domingo, 17 de abril de 2022

 

ALFONSO V, el Magnánimo


Alfonso V. El Magnánimo. ¿Medina del Campo? (Valladolid), 1396 – Nápoles (Italia), 27.VI.1458. Rey de Aragón. IV como conde de Barcelona, III como rey de Valencia, y I como rey de Mallorca y de Nápoles. Monarca de la Corona de Aragón (1416- 1458), rey de Nápoles (1442-1458).

 

Hijo primogénito de Fernando I de Antequera y de Leonor de Alburquerque “la ricahembra”. Creció en Medina del Campo junto a sus hermanos pequeños, especialmente Juan, que después serán conocidos en Castilla como los infantes de Aragón, siendo educado en las artes marciales y los libros. La riqueza de su madre, a la que pronto se añadió la fortuna de su padre, creó al entorno del infante un ambiente de magnificencia, lujo y refinamiento. Gran aficionado a la caza, se introdujo de buen grado en el mundo de las letras y de las artes probablemente a través de las enseñanzas de su tío Enrique de Villena. Gustó de bien vestir y de seguir la moda, especialmente la francesa. Todo ello hacía de Alfonso un hombre moderno, atractivo y simpático por su prudencia y gentileza. Como primogénito de la rama menor de los Trastámara le fue impuesto, desde muy joven, en 1406, el casamiento con su prima hermana María de Castilla, hija de Enrique III; si bien la boda no se celebró hasta 1415 en la ciudad de Valencia. Dicho enlace fue el inicio de una serie de desavenencias sentimentales dentro del matrimonio, que tendrían que tener una fuerte repercusión en los asuntos públicos de la Corona de Aragón. Desde agosto de 1412, al ser designado su padre Rey por la sentencia arbitral de Caspe, fue reconocido como heredero de la Corona, mientras que su hermano Juan era destinado a acaudillar a los partidarios de la rama menor de los Trastámara en Castilla y a defender los importantes intereses económicos de la familia en dicho reino.

El inicio de su reinado en 1416 a la muerte de su padre Fernando I, no fue fácil, ya que mientras en Castilla comenzaba a quebrarse el bloque de sus partidarios, que desde ahora se puede denominar como “aragonés”, en el Mediterráneo, Génova, amenazaba una vez más con infiltrarse en los asuntos de Cerdeña, a la vez que en Sicilia el autonomismo reforzaba sus posiciones y aumentaba sus exigencias. Mientras en Cataluña era previsible una nueva acometida del partido pactista, con la intención de aprovechar los primeros actos de gobierno del joven Monarca, con la finalidad de imponer sus reivindicaciones políticas y administrativas, sociales y jurídicas, que no habían sido atendidas por Fernando I en las Cortes celebradas en Montblanc en 1414 y que finalizaron súbitamente por decisión real. Este hecho había creado una atmósfera de recelo entre la Monarquía y los estamentos privilegiados de Cataluña, que aumentó al proseguir el nuevo Soberano con la política favorable al sindicato de los remensas y a la redención de las propiedades del Patrimonio Real. Por estos motivos algunos nobles catalanes decidieron desafiar al Rey en las Cortes que se convocaron en Barcelona en el otoño de 1416. Esta actitud contó con un hecho favorable, el discurso que el nuevo Rey hizo en castellano, que, aunque redactado en términos heroicos y favorable a los intereses de Cataluña frente a Génova, ya que solicitaba una ayuda para luchar contra dicha república, se interpretó como una afrenta a las libertades, privilegios y prerrogativas de Cataluña. El brazo nobiliario estuvo radicalmente opuesto a conceder la ayuda solicitada por el Monarca, mientras que los brazos eclesiástico y real estuvieron de acuerdo en negociar con el soberano. En esta situación los estamentos de las Cortes, azuzados por la aristocracia de sangre, designaron una comisión de catorce personas encargadas de obtener del Monarca la convocatoria de una nueva legislatura en donde se discutiría la reforma, que decían venía arrastrándose desde 1414. Era la continuación de la ofensiva pactista iniciada ya a finales del siglo XIV.

La Comisión de los Catorce comenzó a actuar en 1417 e intervino públicamente cuando se supo el propósito del Rey, que se encontraba en Valencia, de armar una flota para ir a Cerdeña y Sicilia. La Comisión envió una embajada a Valencia para exigir al Rey la reforma del Gobierno y la expulsión de los extranjeros de la Corte y del Consejo Real. La situación se complicó para el Soberano, ya que las ciudades de Valencia y Zaragoza estaban de acuerdo con las exigencias de la delegación catalana. Alfonso el Magnánimo hizo gala de una gran diplomacia cuando intentó dividir a los miembros de la delegación asegurando que atendería las peticiones de Cataluña, pero en cambio defendió a sus servidores castellanos aduciendo que eran antiguos servidores. De hecho el enfrentamiento del Rey y las Cortes catalanas no se produjo por el asunto de los servidores castellanos, sino por la divergencia en la manera de contemplar el mecanismo político de Cataluña. Era esencialmente cosa de teoría política, ya que el Monarca y sus consejeros afirmaban que las regalías del príncipe no podían ser comunicadas a los vasallos sino únicamente por voluntad propia del soberano y no como una obligación de éste. Era una doctrina que chocaba con el laboriosamente creado derecho constitucional catalán. Por ello las cosas se complicaron en el Principado e hicieron necesario que el Rey se trasladase nuevamente a Cataluña. El 21 de marzo de 1419 se convocaban las Cortes catalanas desde Barcelona, que se reunieron en San Cugat del Vallés, de donde se trasladaron más tarde a Tortosa, alargándose hasta 1420. En esta ocasión el Rey hizo la proposición en catalán que él mismo leyó. A pesar de ello el enfrentamiento entre el Monarca y los estamentos privilegiados catalanes fue muy duro, precisamente cuando Alfonso tenía una única fijación, partir hacia Italia. En primer lugar se llegó a un principio de acuerdo cuando se publicó un convenio con el brazo eclesiástico, entre cuyos acuerdos figuraba el que los extranjeros no pudiesen obtener beneficios eclesiásticos en Cataluña, a la vez que se aprobó el nombramiento de una comisión para resolver los greuges (agravios) que tenía el país desde siempre. A cambio de todo ellos las Cortes avanzaron un donativo de 50.000 florines al Rey para su empresa mediterránea.

La realidad del choque entre el Rey y las Cortes catalanas no fue por la excusa inicial de los servidores castellanos del Monarca, sino por la divergencia en la manera de contemplar el mecanismo político del Principado. Finalmente el 10 de mayo de 1420 Alfonso se embarcaba en el puerto de los Alfacs (Alfaques), al mando de una escuadra de veintitrés galeras y cincuenta velas, destino Mallorca para ir a Cerdeña, con la finalidad de frenar la audacia de los genoveses con una intervención en Córcega, isla que nominalmente pertenecía a la Corona de Aragón desde el reinado de Jaime II. Alfonso con el inicio de su aventura mediterránea enlazaba con la más pura tradición de la política catalana y proseguía su expansión iniciada en 1282. En Cerdeña afirmó la presencia catalana merced a un acuerdo definitivo con el vizconde Guillermo III de Narbona, por el cual se comprometió a entregarle 100.000 florines de oro a cambio de todas las tierras que poseía dicho noble en la isla, incluida la ciudad de Sassari.

Desde Cerdeña con sus naves, Alfonso, pasó el estrecho de Bonifacio y se apoderó de Calvi a finales de septiembre de 1420, dirigiéndose seguidamente hacia Bonifacio, ciudad que asedió desde el 17 de octubre hasta el mes de junio de 1421. El fracaso del asedio de la ciudad corsa de Bonifacio se debió a la ayuda que los genoveses prestaron a los sitiados, así como a la mala mar imperante en la zona. La imposibilidad de dominar a los corsos fue una de las causas que hizo a Alfonso dirigir sus ambiciones hacia el Reino de Nápoles, en donde la debilidad de la Monarquía era bien patente frente a los poderosos barones y los condottieri, en los que se apoyaba la realeza napolitana para hacer frente a los primeros. La reina de Nápoles, Juana II, conservaba su corona gracias a Sforza el Viejo y a Gianni Caracciolo. La falta de heredero directo de la soberana llevó a que Caracciolo defendiera la candidatura de Luis III de Anjou, mientras que el Sforza se inclinó por Alfonso de Aragón. Por otro lado, éste contaba con el apoyo de los mercaderes catalanes, así como una serie de nobles napolitanos que le habían hecho llegar que la conquista de dicho reino sería cosa muy fácil. En 1421 Juana II de Nápoles estaba sitiada por Luis de Anjou, por lo que aconsejada por Caracciolo pidió ayuda a Alfonso de Aragón, adoptándolo como hijo y heredero y nombrándole duque de Calabria. Alfonso el Magnánimo aceptó la propuesta que a su vez le permitía combatir a Luis de Anjou, aliado de Génova. El 25 de junio de 1421 entraba en Nápoles, donde fue recibido por la Reina como un verdadero libertador. Pero la voluble reina de Nápoles, presintiendo la fuerte personalidad de su nuevo heredero revocó el prohijamiento y llamó contra él a sus rivales. Derrotado por Sforza cerca de Nápoles, Alfonso con sus tropas se hizo fuerte en los castillos Nuevo (Castel Nuovo) y del Huevo (Ovo), en donde esperó los refuerzos navales catalanes que le permitieron nuevamente apoderarse de la ciudad. Pero la reina Juana II se había retirado con Sforza primero a Aversa y después a Nola, donde revocó la adopción hecha en favor de Alfonso V, nombrando nuevo heredero a Luis de Anjou el 21 de junio de 1424.

Alfonso de Aragón, decepcionado y despechado, volvió a sus reinos ibéricos, en donde permaneció nueve años, iniciándose un verdadero entreacto peninsular, en la trayectoria vital del Monarca. De regreso a Cataluña su escuadra saqueó la ciudad de Marsella, llevándose como botín las cadenas, que impedían el acceso a dicho puerto, y el cuerpo de san Luis, obispo de Toulouse. En esta su primera intervención en Italia, Alfonso, aprendió que la realidad de la política italiana era más que un remolino de contradicciones. Ya que después de haber vencido a los genoveses y a Sforza en el choque naval de Foz Pisana en octubre de 1421; de haber conseguido del pontífice Martín V una bula que le confirmaba como heredero del Reino de Nápoles, y haber firmado una tregua con el duque de Milán, Filippo María Visconti, sus vasallos los genoveses en junio de 1422. La alianza entre Sforza y el magnate napolitano Caracciolo permitió el levantamiento del pueblo napolitano contra él, teniendo que abandonar la ciudad. Con todo el balance de esta primera etapa itálica tuvo connotaciones favorables, ya que supuso la pacificación de Cerdeña y Sicilia; a la vez que proporcionó como colofón dos importantes bases navales a la marina de la Corona aragonesa, fundamentalmente catalana: Portovenere y Lerici, a la entrada del golfo de La Spezia, gracias a un pacto firmado con Filippo María Visconti en 1426, a cambio de la renuncia a la isla de Córcega, teóricamente de la Corona de Aragón, aunque en la práctica nunca se había dominado.

A su regreso a Barcelona a finales de 1423, el Rey se encontró con una situación difícil, ya que los pactistas, amparándose en las circunstancias de las Cortes de Barcelona de 1421-1423, iniciadas en Tortosa, lograron imponer diversos puntos de su programa, haciendo aceptar al Monarca las reivindicaciones que éste había rechazado en las Cortes celebradas desde 1414, por lo que la mayoría de los agravios presentados quedaron resueltos. Los nueve años que estuvo en la Península es el período de las luchas de la rama aragonesa de los Trastámara contra la castellana, y más concretamente, contra el privado don Álvaro de Luna. En 1429 las tropas de Alfonso el Magnánimo, unidas a las de su hermano Juan de Navarra, penetraron en Castilla por Ariza, llegando hasta cerca de Jadraque y Cogolludo.

La llegada de su esposa, la reina María, logró evitar una batalla campal entre castellanos y navarro-aragoneses. Aunque las hostilidades con Castilla continuaron hasta julio de 1430, en que se acordó una tregua de cinco años, firmándose finalmente la paz el 23 de septiembre de 1436. Pero a la vez que la política castellana absorbía gran parte de las preocupaciones y anhelos de Alfonso el Magnánimo y sus hermanos, los infantes de Aragón, los primeros efectos de la crisis económica dejaban su huella en Cataluña, apareciendo las primeras disensiones internas graves en el Principado. Las Cortes de 1431 son un fiel reflejo de la angustia y preocupación que tenían los distintos estamentos representados en ellas. Los graves problemas que padecía el campo se presentaron como un bloque de reivindicaciones que provenían de un proyecto elaborado en las Cortes de 1429. Ya que ante el movimiento de liberación de los campesinos, la nobleza, los eclesiásticos y el patriciado urbano instaron al Rey la aprobación de varias constituciones, entre las que se pedía que los campesinos remensas no pudieran reunirse para solicitar liberarse de sus servidumbres, bajo pena de prisión perpetua. En esta complicada situación, Alfonso, abandonó Cataluña el 29 de mayo de 1432, dejando a su esposa, la reina María, la complicada misión de buscar una solución a este grave problema; y es que el sueño napolitano volvía a irrumpir en la vida del Monarca.

Llamado por sus partidarios napolitanos, a cuyo frente había dejado a su hermano Pedro, como lugarteniente de dicho reino, Alfonso recuperó nuevamente el sueño de Italia, que siempre estuvo en su mente. Esta nueva partida fue definitiva, ya que nunca más volvió a la Península Ibérica. Primero se dirigió a Sicilia, vía Cerdeña; el objetivo oficial era luchar contra el rey de Túnez, atacando la isla de Djerba (Gelves), pero después la flota pasó nuevamente a Sicilia, en donde se preparó para atacar Nápoles. Durante su estancia en los reinos peninsulares, los genoveses se habían apoderado de las ciudades de Gaeta y de Nápoles, hecho que hizo que el 4 de abril de 1433 la reina Juana II prohijase nuevamente a Alfonso de Aragón. Este nuevo cambio en la actitud de la Reina hizo que se formase una coalición formada inicialmente por el papa Eugenio IV y el emperador Segismundo, a la que se añadieron Florencia, Venecia y el duque de Milán. La envergadura de los enemigos a batir hizo que Alfonso postergase sus planes y firmase una tregua por diez años con la reina Juana en julio de 1433, hecho que le permitió organizar una expedición a Trípoli. Pero la muerte de su rival Luis de Anjou el 12 de noviembre de 1434 y poco después de la reina de Nápoles, el 2 de febrero de 1435, le hizo poner sitio a la ciudad de Gaeta, tenazmente defendida por Francisco de Spínola. La escuadra genovesa mandada en ayuda de los sitiados derrotó a la catalano-aragonesa frente a la isla de Ponza, cayendo prisioneros el propio rey Alfonso y sus hermanos Juan y Enrique. Esta derrota, y sus graves consecuencias, desconcertó a toda la Corona de Aragón, situación que fue salvada gracias al tacto y prudencia de la reina María, que una vez más demostró su valía firmando treguas con Castilla, convocando Cortes generales en Zaragoza para tratar la delicada situación que se vivía en Cerdeña y en Sicilia. Pero la situación comenzó a cambiar cuando Juan, rey de Navarra, fue liberado por el duque de Milán y nombrado lugarteniente de los reinos de Aragón, Mallorca y Valencia, mientras que María quedaba como responsable del Principado de Cataluña, desde donde continuó enviando naves y soldados para la empresa napolitana de su marido. La simpatía personal de Alfonso V le grajeó la amistad del duque de Milán, que le liberó y se lo ganó para su causa, ya que firmó con él una alianza para poder apoderarse del Reino de Nápoles. En 1436 las tropas del Magnánimo se apoderaron de Gaeta y Terracina y de casi todo el reino, únicamente quedaban fuera de su control Calabria y la capital, Nápoles fiel a Renato de Anjou. Durante el sitio de Nápoles, a finales de 1438, murió el infante don Pedro, hermano del rey. Dominado ya todo el reino, Alfonso puso sitio a Nápoles el 17 de noviembre de 1441 hasta el 2 de junio de 1442 en que cayó en su poder. La fuerte resistencia fue motivada por la presencia en la ciudad del mismo Renato de Anjou y de la ayuda constante que recibió de los genoveses. Alfonso el Magnánimo entró solemnemente en la ciudad de Nápoles el 23 de febrero de 1443, al estilo de los antiguos césares, como quedó inmortalizado en el famoso arco triunfal marmóreo que se colocó sobre la puerta del castillo Nuevo. Cinco días después de su entrada en la capital reunió el Parlamento, haciendo jurar como heredero a su hijo natural, Fernando, duque de Calabria. Para consolidar su conquista firmó la paz con el papa Eugenio IV, al que reconoció como pontífice legítimo, recibiendo por ello la investidura del Reino de Nápoles, en un momento que Amadeo, duque de Saboya, había sido proclamado también Papa por sus partidarios con el nombre de Félix V. El reconocimiento mutuo entre Eugenio IV y Alfonso V como rey de Nápoles comportó la ayuda de éste al Papa para recuperar la región de las Marcas en donde fue derrotado Francisco Sforza. Los dos primeros años, como rey de Nápoles, fueron difíciles tanto en el plano internacional como en el interno, ya que tuvo que vencer en Calabria una revuelta encabezada por Antonio de Ventimiglia. A pesar de todo, su posición se consolidó al firmar un tratado de paz en 1444 con Génova.

Esta segunda campaña de Alfonso en la península itálica fue aprovechada por el conde de Foix y compañías francesas para amenazar el Rosellón, llegando a apoderarse del castillo de Salses y algunos núcleos próximos a Perpiñán. Ante esta invasión, el hermano de Alfonso V, el infante don Juan, como lugarteniente, convocó Cortes Generales en Zaragoza en 1439 y reclamó la presencia de su hermano, el Rey, en los territorios peninsulares. Alfonso el Magnánimo no atendió dicha solicitud, excusándose por la importancia de los asuntos italianos. Este absentismo real, que duraría hasta su fallecimiento, afectó también al orden interno de Cataluña, en donde las facciones de la Busca, el partido de los menestrales y las clases más populares, y la Biga, el partido de los grupos más potentados, se disputaban el poder en Barcelona; mientras se iniciaban los disturbios en el campo catalán, especialmente en la Cataluña Vella (Vieja), por las continuas reivindicaciones de los payeses de remensa, que pretendían la abolición de los llamados “malos usos”.

Alfonso, una vez consolidado en el Trono de Nápoles, ejerció como un verdadero mecenas renacentista, rodeándose de una Corte fastuosa en la que participaron notables hombres de letras y artistas de otros países; Lorenzo Valla pasó largo tiempo en la Corte del Magnánimo, y entre sus consejeros destacan: Antonio Beccadini, conocido como el Panormita, Luis Despuig, maestre de Montesa, al que confió delicadas misiones diplomáticas, Pedro de Sagarriga, arzobispo de Tarragona, Ximeno Pérez de Corella, Berenguer de Bardají, Guillén Ramón de Moncada y Mateo Pujades. También estuvieron muy ligados al Rey el pintor Jacomart y los escultores Guillem de Sagrera y Pere Joan.

La Corte de Alfonso el Magnánimo en la antigua Parténope fue un verdadero eje vertebrador de intercambios económicos y circulación de elites entre las principales ciudades de sus reinos y territorios peninsulares, especialmente Valencia y Nápoles. Alfonso siempre se preocupó por las instituciones universitarias; en la etapa hispánica de su reinado estuvo atento, ya personalmente, ya por medio de su esposa, por el buen funcionamiento de la Universidad de Lérida, en donde estalló un serio conflicto por el modo de elección de los catedráticos, buscando siempre un arreglo entre el municipio leridano y el claustro universitario. En su etapa napolitana fundó tres nuevos Estudios Generales: los de Catania (1445), Gerona (1446) y Barcelona (1450). Aunque de hecho durante su reinado únicamente llegó a funcionar plenamente el de Catania, retrasándose la puesta en marcha de los otros dos esencialmente por problemas económicos y ajustes jurisdiccionales entre las diversas instituciones implicadas, esencialmente la catedral y el municipio.

La intensa vida amorosa de Alfonso fuera del matrimonio tuvo su apogeo en su apasionado enamoramiento de la dama Lucrecia de Alagno, responsable para muchos historiadores de su prolongada y después definitiva permanencia en Nápoles. Pero si Lucrecia de Alagno es la amante más conocida, fruto de unos anteriores amoríos regios con una dama valenciana, esposa de Gaspar de Reverdit, había nacido en Valencia, en 1423, Fernando o Ferrante, que sería rey de Nápoles de 1458 a 1494. Alfonso quedó atrapado en el mundo laberíntico de la política italiana del siglo XV, dándose cuenta desde el primer momento de la importancia estratégica de dicho reino tanto en la política interna de la península itálica, como su proyección balcánica que le abría las puertas del mundo oriental.

La política oriental de Alfonso el Magnánimo giró en torno a hacer efectivo su título de duque de Atenas y de Neopatria, territorios perdidos en tiempos de Pedro el Ceremonioso. Para ello intentó afianzar sus posiciones en la península balcánica enviando embajadores a Morea y a Dalmacia, logra que el vaivoda de Bosnia se haga vasallo suyo, y unas galeras catalanas mandadas por el almirante Vilamarí acudan en ayuda del déspota de Artá, Carlos II Tocco. Todo ello mientras reclama la soberanía del ducado de Atenas a Constantino Paleólogo, más tarde último emperador de Bizancio como Constantino XI; contribuyó a la defensa de Rodas y trató de conseguir una alianza con el emir de Siria para una posible expedición a Tierra Santa. Esta política oriental hizo que los príncipes y reyes balcánicos amenazados por los turcos otomanos vieran en él un posible protector. El caudillo albanés Jorge Castriota, más conocido por Scanderbeg, inició negociaciones con Alfonso el Magnánimo para que le enviase ayuda para defenderse de los turcos por una parte y de los venecianos por otra.

La flota catalana al mando de Bernat de Vilamarí se apoderó de la isla de Castelorizzo, perteneciente a la Orden de San Juan de Jerusalén o de los Hospitalarios, como base de operaciones en el mar Egeo y el Mediterráneo oriental, hecho que obligó al emir turco de Scandelore de abandonar su proyecto de apoderarse Chipre. La escuadra de Vilamarí atacó el litoral sirio y en 1451 llegó a penetrar en el curso inferior del Nilo. Tales demostraciones paralizaron el comercio musulmán en aquella área geográfica, hecho que inclinó al sultán turco, Mohamed II y al sultán de Egipto a establecer una paz con el Magnánimo, al que reconocen la posesión de Castelorizzo, a pesar de las protestas de los caballeros sanjuanistas y de su gran maestre establecido en Rodas. En su sueño oriental, Alfonso el Magnánimo pactó también con Demetrio Paleólogo, déspota de Morea, al tiempo que una embajada napolitana inicia negociaciones con el Preste Juan.

Eran unos momentos muy críticos para el Mediterráneo oriental especialmente por la presión otomana sobre Constantinopla y demás restos del Imperio Bizantino. Alfonso realizó varios intentos por salvar Constantinopla secundando las teóricas iniciativas del pontífice Nicolás V. Pero la dividida situación política italiana, especialmente los intereses de Génova y de Venecia, malograron dichos intentos.

Después de la conquista de Constantinopla por los turcos en 1453, Alfonso logró dos años después la formación de una liga con Francisco Sforza de Milán, Florencia y Venecia, que a modo de cruzada capitaneada por el rey de Nápoles atacaría a los turcos que constituían una amenaza por sus continuos progresos en los Balcanes y también para los territorios costeros del reino de Nápoles y de la Corona de Aragón en general. Todo ello no pasó más de un simple proyecto, ya que tampoco el nuevo pontífice Calixto III logró aglutinar de modo efectivo a los componentes de esta teórica liga. Finalmente Alfonso el Magnánimo, siempre muy realista, acabó firmando un tratado con el sultán de Egipto, que le permitió abrir un consulado catalán en Alejandría.

Abandonado el frente oriental, uno de sus últimos proyectos fue la conquista de Génova, eterna rival desde hacía más de un siglo de la Corona de Aragón, y que en 1457 se había entregado a Carlos VII de Francia. Pero antes de materializar este proyecto murió el 27 de junio de 1458 en el castillo del Ovo en Nápoles. Sus restos fueron enterrados en la iglesia de Santo Domingo de esta ciudad, siendo en 1671 trasladados al monasterio de Poblet. Un día antes de morir, en su último testamento dejó el reino de Nápoles para su hijo legitimado Fernando, duque de Calabria, mientras que a su hermano Juan, rey de Navarra, todos los demás reinos y territorios. Además tuvo dos hijas bastardas: Leonor, que casó con Mariano Marzano, príncipe de Rossano y duque de Sessa, y María, casada con Leonelo de Este, marqués de Ferrara.

 

Biblioteca

.: C. Marinescu, Alphonse V et l’Albanie d’Scanderbeg, Bucarest, 1924; L. Nicolau d’Olwer, L’expansió de Catalunya en la Mediterrània oriental, Barcelona, Editorial Barcino, 1926; A. Giménez Soler, Retrato histórico de Alfonso V de Aragón, Madrid, 1952; S. Sobrequés, “Sobre el ideal de Cruzada en Alfonso V de Aragón”, en Hispania, XII (1952); A. Boscolo, I parlamenti di Alfonso il Magnánimo, Milano, A. Giuffrè, 1953; VV. AA., Estudios sobre Alfonso el Magnánimo con motivo del quinto centenario de su muerte: Curso de conferencias (mayo de 1959), Barcelona, Universidad de Barcelona, 1960; F. Soldevila, Història de Catalunya, Barcelona, 1962 (2.ª ed.); J. Vicens Vives, Els Trastàmares, Barcelona, 1969; E. Pontieri, Alfonso il Magnánimo re di Napoli 1435-1458, Nápoles, Edizioni scientifiche italiane, 1975; M. Batllori, “Elements comuns de cultura i d’espiritualitat”, en VV. AA., IX Congresso di Storia della Corona d’Aragona. “La Corona d’Aragona e il Mediterraneo: aspetti e problemi comuni da Alfonso il Magnanimo a Ferdinando el Cattolico (1416-1516)”, Napoli 11-15 aprile 1973, vol. I, Nápoles, Società napoletana di storia patria, 1978-1984, págs. 233-249; R. Moscati, “Lo Stato ‘napoletano’ di Alfonso d’Aragona”, en VV. AA., IX Congresso di Storia della Corona d’Aragona. “La Corona d’Aragona e il Mediterraneo: aspetti e problemi comuni da Alfonso il Magnanimo a Ferdinando el Cattolico (1416-1516)”, Napoli 11-15 aprile 1973, Nápoles, Società napoletana di storia patria, 1978-1984, 3 vols., vol. I, págs. 85-102; L. Suárez Fernández, “Los Trastámara y los Reyes Católicos”, en Historia de España, 7 (1985); M. Batllori, Humanismo y Renacimiento. Estudios hispano-europeos, Barcelona, Ariel, 1987; S. Claramunt, “La política universitaria di Alfonso il Magnánimo”, en VV. AA., XVI Congresso Internazionale di Storia della Corona d’Aragona, vol. II, Nápoles, Paparo Edizione, 2000, págs. 1335-1351; D. Durán, Kastellórizo, una isla griega bajo el dominio de Alfonso el Magnánimo (1450-1458), Barcelona, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2003.

 

Salvador Claramunt Rodríguez

 

 https://dbe.rah.es/biografias/6367/alfonso-v

 

BIOGRAFÍAS QUE CITAN A ESTE PERSONAJE

 

Abravanel, Isaac ben Yehudá, Lisboa, 1437 – Venecia, 1508. Estadista y comentarista bíblico.



https://www.sfarad.es/isaac-abravanel/abravanel-sefarad-es/

 

Yishaq ´Abravanel nace en Lisboa en 1437 en el seno de una linajuda familia judía sevillana, refugiada en la capital portuguesa cuando los tristes sucesos antijudíos de 1391. A su antiguo y noble linaje se unía una no menos consolidada tradición de riqueza, poder y actividad política. Su padre, don Yehudah llegó a ser el administrador del príncipe Fernando, hijo del rey Juan I de Portugal; don Semu´el, su abuelo, había llegado a ser en el reino de Castilla, contador mayor del rey Enrique III, y su bisabuelo, don Yehudah, fue tesorero de Fernando IV en la ciudad de Sevilla, incluso parece ser que almojarife mayor del reino castellano. Tan rancia familia, orgullosa de la nobleza de su origen que pretendía descender de la dinastía de David, afincada en Sefarad en tiempos prerromanos, sabía que el tatarabuelo de Yishaq, don Yosef ´Abravanel, había sido admirado como “gran sabio” de profundas preocupaciones morales e intelectuales en los días de Alfonso X. Sin embargo, el abuelo, don Semu´el, se convierte al cristianismo voluntariamente, varios años antes del aciago 1391, tal vez como resultado de una crisis donde lo personal y el tenso clima social de la ciudad de Sevilla desde 1378, le condujeron a una ruptura definitiva con la comunidad judía sevillana. Como Juan Sánchez de Sevilla, el abuelo converso de Yishaq se dedicó a su encumbramiento social y a forjar una gran fortuna por sus gestiones en la hacienda real como contador mayor y arrendador de los impuestos reales, nombramientos que obtuvo del duque de Benavente, lo que facilitaría, andando el tiempo, que muchos de sus descendientes emparentaran con miembros de la nobleza española.

Pero el baldón de su conversión fue considerada una mancha vergonzosa por algunos de sus hijos: tres de ellos, uno era Yehudah, el futuro padre de Yishaq, rompieron toda relación con él, marchando a Portugal. Su talento e iniciativa pronto les proporcionaron riqueza, renombre y contactos influyentes entre los príncipes portugueses.

Como era de esperar el joven Yishaq recibió en su niñez y adolescencia una esmerada educación, tal y como correspondía a su elevada posición social, estudiando latín y las obras de los clásicos, en especial Cicerón y Séneca, en un momento en que se propagaba por tierras lusas la cultura renacentista. Además, ese dominio del latín le permitió conocer y estudiar los escritos de la escolástica europea y a los Padres de la Iglesia, sin olvidar recibir una sólida formación en todo lo relacionado con el saber y la cultura judía, y a tono con la tradición dominante entre los estudiosos judíos medievales, unido al estudio de los maestros de la filosofía judía medieval, estaba el de Aristóteles, Averroes, y Avicena, y las llamadas ciencias naturales, como eran consideradas la medicina y la astrología, disciplina ésta conectada con la medicina, tenida en Portugal por una auténtica ciencia.

Al hilo de sus inquietudes filosóficas, místicas y religiosas, se casó bastante joven y hacia 1460 nació su primer hijo, Yehudah —el futuro León Hebreo—, al que siguieron varios hijos e hijas, lo que se deduce de una carta que ´Abravanel escribió a Yehiel de Pisa —cabeza de una familia de banqueros judeo-italiana—,en 1482. Por estos días ´Abravanel era un hombre felizmente casado y padre de familia, amante del saber y de los negocios, “nacido en riqueza y honra”. Si su niñez conoció los días de Duarte y don Pedro, su madurez se desarrollaba en la segunda mitad del reinado de Alfonso V, sobrino de Enrique el Navegante, ocupando rápidamente una posición de liderazgo entre los judíos de Portugal y desempeñando la actividad de representante político de la Corte lusa. Y al tiempo que ´Abravanel se consolidaba como hombre de confianza del monarca portugués, se reforzaba su influencia en la Corte con la estrecha amistad que le unió a los príncipes de Braganza, en especial con Fernando II, primogénito del duque Fernando I, administrando sus inmensos bienes y recibiendo a cambio cuantiosas propiedades territoriales. Entre estos años de 1478 y 1481 ´Abravanel llegó a la cima de su prestigio y poder en Portugal.

Pero la muerte inesperada del monarca víctima de la peste a la edad de 49 años, el 18 de agosto de 1481, truncaría el esplendoroso presente y el espléndido futuro de ´Abravanel. Su sucesor Juan II, de manifiesta hostilidad hacia los duques de Braganza, decidió destruir su inmenso poder así como controlar los títulos y las propiedades de los nobles. El conflicto entre el rey y la nobleza, y muy concretamente con la familia Braganza, alcanzó de lleno al poderoso judío. Acusado de formar parte de la conspiración que contra la corona tramaron el duque de Braganza, el marqués de Montemor y Fernando, rey de Aragón, avisado del plan de purga del rey, en el cual él estaba incluido, y corriendo serio peligro su vida, huyó en dirección a España, cruzando la frontera portuguesa hacia Castilla, estableciéndose en un primer momento en la villa fronteriza de Segura de la Orden, centro administrativo de la Orden de Santiago. Aun así, durante algún tiempo se mantuvo oculto en Castilla. Confiscados sus bienes, traidor a los ojos del monarca, obtuvo de éste, sin embargo, la salida de su reino de su esposa y sus tres hijos. Manchado su nombre y destruidas sus riquezas, afrontó con estoica serenidad su tragedia, achacándola a haber llevado una existencia demasiado mundana con olvido de lo espiritual. En poco tiempo se dedicó a poner por escrito sus comentarios bíblicos, trabajando a un ritmo vertiginoso desde octubre de 1483 a marzo de 1484, un total de cuatro extensos volúmenes que comprenden unas 400.000 palabras.

Pero su profunda e incorregible vocación política pronto le abriría las puertas de la Corte de los Reyes Católicos. A mediados de marzo de 1484 los Monarcas le conceden una audiencia. No sabemos quién movió los hilos para ese encuentro, tal vez en el fondo de todo estuviera la necesidad de recursos económicos de la Corona con que hacer frente a la guerra con el reino moro de Granada que estaba ya en su cuarto año. En Tarazona tuvo lugar el encuentro y el judío tuvo la oportunidad de presentarles un fructífero plan que resolviera la apurada situación económica. Aquel encuentro trajo como consecuencia ocho valiosos años de servicios leales a los monarcas que a él, fugitivo político, habían acogido. Sin embargo, la realidad social del reino era de extrema inseguridad y complejos entresijos de intereses ocultos unos, manifiestos otros. El Tribunal inquisitorial ya funcionaba en Castilla y ante él acudían judíos y conversos para acusar a familiares, vecinos y amigos, de sus prácticas judaicas. El mal converso, el criptojudío, el converso judaizante, estaba preparando la única solución posible, la expulsión de los judíos. ´Abravanel vivió paso a paso cada uno de los acontecimientos, afincado primero en Toledo, después en Alcalá de Henares, colaborando estrechamente con Abraham Seneor, el Rab y el Juez Mayor de las aljamas de Castilla, el arrendador real, el poderoso judío de la confianza de la reina Isabel. ´Abravanel puso manos a la obra para rehacer su perdida fortuna, con el arriendo de impuestos y otros negocios controlados por él, poniendo en marcha proyectos económicos que prometían futuro. El 6 de junio de 1485 firma un acuerdo con el cardenal Mendoza en el que se comprometía a arrendar las rentas que éste tenía en Sigüenza, Guadalajara y otras localidades durante dos años (1486-1487). El éxito coronó su compromiso, pagando al cardenal dentro del plazo establecido la suma total de 6.400.000 mrs. Su intervención en los asuntos de la familia Mendoza se hizo tan imprescindible, que fue nombrado contador mayor del duque del Infantado. Así, a los siete años de su llegada a Sefarad, su posición social y su capacidad de poder estaba a la altura de la que había gozado en Portugal en los días de Alfonso V.

Pero el 30 de marzo de 1492 Sefarad se consternaba con la nefasta noticia del Edicto de Expulsión general de los judíos. Y ante lo que parecía inevitable, ´Abravanel dejó oír sus ruegos ante los Monarcas. Sus palabras, la actitud real, el dolor y la angustiosa espera quedarían reflejados para siempre por las plumas de los mejores cronistas tanto judíos como cristianos. El poderoso judío apeló a sus amigos: Seneor, el Cardenal Mendoza, el marqués de Cádiz, el duque de Medinaceli —en la introducción a su Comentario a Reyes escribió: “Pedí a mis buenos amigos entre los que ven al rey que intercedieran ante él a favor de mi pueblo, y algunos grandes se reunieron y decidieron dirigirse al rey con firmeza y determinación, urgiéndole a retirar los hostiles decretos y abandonar su plan de destruir a los judíos”—, pero todo fue inútil. Ni el rey —“Y cerró sus oídos semejante a una cobra muda, y no quiso cambiar de actitud por ninguna razón”, sigue diciéndonos en la mencionada introducción—, ni la reyna —“Y la reina está a su lado para fortalecer su perverso pensamiento, persuadiéndole a llevar a cabo su obra de principio a fin”, continúa escribiendo—, dieron marcha atrás. Tres meses fue el plazo para abandonar el reino o permanecer en él con la condición imprescindible de ser bautizado. Y si Abraham Seneor y su yerno Meir Melamed se bautizaron en el monasterio de Guadalupe el 15 de junio de aquel año, siendo sus padrinos los Reyes Católicos, llamándose deste entonces Fernán Pérez Coronel, el primero, y el segundo, Fernán Núñez Coronel, ´Abravanel prefirió el exilio con toda su familia camino de Italia, logrando, eso sí, un permiso especial del rey por el que se le permitió sacar 2.000 ducados de oro y otras pertenencias, pese a las severas prohibiciones en materia del oro, la plata y la moneda amonedada, embarcando en el puerto de Valencia el último día del mes de julio. Por segunda vez, su vida volvía a medirse con la fatalidad y la incertidumbre del futuro. Y en Italia, ni en sus cinco repúblicas —Venecia, Génova, Florencia, Luca y Siena—, ni en sus cuatro ducados —Saboya, Milán, Módena y Ferrara—, ni en el marquesado de Mantua, los judíos eran bien vistos. Sólo en el reino de Nápoles el rey Ferrante —hijo bastardo de Alfonso V, miembro de la casa real de Aragón y tío de Fernando el Católico—, y su hijo Alfonso no ponían inconvenientes al creciente aumento de sus súbditos judíos, y el 24 de agosto de 1492 nueve galeras arribaron al puerto napolitano con exiliados judíos procedentes de España. ´Abravanel y su familia llegarían en otra arribada un mes más tarde.

Dos años después él mismo cuenta que “su riqueza creció inmensamente”, alcanzado tanta fama “como los mayores magnates del país”. Llegó a convertirse en el judío cortesano de mayor confianza en el séquito del monarca de Nápoles. Todo volvía a sonreírle más, Italia, en la última década de aquel siglo XV, vivía una gran inestabilidad política en sus estados feudales, republicanos, pontificio y monárquico, con enconadas luchas por el poder. A esta caótica situación interna se unía el peligro de una invasión francesa por Carlos VIII que ambicionaba el reino de Nápoles y recelaba de los planes de Fernando. Los hechos se sucedieron vertiginosamente: el 25 de junio de 1494 muere Ferrante, en agosto Carlos invade Italia, y Alfonso comprueba todo el odio que su persona inspiraba a nobles y al pueblo. Su deseo de abdicar y de retirarse a Sicilia lo reveló sólo a su suegra y a don Yishaq, que le acompañó a la isla elegida, iniciándose el viaje el 21 de enero de 1495. Un mes después Carlos VIII entraba en Nápoles, y su comunidad judía sufrió toda clase de saqueos y mortandad de parte de la población napolitana, ayudada por los franceses invasores. El pillaje del que no se libró la casa de ´Abravanel, afectó no sólo a sus riquezas sino también a su rica biblioteca, perdiéndose entre otros manuscritos el de La justicia eterna. El éxodo de judíos de Nápoles no se hizo esperar; entre ellos estaba su hijo Yehudah que se instaló como médico en Génova. El 20 de abril se esperaba en Sicilia una flota española al mando del almirante Requeséns, y el 24 de mayo llegaron tropas españolas mandadas por Gonzalo de Córdoba que alcanzaría por sus logros militares en las guerras de Italia el título de “El Gran Capitán”. Las primeras victorias logradas por los españoles y por Ferrante II, hijo de Alfonso, hicieron renacer en éste las esperanzas de recuperar el trono al que había abdicado. Pero su hijo no estaba dispuesto a renunciar a él a favor de su padre. Alfonso, perdida toda esperanza, tomó los hábitos monásticos y ´Abravanel, en la segunda mitad de julio, sentado en el Trono de Nápoles Ferrante II, abandona Sicilia camino de Messina, territorio de dominio español. Pero a raíz de la derrota de las tropas españolas e italianas a manos francesas en Seminara, decide dejar Italia e instalarse en Turquía, pasando antes por la isla de Corfú bajo dominio veneciano, donde se encontró con antiguos líderes de las comunidades judías de España, Portugal y Nápoles. La vuelta a la actividad literaria le compensaba de tanto sufrimiento y de comprobar la mella que el desarraigo había hecho en aquellos otrora preclaros intelectuales judíos, aquellos “gigantes intelectuales” que ahora le parecían “pucheros de barro cascados”. Con su familia en Nápoles y sintiendo ante la civilización turca sus raíces y formación europeas, decide aproximarse a Italia, instalándose desde el 6 de febrero de 1496 en Monopoli, perteneciente al Reino de Nápoles pero ahora bajo administración veneciana, a medio camino entre Brindisi y Bari.

A sus 58 años se sentía un hombre viejo, cansado, con la tragedia del desarraigo, de la lejanía de los suyos, con sus escritos como único y precario consuelo. Y de su propio dolor volvió los ojos al de su pueblo, terminando El sacrificio de la Pascua y comenzando La herencia de los padres, atormentado por la idea de la proximidad del abandono, por parte de su pueblo, de las enseñanzas divinas transmitidas por los sabios de Israel: “¿Y qué puedo hacer por ti, hijo mío?”Sólo queda pronunciar el sagrado juramento: “Si te olvidas de la Ley de Dios, que mi mano derecha pierda su movimiento”.

Siete años y medio permaneció ´Abravanel en Monopoli. La guerra y sus treguas de paz entre España y Francia por la posesión de todo el territorio de Nápoles se sucedieron hasta que el 14 de mayo de 1503, Gonzalo de Córdoba entra victorioso en la ciudad. Para entonces, ´Abravanel decide marchar a Venecia, donde vivía su hijo Yosef que ejercía la profesión de médico. Esta ciudad sería su último refugio a sus 66 años. La delicada circunstancia económica que atravesaba la ciudad italiana, iba a favorecerle: la expansión turca había resultado nefasta para las colonias comerciales venecianas en Grecia, y el descubrimiento de Vasco de Gama amenazaba abaratar la importación de especias, comercio que Venecia detentaba hasta entonces por su alianza con Egipto que controlaba la vía marítima de la India, a un coste muy elevado. Abravanel presentó al Consejo veneciano de los Diez un plan para hace frente a ese problema y tan beneficioso para Portugal como para Venecia. Enseguida fueron apreciadas por todos las “buenas cualidades y la virtud de su persona”, ofreciéndose como mediador entre ambos estados, y aunque las negociaciones terminaron en fracaso, él se había granjeado la admiración y el respeto hasta su muerte acaecida en noviembre de 1508, a los 71 años de edad, siendo trasladado su cuerpo a Padua para su sepultura, pues la legislación veneciana prohibía el entierro de judíos dentro de la ciudad.

Diplomático, financiero, político de altos vuelos, personalidad culta y atrayente que se refleja y refleja la época que le tocó vivir —sirvió a seis reyes y trató a los poderosos de Portugal, España, Nápoles y Venecia— en una voluminosa producción literaria, modelada por su sólida formación humanística, como judío y como hombre del renacimiento. Podemos trazar el recorrido de sus escritos llevados a cabo en los pocos ratos de sosiego que su turbulenta vida política le permitió gozar en Portugal, en España y en Italia; tres épocas en su vida y un formidable esfuerzo de conocimiento y fe cimentando sus escritos. Cuando tenía alrededor de veinte años escribe De las formas de los elementos, obra filosófica sobre las cualidades esenciales de los cuatro elementos de la filosofía griega, la tierra, el agua, el aire y el fuego. Su segunda obra lleva por título La corona de los ancianos, sobre Dios y el significado de la profecía, expresando su admiración por los cabalistas como “los portadores de la verdad”, y atacando a filósofos como Aristóteles y Averroes. Fue escrita hacia 1465, y ya antes de este año había planeado poner por escrito su ambicioso proyecto de comentarios bíblicos, aunque por ahora se limita a empezar a comentar el Deuteronomio, que terminaría en febrero de 1496. Inicia otras dos obras, el comentario a Josué y Visión de Dios, tratando de nuevo en el tema de la profecía, con postulados contrarios en ocasiones a Maimónides. Termina esta primera época con la muerte de Alfonso V de Portugal por peste el 18 de agosto de 1481, su caída en desgracia bajo su sucesor Juan II, y su huida hacia España. Esta segunda etapa llega hasta su exilio en 1492. En la villa fronteriza de Segura de la Orden en tierras pacenses, completa su comentario a Josué, redactándolo desde el 11 al 26 de octubre de 1483, el comentario al libro de Jueces (del 31 de octubre al 25 de noviembre), y el comentario a los dos libros de Samuel (del 30 de noviembre de 1483 al 8 de marzo de 1484). Como ha escrito su biógrafo B. Netanyahu, “estos comentarios presentan desde luego un prolongado y comprensivo estudio de la Biblia”, pero también algo más: “al escribir un comentario a los libros proféticos, que presentan una galería de líderes humanos con defectos y debilidades, fracasos y éxitos, crímenes, virtudes, y hazañas heroicas, Abravanel encontró la mejor oportunidad para incorporar sus propias observaciones y experiencias sobre temas de poder y gobierno” (pág. 55). En la primavera de 1484 es llamado a la corte de los Reyes Católicos, y poco antes del edicto de expulsión escribe en casa de su amigo Abraham Çarfatí de Molina, su voluminosa introducción a la tercera parte de La guía de los perplejos de Maimónides.

La época italiana, la tercera y última, comienza en Nápoles, el 22 de septiembre de 1492. Hacia el final de su primer año de estancia, termina el comentario a los dos libros de Reyes, incorporando en ellos muchas de sus ideas y sentires sobre las expulsión de su pueblo de España. Después se suceden La justicia eternaLos principios de la fe —terminada en octubre de 1494— y Las obras de Dios, de marcado contenido platónico. En Corfú, a la que llega e 1945, comienza a redactar su comentario a Isaías, el primero de los Profetas posteriores, interrumpiéndolo por los aciagos sucesos que se vivían en Italia, concretamente en Nápoles, donde estaba su familia. También por entonces inicia el escrito de Los días del mundo, donde pretende establecer una relación entre los desastres sufridos por su pueblo y las grandes revoluciones que se habían producido en la historia de la humanidad. Esta obra y la titulada La justicia eterna, no se han conservado.

Su estancia en Monopoli desde noviembre-diciembre de 1495 va a ser muy fructífera: el 6 de febrero de 1496 termina su Comentario al Deuteronomio, y en abril El sacrificio de la Pascua, al que sigue Los días del mundo. Y entre los nuevos proyectos figura La herencia de los padres, comentando el Pirqé ´Abbot (“La ética de los antepasados”), a petición de su hijo menor, Samuel, que se encontraba estudiando en Salónica. El 21 de julio se haya enfrascado en la redacción de su libro Las fuentes de salvación, primera parte de su trilogía mesiánica, terminada en enero de 1497 —junto con Las salvaciones de su ungido, terminada el 16 de diciembre de 1497, y El nuncio de la salvación, terminada el 26 de febrero de 1498—, en la que vaticinaba que el año 1503 sería con toda probabilidad el año de la añorada redención. Tres partes de una misma obra que Abravanel llamó Migdôl Yesu`ot (“Torre de salvaciones”). Poco después de terminarla escribe Los nuevos cielos, donde intenta armonizar el planteamiento de Maimónides con la doctrina de la creación ex nihilo. El 19 de agosto de 1498 completa su Comentario a Isaías; y el 23 de agosto de 1499 termina su Comentario a los Profetas Menores. Finalmente será en Venecia donde en 1505 termine sus comentarios a los Profetas posteriores, y con la finalización en 1506 o 1507 de sus comentarios a los cuatro primeros libros del Pentateuco, “incorporando en ellos sus conclusiones definitivas sobre los principales problemas históricos, filosóficos y políticos que había tratado en obras anteriores” (Netanyahu, 114), Abravanel da por finalizada su interpretación de toda la Biblia, excepto de los hagiógrafos. Su última obra, Respuestas a Saúl, se trata de Saúl ha-Cohen Askenazi discípulo del aristotélico Eliha del Mendigo, la escribe en 1507. Sus respuestas a doce preguntas filosóficas silenciaron para siempre su incansable pluma.

 

Obras de

 – Ros ´amanah (Los principios de la fe), Constantinopla, 1505, Königsberg, 1861; Nahalat ´Abot (La herencia de los padres), Constantinopla, 1505, Venecia, 1545; Zebah Pésah(El sacrificio de Pascua), Constantinopla, 1505; Comentario a los Profetas Anteriores, Pesaro, 1511-12, Leipzig, 1686; Comentario a los Profetas Posteriores, Pesaro, 1520, Ámsterdam, 1641; Masmi´ah Yesu´ah(El nuncio de la salvación), Saloniki, 1526, Ámsterdam, 1644; Ma`ayene ha-yesu`ah(Las fuentes de la salvación), Ferrara, 1551; `Atéret Zeqenim(La corona de los ancianos), Sabionetta, 1557, Varsovia, 1894; Se´elot u-tesubot le-Sa´ul ha-Kohen(Preguntas y respuestas a Saúl ha-Kohen), Venecia, 1574; Comentario al Pentateuco, Venecia, 1579, Varsovia, 1862; Mif`alot ´Elohim(las obras de Dios), Venecia, 1592; Yesu`ot mesihó(Las salvaciones de su ungido), París, 1812, Königsberg, 1861; Samáyim hadasim(Nuevos cielos), Rödeheim, 1828; Comentario a la ‘Guía de perplejos’, Praga, 1831-32.

 

Bibl.: J. MINKIN, Abarbanel and the Expulsion of the Jews from Spain, Nueva York, Behrman’s Jewish Book House, 1938; J. SARACHEK, don Isaac Abravanel, Nueva York, Bloch Publishing Company, 1938; S. LEVI, Isaac Abravanel as a Theologian, Londres, 1939; B. NETANYAHU, Don Isaac Abravanel Statesman and Philosopher, Nueva York, Jewish Publication Society of America, 1953 (trad. castellana de C. Morón Arroyo, Valladolid, Junta de Castilla y León, 2004); E. SCHMUELI, don Yizhaq Abravanel ve-Gerush Sefarad, Jerusalén, 1963; F. CANTERA BURGOS, “Don `Ishaq Brauanel’. (Algunas precisiones biográficas sobre su estancia en Castilla)”, en Salo Wittmayer Baron Jubilee I, Jerusalem, American Academy of Jewish Research, 1975, págs. 237-50; Y. Baer, Historia de los judíos en la España cristiana II, Madrid, Altalena, 1981; M. M. KELLNER, Isaac ´Abravanel. Ros ´Amanah. Traducción al inglés con introducción, Rutherford, New Yersey Date Published, 1982 (Jerusalén, 1993); G. RUIZ, Don Isaac Abrabanel y su comentario al libro de Amós, Madrid, Universidad Pontificia de Comillas, 1984; A. SÁNEZ-BADILLOS J. TARGARONA BORRÁS, Diccionario de autores judíos (Sefarad. Siglos X-XV), Córdoba, Ediciones El Almendro, 1988, págs. 146-48.

 

https://dbe.rah.es/biografias/4591/isaac-ben-yehuda-abravanel

 

 

Acuña, Pedro deConde de Buendía (I). ?, p. t. s. xv – 1482 sup. Noble. Hijo de Lope Vázquez de Acuña, señor de Buendía.

 

Sucedió a su padre en 1446. A lo largo de su vida participaría muy activamente en todos los conflictos políticos que se desarrollaron en el reino de Castilla durante los reinados de Juan II y Enrique IV.

Su decidida militancia en el bando real frente a los infantes de Aragón y la protección que le proporcionó su hermano el belicoso arzobispo de Toledo, Alonso Carrillo —la persona que más colaboraría en el engrandecimiento de los Acuña—, fueron las causas que explican, por una parte, el incremento muy notable del patrimonio heredado, y por otra su promoción a la nobleza titulada. Ya antes de recibir la herencia paterna, don Pedro había aportado a la hacienda familiar, cuando todavía era oficial de cuchillo de Juan II, las villas de Mansilla, Rueda y Castilberrón con sus castillos, jurisdicción, rentas, etc.

Era la recompensa que recibía por su participación en la caída y posterior expulsión del reino de los infantes de Aragón. Sin embargo, en 1439, tras la reconciliación de Juan II con sus primos los infantes, el Monarca se vería obligado a devolverles su patrimonio. Así, en Madrigal el 9 de diciembre de ese año, Juan II recuperaba las villas que había donado a Pedro Acuña, que pasaban de nuevo a poder del rey de Navarra. A cambio, le compensaba por esa pérdida con la concesión de una villa importante, Dueñas, cabeza de la merindad de Campos, en el obispado de Palencia. Esta villa había pertenecido hasta entonces a la esposa del Monarca, la reina María, que fue obligada por su marido a renunciar a ella a cambio de un juro de heredad de cuarenta mil maravedíes.

Unos años más tarde su hermano, el arzobispo Carrillo, le concedió el adelantamiento de Cazorla, un oficio ligado a la sede toledana. Sería también por entonces cuando conseguiría, por renuncia de su primo Gómez Carrillo, señor de Torralba, un oficio muy codiciado, el de alcalde-entregador de la Mesta, que le sería confirmado por Enrique IV en 1454.

La cumbre de su carrera la alcanzaría más tarde, cuando se alineó junto a los nobles que apoyaban al infante Alfonso como rey de Castilla. Tras la entronización del infante, y la deposición de Enrique IV en la farsa de Ávila, sería recompensado por el primero, a fin de consolidarle en su bando, con la concesión del título de conde de Buendía. Bien es verdad que sin la intervención de su hermano, el arzobispo Carrillo, firme puntal del titulado Alfonso XII, don Pedro nunca hubiera conseguido ese título, como así se haría constar en la donación otorgada en el campamento real sobre la villa de Arévalo el 9 de junio de 1465. En ese mismo año recibiría también las tercias reales de su villa de Dueñas, y poco después obtuvo las tercias de algunos lugares de la merindad palentina de Campos y Cerrato.

Tras la muerte de don Alfonso, don Pedro se inclinaría, siguiendo los consejos de su hermano el arzobispo, hacia el bando que representaban los príncipes Isabel y Fernando que, una vez asentados en el trono, en 1477 le confirmarían en el título de conde de Buendía, tras perdonarle por haber intervenido en la Guerra de Sucesión a favor de doña Juana, la presunta hija de Enrique IV.

El primer conde de Buendía debió de morir en 1482, año en que otorga su testamento. Casado con Inés de Herrera, el matrimonio tuvo al menos ocho hijos. El primogénito, llamado como su abuelo Lope Vázquez de Acuña, heredaría el mayorazgo creado por su padre en 1475, del que formarían parte las villas de Buendía y Dueñas, más la fortaleza de Anguix. Al segundo, Pedro, su progenitor le destinaría la villa de Villaviudas. El tercero, Fernando, fue el encargado por los Reyes Católicos de pacificar el reino de Galicia. El cuarto, Luis, sería señor de la villa de Agramonte. Finalmente, el quinto, Alonso Carrillo fue obispo de Pamplona. En cuanto a las hijas, sólo se conocen sus nombres: María, casada con Juan de Vivero, primer vizconde de Altamira, Leonor, casada con Pedro Manrique, segundo conde de Paredes de Nava, y Teresa, de la que nada se sabe.

 

Bibl.: A. Franco Silva, El condado de Buendía (en prensa).

 

https://dbe.rah.es/biografias/41490/pedro-de-acuna

 

Alfonso Pimentel, Rodrigo. Conde de Benavente (II). ?, s. m. s. XIV – Valladolid, 26.X.1440. Militar y diplomático.

Es miembro de la familia Pimentel, un poderoso linaje de origen portugués instalado en Castilla en 1398 por discrepancias con Juan I de Avís, tras haber colaborado a su consolidación en el trono. Es el primogénito de Juan Alfonso Pimentel, señor de Bragança y Vinhais, que en aquella fecha recibe de Enrique III la villa de Benavente y el título condal, la confirmación de aquellos señoríos portugueses, por los que después será compensado, y otras importantes promesas, entre ellas la de ventajosos matrimonios para sus hijos, entre ellos Rodrigo, de quien se tiene entonces la primera mención conocida.

Esa promesa se cumple en marzo de 1410 en que contrae matrimonio con Leonor Enríquez, hija del almirante Alfonso Enríquez, lo que le sitúa en el primer plano de la nobleza castellana; con este motivo, su suegro le vende los lugares de Milmanda y Santa Cruz, cuyo importe constituye la dote de la novia.

De este matrimonio nacen Juan, que fallece en 1437; Alfonso, que heredará el título familiar; Juana, que contraerá matrimonio con Álvaro de Luna; y Beatriz, segunda esposa del infante don Enrique. Además, antes de contraer matrimonio, Rodrigo tuvo, al menos, un hijo natural: Enrique.

Su posición como cabeza del linaje se ve consolidada por la cesión del juro sobre las alcabalas de Zamora que le hace su padre, en concepto de tercio de mejora, y las renuncias a la herencia, oportunamente compensadas, de sus hermanos: Alfonso, monje en Guadalupe, y Teresa.

En 1419 ocupa el cargo de copero mayor del infante don Enrique, maestre de Santiago, y rige los asuntos familiares, seguramente por enfermedad de su padre.

Ese año, junto con Diego de Anaya, arzobispo de Sevilla, forma parte de la embajada castellana que negocia en Francia un replanteamiento de las relaciones entre ambos reinos. Durante el curso de esta embajada fallece su padre.

Regresa Rodrigo de su embajada en el mes de julio de 1420, probablemente unos días antes de que don Enrique se haga con el poder en Castilla tras el denominado “golpe de estado de Tordesillas”, en el que desempeñó papel de cierto relieve: recibió el encargo de garantizar el orden en la villa y la custodia de uno de los presos más relevantes en aquella operación.

Sin embargo, su colaboración con el infante fue muy breve: unas semanas después se aproxima a don Álvaro y a Fadrique Enríquez; son ellos tres quienes organizan la fuga de Juan II de Talavera.

Rodrigo cabalga con el Rey mientras sus hombres cubren el paso del Alberche, cruzan el Tajo en Malpica, y se refugia con él en el castillo de Montalbán.

Ese protagonismo le merece ser incluido en la lista de enemigos redactada por el infante don Enrique y también el reiterado agradecimiento del monarca. Participa en el Consejo que decide la prisión del infante y recibe en secuestro parte de los bienes confiscados a Ruy López Dávalos, partidario de aquél, así como la villa de Arenas de San Pedro; también ostentará durante dos años el adelantamiento de León, del que se despojó a Pedro Manrique.

Figura de relieve en todos los acontecimientos posteriores, siempre junto al Rey y a don Álvaro: en las negociaciones con Alfonso V para obtener la liberación de su hermano el infante, y en el pacto de Torre de Arciel firmado con ese objeto; o mandando una parte de las mil lanzas para custodia del Rey. Es uno de los que, en Turégano, en febrero de 1428, sale a recibir a don Álvaro a su regreso a la Corte, aunque él la abandonará enseguida por considerar que los infantes tienen demasiado poder en ella.

Cuando se produce la invasión aragonesa de Castilla, dirigida por Alfonso V, Rodrigo recibe el encargo de secuestrar los bienes de don Enrique y las villas del Maestrazo de Santiago; toma Ocaña, pone cerco a Segura de la Sierra y Trujillo e inicia las operaciones contra don Enrique y su hermano Pedro en Extremadura; en Mérida se reúne con él don Álvaro, que trae tropas de refuerzo. Junto con él será designado para librar combate singular con los infantes como caballeresco medio de resolver el conflicto. En el despojo de los infantes, culminación de estas operaciones, en febrero de 1430, le corresponde la villa de Mayorga, que fuera del infante don Juan. Es uno de los negociadores de las treguas de Majano que, en febrero de 1430, ratificaba aquel despojo con la vaga promesa de compensaciones. En enero de 1431, tenía lugar, en Calabazanos, la boda de don Álvaro con Juana Pimentel, hija del conde de Benavente, hecho que le consolidaba, más aún, entre la oligarquía gobernante en Castilla; con este motivo, doña Juana recibía de su padre la villa de Arenas de San Pedro como dote.

Aparece ocupando puestos de relevancia en actividades diplomáticas: dirige las negociaciones con Portugal, en 1431, que culminan en la firma de la anhelada paz entre ambos reinos (Almeirim-Medina del Campo); tiene lugar destacado en la recepción a la embajada francesa venida para confirmar la amistad de ambos reinos, en 1434, y en las conversaciones con caballeros alemanes, sin duda en representación de la Hansa, al año siguiente, en Segovia; desempeña papel relevante en las negociaciones con la reina María de Aragón, que viaja a Castilla para solicitar treguas tras la derrota de su esposo y los infantes en Ponza, y en las que conducen al tratado de Toledo de 1436, acuerdo final con los infantes. Participa en importantes actos de gobierno, como la comisión designada a petición de las Cortes de Medina del Campo de 1431 para la fiscalización del gasto público, o en las más contundentes medidas de fuerza de don Álvaro dirigidas a quebrar la oposición nobiliaria. Destaca también su presencia, y la de hombres de su casa, en operaciones militares, como la de 1431 en la Vega de Granada.

El panorama político cambia radicalmente en 1437. Don Álvaro ha preparado un golpe de fuerza, en agosto, para arrestar a Pedro Manrique, Fadrique Enríquez y Pedro de Estúñiga, cabezas de la resistencia nobiliaria; el golpe fracasa parcialmente porque Manrique fue oportunamente advertido por Alfonso Pimentel, hijo del conde. Tras unos meses de eclipse político, en los que sufre también alguna enfermedad, y de fallidas negociaciones con don Álvaro, Rodrigo reaparece en Valladolid con sus tropas, en abril de 1439, junto a los nobles rebelados contra la “tiranía” del condestable.

El conde de Benavente desempeña un papel decisivo en las intensas negociaciones que se desarrollan en las semanas siguientes en diversas localidades próximas a Valladolid, cuyo desenlace será un nuevo destierro de don Álvaro; don Rodrigo representa, junto con Manrique y Enríquez, las posiciones nobiliarias más radicales.

Reconciliado con los infantes y a cubierto de eventuales demandas por parte de don Juan, que renuncia en su favor a Villalón y Mayorga, forma parte del gobierno de la oligarquía constituido a raíz de esos acontecimientos y, aunque no logra la confianza del Rey, parece ser capaz de mantener abiertos ciertos cauces de diálogo.

En los meses que siguen, Rodrigo figura en la Corte, próximo a las acciones de los infantes y también del príncipe; asiste a la boda de éste con Blanca de Navarra, exponente del triunfo de aquéllos, y también a las fiestas que la acompañan, así como a las recepciones que tienen lugar en Valladolid en honor a la reina de Navarra. No pudo asistir a la ofrecida por ésta el 20 de junio, sin duda por hallarse gravemente enfermo: instituyó mayorazgo a favor de su hijo Alfonso el día 21, otorgó testamento el 23 y falleció el 26.

Dispuso su sepelio en el monasterio de San Francisco de Benavente, cerca de la tumba de su hijo Juan.

 

Bibl.: L. Suárez Fernández, Relaciones entre Portugal y Castilla en la época del Infante don Enrique, 1393-1460, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1960; L. Suárez Fernández, Á. Canellas López y J. Vivens Vives, Los Trastámara de Castilla y Aragón en el siglo xv (1407-1474), en J. M.ª Jover Zamora (dir.), Historia de España de Ramón Menéndez Pidal, vol. XV, Madrid, Espasa Calpe, 1964; P. Porras Arboledas, Juan II. 1406-1454, Palencia, La Olmeda, 1995; I. Beceiro Pita, El condado de Benavente en el siglo xv, Salamanca, Centro de Estudios Benaventanos, 1998; V. A. Álvarez Palenzuela, “Protagonismo político de un linaje portugués en la Castilla de Juan II: Rodrigo Alfonso Pimentel”, en Os Reinos Ibéricos na Idade Média. Livro de Homenagem ao Professor Doutor Humberto Carlos Baquero Moreno, vol. III, Oporto, Livraria Civilizaçao Editora, 2003, págs. 1301-1310; L. Suárez Fernández, Nobleza y Monarquía. Entendimiento y rivalidad. El proceso de la construcción de la Corona Española, Madrid, La Esfera, 2003.

 

https://dbe.rah.es/biografias/14204/rodrigo-alfonso-pimentel



Alejandro VI. Rodrigo de Borja. El Papa Borja. Játiva (Valencia), c. 1431 – Roma (Italia), 18.VIII.1503. Papa.

Rodrigo de Borja y de Borja nació en Játiva, alrededor del año 1431, en el seno de una familia de la pequeña nobleza local, formada por Jofré de Borja Escrivà e Isabel de Borja, hermana del futuro papa Calixto III; fue el tercero de los cinco hijos del matrimonio. En marzo de 1437 murió su padre y el pequeño Rodrigo se trasladó a Valencia junto con su madre y sus hermanos Pedro Luis, Tecla, Juana y Beatriz, instalándose en el palacio de su tío el obispo Alfonso de Borja, quien por aquel entonces se encontraba en Italia, en el séquito del Magnánimo.

Poco se sabe de sus primeros años, que debieron de estar dedicados al estudio bajo los auspicios de su tío —cardenal desde 1444—, quien velaba por su promoción.

En efecto, gracias al patrocinio de su pródigo tío pronto comenzaron a lloverle prebendas: en 1447 una canonjía del cabildo valentino y otra en la catedral de Lérida, y en 1449 la dignidad de sacristán de la catedral de Valencia. Debió de ser en ese mismo año cuando el cardenal Borja hizo venir a Roma a sus sobrinos Pedro Luis, Rodrigo de Borja y Luis Juan del Milá. Estos dos últimos, destinados a la Iglesia, fueron encomendados al humanista Gaspar de Verona, quien tenía en Roma una prestigiosa escuela, hasta que estuvieron preparados para marchar a estudiar Derecho en la Universidad de Bolonia (1453). Allí Rodrigo se distinguió como estudiante diligente. Mientras tanto su tío veló por su promoción eclesiástica: en 1450 Nicolás V le nombró canónigo y chantre de la Colegiata de Játiva, en 1453 le reservó tres beneficios eclesiásticos que vacaran tanto en la diócesis de Valencia como en la de Segorbe-Albarracín, y le entregó las parroquias valencianas de Cullera y de Sueca.

Cuando el 8 de abril de 1455 el cardenal Alfonso de Borja fue elegido Papa con el nombre de Calixto III, la fortuna de Rodrigo experimentó un notable auge.

Un primer intento de encomendarle el obispado de Valencia, que el nuevo Papa dejaba vacante, fracasó por la tenaz oposición del rey Alfonso el Magnánimo, que lo quería para su sobrino Juan de Aragón. De modo que, por el momento, el Pontífice tuvo que contentarse con hacerlo protonotario de la Sede Apostólica, y lo envió a continuar sus estudios en Bolonia, donde se doctoró el 13 de agosto de 1456. Entre tanto, le confirió el deanato de la colegiata setabense, la parroquia de Quart (Valencia) y la rectoría del hospital de San Andrés de Vercelli.

Pero esto era insuficiente. Ya antes de su coronación pontificia, Calixto había manifestado su propósito de elevar a sus sobrinos al cardenalato. Y lo hizo en el consistorio secreto de 20 de febrero de 1456, con el consenso unánime de los cardenales presentes, asignando a Rodrigo el título diaconal de San Nicolás in carcere Tulliano, aunque la promoción se mantuvo en secreto hasta el 17 de septiembre del mismo año.

Un mes después Rodrigo volvió a Roma para recibir el capelo de manos del Papa. Este nombramiento suscitó las críticas de los contemporáneos, mas no por laindignidad moral de los sobrinos del Papa, como algunos han escrito, sino por la juvenil edad de los mismos.

De las brillantes cualidades del joven cardenal Borja da fe su colega Eneas Silvio Piccolomini, quien anota: “es joven por su edad, pero en lo que se refiere a las costumbres y sensatez es anciano, y da muestras de valer tanto en la doctrina jurídica como su tío”.

El 31 de diciembre de 1456 el Papa le nombró legado en la Marca de Ancona, cargo que desempeñó con éxito durante un año, dando muestra de sus dotes de gobierno al mantener esta turbulenta región bajo la autoridad del Pontífice y mejorar la administración de la misma. Por ello, el 11 de diciembre del año siguiente, Calixto lo elevó a comisario de las tropas pontificias y le confió el cargo más honorífico de la curia romana: el de vicecanciller de la Iglesia (efectuado el 1 de mayo de 1457, publicado el 4 de noviembre).

Esta dignidad le permitió adquirir una gran experiencia política y curial al conocer muchos asuntos de estado y, sobre todo, los beneficios que quedaban vacantes, conocimiento que utilizó para hacerse con un buen número de ellos y aumentar notablemente sus ingresos. En 1457 le nombró obispo de Gerona, mas no pudo tomar posesión del obispado por la tenaz oposición del Magnánimo. A la muerte de éste, Calixto le concedió el obispado de Valencia (30 de junio de 1458), el cual retuvo hasta su elección papal, entregándolo entonces a su hijo César Borja.

Sólo al morir su riguroso tío (6 de agosto de 1458) el cardenal Borja comenzó a dar muestras de uno de los rasgos más distintivos de su persona: la sensualidad; por lo que el nuevo papa, Pío II, le llamó al orden.

Pero el vicecanciller no se enmendó: hacia 1468 nació, de madre desconocida, su primogénito, Pedro Luis, al que siguieron dos hermanas, Jerónima e Isabel.

Más tarde tuvo cuatro hijos con la romana Vanozza Catanei: César (1476), Juan (1478), Lucrecia (1480) y Jofré (1481), y aún se conocen otros dos hijos, Juan y Rodrigo, que tuvo posteriormente. A esta grave tacha moral unía un estilo de vida principesco, dado al lujo y al fasto, que le llevó a construirse en Roma el magnífico palacio de la Cancillería Vieja (hoy Sforza-Cesarini), aunque en privado solía ser austero, sobrio y calculador en sus gastos. En 1472 su casa contaba con más de doscientos familiares de diversa procedencia, que formaban estructuras clientelares integradas por miembros de la familia Borja (Juan de Borja y Navarro, Juan de Borja-Llançol y de Moncada, Francisco de Borja) u otros ligados por lazos de parentesco político (Juan de Castre y Pinós o Bartolomé Martí) y, en segunda instancia, clérigos y juristas valencianos de clase media urbana (Bartolomé Vallescar, Juan Llopis, Jaime Serra). Bajo la sombra protectora del cardenal, la mayor parte de ellos prosperaron en sus carreras eclesiásticas obteniendo obispados y cargos en la curia.

Durante el pontificado de Pío II el cardenal Borja apenas fue tenido en cuenta, a pesar de que fue el único cardenal que colaboró en los planes de cruzada del Papa armando a sus costas una galera; y lo mismo cabe decir de Pablo II. Su suerte cambió con Sixto IV, quien lo nombró su legado en la Península Ibérica, con el fin de lograr la colaboración de los reinos hispánicos en la cruzada, y resolver la crisis sucesoria que atravesaba Castilla. A mediados de mayo de 1472 partió de Roma, viajando por mar hasta Valencia, donde llegó el 18 de junio. En estrecha colaboración con Juan II de Aragón, el cardenal favoreció la causa de Isabel como heredera de Castilla, sanando en raíz su matrimonio con Fernando de Aragón mediante una bula que traía a este fin (J. Zurita). A cambio, el cardenal obtuvo de los príncipes la promesa de favorecer los asuntos que debía negociar con Roma. Aunque no pudo obtener ayuda militar contra el turco —pues todavía estaba en marcha la reconquista— logró al menos una considerable contribución económica del clero de Castilla y Aragón para la cruzada, y en Segovia reunió un sínodo donde se tomaron medidas contra la ignorancia de los clérigos.

El 12 de septiembre de 1473 dejó Valencia, para volver a Roma en un accidentado viaje en el que naufragó una nave, murieron ahogados tres obispos de su séquito y se perdió gran parte de sus bienes. En 1477 pasó a Nápoles en calidad de legado pontificio para coronar a la reina Juana, que acababa de contraer matrimonio con Ferrante I de Aragón. De sus cualidades prácticas y sus dotes políticas da fe un contemporáneo, que lo definió como “hombre de espíritu emprendedor, de mediana cultura, provisto de imaginación y de gran capacidad oratoria; astuto de naturaleza, que muestra sus habilidades cuando se trata de actuar”. De hecho, era tenido por persona de vivo ingenio, buen conocedor del Derecho Canónico, experto en la administración curial y hábil en el manejo de los asuntos políticos y diplomáticos.

El sagaz cardenal Borja supo sacar partido de estos servicios y aprovechó su influencia sobre Sixto IV para hacerse con pingües beneficios. Así, en 1471 el Papa le entregó en encomienda las ricas abadías de Subiaco y de Santa María de Valldigna (Valencia), lo nombró obispo de Albano y, en 1476, de Porto, con lo que pasó a ser decano del colegio cardenalicio. En julio de 1482 le concedió la diócesis de Cartagena, a la que juntó, en tiempos de Inocencio VIII, las de Mallorca (1489) y Eger o Erlau (1491) en Hungría, así como otros muchos beneficios menores que le convirtieron en uno de los cardenales más ricos del momento. En atención a sus méritos Inocencio VIII elevó la diócesis de Valencia a arzobispado (9 de julio de 1492), asignándole como sufragáneas las diócesis de Mallorca y Cartagena, de las que Borja era también obispo. Distinto desenlace tuvo el intento del cardenal por hacerse con la sede de Sevilla sin el consentimiento de Isabel y Fernando. La violenta oposición de los monarcas interrumpió unas relaciones que sólo se reanudaron tras su renuncia a dicho arzobispado a cambio de la compra, por parte del prelado, del señorío de Gandía —elevado a ducado por el rey Fernando (20 de diciembre de 1485)— y de la concertación del matrimonio de su hijo Pedro Luis con María Enríquez, hija del almirante de Castilla y prima hermana del rey.

A la muerte de Inocencio VIII el cónclave se encontraba dividido entre dos facciones opuestas, capitaneada una por el cardenal Giuliano della Rovere (que representaba los intereses napolitanos) y la otra por Ascanio Sforza (hermano de Ludovico el Moro, que había usurpado el ducado de Milán a su sobrino Gian Galeazzo Sforza, esposo de una nieta de Ferrante I de Nápoles). El cardenal Borja no era contemplado como candidato por el hecho de ser extranjero, pero tras los primeros escrutinios fallidos comenzó a imponerse su candidatura. A ello contribuyó no poco la promesa simoníaca de distribuir sus numerosos beneficios y riquezas entre los cardenales que le dieran sus votos, el respaldo del poderoso cardenal Sforza, y la necesidad de contar con un pontífice capaz de frenar el avance otomano en el Mediterráneo y hacer desistir al rey francés Carlos VIII de sus reivindicaciones sobre el reino de Nápoles. El prestigio cosechado por Isabel y Fernando en ambos frentes probablemente favoreció la candidatura del cardenal valenciano que, seis meses antes, había participado con entusiasmo en las fiestas celebradas en Roma con motivo de la conquista de Granada. Sea como fuera, la elección de Alejandro VI fue unánime, incluso con los votos de aquellos pocos cardenales que no participaron del reparto de prebendas, y la noticia —anunciada el 11 de agosto de 1492— fue vista como un triunfo español que celebraron tanto los castellanos como los aragoneses residentes en la Urbe.

A pesar de que era conocida su conducta poco ejemplar, ésta no provocó particular escándalo ni entre el pueblo ni en las cortes de la cristiandad, que acogieron con alegría la elección por tratarse de un político hábil y estadista capaz. Sus primeras declaraciones en pro de la paz de Italia y la unidad de los cristianos, así como las primeras decisiones tomadas causaron buena impresión y suscitaron esperanzas de que el nuevo Papa iba a mejorar la administración y el gobierno de los Estados Pontificios, aseguraría la estabilidad de Italia y trabajaría por la cruzada y la reforma de la Iglesia.

Sin embargo, estas esperanzas se desvanecieron pronto al enredarse Alejandro VI en una oscilante política que pretendía asegurar el equilibrio de las potencias italianas —como garantía de la paz itálica y salvaguardia de la independencia del papado— y buscaba al mismo tiempo el enaltecimiento de su prole.

La inoportuna compra de los castillos de Cerveteri y Anguilara, dentro de los Estados Pontificios, por parte de Virginio Orsini —condottiero de Ferrante de Nápoles— enemistó al recién elegido Pontífice con el rey napolitano, impulsándole a amagar una amistad con Carlos VIII de Francia y negociar la Liga de San Marcos con Venecia y Milán hecha pública el 25 de abril de 1493. Con esta nueva política el Papa pretendía rehacer la Liga de Lodi sobre un eje transversal (Venecia-Milán-Roma), diverso del antiguo vertical (Milán-Florencia-Nápoles), sin que esto supusiera aceptar la intervención francesa que solicitaba Ludovico, pues Alejandro VI confiaba en la oposición de Venecia a esta ingerencia exterior. Al servicio de esta política el Papa concertó el matrimonio de su hija Lucrecia con Giovanni Sforza, conde de Cotignola, heredero de los Sforza y feudatario pontificio en cuanto señor de Pésaro. Además, trató de reforzar la alianza con Florencia proponiendo a Piero de Médicis el matrimonio de su hermano —Giuliano de Médicis— con Laura, hija de Orsino Orsini y Giulia Farnese.

Por lazos familiares, afinidad política y expresa petición de Ferrante de Nápoles, los reyes de Castilla y Aragón intentaron frenar la política antinapolitana del Pontífice y restablecer el eje vertical de Lodi. Para ello en marzo de 1493 aceptaron la instalación de César en la sede de Valencia y como abad de Valldigna que desde hacía seis meses le habían negado, pusieron la flota catalana-aragonesa al servicio del Pontífice, y replantearon el matrimonio del segundo duque de Gandía —Juan de Borja— con María Enríquez, la prima del rey antes desposada con Pedro Luis y viuda desde 1488. El Papa aceptó la propuesta ordenando la tramitación de varias bulas de reforma y la expedición de las “bulas alejandrinas” que otorgaban a Castilla las tierras recién descubiertas en el océano Atlántico. Durante la embajada de Diego López de Haro en agosto de 1493 se consolidó el nuevo eje Roma-Nápoles-Florencia con la firma de las capitulaciones del matrimonio de Jofré —hijo del Papa— con la nieta de Ferrante, Sancha de Aragón, que aportaría como dote el principado de Squillace y el condado de Cariati en Calabria. El Papa contentó a casi todas las potencias en la elección cardenalicia de 20 de septiembre —donde entró César Borja—, pero reafirmó su alianza con Nápoles tras la muerte de Ferrante (25 de enero de 1494) enviando al cardenal Juan de Borja como legado a latere para celebrar el casamiento de Jofré y Sancha (7 de mayo de 1494), y al día siguiente coronar a Alfonso II, hijo del monarca difunto.

Ni el acercamiento a Nápoles, ni los intentos de conciliar a esta potencia con Milán, impidieron que el rey francés irrumpiera en Italia siguiendo el espejismo de una cruzada que debía legitimar la ocupación de Nápoles. Aunque Alejandro no quiso encontrarse con él y se negó tozudamente a darle la investidura del reino, se vio obligado a dejarle paso libre por sus estados (1494-1495) y a concederle el vicariato de Civitavecchia.

El malestar internacional llevó a Venecia a concertar una Liga con Milán, España y el Imperio, a la que finalmente se adhirió el Pontífice dándole el calificativo de Santa (31 de marzo de 1495) por dirigirse contra el turco, aunque su verdadero objetivo fuera arrojar a los franceses de Italia y lograr que el equilibrio italiano asegurara el europeo. En la batalla de Fornovo (6 de julio de 1495) Carlos VIII logró salir de la península, pero no pudo evitar que las plazas ocupadas en el reino fueran poco a poco reconquistadas por las tropas napolitanas del nuevo rey Fernando, coaligadas con las fuerzas castellanas de Gonzalo Fernández de Córdoba.

Para paliar la defección milanesa de la Liga, el Papa trató de incorporar a Florencia, Portugal e Inglaterra, logrando la adhesión de esta última el 18 de julio de 1496. El 19 de febrero de aquel mismo año había fortalecido su posición en la curia nombrando cardenales a varios familiares suyos (Juan de Borja-Llançol y de Moncada, Juan Llopis, Bartolomé Martí y Juan de Castre y Pinós) y aprovechó la marcha del ejército francés para recuperar el control de los territorios de los Estados Pontificios dominados por los Orsini.

Para ello hizo venir a su hijo Juan de la Península Ibérica —donde los reyes no habían satisfecho sus ambiciones territoriales—, le nombró capitán general de la Iglesia, y lo dirigió contra los Orsini, a fin de meter en cintura a los revoltosos barones del Patrimonio que habían ayudado a los franceses. La campaña se saldó con la derrota de Soriano (25 de enero de 1497) y la toma de Ostia (9 de marzo de 1497), fortaleza en manos francesas que fue reconquistada por las tropas de los recién nombrados Reyes Católicos en mérito a sus esfuerzos en la defensa de la Santa Sede y la expansión de la fe (17 de diciembre de 1496). El duque de Gandía no pudo disfrutar mucho tiempo de los vicariatos de Benevento, Terracina y Pontecorvo que el Papa le había entregado desgajándolos del patrimonio de la Iglesia (7 de abril de 1496), pues la noche del 14 de junio de 1497 fue misteriosamente asesinado, dejando al Papa sumido en un estado de postración del que salió con el deseo de llevar a cabo la reforma de la Iglesia.

La inestabilidad internacional y las inquietudes familiares interrumpieron pronto sus deseos reformadores.

Con la coronación de Federico II de Nápoles —hijo natural de Ferrante I— a cargo del cardenal César Borja (8 de julio de 1497), el Papa manifestó su intención de sostener la rama Trastámara napolitana para mantener el equilibrio de Italia, obtener algunas concesiones territoriales y ahuyentar las veleidades expansionistas de Fernando el Católico. A esta política responde la anulación del matrimonio de su hija Lucrecia con Giovanni Sforza (20 de diciembre de 1497), con el pretexto de que no se había consumado, y la concertación de su casamiento con Alfonso de Aragón, duque de Bisceglie e hijo natural de Alfonso II de Nápoles. Federico se mostró menos complaciente con la propuesta de casar a César Borja —secularizado el 17 de julio de 1498— con su hija Carlota de Aragón, alegando la oposición que mostraban los Reyes Católicos al proyecto. Desairado por esta negativa, Alejandro VI se aproximó a Luis XII de Francia, otorgándole la declaración de invalidez de su matrimonio con Juana de Valois para poder casarse con Ana de Bretaña e incorporar este ducado a la corona de Francia. A cambio, Luis XII permitió que César se instalara en Francia, le concedió el ducado de Valentinois y apoyó su matrimonio con Carlota d’Albret (10 de mayo de 1499), pariente del francés y hermana del rey consorte de Navarra Juan d’Albret. De acuerdo con su nueva orientación política, Alejandro se mantuvo neutral cuando Francia y Venecia entraron en guerra con Milán, y después apoyó a César —amparado por tropas francesas— en la conquista de los pequeños señoríos de las regiones de Romaña y de las Marcas, tras deponer a sus señores por no haber guardado fidelidad a la Santa Sede.

Con la eliminación de antiguos vicariatos y la reordenación del poder señorial de las grandes familias, Alejandro pretendía fortalecer su autoridad sobre los Estados Pontificios. Sin embargo, el método usado, abusivamente nepotista, despertó la desconfianza y el temor de los estados italianos, quienes temían que se tratase “de un estado de los Borja, no de la Iglesia” (Picotti). El Papa nombró a César capitán general (26 de marzo de 1500) y al año siguiente creó para él el ducado de Romaña (15 de mayo de 1501), que unía los territorios conquistados en un gran señorío dividido en provincias con un jefe gobernador respetuoso de las autonomías comunales. Cuatro meses después unificó otras tierras con la creación de los ducados de Sermoneta y Nepi (17 de septiembre de 1501), asignados respectivamente a Rodrigo de Borja y de Aragón —hijo de Lucrecia y Alfonso de Bisceglie— y a Juan de Borja, recientemente legitimado como hijo del Papa. Para el gobierno de estos territorios el Pontífice se valió de aquellos familiares y parientes nombrados cardenales el 28 de septiembre de 1500: Jaime Serra, Juan de Vera y Francisco de Borja, especialmente.

El último vínculo de la política papal con los aragoneses de Nápoles se deshizo con el asesinato del duque de Bisceglie (18 de agosto de 1500) muy probablemente por orden de César, lo que permitió casar a Lucrecia con Alfonso d’Este, heredero del ducado de Ferrara (30 de diciembre de 1501). Además de asegurar sus conquistas en Romaña, este matrimonio facilitaba las campañas expansionistas que César había comenzado en Toscana, contra el parecer del rey francés. La suerte de Nápoles quedó echada cuando el Papa accedió al reparto del reino entre Francia y Aragón (25 de junio de 1501), sin lograr con ello poner fin a las hostilidades. La paridad de fuerzas le permitió actuar con mayor libertad en los Estados Pontificios sometiendo a los Colonna, a los Savelli y —a partir de 1503— a los Orsini aliados del rey de Francia.

A pesar de sus esfuerzos de neutralidad, las victorias españolas en Nápoles (batalla de Ceriñola, 21 de abril de 1503) obligaron al Papa a iniciar una reconciliación con los Reyes Católicos y buscar la alianza que éstos le proponían con Venecia y el Imperio. A cambio, el Papa exigía a los reyes que instalaran en Nápoles a los Colonna, confirmaran los estados de sus hijos y apoyaran la política pontificia en Siena y Pisa.

Para asegurarse fidelidades en el colegio cardenalicio, Alejandro VI nombró a cinco valencianos y catalanes de entre los nueve purpurados elegidos el 31 de mayo. Fue una de sus últimas decisiones, pues falleció el viernes 18 de agosto de 1503, después de haberse confesado y recibir la extremaunción. Su muerte dio pábulo a rumores que la atribuyeron al veneno, pues enfermó después de participar en una cena ofrecida por el cardenal Adriano da Corneto, pero lo cierto es que se debió a la terciana o malaria, que hacía estragos en Roma durante ese tórrido verano, y que le tuvo en cama durante una semana, con violentos ataques de fiebre. Su cuerpo fue sepultado provisionalmente en la capilla de Santa María de las Fiebres, contigua a la basílica vaticana, junto a su tío Calixto III. En 1601 los restos de ambos pontífices fueron trasladados a la iglesia de la Corona de Aragón en Roma, Santa María de Montserrat, donde todavía reposan.

Uno de los aspectos más destacables de la política internacional de Alejandro VI es su intervención en la legitimación y evangelización de las tierras americanas descubiertas en 1492. Siguiendo la práctica usual de la corte portuguesa, los Reyes Católicos solicitaron a la Santa Sede los documentos que debían legitimar la posesión de las nuevas tierras, no tanto como único y principal título de soberanía, sino como un mero derecho subsidiario para justificar el monopolio de la conquista frente a las pretensiones del rey de Portugal Juan II, que reclamaba los territorios en virtud del Tratado de Alcaçobas (1479). Con los dos breves bulados Inter caetera, datados el 3 y el 4 de mayo de 1493, el Papa concedió a Isabel y Fernando las tierras —descubiertas o por descubrir— que estuviesen situadas más allá de una línea de demarcación establecida a 100 leguas al oeste de las Azores, desplazada a 370 leguas en los tratados de Tordesillas firmados por Castilla y Portugal en 1494. Lo singular de estos documentos es la cláusula que por primera vez exigía a un monarca el deber de evangelizar las nuevas tierras mediante el envío de misioneros, modificando la tradicional perspectiva cruzadista por un modelo de evangelización pacífica. Para dirigir la labor misionera el Papa envió en el verano de 1493 al franciscano Bernardo Boïl (Piis fidelium), después extendió a los monarcas los privilegios concedidos anteriormente a Portugal (Eximiae devotionis), y en septiembre brindó a Isabel y Fernando la posibilidad de llegar a la India en sus exploraciones (Dudum siquidem).

Alejandro VI también abrió las puertas de África a los Reyes Católicos (13 de febrero de 1495) y a Manuel I de Portugal (1 de junio de 1497) con sendas bulas que legitimaban la posesión de cualquier ciudad o territorio conquistado. La inestabilidad internacional impidió estos proyectos de expansión, que se convirtieron en defensivos cuando el Papa intentó unir a las potencias cristianas para hacer frente a la ofensiva desencadenada en 1499 por el sultán Bayaceto II en Europa Oriental y en el mar Adriático. Se llevaron a cabo gestiones diplomáticas, se enviaron legados, se recaudaron décimas mediante la bula Quamvis ad amplianda (1 de junio de 1500) y se efectuaron algunas operaciones militares a cargo de una escuadra hispano-véneta, y otra véneto-pontificia, que lograron recuperar los enclaves venecianos de Cefalonia y Santa Maura en la costa griega. Fueron éxitos efímeros, pero contaron en los acuerdos de paz firmados en 1502.

Inmerso en los intrincados vericuetos de la política papal, Alejandro VI no fue sensible a las ansias de reforma que bullían en la Iglesia. A éstas daba voz en Italia el prior del convento dominico de San Marcos de Florencia, Girolamo Savonarola, quien criticaba en sus homilías los vicios de la curia romana y presentaba a Carlos VIII de Francia como enviado por Dios para la reforma de ésta, dando así alas al partido profrancés en Florencia, enemigo de los Médicis y contrario a la política pontificia. Alejandro le prohibió predicar y, aunque en un primer momento se sometió, pronto volvió al púlpito, despreciando las órdenes papales como contrarias a la voluntad divina, desde donde atacó directamente al Pontífice y su corte. Por ello, y por negarse a aceptar la Congregación dominicana de los conventos de Toscana y de Roma que Alejandro había decretado, fue excomulgado en mayo de 1497. Pero Savonarola hizo caso omiso de la excomunión, considerándola inválida, agudizó sus invectivas contra el Papa e incluso incitó a los monarcas cristianos para que convocaran un concilio general que depusiera al Pontífice por simoníaco y hereje. El Papa exigió a la Señoría de Florencia, bajo pena de entredicho, el arresto de Savonarola. Finalmente, cuando el fraile perdió el favor popular al negarse a pasar por la prueba del fuego, que él mismo había solicitado como demostración de su misión divina, sus adversarios políticos aprovecharon la ocasión para arrestarlo y, tras un proceso en el que tomaron parte dos comisarios pontificios, condenarlo a la pena capital, que fue ejecutada el 23 de mayo de 1499.

Por lo que respecta a la reforma de la curia, fue un proyecto considerado al inicio de su pontificado y postergado por la invasión francesa. Personalidades como Savonarola, la beata Colomba de Rieti, Bernardo Boïl o la propia Isabel la Católica, reprocharon al Pontífice sus desórdenes morales, sin lograr un cambio de actitud que sólo tuvo lugar ante el dolor y el remordimiento producidos por la muerte de su hijo Juan (14 de junio de 1497). El Papa encargó entonces la elaboración de un amplio programa de reforma a una comisión de seis cardenales, cuatro de los cuales militaban en el partido opuesto al suyo, lo que manifiesta la sincera voluntad reformadora del Papa. Este programa comprendía ciento veintiocho puntos de renovación eclesial, en los que, entre otras cosas, se ponía freno a la vida lujosa y aseglarada de los cardenales y prelados, se prohibía la enajenación de territorios de los Estados Pontificios, se regulaba el culto de la capilla pontificia, se daban severas normas acerca de la conducta moral de los oficiales de la curia, se prohibía la venalidad de los oficios curiales, se perseguía la simonía, se castigaba a los clérigos concubinarios, etc. Pero el proyecto fue ineficaz, pues, con el paso del tiempo, los buenos sentimientos del Pontífice se disiparon, y las nuevas preocupaciones políticas impidieron la promulgación de la bula (In Apostolica Sedis specula) y el desarrollo de una reforma que “de haberse puesto en práctica, le hubiera redimido ante la historia y tal vez hubiera podido impedir graves daños a la Iglesia” (M. Batllori).

Ahora bien, aunque no fue capaz de reformarse a sí mismo, Alejandro fue sensible a los intentos de reforma que vinieron de fuera, sobre todo en el campo de la vida religiosa. Aquí sostuvo los esfuerzos reformadores surgidos bien en el seno de las mismas órdenes religiosas bien promocionados por los Reyes Católicos o el rey de Francia, principalmente; donde fue necesario tomó en sus manos la defensa de la reforma, dando poderes papales a algunos obispos (Cisneros en Castilla, Georges d’Ambois en Francia o Adriano da Corneto en Inglaterra) para que la impusieran.

No sólo apoyó a las congregaciones de observancia en conflicto con los superiores generales contrarios, sino que aprobó nuevas, como la reforma guadalupiana de los franciscanos españoles, la austera Orden de los Mínimos (1502) —fundada por san Francisco de Paula—, la Congregación de Montaigu (1500) y la Orden de la Anunciata (1501), fundada por la ex reina Juana de Valois. A sus iniciativas misionales en América —donde siempre mantuvo un vicario pontificio—, debe añadirse su interés por la evangelización del Lejano Oriente, y los esfuerzos ecuménicos con el metropolita de Kiev —José Bulgarinovic— para lograr la unión con los ortodoxos, cuyo bautismo fue reconocido en 1501 al declarar la validez del administrado por los rutenos en Lituania.

En el gobierno de la Iglesia Alejandro VI fue custodio celoso de los derechos de la Sede Apostólica ante el intervencionismo de Felipe el Hermoso o las iniciativas patronales de los Reyes Católicos, y combatió eficazmente las tendencias heréticas en Bohemia, Moravia y Lombardía. En la curia reorganizó la oficina de los scriptores para proveer la expedición de los breves pontificios, atribuyó perpetuamente a los agustinos el oficio de sacristán del Sacro Palacio, e incrementó el colegio cardenalicio con una gran número de cardenales “jóvenes” italianos, que superaron a los valencianos y catalanes situados en oficios domésticos y de administración territorial. Siguiendo la tradición pontificia se mostró tolerante con los judíos, aceptando en sus Estados a muchos sefardíes expulsados de la Península Ibérica, pero atajó los brotes de criptojudaísmo entre los falsos conversos, apoyando el Tribunal de la Inquisición establecido por los Reyes Católicos, o adoptando procedimientos inquisitoriales ya ensayados en Castilla como las rehabilitaciones públicas celebradas en Roma en 1498. Su piedad, aunque un tanto ruda y supersticiosa, era sincera, como puso de manifiesto en las ceremonias del jubileo del año santo de 1500; y su particular devoción por la Virgen María le llevó a promover el rezo del Angelus, conceder indulgencias a los que visitaran algún santuario mariano, o confirmar en 1502 la bula de Sixto IV sobre la Inmaculada Concepción.

Bajo su pontificado se intensificó el concepto de pontifex-imperator que incorporaba a la sucesión apostólica de Pedro la herencia del antiguo Imperio Romano. Así lo reflejan sus programas iconográficos y su proyecto político en los Estados Pontificios, donde puso las bases de un sistema de fortificación moderno mediante la construcción de las fortalezas de Nepi (1499), Civita Castellana (1499), Nettuno (1501-1503) y Castel Sant’Angelo en Roma (1495).

En la Urbe se esforzó por mantener el orden y la justicia acometiendo una reforma judicial que contemplaba la creación de un Tribunal Supremo especial y la renovación del sistema penitenciario mediante una administración más rígida y prudente.

Por motivos de prestigio e interés personal se rodeó de un círculo de humanistas vinculados a la Curia pontificia, la Universidad y la Academia romana.

Entre los intelectuales próximos a su persona se encontraban los directores de la Academia —Pomponio Leto y después Paolo Cortesi—, los preceptores Gaspare di Verona y Paolo Pompilio, los secretarios Ludovico Podocátaro y Adriano da Corneto, los oradores de la capilla pontificia Michele Ferno y Egidio da Viterbo, los hermanos Raffaele y Mario Maffei da Volterra, Aurelio y Raffaele Brandolini, Giovanni da Lascaris, el impresor Aldo Manucio, el auditor Girolamo Porcari, el maestro del Sacro Palacio Annio de Viterbo, los canonistas Felino Sandei y Giovanni Antonio di San Giorgio; así como otros intelectuales españoles sensibles a la cultura humanista, como el curial barcelonés Jeroni Pau, el extremeño Rodrigo Sánchez de Arévalo —castellano de Sant’Angelo—, los mallorquines Esperandéu Espanyol y Arnau de Santacília —preceptores de César—, el teólogo dominico Pedro García o el médico pontificio Gaspar Torrella, ambos bibliotecarios de la Vaticana. Tampoco faltaron célebres músicos en la capilla pontificia, como Joschin Després y el organista Marturià Prats, que imprimieron un estilo “español” —mezcla de tradición italiana y española— a la música litúrgica de su tiempo.

Animado por esta sensibilidad cultural, Alejandro VI colaboró con generosas sumas de dinero a la reconstrucción de la Universidad de Roma (La Sapienza), protegió a algunas universidades y colegios castellanos, y otorgó la bula fundacional de las universidades de Aberdeen en Escocia (1495), Frankfurt del Oder en Alemania (1500), y Alcalá de Henares (1499) y Valencia (1501) en la Península Ibérica. Su mecenazgo artístico tuvo una fuerte impronta propagandística, y su actividad edilicia en la Urbe dejó obras notables en Castel Sant’Angelo, Santa María la Mayor y la Torre Borja del palacio vaticano (X. Company).

Para estos trabajos requirió los servicios de su arquitecto preferido, Antonio de Sangallo, y encargó a Pinturicchio la decoración pictórica de sus apartamentos según el complejo programa iconográfico de Annio de Viterbo (M. Carbonell i Buades). Hizo construir un sepulcro de mármol para Calixto III y encomendó a Andrea Bregno y Pietro Torrigiano diversos trabajos escultóricos. Entre sus reformas urbanísticas cabe recordar la reordenación de Piazza Navona, la restauración de las murallas de la ciudad y la apertura de la via Alexandrina para unir la Basílica de San Pedro con Castel Sant’Angelo.

No es fácil valorar una personalidad tan compleja como la de Alejandro VI, cuya vida se encuentra rodeada por un halo de leyenda que no facilita el juicio histórico. A la hora de juzgar su figura los historiadores tienden a ser severos en sus apreciaciones, siguiendo la condena que dictaminó la historiografía posterior en tiempos de Julio II —gran enemigo de los Borja— y la crítica que se desencadenó en el clima más estricto de la Reforma y Contrarreforma (M. Hermann-Röttgen).

Es indudable que Alejandro VI no estuvo a la altura de la santidad requerida por los tiempos, dejándose llevar por un nepotismo perturbador y una sensualidad —indigna de un hombre de Iglesia— que ni siquiera trató de ocultar. Sin embargo, en su polifacética personalidad hay que distinguir los excesos de su vida privada de su perfil como estadista y como Pontífice al frente de una institución no exclusivamente humana.

En este sentido, su sincera fe cristiana está en la base de su interés evangelizador, su vigilancia en el gobierno de la Iglesia y su deseo de reformarla alentando cualquier iniciativa en este campo. En su faceta política Alejandro VI mantuvo una difícil neutralidad en la crisis internacional del momento, e intentó consolidar los Estados Pontificios apoyándose en una arriesgada política familiar y una mejor administración del territorio. Cualquiera que sea la valoración final, deberá tener presente los contrastes de este sorprendente valenciano llamado a dirigir la nave de la Iglesia en uno de los períodos más turbulentos de su historia, y que todavía hoy continúa suscitando el asombro y el desconcierto de los historiadores.

 

Bibl.: S. Infessura, Diario della città di Roma, ed. de O. Tomassini, Roma, 1880 (col. Fonti per la Storia d’Italia, vol. V); S. de Conti, Le storie dei suoi tempi dal 1475 al 1510, Roma- Florencia, G. Barbera, 1883; A. Giustinian, Dispacci, ed. de P. Villari, vols. I-III, Florencia, Le Monnier, 1876; M. Sanudo, Diarii, ed. de R. Fulin, vols. I-LII, Venecia, 1879-1903; J. Zurita, Historia del rey Don Hernando el Católico. De las empresas y ligas de Italia, ed. de A. Canellas López, vols. V-VI, Zaragoza, Diputación General de Aragón, 1996; R. Chabàs, “Alejandro VI y el duque de Gandía”, en El Archivo, 7 (1893), págs. 83- 139; M. D. Oliver y Hurtado, “Rodrigo de Borja (Alejandro VI). Sus hijos y descendientes”, en Boletín de la Real Academia de Historia (BRAH), 9 (1896), págs. 402-447; E. Müntz, Les arts à la cour des papes Innocent VIII, Alexandre VI, Pie III (1484- 1503), París, E. Leroux, 1898; J. Burckardt, Liber notarum ab anno 1483 usque ad annum 1506, ed. de E. Celani, vol. II, Città di Castello, Editrice S. Lapi, 1907-1942; A. Luzio, “Isabella d’Este e i Borgia”, en Archivio Storico Lombardo, 41 (1914), págs. 469-553 y 671-753; Isabella d’Este e i Borgia. Con nuovi documenti, Milán, Cogliati, 1916; M. Menotti, Documenti inediti sulla famiglia e la corte di Alessandro VI, Roma, Tipografia dell’Unione editrice, 1917; Els Borja, història i iconografia, Valencia, Bancaixa, 1992; J. Sanchis Sivera, “Algunos documentos y cartas privadas que pertenecieron al segundo duque de Gandía, don Juan de Borja. (Notas para la historia de Alejandro VI)”, en Anales del Instituto General y Técnico de Valencia (1919), págs. 5-152 (trad. cat. por S. La Parra López en Alguns documents i cartes privadas que pertenyeron al segon duc de Gandia eu Joan de Borja. Notes per la història d’Alexandre VI, Gandía, 2001); “El cardenal Rodrigo de Borja en Valencia”, en BRAH, 8 (1924), págs. 132-164; L. von Pastor, Storia dei Papi dalla fine del Medioevo, vol. III: Storia dei Papi nel periodo del Rinascimento dall’elezione di Innocenzo VIII alla morte di Giulio II, Roma, Desclée & C. Editori Pontifici, 1942; G. Pepe, La politica dei Borgia, Nápoles, Riccardo Ricciardi, 1945; G. Soranzo, Studi in torno a papa Alessandro VI (Borgia), Milán, Società Editrice Vita e Pensiero, 1950; Il tempo di Alessandro VI papa e di fra Girolamo Savonarola, Milán, Società Editrice Vita e Pensiero, 1960; P. de Roo, Los Borjas de la leyenda ante la crítica histórica: material para una historia del Papa Alejandro VI, sus deudos y su tiempo, Valencia, Academia Borja del Centro de Cultura Valenciana, 1952; G. B. Picotti, “Nuovi studi e documenti intorno a papa Alessandro VI”, en Rivista di Storia della Chiesa in Italia, 5 (1951), págs. 169-262; “Ancora sul Borgia”, en Rivista di Storia della Chiesa in Italia, 8 (1954), págs. 313- 355; J. Fernández Alonso, “Don Francisco de Prats, primer nuncio permanente en España (1492-1503). Contribución al estudio de las relaciones entre España y la Santa Sede durante el pontificado de Alejandro VI”, en Anthologica Annua, 1 (1953), págs. 67-154; “Instrucción de Alejandro VI a fray Bernardo de Boyl como legado ante los Reyes Católicos, enero-marzo 1498”, en Cuadernos de Historia de España, 31-32 (1960), págs. 173- 188; A. de la Torre y del Cerro, Documentos sobre las relaciones internacionales de los Reyes Católicos, vols. I-V, Barcelona, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1949-1966; A. García Gallo, “Las Bulas de Alejandro VI y el ordenamiento jurídico de la expansión portuguesa y castellana en África e Indias”, en Anuario de Historia del Derecho Español, 27- 28 (1958), págs. 461-829; L. Suárez Fernández, Política internacional de Isabel la Católica. Estudio y documentos, vols. I-VI, Valladolid, 1965-2002; Los Reyes Católicos, vols. I-IV, Madrid, Rialp, 1989-1990; M. E. Mallet, The Borgias: The Rise and Fall of a Renaissance Dynasty, Londres, The Bodley Head, 1969; R. de Maio, Savonarola e la Curia Romana, Roma, Edizioni di Storia e Letteratura, 1969; A. Borrás i Feliu, “Cartes d’Alexandre VI conservades a l’Arxiu del Palau de Barcelona”, en Analecta Sacra Tarraconensia, 66 (1973), págs. 279-323; K. M. Setton, The Papacy and the Levant (1204-1571), vol. II: The Fifteenth Century, Filadelfia, American Philosophical Society, 1978; Ch. Shaw, “Alexander VI, Cesare Borgia and the Orsini”, en Europe Studies Review, 11 (1981), págs. 1-23; T. de Azcona, “Relaciones de Alejandro VI con los Reyes Católicos según el fondo Podocataro de Venecia”, en Miscellanea Historiae Pontificia, 50 (1983), págs. 145-172; “Relaciones de Rodrigo de Borja (Alejandro VI) con los Reyes Católicos”, en Cuadernos de Estudios Borjanos, 31-32 (1994), págs. 13-52; M. Caravale y A. Caracciolo, Lo stato pontificio da Martin V a Gregorio XIII, en Storia d’Italia, XIV. Lo Stato Pontificio da Martino V aPio IX, Turín, UTET, 1986, págs. 139-163; M. Monaco, “The Instructions of Alexander VI to His Ambassadors Sent to Louis XII in 1498”, en Renaissance Studies, 2 (1988), págs. 251-257; J. L. Pastor Zapata, Gandia en la Baixa Edat Mitjana: la vila i el senyoriu dels Borja, Gandia, CEIC Alfons el Vell, 1992; S. Schüller-Piroli, Los papas Borgia Calixto III y Alejandro VI, Valencia, Alfons el Magnànim, 1991; M. Navarro Sorní, “El enfrentamiento entre Calixto III y Alfonso V el Magnánimo por el obispado de Valencia”, en Cum vobis et pro vobis [...], Valencia, Facultad de Teología “San Vicente Ferrer”, 1991, págs. 709-727; F. Cantelar Rodríguez, El envío de misioneros a América y las bulas “Inter caetera” de Alejandro VI, en S. Chodorow (ed.), Proceedings of the Eighth International Congress of Medieval Canon Law, San Diego, University of California at La Jolla, 21-27 August 1988, Ciudad del Vaticano, Biblioteca Apostolica Vaticana, 1992, págs. 635-655; M. Carbonell i Buades, “Roderic de Borja: un exemple de mecenatge renaixentista”, en Afers, 17 (1994), págs. 109-132; M. Batllori, Obra completa, ed. de E. Duran y J. Solervicens, vol. IV: La família Borja, y vol. XIV: Iberoamèrica: del descobriment a la independència, Valencia, Tres i Quatre, 1994-2000; A. Sánchez, V. Castell y M. Peset, Alejandro VI, papa valenciano, Valencia, Generalitat Valenciana, 1994; M. Hermann-Röttgen, La familia Borja. Historia de una leyenda, Valencia, Institución Alfonso el Magnánimo, 1994; D. Abulafia (ed.), The French Descent into Renaissance Italy, 1494-1495, Aldershot, Ashgate, 1995; El Tratado de Tordesillas y su época. Congreso Internacional de Historia, vols. I-III, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1995; Xàtiva, els Borja: Una projecció europea. Catàleg de l’exposició, vols. I-II, Xátiva, Ajuntament de Xátiva, 1995; L’Europa renaixentista. Simposi Internacional sobre els Borja, Gandia, CEIC Alfons el Vell-Editorial Tres i Quatre-Ajuntament de Gandia, 1998; M. Batllori (ed.), De València a Roma. Cartes triades dels Borja, Barcelona, Quaderns Crema, 1998; S. Poeschel, Alexander Maximus. Das Bildprogramm des Appartamento Borgia im Vatikan, Weimar, VDG Verlag, 1999; G. B. Picotti y M. Sanfilippo, “Alessandro VI”, en Storia dei Papi, III. Innocenzo VIII-Giovanni Paolo II, Roma, Istituto della Enciclopedia Italiana, 2000, págs. 13-22; M. González Valdoví y V. Pons Alòs (coords.), El hogar de los Borja, Valéncia, Consorci de Museus de la Generalitat Valenciana, 2000; J. A. Gisbert (dir.), Sucre & Borja, la canyamel dels Duch: del trapig a la taula, Gandia, Direcció General de Promoció Cultural i Patrimoni Artístic-Centre d’Estudis i Investigació Comarcals Alfons el Vell-Ajuntament de Gandia, 2000; Els temps dels Borja, Valéncia, Generalitat Valenciana, 2000; Los Borja. Del mundo gótico al universo renacentista, Valencia, Museu de Belles Arts, 2001; J. M.ª Cruselles Gómez, “El cardenal Rodrigo de Borja, los curiales romanos y la política eclesiástica de Fernando II de Aragón”, en E. Belenguer Cebrià (dir.), De la unión de coronas al Imperio de Carlos V. Congreso Internacional (Barcelona, 21-23 febrero 2000), vol. I, Barcelona, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2001, págs. 253-279; M. Chiabò, S. Maddalo y M. Miglio (coords.), Roma di fronte all’Europa al tempo di Alessandro VI. Atti del Convegno (Città del Vaticano-Roma, 1-4 dicèmbre 1999), vols. I-III, Roma, Ministero per i Beni e le Attività Culturali, 2001; D. Canfora, M. Chiabò y M. de Nichilo ( coords.), Principato ecclesiastico e riuso dei classici. Gli umanisti e Alessandro VI (Bari-Monte Sant’Angelo, 22-24 maggio 2000), Roma, Ministero per i Beni e le Attività Culturali, 2002; X. Company i Climent, Alexandre VI i Roma. Les empreses artístiques de Roderic de Borja a Itàlia, Valencia, Tres i Quatre, 2002; M. Navarro Sorní, “Alexandre VI Borja i Valéncia”, en Anales Valentinos, 58 (2003), págs. 345-358; M. Chiabò y M. Gargano ( coords.), Le rocche alessandrine e la rocca di Cività Castellana (Viterbo, 19-20 marzo 2001), Roma, Ministero per i Beni e le Attività Culturali, 2003; C. Frova y M. G. Nico Ottaviani (coords.), Alessandro VI e lo Stato della Chiesa. Atti del Convegno (Perugia, 13-15 marzo 2000), Roma, Ministero per i Beni e le Attività Culturali, 2003; G. Pesiri (dir.), Il Lazio e Alessandro VI. Civita Castellana, Cori, Nepi, Orte, Sermoneta, Roma, Istituto Storico Italiano per il Medio Evo, 2003; M. Chiabò, A. M. Oliva y O. Schena (coords.), Alessandro VI. Dal Mediterraneo all’Atlantico (Atti del Convegno, Cagliari, 17-19 maggio 2001), Roma, Ministero per i Beni e le Attività Culturali, 2004; Á. Fernández de Córdova Miralles, Alejandro VI y los Reyes Católicos. Relaciones político-eclesiásticas (1492-1503), Roma, Edizioni Università della Santa Croce, 2005; “La promoción eclesiástica de Rodrigo de Borja: estrategia nepotista y política dinástica de Calixto III”, en P. Iradiel- J. M.ª Cruselles ( coord.), De València a Roma a través dels Borja [...] Congrés conmemoratiu del 500 aniversari de l’anyjubilar d’Alexandre VI (València, 23-26 de febrer de 2000), Valéncia, Generalitat Valenciana, Conselleria de Cultura, 2006, págs. 69-89; J. Nadal Cañellas, “La permanencia de Rodrigo de Borja (Alejandro VI) en el Estudio de Bolonia, según los documentos originales”, en Acta historica et archaelogica mediaevalia, 27-28 (2008), págs. 173-205; J. M. Borja, El esplendor de los Borja, Valencia, Biblioteca Valenciana, Generatitat Valenciana, 2009; M.ª del Pilar Ryan, El jesuita secreto: San Francisco de Borja, Valencia, Biblioteca Valenciana, Generatitat Valenciana, 2009; E. García Hernán, Monumenta Borgia, VII (1550-1566), Valencia-Roma, Generalitat Valenciana-Institutum Historicum Societatis Iesu, 2009.

 

https://dbe.rah.es/biografias/6222/alejandro-vi

 

Álvarez de Toledo, Fernando. Conde de Alba de Tormes (I), señor de Valdecorneja y Villarias (IV), conde de Piedrahíta (I). Toledo, p. s. XV – ?, 1464. Capitán mayor de las Fronteras de Requena, Écija y Jaén.

Fernando Álvarez de Toledo era hijo de García Álvarez de Toledo, III señor de Valdecorneja, casado con Constanza Sarmiento, en cuyo matrimonio también había nacido otra hija, Constanza. El joven Fernando se ve inmerso en las luchas políticas del reinado de Juan II, incluso antes de la muerte de su padre, siempre acompañado de su influyente tío el obispo de Toledo, Gutierre Gómez de Toledo.

Su vida puede dividirse en dos momentos cuya inflexión es la batalla de Olmedo —1445— que marca un antes y un después. Durante los primeros veinte años —desde la fecha de las Cortes de Palenzuela en 1425, primera escena de la vida política de Fernán— hasta la citada batalla, toda la actuación del IV señor de Valdecorneja y de su tío, el obispo, estuvo determinada por su actitud ante la disyuntiva de apoyar a los infantes de Aragón o al condestable Álvaro de Luna. Aunque en un primer momento parece que colaboraban con la causa de los primeros finalmente se convierten en aliados del condestable participando en combates fronterizos para controlar los ataques procedentes de Aragón. Tras Olmedo —1445— se producirá un cambio radical y Fernando Álvarez de Toledo, ya muerto su tío, se alineará con los enemigos del condestable. A lo largo de su dilatada vida política el I conde de Alba disfrutó de varias dignidades: copero mayor del rey Juan II, camarero mayor del príncipe Enrique, alguacil mayor de Toledo y de Ávila. Pero sus mayores honores están relacionados con la actividad bélica.

Fernando Álvarez de Toledo fue nombrado frontero de Requena —también de Écija y Jaén— y, como capitán mayor, inició su fama militar destacándose en varios episodios de importancia. Probablemente la hazaña más sobresaliente y que evitó la invasión de Castilla fue la de las banderas arrebatadas a aragoneses y valencianos. Por todo ello el Rey le concedió la merced del quinto de las presas de la Corona y, sobre todo, el permiso para que pudiera, en recuerdo de aquella hazaña, exhibir en su escudo de armas las trece banderas a modo de orla. Pero el reconocimiento al linaje alcanzaba también al obispo, verdadero maniobrador político, al que el rey Juan II le concedió Alba de Tormes al tiempo que a Fernando le hacía beneficiario del señorío de Salvatierra.

En la guerra de Granada y como capitán frontero Fernando destacó por sus actuaciones en el arzobispado de Sevilla y obispado de Córdoba, incluso entró en Ronda llegando hasta las puertas de Granada y Málaga. En esta campaña castellana contra el reino nazarí culminada en la batalla de la Higueruela, tuvo un papel estelar con la conquista de la torre de Pinos Puente. Pero un incidente cambió su suerte: junto con el conde de Haro, tío y sobrino, abandonaron la guardia para escaramucear contra los moros lo que les valió una represalia por parte del condestable. En enero de 1432 Álvaro de Luna les aprisionó encarcelándoles durante casi un año. Aquel incidente hizo que, junto con Íñigo López de Mendoza, se formara un germen de oposición nobiliaria al condestable. No obstante, una vez terminada la campaña extremeña y expulsados los infantes, Fernando Álvarez de Toledo fue perdonado.

Como capitán mayor de la frontera en Jaén, el señor de Valdecorneja destacó en muchas hazañas —como la entrada en la vega de Guadix— destacando el auxilio prestado a Rodrigo Manrique.

Como responsable de la guarda y defensa de la franja meridional del reino de Córdoba en sus incursiones en el territorio granadino destruyó torres y atalayas ganando fortalezas —Benzalema, Benamurel— contribuyendo decisivamente en la toma de Huéscar y haciendo muchos cautivos que, más tarde, por orden del Rey, hubieron de ser puestos en libertad al querer convertirse a la fe cristiana.

En 1437 de nuevo se rompen las hostilidades con el grupo de nobles capitaneados por los potentes linajes de los Manrique y Enríquez, pero tío y sobrino permanecen, en esta ocasión, fieles a Álvaro de Luna.

Como premio a su actividad en la frontera el rey Juan II le confirmó el señorío de Salvatierra en 1437 con seiscientos vasallos en Cogolludo y Loranca así como las villas de Villoria y Babilafuente. Pero aún fue mayor el premio adquirido dos años después, dignidad de trascendencia histórica para su linaje: el 25 de diciembre se le hace merced, con el título de conde, sobre la villa de su tío, esto es, Alba de Tormes.

Mientras tanto los infantes habían vuelto —lo que significaba una amenaza para el disfrute de parte de los bienes del nuevo conde al haber pertenecido a ellos— y el condestable sufre destierro en Escalona.

Fernán Álvarez de Toledo toma parte en la rehabilitación del partido realista en donde también participa el contador Vivero, Lope de Barrientos y Pero Yáñez, entre otros. Tanto predicamento tenía Fernando Álvarez con el Rey que éste pasó alguna temporada en sus dominios, concretamente en Piedrahíta.

Pero los nobles contrarios a Álvaro imponen un programa de gobierno cuya medida previa consistía en el alejamiento de los partidarios de aquél, entre otros, el conde de Alba. El enconamiento entre partidarios de Álvaro y del partido realista y sus adversarios, que apoyaban a los infantes, llegó al definitivo enfrentamiento de Olmedo, el 19 de mayo de 1445. El triunfo de los primeros y el definitivo alejamiento de los infantes de Aragón es un hecho incontestable, aunque el premio al conde de Alba fuera pequeño y fruto de alguna merced confiscada. Unos meses después de tan decisivo encuentro, Gutierre, ya muy anciano, otorga testamento —el 22 de febrero de 1446— de sus villas de Alba de Tormes, Alaraz y Torrejón de Velasco en favor, naturalmente, de su sobrino Fernán, muriendo poco tiempo después.

Se produce entonces el segundo momento en la actuación política del conde de Alba que acabará por alinearse con los enemigos de Álvaro de Luna, lo que provocó, además, el odio del futuro Enrique IV. Así Fernando Álvarez entró en el partido del rey de Navarra y en la amistad con el almirante Enríquez. Esto último se ratificó, nada menos que a través de un matrimonio, el de su primogénito García con María Enríquez, hija de Fadrique Enríquez, que, a su vez, era abuelo del futuro Fernando el Católico. Esto convertía a los Alba en parientes íntimos del linaje real.

Pero en los años sucesivos, y a consecuencia de aquella opción, Fernán Álvarez de Toledo pasó todo tipo de tribulaciones. El golpe de Záfraga dado por Álvaro de Luna, ya maestre de Santiago, y el marqués de Villena con el fin de eliminar a sus enemigos, incluido el conde de Alba, le costó a Fernando Álvarez, de nuevo, la prisión. Comienza ahora un largo cautiverio desde Segovia, Roa y Toledo, y que finalizó años después no sin antes verse despojado, por parte del entonces príncipe de Asturias, del secuestro de sus villas y el expolio de juros y oficios.

Su heredero, García, tomó su bandera: ejerció el Adelantamiento de Cazorla y acompañó al almirante Enríquez, su suegro, al famoso viaje italiano que tenía como fin el que Alfonso V encabezara una rebelión para expulsar al condestable. Las negociaciones dieron sus frutos, pero, a pesar de que en 1450 se firmó la paz entre todos —incluyendo al rey Juan de Navarra y al príncipe de Viana—, por lo que los prisioneros de Enrique IV fueron acogidos en perdón—; el conde de Alba siguió encarcelado quizás porque sus hijos —García y Pedro— se mostraron rebeldes antes de la firma de esa paz y extendieron una lucha de años para recuperar las posesiones de su señorío.

El 2 de junio de 1453 era ejecutado Álvaro de Luna y poco después fallecía Juan II. El nuevo Rey —Enrique IV— en una de sus primeras actuaciones concedió el perdón a los condes de Alba y Treviño, pero esto no se materializó hasta tiempo después y en ningún caso supuso una vuelta a la situación anterior a 1448, porque algunos lugares fueron conservados por el Monarca durante años. Seis años había durado el encarcelamiento de Fernando Álvarez de Toledo, que retornaba a la vida política y a las actividades bélicas a pesar de las profundas heridas psicológicas.

Durante los últimos años de su vida estuvo concentrado en las cuestiones patrimoniales y la recuperación de aquellas villas confiscadas, caso de Granadilla, conseguida en 1460. Políticamente continuó en el bando nobiliario heredero de los aragoneses —arzobispo Carrillo—, si bien sus relaciones con el nuevo valido de Castilla, el marqués de Villena, fueron excelentes.

La vida familiar de Fernando Álvarez de Toledo le proporcionó grandes compensaciones. En su matrimonio con Mencía Carrillo, hija de Pero Carrillo de Toledo, copero y aposentador de Juan II, y de Elvira Palomeque, tuvo los siguientes hijos: García; Pedro, adelantado de Carzorla; Mayor, casada con el conde de Oropesa; Teresa, casada con Gómez Carrillo, señor de Albornoz; María, casada con Juan de Tovar, señor de Caracena; e Inés casada con Esteban Gudiel. Fernán Álvarez de Toledo testó, por vez primera en 1447 en Córdoba, si bien hubo de hacerlo de nuevo, una vez fallecido su hijo Pedro, en 1455. Su primogénito, emparentado con los Enríquez —el 10 de diciembre de 1458 había nacido Fadrique de Toledo, su nieto—, no dejó de darle satisfacciones al continuar en primera línea en la política del reino.

En 1464 cuando se avecinaba una tremenda tormenta en Castilla que llevaría el reino a la guerra civil y a la dualidad monárquica, fallecía Fernán Álvarez de Toledo. Su hijo recogió su legado y, en 1473, engrandeció el linaje al hacerse beneficiario del título de I duque de Alba, título llamado a protagonizar las más brillantes actuaciones en la historia de España del siglo XVI.

 

Bibl.: P. Carrillo de Huete, Crónica del Halconero de Juan II, ed. de J. de Mata Carriazo, Madrid, 1946; E. Benito Ruano, Toledo en el siglo XV, Madrid, Escuela de Estudios Medievales, 1961; H. del Pulgar, Claros Varones de Castilla, ed., intr. y notas de J. Domínguez Bordona, Madrid, Espasa Calpe, 1969; A. de Palencia, Crónica de Enrique IV de Castilla, introd. de A. Paz y Meliá, Madrid, Atlas, 1973 (col. Biblioteca de Autores Españoles); J. M. Calderón Ortega, “Una aportación documental para el estudio de una hacienda señorial: los Álvarez de Toledo, señores de Valdecorneja”, en Cuadernos Abulenses (CA), 3 (1985), págs. 175-183; J. M. Monsalvo Antón, El sistema político concejil. El ejemplo del señorío medieval de Alba de Tormes y su concejo de villa y tierra, Salamanca, Universidad, 1988; I. Pastor Bodmer, Grandeza y tragedia de un valido. La muerte de Álvaro de Luna, Madrid, Caja de Ahorros de Madrid, 1992; J. M. Calderón Ortega, “Los riesgos de la política en el siglo XV: la prisión del conde de Alba (1448-1454)”, en Historia, Instituciones, Documentos (Sevilla), 21 (1994), págs. 41-62; “Aspectos políticos del proceso de formación de un estado señorial: el ducado de Alba y el señorío de Valdecornejo”, en CA, 23 (1995), págs. 11-116; P. A. Porras Arboleda, Juan II de Castilla, rey de Castilla, Burgos, Diputación Provincial de Palencia, 1995; L. Suárez Fernández, Enrique IV de Castilla, la difamación como arma política, Barcelona, Ariel, 2001; J. E. López de Coca, “Fernando Alvarez de Toledo (1434-1437), Capitán de la Frontera de Jaén”, en Anuario de Estudios Medievales, 33 (2003), págs. 645-666; J. M. Calderón Ortega, El ducado de Alba. La evolución histórica, el gobierno y la hacienda de un Estado señorial (s. XIV-XVI), Madrid, Universidad de Alcalá de Henares, 2005; C. Quintanilla Raso y M. J. García Vera, “Señores de título en la Castilla del siglos XV: su creación en el reinado de Enrique IV”, en Homenaje al profesor Eloy Benito Ruano, vol. 2, Murcia, Sociedad de Estudios Medievales - Universidad de Murcia, 2010, págs. 653-670; H. González Zymla, “El Castillo Palacio de los Álvarez de Toledo en Alba de Tormes”, en Anales de historia del arte, 2 (2013) , págs. 455-468.

 

Dolores Carmen Morales Muñiz

 

https://dbe.rah.es/biografias/8014/fernando-alvarez-de-toledo

 

Álvarez de Toledo, García. Señor de Oropesa (III). ?, ú. t. s. xiv – Oropesa (Toledo), 1444. Noble.

Hijo de Fernán Álvarez de Toledo, segundo señor de Oropesa, y de Elvira de Ayala, señora de Cebolla y del castillo de Villalba en Toledo.

Sucedió a su padre en 1398 siendo menor de edad, por lo que quedó bajo la tutela y curaduría de su madre hasta el año 1403, en que se hizo cargo personalmente del gobierno de sus señoríos. García se había criado como doncel en la cámara del rey Enrique III.

El Monarca, al parecer, le tenía en tanta consideración que, al morir en 1406, le destinó un legado de 15.000 maravedíes en su testamento. Sus servicios a la Corona, primero a Enrique III, después al regente Fernando y, finalmente, a Juan II le reportaron jugosos beneficios. El tercer señor de Oropesa siempre mantuvo una lealtad inquebrantable a Juan II, desde el año 1420, en que se produjo en Tordesillas el golpe de estado del infante Enrique de Aragón, hasta su muerte en 1444. Siempre apoyó al Monarca en todos los enfrentamientos que tuvieron lugar entre Juan II y su privado Álvaro de Luna, de una parte, y los infantes de Aragón, de la otra. Ya en 1408 había conseguido un juro de 15.000 maravedíes anuales en las alcabalas del vino y de la carnicería de Plasencia.

Fue el premio que recibió por su lealtad al regente y por la promesa de enviar una hueste a la campaña granadina que emprendió Fernando un año más tarde.

Una nueva prebenda recibió en 1422, tras el fracaso del golpe de Enrique de Aragón, cuando Juan II le concedió nada menos que el privilegio de portar el estoque real en las ceremonias solemnes de la Corte.

En 1428 el Monarca le donó también, no sin la oposición del concejo de la ciudad, las martiniegas de Salamanca.

Siguiendo la estrategia tradicional del linaje, contrajo un buen matrimonio con Juana Núñez de Herrera, una hija de otro poderoso señor de la región extremeña, el mariscal García González de Herrera.

De este matrimonio nacieron dos hijos: el mayor, llamado como su abuelo, Fernán Álvarez de Toledo, y el segundo, Pedro Suárez de Toledo, que llegó a construirse un señorío propio en torno a las villas de Gálvez y Jumela, situadas al sur de Toledo y relativamente próximas a La Puebla de Montalbán.

 

Bibl.: A. Franco Silva, “Oropesa: el nacimiento de un señorío toledano a fines del siglo xiv, en Anuario de Estudios Medievales, 15 (1985), págs. 299-314; A. Franco Silva, “El condado de Oropesa”, en Cuadernos Abulenses, 35 (2006), págs. 85-224.

 

https://dbe.rah.es/biografias/40824/garcia-alvarez-de-toledo

 







No hay comentarios:

Publicar un comentario

  LAS CRUZADAS Paganos, herejes y niños            El Papa Inocencio   III proclamó cinco cruzadas en total. De todas, la de mayor éxi...