ALFONSO
V, el Magnánimo
Alfonso V. El Magnánimo. ¿Medina del Campo? (Valladolid), 1396 – Nápoles (Italia), 27.VI.1458.
Rey de Aragón. IV como conde de Barcelona, III como rey de Valencia, y I como
rey de Mallorca y de Nápoles. Monarca de la Corona de Aragón (1416- 1458), rey
de Nápoles (1442-1458).
Hijo
primogénito de Fernando I de Antequera y de Leonor de Alburquerque “la
ricahembra”. Creció en Medina del Campo junto a sus hermanos pequeños,
especialmente Juan, que después serán conocidos en Castilla como los infantes
de Aragón, siendo educado en las artes marciales y los libros. La riqueza de su
madre, a la que pronto se añadió la fortuna de su padre, creó al entorno del
infante un ambiente de magnificencia, lujo y refinamiento. Gran aficionado a la
caza, se introdujo de buen grado en el mundo de las letras y de las artes
probablemente a través de las enseñanzas de su tío Enrique de Villena. Gustó de
bien vestir y de seguir la moda, especialmente la francesa. Todo ello hacía de
Alfonso un hombre moderno, atractivo y simpático por su prudencia y gentileza.
Como primogénito de la rama menor de los Trastámara le fue impuesto, desde muy
joven, en 1406, el casamiento con su prima hermana María de Castilla, hija de
Enrique III; si bien la boda no se celebró hasta 1415 en la ciudad de Valencia.
Dicho enlace fue el inicio de una serie de desavenencias sentimentales dentro
del matrimonio, que tendrían que tener una fuerte repercusión en los asuntos
públicos de la Corona de Aragón. Desde agosto de 1412, al ser designado su
padre Rey por la sentencia arbitral de Caspe, fue reconocido como heredero de
la Corona, mientras que su hermano Juan era destinado a acaudillar a los
partidarios de la rama menor de los Trastámara en Castilla y a defender los
importantes intereses económicos de la familia en dicho reino.
El inicio
de su reinado en 1416 a la muerte de su padre Fernando I, no fue fácil, ya que
mientras en Castilla comenzaba a quebrarse el bloque de sus partidarios, que
desde ahora se puede denominar como “aragonés”, en el Mediterráneo, Génova,
amenazaba una vez más con infiltrarse en los asuntos de Cerdeña, a la vez que
en Sicilia el autonomismo reforzaba sus posiciones y aumentaba sus exigencias.
Mientras en Cataluña era previsible una nueva acometida del partido pactista,
con la intención de aprovechar los primeros actos de gobierno del joven
Monarca, con la finalidad de imponer sus reivindicaciones políticas y
administrativas, sociales y jurídicas, que no habían sido atendidas por
Fernando I en las Cortes celebradas en Montblanc en 1414 y que finalizaron
súbitamente por decisión real. Este hecho había creado una atmósfera de recelo
entre la Monarquía y los estamentos privilegiados de Cataluña, que aumentó al
proseguir el nuevo Soberano con la política favorable al sindicato de los
remensas y a la redención de las propiedades del Patrimonio Real. Por estos
motivos algunos nobles catalanes decidieron desafiar al Rey en las Cortes que
se convocaron en Barcelona en el otoño de 1416. Esta actitud contó con un hecho
favorable, el discurso que el nuevo Rey hizo en castellano, que, aunque
redactado en términos heroicos y favorable a los intereses de Cataluña frente a
Génova, ya que solicitaba una ayuda para luchar contra dicha república, se
interpretó como una afrenta a las libertades, privilegios y prerrogativas de
Cataluña. El brazo nobiliario estuvo radicalmente opuesto a conceder la ayuda
solicitada por el Monarca, mientras que los brazos eclesiástico y real
estuvieron de acuerdo en negociar con el soberano. En esta situación los
estamentos de las Cortes, azuzados por la aristocracia de sangre, designaron
una comisión de catorce personas encargadas de obtener del Monarca la
convocatoria de una nueva legislatura en donde se discutiría la reforma, que
decían venía arrastrándose desde 1414. Era la continuación de la ofensiva
pactista iniciada ya a finales del siglo XIV.
La
Comisión de los Catorce comenzó a actuar en 1417 e intervino públicamente
cuando se supo el propósito del Rey, que se encontraba en Valencia, de armar
una flota para ir a Cerdeña y Sicilia. La Comisión envió una embajada a
Valencia para exigir al Rey la reforma del Gobierno y la expulsión de los
extranjeros de la Corte y del Consejo Real. La situación se complicó para el
Soberano, ya que las ciudades de Valencia y Zaragoza estaban de acuerdo con las
exigencias de la delegación catalana. Alfonso el Magnánimo hizo gala de una
gran diplomacia cuando intentó dividir a los miembros de la delegación
asegurando que atendería las peticiones de Cataluña, pero en cambio defendió a
sus servidores castellanos aduciendo que eran antiguos servidores. De hecho el
enfrentamiento del Rey y las Cortes catalanas no se produjo por el asunto de
los servidores castellanos, sino por la divergencia en la manera de contemplar
el mecanismo político de Cataluña. Era esencialmente cosa de teoría política,
ya que el Monarca y sus consejeros afirmaban que las regalías del príncipe no
podían ser comunicadas a los vasallos sino únicamente por voluntad propia del
soberano y no como una obligación de éste. Era una doctrina que chocaba con el
laboriosamente creado derecho constitucional catalán. Por ello las cosas se
complicaron en el Principado e hicieron necesario que el Rey se trasladase
nuevamente a Cataluña. El 21 de marzo de 1419 se convocaban las Cortes
catalanas desde Barcelona, que se reunieron en San Cugat del Vallés, de donde
se trasladaron más tarde a Tortosa, alargándose hasta 1420. En esta ocasión el
Rey hizo la proposición en catalán que él mismo leyó. A pesar de ello el
enfrentamiento entre el Monarca y los estamentos privilegiados catalanes fue
muy duro, precisamente cuando Alfonso tenía una única fijación, partir hacia
Italia. En primer lugar se llegó a un principio de acuerdo cuando se publicó un
convenio con el brazo eclesiástico, entre cuyos acuerdos figuraba el que los
extranjeros no pudiesen obtener beneficios eclesiásticos en Cataluña, a la vez
que se aprobó el nombramiento de una comisión para resolver los greuges (agravios)
que tenía el país desde siempre. A cambio de todo ellos las Cortes avanzaron un
donativo de 50.000 florines al Rey para su empresa mediterránea.
La
realidad del choque entre el Rey y las Cortes catalanas no fue por la excusa
inicial de los servidores castellanos del Monarca, sino por la divergencia en
la manera de contemplar el mecanismo político del Principado. Finalmente el 10
de mayo de 1420 Alfonso se embarcaba en el puerto de los Alfacs (Alfaques), al
mando de una escuadra de veintitrés galeras y cincuenta velas, destino Mallorca
para ir a Cerdeña, con la finalidad de frenar la audacia de los genoveses con
una intervención en Córcega, isla que nominalmente pertenecía a la Corona de
Aragón desde el reinado de Jaime II. Alfonso con el inicio de su aventura
mediterránea enlazaba con la más pura tradición de la política catalana y
proseguía su expansión iniciada en 1282. En Cerdeña afirmó la presencia
catalana merced a un acuerdo definitivo con el vizconde Guillermo III de
Narbona, por el cual se comprometió a entregarle 100.000 florines de oro a
cambio de todas las tierras que poseía dicho noble en la isla, incluida la
ciudad de Sassari.
Desde
Cerdeña con sus naves, Alfonso, pasó el estrecho de Bonifacio y se apoderó de
Calvi a finales de septiembre de 1420, dirigiéndose seguidamente hacia
Bonifacio, ciudad que asedió desde el 17 de octubre hasta el mes de junio de
1421. El fracaso del asedio de la ciudad corsa de Bonifacio se debió a la ayuda
que los genoveses prestaron a los sitiados, así como a la mala mar imperante en
la zona. La imposibilidad de dominar a los corsos fue una de las causas que
hizo a Alfonso dirigir sus ambiciones hacia el Reino de Nápoles, en donde la
debilidad de la Monarquía era bien patente frente a los poderosos barones y
los condottieri, en los que se apoyaba la realeza napolitana
para hacer frente a los primeros. La reina de Nápoles, Juana II, conservaba su
corona gracias a Sforza el Viejo y a Gianni Caracciolo. La falta de heredero
directo de la soberana llevó a que Caracciolo defendiera la candidatura de Luis
III de Anjou, mientras que el Sforza se inclinó por Alfonso de Aragón. Por otro
lado, éste contaba con el apoyo de los mercaderes catalanes, así como una serie
de nobles napolitanos que le habían hecho llegar que la conquista de dicho
reino sería cosa muy fácil. En 1421 Juana II de Nápoles estaba sitiada por Luis
de Anjou, por lo que aconsejada por Caracciolo pidió ayuda a Alfonso de Aragón,
adoptándolo como hijo y heredero y nombrándole duque de Calabria. Alfonso el
Magnánimo aceptó la propuesta que a su vez le permitía combatir a Luis de
Anjou, aliado de Génova. El 25 de junio de 1421 entraba en Nápoles, donde fue
recibido por la Reina como un verdadero libertador. Pero la voluble reina de
Nápoles, presintiendo la fuerte personalidad de su nuevo heredero revocó el
prohijamiento y llamó contra él a sus rivales. Derrotado por Sforza cerca de
Nápoles, Alfonso con sus tropas se hizo fuerte en los castillos Nuevo (Castel
Nuovo) y del Huevo (Ovo), en donde esperó los refuerzos navales catalanes que
le permitieron nuevamente apoderarse de la ciudad. Pero la reina Juana II se
había retirado con Sforza primero a Aversa y después a Nola, donde revocó la
adopción hecha en favor de Alfonso V, nombrando nuevo heredero a Luis de Anjou
el 21 de junio de 1424.
Alfonso
de Aragón, decepcionado y despechado, volvió a sus reinos ibéricos, en donde permaneció
nueve años, iniciándose un verdadero entreacto peninsular, en la trayectoria
vital del Monarca. De regreso a Cataluña su escuadra saqueó la ciudad de
Marsella, llevándose como botín las cadenas, que impedían el acceso a dicho
puerto, y el cuerpo de san Luis, obispo de Toulouse. En esta su primera
intervención en Italia, Alfonso, aprendió que la realidad de la política
italiana era más que un remolino de contradicciones. Ya que después de haber
vencido a los genoveses y a Sforza en el choque naval de Foz Pisana en octubre
de 1421; de haber conseguido del pontífice Martín V una bula que le confirmaba
como heredero del Reino de Nápoles, y haber firmado una tregua con el duque de
Milán, Filippo María Visconti, sus vasallos los genoveses en junio de 1422. La
alianza entre Sforza y el magnate napolitano Caracciolo permitió el
levantamiento del pueblo napolitano contra él, teniendo que abandonar la
ciudad. Con todo el balance de esta primera etapa itálica tuvo connotaciones
favorables, ya que supuso la pacificación de Cerdeña y Sicilia; a la vez que
proporcionó como colofón dos importantes bases navales a la marina de la Corona
aragonesa, fundamentalmente catalana: Portovenere y Lerici, a la entrada del
golfo de La Spezia, gracias a un pacto firmado con Filippo María Visconti en
1426, a cambio de la renuncia a la isla de Córcega, teóricamente de la Corona
de Aragón, aunque en la práctica nunca se había dominado.
A su
regreso a Barcelona a finales de 1423, el Rey se encontró con una situación
difícil, ya que los pactistas, amparándose en las circunstancias de las Cortes
de Barcelona de 1421-1423, iniciadas en Tortosa, lograron imponer diversos
puntos de su programa, haciendo aceptar al Monarca las reivindicaciones que
éste había rechazado en las Cortes celebradas desde 1414, por lo que la mayoría
de los agravios presentados quedaron resueltos. Los nueve años que estuvo en la
Península es el período de las luchas de la rama aragonesa de los Trastámara
contra la castellana, y más concretamente, contra el privado don Álvaro de
Luna. En 1429 las tropas de Alfonso el Magnánimo, unidas a las de su hermano
Juan de Navarra, penetraron en Castilla por Ariza, llegando hasta cerca de
Jadraque y Cogolludo.
La
llegada de su esposa, la reina María, logró evitar una batalla campal entre
castellanos y navarro-aragoneses. Aunque las hostilidades con Castilla
continuaron hasta julio de 1430, en que se acordó una tregua de cinco años,
firmándose finalmente la paz el 23 de septiembre de 1436. Pero a la vez que la
política castellana absorbía gran parte de las preocupaciones y anhelos de
Alfonso el Magnánimo y sus hermanos, los infantes de Aragón, los primeros
efectos de la crisis económica dejaban su huella en Cataluña, apareciendo las
primeras disensiones internas graves en el Principado. Las Cortes de 1431 son
un fiel reflejo de la angustia y preocupación que tenían los distintos
estamentos representados en ellas. Los graves problemas que padecía el campo se
presentaron como un bloque de reivindicaciones que provenían de un proyecto
elaborado en las Cortes de 1429. Ya que ante el movimiento de liberación de los
campesinos, la nobleza, los eclesiásticos y el patriciado urbano instaron al
Rey la aprobación de varias constituciones, entre las que se pedía que los
campesinos remensas no pudieran reunirse para solicitar liberarse de sus
servidumbres, bajo pena de prisión perpetua. En esta complicada situación,
Alfonso, abandonó Cataluña el 29 de mayo de 1432, dejando a su esposa, la reina
María, la complicada misión de buscar una solución a este grave problema; y es
que el sueño napolitano volvía a irrumpir en la vida del Monarca.
Llamado
por sus partidarios napolitanos, a cuyo frente había dejado a su hermano Pedro,
como lugarteniente de dicho reino, Alfonso recuperó nuevamente el sueño de
Italia, que siempre estuvo en su mente. Esta nueva partida fue definitiva, ya
que nunca más volvió a la Península Ibérica. Primero se dirigió a Sicilia, vía
Cerdeña; el objetivo oficial era luchar contra el rey de Túnez, atacando la
isla de Djerba (Gelves), pero después la flota pasó nuevamente a Sicilia, en
donde se preparó para atacar Nápoles. Durante su estancia en los reinos
peninsulares, los genoveses se habían apoderado de las ciudades de Gaeta y de
Nápoles, hecho que hizo que el 4 de abril de 1433 la reina Juana II prohijase
nuevamente a Alfonso de Aragón. Este nuevo cambio en la actitud de la Reina
hizo que se formase una coalición formada inicialmente por el papa Eugenio IV y
el emperador Segismundo, a la que se añadieron Florencia, Venecia y el duque de
Milán. La envergadura de los enemigos a batir hizo que Alfonso postergase sus
planes y firmase una tregua por diez años con la reina Juana en julio de 1433,
hecho que le permitió organizar una expedición a Trípoli. Pero la muerte de su
rival Luis de Anjou el 12 de noviembre de 1434 y poco después de la reina de
Nápoles, el 2 de febrero de 1435, le hizo poner sitio a la ciudad de Gaeta,
tenazmente defendida por Francisco de Spínola. La escuadra genovesa mandada en
ayuda de los sitiados derrotó a la catalano-aragonesa frente a la isla de
Ponza, cayendo prisioneros el propio rey Alfonso y sus hermanos Juan y Enrique.
Esta derrota, y sus graves consecuencias, desconcertó a toda la Corona de
Aragón, situación que fue salvada gracias al tacto y prudencia de la reina
María, que una vez más demostró su valía firmando treguas con Castilla,
convocando Cortes generales en Zaragoza para tratar la delicada situación que
se vivía en Cerdeña y en Sicilia. Pero la situación comenzó a cambiar cuando
Juan, rey de Navarra, fue liberado por el duque de Milán y nombrado
lugarteniente de los reinos de Aragón, Mallorca y Valencia, mientras que María
quedaba como responsable del Principado de Cataluña, desde donde continuó
enviando naves y soldados para la empresa napolitana de su marido. La simpatía
personal de Alfonso V le grajeó la amistad del duque de Milán, que le liberó y
se lo ganó para su causa, ya que firmó con él una alianza para poder apoderarse
del Reino de Nápoles. En 1436 las tropas del Magnánimo se apoderaron de Gaeta y
Terracina y de casi todo el reino, únicamente quedaban fuera de su control
Calabria y la capital, Nápoles fiel a Renato de Anjou. Durante el sitio de
Nápoles, a finales de 1438, murió el infante don Pedro, hermano del rey.
Dominado ya todo el reino, Alfonso puso sitio a Nápoles el 17 de noviembre de
1441 hasta el 2 de junio de 1442 en que cayó en su poder. La fuerte resistencia
fue motivada por la presencia en la ciudad del mismo Renato de Anjou y de la
ayuda constante que recibió de los genoveses. Alfonso el Magnánimo entró
solemnemente en la ciudad de Nápoles el 23 de febrero de 1443, al estilo de los
antiguos césares, como quedó inmortalizado en el famoso arco triunfal marmóreo
que se colocó sobre la puerta del castillo Nuevo. Cinco días después de su
entrada en la capital reunió el Parlamento, haciendo jurar como heredero a su
hijo natural, Fernando, duque de Calabria. Para consolidar su conquista firmó
la paz con el papa Eugenio IV, al que reconoció como pontífice legítimo,
recibiendo por ello la investidura del Reino de Nápoles, en un momento que
Amadeo, duque de Saboya, había sido proclamado también Papa por sus partidarios
con el nombre de Félix V. El reconocimiento mutuo entre Eugenio IV y Alfonso V
como rey de Nápoles comportó la ayuda de éste al Papa para recuperar la región
de las Marcas en donde fue derrotado Francisco Sforza. Los dos primeros años,
como rey de Nápoles, fueron difíciles tanto en el plano internacional como en
el interno, ya que tuvo que vencer en Calabria una revuelta encabezada por
Antonio de Ventimiglia. A pesar de todo, su posición se consolidó al firmar un
tratado de paz en 1444 con Génova.
Esta
segunda campaña de Alfonso en la península itálica fue aprovechada por el conde
de Foix y compañías francesas para amenazar el Rosellón, llegando a apoderarse
del castillo de Salses y algunos núcleos próximos a Perpiñán. Ante esta
invasión, el hermano de Alfonso V, el infante don Juan, como lugarteniente,
convocó Cortes Generales en Zaragoza en 1439 y reclamó la presencia de su hermano,
el Rey, en los territorios peninsulares. Alfonso el Magnánimo no atendió dicha
solicitud, excusándose por la importancia de los asuntos italianos. Este
absentismo real, que duraría hasta su fallecimiento, afectó también al orden
interno de Cataluña, en donde las facciones de la Busca, el partido de los
menestrales y las clases más populares, y la Biga, el partido de los grupos más
potentados, se disputaban el poder en Barcelona; mientras se iniciaban los
disturbios en el campo catalán, especialmente en la Cataluña Vella (Vieja), por
las continuas reivindicaciones de los payeses de remensa, que pretendían la
abolición de los llamados “malos usos”.
Alfonso,
una vez consolidado en el Trono de Nápoles, ejerció como un verdadero mecenas
renacentista, rodeándose de una Corte fastuosa en la que participaron notables
hombres de letras y artistas de otros países; Lorenzo Valla pasó largo tiempo
en la Corte del Magnánimo, y entre sus consejeros destacan: Antonio Beccadini,
conocido como el Panormita, Luis Despuig, maestre de Montesa,
al que confió delicadas misiones diplomáticas, Pedro de Sagarriga, arzobispo de
Tarragona, Ximeno Pérez de Corella, Berenguer de Bardají, Guillén Ramón de
Moncada y Mateo Pujades. También estuvieron muy ligados al Rey el pintor Jacomart
y los escultores Guillem de Sagrera y Pere Joan.
La Corte
de Alfonso el Magnánimo en la antigua Parténope fue un verdadero eje
vertebrador de intercambios económicos y circulación de elites entre las
principales ciudades de sus reinos y territorios peninsulares, especialmente
Valencia y Nápoles. Alfonso siempre se preocupó por las instituciones
universitarias; en la etapa hispánica de su reinado estuvo atento, ya
personalmente, ya por medio de su esposa, por el buen funcionamiento de la
Universidad de Lérida, en donde estalló un serio conflicto por el modo de
elección de los catedráticos, buscando siempre un arreglo entre el municipio
leridano y el claustro universitario. En su etapa napolitana fundó tres nuevos
Estudios Generales: los de Catania (1445), Gerona (1446) y Barcelona (1450).
Aunque de hecho durante su reinado únicamente llegó a funcionar plenamente el
de Catania, retrasándose la puesta en marcha de los otros dos esencialmente por
problemas económicos y ajustes jurisdiccionales entre las diversas
instituciones implicadas, esencialmente la catedral y el municipio.
La
intensa vida amorosa de Alfonso fuera del matrimonio tuvo su apogeo en su
apasionado enamoramiento de la dama Lucrecia de Alagno, responsable para muchos
historiadores de su prolongada y después definitiva permanencia en Nápoles.
Pero si Lucrecia de Alagno es la amante más conocida, fruto de unos anteriores
amoríos regios con una dama valenciana, esposa de Gaspar de Reverdit, había
nacido en Valencia, en 1423, Fernando o Ferrante, que sería rey de Nápoles de
1458 a 1494. Alfonso quedó atrapado en el mundo laberíntico de la política
italiana del siglo XV, dándose cuenta desde el primer momento de la importancia
estratégica de dicho reino tanto en la política interna de la península itálica,
como su proyección balcánica que le abría las puertas del mundo oriental.
La
política oriental de Alfonso el Magnánimo giró en torno a hacer efectivo su
título de duque de Atenas y de Neopatria, territorios perdidos en tiempos de
Pedro el Ceremonioso. Para ello intentó afianzar sus posiciones en la península
balcánica enviando embajadores a Morea y a Dalmacia, logra que el vaivoda de
Bosnia se haga vasallo suyo, y unas galeras catalanas mandadas por el almirante
Vilamarí acudan en ayuda del déspota de Artá, Carlos II Tocco. Todo ello
mientras reclama la soberanía del ducado de Atenas a Constantino Paleólogo, más
tarde último emperador de Bizancio como Constantino XI; contribuyó a la defensa
de Rodas y trató de conseguir una alianza con el emir de Siria para una posible
expedición a Tierra Santa. Esta política oriental hizo que los príncipes y
reyes balcánicos amenazados por los turcos otomanos vieran en él un posible
protector. El caudillo albanés Jorge Castriota, más conocido por Scanderbeg,
inició negociaciones con Alfonso el Magnánimo para que le enviase ayuda para
defenderse de los turcos por una parte y de los venecianos por otra.
La flota
catalana al mando de Bernat de Vilamarí se apoderó de la isla de Castelorizzo,
perteneciente a la Orden de San Juan de Jerusalén o de los Hospitalarios, como
base de operaciones en el mar Egeo y el Mediterráneo oriental, hecho que obligó
al emir turco de Scandelore de abandonar su proyecto de apoderarse Chipre. La
escuadra de Vilamarí atacó el litoral sirio y en 1451 llegó a penetrar en el
curso inferior del Nilo. Tales demostraciones paralizaron el comercio musulmán
en aquella área geográfica, hecho que inclinó al sultán turco, Mohamed II y al
sultán de Egipto a establecer una paz con el Magnánimo, al que reconocen la
posesión de Castelorizzo, a pesar de las protestas de los caballeros
sanjuanistas y de su gran maestre establecido en Rodas. En su sueño oriental,
Alfonso el Magnánimo pactó también con Demetrio Paleólogo, déspota de Morea, al
tiempo que una embajada napolitana inicia negociaciones con el Preste Juan.
Eran unos
momentos muy críticos para el Mediterráneo oriental especialmente por la
presión otomana sobre Constantinopla y demás restos del Imperio Bizantino.
Alfonso realizó varios intentos por salvar Constantinopla secundando las
teóricas iniciativas del pontífice Nicolás V. Pero la dividida situación
política italiana, especialmente los intereses de Génova y de Venecia,
malograron dichos intentos.
Después
de la conquista de Constantinopla por los turcos en 1453, Alfonso logró dos
años después la formación de una liga con Francisco Sforza de Milán, Florencia
y Venecia, que a modo de cruzada capitaneada por el rey de Nápoles atacaría a
los turcos que constituían una amenaza por sus continuos progresos en los
Balcanes y también para los territorios costeros del reino de Nápoles y de la
Corona de Aragón en general. Todo ello no pasó más de un simple proyecto, ya
que tampoco el nuevo pontífice Calixto III logró aglutinar de modo efectivo a
los componentes de esta teórica liga. Finalmente Alfonso el Magnánimo, siempre
muy realista, acabó firmando un tratado con el sultán de Egipto, que le
permitió abrir un consulado catalán en Alejandría.
Abandonado
el frente oriental, uno de sus últimos proyectos fue la conquista de Génova,
eterna rival desde hacía más de un siglo de la Corona de Aragón, y que en 1457
se había entregado a Carlos VII de Francia. Pero antes de materializar este
proyecto murió el 27 de junio de 1458 en el castillo del Ovo en Nápoles. Sus
restos fueron enterrados en la iglesia de Santo Domingo de esta ciudad, siendo
en 1671 trasladados al monasterio de Poblet. Un día antes de morir, en su
último testamento dejó el reino de Nápoles para su hijo legitimado Fernando,
duque de Calabria, mientras que a su hermano Juan, rey de Navarra, todos los
demás reinos y territorios. Además tuvo dos hijas bastardas: Leonor, que casó
con Mariano Marzano, príncipe de Rossano y duque de Sessa, y María, casada con
Leonelo de Este, marqués de Ferrara.
Biblioteca
.: C. Marinescu, Alphonse
V et l’Albanie d’Scanderbeg, Bucarest, 1924; L. Nicolau d’Olwer, L’expansió
de Catalunya en la Mediterrània oriental, Barcelona, Editorial
Barcino, 1926; A. Giménez Soler, Retrato histórico de Alfonso V de
Aragón, Madrid, 1952; S. Sobrequés, “Sobre el ideal de Cruzada en
Alfonso V de Aragón”, en Hispania, XII (1952); A.
Boscolo, I parlamenti di Alfonso il Magnánimo, Milano, A.
Giuffrè, 1953; VV. AA., Estudios sobre Alfonso el Magnánimo con motivo
del quinto centenario de su muerte: Curso de conferencias (mayo de 1959), Barcelona,
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Ferdinando el Cattolico (1416-1516)”, Napoli 11-15 aprile 1973, vol.
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Moscati, “Lo Stato ‘napoletano’ di Alfonso d’Aragona”, en VV. AA., IX
Congresso di Storia della Corona d’Aragona. “La Corona d’Aragona e il
Mediterraneo: aspetti e problemi comuni da Alfonso il Magnanimo a Ferdinando el
Cattolico (1416-1516)”, Napoli 11-15 aprile 1973, Nápoles, Società
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Fernández, “Los Trastámara y los Reyes Católicos”, en Historia de
España, 7 (1985); M. Batllori, Humanismo y Renacimiento.
Estudios hispano-europeos, Barcelona, Ariel, 1987; S. Claramunt, “La
política universitaria di Alfonso il Magnánimo”, en VV. AA., XVI
Congresso Internazionale di Storia della Corona d’Aragona, vol. II,
Nápoles, Paparo Edizione, 2000, págs. 1335-1351; D. Durán, Kastellórizo,
una isla griega bajo el dominio de Alfonso el Magnánimo (1450-1458), Barcelona,
Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2003.
Salvador Claramunt Rodríguez
https://dbe.rah.es/biografias/6367/alfonso-v
BIOGRAFÍAS QUE CITAN A
ESTE PERSONAJE
Abravanel, Isaac ben Yehudá, Lisboa, 1437 – Venecia, 1508. Estadista y comentarista bíblico.
https://www.sfarad.es/isaac-abravanel/abravanel-sefarad-es/
Yishaq
´Abravanel nace en Lisboa en 1437 en el seno de una linajuda familia judía
sevillana, refugiada en la capital portuguesa cuando los tristes sucesos
antijudíos de 1391. A su antiguo y noble linaje se unía una no menos
consolidada tradición de riqueza, poder y actividad política. Su padre, don
Yehudah llegó a ser el administrador del príncipe Fernando, hijo del rey Juan I
de Portugal; don Semu´el, su abuelo, había llegado a ser en el reino de
Castilla, contador mayor del rey Enrique III, y su bisabuelo, don Yehudah, fue
tesorero de Fernando IV en la ciudad de Sevilla, incluso parece ser que
almojarife mayor del reino castellano. Tan rancia familia, orgullosa de la
nobleza de su origen que pretendía descender de la dinastía de David, afincada
en Sefarad en tiempos prerromanos, sabía que el tatarabuelo de Yishaq, don
Yosef ´Abravanel, había sido admirado como “gran sabio” de profundas
preocupaciones morales e intelectuales en los días de Alfonso X. Sin embargo,
el abuelo, don Semu´el, se convierte al cristianismo voluntariamente, varios
años antes del aciago 1391, tal vez como resultado de una crisis donde lo
personal y el tenso clima social de la ciudad de Sevilla desde 1378, le
condujeron a una ruptura definitiva con la comunidad judía sevillana. Como Juan
Sánchez de Sevilla, el abuelo converso de Yishaq se dedicó a su encumbramiento
social y a forjar una gran fortuna por sus gestiones en la hacienda real como
contador mayor y arrendador de los impuestos reales, nombramientos que obtuvo
del duque de Benavente, lo que facilitaría, andando el tiempo, que muchos de
sus descendientes emparentaran con miembros de la nobleza española.
Pero el
baldón de su conversión fue considerada una mancha vergonzosa por algunos de
sus hijos: tres de ellos, uno era Yehudah, el futuro padre de Yishaq, rompieron
toda relación con él, marchando a Portugal. Su talento e iniciativa pronto les
proporcionaron riqueza, renombre y contactos influyentes entre los príncipes
portugueses.
Como era
de esperar el joven Yishaq recibió en su niñez y adolescencia una esmerada
educación, tal y como correspondía a su elevada posición social, estudiando
latín y las obras de los clásicos, en especial Cicerón y Séneca, en un momento
en que se propagaba por tierras lusas la cultura renacentista. Además, ese
dominio del latín le permitió conocer y estudiar los escritos de la escolástica
europea y a los Padres de la Iglesia, sin olvidar recibir una sólida formación
en todo lo relacionado con el saber y la cultura judía, y a tono con la
tradición dominante entre los estudiosos judíos medievales, unido al estudio de
los maestros de la filosofía judía medieval, estaba el de Aristóteles,
Averroes, y Avicena, y las llamadas ciencias naturales, como eran consideradas
la medicina y la astrología, disciplina ésta conectada con la medicina, tenida
en Portugal por una auténtica ciencia.
Al hilo
de sus inquietudes filosóficas, místicas y religiosas, se casó bastante joven y
hacia 1460 nació su primer hijo, Yehudah —el futuro León Hebreo—, al que
siguieron varios hijos e hijas, lo que se deduce de una carta que ´Abravanel
escribió a Yehiel de Pisa —cabeza de una familia de banqueros
judeo-italiana—,en 1482. Por estos días ´Abravanel era un hombre felizmente
casado y padre de familia, amante del saber y de los negocios, “nacido en
riqueza y honra”. Si su niñez conoció los días de Duarte y don Pedro, su
madurez se desarrollaba en la segunda mitad del reinado de Alfonso V, sobrino
de Enrique el Navegante, ocupando rápidamente una posición de liderazgo entre
los judíos de Portugal y desempeñando la actividad de representante político de
la Corte lusa. Y al tiempo que ´Abravanel se consolidaba como hombre de
confianza del monarca portugués, se reforzaba su influencia en la Corte con la
estrecha amistad que le unió a los príncipes de Braganza, en especial con
Fernando II, primogénito del duque Fernando I, administrando sus inmensos
bienes y recibiendo a cambio cuantiosas propiedades territoriales. Entre estos
años de 1478 y 1481 ´Abravanel llegó a la cima de su prestigio y poder en
Portugal.
Pero la
muerte inesperada del monarca víctima de la peste a la edad de 49 años, el 18
de agosto de 1481, truncaría el esplendoroso presente y el espléndido futuro de
´Abravanel. Su sucesor Juan II, de manifiesta hostilidad hacia los duques de
Braganza, decidió destruir su inmenso poder así como controlar los títulos y
las propiedades de los nobles. El conflicto entre el rey y la nobleza, y muy
concretamente con la familia Braganza, alcanzó de lleno al poderoso judío.
Acusado de formar parte de la conspiración que contra la corona tramaron el
duque de Braganza, el marqués de Montemor y Fernando, rey de Aragón, avisado
del plan de purga del rey, en el cual él estaba incluido, y corriendo serio
peligro su vida, huyó en dirección a España, cruzando la frontera portuguesa hacia
Castilla, estableciéndose en un primer momento en la villa fronteriza de Segura
de la Orden, centro administrativo de la Orden de Santiago. Aun así, durante
algún tiempo se mantuvo oculto en Castilla. Confiscados sus bienes, traidor a
los ojos del monarca, obtuvo de éste, sin embargo, la salida de su reino de su
esposa y sus tres hijos. Manchado su nombre y destruidas sus riquezas, afrontó
con estoica serenidad su tragedia, achacándola a haber llevado una existencia
demasiado mundana con olvido de lo espiritual. En poco tiempo se dedicó a poner
por escrito sus comentarios bíblicos, trabajando a un ritmo vertiginoso desde
octubre de 1483 a marzo de 1484, un total de cuatro extensos volúmenes que
comprenden unas 400.000 palabras.
Pero su
profunda e incorregible vocación política pronto le abriría las puertas de la
Corte de los Reyes Católicos. A mediados de marzo de 1484 los Monarcas le
conceden una audiencia. No sabemos quién movió los hilos para ese encuentro,
tal vez en el fondo de todo estuviera la necesidad de recursos económicos de la
Corona con que hacer frente a la guerra con el reino moro de Granada que estaba
ya en su cuarto año. En Tarazona tuvo lugar el encuentro y el judío tuvo la
oportunidad de presentarles un fructífero plan que resolviera la apurada
situación económica. Aquel encuentro trajo como consecuencia ocho valiosos años
de servicios leales a los monarcas que a él, fugitivo político, habían acogido.
Sin embargo, la realidad social del reino era de extrema inseguridad y
complejos entresijos de intereses ocultos unos, manifiestos otros. El Tribunal
inquisitorial ya funcionaba en Castilla y ante él acudían judíos y conversos
para acusar a familiares, vecinos y amigos, de sus prácticas judaicas. El mal
converso, el criptojudío, el converso judaizante, estaba preparando la única
solución posible, la expulsión de los judíos. ´Abravanel vivió paso a paso cada
uno de los acontecimientos, afincado primero en Toledo, después en Alcalá de
Henares, colaborando estrechamente con Abraham Seneor, el Rab y
el Juez Mayor de las aljamas de Castilla, el arrendador real, el poderoso judío
de la confianza de la reina Isabel. ´Abravanel puso manos a la obra para
rehacer su perdida fortuna, con el arriendo de impuestos y otros negocios
controlados por él, poniendo en marcha proyectos económicos que prometían
futuro. El 6 de junio de 1485 firma un acuerdo con el cardenal Mendoza en el
que se comprometía a arrendar las rentas que éste tenía en Sigüenza,
Guadalajara y otras localidades durante dos años (1486-1487). El éxito coronó
su compromiso, pagando al cardenal dentro del plazo establecido la suma total
de 6.400.000 mrs. Su intervención en los asuntos de la familia Mendoza se hizo
tan imprescindible, que fue nombrado contador mayor del duque del Infantado. Así,
a los siete años de su llegada a Sefarad, su posición social y su capacidad de
poder estaba a la altura de la que había gozado en Portugal en los días de
Alfonso V.
Pero el
30 de marzo de 1492 Sefarad se consternaba con la nefasta noticia del Edicto de
Expulsión general de los judíos. Y ante lo que parecía inevitable, ´Abravanel
dejó oír sus ruegos ante los Monarcas. Sus palabras, la actitud real, el dolor
y la angustiosa espera quedarían reflejados para siempre por las plumas de los
mejores cronistas tanto judíos como cristianos. El poderoso judío apeló a sus
amigos: Seneor, el Cardenal Mendoza, el marqués de Cádiz, el duque de
Medinaceli —en la introducción a su Comentario a Reyes escribió:
“Pedí a mis buenos amigos entre los que ven al rey que intercedieran ante él a
favor de mi pueblo, y algunos grandes se reunieron y decidieron dirigirse al
rey con firmeza y determinación, urgiéndole a retirar los hostiles decretos y
abandonar su plan de destruir a los judíos”—, pero todo fue inútil. Ni el rey
—“Y cerró sus oídos semejante a una cobra muda, y no quiso cambiar de actitud
por ninguna razón”, sigue diciéndonos en la mencionada introducción—, ni la
reyna —“Y la reina está a su lado para fortalecer su perverso pensamiento,
persuadiéndole a llevar a cabo su obra de principio a fin”, continúa
escribiendo—, dieron marcha atrás. Tres meses fue el plazo para
abandonar el reino o permanecer en él con la condición imprescindible de ser
bautizado. Y si Abraham Seneor y su yerno Meir Melamed se bautizaron en el
monasterio de Guadalupe el 15 de junio de aquel año, siendo sus padrinos los
Reyes Católicos, llamándose deste entonces Fernán Pérez Coronel, el primero, y
el segundo, Fernán Núñez Coronel, ´Abravanel prefirió el exilio con toda su
familia camino de Italia, logrando, eso sí, un permiso especial del rey por el
que se le permitió sacar 2.000 ducados de oro y otras pertenencias, pese a las
severas prohibiciones en materia del oro, la plata y la moneda amonedada,
embarcando en el puerto de Valencia el último día del mes de julio. Por segunda
vez, su vida volvía a medirse con la fatalidad y la incertidumbre del futuro. Y
en Italia, ni en sus cinco repúblicas —Venecia, Génova, Florencia, Luca y
Siena—, ni en sus cuatro ducados —Saboya, Milán, Módena y Ferrara—, ni en el marquesado
de Mantua, los judíos eran bien vistos. Sólo en el reino de Nápoles el rey
Ferrante —hijo bastardo de Alfonso V, miembro de la casa real de Aragón y tío
de Fernando el Católico—, y su hijo Alfonso no ponían inconvenientes al
creciente aumento de sus súbditos judíos, y el 24 de agosto de 1492 nueve
galeras arribaron al puerto napolitano con exiliados judíos procedentes de
España. ´Abravanel y su familia llegarían en otra arribada un mes más tarde.
Dos años
después él mismo cuenta que “su riqueza creció inmensamente”, alcanzado tanta
fama “como los mayores magnates del país”. Llegó a convertirse en el judío
cortesano de mayor confianza en el séquito del monarca de Nápoles. Todo volvía
a sonreírle más, Italia, en la última década de aquel siglo XV, vivía una gran
inestabilidad política en sus estados feudales, republicanos, pontificio y
monárquico, con enconadas luchas por el poder. A esta caótica situación interna
se unía el peligro de una invasión francesa por Carlos VIII que ambicionaba el
reino de Nápoles y recelaba de los planes de Fernando. Los hechos se sucedieron
vertiginosamente: el 25 de junio de 1494 muere Ferrante, en agosto Carlos
invade Italia, y Alfonso comprueba todo el odio que su persona inspiraba a
nobles y al pueblo. Su deseo de abdicar y de retirarse a Sicilia lo reveló sólo
a su suegra y a don Yishaq, que le acompañó a la isla elegida, iniciándose el
viaje el 21 de enero de 1495. Un mes después Carlos VIII entraba en Nápoles, y
su comunidad judía sufrió toda clase de saqueos y mortandad de parte de la
población napolitana, ayudada por los franceses invasores. El pillaje del que
no se libró la casa de ´Abravanel, afectó no sólo a sus riquezas sino también a
su rica biblioteca, perdiéndose entre otros manuscritos el de La
justicia eterna. El éxodo de judíos de Nápoles no se hizo esperar; entre
ellos estaba su hijo Yehudah que se instaló como médico en Génova. El 20 de
abril se esperaba en Sicilia una flota española al mando del almirante
Requeséns, y el 24 de mayo llegaron tropas españolas mandadas por Gonzalo de
Córdoba que alcanzaría por sus logros militares en las guerras de Italia el
título de “El Gran Capitán”. Las primeras victorias logradas por los españoles
y por Ferrante II, hijo de Alfonso, hicieron renacer en éste las esperanzas de
recuperar el trono al que había abdicado. Pero su hijo no estaba dispuesto a
renunciar a él a favor de su padre. Alfonso, perdida toda esperanza, tomó los
hábitos monásticos y ´Abravanel, en la segunda mitad de julio, sentado en el
Trono de Nápoles Ferrante II, abandona Sicilia camino de Messina, territorio de
dominio español. Pero a raíz de la derrota de las tropas españolas e italianas
a manos francesas en Seminara, decide dejar Italia e instalarse en Turquía,
pasando antes por la isla de Corfú bajo dominio veneciano, donde se encontró
con antiguos líderes de las comunidades judías de España, Portugal y Nápoles.
La vuelta a la actividad literaria le compensaba de tanto sufrimiento y de
comprobar la mella que el desarraigo había hecho en aquellos otrora preclaros
intelectuales judíos, aquellos “gigantes intelectuales” que ahora le parecían
“pucheros de barro cascados”. Con su familia en Nápoles y sintiendo ante la
civilización turca sus raíces y formación europeas, decide aproximarse a
Italia, instalándose desde el 6 de febrero de 1496 en Monopoli, perteneciente
al Reino de Nápoles pero ahora bajo administración veneciana, a medio camino
entre Brindisi y Bari.
A sus 58
años se sentía un hombre viejo, cansado, con la tragedia del desarraigo, de la
lejanía de los suyos, con sus escritos como único y precario consuelo. Y de su
propio dolor volvió los ojos al de su pueblo, terminando El sacrificio
de la Pascua y comenzando La herencia de los padres,
atormentado por la idea de la proximidad del abandono, por parte de su pueblo,
de las enseñanzas divinas transmitidas por los sabios de Israel: “¿Y
qué puedo hacer por ti, hijo mío?”Sólo queda pronunciar el sagrado
juramento: “Si te olvidas de la Ley de Dios, que mi mano derecha pierda
su movimiento”.
Siete
años y medio permaneció ´Abravanel en Monopoli. La guerra y sus treguas de paz
entre España y Francia por la posesión de todo el territorio de Nápoles se
sucedieron hasta que el 14 de mayo de 1503, Gonzalo de Córdoba entra victorioso
en la ciudad. Para entonces, ´Abravanel decide marchar a Venecia, donde vivía
su hijo Yosef que ejercía la profesión de médico. Esta ciudad sería su último
refugio a sus 66 años. La delicada circunstancia económica que atravesaba la
ciudad italiana, iba a favorecerle: la expansión turca había resultado nefasta
para las colonias comerciales venecianas en Grecia, y el descubrimiento de
Vasco de Gama amenazaba abaratar la importación de especias, comercio que
Venecia detentaba hasta entonces por su alianza con Egipto que controlaba la vía
marítima de la India, a un coste muy elevado. Abravanel presentó al Consejo
veneciano de los Diez un plan para hace frente a ese problema y tan beneficioso
para Portugal como para Venecia. Enseguida fueron apreciadas por todos las
“buenas cualidades y la virtud de su persona”, ofreciéndose como mediador entre
ambos estados, y aunque las negociaciones terminaron en fracaso, él se había
granjeado la admiración y el respeto hasta su muerte acaecida en noviembre de
1508, a los 71 años de edad, siendo trasladado su cuerpo a Padua para su
sepultura, pues la legislación veneciana prohibía el entierro de judíos dentro
de la ciudad.
Diplomático,
financiero, político de altos vuelos, personalidad culta y atrayente que se
refleja y refleja la época que le tocó vivir —sirvió a seis reyes y trató a los
poderosos de Portugal, España, Nápoles y Venecia— en una voluminosa producción
literaria, modelada por su sólida formación humanística, como judío y como
hombre del renacimiento. Podemos trazar el recorrido de sus escritos llevados a
cabo en los pocos ratos de sosiego que su turbulenta vida política le permitió
gozar en Portugal, en España y en Italia; tres épocas en su vida y un
formidable esfuerzo de conocimiento y fe cimentando sus escritos. Cuando tenía
alrededor de veinte años escribe De las formas de los elementos,
obra filosófica sobre las cualidades esenciales de los cuatro elementos de la
filosofía griega, la tierra, el agua, el aire y el fuego. Su segunda obra lleva
por título La corona de los ancianos, sobre Dios y el significado
de la profecía, expresando su admiración por los cabalistas como “los
portadores de la verdad”, y atacando a filósofos como Aristóteles y Averroes.
Fue escrita hacia 1465, y ya antes de este año había planeado poner por escrito
su ambicioso proyecto de comentarios bíblicos, aunque por ahora se limita a
empezar a comentar el Deuteronomio, que terminaría en febrero de 1496. Inicia
otras dos obras, el comentario a Josué y Visión de Dios, tratando
de nuevo en el tema de la profecía, con postulados contrarios en ocasiones a
Maimónides. Termina esta primera época con la muerte de Alfonso V de Portugal
por peste el 18 de agosto de 1481, su caída en desgracia bajo su sucesor Juan
II, y su huida hacia España. Esta segunda etapa llega hasta su exilio en 1492.
En la villa fronteriza de Segura de la Orden en tierras pacenses, completa su
comentario a Josué, redactándolo desde el 11 al 26 de octubre de 1483, el
comentario al libro de Jueces (del 31 de octubre al 25 de noviembre), y el
comentario a los dos libros de Samuel (del 30 de noviembre de 1483 al 8 de
marzo de 1484). Como ha escrito su biógrafo B. Netanyahu, “estos comentarios
presentan desde luego un prolongado y comprensivo estudio de la Biblia”, pero
también algo más: “al escribir un comentario a los libros proféticos, que
presentan una galería de líderes humanos con defectos y debilidades, fracasos y
éxitos, crímenes, virtudes, y hazañas heroicas, Abravanel encontró la mejor
oportunidad para incorporar sus propias observaciones y experiencias sobre
temas de poder y gobierno” (pág. 55). En la primavera de 1484 es llamado a la
corte de los Reyes Católicos, y poco antes del edicto de expulsión escribe en
casa de su amigo Abraham Çarfatí de Molina, su voluminosa introducción a la
tercera parte de La guía de los perplejos de Maimónides.
La época
italiana, la tercera y última, comienza en Nápoles, el 22 de septiembre de
1492. Hacia el final de su primer año de estancia, termina el comentario a los
dos libros de Reyes, incorporando en ellos muchas de sus ideas y sentires sobre
las expulsión de su pueblo de España. Después se suceden La justicia
eterna, Los principios de la fe —terminada en octubre de
1494— y Las obras de Dios, de marcado contenido platónico. En
Corfú, a la que llega e 1945, comienza a redactar su comentario a Isaías, el
primero de los Profetas posteriores, interrumpiéndolo por los aciagos sucesos
que se vivían en Italia, concretamente en Nápoles, donde estaba su familia.
También por entonces inicia el escrito de Los días del mundo, donde
pretende establecer una relación entre los desastres sufridos por su pueblo y
las grandes revoluciones que se habían producido en la historia de la
humanidad. Esta obra y la titulada La justicia eterna, no se han
conservado.
Su
estancia en Monopoli desde noviembre-diciembre de 1495 va a ser muy fructífera:
el 6 de febrero de 1496 termina su Comentario al Deuteronomio, y en
abril El sacrificio de la Pascua, al que sigue Los días del
mundo. Y entre los nuevos proyectos figura La herencia de los
padres, comentando el Pirqé ´Abbot (“La ética de los
antepasados”), a petición de su hijo menor, Samuel, que se encontraba
estudiando en Salónica. El 21 de julio se haya enfrascado en la
redacción de su libro Las fuentes de salvación, primera parte de su
trilogía mesiánica, terminada en enero de 1497 —junto con Las
salvaciones de su ungido, terminada el 16 de diciembre de 1497, y El
nuncio de la salvación, terminada el 26 de febrero de 1498—, en la que
vaticinaba que el año 1503 sería con toda probabilidad el año de la añorada
redención. Tres partes de una misma obra que Abravanel llamó Migdôl
Yesu`ot (“Torre de salvaciones”). Poco después de terminarla
escribe Los nuevos cielos, donde intenta armonizar el planteamiento
de Maimónides con la doctrina de la creación ex nihilo. El 19 de
agosto de 1498 completa su Comentario a Isaías; y el 23 de agosto
de 1499 termina su Comentario a los Profetas Menores. Finalmente será en
Venecia donde en 1505 termine sus comentarios a los Profetas posteriores, y con
la finalización en 1506 o 1507 de sus comentarios a los cuatro primeros libros
del Pentateuco, “incorporando en ellos sus conclusiones definitivas sobre los
principales problemas históricos, filosóficos y políticos que había tratado en
obras anteriores” (Netanyahu, 114), Abravanel da por finalizada su
interpretación de toda la Biblia, excepto de los hagiógrafos. Su última
obra, Respuestas a Saúl, se trata de Saúl ha-Cohen Askenazi
discípulo del aristotélico Eliha del Mendigo, la escribe en 1507. Sus
respuestas a doce preguntas filosóficas silenciaron para siempre su incansable
pluma.
Obras de
– Ros ´amanah (Los
principios de la fe), Constantinopla, 1505, Königsberg, 1861; Nahalat
´Abot (La herencia de los padres), Constantinopla, 1505, Venecia,
1545; Zebah Pésah(El sacrificio de Pascua), Constantinopla,
1505; Comentario a los Profetas Anteriores, Pesaro, 1511-12,
Leipzig, 1686; Comentario a los Profetas Posteriores, Pesaro, 1520,
Ámsterdam, 1641; Masmi´ah Yesu´ah(El nuncio de la salvación), Saloniki,
1526, Ámsterdam, 1644; Ma`ayene ha-yesu`ah(Las fuentes de la salvación),
Ferrara, 1551; `Atéret Zeqenim(La corona de los ancianos), Sabionetta,
1557, Varsovia, 1894; Se´elot u-tesubot le-Sa´ul ha-Kohen(Preguntas y
respuestas a Saúl ha-Kohen), Venecia, 1574; Comentario al
Pentateuco, Venecia, 1579, Varsovia, 1862; Mif`alot
´Elohim(las obras de Dios), Venecia, 1592; Yesu`ot mesihó(Las
salvaciones de su ungido), París, 1812, Königsberg, 1861; Samáyim
hadasim(Nuevos cielos), Rödeheim, 1828; Comentario a la ‘Guía de
perplejos’, Praga, 1831-32.
Bibl.: J. MINKIN, Abarbanel and the Expulsion of the Jews
from Spain, Nueva York, Behrman’s Jewish Book House, 1938; J.
SARACHEK, don Isaac Abravanel, Nueva York, Bloch Publishing
Company, 1938; S. LEVI, Isaac Abravanel as a Theologian, Londres,
1939; B. NETANYAHU, Don Isaac Abravanel Statesman and Philosopher,
Nueva York, Jewish Publication Society of America, 1953 (trad. castellana de C.
Morón Arroyo, Valladolid, Junta de Castilla y León, 2004); E. SCHMUELI, don
Yizhaq Abravanel ve-Gerush Sefarad, Jerusalén, 1963; F. CANTERA
BURGOS, “Don `Ishaq Brauanel’. (Algunas precisiones
biográficas sobre su estancia en Castilla)”, en Salo Wittmayer Baron Jubilee I,
Jerusalem, American Academy of Jewish Research, 1975, págs. 237-50; Y.
Baer, Historia de los judíos en la España cristiana II, Madrid,
Altalena, 1981; M. M. KELLNER, Isaac ´Abravanel. Ros ´Amanah. Traducción
al inglés con introducción, Rutherford, New Yersey Date Published, 1982
(Jerusalén, 1993); G. RUIZ, Don Isaac Abrabanel y su comentario al libro
de Amós, Madrid, Universidad Pontificia de Comillas, 1984; A.
SÁNEZ-BADILLOS J. TARGARONA BORRÁS, Diccionario de autores judíos
(Sefarad. Siglos X-XV), Córdoba, Ediciones El Almendro, 1988, págs.
146-48.
https://dbe.rah.es/biografias/4591/isaac-ben-yehuda-abravanel
Acuña, Pedro de. Conde de Buendía
(I). ?, p. t. s. xv – 1482 sup. Noble. Hijo de Lope Vázquez de Acuña,
señor de Buendía.
Sucedió a
su padre en 1446. A lo largo de su vida participaría muy activamente en todos
los conflictos políticos que se desarrollaron en el reino de Castilla durante
los reinados de Juan II y Enrique IV.
Su
decidida militancia en el bando real frente a los infantes de Aragón y la
protección que le proporcionó su hermano el belicoso arzobispo de Toledo,
Alonso Carrillo —la persona que más colaboraría en el engrandecimiento de los
Acuña—, fueron las causas que explican, por una parte, el incremento muy
notable del patrimonio heredado, y por otra su promoción a la nobleza titulada.
Ya antes de recibir la herencia paterna, don Pedro había aportado a la hacienda
familiar, cuando todavía era oficial de cuchillo de Juan II, las villas de
Mansilla, Rueda y Castilberrón con sus castillos, jurisdicción, rentas, etc.
Era la
recompensa que recibía por su participación en la caída y posterior expulsión
del reino de los infantes de Aragón. Sin embargo, en 1439, tras la
reconciliación de Juan II con sus primos los infantes, el Monarca se vería
obligado a devolverles su patrimonio. Así, en Madrigal el 9 de diciembre de ese
año, Juan II recuperaba las villas que había donado a Pedro Acuña, que pasaban
de nuevo a poder del rey de Navarra. A cambio, le compensaba por esa pérdida
con la concesión de una villa importante, Dueñas, cabeza de la merindad de
Campos, en el obispado de Palencia. Esta villa había pertenecido hasta entonces
a la esposa del Monarca, la reina María, que fue obligada por su marido a
renunciar a ella a cambio de un juro de heredad de cuarenta mil maravedíes.
Unos años
más tarde su hermano, el arzobispo Carrillo, le concedió el adelantamiento de
Cazorla, un oficio ligado a la sede toledana. Sería también por entonces cuando
conseguiría, por renuncia de su primo Gómez Carrillo, señor de Torralba, un
oficio muy codiciado, el de alcalde-entregador de la Mesta, que le sería
confirmado por Enrique IV en 1454.
La cumbre
de su carrera la alcanzaría más tarde, cuando se alineó junto a los nobles que
apoyaban al infante Alfonso como rey de Castilla. Tras la entronización del
infante, y la deposición de Enrique IV en la farsa de Ávila, sería recompensado
por el primero, a fin de consolidarle en su bando, con la concesión del título
de conde de Buendía. Bien es verdad que sin la intervención de su hermano, el
arzobispo Carrillo, firme puntal del titulado Alfonso XII, don Pedro nunca
hubiera conseguido ese título, como así se haría constar en la donación
otorgada en el campamento real sobre la villa de Arévalo el 9 de junio de 1465.
En ese mismo año recibiría también las tercias reales de su villa de Dueñas, y
poco después obtuvo las tercias de algunos lugares de la merindad palentina de
Campos y Cerrato.
Tras la
muerte de don Alfonso, don Pedro se inclinaría, siguiendo los consejos de su
hermano el arzobispo, hacia el bando que representaban los príncipes Isabel y
Fernando que, una vez asentados en el trono, en 1477 le confirmarían en el
título de conde de Buendía, tras perdonarle por haber intervenido en la Guerra
de Sucesión a favor de doña Juana, la presunta hija de Enrique IV.
El primer
conde de Buendía debió de morir en 1482, año en que otorga su testamento.
Casado con Inés de Herrera, el matrimonio tuvo al menos ocho hijos. El
primogénito, llamado como su abuelo Lope Vázquez de Acuña, heredaría el mayorazgo
creado por su padre en 1475, del que formarían parte las villas de Buendía y
Dueñas, más la fortaleza de Anguix. Al segundo, Pedro, su progenitor le
destinaría la villa de Villaviudas. El tercero, Fernando, fue el encargado por
los Reyes Católicos de pacificar el reino de Galicia. El cuarto, Luis, sería
señor de la villa de Agramonte. Finalmente, el quinto, Alonso Carrillo fue
obispo de Pamplona. En cuanto a las hijas, sólo se conocen sus nombres: María,
casada con Juan de Vivero, primer vizconde de Altamira, Leonor, casada con
Pedro Manrique, segundo conde de Paredes de Nava, y Teresa, de la que nada se
sabe.
Bibl.: A. Franco Silva, El condado de Buendía (en prensa).
https://dbe.rah.es/biografias/41490/pedro-de-acuna
Alfonso Pimentel, Rodrigo. Conde de Benavente (II). ?, s. m. s. XIV –
Valladolid, 26.X.1440. Militar y diplomático.
Es miembro de la familia Pimentel, un poderoso linaje de
origen portugués instalado en Castilla en 1398 por discrepancias con Juan I de
Avís, tras haber colaborado a su consolidación en el trono. Es el primogénito
de Juan Alfonso Pimentel, señor de Bragança y Vinhais, que en aquella fecha
recibe de Enrique III la villa de Benavente y el título condal, la confirmación
de aquellos señoríos portugueses, por los que después será compensado, y otras
importantes promesas, entre ellas la de ventajosos matrimonios para sus hijos,
entre ellos Rodrigo, de quien se tiene entonces la primera mención conocida.
Esa promesa se cumple en marzo de 1410 en que contrae
matrimonio con Leonor Enríquez, hija del almirante Alfonso Enríquez, lo que le
sitúa en el primer plano de la nobleza castellana; con este motivo, su suegro
le vende los lugares de Milmanda y Santa Cruz, cuyo importe constituye la dote
de la novia.
De este matrimonio nacen Juan, que fallece en 1437;
Alfonso, que heredará el título familiar; Juana, que contraerá matrimonio con
Álvaro de Luna; y Beatriz, segunda esposa del infante don Enrique. Además,
antes de contraer matrimonio, Rodrigo tuvo, al menos, un hijo natural: Enrique.
Su posición como cabeza del linaje se ve consolidada por
la cesión del juro sobre las alcabalas de Zamora que le hace su padre, en
concepto de tercio de mejora, y las renuncias a la herencia, oportunamente
compensadas, de sus hermanos: Alfonso, monje en Guadalupe, y Teresa.
En 1419 ocupa el cargo de copero mayor del infante don
Enrique, maestre de Santiago, y rige los asuntos familiares, seguramente por
enfermedad de su padre.
Ese año, junto con Diego de Anaya, arzobispo de Sevilla,
forma parte de la embajada castellana que negocia en Francia un replanteamiento
de las relaciones entre ambos reinos. Durante el curso de esta embajada fallece
su padre.
Regresa Rodrigo de su embajada en el mes de julio de
1420, probablemente unos días antes de que don Enrique se haga con el poder en
Castilla tras el denominado “golpe de estado de Tordesillas”, en el que
desempeñó papel de cierto relieve: recibió el encargo de garantizar el orden en
la villa y la custodia de uno de los presos más relevantes en aquella
operación.
Sin embargo, su colaboración con el infante fue muy
breve: unas semanas después se aproxima a don Álvaro y a Fadrique Enríquez; son
ellos tres quienes organizan la fuga de Juan II de Talavera.
Rodrigo cabalga con el Rey mientras sus hombres cubren el
paso del Alberche, cruzan el Tajo en Malpica, y se refugia con él en el
castillo de Montalbán.
Ese protagonismo le merece ser incluido en la lista de
enemigos redactada por el infante don Enrique y también el reiterado
agradecimiento del monarca. Participa en el Consejo que decide la prisión del
infante y recibe en secuestro parte de los bienes confiscados a Ruy López
Dávalos, partidario de aquél, así como la villa de Arenas de San Pedro; también
ostentará durante dos años el adelantamiento de León, del que se despojó a
Pedro Manrique.
Figura de relieve en todos los acontecimientos
posteriores, siempre junto al Rey y a don Álvaro: en las negociaciones con
Alfonso V para obtener la liberación de su hermano el infante, y en el pacto de
Torre de Arciel firmado con ese objeto; o mandando una parte de las mil lanzas
para custodia del Rey. Es uno de los que, en Turégano, en febrero de 1428, sale
a recibir a don Álvaro a su regreso a la Corte, aunque él la abandonará
enseguida por considerar que los infantes tienen demasiado poder en ella.
Cuando se produce la invasión aragonesa de Castilla,
dirigida por Alfonso V, Rodrigo recibe el encargo de secuestrar los bienes de
don Enrique y las villas del Maestrazo de Santiago; toma Ocaña, pone cerco a
Segura de la Sierra y Trujillo e inicia las operaciones contra don Enrique y su
hermano Pedro en Extremadura; en Mérida se reúne con él don Álvaro, que trae
tropas de refuerzo. Junto con él será designado para librar combate singular
con los infantes como caballeresco medio de resolver el conflicto. En el
despojo de los infantes, culminación de estas operaciones, en febrero de 1430,
le corresponde la villa de Mayorga, que fuera del infante don Juan. Es uno de
los negociadores de las treguas de Majano que, en febrero de 1430, ratificaba
aquel despojo con la vaga promesa de compensaciones. En enero de 1431, tenía
lugar, en Calabazanos, la boda de don Álvaro con Juana Pimentel, hija del conde
de Benavente, hecho que le consolidaba, más aún, entre la oligarquía gobernante
en Castilla; con este motivo, doña Juana recibía de su padre la villa de Arenas
de San Pedro como dote.
Aparece ocupando puestos de relevancia en actividades
diplomáticas: dirige las negociaciones con Portugal, en 1431, que culminan en
la firma de la anhelada paz entre ambos reinos (Almeirim-Medina del Campo);
tiene lugar destacado en la recepción a la embajada francesa venida para
confirmar la amistad de ambos reinos, en 1434, y en las conversaciones con
caballeros alemanes, sin duda en representación de la Hansa, al año siguiente,
en Segovia; desempeña papel relevante en las negociaciones con la reina María
de Aragón, que viaja a Castilla para solicitar treguas tras la derrota de su
esposo y los infantes en Ponza, y en las que conducen al tratado de Toledo de
1436, acuerdo final con los infantes. Participa en importantes actos de
gobierno, como la comisión designada a petición de las Cortes de Medina del
Campo de 1431 para la fiscalización del gasto público, o en las más
contundentes medidas de fuerza de don Álvaro dirigidas a quebrar la oposición
nobiliaria. Destaca también su presencia, y la de hombres de su casa, en
operaciones militares, como la de 1431 en la Vega de Granada.
El panorama político cambia radicalmente en 1437. Don
Álvaro ha preparado un golpe de fuerza, en agosto, para arrestar a Pedro
Manrique, Fadrique Enríquez y Pedro de Estúñiga, cabezas de la resistencia
nobiliaria; el golpe fracasa parcialmente porque Manrique fue oportunamente
advertido por Alfonso Pimentel, hijo del conde. Tras unos meses de eclipse
político, en los que sufre también alguna enfermedad, y de fallidas
negociaciones con don Álvaro, Rodrigo reaparece en Valladolid con sus tropas,
en abril de 1439, junto a los nobles rebelados contra la “tiranía” del
condestable.
El conde de Benavente desempeña un papel decisivo en las
intensas negociaciones que se desarrollan en las semanas siguientes en diversas
localidades próximas a Valladolid, cuyo desenlace será un nuevo destierro de
don Álvaro; don Rodrigo representa, junto con Manrique y Enríquez, las
posiciones nobiliarias más radicales.
Reconciliado con los infantes y a cubierto de eventuales
demandas por parte de don Juan, que renuncia en su favor a Villalón y Mayorga,
forma parte del gobierno de la oligarquía constituido a raíz de esos
acontecimientos y, aunque no logra la confianza del Rey, parece ser capaz de
mantener abiertos ciertos cauces de diálogo.
En los meses que siguen, Rodrigo figura en la Corte,
próximo a las acciones de los infantes y también del príncipe; asiste a la boda
de éste con Blanca de Navarra, exponente del triunfo de aquéllos, y también a
las fiestas que la acompañan, así como a las recepciones que tienen lugar en
Valladolid en honor a la reina de Navarra. No pudo asistir a la ofrecida por
ésta el 20 de junio, sin duda por hallarse gravemente enfermo: instituyó
mayorazgo a favor de su hijo Alfonso el día 21, otorgó testamento el 23 y
falleció el 26.
Dispuso su sepelio en el monasterio de San Francisco de
Benavente, cerca de la tumba de su hijo Juan.
Bibl.: L. Suárez Fernández, Relaciones
entre Portugal y Castilla en la época del Infante don Enrique, 1393-1460, Madrid,
Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1960; L. Suárez Fernández, Á.
Canellas López y J. Vivens Vives, Los Trastámara de Castilla y Aragón
en el siglo xv (1407-1474), en J. M.ª Jover Zamora (dir.), Historia
de España de Ramón Menéndez Pidal, vol. XV, Madrid, Espasa Calpe,
1964; P. Porras Arboledas, Juan II. 1406-1454, Palencia, La
Olmeda, 1995; I. Beceiro Pita, El condado de Benavente en el siglo
xv, Salamanca, Centro de Estudios Benaventanos, 1998; V. A. Álvarez
Palenzuela, “Protagonismo político de un linaje portugués en la Castilla de
Juan II: Rodrigo Alfonso Pimentel”, en Os Reinos Ibéricos na Idade
Média. Livro de Homenagem ao Professor Doutor Humberto Carlos Baquero
Moreno, vol. III, Oporto, Livraria Civilizaçao Editora, 2003, págs.
1301-1310; L. Suárez Fernández, Nobleza y Monarquía. Entendimiento y
rivalidad. El proceso de la construcción de la Corona Española, Madrid,
La Esfera, 2003.
https://dbe.rah.es/biografias/14204/rodrigo-alfonso-pimentel
Alejandro VI. Rodrigo de Borja. El
Papa Borja. Játiva (Valencia), c. 1431
– Roma (Italia), 18.VIII.1503. Papa.
Rodrigo
de Borja y de Borja nació en Játiva, alrededor del año 1431, en el seno de una
familia de la pequeña nobleza local, formada por Jofré de Borja Escrivà e
Isabel de Borja, hermana del futuro papa Calixto III; fue el tercero de los
cinco hijos del matrimonio. En marzo de 1437 murió su padre y el pequeño
Rodrigo se trasladó a Valencia junto con su madre y sus hermanos Pedro Luis,
Tecla, Juana y Beatriz, instalándose en el palacio de su tío el obispo Alfonso
de Borja, quien por aquel entonces se encontraba en Italia, en el séquito del
Magnánimo.
Poco se
sabe de sus primeros años, que debieron de estar dedicados al estudio bajo los
auspicios de su tío —cardenal desde 1444—, quien velaba por su promoción.
En
efecto, gracias al patrocinio de su pródigo tío pronto comenzaron a lloverle
prebendas: en 1447 una canonjía del cabildo valentino y otra en la catedral de
Lérida, y en 1449 la dignidad de sacristán de la catedral de Valencia. Debió de
ser en ese mismo año cuando el cardenal Borja hizo venir a Roma a sus sobrinos
Pedro Luis, Rodrigo de Borja y Luis Juan del Milá. Estos dos últimos,
destinados a la Iglesia, fueron encomendados al humanista Gaspar de Verona,
quien tenía en Roma una prestigiosa escuela, hasta que estuvieron preparados
para marchar a estudiar Derecho en la Universidad de Bolonia (1453). Allí
Rodrigo se distinguió como estudiante diligente. Mientras tanto su tío veló por
su promoción eclesiástica: en 1450 Nicolás V le nombró canónigo y chantre de la
Colegiata de Játiva, en 1453 le reservó tres beneficios eclesiásticos que
vacaran tanto en la diócesis de Valencia como en la de Segorbe-Albarracín, y le
entregó las parroquias valencianas de Cullera y de Sueca.
Cuando el
8 de abril de 1455 el cardenal Alfonso de Borja fue elegido Papa con el nombre
de Calixto III, la fortuna de Rodrigo experimentó un notable auge.
Un primer
intento de encomendarle el obispado de Valencia, que el nuevo Papa dejaba
vacante, fracasó por la tenaz oposición del rey Alfonso el Magnánimo, que lo
quería para su sobrino Juan de Aragón. De modo que, por el momento, el
Pontífice tuvo que contentarse con hacerlo protonotario de la Sede Apostólica,
y lo envió a continuar sus estudios en Bolonia, donde se doctoró el 13 de
agosto de 1456. Entre tanto, le confirió el deanato de la colegiata setabense,
la parroquia de Quart (Valencia) y la rectoría del hospital de San Andrés de
Vercelli.
Pero esto
era insuficiente. Ya antes de su coronación pontificia, Calixto había
manifestado su propósito de elevar a sus sobrinos al cardenalato. Y lo hizo en
el consistorio secreto de 20 de febrero de 1456, con el consenso unánime de los
cardenales presentes, asignando a Rodrigo el título diaconal de San
Nicolás in carcere Tulliano, aunque la promoción se mantuvo en
secreto hasta el 17 de septiembre del mismo año.
Un mes
después Rodrigo volvió a Roma para recibir el capelo de manos del Papa. Este
nombramiento suscitó las críticas de los contemporáneos, mas no por
laindignidad moral de los sobrinos del Papa, como algunos han escrito, sino por
la juvenil edad de los mismos.
De las
brillantes cualidades del joven cardenal Borja da fe su colega Eneas Silvio
Piccolomini, quien anota: “es joven por su edad, pero en lo que se refiere a
las costumbres y sensatez es anciano, y da muestras de valer tanto en la
doctrina jurídica como su tío”.
El 31 de
diciembre de 1456 el Papa le nombró legado en la Marca de Ancona, cargo que
desempeñó con éxito durante un año, dando muestra de sus dotes de gobierno al
mantener esta turbulenta región bajo la autoridad del Pontífice y mejorar la
administración de la misma. Por ello, el 11 de diciembre del año siguiente,
Calixto lo elevó a comisario de las tropas pontificias y le confió el cargo más
honorífico de la curia romana: el de vicecanciller de la Iglesia (efectuado el
1 de mayo de 1457, publicado el 4 de noviembre).
Esta
dignidad le permitió adquirir una gran experiencia política y curial al conocer
muchos asuntos de estado y, sobre todo, los beneficios que quedaban vacantes,
conocimiento que utilizó para hacerse con un buen número de ellos y aumentar
notablemente sus ingresos. En 1457 le nombró obispo de Gerona, mas no pudo
tomar posesión del obispado por la tenaz oposición del Magnánimo. A la muerte
de éste, Calixto le concedió el obispado de Valencia (30 de junio de 1458), el
cual retuvo hasta su elección papal, entregándolo entonces a su hijo César
Borja.
Sólo al
morir su riguroso tío (6 de agosto de 1458) el cardenal Borja comenzó a dar
muestras de uno de los rasgos más distintivos de su persona: la sensualidad;
por lo que el nuevo papa, Pío II, le llamó al orden.
Pero el
vicecanciller no se enmendó: hacia 1468 nació, de madre desconocida, su
primogénito, Pedro Luis, al que siguieron dos hermanas, Jerónima e Isabel.
Más tarde
tuvo cuatro hijos con la romana Vanozza Catanei: César (1476), Juan (1478),
Lucrecia (1480) y Jofré (1481), y aún se conocen otros dos hijos, Juan y
Rodrigo, que tuvo posteriormente. A esta grave tacha moral unía un estilo de
vida principesco, dado al lujo y al fasto, que le llevó a construirse en Roma
el magnífico palacio de la Cancillería Vieja (hoy Sforza-Cesarini), aunque en
privado solía ser austero, sobrio y calculador en sus gastos. En 1472 su casa
contaba con más de doscientos familiares de diversa procedencia, que formaban
estructuras clientelares integradas por miembros de la familia Borja (Juan de
Borja y Navarro, Juan de Borja-Llançol y de Moncada, Francisco de Borja) u
otros ligados por lazos de parentesco político (Juan de Castre y Pinós o
Bartolomé Martí) y, en segunda instancia, clérigos y juristas valencianos de
clase media urbana (Bartolomé Vallescar, Juan Llopis, Jaime Serra). Bajo la
sombra protectora del cardenal, la mayor parte de ellos prosperaron en sus
carreras eclesiásticas obteniendo obispados y cargos en la curia.
Durante
el pontificado de Pío II el cardenal Borja apenas fue tenido en cuenta, a pesar
de que fue el único cardenal que colaboró en los planes de cruzada del Papa
armando a sus costas una galera; y lo mismo cabe decir de Pablo II. Su suerte
cambió con Sixto IV, quien lo nombró su legado en la Península Ibérica, con el
fin de lograr la colaboración de los reinos hispánicos en la cruzada, y
resolver la crisis sucesoria que atravesaba Castilla. A mediados de mayo de
1472 partió de Roma, viajando por mar hasta Valencia, donde llegó el 18 de
junio. En estrecha colaboración con Juan II de Aragón, el cardenal favoreció la
causa de Isabel como heredera de Castilla, sanando en raíz su matrimonio con
Fernando de Aragón mediante una bula que traía a este fin (J. Zurita). A
cambio, el cardenal obtuvo de los príncipes la promesa de favorecer los asuntos
que debía negociar con Roma. Aunque no pudo obtener ayuda militar contra el
turco —pues todavía estaba en marcha la reconquista— logró al menos una
considerable contribución económica del clero de Castilla y Aragón para la
cruzada, y en Segovia reunió un sínodo donde se tomaron medidas contra la
ignorancia de los clérigos.
El 12 de
septiembre de 1473 dejó Valencia, para volver a Roma en un accidentado viaje en
el que naufragó una nave, murieron ahogados tres obispos de su séquito y se
perdió gran parte de sus bienes. En 1477 pasó a Nápoles en calidad de legado
pontificio para coronar a la reina Juana, que acababa de contraer matrimonio
con Ferrante I de Aragón. De sus cualidades prácticas y sus dotes políticas da
fe un contemporáneo, que lo definió como “hombre de espíritu emprendedor, de
mediana cultura, provisto de imaginación y de gran capacidad oratoria; astuto
de naturaleza, que muestra sus habilidades cuando se trata de actuar”. De
hecho, era tenido por persona de vivo ingenio, buen conocedor del Derecho
Canónico, experto en la administración curial y hábil en el manejo de los
asuntos políticos y diplomáticos.
El sagaz
cardenal Borja supo sacar partido de estos servicios y aprovechó su influencia
sobre Sixto IV para hacerse con pingües beneficios. Así, en 1471 el Papa le
entregó en encomienda las ricas abadías de Subiaco y de Santa María de
Valldigna (Valencia), lo nombró obispo de Albano y, en 1476, de Porto, con lo
que pasó a ser decano del colegio cardenalicio. En julio de 1482 le concedió la
diócesis de Cartagena, a la que juntó, en tiempos de Inocencio VIII, las de
Mallorca (1489) y Eger o Erlau (1491) en Hungría, así como otros muchos
beneficios menores que le convirtieron en uno de los cardenales más ricos del
momento. En atención a sus méritos Inocencio VIII elevó la diócesis de Valencia
a arzobispado (9 de julio de 1492), asignándole como sufragáneas las diócesis
de Mallorca y Cartagena, de las que Borja era también obispo. Distinto
desenlace tuvo el intento del cardenal por hacerse con la sede de Sevilla sin
el consentimiento de Isabel y Fernando. La violenta oposición de los monarcas
interrumpió unas relaciones que sólo se reanudaron tras su renuncia a dicho
arzobispado a cambio de la compra, por parte del prelado, del señorío de Gandía
—elevado a ducado por el rey Fernando (20 de diciembre de 1485)— y de la
concertación del matrimonio de su hijo Pedro Luis con María Enríquez, hija del
almirante de Castilla y prima hermana del rey.
A la
muerte de Inocencio VIII el cónclave se encontraba dividido entre dos facciones
opuestas, capitaneada una por el cardenal Giuliano della Rovere (que
representaba los intereses napolitanos) y la otra por Ascanio Sforza (hermano
de Ludovico el Moro, que había usurpado el ducado de Milán a su sobrino Gian
Galeazzo Sforza, esposo de una nieta de Ferrante I de Nápoles). El cardenal
Borja no era contemplado como candidato por el hecho de ser extranjero, pero
tras los primeros escrutinios fallidos comenzó a imponerse su candidatura. A
ello contribuyó no poco la promesa simoníaca de distribuir sus numerosos
beneficios y riquezas entre los cardenales que le dieran sus votos, el respaldo
del poderoso cardenal Sforza, y la necesidad de contar con un pontífice capaz
de frenar el avance otomano en el Mediterráneo y hacer desistir al rey francés
Carlos VIII de sus reivindicaciones sobre el reino de Nápoles. El prestigio
cosechado por Isabel y Fernando en ambos frentes probablemente favoreció la
candidatura del cardenal valenciano que, seis meses antes, había participado
con entusiasmo en las fiestas celebradas en Roma con motivo de la conquista de
Granada. Sea como fuera, la elección de Alejandro VI fue unánime, incluso con
los votos de aquellos pocos cardenales que no participaron del reparto de
prebendas, y la noticia —anunciada el 11 de agosto de 1492— fue vista como un
triunfo español que celebraron tanto los castellanos como los aragoneses residentes
en la Urbe.
A pesar
de que era conocida su conducta poco ejemplar, ésta no provocó particular
escándalo ni entre el pueblo ni en las cortes de la cristiandad, que acogieron
con alegría la elección por tratarse de un político hábil y estadista capaz.
Sus primeras declaraciones en pro de la paz de Italia y la unidad de los
cristianos, así como las primeras decisiones tomadas causaron buena impresión y
suscitaron esperanzas de que el nuevo Papa iba a mejorar la administración y el
gobierno de los Estados Pontificios, aseguraría la estabilidad de Italia y
trabajaría por la cruzada y la reforma de la Iglesia.
Sin
embargo, estas esperanzas se desvanecieron pronto al enredarse Alejandro VI en
una oscilante política que pretendía asegurar el equilibrio de las potencias
italianas —como garantía de la paz itálica y salvaguardia de la independencia
del papado— y buscaba al mismo tiempo el enaltecimiento de su prole.
La
inoportuna compra de los castillos de Cerveteri y Anguilara, dentro de los
Estados Pontificios, por parte de Virginio Orsini —condottiero de
Ferrante de Nápoles— enemistó al recién elegido Pontífice con el rey
napolitano, impulsándole a amagar una amistad con Carlos VIII de Francia y
negociar la Liga de San Marcos con Venecia y Milán hecha pública el 25 de abril
de 1493. Con esta nueva política el Papa pretendía rehacer la Liga de Lodi
sobre un eje transversal (Venecia-Milán-Roma), diverso del antiguo vertical
(Milán-Florencia-Nápoles), sin que esto supusiera aceptar la intervención
francesa que solicitaba Ludovico, pues Alejandro VI confiaba en la oposición de
Venecia a esta ingerencia exterior. Al servicio de esta política el Papa
concertó el matrimonio de su hija Lucrecia con Giovanni Sforza, conde de
Cotignola, heredero de los Sforza y feudatario pontificio en cuanto señor de
Pésaro. Además, trató de reforzar la alianza con Florencia proponiendo a Piero
de Médicis el matrimonio de su hermano —Giuliano de Médicis— con Laura, hija de
Orsino Orsini y Giulia Farnese.
Por lazos
familiares, afinidad política y expresa petición de Ferrante de Nápoles, los
reyes de Castilla y Aragón intentaron frenar la política antinapolitana del
Pontífice y restablecer el eje vertical de Lodi. Para ello en marzo de 1493
aceptaron la instalación de César en la sede de Valencia y como abad de
Valldigna que desde hacía seis meses le habían negado, pusieron la flota
catalana-aragonesa al servicio del Pontífice, y replantearon el matrimonio del
segundo duque de Gandía —Juan de Borja— con María Enríquez, la prima del rey
antes desposada con Pedro Luis y viuda desde 1488. El Papa aceptó la propuesta
ordenando la tramitación de varias bulas de reforma y la expedición de las
“bulas alejandrinas” que otorgaban a Castilla las tierras recién descubiertas
en el océano Atlántico. Durante la embajada de Diego López de Haro en agosto de
1493 se consolidó el nuevo eje Roma-Nápoles-Florencia con la firma de las
capitulaciones del matrimonio de Jofré —hijo del Papa— con la nieta de
Ferrante, Sancha de Aragón, que aportaría como dote el principado de Squillace
y el condado de Cariati en Calabria. El Papa contentó a casi todas las
potencias en la elección cardenalicia de 20 de septiembre —donde entró César
Borja—, pero reafirmó su alianza con Nápoles tras la muerte de Ferrante (25 de
enero de 1494) enviando al cardenal Juan de Borja como legado a
latere para celebrar el casamiento de Jofré y Sancha (7 de mayo de
1494), y al día siguiente coronar a Alfonso II, hijo del monarca difunto.
Ni el
acercamiento a Nápoles, ni los intentos de conciliar a esta potencia con Milán,
impidieron que el rey francés irrumpiera en Italia siguiendo el espejismo de
una cruzada que debía legitimar la ocupación de Nápoles. Aunque Alejandro no
quiso encontrarse con él y se negó tozudamente a darle la investidura del reino,
se vio obligado a dejarle paso libre por sus estados (1494-1495) y a concederle
el vicariato de Civitavecchia.
El
malestar internacional llevó a Venecia a concertar una Liga con Milán, España y
el Imperio, a la que finalmente se adhirió el Pontífice dándole el calificativo
de Santa (31 de marzo de 1495) por dirigirse contra el turco, aunque su
verdadero objetivo fuera arrojar a los franceses de Italia y lograr que el
equilibrio italiano asegurara el europeo. En la batalla de Fornovo (6 de julio
de 1495) Carlos VIII logró salir de la península, pero no pudo evitar que las
plazas ocupadas en el reino fueran poco a poco reconquistadas por las tropas
napolitanas del nuevo rey Fernando, coaligadas con las fuerzas castellanas de
Gonzalo Fernández de Córdoba.
Para
paliar la defección milanesa de la Liga, el Papa trató de incorporar a
Florencia, Portugal e Inglaterra, logrando la adhesión de esta última el 18 de
julio de 1496. El 19 de febrero de aquel mismo año había fortalecido su
posición en la curia nombrando cardenales a varios familiares suyos (Juan de
Borja-Llançol y de Moncada, Juan Llopis, Bartolomé Martí y Juan de Castre y
Pinós) y aprovechó la marcha del ejército francés para recuperar el control de
los territorios de los Estados Pontificios dominados por los Orsini.
Para ello
hizo venir a su hijo Juan de la Península Ibérica —donde los reyes no habían
satisfecho sus ambiciones territoriales—, le nombró capitán general de la
Iglesia, y lo dirigió contra los Orsini, a fin de meter en cintura a los revoltosos
barones del Patrimonio que habían ayudado a los franceses. La campaña se saldó
con la derrota de Soriano (25 de enero de 1497) y la toma de Ostia (9 de marzo
de 1497), fortaleza en manos francesas que fue reconquistada por las tropas de
los recién nombrados Reyes Católicos en mérito a sus esfuerzos en la defensa de
la Santa Sede y la expansión de la fe (17 de diciembre de 1496). El duque de
Gandía no pudo disfrutar mucho tiempo de los vicariatos de Benevento, Terracina
y Pontecorvo que el Papa le había entregado desgajándolos del patrimonio de la
Iglesia (7 de abril de 1496), pues la noche del 14 de junio de 1497 fue
misteriosamente asesinado, dejando al Papa sumido en un estado de postración
del que salió con el deseo de llevar a cabo la reforma de la Iglesia.
La
inestabilidad internacional y las inquietudes familiares interrumpieron pronto
sus deseos reformadores.
Con la
coronación de Federico II de Nápoles —hijo natural de Ferrante I— a cargo del
cardenal César Borja (8 de julio de 1497), el Papa manifestó su intención de
sostener la rama Trastámara napolitana para mantener el equilibrio de Italia,
obtener algunas concesiones territoriales y ahuyentar las veleidades
expansionistas de Fernando el Católico. A esta política responde la anulación
del matrimonio de su hija Lucrecia con Giovanni Sforza (20 de diciembre de
1497), con el pretexto de que no se había consumado, y la concertación de su
casamiento con Alfonso de Aragón, duque de Bisceglie e hijo natural de Alfonso
II de Nápoles. Federico se mostró menos complaciente con la propuesta de casar
a César Borja —secularizado el 17 de julio de 1498— con su hija Carlota de
Aragón, alegando la oposición que mostraban los Reyes Católicos al proyecto.
Desairado por esta negativa, Alejandro VI se aproximó a Luis XII de Francia,
otorgándole la declaración de invalidez de su matrimonio con Juana de Valois
para poder casarse con Ana de Bretaña e incorporar este ducado a la corona de
Francia. A cambio, Luis XII permitió que César se instalara en Francia, le
concedió el ducado de Valentinois y apoyó su matrimonio con Carlota d’Albret
(10 de mayo de 1499), pariente del francés y hermana del rey consorte de
Navarra Juan d’Albret. De acuerdo con su nueva orientación política, Alejandro
se mantuvo neutral cuando Francia y Venecia entraron en guerra con Milán, y
después apoyó a César —amparado por tropas francesas— en la conquista de los
pequeños señoríos de las regiones de Romaña y de las Marcas, tras deponer a sus
señores por no haber guardado fidelidad a la Santa Sede.
Con la
eliminación de antiguos vicariatos y la reordenación del poder señorial de las
grandes familias, Alejandro pretendía fortalecer su autoridad sobre los Estados
Pontificios. Sin embargo, el método usado, abusivamente nepotista, despertó la
desconfianza y el temor de los estados italianos, quienes temían que se tratase
“de un estado de los Borja, no de la Iglesia” (Picotti). El Papa nombró a César
capitán general (26 de marzo de 1500) y al año siguiente creó para él el ducado
de Romaña (15 de mayo de 1501), que unía los territorios conquistados en un
gran señorío dividido en provincias con un jefe gobernador respetuoso de las
autonomías comunales. Cuatro meses después unificó otras tierras con la
creación de los ducados de Sermoneta y Nepi (17 de septiembre de 1501),
asignados respectivamente a Rodrigo de Borja y de Aragón —hijo de Lucrecia y
Alfonso de Bisceglie— y a Juan de Borja, recientemente legitimado como hijo del
Papa. Para el gobierno de estos territorios el Pontífice se valió de aquellos
familiares y parientes nombrados cardenales el 28 de septiembre de 1500: Jaime
Serra, Juan de Vera y Francisco de Borja, especialmente.
El último
vínculo de la política papal con los aragoneses de Nápoles se deshizo con el
asesinato del duque de Bisceglie (18 de agosto de 1500) muy probablemente por
orden de César, lo que permitió casar a Lucrecia con Alfonso d’Este, heredero
del ducado de Ferrara (30 de diciembre de 1501). Además de asegurar sus
conquistas en Romaña, este matrimonio facilitaba las campañas expansionistas
que César había comenzado en Toscana, contra el parecer del rey francés. La
suerte de Nápoles quedó echada cuando el Papa accedió al reparto del reino
entre Francia y Aragón (25 de junio de 1501), sin lograr con ello poner fin a
las hostilidades. La paridad de fuerzas le permitió actuar con mayor libertad
en los Estados Pontificios sometiendo a los Colonna, a los Savelli y —a partir
de 1503— a los Orsini aliados del rey de Francia.
A pesar
de sus esfuerzos de neutralidad, las victorias españolas en Nápoles (batalla de
Ceriñola, 21 de abril de 1503) obligaron al Papa a iniciar una reconciliación
con los Reyes Católicos y buscar la alianza que éstos le proponían con Venecia
y el Imperio. A cambio, el Papa exigía a los reyes que instalaran en Nápoles a los
Colonna, confirmaran los estados de sus hijos y apoyaran la política pontificia
en Siena y Pisa.
Para
asegurarse fidelidades en el colegio cardenalicio, Alejandro VI nombró a cinco
valencianos y catalanes de entre los nueve purpurados elegidos el 31 de mayo.
Fue una de sus últimas decisiones, pues falleció el viernes 18 de agosto de
1503, después de haberse confesado y recibir la extremaunción. Su muerte dio
pábulo a rumores que la atribuyeron al veneno, pues enfermó después de
participar en una cena ofrecida por el cardenal Adriano da Corneto, pero lo
cierto es que se debió a la terciana o malaria, que hacía estragos en Roma
durante ese tórrido verano, y que le tuvo en cama durante una semana, con
violentos ataques de fiebre. Su cuerpo fue sepultado provisionalmente en la
capilla de Santa María de las Fiebres, contigua a la basílica vaticana, junto a
su tío Calixto III. En 1601 los restos de ambos pontífices fueron trasladados a
la iglesia de la Corona de Aragón en Roma, Santa María de Montserrat, donde todavía
reposan.
Uno de
los aspectos más destacables de la política internacional de Alejandro VI es su
intervención en la legitimación y evangelización de las tierras americanas
descubiertas en 1492. Siguiendo la práctica usual de la corte portuguesa, los
Reyes Católicos solicitaron a la Santa Sede los documentos que debían legitimar
la posesión de las nuevas tierras, no tanto como único y principal título de
soberanía, sino como un mero derecho subsidiario para justificar el monopolio
de la conquista frente a las pretensiones del rey de Portugal Juan II, que
reclamaba los territorios en virtud del Tratado de Alcaçobas (1479). Con los
dos breves bulados Inter caetera, datados el 3 y el 4 de mayo
de 1493, el Papa concedió a Isabel y Fernando las tierras —descubiertas o por
descubrir— que estuviesen situadas más allá de una línea de demarcación
establecida a 100 leguas al oeste de las Azores, desplazada a 370 leguas en los
tratados de Tordesillas firmados por Castilla y Portugal en 1494. Lo singular
de estos documentos es la cláusula que por primera vez exigía a un monarca el
deber de evangelizar las nuevas tierras mediante el envío de misioneros,
modificando la tradicional perspectiva cruzadista por un modelo de
evangelización pacífica. Para dirigir la labor misionera el Papa envió en el
verano de 1493 al franciscano Bernardo Boïl (Piis fidelium), después
extendió a los monarcas los privilegios concedidos anteriormente a
Portugal (Eximiae devotionis), y en septiembre brindó a Isabel
y Fernando la posibilidad de llegar a la India en sus exploraciones (Dudum
siquidem).
Alejandro
VI también abrió las puertas de África a los Reyes Católicos (13 de febrero de
1495) y a Manuel I de Portugal (1 de junio de 1497) con sendas bulas que
legitimaban la posesión de cualquier ciudad o territorio conquistado. La
inestabilidad internacional impidió estos proyectos de expansión, que se
convirtieron en defensivos cuando el Papa intentó unir a las potencias
cristianas para hacer frente a la ofensiva desencadenada en 1499 por el sultán
Bayaceto II en Europa Oriental y en el mar Adriático. Se llevaron a cabo
gestiones diplomáticas, se enviaron legados, se recaudaron décimas mediante la
bula Quamvis ad amplianda (1 de junio de 1500) y se efectuaron
algunas operaciones militares a cargo de una escuadra hispano-véneta, y otra
véneto-pontificia, que lograron recuperar los enclaves venecianos de Cefalonia
y Santa Maura en la costa griega. Fueron éxitos efímeros, pero contaron en los
acuerdos de paz firmados en 1502.
Inmerso
en los intrincados vericuetos de la política papal, Alejandro VI no fue
sensible a las ansias de reforma que bullían en la Iglesia. A éstas daba voz en
Italia el prior del convento dominico de San Marcos de Florencia, Girolamo
Savonarola, quien criticaba en sus homilías los vicios de la curia romana y
presentaba a Carlos VIII de Francia como enviado por Dios para la reforma de
ésta, dando así alas al partido profrancés en Florencia, enemigo de los Médicis
y contrario a la política pontificia. Alejandro le prohibió predicar y, aunque
en un primer momento se sometió, pronto volvió al púlpito, despreciando las
órdenes papales como contrarias a la voluntad divina, desde donde atacó
directamente al Pontífice y su corte. Por ello, y por negarse a aceptar la
Congregación dominicana de los conventos de Toscana y de Roma que Alejandro
había decretado, fue excomulgado en mayo de 1497. Pero Savonarola hizo caso
omiso de la excomunión, considerándola inválida, agudizó sus invectivas contra
el Papa e incluso incitó a los monarcas cristianos para que convocaran un
concilio general que depusiera al Pontífice por simoníaco y hereje. El Papa
exigió a la Señoría de Florencia, bajo pena de entredicho, el arresto de
Savonarola. Finalmente, cuando el fraile perdió el favor popular al negarse a pasar
por la prueba del fuego, que él mismo había solicitado como demostración de su
misión divina, sus adversarios políticos aprovecharon la ocasión para
arrestarlo y, tras un proceso en el que tomaron parte dos comisarios
pontificios, condenarlo a la pena capital, que fue ejecutada el 23 de mayo de
1499.
Por lo
que respecta a la reforma de la curia, fue un proyecto considerado al inicio de
su pontificado y postergado por la invasión francesa. Personalidades como
Savonarola, la beata Colomba de Rieti, Bernardo Boïl o la propia Isabel la
Católica, reprocharon al Pontífice sus desórdenes morales, sin lograr un cambio
de actitud que sólo tuvo lugar ante el dolor y el remordimiento producidos por
la muerte de su hijo Juan (14 de junio de 1497). El Papa encargó entonces la
elaboración de un amplio programa de reforma a una comisión de seis cardenales,
cuatro de los cuales militaban en el partido opuesto al suyo, lo que manifiesta
la sincera voluntad reformadora del Papa. Este programa comprendía ciento veintiocho
puntos de renovación eclesial, en los que, entre otras cosas, se ponía freno a
la vida lujosa y aseglarada de los cardenales y prelados, se prohibía la
enajenación de territorios de los Estados Pontificios, se regulaba el culto de
la capilla pontificia, se daban severas normas acerca de la conducta moral de
los oficiales de la curia, se prohibía la venalidad de los oficios curiales, se
perseguía la simonía, se castigaba a los clérigos concubinarios, etc. Pero el
proyecto fue ineficaz, pues, con el paso del tiempo, los buenos sentimientos
del Pontífice se disiparon, y las nuevas preocupaciones políticas impidieron la
promulgación de la bula (In Apostolica Sedis specula) y el
desarrollo de una reforma que “de haberse puesto en práctica, le hubiera
redimido ante la historia y tal vez hubiera podido impedir graves daños a la
Iglesia” (M. Batllori).
Ahora
bien, aunque no fue capaz de reformarse a sí mismo, Alejandro fue sensible a
los intentos de reforma que vinieron de fuera, sobre todo en el campo de la vida
religiosa. Aquí sostuvo los esfuerzos reformadores surgidos bien en el seno de
las mismas órdenes religiosas bien promocionados por los Reyes Católicos o el
rey de Francia, principalmente; donde fue necesario tomó en sus manos la
defensa de la reforma, dando poderes papales a algunos obispos (Cisneros en
Castilla, Georges d’Ambois en Francia o Adriano da Corneto en Inglaterra) para
que la impusieran.
No sólo
apoyó a las congregaciones de observancia en conflicto con los superiores
generales contrarios, sino que aprobó nuevas, como la reforma guadalupiana de
los franciscanos españoles, la austera Orden de los Mínimos (1502) —fundada por
san Francisco de Paula—, la Congregación de Montaigu (1500) y la Orden de la
Anunciata (1501), fundada por la ex reina Juana de Valois. A sus iniciativas
misionales en América —donde siempre mantuvo un vicario pontificio—, debe
añadirse su interés por la evangelización del Lejano Oriente, y los esfuerzos
ecuménicos con el metropolita de Kiev —José Bulgarinovic— para lograr la unión
con los ortodoxos, cuyo bautismo fue reconocido en 1501 al declarar la validez
del administrado por los rutenos en Lituania.
En el
gobierno de la Iglesia Alejandro VI fue custodio celoso de los derechos de la
Sede Apostólica ante el intervencionismo de Felipe el Hermoso o las iniciativas
patronales de los Reyes Católicos, y combatió eficazmente las tendencias
heréticas en Bohemia, Moravia y Lombardía. En la curia reorganizó la oficina de
los scriptores para proveer la expedición de los breves
pontificios, atribuyó perpetuamente a los agustinos el oficio de sacristán del
Sacro Palacio, e incrementó el colegio cardenalicio con una gran número de
cardenales “jóvenes” italianos, que superaron a los valencianos y catalanes
situados en oficios domésticos y de administración territorial. Siguiendo la
tradición pontificia se mostró tolerante con los judíos, aceptando en sus
Estados a muchos sefardíes expulsados de la Península Ibérica, pero atajó los
brotes de criptojudaísmo entre los falsos conversos, apoyando el Tribunal de la
Inquisición establecido por los Reyes Católicos, o adoptando procedimientos
inquisitoriales ya ensayados en Castilla como las rehabilitaciones públicas
celebradas en Roma en 1498. Su piedad, aunque un tanto ruda y supersticiosa,
era sincera, como puso de manifiesto en las ceremonias del jubileo del año
santo de 1500; y su particular devoción por la Virgen María le llevó a promover
el rezo del Angelus, conceder indulgencias a los que visitaran algún santuario
mariano, o confirmar en 1502 la bula de Sixto IV sobre la Inmaculada
Concepción.
Bajo su
pontificado se intensificó el concepto de pontifex-imperator que
incorporaba a la sucesión apostólica de Pedro la herencia del antiguo Imperio
Romano. Así lo reflejan sus programas iconográficos y su proyecto político en
los Estados Pontificios, donde puso las bases de un sistema de fortificación
moderno mediante la construcción de las fortalezas de Nepi (1499), Civita
Castellana (1499), Nettuno (1501-1503) y Castel Sant’Angelo en Roma (1495).
En la
Urbe se esforzó por mantener el orden y la justicia acometiendo una reforma
judicial que contemplaba la creación de un Tribunal Supremo especial y la
renovación del sistema penitenciario mediante una administración más rígida y
prudente.
Por
motivos de prestigio e interés personal se rodeó de un círculo de humanistas
vinculados a la Curia pontificia, la Universidad y la Academia romana.
Entre los
intelectuales próximos a su persona se encontraban los directores de la
Academia —Pomponio Leto y después Paolo Cortesi—, los preceptores Gaspare di
Verona y Paolo Pompilio, los secretarios Ludovico Podocátaro y Adriano da
Corneto, los oradores de la capilla pontificia Michele Ferno y Egidio da
Viterbo, los hermanos Raffaele y Mario Maffei da Volterra, Aurelio y Raffaele
Brandolini, Giovanni da Lascaris, el impresor Aldo Manucio, el auditor Girolamo
Porcari, el maestro del Sacro Palacio Annio de Viterbo, los canonistas Felino
Sandei y Giovanni Antonio di San Giorgio; así como otros intelectuales
españoles sensibles a la cultura humanista, como el curial barcelonés Jeroni
Pau, el extremeño Rodrigo Sánchez de Arévalo —castellano de Sant’Angelo—, los
mallorquines Esperandéu Espanyol y Arnau de Santacília —preceptores de César—,
el teólogo dominico Pedro García o el médico pontificio Gaspar Torrella, ambos
bibliotecarios de la Vaticana. Tampoco faltaron célebres músicos en la capilla
pontificia, como Joschin Després y el organista Marturià Prats, que imprimieron
un estilo “español” —mezcla de tradición italiana y española— a la música
litúrgica de su tiempo.
Animado
por esta sensibilidad cultural, Alejandro VI colaboró con generosas sumas de
dinero a la reconstrucción de la Universidad de Roma (La
Sapienza), protegió a algunas universidades y colegios castellanos, y
otorgó la bula fundacional de las universidades de Aberdeen en Escocia (1495),
Frankfurt del Oder en Alemania (1500), y Alcalá de Henares (1499) y Valencia
(1501) en la Península Ibérica. Su mecenazgo artístico tuvo una fuerte impronta
propagandística, y su actividad edilicia en la Urbe dejó obras notables en
Castel Sant’Angelo, Santa María la Mayor y la Torre Borja del palacio vaticano
(X. Company).
Para
estos trabajos requirió los servicios de su arquitecto preferido, Antonio de
Sangallo, y encargó a Pinturicchio la decoración pictórica de sus apartamentos
según el complejo programa iconográfico de Annio de Viterbo (M. Carbonell i
Buades). Hizo construir un sepulcro de mármol para Calixto III y encomendó a
Andrea Bregno y Pietro Torrigiano diversos trabajos escultóricos. Entre sus
reformas urbanísticas cabe recordar la reordenación de Piazza Navona, la
restauración de las murallas de la ciudad y la apertura de la via Alexandrina
para unir la Basílica de San Pedro con Castel Sant’Angelo.
No es
fácil valorar una personalidad tan compleja como la de Alejandro VI, cuya vida
se encuentra rodeada por un halo de leyenda que no facilita el juicio
histórico. A la hora de juzgar su figura los historiadores tienden a ser
severos en sus apreciaciones, siguiendo la condena que dictaminó la
historiografía posterior en tiempos de Julio II —gran enemigo de los Borja— y
la crítica que se desencadenó en el clima más estricto de la Reforma y
Contrarreforma (M. Hermann-Röttgen).
Es
indudable que Alejandro VI no estuvo a la altura de la santidad requerida por
los tiempos, dejándose llevar por un nepotismo perturbador y una sensualidad
—indigna de un hombre de Iglesia— que ni siquiera trató de ocultar. Sin
embargo, en su polifacética personalidad hay que distinguir los excesos de su vida
privada de su perfil como estadista y como Pontífice al frente de una
institución no exclusivamente humana.
En este
sentido, su sincera fe cristiana está en la base de su interés evangelizador,
su vigilancia en el gobierno de la Iglesia y su deseo de reformarla alentando
cualquier iniciativa en este campo. En su faceta política Alejandro VI mantuvo
una difícil neutralidad en la crisis internacional del momento, e intentó
consolidar los Estados Pontificios apoyándose en una arriesgada política
familiar y una mejor administración del territorio. Cualquiera que sea la
valoración final, deberá tener presente los contrastes de este sorprendente
valenciano llamado a dirigir la nave de la Iglesia en uno de los períodos más
turbulentos de su historia, y que todavía hoy continúa suscitando el asombro y
el desconcierto de los historiadores.
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https://dbe.rah.es/biografias/6222/alejandro-vi
Álvarez de Toledo,
Fernando. Conde de Alba de Tormes (I), señor de Valdecorneja y
Villarias (IV), conde de Piedrahíta (I). Toledo, p. s. XV – ?,
1464. Capitán mayor de las Fronteras de Requena, Écija y Jaén.
Fernando Álvarez de Toledo era hijo de
García Álvarez de Toledo, III señor de Valdecorneja, casado con Constanza
Sarmiento, en cuyo matrimonio también había nacido otra hija, Constanza. El
joven Fernando se ve inmerso en las luchas políticas del reinado de Juan II,
incluso antes de la muerte de su padre, siempre acompañado de su influyente tío
el obispo de Toledo, Gutierre Gómez de Toledo.
Su vida puede dividirse en dos
momentos cuya inflexión es la batalla de Olmedo —1445— que marca un antes y un
después. Durante los primeros veinte años —desde la fecha de las Cortes de
Palenzuela en 1425, primera escena de la vida política de Fernán— hasta la
citada batalla, toda la actuación del IV señor de Valdecorneja y de su tío, el obispo,
estuvo determinada por su actitud ante la disyuntiva de apoyar a los infantes
de Aragón o al condestable Álvaro de Luna. Aunque en un primer momento parece
que colaboraban con la causa de los primeros finalmente se convierten en
aliados del condestable participando en combates fronterizos para controlar los
ataques procedentes de Aragón. Tras Olmedo —1445— se producirá un cambio
radical y Fernando Álvarez de Toledo, ya muerto su tío, se alineará con los
enemigos del condestable. A lo largo de su dilatada vida política el I conde de
Alba disfrutó de varias dignidades: copero mayor del rey Juan II, camarero
mayor del príncipe Enrique, alguacil mayor de Toledo y de Ávila. Pero sus
mayores honores están relacionados con la actividad bélica.
Fernando Álvarez de Toledo fue
nombrado frontero de Requena —también de Écija y Jaén— y, como capitán mayor,
inició su fama militar destacándose en varios episodios de importancia.
Probablemente la hazaña más sobresaliente y que evitó la invasión de Castilla
fue la de las banderas arrebatadas a aragoneses y valencianos. Por todo ello el
Rey le concedió la merced del quinto de las presas de la Corona y, sobre todo,
el permiso para que pudiera, en recuerdo de aquella hazaña, exhibir en su
escudo de armas las trece banderas a modo de orla. Pero el reconocimiento al
linaje alcanzaba también al obispo, verdadero maniobrador político, al que el
rey Juan II le concedió Alba de Tormes al tiempo que a Fernando le hacía
beneficiario del señorío de Salvatierra.
En la guerra de Granada y como capitán
frontero Fernando destacó por sus actuaciones en el arzobispado de Sevilla y
obispado de Córdoba, incluso entró en Ronda llegando hasta las puertas de
Granada y Málaga. En esta campaña castellana contra el reino nazarí culminada
en la batalla de la Higueruela, tuvo un papel estelar con la conquista de la
torre de Pinos Puente. Pero un incidente cambió su suerte: junto con el conde
de Haro, tío y sobrino, abandonaron la guardia para escaramucear contra los
moros lo que les valió una represalia por parte del condestable. En enero de
1432 Álvaro de Luna les aprisionó encarcelándoles durante casi un año. Aquel
incidente hizo que, junto con Íñigo López de Mendoza, se formara un germen de
oposición nobiliaria al condestable. No obstante, una vez terminada la campaña
extremeña y expulsados los infantes, Fernando Álvarez de Toledo fue perdonado.
Como capitán mayor de la frontera en
Jaén, el señor de Valdecorneja destacó en muchas hazañas —como la entrada en la
vega de Guadix— destacando el auxilio prestado a Rodrigo Manrique.
Como responsable de la guarda y
defensa de la franja meridional del reino de Córdoba en sus incursiones en el
territorio granadino destruyó torres y atalayas ganando fortalezas —Benzalema,
Benamurel— contribuyendo decisivamente en la toma de Huéscar y haciendo muchos
cautivos que, más tarde, por orden del Rey, hubieron de ser puestos en libertad
al querer convertirse a la fe cristiana.
En 1437 de nuevo se rompen las
hostilidades con el grupo de nobles capitaneados por los potentes linajes de
los Manrique y Enríquez, pero tío y sobrino permanecen, en esta ocasión, fieles
a Álvaro de Luna.
Como premio a su actividad en la
frontera el rey Juan II le confirmó el señorío de Salvatierra en 1437 con
seiscientos vasallos en Cogolludo y Loranca así como las villas de Villoria y
Babilafuente. Pero aún fue mayor el premio adquirido dos años después, dignidad
de trascendencia histórica para su linaje: el 25 de diciembre se le hace
merced, con el título de conde, sobre la villa de su tío, esto es, Alba de
Tormes.
Mientras tanto los infantes habían
vuelto —lo que significaba una amenaza para el disfrute de parte de los bienes
del nuevo conde al haber pertenecido a ellos— y el condestable sufre destierro
en Escalona.
Fernán Álvarez de Toledo toma parte en
la rehabilitación del partido realista en donde también participa el contador
Vivero, Lope de Barrientos y Pero Yáñez, entre otros. Tanto predicamento tenía
Fernando Álvarez con el Rey que éste pasó alguna temporada en sus dominios,
concretamente en Piedrahíta.
Pero los nobles contrarios a Álvaro
imponen un programa de gobierno cuya medida previa consistía en el alejamiento
de los partidarios de aquél, entre otros, el conde de Alba. El enconamiento
entre partidarios de Álvaro y del partido realista y sus adversarios, que
apoyaban a los infantes, llegó al definitivo enfrentamiento de Olmedo, el 19 de
mayo de 1445. El triunfo de los primeros y el definitivo alejamiento de los
infantes de Aragón es un hecho incontestable, aunque el premio al conde de Alba
fuera pequeño y fruto de alguna merced confiscada. Unos meses después de tan
decisivo encuentro, Gutierre, ya muy anciano, otorga testamento —el 22 de
febrero de 1446— de sus villas de Alba de Tormes, Alaraz y Torrejón de Velasco
en favor, naturalmente, de su sobrino Fernán, muriendo poco tiempo después.
Se produce entonces el segundo momento
en la actuación política del conde de Alba que acabará por alinearse con los
enemigos de Álvaro de Luna, lo que provocó, además, el odio del futuro Enrique
IV. Así Fernando Álvarez entró en el partido del rey de Navarra y en la amistad
con el almirante Enríquez. Esto último se ratificó, nada menos que a través de
un matrimonio, el de su primogénito García con María Enríquez, hija de Fadrique
Enríquez, que, a su vez, era abuelo del futuro Fernando el Católico. Esto
convertía a los Alba en parientes íntimos del linaje real.
Pero en los años sucesivos, y a
consecuencia de aquella opción, Fernán Álvarez de Toledo pasó todo tipo de
tribulaciones. El golpe de Záfraga dado por Álvaro de Luna, ya maestre de
Santiago, y el marqués de Villena con el fin de eliminar a sus enemigos,
incluido el conde de Alba, le costó a Fernando Álvarez, de nuevo, la prisión.
Comienza ahora un largo cautiverio desde Segovia, Roa y Toledo, y que finalizó
años después no sin antes verse despojado, por parte del entonces príncipe de
Asturias, del secuestro de sus villas y el expolio de juros y oficios.
Su heredero, García, tomó su bandera:
ejerció el Adelantamiento de Cazorla y acompañó al almirante Enríquez, su
suegro, al famoso viaje italiano que tenía como fin el que Alfonso V encabezara
una rebelión para expulsar al condestable. Las negociaciones dieron sus frutos,
pero, a pesar de que en 1450 se firmó la paz entre todos —incluyendo al rey
Juan de Navarra y al príncipe de Viana—, por lo que los prisioneros de Enrique
IV fueron acogidos en perdón—; el conde de Alba siguió encarcelado quizás
porque sus hijos —García y Pedro— se mostraron rebeldes antes de la firma de
esa paz y extendieron una lucha de años para recuperar las posesiones de su
señorío.
El 2 de junio de 1453 era ejecutado
Álvaro de Luna y poco después fallecía Juan II. El nuevo Rey —Enrique IV— en
una de sus primeras actuaciones concedió el perdón a los condes de Alba y
Treviño, pero esto no se materializó hasta tiempo después y en ningún caso
supuso una vuelta a la situación anterior a 1448, porque algunos lugares fueron
conservados por el Monarca durante años. Seis años había durado el
encarcelamiento de Fernando Álvarez de Toledo, que retornaba a la vida política
y a las actividades bélicas a pesar de las profundas heridas psicológicas.
Durante los últimos años de su vida
estuvo concentrado en las cuestiones patrimoniales y la recuperación de
aquellas villas confiscadas, caso de Granadilla, conseguida en 1460.
Políticamente continuó en el bando nobiliario heredero de los aragoneses
—arzobispo Carrillo—, si bien sus relaciones con el nuevo valido de Castilla,
el marqués de Villena, fueron excelentes.
La vida familiar de Fernando Álvarez de
Toledo le proporcionó grandes compensaciones. En su matrimonio con Mencía
Carrillo, hija de Pero Carrillo de Toledo, copero y aposentador de Juan II, y
de Elvira Palomeque, tuvo los siguientes hijos: García; Pedro, adelantado de
Carzorla; Mayor, casada con el conde de Oropesa; Teresa, casada con Gómez
Carrillo, señor de Albornoz; María, casada con Juan de Tovar, señor de
Caracena; e Inés casada con Esteban Gudiel. Fernán Álvarez de Toledo testó, por
vez primera en 1447 en Córdoba, si bien hubo de hacerlo de nuevo, una vez
fallecido su hijo Pedro, en 1455. Su primogénito, emparentado con los Enríquez
—el 10 de diciembre de 1458 había nacido Fadrique de Toledo, su nieto—, no dejó
de darle satisfacciones al continuar en primera línea en la política del reino.
En 1464 cuando se avecinaba una
tremenda tormenta en Castilla que llevaría el reino a la guerra civil y a la
dualidad monárquica, fallecía Fernán Álvarez de Toledo. Su hijo recogió su
legado y, en 1473, engrandeció el linaje al hacerse beneficiario del título de
I duque de Alba, título llamado a protagonizar las más brillantes actuaciones
en la historia de España del siglo XVI.
Bibl.: P. Carrillo de
Huete, Crónica del Halconero de Juan II, ed. de J. de Mata
Carriazo, Madrid, 1946; E. Benito Ruano, Toledo en el
siglo XV, Madrid, Escuela de Estudios Medievales, 1961; H. del
Pulgar, Claros Varones de Castilla, ed., intr. y notas de J.
Domínguez Bordona, Madrid, Espasa Calpe, 1969; A. de Palencia, Crónica
de Enrique IV de Castilla, introd. de A. Paz y Meliá, Madrid, Atlas,
1973 (col. Biblioteca de Autores Españoles); J. M. Calderón Ortega, “Una
aportación documental para el estudio de una hacienda señorial: los Álvarez de
Toledo, señores de Valdecorneja”, en Cuadernos Abulenses (CA), 3
(1985), págs. 175-183; J. M. Monsalvo Antón, El sistema político
concejil. El ejemplo del señorío medieval de Alba de Tormes y su concejo de
villa y tierra, Salamanca, Universidad, 1988; I. Pastor Bodmer, Grandeza
y tragedia de un valido. La muerte de Álvaro de Luna, Madrid, Caja de
Ahorros de Madrid, 1992; J. M. Calderón Ortega, “Los riesgos de la política en
el siglo XV: la prisión del conde de Alba (1448-1454)”, en Historia,
Instituciones, Documentos (Sevilla), 21 (1994), págs. 41-62; “Aspectos
políticos del proceso de formación de un estado señorial: el ducado de Alba y
el señorío de Valdecornejo”, en CA, 23 (1995), págs. 11-116;
P. A. Porras Arboleda, Juan II de Castilla, rey de Castilla, Burgos,
Diputación Provincial de Palencia, 1995; L. Suárez Fernández, Enrique
IV de Castilla, la difamación como arma política, Barcelona, Ariel,
2001; J. E. López de Coca, “Fernando Alvarez de Toledo (1434-1437), Capitán de
la Frontera de Jaén”, en Anuario de Estudios Medievales, 33
(2003), págs. 645-666; J. M. Calderón Ortega, El ducado de Alba. La
evolución histórica, el gobierno y la hacienda de un Estado señorial
(s. XIV-XVI), Madrid, Universidad de Alcalá de Henares, 2005; C.
Quintanilla Raso y M. J. García Vera, “Señores de título en la Castilla del
siglos XV: su creación en el reinado de Enrique IV”, en Homenaje
al profesor Eloy Benito Ruano, vol. 2, Murcia, Sociedad de Estudios
Medievales - Universidad de Murcia, 2010, págs. 653-670; H. González
Zymla, “El Castillo Palacio de los Álvarez de Toledo en Alba de Tormes”,
en Anales de historia del arte, 2
(2013) , págs. 455-468.
Dolores Carmen Morales Muñiz
https://dbe.rah.es/biografias/8014/fernando-alvarez-de-toledo
Álvarez de
Toledo, García. Señor de Oropesa (III). ?, ú.
t. s. xiv – Oropesa (Toledo), 1444. Noble.
Hijo de
Fernán Álvarez de Toledo, segundo señor de Oropesa, y de Elvira de Ayala,
señora de Cebolla y del castillo de Villalba en Toledo.
Sucedió a
su padre en 1398 siendo menor de edad, por lo que quedó bajo la tutela y
curaduría de su madre hasta el año 1403, en que se hizo cargo personalmente del
gobierno de sus señoríos. García se había criado como doncel en la cámara del
rey Enrique III.
El
Monarca, al parecer, le tenía en tanta consideración que, al morir en 1406, le
destinó un legado de 15.000 maravedíes en su testamento. Sus servicios a la
Corona, primero a Enrique III, después al regente Fernando y, finalmente, a
Juan II le reportaron jugosos beneficios. El tercer señor de Oropesa siempre
mantuvo una lealtad inquebrantable a Juan II, desde el año 1420, en que se
produjo en Tordesillas el golpe de estado del infante Enrique de Aragón, hasta
su muerte en 1444. Siempre apoyó al Monarca en todos los enfrentamientos que
tuvieron lugar entre Juan II y su privado Álvaro de Luna, de una parte, y los
infantes de Aragón, de la otra. Ya en 1408 había conseguido un juro de 15.000
maravedíes anuales en las alcabalas del vino y de la carnicería de Plasencia.
Fue el
premio que recibió por su lealtad al regente y por la promesa de enviar una
hueste a la campaña granadina que emprendió Fernando un año más tarde.
Una nueva
prebenda recibió en 1422, tras el fracaso del golpe de Enrique de Aragón,
cuando Juan II le concedió nada menos que el privilegio de portar el estoque
real en las ceremonias solemnes de la Corte.
En 1428
el Monarca le donó también, no sin la oposición del concejo de la ciudad, las
martiniegas de Salamanca.
Siguiendo
la estrategia tradicional del linaje, contrajo un buen matrimonio con Juana
Núñez de Herrera, una hija de otro poderoso señor de la región extremeña, el
mariscal García González de Herrera.
De este
matrimonio nacieron dos hijos: el mayor, llamado como su abuelo, Fernán Álvarez
de Toledo, y el segundo, Pedro Suárez de Toledo, que llegó a construirse un
señorío propio en torno a las villas de Gálvez y Jumela, situadas al sur de
Toledo y relativamente próximas a La Puebla de Montalbán.
Bibl.: A. Franco Silva, “Oropesa: el nacimiento de un señorío toledano a
fines del siglo xiv, en Anuario de Estudios Medievales, 15
(1985), págs. 299-314; A. Franco Silva, “El condado de Oropesa”, en Cuadernos
Abulenses, 35 (2006), págs. 85-224.
https://dbe.rah.es/biografias/40824/garcia-alvarez-de-toledo
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