescencia cultural en España, que fue sustituida a su término por una intelectualidad franquista a la que no fue del todo ajeno el propio Ortega. En 1936 Miranda Junco ejercía como alto cargo de Papelera Española en su calidad de abogado del Estado, pero tuvo que refugiarse en la embajada de Méjico en Madrid. Su desacuerdo con el izquierdismo republicano, radicalizado con la revolución social que se desató en la zona controlada por el gobierno legítimo durante la Guerra Civil, terminó por poner su vida en peligro. Miranda Junco se había hecho de Falange, correlato fascista en España que, en realidad, tenía un carácter minoritario frente al conservadurismo católico. Había hecho suya la idea de una nueva derecha transformadora del orden tradicional desde un individualismo redentor, posición ideológica que combatía a los comunitarismos marxista y anarquista.

Miranda pudo escapar de una reclusión segura en los centros de internamiento republicanos, las tristemente célebres checas, pues la diplomacia mejicana le ayudó a exiliarse en Marsella. Allí lo pasó mal y sobrevivió con la venta de algunas joyas, según testimonió su hermano Agustín. No tuvo la suerte de otros isleños de encontrarse con José Bravo de Laguna, agente de las empresas fruteras canarias, que tanta ayuda prestó en esa ciudad gala a sus paisanos exilados.

Sin embargo, Miranda consiguió regresar a Las Palmas de Gran Canaria en 1937, donde de inmediato se sumó al franquismo. Se hizo sargento provisional y fue destinado al frente de Aragón. A los pocos meses, las influencias familiares determinaron un cambio de destino.

El General Fontán, gran amigo de Franco, había estado destinado en Las Palmas de Gran Canaria, donde se casó con una hermana del influyente abogado Francisco Hernández, que años después sería alcalde capitalino. Fontán, que trabó amistad con las familias de la burguesía insular, sacó a Miranda del frente bélico. Y se lo llevó de secretario general a la Administración de España en Guinea, donde había sido nombrado gobernador general.

Guinea, la llamada "perla de África", se había convertido en la retaguardia franquista. Y desde allí se abastecía abundantemente el ejército sublevado de materias primas, cacao, café y otros productos básicos. Al propio tiempo, los pactos secretos de Franco con Hitler hicieron de esa colonia africana un punto de abastecimiento de la Alemania nazi. La autoridad colonial española materializó dichos acuerdos a través de un grupo de empresarios germanos en Fernando Poo y Río Muni, que se pudieron servir de los puertos canarios para operaciones diversas.

En realidad, Guinea nunca fue una carga económica para España, más bien todo lo contrario, dada la riqueza material existente, lo que le bastó a Madrid, que no hizo así de ella plataforma de penetración comercial en el área subsahariana. No obstante, tras los acuerdos de París, urdidos entre el ministro Theophile Declassé y el entonces embajador español, Fernando León y Castillo, a comienzos del siglo XX España se empleó en el desarrollo de Guinea. Era algo que no había querido hacer a lo largo del siglo XIX y que le costó la pérdida de otros territorios africanos que le habían sido asignados en los sucesivos repartos coloniales entre las potencias europeas. Y España tomó nota de ello.

El franquismo, de hecho, se volcó en la administración de Guinea, fomentando nuevamente el traslado de colonos canarios, como ya lo hiciera España en el siglo XVIII con estrepitoso fracaso. Fue una tarea adobada por un discurso muy en línea, por otra parte, con el ejercido por Londres, París o Berlín de colonización espiritual y eurocentrismo paternalista. De hecho, la impronta imperial del régimen de Franco, tan deudora de la nostalgia de la época dorada de España, le hacía aguardar el sueño de protagonizar la gran expansión africana, un viejo anhelo inconcluso hispano que aún se consideraba inauditamente por venir. Hasta tales extremos cuajó en el franquismo ese sueño que inicialmente se planeó reforzar a Guinea para, en unos años, rebasar las exiguas fronteras asignadas a España en la Conferencia de Berlín.

Esa ideología caló en lo más hondo de Miranda Junco, que se entregó a la tarea en una doble dimensión. En su calidad de jurista riguroso recopiló, de un lado, en un completo tratado, el intrincado derecho colonial europeo y español. Y, a su vez, hizo literatura. Amparado naturalmente por su rico bagaje cultural, escribió un único libro, Cartas de la Guinea, publicado por Espasa-Calpe en 1940. Miranda Junco aunó un claro vanguardismo formal de notable calidad literaria con el nuevo cometido espiritualizador que se había propuesto.

A la manera de un diario, vertió sus impresiones en un recorrido que comienza con la salida del barco del Puerto de La Luz y concluye con su regreso desde Guinea a Las Palmas de Gran Canaria, donde divisa el faro de Maspalomas, "la primera luz de España en el Atlántico". No faltarán citas de André Gide, Eugenio D´Ors, elementos de la estética ultraísta, capítulos dedicados a su amigo Espinosa, como el excelente "Paisaje con antílopes", entremezclados con la ideología colonial, típicamente fascista en la España del siglo XX, y la exaltación espiritual del supuesto cometido civilizador de lo español. "Desbosca, hombre blanco, desbosca. El bosque es lo primitivo, lo salvaje, lo oscuro y tenebroso. Tú eres la civilización, la cultura, la luz. El bosque es la Geografía. Tú eres la Historia. El bosque es lo Romántico. Tú eres nuestro clásico del XVII".

Se trata de pasajes que se combinan con ritmos que recuerdan a Nicolás Guillén: "Suena la tumba, sobre el cadáver de la alegría de la raza negra. Suena la tumba". Es el hombre negro justamente el objeto de su atención, junto al paisaje: "Civilizar al negro es, pues, en el más literal sentido de la palabra, liberarlo".

Poco después regresó Agustín Miranda. Pero, aunque lo hizo con escala en Las Palmas, su destino iba a ser para siempre Madrid. En la capital de España se había casado ya y tuvo ocho hijos. La Administración pública le siguió ocupando durante una década. Con el tiempo pidió la excedencia como abogado del Estado y se dedicó a ejercer la abogacía y, sobre todo, la asesoría jurídica de empresas, participando en los consejos de innumerables sociedades. A través de Fontán, trabó mucha amistad con la cúpula del franquismo, como José Antonio Girón de Velasco en los años cincuenta, con el que fue director general de Trabajo durante un largo periodo. Agustín Miranda dejó de escribir, aunque legó como un rastro difuso el borrador de una biografía de Luis Candela. Sólo volvió a Las Palmas de Gran Canaria para asistir al entierro de su padre en 1941. Murió en Madrid en 1992.

 

VÉRTIGO BÉLICO EN EL ATLÁNTICO –

Marino mercante, Manuel González Quevedo vivió de cerca la contienda submarina del Atlántico durante la Segunda Guerra Mundial –

Su barco fue ametrallado por cazas americanos cerca de Guantánamo y retenido luego por submarinos alemanes en Angola, que se abastecían en el Puerto de La Luz

Tras los intentos británicos y holandeses de invadir las Islas en los siglos XVI y XVII en el contexto de la disputa con España por obtener la primacía marítima y apoderarse del oro, metales preciosos y manufacturas que circulaban por las rutas de Indias, no volvió Canarias a convertirse en escenario bélico internacional casi hasta el siglo XX. Cerca estuvo de ello en 1899 cuando, en plena guerra de Cuba, Estados Unidos estudió seriamente invadirla, lo que apoyó algún sector de la burguesía local animado por las corrientes americanistas. Pero aquellos planes de Washington los frenó Inglaterra, que había hecho del Archipiélago su estación marítima para las rutas coloniales africanas y no quería correr riesgos.

Durante la Primera Guerra Mundial, Inglaterra y Francia vigilaron a las Islas para frenar los fulgores coloniales de Alemania, que ya había intentado penetrar en Río Muni y asentar negocios en Canarias. Fruto de esa disputa bélica europea, un vapor frutero de la Naviera de Tenerife, el Punta Teno, fue hundido en el Mar del Norte por los submarinos alemanes cuando transportaba plátanos hacia el Reino Unido en 1917. Sin embargo, fue durante la Segunda Guerra Mundial cuando el Archipiélago más cerca estuvo de ser invadido tanto por los nazis como por los Aliados para fortalecer sus posiciones en África. Y no pocos episodios de la guerra submarina del Atlántico Oriental se libraron en el entorno de las Islas. El canario Manuel González Quevedo, entonces marino mercante en las rutas transoceánicas, sería testigo de excepción de este acontecimiento.

Hijo de un conocido ingeniero, Manuel González Cabrera, nació en Las Palmas de Gran Canaria en 1923. El padre había trabajado muchos años como experto en prospecciones acuíferas destinadas al suministro urbano -que estaba en manos de compañías británicas en Las Palmas de Gran Canaria- y a los cultivos intensivos de plátanos. Y lo hizo estudiar el bachillerato en el Colegio Viera y Clavijo, un centro liberal al que acudieron no pocos hijos de la burguesía grancanaria como Ignacio Bethencourt Massieu, Antonio Miranda Junco o Luis Bello Valle. González Quevedo se matriculó después en Derecho por libre en la Universidad de La Laguna. Aunque, a escondidas de su padre, estudió Náutica. Tal era su pasión por el mar y los barcos que hizo los tres años teóricos en uno. Y, por último, asumido este hecho inevitable por la familia, culminó los años de prácticas.

Como piloto se embarcó en el vapor Lanzarote, un correíllo que hacía la línea entre Las Palmas y los puertos africanos bajo control español: Cabo Juby, Tan-Tan, Aaiún, Villa Cisneros y La Güera durante los años 1941 y 1942. Estados Unidos ya había entrado en la contienda mundial tras el ataque japonés a Pearl Harbour y el Atlántico se convirtió en un cruento escenario de la batalla marítima.

En 1943 González Quevedo fichó por la naviera Aznar, principal compañía española que, amparada en la neutralidad teórica de Madrid, operaba con fletes internacionales. Y se le asignó el Monte Altube. Su destino fueron las rutas con Sudamérica y el Caribe. Rutas peligrosas, pues fue el Caribe la zona en la que se emplearon los submarinos alemanes con mayor intensidad en 1942 y 1943, causando muchos y graves hundimientos de buques aliados. De hecho, Aznar fue la naviera que más pérdidas humanas y de flota sufrió.

González Quevedo hacía la ruta entre Rosario (Argentina) y Tenerife, de donde traía trigo y millo en plena época del Mando Económico de Canarias, organismo encargado de ejecutar una suerte de intervencionismo militar de la economía insular que en la práctica significaba mantener a las Islas en una economía de guerra. También cargaba en La Guayana inglesa azúcar negra para Cádiz, o cacao y tabaco desde Haití, Cárdenas y La Habana con destino al norte de España.

En el Caribe se encontraba el Monte Altube cuando en septiembre de 1942, el submarino nazi U-512 hundió al Monte Gorbea, otro barco de esa misma naviera, a unas cien millas al este de Martinica, suceso en el que murió la compañía de teatro de Fernando Díaz de Mendoza y muchos tripulantes. En realidad, todos los barcos mercantes tenían que tocar en Puerto España (Trinidad) para control aliado y toma de combustible. Y hubo no pocas confusiones y errores desgraciados. Venezuela y Caribe eran la zona más incierta por ser objeto de atención de los submarinos alemanes más peligrosos, estando al frente los comandantes veteranos. En 1944, saliendo de Haití en dirección a La Habana, González Quevedo fue impelido por orden de radio desde la estación de EEUU en Guantánamo a entrar en la bahía para un control. Sin embargo, el canario recibió una orden de ruta equivocada para la aproximación a Guantánamo por el norte de Cuba y su barco fue ametrallado por la proa por dos cazas USA Curtis, haciéndole rectificar el rumbo, aunque finalmente salió indemne del aviso. Otros no tuvieron tanta suerte.

Sin embargo, ya se había recrudecido la guerra de África y la confrontación submarina se trasladó a la costa norte occidental de ese continente y a la zona de Sierra Leona, que fue especialmente caliente. Fue aquél el momento de mayor vulnerabilidad de Canarias. El alto mando nazi ideó una operación para invadir las Islas, bajo el código de "Operación Felix", con la intención de dispersar y forzar a la retirada a las unidades navales angloamericanas en esta parte del Atlántico desde el Archipiélago. Eran aún los tiempos del avance alemán e Inglaterra prácticamente se batía sola contra el ejército nazi. El propio Hitler intervino en el debate sobre la citada iniciativa. Según las actas del Alto Mando alemán, el Führer señaló que "aunque los ingleses sufran de una situación precaria actualmente, en cualquier golpe de mano podrían hacerse con las Islas Canarias y sería, desde luego, un golpe muy fuerte contra la campaña submarina que con gran eficacia estamos llevando a cabo". En respuesta, Winston Churchill hizo diseñar una actuación similar, cifrada bajo el código "Pilgrim" (peregrino).

Al final, ninguna de las dos tentativas de invasión tuvo lugar. Y varias fueron las razones. En primer lugar, los pactos secretos entre Franco y Hitler transados en Hendaya incluyeron la llamada "Operación Moro", que sí que se llevó a término, pues condujo a que el principal puerto canario abasteciera a los alemanes en la feroz guerra submarina librada en las aguas africanas. Puesto en marcha este dispositivo, las instalaciones portuarias de Vigo, Ferrol, Cádiz y Las Palmas comenzaron a suministrar combustible, pertrechos y efectivos de refresco a la flota submarina nazi, que hacía escalas en las horas nocturnas.

Este hecho le constaba al Mando Británico, pero los avances militares en África frente a las tropas del general Rommel, que se quedó estancado en El Alamein, y el declive de los nazis a partir de 1943 en esa guerra submarina librada en el Atlántico hicieron innecesaria la toma de Canarias por los Aliados que fue proyectada al detalle en 1941 en una primera operación llamada "Puma", en desarrollo de la orden de Churchill.

El cambio de escenario de la contienda en el mar, desde el lado occidental del Atlántico hasta su extremo medio oriental, lo marcó el endurecimiento de la campaña de África, lo que afectó obviamente a las rutas mercantes con ese continente. Se disparó el precio de los fletes y la naviera Aznar decidió sacar partido intensificando su tráfico en toda esta zona. González Quevedo comenzó a hacer nuevas rutas. Cargaba, por ejemplo, cacao en Costa de Oro, en los puertos de Accra y Takoradi para el Gobierno suizo, que conducía hasta Bilbao. Hasta este puerto vasco los suizos, en teoría neutrales, enviaban constantemente trenes precintados a través de la Francia ocupada por los nazis.

Pero igualmente hacía González Quevedo transportes marítimos entre Angola y Europa. En estos trayectos, al norte de Freetown, entre Dakar y Cabo Blanco, los buques de Aznar y todos los mercantes españoles eran obligados a parar siempre de noche por submarinos alemanes. Tuvo suerte, pues en esas aguas ya había sido torpedeado en abril de 1943 el barco de la Compañía Transmediterránea Castillo Monte Alegre por el submarino nazi U-123. Pensaron que era un buque rezagado de un convoy inglés con destino a Londres que venían vigilando a los alemanes y a los italianos desde hacía semanas, cuando en realidad el barco español estaba haciendo la ruta entre Guinea y Canarias.

Pero quizás el suceso más trágico de las costas africanas al sur de Canarias -que a González Quevedo se le quedó grabado- fue el hundimiento del buque inglés Laconia por el submarino alemán U-156 en septiembre de 1942. Este barco traía de Sudáfrica a mil quinientos prisioneros italianos capturados por los británicos en Abisinia y Somalia, extremo que desconocían los submarinos alemanes que lo hundieron. Fue una confusión que acabó en tragedia. Enterado Berlín del grave error de haber destruido un barco con prisioneros de su propio bando, envió a todos los submarinos alemanes apostados en la zona a salvar náufragos. Y dio esa misma orden al Gobierno de Vichy, acudiendo también el submarino italiano C. Capellini, que había entrado en enero de 1941 en el Puerto de La Luz. Para rematar la crueldad de la tragedia, aviones estadounidenses despegaron de sus bases norteafricanas, entre ellas, Agadir, para ametrallar, en plena operación de rescate, a los botes salvavidas que llevaban los submarinos nazis a remolque, decisión atroz que aumentó el número de muertos.

Precisamente desde Agadir partían a diario los aviones de reconocimiento aliados que vigilaban el sabido suministro de submarinos alemanes en el puerto grancanario. Hacían un vuelo diario de reconocimiento que era respondido, en un ridículo acto de patriotismo, con el disparo de una artillería antiaérea desde un batería de cañones alemanes "8/8" situado prácticamente en frente del céntrico Hotel Santa Catalina, en la capital grancanaria.

Fruto de los citados acuerdos secretos entre Franco y Hitler, al Puerto de La Luz habían llegado ya en 1940 los mercantes alemanes Charlotte Schlieman y Corrientes transportando lubrificantes, toneladas de gasoil y también torpedos. El primer submarino nazi abastecido en las Islas fue el U-124. Y pronto otros incluso harían operaciones en las aguas canario-africanas. En 1940 el U-37 hundió al vapor San Carlos al sur de Fuerteventura, que volvía del ex Sahara español fuera del rumbo fijado. No fue el único episodio de la guerra submarina en las mismas costas de las Islas. En 1943, por ejemplo, el U-167 resultó hundido por aviones ingleses en la playa de las Burras (Gran Canaria), siendo su tripulación repatriada desde el Puerto de La Luz por otras dos unidades nazis en un acto que oficialmente nunca existió. Se les trasladó de noche hasta la Base Naval de Las Palmas de Gran Canaria, antiguo muelle frutero confiscado por el Gobierno español. Tampoco existió oficialmente para la España supuestamente neutral una fulgurante aproximación a la entrada del Puerto de La Luz de otro submarino, previsiblemente británico, que atacaría de noche a un buque nodriza alemán fondeado en frente del actual Club Metropole, aunque sin hundirlo.

La colaboración española con el régimen nazi fue más que obvia, e incluso gran parte de la prensa canaria era germanófila. La colonia española de Guinea, como se abordó en la entrega anterior, abasteció de materias primas a Berlín. En este contexto, recuerda González Quevedo el registro que le hizo la policía española mientras su barco estaba atracado en Santa Cruz de Tenerife, requisándole revistas inglesas, "cuando todas las revistas alemanas contra los aliados se vendían a plena luz en los kioscos" de la capital tinerfeña.

Fue también en las inmediaciones de Canarias, en concreto, al sur de las costas del Sahara Occidental, donde los aliados asestaron un golpe definitivo a la flota submarina alemana. Se trató de la captura del submarino U-505 y toda su tripulación en junio de 1944 en aguas próximas a Río de Oro (ex Sahara español), de cuyo registro obtuvieron claves y planos de situación por cuadrículas de todas las zonas de encuentro en el Atlántico de la flota nazi.

Manuel González Quevedo hacía la ruta entre La Habana y Gibraltar ese mismo día, una travesía que en su último tramo surcaba las aguas situadas a unas quinientas millas al norte. El señalado apresamiento constituyó el principio de la derrota nazi en el Atlántico, pues descifraron el código "Enigma" a partir del cual fue totalmente aniquilada su flota submarina. No en vano diecinueve días después de que los aliados descifraran esas claves en Río de Oro, así como las comunicaciones secretas entre Berlín y Tokio, fue hundido de noche al sur de Canarias y al este de Cabo Verde el I-52, un submarino japonés de carga, por la escuadra del portaaviones Bogue. La nave transportaba cargamentos minerales estratégicos y un nutrido equipo de técnicos nipones que se dirigía a Alemania.

En sus rutas atlánticas el marino grancanario fue interceptado otras muchas veces. Una de ellas corrió a cargo de las corbetas que custodiaban un enorme convoy de barcos norteamericanos que transportaba refuerzos hacia el norte de África. Habían visto parar su barco por averías al norte de Madeira y sospecharon, como habitualmente hacían, de los mercantes españoles por cuanto pudieran ser un apoyo de los submarinos alemanes que Estados Unidos sabía que estaban apostados en la zona. Pero, tras dos horas parados, finalmente les permitieron continuar.

Acabada la guerra, González Quevedo pasó a la naviera Pinillos haciendo las rutas con África. No pocos viajes realizó a la inversa, desde el Norte de Europa con restos de material bélico aliado comprado por los comerciantes judíos de Tánger en 1950. Con posterioridad pasó a la Escuela Naval de Marín, de la que salió como alférez de navío. Sus primeros destinos de esta etapa en la Armada española fueron en el buque oceanográfico Xaúen y en el guardacostas Pegaso como segundo comandante hasta 1955.

Ya siendo teniente de navío, fue destinado a Cabo Juby en 1956 y a Sidi Ifni en 1958. Allí vivió en primera línea todas las operaciones navales y las escaramuzas con los nativos que conllevaron para España la pérdida de este aislado enclave. También se ocupó de la evacuación de Cabo Juby, zona sur del protectorado, en su condición de miembro de la "Comisión de Entrega" en representación de la Armada, siendo González Quevedo el último español en abandonar esas playas al arriarse la bandera española en mayo de 1958.

En los años siguientes, González Quevedo, un hombre intelectualmente muy inquieto, continuó ocupándose de los estudios oceanográficos, una de sus grandes pasiones, al frente del buque tanque A-6, que suministraba agua al Sáhara. Tuvo igualmente por destino la vigilancia de las actividades pesqueras en la costa sahariana, ya como capitán de corbeta del barco RA-2. Finalmente dejó la Armada española para ocupar plaza de práctico en el Puerto La Luz en 1965, en donde adquirió un extraordinario prestigio profesional. Manuel González Quevedo fue siempre el hombre para los atraques más difíciles. Lo fue hasta su jubilación. En la actualidad, una intensa correspondencia con los más inverosímiles puntos del globo relacionada con la investigación de la guerra submarina del Atlántico ocupa buena parte de su tiempo. Ahora, en los inicios del siglo XXI sigue siendo aún una de las personas que mejor conoce el territorio marino canario.

 

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