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miércoles, 23 de febrero de 2022
HISTORIAS ISLEÑAS
DE
ULTRAMAR
LA AVENTURA AMERICANA
EL CONQUISTADOR GUANCHE –
Nieto del guanarteme de Telde, Agustín Delgado se
casó con una nieta del aborigen Maninidra, capturó esclavos en África y conquistó
parte de la Venezuela oriental en el siglo XVI –
Llegó a ser general en la plaza de Paria, medió en
la guerra entre gobernadores españoles, hizo nuevas alianzas con los indios y
murió por un dardo envenenado en el río Meta
La vida aventurera del aborigen isleño Agustín
Delgado ilustra la sucesión de encrucijadas atlánticas de Canarias durante los
siglos XV y XVI. Su padre, Juan Delgado, era hijo de Bentaguaire -o
Bentagoyhe-, guanarteme de Telde, y se incorporó, como otros muchos indígenas,
a los contingentes militares que, al mando de Alonso de Lugo, conquistaron La
Palma y Tenerife. Los acuerdos entre los españoles y algunas élites aborígenes
eran, en gran medida, consecuencia del contacto no siempre pacífico establecido
entre ambos bandos mucho tiempo atrás y respondían, a su vez, a rivalidades
internas entre los antiguos canarios.
Juan Delgado recibió numerosas datas de tierras y, a
su muerte, en 1501, su hijo no sólo las heredó sino que recibió otras cincuenta
fanegadas en Taoro, logradas por sus méritos personales en la campaña de
conquista de Tenerife.
Según Núñez de la Peña, Agustín Delgado se casó en
1513 con Inés González Maninidra, nieta del famoso indígena grancanario Pedro
Maninidra. El hijo de este último, Miguel González, acreditó tal brillantez
militar en Tenerife que recibió, sólo como dote por la boda de su hija, ocho
cahices de tierra en Acentejo (Tenerife). Pertenecía, por tanto, Delgado a la
"casta superior de los indígenas conquistadores", según Alejandro
Cioranescu. Unos pocos privilegiados que pronto pusieron miras en África.
No en vano, África había estado en el origen de la
conquista castellana del Archipiélago. Su anexión estuvo motivada por la
búsqueda de nuevas rutas, en este caso marítimas, para el comercio del oro de
Guinea, del que se proveía Europa para mantener su economía financiera. Y, a un
mismo tiempo, la captura de esclavos en tierras de Berbería constituía un
negocio al alza, dado el déficit demográfico europeo. Fue por ello por lo que a
Pedro de Lugo, así como al Adelantado Alonso Fernández de Lugo, les fue
asignada por los Reyes Católicos la inmediata misión de extender los nuevos
dominios insulares hispanos hasta esos territorio del noroeste africano
colindantes con Tombouctú, que era el nudo de las rutas de las caravanas
procedentes del África subsahariana hacia puertos magrebíes mediterráneos.
Agustín Delgado formó parte de una expedición a la
costa de Berbería capitaneada por Fernández de Lugo en 1527, donde se capturó a
un importante contingente de esclavos. Pero pronto iba a surgir el reto de las
Indias, descubiertas por Europa en la última década de la anexión de Canarias,
y ya convertidas por su riqueza en metales preciosos en la meta principal de
los Austrias.
En realidad, la presencia isleña en la así llamada
Conquista de América fue numerosa, si bien no figuró ningún personaje canario
entre las individualidades épicas -Pizarro, Cortés, Alvarado...- que centraron
el intenso siglo XVI indiano. Muchos isleños hubo en la toma de territorios y
fundación de pueblos y ciudades.
Y, a medida que fue avanzando la colonización,
creció su impronta. Fue con el comercio, con el envío de los caldos, azúcares y
manufacturas europeas de contrabando y la importación de cereales y metales
como fue ganando terreno el papel americano de los canarios. E igualmente
estuvo el Archipiélago en Indias a través de las oleadas sucesivas de
inmigrantes y con la introducción de técnicas de cultivo. Posteriormente, bajo
el influjo del movimiento ilustrado en el siglo XVIII y la emancipación
colonial del XIX, adquirieron los isleños más protagonismo, aunque lo tuvieran
igualmente a finales de ese último siglo a través de la reanudación
contemporánea de la trata de esclavos. Sin embargo, Agustín Delgado fue una de
las raras excepciones a la ausencia de conquistadores canarios.
En 1531 vendió parte de sus tierras para preparar el
viaje a América. Había hecho buena amistad en Tenerife con Antonio Sedeño, que
fue nombrado gobernador de Trinidad, pero también con su mayor oponente, Alonso
de Herrera, lugarteniente de Diego de Ordaz, que posteriormente fue gobernador
de Paria, una rica península en la Venezuela oriental, tras la conquista de
Méjico.
La vida de conquistador de este nieto del guanarteme
de Telde se iba a desarrollar a partir de entonces en el contexto de las pugnas
por el control de esta zona de Venezuela, que llegaba al Río Orinoco por el
sur. La región de Paria contaba con tierras míticas por su riqueza en oro, como
Meta, al este, que creó unas ansias no menores a las registradas en El Dorado,
situado por el contrario al oeste de esta zona oriental. Delgado llegó a la
isla de Trinidad con hombres reclutados por Herrera en Canarias. En esos años
llegaron a ser, en realidad, más de ochocientos isleños los que engrosaron las
expediciones de conquista hacia las tierras venezolanas y Nueva Granada
(Colombia), como fue el caso de la dirigida por el tinerfeño Lázaro Fonte.
Desde Trinidad Delgado partió hacia Paria con
Herrera, que iba a relevar al gobernador Ordaz, acusado de irregularidades y
compelido a regresar a España. Pero el gobernador de Trinidad, Sedeño, que
aspiraba a controlar la Venezuela oriental, zarpó también hacia allí, con la
intención de arrebatarle el mando a Herrera. La distancia enorme con la
metrópoli daba lugar a este tipo de pugnas, que derivaron en guerras abiertas
entre los altos mandos del poder colonial hispano. No consiguió Sedeño hacerse
con el territorio venezolano, tras lo cual trató de aliarse con Herrera,
ofreciéndole diversos beneficios si volvían juntos a Trinidad para intentar
doblegar a varias tribus indígenas que por ese entonces se habían alzado en
armas.
Herrera aceptó. Sin embargo, una vez de vuelta a esa
isla estratégica, que luego perdió importancia con la conquista de Cuba, Sedeño
rompió el trato y lo encarceló. Fue el canario Delgado el que exigió su
liberación como condición innegociable para entrar en la guerra contra los
alzados, cuya rebelión se había vuelto más peligrosa de lo que cabía imaginar.
Y el canario consiguió sus propósitos.
Cuenta la crónica de Juan de Castellanos que Agustín
de Herrera, al igual que Delgado, mostraron una ferocidad extraordinaria,
batiéndose este último cuerpo a cuerpo con los tres jefes indígenas, de lo cual
cabe deducir al menos que sofocaron la señalada rebelión.
Al poco, volvieron ambos a Venezuela, a donde
también llegó meses después el nuevo gobernador mandado por España, Jerónimo de
Ortal. Lo primero que hizo Ortal fue enviar a Herrera a conquistar las tierras
interiores del Orinoco, empresa en la que el segundo murió. Vista la dificultad
de penetrar en lo más selvático, Agustín Delgado fue nombrado general con el
mandato expreso de aumentar los dominios por las tierras de los llanos. Su
expedición por los parajes de Cumanagoto, Guancharuco y Paripamotú fue extenuante,
pero al final logró vencer en batalla abierta al cacique Unarime, lo que hizo
que cedieran los demás jefes locales.
Sin embargo, Delgado optó por evitar los saqueos al
uso y entabló un juego de alianzas con los indígenas, que cumplió a rajatabla,
aprovechando con buena inteligencia estratégica las divisiones internas del
mundo aborigen, lo que incluso acabó haciéndole fundamental como mediador en
las constantes disputas locales.
El conquistador canario llegó incluso a pactar con
el cacique Guaramental, uno de los más poderosos de los llanos del noroeste,
tras haber rechazado el ofrecimiento hecho por éste para que Delgado se
anexionara pacíficamente sus tierras a cambio de mantener él su estatus
personal y entrar en la estructura del poder colonial. La negativa de Delgado
obedecía a un propósito de mucho más largo alcance. En vez de desarmar a
Guaramental, unió sus fuerzas a las tropas hispanas para derrotar al gran
enemigo de ambos, un tercer cacique nativo llamado Orocopón, contrario a todo
entendimiento.
Granjeándose la admiración y gratitud de los indios,
el nieto del guanarteme grancanario logró pacificar la región de Paria. Tal fue
así que los propios indígenas ayudaron finalmente a Delgado contra una nueva
invasión de esta región por las tropas del gobernador de Trinidad, Antonio
Sedeño, que intentó así por las armas hacerse con la Venezuela oriental. Al
frente de un ejército mestizo, expresión, a su vez, que define la condición
fronteriza del conquistador guanche, Agustín Delgado no sólo derrotó al invasor
sino que, incluso, se vio en condiciones de afrontar el mayor de todos sus
retos, como fue la conquista de Meta, mítica región que se creía que ocultaba
inmensas riquezas.
El canario organizó la expedición mandada por el
propio gobernador Ortal. Pero fue a encontrar la muerte a lo largo de la
remontada del Río Meta, al recibir un dardo envenenado. Fallecido el isleño, la
alianza con los indios tan pacientemente labrada por Delgado se quebró y la
gesta del Río Meta se disolvió, no sin convertirse antes en una tragedia.
Emprendido el regreso a Paria, fueron capturados
buena parte de los hombres que integraban la expedición por varias tribus de
esta intrincada región, muriendo después de ser sometidos a unos tormentos
espantosos, que quedaron relatados con macabro detalle en las crónicas de
Indias. El resto de los equilibrios labrados por el conquistador canario se
rompieron y no tardaron en volver las disputas internas entre los españoles y
unos indios que vieron vulnerados los acuerdos alcanzados con Agustín Delgado.
EN LAS MISIONES GUARANÍES –
Francisco Díaz Taño fue un hombre clave para las
misiones guaraníes en el siglo XVII al constituir un gran ejército indígena y
una red de distribución continental para productos de las reducciones –
Negoció con Felipe IV y con el papa Urbano VIII las
condiciones de Estado de orden político, confesional y militar para que tuviera
lugar la gran experiencia de comunitarismo religioso de la América Meridional
El ideal teocrático que animó la extraordinaria experiencia
de las misiones guaraníes de la Compañía de Jesús tuvo en el palmero Francisco
Díaz Taño a uno de sus más eficaces ejecutores. Conocidas como "El Imperio
Jesuítico", estas misiones constituyeron un capítulo esencial de dos
siglos de duración -XVI y XVIIprotagonizado en una gran franja de la América
meridional que en su máximo esplendor cruzaba desde el Atlántico brasileño
hasta Los Andes.
Declaradas estas misiones patrimonio cultural de la
Humanidad por la Unesco, se ha rescatado en la actualidad la verdadera
dimensión de lo que constituyó una de las más radicales realizaciones
culturales, religiosas, económicas y políticas del humanismo tardomedieval. Y
Díaz Taño, que fue superior de los enclaves misionales del Río Uruguay,
superior general de las Misiones, procurador en Roma y finalmente Rector del
Colegio de Buenos Aires, fue un hombre clave en este episodio de comunitarismo
religioso que, con sus luces y sus sombras, fue dirigido desde una alta visión
estratégica en los pactos de Estado que él transó, aunque luego resultara pasto
de las llamas cuando el individualismo mercantilista se abrió paso en Indias.
Francisco Díaz Taño nació en Los Llanos de Aridane
el 17 de mayo de 1593. Se ordenó sacerdote el 13 de julio de 1614 en el
Seminario de Sevilla para pronto hacer las Américas. Era hijo de Domingo Díaz
Taño, un hacendado que se trasladaría a Buenos Aires, donde acabó destacándose
por ejercer la caridad. De hecho, el progenitor del misionero fue conocido en
esa ciudad como un verdadero protector de los pobres en épocas de grandes
penurias por el azote de la peste. No dejaba con ello de perseverar en un sello
de esta familia pudiente, que en tiempos de los abuelos del religioso había
recibido ese sobrenombre de Taño, que en La Palma era sinónimo de silo o
depósito, por sus donaciones a los menos favorecidos. Pero poco más se sabe
sobre la relación entre Francisco y su progenitor. Con todo, no deja de tener
un eco simbólico que el hijo siguiera sus huellas geográficas. Ambos vivieron
en un mismo tiempo en Río de la Plata, aun cuando las estancias de Francisco
Díaz Taño fueran breves en la ciudad de Buenos Aires hasta 1641, fecha en la
que su padre, de haber vivido aún, habría sido ya muy anciano.
El sacerdote palmero llegó a Buenos Aires el 12 de marzo
de 1622 en la expedición del padre Francisco Vázquez Trujillo, que había sido
nombrado procurador de las misiones ante la corte papal dos años antes. De Roma
regresó Vázquez a la actual capital argentina tras una primera visita con un
numeroso grupo de futuros catequistas, entre los que figuraba Díaz Taño. Su
carrera misional fue fulgurante.
Apenas habían pasado dos años, durante los cuales el
isleño hizo la profesión y juró los votos, fue colocado al frente de la
estratégica misión de San Francisco Javier, en la zona de La Guayra (Paraná del
Norte). Fue el comienzo de una primera etapa de fundación permanente de
reducciones jesuíticas en las tierras de unos neolíticos guaraníes que acabaría
en una espantosa tragedia. Ésta sucedió cuando se produjo la invasión de las
misiones de La Guayra y Tape en 1628 por la tristemente célebre bandeira de
Antonio Raposo, feroz mezcla de paulistas portugueses y mamelucos. Raposo
actuó, con todo, en clara connivencia con el gobernador español Céspedes Jeria,
un enemigo declarado de la cada vez más fuerte y favorecida Compañía de Jesús,
como lo fue realmente el poder colonial hispano y luso en su conjunto. Pero
situemos este singular contexto antes de continuar relatando la agitada vida
del isleño, porque además ello dará la verdadera dimensión de Taño.
Después del llamado descubrimiento de América, la
rivalidad conquistadora entre españoles y portugueses deparó la división del
subcontinente meridional en dos grandes áreas, establecidas bajo el arbitraje
del Vaticano. Perú y Paraguay (una denominación original para Argentina, el
Paraguay moderno, el sur de Brasil, Uruguay y Bolivia) fue para los españoles y
el resto del actual Brasil, para los lusos. Por razones diversas y complejas
fue el dominio portugués el que prosperó antes. Tal es así que en 1530, con una
administración regular, el norte de Brasil exportaba a gran escala algodón y
azúcares; y tan sólo veinticuatro años más tarde se constituyó como la primera
provincia jesuítica, lo que daba cuenta de su emergencia indudable.
Eran aquéllos los tiempos del segundo gran capítulo
de la aventura americana, el de la conquista laica. Perú y Bolivia -gran fuente
de metales preciosos- eran, como se ha dicho, tierras españolas, como el Río de
La Plata. Sin embargo, en este último lugar, aparte de estar sometidos los
españoles a una feroz resistencia indígena, no había riquezas. Sólo tenía valor
Río de la Plata si se lograba convertir en un puerto para la salida al
Atlántico de las mercancías llevadas hasta allá por un oportuno río que se
adentraba hasta el interior rico del subcontinente. Esa conexión, además, era
urgente, pues el aislamiento de Perú y Bolivia las hacía vulnerables. Quien
lograra enlazar esas regiones andinas, en manos españolas, con el Atlántico,
para el envío de los metales preciosos y la plata a Europa acabaría dominando
esa zona. España quería una comunicación entre Los Andes y Río de la Plata,
mientras Portugal acariciaba la idea de que Sao Paulo, una próspera colonia de
deportados lusos y piratas holandeses, se convirtiera en el gran puerto de
salida del metal andino al Atlántico.
Esta disputa entre España y Portugal por Los Andes
iba, en todo caso, a depender de quien dominara una tierra de nadie: las
regiones guaraníes -cuyo centro estaba en el actual Paraguay- y, de modo
particular, La Guayra, que era un vasto espacio fronterizo entre ambos dominios
europeos.
En este escenario de rivalidad los primeros jesuitas
que la raza guaraní conoció llegaron a Brasil en 1549. Pronto empezaron sus
fundaciones, internándose desde el litoral Atlántico hasta los mismos nacientes
del Paraná, donde fundaron treinta misiones. La de Manizoba fue erigida en la
Guayra, pero duró poco por el rechazo del poder español.
En realidad, el ideal jesuítico de crear un orden
terrenal teocrático, un proyecto concordante con el modelo político de los
Habsburgo, no tuvo su oportunidad hasta que esta dinastía y la orden religiosa
entroncaron intereses, lo cual tuvo lugar en los dominios coloniales hispanos.
La Compañía era demasiado experta como para no comprender que la restauración
teocrática no prosperaría en Europa y era imposible en Asia por lo férreo de
sus imperios, por lo que trataba de aprovechar la nueva aventura americana para
ejecutar su programa.
En 1558 llegaron los primeros jesuitas españoles al
Paraguay desde Brasil, animados por la penetración laica y relativamente
pacífica que había llevado a cabo años antes el gobernador español Irala. De la
habilidad de los misioneros hispanos da cuenta el que ya en 1567 llegaran desde
Cádiz jesuitas que hablaban el guaraní. Lo aprendían con textos traducidos en
la Casa de Estudios de Lenguas Indígenas fundada por ellos en Lima,
especialidad sancionada en 1580 como cátedra por Felipe II.
Cinco años después el Obispo Vitoria reclamó a los jesuitas
para dirigir la colonización del Tucumán, mandato que cumplieron con éxito. No
obstante su implantación ya se había vuelto imparable desde que en 1604 el
célebre Diego de Torres se hiciera cargo de las misiones hispanas como superior
de la nueva provincia jesuítica de El Paraguay, bajo jurisdicción española. La
Corona, mediante la Real Orden de 30 de enero de 1609, decidió así encargar la
reducción de todos los indios a los jesuitas. Felipe II entendió que eran los
únicos capaces de hacer respetar las Leyes de Indias en estas vastas regiones
fronterizas, de organizar la producción económica en poblaciones estables
frente a la competencia portuguesa y de denunciar el permanente abuso de unos
encomenderos apoyados por los propios delegados reales. A cambio, los
religiosos obtuvieron importantes privilegios fiscales, el control interno de
las misiones -donde no podían vivir hispanos seglares, mulatos o mestizos- y
una completa autonomía política. Excesivas prerrogativas como para no suscitar
pronto graves odios.
Así estaban las cosas cuando Francisco Díaz Taño
recibió en 1625 la orden de remontar el río Paranapanema (afluente del Paraná)
para fundar otra reducción, la de San José. Era ésta otro eslabón de la red de
comunicaciones hacia el Atlántico que los jesuitas estaban estableciendo
meticulosamente para dar salida a una producción agrícola que causaba daños a
portugueses y encomenderos españoles.
Al igual que Taño lo hizo por el río, salieron por
tierra los padres Montoya y Massetta hacía la futura San José. Fundada esta
reducción, Díaz Taño tuvo la suerte de ser llamado desde Asunción en 1628.
Había sido nombrado superior de los pueblos misioneros del Río Uruguay y debía
tomar posesión del cargo, lo que le salvo de la gran tragedia que se avecinaba.
De hecho, ese mismo año tuvo lugar la invasión
paulista de La Guayra, a sangre y fuego, hecha con ánimo de arrasar para
siempre el foco comercial rival, lo que consiguió sin apenas oposición.
"Aquella soldadesca", diría Leopoldo Lugones en El Imperio Jesuítico,
"sugería horrores salvajes con su desarrapada masa, su armamento irregular
hasta lo monstruoso y corazas de algodón". El gobernador español Céspedes,
además, retiró el permiso de suministrar armas a los jesuitas y también la
jurisdicción dada a la Compañía por el poder real, haciendo causa con paulistas
y mamelucos contra ésta, con la que rivalizaba ante la metrópoli.
Sobre el papel de Céspedes ofreció sobradas pruebas
el propio Díaz Taño en un Memorial que envío a la corte española "para que
se cumpla con los indios del Paraguay la palabra que se les dio de no servir a
los españoles". Sin embargo, la abierta enemistad entre los jesuitas y el
poder colonial hispano -y portugués- era un reflejo del odio de las élites
coloniales hacia la Compañía por la fuerte rivalidad económica entablada y su
celo contra la distribución de indios en encomiendas ya prohibidas.
Los de la bandeira
de Raposo, necesitados más de minerales que de esclavos, mataron más que
apresaron, profanaron y saquearon los ornamentos sagrados, muchos y de inmenso
valor logrados del Perú en los intercambios económicos, y "hartos del
botín, no pensaron más que en gozarlo". El golpe dejó setenta mil muertos,
pero la borrachera de la victoria facilitó la huída de doce mil supervivientes.
En setecientas barcas, con el padre Montoya al frente, se movieron aguas abajo
del Paraná hacia el otro foco estable de las misiones. Fue un éxodo colosal y
trágico, lleno de accidentes, barcas destrozadas al caer por las cataratas,
epidemias de peste e inviernos enteros sembrando trigo para sustentarse a medio
camino. La epopeya se prolongó hasta 1630, en que los huidos llegaron a orillas
del Yabebirí, donde ya desde 1611 funcionaban once misiones jesuíticas.
Una década después, desde este nuevo centro, renació
la conquista espiritual e inició su andanza el Imperio Jesuítico. Pero esta vez
lo hizo con una lección aprendida y un modelo que arbitró Díaz Taño.
Ese mismo año el canario consiguió de Lizárrazu,
presidente de la Audiencia de Charcas, que nombrara a los propios jesuitas
protectores de los indios. Tal decisión los responsabilizaba de su defensa
general, lo que traía consigo la obtención de facilidades para comprar armas.
En este nuevo escenario, más favorable a la seguridad de las misiones, el
provincial de la Compañía, Diego de Boroa, despachó unos años más tarde al
propio Díaz Taño y a varios jesuitas que habían sido soldados -Antonio Bernal y
Juan de Cárdenas- hacia las misiones de Tape (Río Grande y Uruguay). Boroa
había sido informado de que los paulistas preparaban nuevas incursiones tras
destruir La Guayra. Y tras el visto bueno del gobernador Pedro Esteban a una
defensa armada, que se justificaba porque afectaba a la integridad del
territorio colonial, partieron Díaz Taño y los demás misioneros en 1635 con un
contingente importante de armas, municiones, pertrechos y la misión de instruir
en su manejo a los guaraníes de las reducciones.
El canario había sido nombrado en mayo superior de
las misiones y obtuvo un relativo resultado militar aunque no pocas de las
reducciones -San Cristóbal, Jesús María o Navidad- cayeron en manos de los
paulistas. Díaz Taño vio claro, entonces, la necesidad de un cambio radical
para salvar la "conquista espiritual" jesuítica. Era un cambio que
tenía que situarse en el terreno de la alta política, para lo cual debía hacer
alguna propuesta valiosa a la Corona y al Papado. Se lo planteó a un consejo
interno y, al año siguiente, fue nombrado desde Roma interlocutor directo de
las misiones hispanas ante Felipe IV y el Papa Urbano VIII.
Díaz Taño le ofreció al monarca garantías militares
respecto a la integridad territorial hispana en Indias, extremo para el que el
propio poder colonial español se había mostrado incapaz frente a los
portugueses. A cambio reclamó que se mantuvieran los privilegios fiscales de
las reducciones y se permitiera la provisión de armamento sin límite a los
guaraníes, aun aceptando el pago de un tributo por el derecho de fabricación de
armamento, que habría de ser recaudado por agentes fiscales especiales de la
Corona.
Al Papado, Díaz Taño le garantizó la continuidad de
la más eficaz labor de proselitismo católico, en un tiempo en el que Roma daba
ya por descartado su ambicioso proyecto misional tanto en Asia como en África.
Las misiones podían estar bajo la directa supervisión del Papa, pero siempre
conservando su intransigente autonomía, lo que incluía el nombramiento del
superior de las misiones desde Roma por la Compañía y ninguna intervención de
la iglesia local.
Ambos acuerdos fueron sellados. Y, con ello,
garantizó Díaz Taño un siglo más para las misiones guaraníes. De Felipe IV
obtuvo la Real cédula de 16 de septiembre de 1939, aceptando lo que constituyó
un pacto de Estado. De Urbano VIII logró el Breve
Commissum Nobis, que ampliaba la bula de Paulo II, emitida un siglo antes,
a favor de “la condición humana y libre de los indios”, hasta tal punto que
amenazaba el Pontífice con pena de excomunión el hecho de "esclavizarlos,
venderlos..., llevarlos a otros sitios o privarlos de la libertad en la forma
que fuera".
El resultado no se hizo esperar y el Imperio
Jesuítico se hizo realidad. En tierras guaraníes su monopolio se volvió
absoluto a través de un igualitarismo férreo instaurado en las reducciones. No
circulaba moneda alguna, no existía derecho de propiedad, los niños pertenecían
a la comunidad desde que cumplían cinco años, la autoridad de los padres
jesuitas era tan amplia como paternalista y las transacciones exteriores
quedaban bajo su entero dominio.
No dejaba de ser quizás otro modo de sometimiento. Y
fomentó una pasividad que a la larga -cuando la expulsión de los jesuitas en
1766- fue fatal. Pero al menos los indios no eran esclavos, recibían
instrucción y podían libremente abandonar de adultos las misiones. A pesar de
esta libertad, muy pocos guaraníes rechazaron el amparo de la Compañía, pues la
contrapartida era caer en manos de encomenderos sin escrúpulos o de los
esclavistas lusos.
El Imperio Jesuítico pudo construirse sobre la base
de dos grandes pilares. El primero fue la creación de un poderoso ejército
guaraní, que incluía un proceso masivo de fabricación de armas, municiones y
pertrechos, lo que incluyó la venta de excedentes en territorio hispano. El
segundo pilar fue la constitución de un auténtico emporio económico con la intensificación
de la producción agrícola (en particular del mate y algodón), de la ganadera y
de la actividad artesanal, que era comercializada a través de una red de casas
de jesuitas en ciudades de América y Europa.
El nuevo éxito diplomático de la Compañía no hizo
otra cosa que desatar los viejos rencores de las élites económicas hispanas y
lusas en Indias. En su viaje de regreso hacia Buenos Aires, Díaz Taño hizo
escala en Río de Janeiro, donde la publicación de El Breve -el texto del Papa a
favor de los indios- condujo a violentas protestas entre una población en mayor
o menor medida vinculada al tráfico esclavista. Tal fue así que, ante la
amenaza de arrasar el colegio de los jesuitas, se hizo prometer al canario que
no aplicaría la Commission Nobis. En Sao Paulo fue peor, pues se expulsó a los
jesuitas y se arrasó la capitanía. Las espadas estaban en alto y los paulistas
prepararon un tercer gran ataque militar contra el Imperio Jesuítico.
Pero las cosas habían cambiado. Díaz Taño logró del
teniente gobernador bonaerense Pedro de Rojas y Acevedo la provisión de un gran
contingente de mosquetes, arcabuces y munición con el que se organizó en pocos
meses una gran tropa indígena altamente motivada. El 11 de marzo de 1641 una
nueva generación de misiones guaraníes hispanas destrozó en la célebre batalla
del Río Mbororé, afluente del Paraná, a las bandeiras de Pedrosa do Barros y
Manuel Pires, formada cada una por 400 portugueses paulistas y 3.500 flecheros
tupíes. Larga, sangrienta, celebrada tanto en tierra como en agua, el relato de
la batalla no es menos dantesco que el citado sobre la anterior invasión
paulista de la Guayra.
En una carta que dirigió entonces el misionero
canario al procurador general de Indias, Diego de Montiel, se le recordaban los
términos del pacto con Felipe IV. No desaprovechó la victoria Díaz Taño para
referir, entre otros hechos, que "los indios volvieron cargados de
despojos y animados a defenderse, porque les han salido muchos cautivos, y
dicen que quieren volver (...) Se le ha provisto a todo adulto de armas y se
van ejercitando en ellas, y esperamos que su digna Majestad los haya de
defender siempre, que ellos ya comenzaron a servirle en estas tierras
alejadas."
Ese mismo año concluyó la actividad misional de Díaz
Taño. Llamado a consultas en Roma por la Compañía, se había traído del Vaticano
su nombramiento como Rector del Colegio del Salvador, en Buenos Aires, donde
enseñó durante algunos años teología y filosofía. Luego rigió otros centros de
enseñanza, como el de Córdoba. El canario continuó, sin embargo, como superior
de las misiones del Paraná y Uruguay en una actividad no menos agotadora, pues
iba a dirigir en esos años la defensa del Imperio Jesuítico en un nuevo frente
abierto en el dominio hispano. Díaz Taño actuó en las décadas siguientes como
el principal defensor ante los tribunales del Imperio Jesuítico frente a la
campaña jurídico-religiosa sostenida incansablemente contra la Compañía por los
encomenderos y recaudadores. Fue una campaña a la que se sumaron incluso obispos
o gobernadores, como Jerónimo Luis de Cabrera.
No obstante, dicha operación se nubló con el
descrédito a partir de acusaciones a los jesuitas por el supuesto ocultamiento
de riquezas procedentes de unas ricas minas de plata situadas en las misiones.
Se trataba de yacimientos que los sacerdotes explotarían secretamente con los
indios guaraníes y que explicaba una riqueza, en efecto, inmensa, expresada en
la majestuosa orfebrería que adornaba los templos misioneros.
Estas acusaciones condujeron al gobernador Jacinto
Lariz a inspeccionar en 1647 las reducciones sin encontrar dichas riquezas. Por
el contrario, ensalzó en un informe la "labor civilizadora" de la
orden. No era fácil atacar a unos jesuitas que se habían convertido en el
principal garante de la seguridad no sólo de las misiones sino de ciudades como
Santa Fe contra indios alzados. El jefe de tropas de esa ciudad, Juan Arias
Saavedra, incluso llegó a pedir a Díaz Taño que levantara una misión junto a
este núcleo urbano para hacer frente a unos aguerridos calchequíes, lo que
Arias Saavedra entendía que sólo los guaraníes podían frenar. Pero Díaz Taño se
negó, aduciendo la prohibición de separar a los indios de sus tierras.
El mayor conflicto lo suscitó, sin embargo, el
obispo Cristóbal de La Mancha y Velasco en el Sínodo de Buenos Aires de 1655.
Con el argumento de que los jesuitas incumplían los acuerdos reales y papales a
causa de la supuesta industria extractiva, De La Mancha intentó obtener una
mayor jurisdicción sobre las misiones. Pero la Audiencia de Charcas, invocando
los sucesivos y recurrentes informes de la inspección gubernativa, le obligó a
abstenerse. Las diatribas de Mancha y Velasco contra el jesuita canario, al que
en misiva oficial a Madrid llegó a tachar de "propenso a pleitear y a toda
clase de manipulaciones financieras", no impidió que Díaz Taño lograra
otra Real Cédula confirmando el antiguo pacto real durante su segunda estancia
europea -entre 1656 y 1660-, período en el que también ejerció de procurador de
la provincia jesuítica.
Francisco Díaz Taño murió en su habitación del
Colegio de Córdoba el 9 de abril de 1677. Compuso en sus últimos años una
gramática, un vocabulario y una doctrina cristiana en lengua gualacha. Esta
faceta intelectual era, por otra parte, habitual entre los miembros de una
orden que centró la actividad docente, cultural y la producción libresca de la
América meridional durante ambos siglos.
EL COMERCIO JUDÍO ATLÁNTICO –
Judeoconverso portugués, Duarte Enríquez arrendó en
el XVII las rentas reales en Canarias y, aprovechando la aduana, dirigió el
contrabando de comerciantes judíos con la América española –
Instalado después en Londres, su círculo informaba
al propio Cromwell del tráfico atlántico de las Islas, lo que le reportó cierta
permisividad religiosa en Inglaterra
A lo largo del primer tercio del siglo XVII, los
principales flujos comerciales mundiales se trasladaron del Mediterráneo al
Atlántico definitivamente, convirtiéndose pronto Ámsterdam y Lisboa en los
epicentros del intercambio europeo. Sustituían a Génova, Barcelona, Valencia o
bien Marsella. En ese contexto se inserta la historia de Duarte Enríquez.
No fue ajena a este hecho la poderosa comunidad
judía, cuyos comerciantes habían tejido una tupida y próspera red
internacional. Desde Portugal y Holanda, primero, donde se refugiaron tras su
expulsión de otros países europeos, y luego desde Londres, Alemania y el sur de
Francia, situaron a no pocos agentes en Angola, para actuar en el tráfico
esclavista, pero igualmente en las colonias británicas de América y en las
portuguesas de Asia. Fueron Acapulco y Canarias dos catapultas hacia los
ansiados dominios españoles en Sudamérica y Filipinas, que era la mejor puerta
de entrada en Japón. Acapulco, en el Pacífico, y Canarias, en el Atlántico, se
consolidaron como dos plazas estratégicas por su posición geográfica y por la
permisividad impuesta por unas élites locales vinculadas al comercio. Y se
convirtieron en los dos polos del contrabando mundial de la época.
La llegada de Duarte Enríquez a Canarias se inscribe
dentro de la segunda inmigración de esta minoría judía a las Islas en las
primeras décadas del XVII, procedentes de Portugal y su biografía adquiere
profundos perfiles isleños. Su viaje estuvo motivado por el floreciente
comercio de los navíos portugueses, que se aprovisionaban de vino en los
puertos isleños, para cambiarlos por esclavos en sus colonias portuguesas de
África, desde donde surcaban el Atlántico para venderlos en el Brasil luso y,
de forma encubierta, en toda la América hispana.
La presión sobre la extensa comunidad judía en
Europa, refugiada en tierras lusas y holandesas tras ser expulsada no sólo de
España, sino de otros muchos países del continente, y también de Inglaterra,
era muy fuerte. Exigía ampliar la diáspora hacia nuevas tierras que requirieran
de poblamiento y que, por tanto, no fueran en exceso intolerantes en cuestiones
de religión y de raza.
Por ello, a partir de 1640, el año de la llegada de
Duarte Enríquez a Tenerife, los flujos del intercambio económico con base en
Canarias se habían disparado siguiendo el ejemplo portugués. Los comerciantes
afincados en las Islas intermediaban en los envíos de unos rentabilísimos
vinos, vidueños y azúcares canarios hacia Europa, en cuyos puertos los cobraban
en manufacturas. Desde Europa regresaban al Archipiélago con el producto del
intercambio, cuando no vendían una parte también en plazas coloniales
africanas, a cambio de esclavos. El mercado local consumía, en realidad, una
ínfima parte de esos productos importados. El resto de las manufacturas, como
de los esclavos en menor medida, se mandaba en flotillas a la América española,
en operaciones financiadas tanto por los capitales locales como por extranjeros
en tratos con Canarias.
Era puro contrabando, pues los isleños sólo podían
exportar unos pocos productos agrícolas a Indias en virtud del monopolio
español. Una vez llegaban a su destino, vendían esas manufacturas, e igualmente
colocaban sus vinos en volúmenes muy superiores a los permitidos, lo que era
posible en gran parte debido a que aprovechaban la demanda al llegar antes
siempre que los caldos andaluces que viajaban en barcos de ese monopolio
hispano. De los embarques en Sevilla y Cádiz de dichos caldos andaluces, los
canarios estaban informados para adelantarse a la competencia.
No obstante, aún quedaba una fundamental e inédita
vuelta de tuerca por dar. A cambio de las manufacturas europeas y de malvasía y
vidueño canario, los isleños adquirían en Indias cereales para el consumo local
y para su reenvío a España como cereal majorero o conejero. Pero, por encima de
todo, conseguían ilegalmente metales preciosos -plata y oro- que traían de
vuelta al Archipiélago. De tales volúmenes fue el contrabando que Canarias
llegó a convertirse en una encubierta plaza financiera internacional a la que
acudían los agentes bancarios ingleses, flamencos y genoveses. La opulencia
isleña solía obligar a los cabildos a pedir a Castilla “vellón”, moneda
fraccionada, pues "era tanta la plata", señala Núñez de la Peña, que
no había con qué pagar los jornales (miserables) del vino. Este hecho explica,
a su vez, que las Islas poseyeran el principal patrimonio de orfebrería de
plata del XVII español, forjado por artesanos europeos.
Duarte Enríquez nació en Fundao (Portugal) en 1613.
Nada de él se sabe hasta que apareció en Madrid pujando por las rentas reales
de Canarias, que en esa época se otorgaba por períodos, a cambio de una
cantidad fija a entregar anualmente a la Corona. Se añadía, además, a cargo del
adjudicatario el abono de los sueldos de la administración en las islas,
incluido el del Capitán General.
Enríquez no tenía fondos propios, pues incluso su
viaje a Tenerife, ya obtenido el control fiscal, fue pagado por judíos
conversos portugueses, como él, afincados en Ámsterdam. Fue imposible competir
en la puja con Duarte, dadas las sumas que ofreció. En realidad no les
importaba perder dinero en ello a sus financiadores pues, no en vano, la
colonia judía de Holanda planeaba extender su red comercial a la América
española, la pieza más codiciada del Atlántico, y lo que hacían era invertir en
un negocio futuro con una previsible alta rentabilidad.
Lo dejó así escrito un regidor de Tenerife, que años
después denunció cómo esta poderosa minoría había creado un monopolio para
contrabandear con las colonias españolas. Describió el regidor el
funcionamiento de esta trama gracias al control aduanero ejercido por Duarte
Enríquez, así como después por los también conversos lusos Pereira de Castro.
Se da la circunstancia de que estos últimos fundaron -no sin el aporte de los
beneficios logrados en las Islas- la banca Pereira en París, considerada la
primera entidad financiera privada de Europa. De la misma forma, el citado alto
cargo en Tenerife describió el soborno en puertos americanos, pues en éstos
estaba prohibida, al principio, la presencia de “cristianos nuevos”.
Fueron en cualquier caso denuncias que no
prosperaron, pues las mismas élites canarias, aliadas con otros comerciantes
europeos, participaban de forma activa de ese contrabando. Los productos
ilegales se enviaban a Indias en barcos propios a pesar de estar obligados a
hacerlo en gran parte en la flota del monopolio español.
Duarte se instaló en La Laguna y convivió
extramaritalmente con Magdalena de Rojas y Guzmán en un palacete de la Calle de
la Carrera (hoy San Agustín), que luego arrendó a la Inquisición como
residencia del Capitán General. Vivió como cristiano, naturalmente sin serlo,
haciendo sonoras donaciones a iglesias y conventos, entre ellos, al de San
Francisco. Y, a su vez, manejó, además de la aduana, los juros, que constituían
un instrumento de control social. Eran unos bonos emitidos por la Renta de
Aduanas que adquirían, contra pago de intereses, no sólo las familias
pudientes, sino incluso el propio Santo Oficio.
Se hizo muy rico en diez años, participando en los
intercambios marítimos con Indias que, en teoría, habría tenido que reprimir
como aduanero, pero en los que entonces figuraba como financiador de
operaciones, bien como titular de los cargamentos o sólo de los fletes. En la
mayoría actuaba en calidad de testaferro de la colonia judía de Ámsterdam que,
a su vez, cuando operaba desde otros muchos puntos de Europa políticamente
fuera de su alcance, lo hacía a través de terceras personas que también hacían
operaciones a través de Duarte Enríquez.
Tuvo sus propios agentes en Veracruz y La Habana
para este comercio americano, pero no dejó de ocuparse también del tráfico
interinsular, como del establecido con puertos españoles como Sevilla y Bilbao.
Tampoco descuidó el tráfico de vinos y azúcar isleños con Londres y Hamburgo en
envíos que, para explicar su dimensión, suponían cada uno de promedio treinta
anualidades del Capitán General.
Sin embargo, las disensiones internas en la
comunidad judía llevaron a los Pereira de Castro, con los que le unía una
relación ambigua, a hacerse con las Rentas de Aduanas en 1652 mediante
sobornos, como se atestiguó en las pocas exitosas reclamaciones de Duarte
Enríquez ante la Corona. Fue entonces cuando volvió a Londres, dejando a dos de
sus hijos en Tenerife. Allí abrazó de nuevo el judaísmo, se casó nuevamente en
Holanda y entró en un círculo judío que trabó buenas relaciones de conveniencia
con el propio Cromwell, formado por comerciantes, muchos de los cuales también
tenían, amplios intereses en Canarias.
Las razones de Cromwell para coquetear con los
judíos y viceversa eran bien claras. Los judíos habían sido expulsados del
Reino Unido en 1290, muchos años antes que de España, y luego volvieron a
echarlos en 1610. Pero su papel central a partir de las citadas décadas en el
comercio atlántico, lo que incluía por ese entonces a la América hispana, hizo
que el estadista británico les dejara hacer en Londres, sobre todo a partir de
1655. A cambio, Cromwell fue informado de forma habitual de las rutas y
movimientos de la flota comercial española, como también de muchas operaciones
del contrabando insular.
De ese momento data un permiso, solicitado a
Cromwell, entre otros también por Duarte Enríquez, para construir la primera
sinagoga y el primer cementerio judío de Londres. Cromwell accedió. Este hecho
provocó que a Duarte le abriera la Inquisición un proceso en Canarias donde, a
su vez, fueron confiscados sus bienes. Alguno de sus hijos, no se sabe bien si
para preservar el patrimonio u obviando el deber filial, declaró incluso en su
contra, aduciendo que, influido por su nueva mujer, Duarte Enríquez había intentado
convertirlos por la fuerza, bajo coacción económica, al judaísmo en la capital
británica.
La pena que le fue impuesta por el Santo Oficio se
materializó en un auto de fe en el que se quemó una estatua de madera que
representaba a su persona. Esta práctica permitía, de un lado, confiscar sus
bienes y, de otro, pretendía simbolizar que la Inquisición perseguía hasta
después de la muerte. Con todo, el papel del judío portugués seguía siendo
importante en las Islas. De hecho, los negocios que a partir de su etapa
británica mantuvo con importantes exportadores canarios en la Bolsa de Londres
se prolongaron hasta el final de su vida. Su historia es el puro despliegue de
la condición fronteriza.
EL SALTO DEL ÁNGEL –
Nacida en el seno de una familia del circo, Pinito
del Oro llegó a ser la máxima estrella mundial del trapecio de equilibrio del
siglo XX tras su debut en el Madison de Nueva York –
A las órdenes de Cecil B. de Mille rodó junto a Yul
Brynner muchas escenas de El mayor espectáculo del mundo, que le valdría al
realizador el Oscar en 1952
Su padre era un inquieto alicantino, miembro de una
familia burguesa de Alcoy dedicada a su empresa de salazones. "Era un
hombre bohemio, muy mujeriego, se fue de casa y acabó conociendo en un cine a
un artista de circo, del que se hizo íntimo", explica María Cristina
Segura. Su familia se arruinó y, cuando un tío que lo mantenía le exigió que
hiciera la carrera religiosa, acabó haciendo del circo su profesión. Fue famoso
a partir de ahí como hombre-araña y logró cumplir el sueño de dirigir su propio
negocio: El Circo Segura.
Pronto el Archipiélago sería su destino. El padre
llegó probablemente durante una gira y, por alguna razón, decidió instalarse.
Se asoció con Los Totis, unos payasos de Las Palmas de Gran Canaria que
actuaban en el Teatro-Circo Cuyás. Y con ellos recorrió las Islas. María
Cristina Segura, que adquiriría proyección internacional en el mundo del circo
como Pinito del Oro, fue la última de los diecinueve hijos de este hombre-araña
y también la única de su extensa pléyade que vio la luz en el Archipiélago.
Nació en 1930.
Durante la infancia, el circo no le interesaba, era
una niña enfermiza, tenía incluso algunos complejos físicos, "era muy
pequeña..." de estatura. Pero, al cumplir catorce años, tuvo que acompañar
a su familia en una gira por la Península. Fue un episodio fatídico, pues en un
aparatoso accidente de carretera murieron tres de sus hermanos, que se
dedicaban al circo, entre ellos Esther, la mayor, trapecista de equilibrio a
vuelo. Aquel suceso conmocionó su vida. El negocio familiar se resintió y no
tuvo otro remedio que prepararse. Partiendo de cero comenzó a entrenar y al
principio hacía el alambre pero, según recuerda quizás con alguna severidad,
"era realmente mala". Un buen día su padre, ya de vuelta en Canarias,
comenzó a preparar una nueva gira con la familia Álvarez, una antigua empresa
circense de Andalucía. Encontró un trapecio, que había sido de una de las hijas
fallecidas. Y a María Cristina se le ocurrió decirle que ella lo podía probar.
Se lo tomaron a broma pero, para su sorpresa, aunque
el trapecio era muy ancho para ella, encontró pronto el equilibrio, no coleaba.
"Al menos para eso sí que me había servido el alambre". Estuvo otros
dos años ensayando y el aprendizaje de esta difícil disciplina circense
necesariamente había de ser un proceso lento. "No valen las prisas, no se
puede subir directamente a las alturas porque el pánico no te permite
prosperar".
Y, al final, triunfó. Fue su padre quien, inspirado
en la arena rubia de las dunas del barrio de Guanarteme en el que vivían, en
ese escenario de los juegos infantiles de María Cristina Segura, le eligió un
nombre artístico. Fue Pinito del Oro y habría de tener un espectacular largo
alcance. El debut fue un éxito y, además, tuvo lugar con una de las actuaciones
estelares del circo, puesto que el trapecio se había ganado esa posición hacía
mucho tiempo. Sin embargo, otro contrapunto trágico empañó ese día. Su madre,
que se había negado a ir a verla y que siempre aspiró a que María Cristiana no
siguiera los pasos de sus hermanos, murió esa noche tras un acceso de glucosa.
Pinito
del Oro escribiría a partir de entonces una página memorable de la historia
mundial del circo. En realidad, los números circenses de gran altura habían
nacido a mediados del siglo XIX por la necesidad de darle aún una mayor
espectacularidad a las acrobacias, y marcaron la evolución de este espectáculo.
La historia del trapecio como espectáculo circense tuvo su origen moderno en
1768, cuando el jinete Philip Astley instaló en Londres una célebre pista para
exhibir ejercicios ecuestres, y le fue añadiendo números típicos de fiestas populares
- danzarines, equilibristas, payasos, domadores de animales- que con el tiempo
acabaron siendo centrales, combinados con algunos de los más exitosos renglones
del music-hall, como era la magia.
La opción de María Cristina Segura estaba clara.
"El trapecio a vuelo emociona al público porque siente miedo, hay riesgo,
no se sabe qué va a pasar, el artista se juega la vida cada tarde, porque salvo
en los trapecios volantes, la norma es actuar sin red". El suyo era, al
igual que el de su hermana Esther, trapecio de equilibrio a vuelo. Es el que
quizás más potencialidad estética ofrece en torno a esta gran puesta a prueba
de la capacidad física humana, frente a los llamados de fuerza o al doble
trapecio. Su nombre comenzó a sonar, ella se fue cotizando y pronto le harían
un triángulo a su medida en una herrería de Alcázar de San Juan. El primero de
muchos.
Su carrera artística empezó a despegar al acercarse
la década de los cincuenta. En las Navidades de 1949 la vio en Valencia un
representante norteamericano, que la quiso contratar. Sin embargo, era menor de
edad, y en su familia propusieron que fueran a trabajar también varios
hermanos, pero el ojeador americano se negó, sólo la quería a ella. Quedaron
apalabrados y al año siguiente decidió contraer matrimonio expresamente para
poder marcharse. Así comenzó una fulgurante etapa internacional que consagraría
a María Cristina como primera figura del trapecio de todas las épocas.
Estuvo siete años en Estados Unidos, hasta 1959, en
el Circo Ringling Bross, el más importante de América, la mayor parte de este
período. En éste se desarrollaban espectáculos en cinco pistas a la vez. Era
una dimensión por completo inimaginada por María Cristina Segura, aun cuando
ella intuyera que iba a entrar en un nuevo mundo. Tal es así que en París, a
donde llegó desde Barcelona para luego tomar el barco en Le Habre hacia Nueva
York, se compró un chaquetón y "un sombrerito" con dinero que le
prestó el nuevo representante, para no parecer "la típica campesina española".
Pat Valdo, el director del Ringling, no se creyó que fuera española cuando la
vio. "Pensaba que se iba a encontrar con una especie de Lola Flores,
vestida de gitana, cuando yo era más bien de tez blanca y, para colmo, mi
marido, que me asistía entonces en las actuaciones, era de ojos azules".
Debutó en Nueva York, en el Madison Square Garden,
"pero en el edificio antiguo, no el actual, que está ubicado en otro
lugar". Y de inmediato se convirtió en la estrella de un ballet aéreo, que
se presentaba en la pista central. Se llamaba el Ballet Web y salían a escena
sesenta chicas, "que se subían en unas cuerdas y hacían primero un
numerito coral, ejercicios y posturas, hasta que aparecía yo en el trapecio”.
España era por entonces de charanga y pandereta, era ésa la imagen por la que
llamaba la atención en medio del desprestigio internacional de la dictadura
franquista. "Me anunciaban: "From Sevilla, Spain....", claro,
porque en EEUU, de España sólo les sonaba Sevilla, como mucho; aunque luego, a
medida que mi nombre fue siendo conocido en el país, me citaban solamente como:
"Pinito del Oro..."
Pero el Ringling no era un circo con sede estable,
rotaba continuamente. María Cristina recorrió así gran parte de Estados Unidos,
para acabar siendo portada de las grandes revistas de variedades del país como
el Billboard y recabar la atención de diarios como The New York Times, que le
dedicaron amplios reportajes. Ese mismo año fue contratada por Cecil B. de
Mille, junto al actor Yul Brynner, que también había sido trapecista al comienzo
de su carrera en la Europa del Este. Rodaron escenas de El mayor espectáculo
del mundo, una magnífica cinta sobre la vida del circo, con Charlton Heston,
Gloria Grahame y James Stewart, con la que el legendario cineasta obtendría el
Oscar a la mejor dirección en 1952.
Las giras circenses eran en verano. Y cada año, una
distinta: norte, sur, este y oeste. El circo se desplazaba en tres largos
trenes privados que, al mismo tiempo, hacían de alojamiento. Y, en general,
actuaban bajo las carpas, excepción hecha de cuando lo hacían en el Cow Palace
de San Francisco, el Boston Garden y, sobre todo, en el Madison. A veces, sobre
finales de verano, prolongaban la gira por Canadá, de Montreal a Quebec.
Durante el invierno, el Ringling se retiraba a Sarasota, una pequeña ciudad de
Florida, donde contaban con unos inmensos terrenos de finca. "Hacíamos
vida allí en caravanas, claro que eran unas caravanas de lujo, con aire
acondicionado, baño completo, todas las comodidades imaginables". Se
ensayaban nuevos números y a finales de diciembre salían de gira a otros países
por unas semanas. Durante tres años, María Cristina actuó en el Palacio de
Convenciones y Deportes de La Habana, en los tiempos de Fulgencio Batista, y en
Londres lo hacía en el Harringey Arena, un famoso centro de patinaje infantil.
Esa intensa etapa duró hasta 1957, en que hubo una
huelga general de artistas que acabó con el Ringling. A Pinito del Oro sólo le
faltó un sueño: actuar en Moscú, cuna de la impagable tradición circense rusa
que fue llevada a su máximo esplendor durante el período de la Unión Soviética.
Tenía contrato pero, aun cuando, al ser residente norteamericana, podía viajar,
lo que no sucedía con su pasaporte español, la obligación de actuar con red en
la capital rusa le frenó. "No sólo es que fuera peligroso hacerlo con red
si se sabe caer en ella, sino, lo que aún era más arriesgado, mi vista en el
trapecio siempre estaba en el centro de la pista, lo que es un factor de
equilibrio fundamental y la red despista. No me atreví".
Desaparecido el Ringling Bross se incorporó al circo
Clide Beaty, que hasta entonces se había mantenido en segundo lugar dentro del
mercado norteamericano. También había debutado en Barcelona en 1956, a donde
había acudido en representación del Ringling al Festival Internacional del
Circo, siendo elegida reina de ese año. Pinito del Oro había salido de una
España “en blanco y negro” para vivir durante siete años en un país que era el
paradigma de la sociedad opulenta, el paraíso del consumo. Fue la primera vez
que supo lo que era “una lavadora, un paquete de kleenex o incluso un tampax” y
que se vio impelida a mostrar su cuerpo escultural en el trapecio. De regreso
al país de origen, el malliot recortado con el que se subía a veinte metros de
altura para volar entre acrobacias chocaba con “una España que seguía enlutada,
oscura y supersticiosa”. Fue presa de críticas por parte de “aquella Iglesia
dominante y de aquellas beatas que venía a verme escandalizadas”. El diario ABC
llegó a censurar las fotos de sus actuaciones, sombreándole el escote y
colocando dos sellos sobre sus ingles. Sin embargo, el franquismo necesitaba
entonces figuras con proyección internacional y Pinito del Oro se convirtió en
una intocable del Régimen con ribetes de gloria nacional.
La actuación de Barcelona fue el comienzo de su
regreso a España. Y, aunque volvió a EEUU, un país cuya forma de vida la ganó
para siempre, la temporada 1959/60 la hizo en suelo hispano. Le llovían
contratos. Primero estuvo en la capital catalana y luego desembarcó en el Circo
Price de Madrid, del que se retiraría en 1970.
En realidad, antes ya había abandonado el mundo
circense cuando en 1961 decidió volver a Las Palmas de Gran Canaria. Montó un
establecimiento hotelero en la playa de Las Canteras, el Hotel Pinito del Oro.
Pero su matrimonio iba bastante mal y se separó. "No sabía bien qué hacer
en Las Palmas entonces, porque aún estaba en forma". Por esta razón en
1968 aceptó reaparecer en el Circo Americano, de Feijó Castilla. Fue una nueva
experiencia que duró dos años. Volvió a tener éxito, pero en una fatal caída en
Laredo (Santander) se partió las dos manos —por tercera vez—, además de sufrir
múltiples fracturas de cráneo. "Debía estar seis meses retirada, pero a
los tres reaparecí". Del Circo Americano volvió al Price de Madrid, en el
que hizo su última temporada en 1970, el año en que este legendario circo
español desapareció definitivamente. "Me retiré cuando me llegó el
momento". En 1990 recibió el Premio Nacional del Circo en Madrid, lo que
sirvió de publicidad para un espectáculo en declive que fue declarado de
interés cultural.
Y es que los tiempos han cambiado. A lo largo de los
últimos veinticinco años este espectáculo había atravesado por una gran crisis,
que culminó con la caída del Muro de Berlín, lo que supuso la desaparición del
gran capítulo circense soviético. Al igual que sucediera con el teatro, la
explosión del fenómeno televisivo también había influido globalmente en una
pérdida de cuota de presencia. El circo pasó por una mala racha en las últimas
décadas del siglo XX. "Pero se trata del espectáculo más viejo del mundo,
un clásico, al que siempre se irá. Es el espectáculo en la calle, que viene de
Roma, y que significa el directo más directo que existe. Es popular, en el
sentido de que no necesita ritual ni preparación para el espectador, lo que
permite ser visto como cada cual quiera verlo”, subraya Pinito del Oro. “En el
circo se chilla, se llora, se ríe. Para los niños, por otra parte, es un sueño
hecho realidad, que continúa vivo en la edad adulta convertido en imagen de la
infancia".
Algo de permanencia habría de tener el espíritu del
viejo circo cuando, a vueltas del siglo en curso, ha reaparecido como un
exitoso espectáculo en las principales capitales europeas. Lo ha hecho de la
mano de nuevas compañías multinacionales, nutridas, sobre todo, de
profesionales chinos y de artistas de la antigua órbita soviética tras una
profunda actualización de su concepción estética. Pero el alma del circo no
puede entenderse sin aquéllos que forjaron su leyenda, los que a lo largo de
varios siglos han hecho de este espectáculo ambulante una de las mayores
fábricas de sueños. El mito de Pinito del Oro está inscrito en esta gran
historia.
DE VIANA A BOLÍVAR –
Discípula de Américo Castro, María Rosa Alonso era
ya una reputada filóloga y canarista cuando tuvo que exiliarse a Caracas en
1953, donde destacó en el estudio de la literatura latinoamericana, para luego
vivir en Madrid al margen del mundo académico –
Con casi noventa años volvió a La Laguna, a casa de
su sobrino el folklorista Elfidio Alonso que, a su vez, reunió en ella también
a su padre, reputado intelectual republicano y director del periódico ABC, en
una suerte de gran cónclave familiar
Tras la emancipación colonial americana, la
emigración canaria menguó durante el siglo XX, aunque los vínculos creados
entre ambas orillas no se diluyeron. Sin embargo, a raíz de la Guerra Civil
comenzaron los exilios políticos republicanos, lo que condujo a destacados
intelectuales españoles a América. Entre los casos isleños figura el del
excepcional paleógrafo y latinista Agustín Millares Carló (1911- 1999) en
Méjico. Otra exiliada fue María Rosa Alonso en Venezuela.
Nacida en La Laguna a comienzos de siglo, pronto se
decantó por las letras, lo que constituyó una elección que marcaría su
trayectoria vital de una forma definitiva. "Se lo he dedicado todo a la
literatura, de forma tal que ni siquiera me casé". No siendo frecuente
entonces, tras cursar el bachillerato, María Rosa se trasladó a Madrid a
estudiar filología en la Universidad Central.
En la capital de España vivió la experiencia
inestimable del florecimiento intelectual del primer tercio del siglo XX
español ya declarada la Segunda República, que fue el período de su mayor
eclosión. Aunque Américo Castro, su gran maestro, siempre primó para ella,
también se vinculó estrechamente a Amado Alonso y a Sánchez Albornoz.
Con el primero, historiador de las culturas
hispánicas, coincidió incluso en el posterior exilio venezolano, donde Américo
Castro, allí refugiado, la introdujo en los círculos culturales de Caracas.
Pero igualmente la entonces estudiante tinerfeña entró en el entorno de jóvenes
que rodeaba a José Ortega y Gasset en Madrid, a cuyas clases de metafísica
asistía "por puro placer, pues era una figura que deslumbraba". En
este contexto fue colaboradora habitual de los Cuadernos de la Facultad de
Letras, entablando estrecho contacto con Julián Marías -"por aquella época
gran amigo de Besteiro”, el histórico dirigente del PSOE-, con Luis Rosales,
Darío Fernández Flores o Carlos Alonso del Real, un círculo con tendencias
políticas muy diversas.
No fue la única canaria del grupo, pues también lo
frecuentaba Agustín Miranda Junco, notable poeta vanguardista, muy amigo de
Agustín Espinosa, que luego profesó el falangismo. Junco estuvo, a su vez, en
el círculo fundador de La Rosa de los Vientos en Tenerife, la primera gran
revista de las vanguardias insulares que pusieron en marcha escritores e
intelectuales canarios como José Manuel Trujillo o Feo Aguilar reunidos en
torno al crítico Valbuena Prat en La Laguna. La filóloga isleña siempre se
quejó de que esta revista fuera "injustamente relegada” frente a Gaceta de
Arte, la publicación vanguardista que después fundaron en Santa Cruz de
Tenerife Domingo Pérez Minik, Eduardo Westherdal y el poeta Domingo López
Torres.
Pero la efervescencia cultural que tuvo el enorme
privilegio de experimentar en Madrid se interrumpió con el levantamiento
militar de 1936. María Rosa Alonso vivió este doloroso episodio en medio de un
vaivén de tristes y trágicas delaciones entre algunos de los seguidores de
Ortega, sobre lo que nunca ha querido dar nombres, que se decantaron por uno de
los dos bandos. Al contrario que Millares Carló, que se había destacado
políticamente y que fue salvado por Juan Negrín, presidente de la República, de
una muerte más que probable al enviarlo a París, María Rosa Alonso no sufrió
persecución. Regresó a Tenerife y allí se consagró al estudio de la literatura
canaria siguiendo a Valbuena Prat, en la Facultad de Letras, que luego pasó a
dirigir como decano Agustín Serra Ràfols, el padre de la renovación de la
historiografía insular a lo largo de medio siglo.
Se consumó como una muy destacada canarista,
sorprendiendo en particular su estudio, que hoy en día es ya un clásico, sobre
el extenso poema Las Antigüedades, de Antonio de Viana, una de las obras
fundacionales de la literatura insular. Aunque escrito en 1952, El poema de Viana, estudio
histórico-literario de un poema épico del siglo XVII, no fue publicado
enteramente hasta 1991, en que lo hizo el Consejo Superior de Investigaciones
Científicas (CSIC). María Rosa Alonso revisó anteriores presupuestos teóricos
en relación con la introversión de la poesía renacentista tinerfeña, que
parecía oponerse a la extraversión de la obra del grancanario Cairasco de
Figueroa, el otro pilar originario de la literatura insular.
Analizó esa vocación exterior del autor de Las Antigüedades, en cuyo canto quinto
descubrió incluso un inadvertido soneto, a lo largo de una lectura en extremo
pormenorizada que quizás ningún otro estudioso haya realizado con tanta
paciencia. Ya en San Borondón, signo de
Tenerife (1946), Alonso había pergeñado una visión atlántica del curso
cultural isleño, lo que tuvo un correlato contundente en el ámbito de los
estudios históricos en la figura de Rumeu de Armas. Para la estudiosa tinerfeña
se trataba, en realidad, de poner en valor la destilación singular que las
corrientes culturales había tenido a partir del Renacimiento, y sobre todo, en
el Barroco en las Islas, de modo que pudiera, sin especificidades forzadas,
abordarse en rigor la idea de una literatura canaria en el marco de las
culturas hispánicas. Fue un planteamiento que, por ejemplo, en Manuel Verdugo y
su obra poética (1955) se cobró un modelo. María Rosa Alonso fue, a su vez, una
de las artífices de la fundación del Instituto de Estudios Canarios,
institución que cumpliría un papel estratégico para la historiografía insular
en la segunda mitad del XX.
Sin embargo, su indisimulada tendencia izquierdista
durante la República, aunque no le granjeara la represión política, sí que
truncó su carrera universitaria. A pesar del decidido apoyo de Serra Ràfols,
finalmente sólo pudo aspirar a una adjuntía, pues las denuncias políticas encubiertas
de un grupo de profesores laguneros en Madrid lograron que se anulara la nueva
plaza de cátedra para la que ella se estaba preparando. Obviamente tampoco fue
de gran ayuda su condición de mujer. Las presiones que tuvo que soportar y el
bloqueo académico a los que se vio enfrentada fue tal que por último decidió
exiliarse en Venezuela en 1953.
En Caracas residía nada menos que su admirado
Américo Castro, que había sido contratado en la universidad por Mariano Picón
Salas, uno de los más notables intelectuales del país. Castro le presentó a
Picón Salas que era, a su vez, propietario y director de El Nacional, uno de
los grandes periódicos caraqueños, y María Rosa Alonso comenzó a colaborar en
el famoso suplemento cultural Papel Literario. Junto a Picón Salas, destacaban
entonces en el panorama literario venezolano Ramón Díaz Sánchez y, sobre todo,
Arturo Uslar Pietri, “excepcional desde todo punto de vista”.
Eran unos tiempos en los que la literatura
hispanoamericana había adquirido unos perfiles propios, con figuras como Rómulo
Gallegos, Miguel Ángel Asturias, Alonso Cuesta o bien el ecuatoriano Eustasio
Rivera, autor de La Vorágine. Era un
camino iniciado ya por Rubén Darío en el Romanticismo en reacción al carácter
básicamente epigonal de las letras americanas respecto de la literatura
española. La generación de Gallego y Asturias fue, en realidad, un adelanto de
lo que en los años sesenta del pasado siglo constituiría el `boom´ de la
narrativa sudamericana: Cabrera Infante, García Márquez, Vargas Llosa o Julio
Cortázar, "que entonces ya había escrito Rayuela en París, un libro extraordinario que yo leí en
Caracas".
En la capital venezolana María Rosa Alonso pasó un
primer año "callada, leyendo a Bolívar" y luego se consagró al
estudio de los autores citados, publicando tanto en El Nacional como en El
Universal. En realidad, mantenía escasos contactos con la colonia isleña:
"Trabajaba de seis a seis y a los canarios no los vi nunca". Sí que
frecuentó, sin embargo, a algunos "trasterrados" españoles, como fue
Justino Azcárate, que allí exiliado trabajaba en la Casa Boulton, una poderosa
compañía comercial inglesa. Sólo de pasada tuvo contacto con Matías Vega, el
hombre fuerte de Canarias durante el franquismo, que fue nombrado embajador en
Venezuela tras un tropiezo político como gobernador civil de Barcelona.
"Vino a verme una vez con Clara Rosa Sintes, su mujer, pero no tuvimos más
trato". María Rosa lo había conocido antes. Aconsejado por Néstor Álamo,
“dado que éramos canariólogos ambos dos”, Matías Vega –que era un hombre no
adscrito a Falange y que contenía una cierta impronta de criollismo insular- la
había contratado en los años cuarenta, antes de su marcha a Venezuela, para
impartir unos cursos de literatura canaria en el Gabinete Literario en su
calidad de todopoderoso presidente del Cabildo grancanario.
Aunque en Caracas María Rosa Alonso nunca tuvo vetos
en su calidad de española, le fue más fácil ocupar una plaza en la también
venezolana Mérida, cuando en esa ciudad fue creada la Facultad de Filología,
"que era una disciplina, digamos, más técnica". En Mérida llegó a ser
profesora titular en unos años en los que se consagró por completo al estudio
de la literatura venezolana, coordinando la revista Humanidades. Publicó la
obra Residente en Venezuela (1960), un prolijo análisis comparativo sobre arte
e historia venezolana y canaria, aunque no descuidó su faceta docente, para la
cual incluso dio a la imprenta un tratado de ortografía que sería objeto de
sucesivas reediciones de alcance nacional.
En 1967 María Rosa Alonso viajó a Oxford para
asistir al Primer Congreso Internacional de Hispanistas, con una ponencia
titulada "Sobre el español que se habla en Venezuela". Sería una de
sus últimas actividades vinculadas con ese país. Al año siguiente sufrió un
severo desprendimiento de retina cuando se encontraba en Madrid, a donde había
acudido en diciembre para redactar una historia de la literatura canaria,
todavía inconclusa al cruzar el siglo XX. Y se quedó a vivir en la capital de
España. Era una ciudad muy distinta que aquélla que había conocido de
estudiante durante la Segunda República, pero allí residió durante treinta
años.
Sin embargo, no se vinculó a la universidad española
a su regreso a Madrid. Esa aspiración la habría tenido muy difícil con sus
antecedentes. Lo hizo, por el contrario, a una discreta fundación privada,
Politeia, que dirigía Josefina Gil Delgado de Satrústegui, en la que se ocupó
de coordinar viajes culturales por Europa y el norte de África. En esta segunda
etapa madrileña alternó tales actividades con cierto acento isleño, publicando
Papeles Tinerfeños (1972) o La ciudad y sus habitantes. Viajó mucho, en
particular, a Italia, donde la profundidad de su bagaje intelectual y una
amenidad soberbia hicieron de esos viajes una experiencia cultural de gran
calado. Mostró Bolonia, "donde estuvo Fray Lesco en el Colegio de San
Clemente" o la Venecia a la que llevaron a un mencey tinerfeño en el XVI,
"un personaje aún por estudiar, que a mí me ha enamorado". Este
mencey ocupó varios capítulos de su última entrega, La luz llega del Este
(1998), donde aborda mitos y narraciones isleñas y algunos aspectos del pasado
prehistórico desde su tan militante "identidad atlántica". La
fidelidad a la reflexión sobre la cultura insular también había tenido una
muestra inmejorable a comienzos de los años noventa en Las generaciones y
cuatro estudios (El mar, Guillén Peraza, Las Rosas y un misterio), donde el
enfoque atlantista alcanza en esta sucesión de apuntes una plenitud serena.
Sin embargo, en enero de 1999 cerró la etapa
madrileña. El año anterior había sido elegida Premio Canarias de Literatura.
Con casi noventa años, María Rosa Alonso volvió a La Laguna, la vieja ciudad
señorial de su infancia. Reside en casa de su sobrino, Elfidio Alonso, folclorista
y ex alcalde de aquella ciudad, donde saludó el nuevo milenio en la tierra
natal disfrutando de una estancia feliz en compañía de su hermano, Elfidio
Alonso padre. Este último había sido un prestigioso intelectual y periodista,
también exiliado, que dirigió en Madrid el ABC durante la breve etapa
republicana de ese diario.
file:///C:/Users/Familia/Downloads/Historias_islenas_de_ultramar.pdf
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