domingo, 17 de abril de 2022


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PERSONAJES CITADOS EN LA BIOGRAFÍA DE

ALFONSO V EL MAGNÁNIMO

 

Aragón, Pedro de. ?, c. 1406-1411 – Nápoles (Italia), 17.X.1438. Infante de Aragón.

 

Quinto hijo de Fernando I de Antequera, rey de Aragón y de Leonor Urraca de Castilla, condesa de Alburquerque. Por lo tanto, sus hermanos fueron los denominados infantes de Aragón, esto es: Alfonso V el Magnánimo, rey de Aragón, Valencia, Mallorca, Cerdeña, Sicilia y Nápoles y conde de Barcelona; María, esposa de Juan II de Castilla; Juan II, rey de Navarra y posteriormente también de Aragón; Enrique, duque de Alburquerque, conde de Villena y Gran Maestre de la Orden de Santiago; Leonor, esposa de Duarte I de Portugal; y Sancho, Gran Maestre de la Orden de Alcántara.

Se sabe que su nacimiento tuvo lugar a principios del siglo XV, aunque no existe consenso sobre la fecha exacta, ya que mientras algunos autores lo datan hacia el año 1406, otros retrasan la fecha hasta 1411.

Vincens Vives destaca, como rasgo principal de esta familia, la ambición y la rivalidad política de todos los hermanos, lo que les llevó a constantes enfrentamientos a lo largo de sus respectivas vidas, en un afán por hacerse con el poder en diferentes escenarios territoriales hispánicos; aunque estas rivalidades se manifestaron de una forma especialmente insidiosa en el ámbito castellano, donde fueron patentes y constantes las luchas intestinas entre el bando compuesto, por una parte, por Enrique y Pedro, y, por otra, por Juan. Las posesiones castellanas que este último recibió en herencia y su designación como duque de Peñafiel —que le convirtieron en el máximo representante familiar de su rama en Castilla— marcaron, de forma trascendental, sus actuaciones políticas peninsulares y las relaciones personales con sus hermanos Enrique y Pedro —que habían percibido igualmente territorios en este reino y también ambicionaban formar parte de esta esfera política debido a su participación, primero, en el consejo real y, posteriormente, en el consejo de regencia que se estableció tras la muerte de Enrique III de Castilla—. A su vuelta de Sicilia, fue aumentando su protagonismo y poder a través de la mano del arzobispo de Toledo, lo que le enfrentó con su hermano Enrique, que recelaba de sus intenciones. En torno a ellos dos se fueron formando dos importantes facciones nobiliarias. En este caldeado ambiente entró en juego el infante Pedro que optó por apoyar firmemente todas las actuaciones e intervenciones de su hermano Enrique durante los años sucesivos.

La mayoría de edad de Juan II de Castilla y sus primeras tomas de decisiones conllevaron, reiteradamente, rivalidades entre ambos partidos, beneficiando el ascenso de un nuevo protagonista, Álvaro de Luna, que se convirtió en el consejero del reciente monarca. Son muy numerosos los episodios de lucha abierta y manifiesta entre Juan y los infantes Enrique y Pedro. Entre ellos pueden destacarse algunos de particular gravedad, como el que tuvo lugar el 14 de julio de 1420. Aprovechando la ausencia de Juan de Aragón —que había viajado a Navarra para celebrar su matrimonio con Blanca, hija y heredera de Carlos III el Noble— la facción del infante Enrique secuestró al rey Juan II de Castilla en Tordesillas con el afán de hacerse con el poder, expulsando a los adeptos de su hermano de los cargos públicos que ocupaban y conseguir la autorización para contraer matrimonio con la infanta Catalina, hermana del castellano. El infante de Aragón reaccionó inmediatamente regresando a Castilla y reuniéndose con sus partidarios con el afán de liberar al Rey del cautiverio. La brecha entre los hermanos se hizo más patente debido al trabajo soterrado de Álvaro de Luna que explotó las circunstancias para que la división entre ellos fuese más patente.

Tras diversos enfrentamientos y la intervención diplomática de Leonor de Alburquerque se produjo la liberación de Juan II de Castilla y el atrincheramiento del infante Enrique en Ocaña —a cuyo auxilio acudieron las tropas de su hermano Pedro—. Finalmente, después de múltiples actuaciones militares por parte de las distintas facciones implicadas, Enrique optó por entrevistarse con Juan II de Castilla, el 12 de junio de 1423 en Pinto, pero fue apresado dos días después.

Como castigo por su delito de alta traición fue duramente sancionado siéndole confiscados sus bienes y entregados a su hermano Juan que, de forma transitoria, amplió su señorío al condado de Alburquerque, Medellín, Ledesma y las cinco villas. Los partidarios de Enrique, que huyeron a Aragón junto con la infanta Catalina, también sufrieron el embargo de sus bienes y posesiones. La reconciliación entre don Juan y don Enrique no tuvo lugar hasta 1425, cuando los dos hermanos se encontraron en Ágreda una vez que el primero fue puesto en libertad (7 de octubre) a raíz del juramento de fidelidad que efectuó el infante Enrique a Juan II en Valladolid (21 de abril).

Igualmente puede destacarse otro episodio posterior en el que participaron los infantes Enrique y Pedro contra su hermano don Juan, en el marco de la guerra que tuvo lugar entre Aragón y Castilla (1429-1430) y que confrontó directamente a Alfonso V con Álvaro de Luna. Las causas de este enfrentamiento bélico deben buscarse en las actuaciones previas que habían tenido lugar en el reino castellano y que se resumieron en continuos ataques del “valido” contra los tres infantes de Aragón: en primer lugar confiscó los bienes al infante Pedro en el año 1429; posteriormente, y una vez desarticulado el partido aragonés en este reino, procedió a proclamarse administrador perpetuo del maestrazgo de Santiago (diciembre de 1429); y finalmente en febrero de 1430 terminó por despojar a Juan de Aragón de su rico patrimonio territorial castellano. Las treguas de Majano (23 de julio de 1430), por las que se restituyó la paz entre Aragón, Navarra y Castilla, no fueron aceptadas por Enrique y Pedro —que habían sido igualmente desposeídos de la mayor parte de sus propiedades—, a diferencia de don Juan —que negoció y esgrimió su fidelidad al monarca castellano con el fin de que le fuesen devueltos sus bienes— y mantuvieron su rebeldía en Extremadura contra el Monarca castellano y Álvaro de Luna.

Las acciones se centraron en el saqueo de villas de esta región y en la ocupación de los castillos de Trujillo, Segura de la Sierra y también, brevemente, de Alba de Liste (Zamora), y se hicieron firmes en Alburquerque hasta que se produjo la traición de Gutierre de Sotomayor, comendador de Alcántara —nombrado por el condestable en lugar del destituido Juan de Sotomayor—, y que colaboró con Álvaro de Luna en el nuevo prendimiento del infante Pedro, en julio de 1432. Ante esta situación, su hermano Enrique no tuvo más remedio que deponer las armas y abandonar las plazas conquistadas para conseguir su libertad. Tras una negociación en la que intervinieron mediadores portugueses, se produjo la salida de ambos hermanos del reino castellano y su embarco en Lisboa, en diciembre de 1432, rumbo a Valencia, a donde arribaron en el mes de mayo de 1433.

En cuanto a sus actuaciones extrapeninsulares, cabe destacar la participación de Pedro en la defensa de Nápoles ante el asedio a que fue sometida esta ciudad por los ejércitos genoveses —que fue tomada en abril de 1424— así como en algunas incursiones en la costa africana con el objeto de hacer prisioneros que trabajaran como remeros en las galeras de las tropas aragonesas. También son muy destacables sus acciones en los sucesivos cercos de la ciudad de Gaeta, si bien sobresale especialmente su actuación, junto a sus hermanos, en la batalla naval de Ponza (5 de agosto de 1435) que concluyó con la victoria de la flota genovesa y el apresamiento del rey Alfonso V, los infantes Enrique y Juan y de la nobleza que conformaba su séquito acompañante. Únicamente el infante Pedro logró escapar con dos galeras que posiblemente se refugiaron en Gaeta, si bien Benito Ruano y Zurita optan por la teoría de que el infante aragonés no participó en dicha batalla, sino que se encontraba, simultáneamente, ejerciendo el asedio sobre esta ciudad. La puesta en libertad de Alfonso V por parte del duque de Milán se concretó a través de un pacto de colaboración política (Tratado de Milán, 8 de octubre de 1435) por el cual se permitía al monarca aragonés efectuar conquistas territoriales al sur de Bolonia.

También debe citarse otra actuación de Pedro que le llevó a la conquista de la ciudad de Terracina, bajo dominio del Papado, y su integración a la obediencia del Rey de Aragón en calidad de amigos y protegidos, en lugar de vasallos, acción que no fue bien acogida, en un principio, por Alfonso V y que le supuso un nuevo enfrentamiento con el Papa.

Nuevos acontecimientos volvieron a situar a Alfonso V en el escenario italiano, y entre ellos merece la pena señalar el alzamiento de Génova contra Felipe Visconti y que fue paralelo a la actuación llevada a cabo por el rey Alfonso nuevamente sobre Nápoles, en cuyo asedio intervino su hermano Pedro. Su participación en esta actuación militar se materializó en la preparación del ataque y toma de la plaza fuerte, a través de la organización y distribución de las máquinas de guerra a lo largo de los muros y los puntos más estratégicos de la misma. En el transcurso de esta ofensiva —que fue lanzada, tanto desde el mar como desde tierra, ya desde el 20 de septiembre de 1438— falleció el infante don Pedro el día 17 de octubre.

Sobre su trágica y prematura muerte —a causa de una bala de lombarda que atravesó la cabeza del infante mientras se encontraba dirigiendo las operaciones militares a caballo— existen diferentes versiones recogidas por numerosos historiadores, como las que se citan a continuación. La descripción de Zurita parece ser la más parca y adusta: “[S]ucedió que un día a 17 del mes de octubre, poco después de salido el sol, yendo el infante don Pedro a caballo hacia la parte donde tenía su estancia contra los enemigos para combatirlos, fue herido de un tiro de una lombarda y le hirió sobre la siniestra parte de la cabeza y le llevó la metad della y le esparció el celebro.” Un testimonio muy similar, y en esta misma línea, es el que recoge Pelegrí, que no vislumbra, al igual que Zurita, ninguna impiedad por parte del infante, ni intervención sobrenatural alguna en su precoz fallecimiento, como tampoco los recoge el italiano Fazio en su crónica. Sin embargo, Summonte sí introdujo una abundante serie de detalles con un singular matiz prodigioso y de castigo por la ofensa y el atrevimento del infante al ordenar apuntar su artillería hacia la iglesia del Carmelo —donde se refugiaba una guarnición de genoveses que estaba preparando lombardas para atacar a los aragoneses—, que fue destruida en esta acción.

De todos modos, el dolor por la muerte de su hermano fue patente en el rey Alfonso V el Magnánimo, que acudió rápidamente a la escena de los hechos para velar el cadáver del fallecido. La duquesa Isabel de Anjou, conmovida por esta tragedia, ofreció la posibilidad de que Pedro fuese sepultado en cualquiera de las iglesias de la ciudad. Sin embargo, Alfonso V decidió que las exequias no fuesen celebradas hasta que la ciudad fuese conquistada e hizo guardar los restos mortales envueltos en paños en una caja de madera alquitranada que fue depositada en el castillo de Ovo, en cuya capilla se celebró una misa por el alma del difunto, según indican diferentes cédulas de tesorería conservadas en el Archivo de Nápoles y consultadas por Ametller.

Así pues, su muerte, en plena juventud —contaba veintisiete años—, fue muy sentida por su familia y el reino de Aragón, según escribe en su laudatorio Pero Carrillo de Albornoz y es expuesto por Zurita. A raíz de estos acontecimientos, se declaró una nueva tregua, aunque el sitio de esta ciudad no concluyó hasta el año 1441 cuando, tras haber sido conquistadas otras ciudades como Aversa (1440) o Benevento (1441), el día 17 de noviembre se produjo finalmente la entrada de Alfonso el Magnánimo.

Para finalizar esta semblanza, debe agregarse que hasta finales del mes de mayo del año 1445 —poco después de las bodas del duque de Calabria, hijo de Alfonso V, en Nápoles— no tuvieron lugar las exequias previstas para el infante Pedro, que se celebraron con motivo del traslado de sus restos mortales desde el castillo de Ovo hasta el convento dominico de San Pedro mártir de esta ciudad.

 

Bibl: J. Ametller y Vinyas (obra póstuma), J. Collell (rev. y ed.), Alfonso V de Aragón en Italia y la crisis religiosa del siglo xv. Primera parte, Gerona, Imprenta y Librería de P. Torres, 1903, vol. I, págs. 205-213, 252-260 y 270; vol. II, págs. 36- 37, 185, 193-196, 198, 203; G. La Mantia, Testamento dello Infante Don Pietro d’Aragona, fratello di Alfonso il Magnánimo, re di Sicilia, del 4 giugno 1436, Palermo, 1914; E. Benito Ruano, Los infantes de Aragón, Pamplona, Editorial Gómez, 1952, págs. 12, 27, 29, 34-35, 36, 63, 84, 99-101, 108 y 109- 110 (notas 35, 36, 37, 95); L. Suárez Fernández, Á. Canellas López y J. Vicens Vives, Los Trastámaras de Castilla y Aragón en el siglo xv. Juan II y Enrique IV de Castilla (1407- 1474). El Compromiso de Caspe, Fernando I, Alfonso V y Juan II de Aragón (1410-1479), R. Menéndez Pidal (dir.), Historia de España, Madrid, Espasa Calpe, 1964, vol. XV, págs. 46, 85, 99, 108, 111, 112, 114, 116, 118, 119, 124, 132, 133, 135, 136, 143, 147, 154, 390, 397, 713, 715, 720, 721, 723 y 748; Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-Americana, Madrid, Espasa Calpe, 1966, vol. XLII, págs. 1335-1336; Gran Enciclopedia Larousse, Barcelona, Planeta, 1972, vol. VIII, pág. 248; J. Zurita y Á. Canellas López (ed.), Anales de la Corona de Aragón, Zaragoza, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Institución Fernando el Católico, 1980, t. V, lib. XIII, cap. IX, pág. 551, pág. 612; y t. VI, lib. XIV, cap. VI, págs. 24-26, cap. XVII, pág. 60, cap. XXV, págs. 86- 89, cap. XXVII, págs. 92-97, cap. XXXI, págs. 109-110, cap. XXXII, págs. 114-115, cap. L, págs. 179-181; E. Ramírez Vaquero, Reyes de Navarra. Blanca, Juan II y Príncipe de Viana, Pamplona, Editorial Mintzoa, 1986 (col. Reyes de Navarra, vol. XVI), pág. 148; A. Ryder, Alfonso the Magnanimous. King of Aragon, Naples and Sicily, 1396-1458, Oxford, Clarendon Press, 1990, págs. 229-230; V. Márquez de la Plata y L. Valero de Bernabé, Reinas medievales españolas, Madrid, Aldebarán, 2000, pág. 342; J. Vicens Vives; P. H. Freedman y J. M. Muñoz i Lloret (eds.), Juan II de Aragón (1398-1479): Monarquía y revolución en la España del siglo xv, Pamplona, Urgoiti Editores, 2003, págs. 15-17, 20, 30-34, 38-48, 66-74 y 78-88, y págs. LX-LXII; http://es.wikipedia.org.

 

Julia Baldó Alcoz

 

https://dbe.rah.es/biografias/27185/pedro-de-aragon

 

Aragón, Sancho de. Infante de Aragón. ?, ¿1401? – Medina del Campo (Valladolid), III.1416. Maestre de Alcántara.

 

Es el cuarto hijo de Fernando, después Fernando I de Aragón, y de Leonor de Alburquerque; seguramente recibió una educación esmerada, como la que mostraron sus hermanos, especialmente Alfonso y Juan. Como todos ellos, formó parte de los complejos proyectos de su padre para crear un poderoso linaje situando a sus vástagos en posiciones claves del reino.

Fernando trató de lograr para su hijo Sancho la sede de Toledo, vacante desde la muerte de Pedro Tenorio, en 1399; sin embargo, Benedicto XIII deseaba situar en ella a su sobrino homónimo, electo en 1403, aunque no pudo tomar posesión hasta la muerte de Enrique III, que se había opuesto radicalmente a admitirle.

Fernando supo ceder hábilmente a los deseos del Pontífice y permitir la toma de posesión de Pedro de Luna (30 de julio de 1407); esta deuda y la situación de debilidad de Benedicto XIII tras el fracaso de su proyectada entrevista con Gregorio XII para la solución del Cisma, facilitan que, a la muerte del maestre de Alcántara, Fernando Rodríguez de Villalobos, se otorgue dispensa de edad a Sancho para su elección.

Fue recibido como maestre en el convento de San Pablo de Valladolid (23 de enero de 1409). A su maestrazgo, aunque, dada su edad, no pueda ser considerada obra suya, corresponde la reorganización de la Orden contenida en las Definiciones publicadas en Ayllón en 1411.

Tras el reconocimiento de Fernando como rey de Aragón, en virtud del Compromiso de Caspe, Sancho acompaña a su familia a Aragón. Se halla presente en la coronación de su padre, en Zaragoza (11 de febrero de 1414); también está en Jávea, junto a sus hermanos, para despedir a su hermano Juan, que zarpa rumbo a Nápoles (marzo de 1415) para contraer matrimonio con la reina Juana de Nápoles, y en Valencia en la boda de su hermano Alfonso, luego Alfonso V de Aragón, con su prima María, hija de Enrique III de Castilla y Catalina de Lancaster (12 de junio de 1415).

Con toda probabilidad, desde allí volvió a Castilla, mientras su padre, al que acompañan sus hermanos Alfonso y Enrique, acude a Perpiñán para entrevistarse con el emperador Segismundo, con objeto de hallar una solución al Cisma, basada en la sustracción de obediencia de Aragón a Benedicto XIII. En el viaje de regreso, gravemente enfermo Fernando I, Alfonso recibía una carta de su madre en la que le comunicaba que su hermano Sancho había fallecido en Medina del Campo. Alfonso ocultó la noticia a su padre, que se hallaba camino de Barcelona, y celebró solemnes exequias por su hermano en Gerona, el 14 de marzo.

 

Bibl.: L. Suárez Fernández, “Los Trastámara de Castilla y Aragón en el siglo xv. (1407-74)”, en Historia de España de Menéndez Pidal, vol. XV, Madrid, Espasa Calpe, 1970, págs. 1-318; A. Ryder, Alfonso el Magnánimo, rey de Aragón, Nápoles y Sicilia (1396-1458), Valencia, Edicions Alfons el Magnànim, 1992; E. Benito Ruano, Los Infantes de Aragón, Madrid, Real Academia de la Historia, 2002 (2.ª ed.); L. Suárez Fernández, Nobleza y Monarquía. Entendimiento y rivalidad. El proceso de la construcción de la Corona Española, Madrid, La Esfera de los Libros, 2003; J. Vicens Vives, Juan II de Aragón (1398-1479): Monarquía y revolución en la España del siglo xv, ed. por P. H. Freedman, y J. M. Muñoz i Lloret, Pamplona, Urgoiti Editores, 2003.

 

Vicente Ángel Álvarez Palenzuela

 

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Catalina de Lancaster. Bayona (Francia), 1372 – Valladolid, 1418. Esposa de Enrique III Trastámara, princesa de Asturias (1388-1390), reina de Castilla (1391-1406) y regente.

 

Catalina fue la hija mayor de Juan de Gante y de su segunda esposa, Constanza de Castilla. En 1369, doña Constanza, hija del rey Pedro I, refugiada en Bayona junto a su hermana Isabel a raíz del fratricidio de Montiel, casó con Juan de Gante, hijo y heredero de Eduardo III de Inglaterra, y su hermana con Edmundo, duque de Cambridge. Juan de Gante, duque de Lancaster por su primer matrimonio, reunió en sus dominios una Corte de ingleses y de exiliados (“emperigilados”) de Castilla. El duque, que se autointitulaba rey de Castilla y León, realizó tres intentos para conseguir la Corona. El primero de ellos en 1374, como los demás, inserto en la Guerra de los Cien Años, fracasó después del cerco al que fue sometida Bayona, centro de sus dominios.

En 1372 había nacido Catalina. Fue educada como una princesa, futura heredera de Castilla. Tuvo su casa a los tres años en el castillo ducal de Melbourne y su educación fue confiada a una noble dama inglesa, lady Mohun, viuda de un miembro del séquito del príncipe Negro. A la muerte de Eduardo III, Juan de Gante no fue elegido heredero, sino Ricardo, su sobrino, y pasó a ocupar un puesto en el Consejo de Regencia. Esta circunstancia reavivó en el duque la voluntad de conseguir el trono de Castilla. Preparó una segunda ofensiva, fracasada por problemas internos (la peasant’s revolt) que le impidieron abandonar Inglaterra.

En 1381, sin embargo, Catalina ya figura en la documentación como Katerine d’Espaigne, y la alianza con Fernando I, rey de Portugal, se mantiene hasta el advenimiento de la Casa de Avis y la derrota de Juan I de Castilla en Aljubarrota (agosto de 1385). Son buenas noticias para el duque de Lancaster, nuevas posibilidades se abren y no está dispuesto a desaprovechar la favorable coyuntura. Y prepara con cuidado su nueva intervención. Firmó una alianza anglo-portuguesa, el Tratado de Windsor de 1386, y ese mismo año embarcó con su mujer y sus hijas, seguidos por el ejército que había conseguido reunir, rumbo a Castilla.

El 25 de julio, fiesta de Santiago, estaban en La Coruña, luego se trasladaron a Orense. Allí acudieron los embajadores castellanos enviados por Juan I. Expusieron la legitimidad de su Rey y propusieron el matrimonio entre el heredero de la Corona, el príncipe Enrique, y la hija del duque: Catalina. Un año después se aseguró la alianza con la boda de João I y doña Felipa, hermanastra de Catalina. Se celebraron grandes festejos y, a su término, el rey de Portugal y el duque de Lancaster emprendieron la ofensiva militar contra Castilla. Por tercera vez el éxito no acompañó a la alianza entre el duque y el rey de Portugal; a pesar del cambio de dinastía, existían situaciones de desencuentro entre Juan de Gante y su recién estrenado yerno. Pactar con Castilla era necesario, por lo que, entre junio y julio de 1387, negociaron las dos partes en Trancoso y se cerraron en Bayona el 18 de julio de 1388.

En virtud de este acuerdo, las dos partes se comprometían a actuar en uno para lograr la unidad de la Iglesia (Cisma de Occidente) y Catalina y Enrique, príncipe heredero de Castilla, contraerían matrimonio.

El duque de Lancaster y su esposa, Constanza, renunciarían a los derechos a la Corona de Castilla a cambio de una importante compensación económica (seiscientos mil francos), pagaderos en tres plazos, una renta anual de cuarenta mil, y Constanza recibiría de por vida Guadalajara, Olmedo y Medina del Campo. Catalina era mayor de edad y la historia la describe como “hermosa, alta, y bien dispuesta en el talle y gallardía en el cuerpo”. Firmó las condiciones de matrimonio, se convocaron Cortes en Palencia y en la catedral de San Antolín se celebraron las bodas. Por primera vez la pareja ostentó el título de príncipes de Asturias, que, a semejanza de Inglaterra (príncipe de Gales), era concedido al heredero de la Corona. Enrique era menor de edad todavía, razón por la que no se consumaría el matrimonio hasta 1393. Pero lo esencial era que este enlace ponía fin a las contiendas entre Trastámaras y partidarios de Pedro I (“emperegilados”).

Faltan noticias sobre el tiempo en que Catalina fue princesa de Asturias hasta la trágica muerte de su suegro Juan I, el 9 de octubre de 1390, cerca de Alcalá, de una caída de caballo. Don Pedro Tenorio convocó Cortes y éstas se celebraron en Madrid en Santo Domingo el Real. Presagiaban una regencia difícil y agitada por los desacuerdos entre la nobleza, que durante el reinado de Enrique III se enfrentará y concluirá con el fin del poder de los parientes del Rey, los llamados “epígonos” Trastámara. Catalina asistirá poco más que en calidad de espectadora, pero el haber presenciado estos conflictos, sin duda, años más tarde le servirá de ejemplo para exigir la custodia y educación de su hijo Juan, el heredero de la Corona, a la muerte de su marido. Esta confusa situación tiene una importante consecuencia: se creó un vacío de poder que tuvo su más trágica representación en el pogromo de 1391 en las juderías andaluzas. Partiendo de las inflamadas predicaciones antijudías del arcediano de Écija, el alboroto y los desmanes se saldaron con gran número de muertes en Andalucía. Después, la animadversión y persecución se extendieron a Castilla.

Catalina asistió a las Cortes reunidas en diciembre del mismo año, así como el Rey y, a su lado, el hermano del Rey, el infante Fernando y doña Leonor Urraca de Castilla, su mujer. Dos años más tarde se celebraron Cortes en Madrid y, también en 1393, se firmarán treguas con Portugal por un período de quince años, Enrique III asume el poder antes de cumplir los catorce años y consuma su matrimonio en Madrid con Catalina.

Comienza la etapa de gobierno de su marido, durante el cual Catalina de Lancaster no tuvo intervención alguna en los asuntos de Estado, ni en los negocios del gobierno. De su actividad pública las crónicas recogen su visita a Andalucía en compañía del Rey, su entrada en Sevilla y el encarcelamiento del arcediano de Écija, que hasta entonces había sido tratado con excesiva benevolencia. Pero la falta de noticias oficiales no presupone que permaneciese inactiva, al contrario, pues se ocupó de los asuntos locales de las villas de su señorío. Añadió a sus títulos los de duquesa de Soria, condesa de Carrión, señora de Molina, Huete, Atienza, Coca, Palenzuela, Mansilla, Rueda y Deza.

Concedió especial atención y esfuerzo a las relaciones familiares, primero a la rama petrista en liquidación.

Procuró la liberación de los hijos de Pedro I encarcelados al finalizar la guerra civil: Juan, casado y con dos hijos (Constanza, que sería abadesa de Santo Domingo el Real de Madrid, y Pedro, que accedería al obispado de Osma). Después Sancho y Diego, hijos de doña Isabel, dueña del hijo mayor del rey Pedro y María de Padilla.

Otra rama familiar estaba constituida por la famosa priora Teresa de Ayala y su hija María, nacida de una relación del rey Pedro, a finales de su reinado, con Teresa, hija de Diego Gómez de Toledo, alcalde y notario mayor de Toledo, padre a su vez de Pedro Suárez de Toledo (notario mayor de Castilla) y esposo de Inés de Ayala (hermana del famoso canciller y cronista Pedro López de Ayala). También fortaleció mediante vínculos familiares la relación con Inglaterra (muerta su madre, siguió el contacto con su padre, que la recordará en su testamento), recuperando las ciudades concedidas en Bayona a doña Constanza de por vida y que revirtieron a la Corona.

Además, como describen las crónicas, “gustaba de las religiosas y las favorecía”, como lo demuestran las fundaciones (como Santa María de Nieva, en 1392 convento de la Orden de Predicadores) y las ayudas importantes a nuevos monasterios de los jerónimos en Toledo (1396). Favoreció singularmente las casas de clarisas, franciscanos y dominicos, como Santo Domingo de Toledo (en la persona de la priora Teresa de Ayala y su hija). Las fundaciones reales continuarán con nuevos monasterios de los jerónimos en Toledo (1396), y la cartuja de Santa María de Las Cuevas (1400). De su predilección por los dominicos da fe la elección de sus confesores: fray Álvaro de Córdoba (fundador del convento Escala Celi), fray Juan de Morales (obispo de Badajoz y Jaén, enviado al concilio de Constanza), y fray García de Castronuño, obispo de Coria, benefactor del convento de los predicadores de Toro, en donde está enterrado.

De acuerdo con el Tratado de Bayona, Catalina de Lancaster podía mantener su adhesión al papa Urbano VI, siempre que lo hiciera en privado (concesión a los ingleses), pero, al acceder al trono, su postura en el conflicto del Cisma era una cuestión de Estado. Se intentó cambiar su adhesión (según las crónicas inglesas valiéndose del engaño): el duque de Benavente, de acuerdo con un fraile carmelita, entregó a la Reina unas cartas, supuestamente escritas por el duque de Lancaster a su hija recomendándole el cambio de obediencia. El engaño se descubrió porque Catalina siempre había mantenido relación con su padre, como también la mantuvo con el rey de Inglaterra como primo a través de una correspondencia frecuente. Cuando el rey Juan I falleció, Clemente VII envió cartas de pésame a la pareja real, pero Catalina seguía todavía en la obediencia del sucesor de Urbano VI, Bonifacio VIII, que le había concedido la primera dispensa papal para su matrimonio.

Así, se consideraba aceptado por Roma, pero Castilla apoyaba a Clemente VII de Aviñón y su dispensa era necesaria para que la Iglesia de Castilla considerara válido el enlace. Catalina cambió de obediencia, probablemente en 1390, pues, con ocasión de la fundación de Santa María de Nieva, los permisos eran concedidos por el papa Clemente VII. En 1394, Aragón y Castilla dieron su obediencia al papa electo Benedicto XIII, don Pedro de Luna, de origen aragonés.

Los sucesivos intentos de llegar a una solución a la división de la Iglesia en dos obediencias fracasaron.

Enrique III también, su embajada sin resultado fue seguida por la convocatoria de una asamblea en Salamanca en 1397. Las sucesivas vías de solución se demostraron inoperantes. En 1404, Benedicto XIII se instaló en Marsella, paso previo en su camino a Roma. Enrique III envió a Ruy Barba para proseguir las negociaciones. Catalina de Lancaster se mostraba muy inclinada a favor del papa Luna. Y mantendrá su fidelidad hasta la sentencia final el año de 1417.

El matrimonio real, a pesar de la escasez de testimonios usual en la vida privada de los Reyes, debió de transcurrir en un clima de comprensión y ayuda mutua.

Catalina, seis años mayor que su marido, vivió los conflictos de una turbulenta regencia, probablemente sin poder intervenir. Cuando su marido fue declarado mayor de edad antes de cumplir los catorce años, solamente disfrutó de su juventud hasta los diecisiete, cuando por primera vez se manifestó la enfermedad (probablemente una lepra de tipo tuberculoide) que progresó lentamente al principio. Así, aunque la pareja tardó trece años en tener descendencia, los cronistas no achacaron a la salud de Enrique III la tardanza, sino a la falta de templanza en la comida de Catalina. Según Fernán Pérez de Guzmán “el gran talle del cuerpo de la Reyna estaba acompañado de robustez de humores y gran fuerza de calor natural que la incitaba a tomar más alimento en las comidas de lo que es regular en las mujeres”. Su poca templanza en ello le haría contraer, después del nacimiento de su primera hija, “el accidente de perlesía”.

En 1401 nació la primogénita: María (que casará en 1415 con su primo Alfonso V de Aragón, primogénito del infante Fernando, rey de Aragón, y morirá en 1458 poco después de su marido). Fue jurada sucesora en el trono en caso de faltar hijo varón en las Cortes de Toledo reunidas ese mismo año. Poco después, nacerá Catalina (que casó con su tío el infante Enrique, hermano de Alfonso V de Aragón, en 1420) y murió de parto en 1439. La priora Teresa de Ayala acompañó a la Reina en los dos partos y el maestro Alfonso Chirino actuó como físico. La segunda hija no nació con buena salud, una hinchazón excesiva del estómago y dolor en el costado hicieron que la Reina, muy preocupada, pidiera a la priora que hiciera rogativas a Dios y a la Virgen. La salud de la Reina continuó empeorando, se puso demasiado gruesa, los temblores propios de la perlesía se acentuaron, y la esperanza de una nueva preñez parecía remota toda vez que la salud de su marido, el Rey, empeoraba.

Junto a su hermano, doliente, el infante Fernando se mantenía expectante sabedor de que, a falta de descendencia, el heredero al trono de Castilla era él. Su matrimonio con Leonor de Albuquerque, la “rica hembra”, le dio una descendencia numerosa: cinco varones y dos hijas. Hasta 1401 había actuado como heredero reconocido, era muy difícil que se resignara a verse desplazado. En enero de 1403, cuando nació Catalina, las esperanzas del infante seguían esfumándose, pero la noticia de una tercera preñez de la Reina en 1404 le hizo temer que esta vez naciera un varón, con lo que se desvanecería definitivamente toda pretensión al trono, a menos que lo usurpara. El 6 de marzo de 1405, nació un heredero: Juan. Don Enrique que tomó más precauciones de las habituales ante el tercer parto, escribió a la priora Teresa de Ayala para que acudiese a Toro con tiempo para ayudar a Catalina en el parto, que sería atendido por un nuevo físico real de gran renombre: Juan de Toledo. Además, confirmó los privilegios que Juan I había otorgado a su hermano el infante Fernando, y nombró almirante a Alfonso Enríquez. Leonor de Albuquerque fue invitada a visitar a la Reina en Toro, no así su marido.

La salud de Enrique III se agravó. Catalina ya se preparaba para defender la tutela del heredero, y estaba dispuesta a luchar para conservarla. Al infante Fernando no le quedaba otra vía que aumentar su poder, y la mayor riqueza posible para él y para sus hijos. Es decir: la vuelta al gobierno de los parientes del Rey.

En diciembre de 1406, murió Enrique III. La Reina vistió el luto. El príncipe heredero contaba veintidós meses de edad. El testamento real dejaba la regencia en manos de la Reina y de su cuñado, regencia que se preveía muy larga hasta que el príncipe heredero, el futuro rey Juan II, alcanzara la edad para reinar. Esta larga y difícil etapa supuso para ambos regentes grandes esfuerzos para conciliar o, al menos, guardar las apariencias de sus profundas desavenencias, salvo en una importante cuestión: respecto al Cisma de la Iglesia, ambos apoyarían la candidatura de Benedicto XIII, don Pedro de Luna. La Reina para fortalecer la posición del heredero y el infante para conseguir el trono de Aragón. Con su apoyo.

Catalina de Lancaster demostró sobradamente las cualidades que le atribuye el cronista: “fue muy honesta y liberal” y también su principal defecto: “y sujeta a validos”. Los cronistas aluden en primer lugar a Leonor López, hija del maestre de Calatrava en tiempos de Pedro I, nacida en Córdoba y que estaba en el alcázar de Segovia junto a otras damas de su compañía cuando enviudó la Reina. Pero parece ser que era muy preferida por la Reina; el Consejo Real decidió que debía ser apartada de la Corte, y con ella los parientes que ocupaban puestos gracias a su ascendiente sobre la Reina. A esta decisión probablemente no fue ajeno el infante Fernando. La segunda favorita fue Inés de Torres, apartada del entorno de Catalina con los mismos pretextos: la Reina se decidía sólo después de escuchar su consejo. Todos los asuntos se libraban únicamente por su mano. Estaba también Alfonso de Robles, contador del rey, amigo de Juan Álvarez de Osorio, que mantenía una relación con Inés de Torres. Los tres decidían sin el acuerdo de los grandes ni del Consejo.

La muerte de Enrique III causó también gran preocupación a Benedicto XIII. Prestó ayuda a Catalina, y su apoyo para que pudiese ejercer la regencia, y también al infante Fernando, con el que se había reconciliado en 1407, siendo su principal valedor en el Compromiso de Caspe (1412).

En 1407, el infante tenía veinticinco años, necesitaba destacar, crearse un nombre heroico y el único horizonte. Para lograrlo quería reiniciar la guerra de Granada; la Iglesia apoyaba económicamente la lucha contra el infiel, y las Cortes votaron muy a regañadientes cuarenta y cinco cuentos de maravedís.

Entonces, como estaba previsto, ambos regentes se repartirían el gobierno de Castilla, pero de un modo muy desigual: Fernando la parte meridional a partir de Guadarrama, y para Catalina la parte norte, en donde estaban las mayores posesiones de su cuñado, por lo que su gobierno se encontraba muy disminuido.

La primera campaña resultó un fracaso; después de unos primeros éxitos el infante fracasó en Setenil y las Cortes no le otorgaron los sesenta cuentos que había pedido. Según los cronistas afectos a don Fernando, la culpa fue de la Reina, por oponerse a sus proyectos. Pero esto no es creíble porque la oposición era con mucho más amplia. A favor de Catalina se encontraban Juan de Velasco y Diego López de Stúñiga, que habían perdido la custodia del heredero al ceder a una compensación económica ofrecida por el infante.

Los Mendoza de Guadalajara, apoyados por el maestre de Santiago (Lorenzo Suárez de Figueroa) también apoyaron a la Reina. Con el infante estaban el conde de Trastámara, los Sarmiento, Rojas y Enríquez, que alzaban la voz para afirmar que la Reina estaba mal aconsejada. La concordia entre los infantes era ficticia, y por ambas partes se movilizaron tropas.

La segunda etapa de la guerra de Granada se saldó en 1410 con la toma de Antequera; don Fernando será en adelante conocido como Fernando “el de Antequera”.

Y la guerra se interrumpió. La muerte del rey Martín el Humano planteó el problema sucesorio en la Corona de Aragón. La Reina ofreció todo su apoyo con la esperanza de que si salía elegido, abandonaría la regencia. Previamente había consultado los posibles derechos de su hijo, y renunció a ellos, volcándose en la empresa de su cuñado. El Compromiso de Caspe de 1412, con la ayuda de fray Vicente Ferrer y del papa Luna, elige a Fernando “el de Antequera” rey de Aragón. Ese mismo año, Catalina dispuso de un ordenamiento de moros y judíos siguiendo la corriente del predicador fray Vicente. Dos años más tarde, don Fernando fue solemnemente coronado como rey de Aragón. La esperada renuncia a la regencia no tuvo lugar. Se restableció la división territorial en Castilla, aunque mejorada a favor de Catalina, cuyo generoso comportamiento se había hecho una vez más patente con ocasión de la rebelión del conde de Urgel en 1413, pues le ofreció un importante contingente de tropas. Y todavía se manifestó una vez más: cuando en 1414 se coronó rey de Aragón, Catalina le envió una corona del tesoro real de gran valor.

Con la muerte del rey de Aragón comenzó la última etapa del reinado de esta prudente reina, magnífica educadora del príncipe heredero (en opinión de Sánchez de Arévalo), última defensora de Benedicto XIII, con el que siguió manteniendo correspondencia hasta el veredicto de 1417. Y, aún antes de morir, la Reina se dirigió al nuevo papa Martín V para exponerle las causas de su retraso en retirar la obediencia a don Pedro de Luna. Como única regente tuvo que enfrentarse a la nobleza, que pretendía tener secuestrado al príncipe heredero. Velasco y Stúñiga entraron en la custodia del futuro rey sin ninguna oposición. En los dos últimos años de su vida, firmó treguas con el rey de Granada y favoreció la ocupación de las Islas Canarias, episodio poco afortunado porque su concesión a Juan de Bethencourt fue un error. En 1418, su salud empeoró, pidió ser llevada a Valladolid, y que su hijo Juan II se acercase a Simancas. Murió a la edad de cuarenta y seis años y está enterrada en la capilla que fundó en la catedral de Toledo junto a Enrique III.

 

Bibl.: G. González Dávila, Historia de la vida y hechos del Rey don Henrique III, Madrid, F. Martínez, 1638; E. Flórez de Setién Huidobro, Memorias de las reynas catholicas: historia genealógica de la Casa Real de Castilla y Leon, Madrid, Viuda de Marín, 1790, 2 vols.; I. I. Mac Donald, Don Fernando de Antequera, Oxford, Dolphin Book, 1948; C. Rosell (ed.), Crónicas de los Reyes de Castilla: desde don Alfonso el Sabio hasta los Católicos don Fernando y doña Isabel, vol. II, Madrid, Atlas, 1953 (col. Biblioteca de Autores Españoles, 68); J. Torres Fontes, La regencia de don Fernando de Antequera, vol. I, Barcelona, Escuela de Estudios Medievales-Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1964, págs. 375-429; L. Suárez Fernández, Nobleza y monarquía, Valladolid, Universidad, 1975; M. V. Amasuno Sárraga, Alfonso Chirino, un médico de monarcas castellanos, Salamanca, Junta de Castilla y León, 1993; L. Suárez Fernández, Monarquía hispana y revolución Trastámara, Madrid, Real Academia de la Historia, 1994; F. Suárez Bilbao, Enrique III (1390-1406), Burgos, La Olmeda, 1994; P. A. Porras Arboledas, Juan II, 1406-1454, Valladolid, La Olmeda, 1995; V. M. Márquez de la Plata y L. Valero de Bernabé, Reinas medievales españolas, Madrid, Alderabán, 2000; L. García Ballesteros, La búsqueda de la salud, Barcelona, Editorial Península, 2001; E. Mitre, Una muerte para un rey: Enrique III de Castilla, Valladolid, 2001; E. Benito Ruano, Los infantes de Aragón, Madrid, Real Academia de la Historia, 2002; L. Suárez Fernández, Benedicto III: ¿Antipapa o Papa? (1328-1423), Barcelona, Editorial Ariel, 2002; A. Echevarría, Catalina de Lancaster, Hondarribia, Nerea, 2002; M. A. Ladero Quesada, Las fiestas en la cultura medieval, Barcelona, Editorial Areté, 2004; M.ª Teresa Álvarez, Catalina de Lancaster: primera Princesa de Asturias, Madrid, La Esfera de los Libros, 2008.

 

Isabel Pastor Bodmer

 

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Baçó, Jaume. Jacomart. Valencia, 1411 – 16.VII.1461. Pintor.

 

Conocido también como Jacomart, Elías Tormo lo calificó, en 1913, como “el pintor más afamado de la Península al promediar el siglo XV”, calificativo que mantiene todo su vigor y es posible ampliar a Cerdeña e Italia. Su madre ejercía un oficio artístico indeterminado, posiblemente miniaturista, recibiendo encargos de la Corona, mientras que su padre era un sastre flamenco afincado en Valencia hacia 1400. En su formación recibió la influencia de Lluís Dalmau, de Gonçal Peris o Lluís Alimbrot, de quienes pudo ser discípulo directo. El padre había muerto ya en 1429, y Jacomart era el segundo entre tres hermanos. Respecto al sobrenombre de Jacomart, Sanchis Sivera cree que es una contracción de Jaume y Martí o Mateu o bien Marc. Debió de alcanzar pronto fama y prestigio, pues en octubre de 1440 Alfonso V pidió que se trasladara a Nápoles para trabajar a su servicio, permaneciendo allí al menos cinco años, dejando en Valencia diversas obras empezadas (retablos de la iglesia de Burjassot y otro para el portal de la Almoina de la catedral de Valencia, para Francesc Daries, Alfons Roiç de Corella, iglesia de Morella), contratadas antes de trasladarse a Italia. Con el paréntesis de una breve estancia en Valencia en 1446, para llevar consigo a su esposa Magdalena Devesa, residió en Nápoles como pintor real hasta 1451, en que se estableció definitivamente en Valencia.

No se conserva nada de su estancia en Nápoles, aunque se sabe que en 1442 el rey de Aragón le encargó que pintara un gran cuadro conmemorativo del Milagro de Santa María de la Paz, es decir, la visión que Alfonso V decía que tuvo en un sueño y que le permitió derrotar a Renato de Anjou en la batalla. No se conserva esta tabla, aunque tres obras clave de la pintura italiana de la época reflejan la gran incidencia de Jacomart en el sur de Italia: San Francisco otorgando su regla (obra de Colantonio en el Museo de Capodimonte de Nápoles, durante años atribuida a Jacomart), el anónimo Políptico de San Severino (Museo de Capodimonte) y el Políptico de San Gregorio (obra de Antonello en el Museo Regional de Mesina). Desde 1453 hasta su muerte participó en los trabajos de decoración en la catedral de Valencia. Después de su vuelta a Valencia en julio de 1451, retuvo sus derechos vitalicios de pintor de cámara (es calificado de “feel familiar e pintor del senyor rei/ pintor del senyor rei”), y tuvo el honor de poseer escudo de armas en el portal de su casa y el suficiente prestigio para monopolizar la producción pictórica valenciana de aquella época.

La identificación de sus obras ha planteado numerosos problemas. Durante mucho tiempo la historiografía artística lo ignoró, hasta que, partiendo de un retablo suyo de Catí reconocido como tal, se le atribuyeron obras como el retablo de San Martín, del convento de las monjas agustinas de Segorbe, el retablo de Calixto III en Játiva, así como una tabla de san Francisco conservada en San Lorenzo Maggiore de Nápoles, y otra con san Vicente en el Museo de Artes Decorativas de París. Se le atribuyeron también las tablas de la parroquia de San Juan de Morella, el de san Vicente y san Juan de Morella, el san Vicente y san Ildefonso de la catedral de Valencia, un san Bernardino de la colección Tortosa de Onteniente, y el retablo de las Agustinas de Rubielos de Mora. Más tarde, el descubrimiento de la firma de Juan Reixach en el retablo de Santa Úrsula (antes atribuido a Jacomart) procedente de Cubells (Lérida) y conservado en el Museo de Barcelona, permitió considerar con certeza a aquél autor del retablo de Rubielos de Mora, el de san Martín de Segorbe, y el de san Sebastián y santa Elena de Xàtiva, así como la obra de san Lorenzo de Nápoles y el Museo de Artes Decorativas de París, y se ha llegado a la conclusión de que el retablo de Catí lo pintó Reixach.

Tras esto, las obras que se le pueden atribuir son: San Benito de la catedral de Valencia (1451-1460); Santa Elena y San Sebastián (colegiata de Játiva, después de 1451), Santa Margarita (colección particular en Barcelona, después de 1451), San Jaime y San Gil (Museo de Bellas Artes de Valencia, después de 1451), Retablo de la Santa Cena de la catedral de Segorbe (c. 1451) y Monja canonizada (colección particular en Barcelona, post. 1451). El controvertido retablo de San Lorenzo y San Pedro de Verona de Catí, que, en opinión de Ximo Company, no hay por qué rechazar que sea de Jacomart. En el tríptico de Frankfurt am Main dedicado a la Virgen con el Niño, san Miguel y san Jerónimo parece que intervino Jacomart ayudado de otra mano, similar a lo que sucede con el San Jaime de la Pobla de Vallbona. El retablo de Santa Ana de la capilla de Calixto III en Játiva, que tradicionalmente se atribuía a Jacomart, ha resultado ser obra de Pere (o Joan) Reixach (1453), pintor del que se tienen algunas noticias, lo que obliga a revisar la confusa relación profesional que existiría entre Jacomart y Joan Reixach, ahora menos relevante, y explicar tanto el mecanismo de introducción de las formas renacentistas en Valencia en una época tan temprana, como el de la pintura flamenca en Italia. Jacomart representa una figura de gran interés para analizar la pintura valenciana en el tránsito de mundo medieval al Renacimiento.

Por su parte, Gómez Frechina (2007) le atribuye el San Ildefonso y la Transfiguración de la catedral de Valencia, el díptico de la Anunciación del Museo de Bellas Artes de Valencia, la Coronación del Boston Museum of Art, la Epifanía de la antigua colección Álvares, la Virgen con el Niño y ángeles de la colección Abelló, la Coronación de la Virgen del castillo de Pelesh en Rumanía, un Santiago entronizado de la colección de la duquesa de Parcent, la Virgen con el Niño de la antigua colección de la viuda de Iturbe, la Anunciación de la colección Mascarell de Valencia y la Virgen Anunciada del Museo Civici de Como (Italia), obra en la que combina el naturalismo flamenco con el humanismo mediterráneo. También se le atribuye la Anunciación del Museo de Bellas Artes de Valencia, formada por dos tablas gemelas, a modo de dos grandes puertas.

El 31 de enero de 1460 contrataba un retablo para el convento de San Francisco; el 12 de enero 1462 pintaba unas rejas para el altar mayor de la catedral de Valencia, y el 8 de junio de 1461 contrataba un retablo con san Bartolomé para la parroquia de Jávea. Vivía en la calle de San Vicente extramuros, en la parroquia de San Martín, y en junio de 1452 en la elección de consellers fue elegido entre los cuatro que pertenecían a la parroquia de San Martín. Casado con Magdalena, falleció el 16 de julio de 1461, dejándola heredera universal de sus bienes. Fue enterrado en el sepulcro que la familia poseía en el convento de los Dominicos de Valencia, junto a sus padres. Sanchis Sivera publicó un buen número de documentos del citado pintor, incluido el testamento y el inventario de sus bienes.

Del trabajo comunitario en talleres, al servicio de un ideal religioso, se pasa a un mundo en el que comienzan a imperar el individualismo y el sensualismo apoyado en la perspectiva. Jacomart no supo adaptarse bien a este cambio, que se vislumbraba ya en Nápoles, y por eso regresó al trabajo anónimo de los talleres, lo que hace difícil la atribución de sus obras. Jacomart y Reixach, junto con Lluís Dalmau y Alimbrot, realizan la síntesis de la herencia de Marçal de Sax, Nicolau y Gonçal Peris con la influencia de Flandes y de la escuela de Brujas, señalando una importante corriente dentro de la pintura valenciana. Su pintura genera una nueva ductilidad matérica que confiere un mayor grado de humanización a sus figuras, aunque sigue operando con unos conceptos espaciales e iconográficos de raigambre medieval, amén del gusto por los dorados; la inarticulada forma de resolver los dedos en el retablo de Segorbe, o en otras muchas tablas, se configura todavía al amparo de las convenciones de Dalmau.

Como señaló Ximo Company, aunque no se puede aceptar que haya sido el primer introductor en Valencia de la moda italiana del Renacimiento, “ningún otro pintor luchó tanto, y con éxito incluso, como Jacomart, para conseguir la unidad de un código pictórico que verdaderamente se hubiera podido titular de ‘pintura valenciana’. Incluso de pintura del Renacimiento”.

 

Obras de ~: Retablos de la iglesia de Burjassot; Portal de la Almoina de la catedral de Valencia; Milagro de santa María de la Paz, 1442 (desapar.); Decoración en la catedral de Valencia; Retablo de San Martín, convento de agustinas de Segorbe; Retablo de Calixto III, Játiva; Tabla de san Francisco, San Lorenzo Maggiore de Nápoles; San Bernardino; Retablo de las Agustinas, Rubielos de Mora; San Benito, catedral de Valencia, 1451-1460; Santa Elena y San Sebastián, 1451 post.; Santa Margarita, 1451 post.; San Jaime y San Gil, 1451 post.; Retablo de la Santa Cena, catedral de Segorbe, c. 1451; Monja canonizada, 1451 post.

 

Bibl.: J. Sanchis Sivera, Pintores medievales en Valencia, Valencia, Tipografía Moderna, 1930, págs. 129-149; Ch. R. Post, History of Spanish Painting, vols. I-XII. Massaachusetts, Harvard University Press, Cambridge, 1930-1966; V. Aguilera Cerni, “Jacomart”, en Archivo de Arte Valenciano (1961), pág. 90; L. Saralegui, “De pintura valenciana medieval. En torno al binomio Jacomart-Reixach”, en Archivo de Arte Valenciano (1962), págs. 5-12; J. Camón Aznar, “Pintura Medieval Española”, en J. Pijoan (dir.), Summa Artis, t. XXII, Madrid, Espasa Calpe, 1966, págs. 437-438; V. Aguilera Cerni (dir. y coord.), Historia del Arte Valenciano, t. II, Valencia, Biblioteca Valenciana, Consorci d’Editors Valencians, 1986; X. Company, La pintura del Renaiximent, Valencia, Edicions Alfons el Magnànim, 1987; La pintura hispanoflamenca, Valencia, Edicions Alfons el Magnànim, 1990; X. Company y M.ª J. Calas, “La cultura visual europea en l’època dels Borja”, en Xàtiva. Els Borja. Una projecció europea, Xàtiva, ayuntamiento, 1995, págs. 41-62; J. Gómez Frechina, “La estética flamenca en la pintura valenciana: testimonios, influencias y protagonistas”, en VV. AA., A la búsqueda del Toisón de Oro, catálogo de exposición, Valencia, Generalitat Valenciana-Fundación Jaume II El Just, 2007, págs. 381-405.

 

José Hinojosa Montalvo

 

https://dbe.rah.es/biografias/13176/jaume-baco

 

Bardají, Berenguer de. Benasque (Huesca), 1365 – Barcelona, 1432. Jurisconsulto aragonés, consejero real y camarlengo.

Caballero, señor de Saidí y alto funcionario real.

Fue consejero, procurador y camarlengo entre 1369 y 1404 de la reina viuda Violante de Bar, segunda esposa de Juan I de Aragón. Estuvo también al servicio del rey Martín I el Humano. A la muerte de éste, en el período de interregno, formó parte de todas las comisiones de las Cortes de Aragón para resolver el problema sucesorio en la Corona de Aragón.

Decidido partidario del candidato Fernando de Antequera, fue compromisario en Caspe por el reino de Aragón, junto con Domingo Ram, obispo de Huesca, y Francés de Aranda, donado por la cartuja de Porta Coeli. Cuando se procedió a la votación para dictar la sentencia arbitral de Caspe en 1412, Berenguer de Bardají, junto con los otros compromisarios aragoneses y el catalán Bernat de Gualbes lo hicieron con las siguientes palabras: “in omnibus et per omnia adhero voto et intentione praedicti domini magistri Vicenti”.

Secundando así a Vicente Ferrer que fue el primero en hablar a favor de Fernando de Antequera, al que según él debía adjudicarse el trono “por justicia, según Dios y en su conciencia”. Una vez Rey, Fernando I de Aragón le recompensó con sesenta mil florines de oro, pagados parte en numerario y parte en dominios territoriales.

En 1413 participó en el asedio de Balaguer en donde se había refugiado el conde de Urgell. En 1414 recibió el encargo de la pacificación de Aragón y de la reforma municipal de Zaragoza. El 1 de octubre de 1414, Fernando I de Aragón le entregó, a él y a sus descendientes, el lugar de Castellflorite, que había sido confiscado a Jaime de Urgell, donación que fue confirmada por Alfonso el Magnánimo de Aragón el 27 de marzo de 1417. Fue consejero también de este último soberano, que en 1420 le nombró justicia de Aragón. En 1430 fue nombrado juez para mantener la tregua con Castilla, recibiendo el castillo y el lugar de Oliete en Aragón.

 

Bibl.: M. Duarte y J. Camarena, El Compromiso de Caspe, Valencia-Zaragoza, Ayuntamiento de Caspe, 1971; F. Soldevila, El compromís de Casp (resposta al Sr. Menéndez Pidal), Barcelona, Rafael Dalmau, 1994 (3.ª ed.).

 

Salvador Claramunt Rodríguez

 

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Despuig, Luis. Játiva (Valencia), 1403 – Valencia, 3.X.1482. Octavo maestre de la Orden de Montesa.

 

Destacado diplomático al servicio de la Corona de Aragón, capitán general de Valencia.

Fue hijo de Bernardo Despuig, baile de Játiva, y natural de esa ciudad, al igual que sus hermanos Bernardo y Francisco. Con anterioridad a su elección como octavo maestre de Montesa, elección que tuvo efecto el 12 de diciembre de 1453, llevaba ya más de veinte años sirviendo a la Orden. Fue comendador de Perputxent, alférez y, desde enero de 1446, clavero.

Simultaneó su fidelidad a la institución con una leal dedicación a la causa de la Monarquía por cuyo rey, Alfonso V, sentía una gran admiración y amistad y al que sirvió militarmente con eficacia en la guerra de conquista de Nápoles y como embajador en los más diversos destinos. En la definitiva ocupación de Nápoles (1442-1443) estuvo al mando de una buena parte de la armada y, concretamente, contribuyó con heroísmo al asedio y conquista de Bicari, en Apulia. Inmediatamente después fue enviado a Castilla como embajador. Estuvo en el citado reino en tres sucesivas misiones diplomáticas que se desarrollaron entre 1443 y 1445. Los problemas que atender eran muchos, pero su cometido se redujo a dos objetivos concretos: evitar el apoyo castellano a los genoveses, implacables enemigos de la Corona de Aragón, y concordar en la medida de lo posible al rey castellano Juan II con el rey de Navarra, también Juan, hermano de Alfonso V, y quintaesencia de los intereses “aragonesistas” en tierras castellanas. Desde 1447 y hasta su elección como maestre, Luis Despuig concentró su actividad diplomática en el avispero norteitaliano, donde el hegemonismo milanés amenazaba con romper el precario equilibrio de poderes en la zona, especialmente cuando el condottiero de nombre Francisco Sforza se hizo con el control del ducado a la muerte de Felipe María Visconti. En calidad de embajador plenipotenciario del rey de Aragón, Luis Despuig visitó Milán en varias ocasiones y en circunstancias muy distintas, negoció delicadas operaciones con Venecia y mantuvo importantes contactos con el Papa. Con este último, concretamente Nicolás V, contribuyó a preparar la solución pacificadora que acabó materializándose en la paz de Lodi de 1454.

Poco antes le había sorprendido en Venecia su elección como maestre.

Dicha elección no supuso para él la interrupción de su carrera diplomática. Formó parte de la espléndida embajada que Alfonso V decidió enviar al papa español Calixto III nada más acceder éste al solio pontificio en 1455. Su papel fue también muy activo en las tensas e inacabables negociaciones que mantuvieron el rey Juan de Navarra, heredero del trono aragonés, y su hijo el príncipe Carlos de Viana. En ellas estuvo ocupado en 1457 y 1458, y cuando en este último año murió Alfonso V, Luis Despuig desempeñó un papel decisivo en la consolidación del duque de Calabria, Ferrante, hijo natural del Monarca fallecido, al frente del trono de Nápoles.

El maestre mostró hacia Juan II de Aragón la misma lealtad que hacia su hermano y antecesor Alfonso V. A la defensa de su causa y la de su hijo Fernando —el futuro Fernando el Católico— dedicó todos sus esfuerzos en la crítica década de los años sesenta. Fue en aquel momento cuando, a raíz de la muerte del príncipe de Viana, la Generalidad de Cataluña declaró la guerra abierta a Juan II. Se trataba de un problema complejo con implicaciones de todo tipo, capaz de movilizar en distintos momentos apoyos castellanos, portugueses y franceses. En 1462 el maestre destacó por su defensa de la reina Juana Enríquez y el infante Fernando en el asedio de que eran objeto en Gerona por parte del conde de Pallars.

Luis Despuig actuó con contundencia en calidad de capitán general y veguer de la ciudad, cargos para los que fue designado por la Reina en junio de aquel año. Meses después, en marzo de 1463, actuó como embajador de Juan II ante la Corte de Luis XI de Francia, y a la vuelta de su misión diplomática, desplegó todo su genio militar para pacificar Cataluña, y también algunas porciones de su propio señorío montesiano, parcialmente sublevado contra la autoridad de Juan II. Concretamente, freires montesianos combatieron a las órdenes de su maestre frente a los rebeldes apoyados por los hospitalarios del prior Juan de Beaumont en la región de Tortosa, y también contra los vasallos sublevados del monasterio de Poblet en la zona de Espluga de Francolí. No mucho después, en junio de 1466, contribuyó eficazmente al sometimiento de la castellanía de Amposta. Pero los problemas no tardaron en recrudecerse: fracasadas las alternativas de Enrique IV de Castilla y del condestable Pedro de Portugal, los cabecillas de la revolución catalana decidieron entregar el principado a Renato de Anjou, el duque de Provenza que tan encarnizadamente se había opuesto a la política de Alfonso V y de su hijo Ferrante de Nápoles. Obviamente contaba con todo el apoyo de Luis XI de Francia, y fiado en él, un hijo de Renato, el duque Juan de Lorena, invadía el territorio catalán en calidad de lugarteniente del principado antes de acabar el año 1466. La contraofensiva realista, en buena parte protagonizada por Luis Despuig, fue un fracaso, y de resultas de ella el maestre, junto con otros muchos partidarios de Juan II, fue hecho prisionero por el duque de Lorena en los meses finales de 1467.

No tardó en ser liberado, pero bajo la condición del pago de un fuerte rescate de 12.000 florines, que el convento de Montesa se apresuró a librar en abril de 1468. Todavía un año después, el maestre contribuía a liberar el Ampurdán de la presencia francesa. La revolución catalana no duró ya mucho tiempo, y Luis Despuig abandonó definitivamente el conflictivo escenario del principado.

Sus innumerables servicios a la Corona obtuvieron pronto cumplida retribución. Poco antes de morir en febrero de 1468, la reina Juana Enríquez lo había nombrado albacea del príncipe Fernando, y Juan II no mucho después lo premió con el gobierno y capitanía general del reino de Valencia, responsabilidad que mantuvo hasta 1478, pero que siguió simultaneando con actividades diplomáticas en Italia; en 1475, por ejemplo, acudió a la Corte papal a cumplimentar al nuevo pontífice Sixto IV.

Tanta actividad político-militar al servicio de la Corona, sin duda contribuyó a restar al maestre dedicación a su propia Orden, pero hay datos más que suficientes para demostrar que no la abandonó. Durante su gobierno, la base rentista del maestrazgo se vio incrementada y obtuvo de la Monarquía importantes privilegios jurisdiccionales y fiscales a favor de las tierras de su señorío. También fue celoso de la independencia disciplinaria de su institución.

Se sabe, por ejemplo, que recurrió ante el Papa el contenido de las definiciones que el abad de Morimond, Guillermo II, había dictado para su convento en mayo de 1468 y que él consideraba lesivas para su dignidad; pues bien, un año después obtenía la derogación apostólica de dichas definiciones por parte del papa Pablo II. Del mismo modo, se mostró intransigente a la hora de defender el patrimonio de la orden. En este sentido, solicitó de la Corona la definitiva resolución del complejo tema de la villa y fortaleza de Peñíscola, enajenada del señorío por el papa Benedicto XIII y precariamente recuperada mediante compra por el maestre Romeo de Corbera, de modo que la Monarquía podía recuperarla en cualquier momento por el mismo precio de la venta. Por fin, el maestre Despuig obtuvo de Fernando el Católico, el 20 de julio de 1481, el reconocimiento de dominio absoluto sobre la villa y su castillo.

Había sido poco antes cuando el maestre hubo de hacer frente al último gran reto de su fase de gobierno.

Los turcos habían ocupado en el verano de 1479 la isla de Leucade, para pasar unos meses después a la de Rodas, en cuya capital quedó cercado el maestre hospitalario Pedro de Aubusson. De la resistencia de Rodas dependía en buena parte la defensa del Mediterráneo: su definitiva caída se traduciría en directa amenaza para Italia, hacia cuyos mares se dirigía ya la flota turca. El maestre de Montesa, sensible ante el problema y obediente, una vez más, a los llamamientos de la Corona, aprestaba en 1480 un gran navío con destino a Rodas, capitaneado por el freire y futuro maestre Felipe Vivas de Cañamas. Aquel año los turcos habían desembarcado ya en la costa italiana de Apulia, concretamente en Otranto, de donde fueron expulsados meses después.

Tras casi treinta años de gobierno, Luis Despuig falleció en el palacio maestral de Valencia el 3 de octubre de 1482. En sus días, la colaboración de un máximo responsable de la Orden con la Monarquía llegó a su cota más elevada. Fue también un hombre de letras, protector de la cultura y él mismo autor de alguna composición poética en honor de la Virgen.

Fue sepultado en la capilla de San Jorge, que había erigido en la iglesia del sacro convento de Montesa.

 

Obras de ~: A. Ferrando (ed.), Els certàmens poètics valencians del segle xiv al xix, València, Institució Alfons el Magnànim, 1983, pág. 249.

 

Bibl.: H. Samper, Montesa Ilustrada, vol. II, Valencia, 1669, págs. 495-510; J. Villarroya, Real Maestrazgo de Montesa.

Tratado de todos los derechos, bienes y pertenencias del patrimonio y maestrazgo de la real y militar Orden de Santa María de Montesa y San Jorge de Alfama, t. I, Valencia, Oficina de Benito Monfort, 1787, lib. I, pág. 146; A. L. Javierre Mur, Privilegios reales de la Orden de Montesa en la Edad Media. Catálogo de la serie existente en el Archivo Histórico Nacional, Madrid, Blass, 1945, págs. 41-47; L. Dailliez, L’Ordre de Montesa, successeur des Templiers, Niza, Alpes Méditerranée édition, 1977, págs. 43-46; J. Zurita, Anales de la Corona de Aragón, ed. de A. Canellas López, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1976-1980, lib. XIX, caps. 7, 10, 21, 26, 38, 39 y 57; A. Ryder, Alfonso el Magnánimo, rey de Aragón, Nápoles y Sicilia (1396-1458), Valencia, Institución Alfonso el Magnánimo, 1992, págs. 394 y 516.

 

Carlos de Ayala Martínez

 

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Enrique III. El Doliente. Burgos, 1379 – Toledo, 25.XII.1406. Rey de Castilla.

 

Hijo de Juan I de Castilla y de Leonor de Aragón, este monarca de Castilla murió joven, y por su naturaleza enfermiza fue apodado el Doliente. Cuando muere Juan I en octubre de 1390 la situación del reino es catastrófica. Las relaciones con Portugal se sostenían en una frágil tregua que requería confirmación y la situación con Inglaterra era precaria. La guerra había dejado sin recursos la hacienda real y la situación interna estaba plagada de revueltas.

En 17 de septiembre de 1388 se casó con Catalina de Lancáster, hija de Juan de Gante, duque de este título, y nieta, por parte de su madre, de Pedro I de Castilla. Este matrimonio se había realizado en virtud del Tratado de Bayona de 22 de julio de 1388. El matrimonio hubo de ser confirmado más adelante por la escasa edad de los contrayentes. La minoría de Enrique III, que dura tres años aproximadamente, es turbulenta, pero no estéril. Ya el propio Juan I había dejado claro que no era posible confiar a su segunda esposa, la joven reina Beatriz, de tan sólo dieciséis años, la regencia. Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo, había tenido buen cuidado de ocultar la muerte de Juan I hasta que el niño fue reconocido como Rey. Se hacía preciso designar una regencia, y para ello fueron convocadas las Cortes de Madrid de 1391.

En una reunión del Consejo previa a las Cortes, Pedro Tenorio, que había ocultado el testamento hecho por el Monarca difunto en 1385, antes de la batalla Aljubarrota, defendió la designación de una tutoría compuesta por una, tres o cinco personas, con arreglo a lo determinado por las Partidas. La opinión general era, sin embargo, la de una regencia múltiple que funcionase como una delegación y representación de las Cortes, cuestión que no agradó a Pedro Tenorio; primero, porque una regencia personal siempre contaría con él, mientras que en un consejo amplio, su influencia quedaría mermada; y segundo, porque teniendo en cuenta que se trataba de ejercer el poder real durante años, una asamblea numerosa, donde el acuerdo fuera difícil de alcanzar, no parecía lo más idóneo.

Las Cortes de Madrid significaron el asentamiento de la regencia sobre el Consejo dominado por la nobleza, aunque sin olvidar la representación total del reino para acabar con las dudas sobre su legitimidad. La primera medida de las Cortes fue de tipo populista, al actualizar la moneda que desde Briviesca en 1387 había creado numerosos recelos, puesto que a la “blanca” no se le daba el mismo valor en todo el territorio. La cuestión quedó zanjada al establecer la equivalencia de un real de plata al de tres maravedís, y éste al de dieciocho blancas. Esta y otras medidas de carácter monetario fueron una victoria de la pequeña nobleza capitaneada por el arzobispo de Santiago.

En el Ordenamiento de Cortes de 31 de enero de 1391 se decide que la mejor forma de regir el reino durante la minoridad del Rey es un consejo. Se decidió constituir una diputación de veinticinco personas, once ricos hombres y caballeros y catorce procuradores de las ciudades, que se encargarían de hacer las designaciones y redactar las normas. Así pues, fueron designados: Fadrique Enríquez, duque de Benavente; Alfonso de Aragón, marqués de Villena; Pedro, conde de Trastámara; Pedro Tenorio, y Juan García Manrique, arzobispos respectivamente de Toledo y de Santiago; los maestres de las Órdenes de Calatrava y Santiago (Gonzalo Núñez de Guzmán y Lorenzo Suárez de Figueroa) y ocho procuradores de las ciudades. Pedro Tenorio, descontento por un consejo tan numeroso y basándose en principios jurídicos sobre los nombramientos, se negó a jurar, se apartó de la Corte marchando a Alcalá de Henares y comenzó a enviar a las ciudades copias del testamento de Juan I, en el que, designando una comisión de regencia muy semejante a la formada en las Cortes, se excluía al duque de Benavente. Fue éste entonces quien se apartó del Consejo, al enfrentarse a la pequeña nobleza y al arzobispo de Santiago y se unió a Pedro Tenorio y al maestre de Calatrava. De esta forma, trataban de dar a entender que rechazaban la legitimidad del Consejo. En realidad se trata de dos concepciones muy diferentes de la potestad y autoridad reales: de un lado, los que daban preferencia a la voluntad del Monarca, expresada en su testamento; de otro, los que pensaban que es el reino, en caso de vacante, quien genera el nuevo principio de autoridad. Se formaron dos bandos.

El presidente del Consejo, Juan García Manrique, arzobispo de Santiago, procuró consolidar su postura en el plano internacional con embajadas al Papa, a Inglaterra y Francia, pero sin mucho éxito. Mientras tanto, se negociaba con Pedro Tenorio, pero también sin mucho éxito. Las Cortes se clausuraron el veinticinco de abril con las negociaciones todavía en marcha, aunque el Consejo conservó la legalidad de su parte. Leonor de Navarra hizo valer su intervención concertando entre los dos partidos una entrevista en Perales. Allí se acordó la aceptación del testamento del Monarca difunto, añadiendo a los regentes en él consignados, el duque de Benavente, el conde de Trastámara y el maestre de Santiago. Una regencia de nueve miembros. Por otra parte, el Consejo, que no se disolvió, acompañaba al Rey a todas partes, e incluso ponía documentos a la firma del Monarca. La entrevista de Perales había de ser ratificada en las Cortes de Burgos de 1392, pero éstas se presentaban turbulentas. Los regidores de Burgos elevaron un plan para mantener la paz en la ciudad y asegurar el éxito de las Cortes. Así, a cada partido se le instaló en un lugar diferente y se negoció con cada uno por separado para conseguir un acuerdo previo, de tal manera que las sesiones de Cortes sólo tendrían un carácter formal. Pero el conde de Benavente y el arzobispo de Santiago entraron con las armas, lo que provocó que se pidiera que abandonaran todos la ciudad, quedando en ésta el Rey. La situación tardó en resolverse una semana. En Burgos se analizaron por parte de dos equipos de juristas, uno por cada bando, el testamento, la concordia de Perales y el resto de los argumentos. Se decidió que la regencia se formaría por un Consejo, cuyos componentes se decidirían por las Cortes.

Esa imposición significaba una amenaza para el monopolio político que la nobleza había conseguido establecer. Leonor de Navarra advirtió que tal proposición daría a los ciudadanos, el tercer estamento, una superioridad tal que sus opiniones serían las que realmente se tendrían en cuenta. Había que elaborar un plan para que los dos primeros estamentos tuvieran ocho votos, frente a los seis de los ciudadanos. Se hizo la propuesta de establecer dos turnos de siete personas por turno. Si eclesiásticos y nobles permanecían unidos, serían los dueños del Consejo. Pero las rencillas, ataques y sospechas hicieron que los acontecimientos se precipitaran. Al final los procuradores decidieron, con amplia mayoría del estamento ciudadano, mantener el testamento del difunto Rey. De hecho se produjo entonces una situación de verdadera guerra civil. Juan Hurtado de Mendoza “el limpio” pasó a formar parte del Consejo. Salió de la prisión Alfonso Enríquez, el turbulento conde de Noreña, y exigió la entrada en la regencia. A pesar de las compensaciones económicas que les fueron ofrecidas, tanto él como el duque de Benavente, abandonaron la Corte. Por otra parte, Pedro Tenorio había chocado con los demás miembros de la regencia que incluso le habían puesto en prisión y arrebatado Talavera, Uceda y Alcalá. El arzobispo de Toledo, haciendo uso de las facultades que la ley canónica le otorgaba, pronunció un entredicho sobre la diócesis de Zamora, Palencia y Salamanca.

El legado pontificio, ausente de Castilla, no mostró oposición. Juan García Manrique, arzobispo de Santiago, no se tomó la condena en serio y consiguió aislar a Tenorio, que terminó encarcelado. La vuelta del legado pontificio a Burgos en junio de 1393, supuso que Enrique III tuviera que pedir perdón en la catedral por todos los pecados cometidos. Enrique III, en las Huelgas de Burgos (1393) decidió tomar por sí mismo las riendas del gobierno. Faltaban dos meses para su mayoría de edad.

La regencia tuvo que solucionar diversos problemas que surgieron tanto en política interior como exterior. El Consejo asumió la dirección de la política exterior una vez acabadas las Cortes de Burgos y tras trasladarse a Segovia, designando procuradores para la nueva negociación con Portugal, Navarra, Avignon, Granada e Inglaterra. Con Granada estuvo a punto de abrirse un conflicto tras la muerte repentina de Yūsuf, sucesor de MuÊammad V, sin que se confirmasen las negociaciones para una nueva tregua. MuÊammad VII amenazó Murcia, pero la razzia se solucionó de forma favorable a Castilla. También se firmaron acuerdos con los comerciantes genoveses, en el sentido de que los castellanos no tendrían preferencia a la hora de descargar sus barcos en Sevilla, ni podrían hacer reclamaciones sobre asuntos anteriores a la firma del acuerdo.

Las relaciones con el duque de Lancáster fueron el principal escollo, ya que no se había pagado la renta anual de 40.000 francos fruto de los acuerdos del Tratado de Bayona, pero se pudo hacer frente a la deuda utilizando las rentas de beneficiados extranjeros que las Cortes de Burgos habían confiscado. En cuanto a las relaciones con Portugal, el Consejo no pudo sino aceptar las condiciones de la tregua presentada en Sabugal en 1393 que prorrogaba la anterior otros quince años, otorgándose libertad de comercio entre ambos países.

En cuanto a la política interior, lo más llamativo del período de regencia fueron las matanzas de judíos en 1391. En aquella fecha fatídica, se unió a la debilidad de una minoría, el fallecimiento en 1390 del arzobispo de Sevilla Pedro Gómez Barroso que convirtió provisionalmente al arcediano de Écija, Ferrán Martínez, en la única autoridad eclesiástica en aquella diócesis provocando con sus fanáticos sermones antijudíos una serie de motines en diversas ciudades andaluzas, comenzando por la propia Sevilla. Las matanzas de Sevilla llegaron a conocimiento de los regentes, que estaban con el Rey en Segovia, y ordenaron a los concejos que tomaran las medidas necesarias para salvaguardar la vida y hacienda de los judíos, que eran propiedad del Rey. Pero en una clara demostración de la falta de autoridad de aquel Consejo, ni siquiera la propia Segovia se libró de algunos coletazos de la marea antijudía. En Castilla las matanzas fueron mucho menores que en la Corona de Aragón, y en el valle del Duero fue más el miedo que los hechos, pero fue suficiente para que se produjera un gran número de conversiones, y que algunas juderías desaparecieran para siempre. Tras su mayoría de edad, Enrique III restableció en 1393 el estatus judío invocando las antiguas tradiciones, pero aplicó de manera decidida las disposiciones conciliares en relación con la residencia obligatoria de los judíos en barrios señalados, la generalización del uso de la rodela bermeja, y la supresión de los antiguos privilegios judiciales.

No se puede pensar que la declaración de mayoría de edad convirtiera a Enrique III en Rey de hecho. Lo que sí podía era consumar el matrimonio, haciendo irreversible el Tratado de Bayona. El acontecimiento era importante, puesto que se cerraba la fisura abierta con la muerte de Pedro I y el matrimonio suplía los defectos que la legitimidad de origen pudiera planear sobre su persona. Había paz, pero también había pobreza en el erario público, como quedó demostrado en las primeras Cortes que inauguraban su reinado al aprobarse sin votación la percepción de moneda. En 1393, Enrique III se encuentra ante una gran inestabilidad interna agravada por las recientes matanzas de judíos. Las ambiciones de los nobles no se calmaron con el gobierno personal del Rey. De esta forma, el reinado de Enrique III fue una constante lucha para mantener el orden y el ritmo de reconstrucción interna, intentando modernizar las estructuras de la monarquía castellana, y sosteniendo el equilibrio exterior. El primer gesto del Monarca fue el de convocar Cortes, como era la costumbre, pero no inmediatamente, sino para finales de año. La razón de dicho retraso puede encontrarse en la necesidad de Enrique III de acudir a Vizcaya para prestar juramento y ser reconocido como señor natural de esa tierra. La pérdida del control de Asturias a causa del retorno del conde de Noreña, daba esa importancia a Vizcaya, señorío integrado al patrimonio de la Corona desde 1375, y que proporcionaba suculentos beneficios comerciales. Pero según la costumbre no hay señor en Vizcaya hasta que el titular personalmente acude a tomar posesión y jurar los fueros y libertades; por consiguiente, no se consideraban obligados a pagar los pechos de los últimos tres años. El Rey juró observar las libertades, privilegios y fueros; los vizcaínos habían “tomado” señor. Pero Vizcaya no era un señorío homogéneo. Así en las Cortes de Madrid de 1393 se empezaron los trámites para constituir una Hermandad que sirviera como vehículo de pacificación y de sometimiento de los linajes de hidalgos.

Ante las Cortes se hizo una confirmación de las decisiones y actos realizados por la Regencia en política exterior: estrecha alianza con Francia, apoyo al Papa de Avignon, cumplimiento de los acuerdos con el duque de Lancáster, apertura de las relaciones comerciales con Inglaterra, treguas generales prorrogadas con Portugal. También en el orden interno, se otorgaron rentas a Leonor de Navarra, al conde de Noreña y al de Trastámara, sustituyendo las que el Consejo de Regencia les había reconocido. Al mismo tiempo, el Monarca lucha en el interior. Él supo comprender que los dos principales elementos de discordia eran su tío Alfonso Enríquez y Leonor, esposa de Carlos III de Navarra. En un mismo año acabó con ambos. Leonor de Navarra aducía problemas de seguridad, y que temía por su vida, para no regresar a Navarra. Ante este hecho el Consejo recabó la opinión de los prelados de Palencia y Zamora, quienes concluyeron que dadas las seguridades ofrecidas exigía la obligación de devolver a Leonor a Navarra. Así, se obligó a la infanta a regresar al lado de su marido.

El otro problema era Alfonso Enríquez en Asturias. Éste se refugió en Gijón, un pueblo casi inexpugnable. El Monarca y el rebelde llegaron al acuerdo de someterse al arbitraje de Carlos VI de Francia. Éste se encontró en una posición difícil y muy comprometida. No le convenía generar un nuevo enemigo, pero tampoco herir a un aliado como el Rey de Castilla. Se negó a dar sentencia ya que carecía de la información necesaria y propuso una prórroga de seis meses. Pero el conde de Noreña expuso sus razones en París: se le había despojado de sus tierras, no tenía otro deseo que servir al Rey, y Castilla había abandonado la amistad de Francia y la había sustituido por Inglaterra. Carlos VI se negó a dictar sentencia, y recomendó al conde que se sometiera a Enrique III. La crisis se resolvió por sí sola. Gijón, incendiado y abandonado por sus defensores, dejó de ser un peligro para Enrique III.

Entre 1395 y 1399 Enrique III dedicó su atención a los asuntos interiores reorganizando la Administración. La reordenación interna favoreció a los nobles debido a los reajustes en sus propiedades y señoríos. La caída de los parientes del Rey puso en manos de Enrique III un gran número de estados señoriales, disponibles para ser entregados a los nobles como remuneración. Los nobles tenían conciencia de que dentro de la comunidad humana que formaba el reino ellos eran una minoría superior por su origen y forma de vida. El sostenimiento de esta forma de vida correspondía mayoritariamente a las rentas, y en menor proporción al comercio. Las transformaciones sociales del siglo XIV habían propiciado que los sectores más elevados del tercer estado quedaran asimilados en muchos aspectos a la nobleza, y reclamaron la exención de tributos. Las Cortes de Toro de 1398 dictaminaron que hidalguía era una condición hereditaria que poseían únicamente los de solar conocido, esposas y viudas, pero no las hijas que casasen con no hidalgos.

Otra característica del reinado de Enrique III es una tendencia a afirmar la independencia en la administración de justicia. El Rey no quería modificar las atribuciones de los jueces locales, en los concejos y los señoríos, pero reforzó el sistema de alzadas y la intervención de los altos funcionarios reales. Con esto, lo que pretendió fue más eficacia. En 1396, la institución de los corregidores fue entendida por la nobleza como un fuerte golpe, pero a los ojos de los ciudadanos eran funcionarios reales encargados de poner orden donde éste faltaba. Ubicó la Audiencia Real o Chancillería en Valladolid, acometiendo una depuración entre jueces y oidores.

La postura de Castilla frente al Cisma había venido marcada por la relación mantenida con Francia durante la Guerra de los Cien Años. Tras la muerte del Papa en Avignon, Clemente VII en 1394, eligió al aragonés Pedro de Luna que tomó el nombre de Benedicto XIII. La Universidad de París ya había elaborado un informe con las tres vías posibles para solucionar el escándalo que representaba la dualidad papal. En 1395 los duques de Berry, Borgoña y Orleans, presionaron a Benedicto XIII a fin de acelerar una solución, lo que causó la protesta de Castilla. Sin embargo, en 1397, se sumó a la embajada francesa e inglesa, la cual obtuvo un rotundo fracaso. Castilla, siguiendo el ejemplo francés, en una asamblea del clero reunida en Alcalá de Henares el 13 de diciembre de 1398, hacía pública la decisión de sustraer obediencia a Benedicto XIII. Igual que ocurriera en Francia, no se trataba de si Benedicto XIII era o no verdadero Papa; lo que se atacaba era el principio mismo de la autoridad pontificia. A ello había que sumar la protesta que en las Cortes de Madrid de 1393 habían realizado los procuradores de las ciudades contra el número excesivo de extranjeros que eran designados para los beneficios eclesiásticos de Castilla. Por ello, y para impedir la salida de oro y plata, Enrique III embargó todos los bienes de estos beneficiados extranjeros. El Papa solicitó que se levantase el embargo, pero la muerte del Pontífice, en 1394, había interrumpido estas negociaciones. Sin embargo, esta sustracción de obediencia era una situación insostenible, debido a que tanto en Castilla como en Francia estaban naciendo Iglesias autocéfalas rígidamente sometidas a los deseos de la Monarquía. En Castilla se publicaron unas ordenanzas para la administración de las iglesias, que las ponía en manos del Rey; los beneficios serían cubiertos por designación episcopal, y las abadías por elección de los monjes; el nombramiento de obispos quedaba a discreción del Soberano. También hubo desilusión entre quienes esperaban que la sustracción aliviara la recaudación de tasas y otras contribuciones económicas: las autoridades laicas eran más exigentes que las apostólicas.

Tras la muerte de Pedro Tenorio en mayo de 1399, van a ir ganando posiciones los partidarios de la restitución dirigidos por Pablo de Santa María. El fracaso de la sustracción estaba próximo. A pesar de la amistad entre Castilla y Francia, Enrique III mantenía contactos con Martín I en Aragón. Ambos Monarcas habían contemplado cómo el malestar entre el clero imponía una pronta restitución de obediencia. Así, en 1401 Enrique III volvió a someterse a Benedicto XIII, aunque el acto público, tal y como exigía el Papa no se celebró hasta el 29 de abril de 1403 en la Colegiata de Santa María la Mayor de Valladolid. La sustracción terminaba en fracaso.

La paz concertada con Juan I de Portugal en 1393, duró poco tiempo. Los regentes de forma precipitada se comprometieron a liberar sin rescate todos los prisioneros y a estudiar las indemnizaciones que debían pagarse por los casos de violación de la tregua. Pero estos prisioneros portugueses eran muchos y en la mayor parte de los casos en paradero desconocido. Por otro lado, la deuda adquirida con Portugal debía ser aplazada hasta que no se pagara la contraída con el duque de Lancáster. Todo esto hizo entender a Portugal que tenía derecho a ejecutar represalias. Así pues, en 1396, este Monarca rompió súbitamente las hostilidades, tomando a Badajoz por sorpresa y haciendo prisionero al obispo. Aun cuando los portugueses conquistaron más adelante Tuy, la guerra fue, en general, desfavorable para ellos, pues mientras el almirante Diego Hurtado de Mendoza se adueñaba del mar, Ruy López Dávalos obligaba al enemigo a levantar el cerco de Alcántara y conquistaba Miranda de Duero. Las pérdidas sufridas por ambas partes superaban ya el montante global de las indemnizaciones anteriormente reclamadas; además, el comercio con los genoveses y con Inglaterra estaba sufriendo graves pérdidas por los ataques marítimos en la zona del Estrecho y en Galicia. Fueron los comerciantes genoveses quienes tomaron la iniciativa para una nueva negociación de paz. Así, a partir de diciembre de 1398, se fueron negociando treguas sucesivas, pero el interés se centraba en conseguir un tratado de paz; las negociaciones no prosperaron al considerar los castellanos inaceptables las condiciones portuguesas.

El 15 de agosto de 1403 se firmó una tregua por otros diez años. Sólo desde entonces pudo Enrique III atender al problema de Granada. Aun cuando las treguas con este reino se mantienen, una serie de incidentes van agriando las relaciones. En 1394, un portugués “desnaturado”, Martín Yáñez de la Barbuda, maestre de Alcántara, invadió el Reino de Granada en plena paz y sufrió una derrota que le costó la vida. En 1397, fray Juan Lorenzo de Cetina y fray Pedro de Dueñas, intentaron predicar el Evangelio en el reino moro y fueron degollados. Desde 1406 la tregua se rompe a causa de los granadinos que invadieron el Reino de Murcia. El cruce de embajadas granadinas y castellanas hacía entrever la firma de una tregua que debía durar dos años. Pero MuÊammad VII no quiso o no pudo controlar a los suyos que en plenas negociaciones intensificaron los ataques. Los cristianos se defendieron bien en todas partes y aun cuando perdieron Ayamonte, obtuvieron una victoria cerca de Baeza en la batalla llamada de “los Collejares” (1406).

La política de Enrique III alcanza una extensión insospechada, índice de la vitalidad de Castilla. Una escuadra castellana destruyó Tetuán en 1400, que era un nido de piratas. El famoso Pero Niño, conde de Buelna, verificó un crucero por el Mediterráneo en busca de piratas musulmanes. En 1404, dos franceses, Juan de Bethencourt y Gadifer de la Salle, tomaron posesión de las principales islas Canarias, con subsidios y bajo la soberanía castellana. Pero acaso lo más curioso de su política exterior sean las dos embajadas a Tamerlán, muestra de una preocupación por el avance de los turcos, muy natural en aquel tiempo. La primera estuvo formada por Payo Gómez de Sotomayor y Hernán Sánchez de Palazuelos. Asistieron a la batalla de Angora y regresaron con suntuosos regalos. La segunda, compuesta por Ruy González de Clavijo, fray Alonso Páez de Santa María (OP) y Gómez de Salazar, asistió a los últimos momentos de la vida de Tamerlán y nos es conocida a través de una sugestiva relación escrita por Ruy González.  El 14 de noviembre de 1401 Catalina de Lancáster dio a luz una niña, María. Este nacimiento alejaba al infante Fernando, que hasta entonces había actuado como heredero reconocido del Trono. Desde luego no se iba a resignar a ser desplazado de forma radical. Pero las esperanzas de asumir el trono se desvanecieron definitivamente en 1405, cuando Catalina dio a luz al que sería Juan II.

La monarquía de Enrique III se caracterizó por un fuerte centralismo, haciendo del Consejo un verdadero órgano de gobierno en manos de algunos linajes privilegiados, que se repartían los oficios: la justicia para los Stúñiga, la mayordomía para los Mendoza, condestables son los Dávalos, camareros los Velasco... La confirmación de heredero se produjo en las Cortes de Valladolid de 1405, cuando la enfermedad del Rey hacía prever un cambio en la titularidad de la Corona. Ello permitió a las Cortes recuperar el protagonismo perdido desde 1393.

Enrique III murió el 25 de diciembre de 1406. Por utilizarse entonces la era de la Natividad, era aquél el primer día del año; ésta es la razón por la que en muchos libros se da el año 1407 como fecha de su muerte. Enrique III había convocado Cortes para atender a los gastos de la guerra musulmana cuando murió. Al infante don Fernando le correspondería terminar el avance.

 

Bibl.: G. González Dávila, Historia de la vida y hechos del rey don Henrique Tercero de Castilla..., Madrid, Francisco Martínez, 1638; L. Suárez Fernández, “Problemas políticos de la minoridad de Enrique III” y “Nobleza y monarquía en la política de Enrique III”, en Hispania, XII (1952); E. Mitre Fernández, “Enrique III, Granada y las Cortes de 1406”, en VV. AA., Homenaje al Excmo. Sr. D. Emilio Alarcos García, vol. II, Valladolid, Universidad-Facultad de Filosofía y Letras, 1965; F. Pérez de Guzmán, Generaciones y Semblanzas, ed. de R. B. Tate, Londres, Tamesis Books Limited, 1965; E. Mitre Fernández, Evolución de la nobleza de Castilla bajo Enrique III (1396-1406), Valladolid, Universidad, 1968; “Cortes y política económica de la Corona de Castilla bajo Enrique III”, en Cuadernos de Historia (Madrid), VI (1975); “Las relaciones castellano-aragonesas al ascenso al trono de Enrique III”, en Anuario de Estudios medievales (Barcelona), 17 (1987); P. López de Ayala, Crónica del rey don Enrique tercero de Castilla e de León, Barcelona, Planeta, 1991; F. Suárez Bilbao, “Enrique II, rey de León y Castilla. El Cambio Institucional (1391-1396)”, en Archivos Leoneses, 93 y 94 (1993); E. Mitre Fernández, Una muerte para un rey. Enrique III de Castilla (Navidad de 1406), Valladolid, Universidad, Ámbito, 2001.

 

María Teresa Martialay Sacristán y Fernando Suárez Bilbao

 

https://dbe.rah.es/biografias/6644/enrique-iii

 

Ferrante I. Fernando de Calabria. ?, c. 1423 – Nápoles (Italia), 25.I.1494. Rey de Nápoles.

 

Hijo de Alfonso V el Magnánimo y de su amante Lucrecia de Alagno, con quien el Rey no había podido celebrar matrimonio porque Calixto III rechazó las demandas de nulidad del que había contraído con su prima María de Castilla. Ello no obstante, fue reconocido como sucesor por la Asamblea del Reino en 1443, y fue luego aceptado por Fernando el Católico.

Contrajo dos matrimonios, el primero en 1444 con Isabel, hija de Tristán, conde de Clermont, y el segundo con Juana, hermana de Fernando. Como rey de Nápoles, a partir de 1458, su política estuvo dominada por las intrigas de su hijo Alfonso, duque de Calabria, enfrentándose especialmente con el papa Sixto IV y sus nepotes los Riario. Fernando el Católico hubo de intervenir estableciendo sobre Nápoles una especie de vinculación política.

 

Bibl.: J. Calmette, “La politique espagnole dans la guerre de Ferrare (1482-1484)”, en Revue Historique, XCII (1906); E. Pontieri, Per la storia del regno di Ferrant d’Aragona re di Napoli, Napoli, Morano, 1947; A. de la Torre, Don Juan de Margarit embajador de los Reyes Catolicos en Italia, Madrid, Escuela Diplomática, 1948; P. Pieri, Il Rinascimento e la crisi militare italiana, Torino, Einaudi, 1952; J. E. Pontieri, “Fernando il Católico e i regni di Mapoli”, en V Congreso de Historia de la Corona de Aragón, vol. II, Zaragoza, 1956; L. Suárez Fernández, Los Reyes Catolicos: El tiempo de la guerra de Granada. El camino hacia Europa, Madrid, Rialp, 1990.

 

Luis Suárez Fernández

 

https://dbe.rah.es/biografias/16147/ferrante-i

 

Leonor Urraca de CastillaLeonor de Alburquerque. ?, 1374 – Medina del Campo (Valladolid), 16.XII.1435. Reina de Aragón (1414-1416), esposa de Fernando I de Aragón, el de Antequera.

 

Hija y heredera del infante Sancho, conde de Alburquerque, hermano de Enrique II de Trastámara, y nieta, por tanto, de Alfonso XI. Su fortuna le hizo acreedora del título de “la ricahembra, la señora mejor heredada que se fallaba en España”. Su extenso patrimonio ocupaba en La Rioja las tierras de Haro, Briones, Cerezo, Belorado, Ledesma y las cinco villas en la región del bajo Tormes, y, en Extremadura, Albuquerque, Medellín, la Codorera y otros señoríos. Y, por ultimo, Villalón y Urueña, otorgados por Juan I de Castilla.

Casó con el infante Fernando de Castilla, hermano del rey Enrique III de Trastámara, y rey de Aragón (1414-1416) por el Compromiso de Caspe. El matrimonio de Leonor y Fernando se había decidido en las Cortes de Guadalajara de 1390, como una medida defensiva para impedir que un señorío tan importante pudiera revertir en el duque de Benavente. La ceremonia se celebró en Madrid en 1393. Dos años más tarde, se consumó. Leonor, seis años mayor que su sobrino, tuvo que esperar hasta que cumpliera catorce años. Esta diferencia de edad no supuso ningún obstáculo y los cronistas e investigadores coinciden en que fue un matrimonio muy equilibrado, a lo que contribuyó la rápida y numerosa sucesión: Alfonso, futuro rey de Aragón (1396), y Juan, futuro rey de Navarra (1398); muy próximos, dos varones más: Enrique (que sería maestre de la Orden de Santiago en 1409), Sancho de la de Alcántara (1408), y, por último, Pedro, que fue maestre de la Orden de Calatrava; dos infantas: María, reina de Castilla al casar con Juan II, y Leonor, que sería reina de Portugal.

Proclamado rey de Aragón como Fernando I, Leonor y sus hijos le acompañaron y se alojaron en el palacio de la Aljafería (Zaragoza), donde Leonor sería coronada solemnemente los días 13 y 14 de febrero de 1414. Dos años más tarde, el infante primogénito Alfonso recibió cartas de su madre la Reina, comunicándole la muerte del infante Sancho en Medina del Campo, e insistiendo en que no lo comunicara a Fernando para no poner en peligro su delicada salud. El 2 de abril murió el Rey en Igualada y fue enterrado en el monasterio de Poblet. La reina Leonor y su primogénito actuaron conjuntamente en la resolución de los asuntos familiares.

En 1418, Alfonso preparaba un viaje a Italia, y se embarcó en mayo de 1420. Leonor quedó como cabeza de una familia cada vez más enredada en peleas que hacían peligrar su futuro en Castilla. Ese mismo año, su hijo Enrique secuestró a Juan II en Tordesillas y el infante Juan acudió en ayuda del Rey. Leonor se interpuso entre ambos hermanos para que se reconciliasen. No lo consiguió. Enrique, rebelde al Rey desde la fortaleza de Albuquerque, perdió todos sus bienes en Castilla. La situación empeoró hasta que Alfonso decidió regresar para defender a sus hermanos. Entre 1428 y 1430 se sucedieron una serie de entradas en Castilla por parte de Alfonso para resolver la cuestión familiar, apoyado por su madre. Juan II, sospechando que Leonor mantenía tratos secretos con sus hijos, secuestró sus castillos y la internó en el monasterio de Santa Clara de Tordesillas. En su defensa, el rey de Portugal envió a Castilla embajadores, pero Juan II se mantuvo firme, nada haría mientras Leonor siguiese amparando y socorriendo a sus hijos. Finalmente, Leonor cedió, asegurando que sus hijos le servirían (al Rey) de tal modo y manera que les haría merced como súbditos y vasallos (Treguas de Majano, 1430-1435). Leonor Urraca de Castilla, reina de Aragón, falleció en el monasterio de Medina del Campo el 16 de diciembre de 1435, muy aceleradamente, según sus contemporáneos, por las calamidades que acaecieron a sus hijos. Alfonso V acababa de perder su más firme vínculo con Castilla, y nunca regresó.

 

Bibl.: VV. AA., III Congreso de Historia de la Corona de Aragón, dedicado al período comprendido entre la muerte de Jaime I y la proclamación del rey don Fernando de Antequera, Valencia, Diputación Provincial y Ayuntamiento, 1923; I. I. MacDonald, Don Fernando de Antequera, Oxford, Dolphin Book, 1948; L. Suárez Fernández, Á. Canellas López y J. Vicens Vives, Los Trastámaras de Castilla y Aragón en el siglo xv, introd. de R. Menéndez Pidal, en J. M.ª Jover Zamora (dir.), Historia de España de Menéndez Pidal, Madrid, Espasa Calpe, 1968; J. Vicens Vives, Els Trastámares, Barcelona, Vicens Vives, 1969; L. Zurita, Anales de la Corona de Aragón, vols. IV y V, Zaragoza, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Fernando el Católico, 1980; C. Segura Graíño, Diccionario de mujeres célebres, Madrid, Espasa Calpe, 1998; L. Suárez Fernández, Benedicto XIII: ¿Antipapa o Papa? (1328-1423), Barcelona, Ariel, 2002.

 

Isabel Pastor Bodmer

 

https://dbe.rah.es/biografias/11991/leonor-urraca-de-castilla

 


Detalle Del retrato de Álvaro de Luna. Anónimo siglo XIX. Signatura DIB18-1-8377. CC Biblioteca Nacional de España

 

Luna, Álvaro deConde de San Esteban de Gormaz (I). Cañete (Cuenca), ¿1390? – Valladolid, 2.VI.1453. Condestable de Castilla, maestre de Santiago.

 

Fue hijo natural de Álvaro Martínez de Luna, copero mayor de Enrique III, y de Juana o María de Jaraba, casada luego con el alcaide de Cañete, apellidado Cerezuela; la fecha aceptada de su nacimiento es la propuesta, si bien algunos indicios de su biografía parecen aconsejar su retraso algunos años. Bautizado con el nombre de Pedro, éste le fue cambiado por el de Álvaro por su tío abuelo, Benedicto XIII, al que visitó poco después de la muerte de su padre, cuando contaba unos siete años. Educado por su tío Juan Martínez de Luna, se incorporó a la Corte castellana cuando otro de sus tíos, Pedro de Luna, tomó posesión del Arzobispado de Toledo en 1408. En los siguientes años se hizo popular en la Corte castellana y, sobre todo, insustituible al lado del Monarca, Juan II, todavía un niño.

Su verdadera andadura política se inició con la recuperación del señorío paterno, su matrimonio con Elvira Portocarrero, en marzo de 1420, del que no hubo descendencia, y su decisiva participación en los gravísimos acontecimientos del mes de julio de ese año, el llamado “golpe de estado de Tordesillas”, protagonizado por el infante de Aragón, Enrique. Álvaro permaneció al lado del Rey, y recibió varios privilegios, entre ellos la donación de San Esteban de Gormaz; sin duda, Enrique, el protagonista de aquella hora, no valoró el peligro que suponía Álvaro, o quizá esperó obtener ventajas del control que ejercía sobre el joven Monarca. Fue Álvaro, junto con Rodrigo Alfonso Pimentel y Fadrique Enríquez, el inspirador de la fuga del Rey de Talavera, en noviembre de ese año, hecho que inició la caída en desgracia de Enrique, aunque supo mantenerse por el momento en un discreto segundo plano. Su legitimación, al año siguiente, vino a culminar el arranque de una brillante trayectoria.

Álvaro formó parte del pequeño grupo que tomó el poder en 1422, al ser reducido a prisión el infante Enrique, aunque puso sumo cuidado en que fuera Juan quien apareciera como cabeza de esa oligarquía; fue uno de los más beneficiados en el reparto de cargos y prebendas: varias villas, el título condal sobre su villa de San Esteban, el cargo de condestable y la Cámara de los Paños constituían un patrimonio que le elevó al reducido grupo de los Grandes. Él y su esposa fueron unos de los padrinos del príncipe Enrique y ocuparon puestos destacados en su jura como heredero.

La convocatoria del infante Juan por su hermano Alfonso V, la reconciliación de los hermanos (Pacto de Torre de Arciel, de 3 de septiembre de 1425), y la liberación de Enrique terminaron con la ficción y situaron a Álvaro como el verdadero enemigo de los infantes; consciente de una amenaza de tal envergadura y de la progresiva pérdida del control del Consejo, Álvaro dedicó los meses siguientes a consolidar su posición económica ante una eventual separación del poder. El 30 de agosto de 1427, una comisión nombrada al efecto decidió el destierro de Álvaro durante año y medio como medida imprescindible de paz y buen gobierno.

Se produjo la sustitución del gobierno personal de Álvaro por otro de los infantes, situación que infundía mayor temor aún en amplios sectores de la nobleza castellana; por eso fue muy breve el destierro de Álvaro, que regresó a la Corte, en Turégano (6 de febrero de 1428), como respuesta a una demanda general; desplegaba un lujo extraordinario, demostración de poder. En las semanas siguientes mantuvo la ficción de cordiales relaciones con los “aragoneses”especialmente demostradas durante las brillantes fiestas dadas en Valladolid en honor de Leonor, hermana menor de los infantes, en su viaje hacia Portugal para contraer matrimonio con Duarte, heredero de aquel reino.

Pasadas la fiestas, Álvaro puso en marcha sus planes para la destrucción política de los infantes: Juan recibió del Rey la orden de partir hacia su reino de Navarra, desde donde le reclamaba su esposa Blanca desde que, en 1425, se habían convertido en Reyes; a Enrique se le ordenó partir hacia la frontera con Granada, sobre la que se dibujaba una amenaza real. Alfonso V consideró tal actitud una ofensa y comenzó a preparar una intervención armada en Castilla: quería concluir cuanto antes sus compromisos familiares en la política castellana para poder dedicarse plenamente a los asuntos italianos.

Alfonso V iniciaba la invasión de Castilla en abril de 1429, con gran despliegue bélico y propagandístico; se sabía inferior en fuerzas y confiaba en que Juan II se inclinaría hacia la negociación: contaba con su esposa y el legado apostólico como intermediarios que le permitieran, como así fue, retirarse sin desdoro.

Para Álvaro de Luna era imprescindible un choque armado que supusiera la definitiva eliminación de los infantes de la política castellana.

Las operaciones se prolongaron, con graves consecuencias económicas, en la frontera aragonesa, en los dominios de la Orden de Santiago, donde temporalmente se hizo fuerte Enrique, y, especialmente, en Extremadura, donde éste y su hermano Pedro decidieron resistir hasta el fin. Álvaro dio pruebas de extraordinario valor y personal habilidad, como en la toma del castillo de Trujillo, o en el infructuoso cerco al castillo de Alburquerque, en el que aceptó un combate singular contra los infantes, finalmente rechazado por éstos.

En todo caso, se produjo el ocaso político de los infantes; en febrero de 1430 el Consejo, dirigido por Álvaro de Luna, decidió una confiscación general de sus bienes, que fueron repartidos entre la oligarquía gobernante, haciendo inviable un eventual retorno de aquéllos. Un último estertor de la guerra condujo a la firma de las Treguas de Majano (16 de julio de 1430), que consolidaban el despojo aunque remitían a una comisión el estudio de compensaciones. La empeñada resistencia de los infantes Juan y Pedro en Extremadura concluyó por agotamiento dos años después; Italia fue su refugio.

Se iniciaba, al fin, una etapa de gobierno personal de Álvaro de Luna, al frente de una oligarquía nobiliaria, libre de la presión de los infantes. Su objetivo era crear un partido de autoridad monárquica, bajo su dirección, asentado en una compleja red de equilibrios nobiliarios, y personalmente elevado sobre un basamento de bienes y rentas que le hicieran inatacable.

Fallecida Beatriz Portocarrero, el condestable contrajo segundo matrimonio en Calabazanos (Palencia), el 27 de enero de 1431, con Juana Pimentel, hija de Rodrigo Alfonso Pimentel, conde de Benavente, sobrina de Alfonso Enríquez, almirante, y de Pedro Manrique, adelantado mayor de León: se situaba en el núcleo de la más elevada aristocracia.

De este matrimonio nacieron dos hijos, Juan y María; Álvaro tenía, además, tres bastardos: Pedro, Martín y María.

Su acción de gobierno se orientó a la búsqueda del prestigio: paz con Portugal, éxitos en política exterior y reanudación de la guerra con Granada. En la primavera de 1431 se inició una acción contra Granada, que culminó en la Vega, en julio, y que permitía restablecer el protectorado castellano, aunque no fue capaz de ocultar las severas divisiones internas. En octubre de este año se firmó en Medina del Campo una paz con Portugal, ratificada en enero siguiente por el monarca portugués en Almeirim, feliz conclusión de un proyecto largamente acariciado.

En los años inmediatos, se cosecharon importantes éxitos exteriores, que lo fueron del gobierno de Álvaro: acuerdos con Borgoña e Inglaterra, que garantizaban la presencia de mercaderes castellanos en las rutas del Canal; victoria sobre la Hansa, que aceptaba una limitación a sus rutas comerciales; ratificación de la amistad con Francia, y brillante actuación de la embajada castellana en el Concilio de Basilea.

Pero también se hizo patente que Álvaro ejercía un poder personal, una “tiranía”, que suscitaba la resistencia de un creciente número de nobles; ya en la campaña de Granada se manifestó esta resistencia que fue acrecentándose en los años siguientes frente a la inagotable sed del condestable de acumular rentas y señoríos (Infantado, 1432; San Martín de Valdeiglesias, 1434; Maqueda, 1434; Alamín, 1436; Montalbán, 1437: especialmente significativo porque se obligaba a la reina María a cedérselo).

Acaso confiado en exceso en el triunfo que suponía el Tratado de Toledo (22 de septiembre de 1436) por el que los infantes renunciaban a sus reivindicaciones a cambio de exiguas compensaciones, decidió Álvaro poner fin a la resistencia nobiliaria ordenando la prisión de sus cabezas visibles, Pedro Manrique y Fadrique Enríquez, fallida en parte por el desacuerdo con la medida de personaje tan significativo como su propio suegro, el conde de Benavente.

Era el síntoma más evidente de la disidencia que se incrementaba con la fuga del adelantado Pedro Manrique de la prisión a que fuera sometido por Álvaro.

Trató el condestable de detener la rebelión oponiendo una liga nobiliaria y atrayendo a alguno de sus oponentes con seguridades personales y promesas de restitución de bienes. Era apenas un alto en la lucha, que Álvaro aprovechó para concluir, por medio de Íñigo López de Mendoza, treguas con Granada, cerrando así un frente ante el previsible choque con la nobleza, y para celebrar los desposorios del príncipe con Blanca de Navarra el 12 de marzo de 1439, cumpliendo con ello una de las cláusulas del Tratado de Toledo.

A finales de febrero, el almirante y el adelantado denunciaban en carta a Juan II la tiranía de Álvaro de Luna y reclamaban un gobierno personal del Rey; la abierta rebeldía de la nobleza obligaba al condestable a llamar a los infantes, un contrapeso necesario, pero también una acción de gran riesgo, a la desesperada.

Los infantes regresaron a la política castellana, pero, de acuerdo entre sí, Juan se incorporaba a la Corte mientras Enrique se sumaba a los nobles rebelados.

En las semanas siguientes se desarrollaron negociaciones que actuaban en descrédito de la Monarquía: aparentemente se habló de medidas de buen gobierno; en la práctica, del control del poder, de la recuperación por los infantes de sus rentas y del desplazamiento de Álvaro. Ante un posible triunfo de éste, firmemente apoyado por Juan II, el infante Juan, abandonando toda simulación, se sumó a los rebeldes.

Álvaro fue apartado de la Corte durante seis meses, aunque dejaba fieles partidarios en el Consejo; además, la protección real hizo inatacable su posición económica.

Aparentemente derrotado, Álvaro preparó cuidadosamente su vuelta al poder; selló alianzas con algunos miembros de la nobleza castellana (conde de Alba, arzobispo de Sevilla) y obtuvo importantes apoyos exteriores: Eugenio IV, para el que Álvaro era el necesario gobernante de Castilla frente a la política hostil de Alfonso V en Italia, y el infante Pedro de Portugal, duque de Coimbra, que consolidaba su poder en aquel reino con el destierro de la reina viuda Leonor, hermana de los infantes (diciembre de 1440).

Las hostilidades se abrieron desde enero de 1441, ramificadas en una serie de difusos enfrentamientos en los que el éxito se inclinó preferentemente a favor del condestable. El choque decisivo tuvo lugar en Medina del Campo, donde se había instalado Juan II con intención de tomar las importantes villas que fueron señorío del infante Juan y en las que contaba con partidarios. Allí se le unió Álvaro confiando en que ahora se producirá el definitivo choque con los infantes; las diferencias en el bando realista, en realidad las resistencias a acatar la jefatura de Álvaro, y la traidora apertura de las puertas de la ciudad a las tropas de Juan, obligaron a aquél, a petición del Rey, a abandonar precipitadamente Medina con su más fieles colaboradores.

Juan II se convertía en un rehén de los vencedores.

A pesar del aparente aire de concordia, el grupo gobernante en ese momento constituido se propuso decididamente la eliminación política de Álvaro. El 10 de julio se hacía pública su decisión de destierro durante seis años de la Corte, fijación de residencia obligatoria, prohibición de contactos con el Rey y de toda acción política, limitación de fuerzas a su disposición, y entrega de fortalezas y rehenes como garantía. Los trámites para el cumplimiento de la sentencia se alargaron durante los siguientes meses y algunos, como la entrega de Escalona, no se llevaron a efecto.

No había unidad en el grupo vencedor, se estaba gestando una nueva fuerza, la del príncipe, dirigido por Juan Pacheco; Álvaro, que seguía contando con la amistad del Rey, cuyos actos seguía inspirando por medio de una fluida correspondencia, mantuvo importantes contactos con alguno de sus miembros, incluyendo los infantes, que vinieron a enrarecer más aún aquellas difíciles relaciones. Antes de un año habían comenzado a anularse algunas de las cláusulas de la sentencia de destierro, y a lo largo de los meses de octubre y noviembre de 1442 tenía lugar una reconciliación de los infantes con Álvaro; con esta maniobra pretendían, probablemente, aplacar movimientos nobiliarios descontentos con su gestión.

Mera maniobra, naturalmente: pocos meses después, Juan, sintiéndose fuerte por su acuerdo matrimonial y el de su hermano Enrique con Juana Enríquez y Beatriz Pimentel, respectivamente, mostraba sus verdaderas intenciones con la expulsión de los partidarios del condestable y la reducción de Juan II prácticamente a prisión (golpe de estado de Rámaga, 9 de julio de 1443). Aunque trató de que el príncipe apareciese al frente de esta maniobra, era muy peligrosa: ponía de relieve la descarada dictadura de Juan y ofrecía a Álvaro un argumento muy atractivo, la libertad del Rey.

El alma del movimiento fue el obispo Lope Barrientos, su cabeza visible el príncipe, y la fuerza el mismo Álvaro, con quien, sin embargo, hubo que emplear varios meses de negociación para decidirle a intervenir, por su profunda desconfianza hacia Juan Pacheco.

A comienzos de marzo de 1444, con la instalación en Ávila del heredero, al que su padre acababa de otorgar el título de príncipe de Asturias, comenzaban las hostilidades, aunque la movilización de partidarios, probablemente muy exigentes en sus condiciones, se hizo con gran lentitud. Hasta finales de mayo no se produjeron movimientos de tropas.

Juan se puso a cubierto ordenando la detención del Rey en el castillo de Portillo.

Precisamente la fuga del Rey de su prisión el 15 de junio de 1444 fue la señal para una rápida disolución del partido de los infantes. En las semanas siguientes cayeron todas las posiciones de los infantes, algunas tras una durísima resistencia, como Peñafiel; en el nuevo despojo de los vencidos, Álvaro recibía Cuéllar, reincorporada a su señorío. En las semanas siguientes el condestable dirigió un importante contingente armado que desplazó al infante Enrique de sus posesiones del maestrazgo de Santiago, aunque no logró expulsarlo del territorio murciano; las operaciones se suspendieron, porque se anunciaba una invasión aragonesa.

Confiaba Juan en una nueva intervención de su hermano Alfonso, que ahora se limitaría a proferir amenazas desde su escenario napolitano y a intentar obtener por vía diplomática las mayores compensaciones posibles para sus hermanos. Juan aceptó retirarse a su reino navarro y se firmaron treguas por cinco meses: ambas partes necesitaban tiempo para reunir fuerzas y recursos.

Antes de concluir las treguas, se ponían en marcha, a finales de febrero de 1445, las tropas de Juan desde Navarra y las de Enrique desde Murcia; se reunieron en las proximidades de Alcalá de Henares y, desde allí, seguidos por el ejército real, marcharon hacia Olmedo. Ahora parecía tener Álvaro la oportunidad, tantas veces buscada y fallida, de un encuentro decisivo con los infantes. Lo fue: al atardecer del 19 de mayo, de forma casi inesperada, se producía un combate en las proximidades de Olmedo, que significó la derrota de los infantes. Enrique, herido, murió pocas semanas después, en Calatayud, y Juan, único superviviente de sus hermanos, se retiró a Aragón.

Parecía llegarle a Álvaro el momento de gobernar sin oposición; entre otras incorporaciones a su enorme patrimonio hay que mencionar Ledesma, Trujillo y Torrelobatón, en los días siguientes a Olmedo; en septiembre de ese año lograba el maestrazgo de Santiago.

Pero la victoria llegaba tarde y muy mediatizada; el príncipe abandonaba el real de Olmedo y se trasladaba a Segovia. Esgrimía como causa de su descontento que no se habían cumplido las importantes promesas de señoríos para Pacheco y exigía el perdón de los principales miembros del partido de los infantes; en realidad, encabezaba una nueva liga nobiliaria, instrumento de oposición al gobierno de Álvaro, a la que se sumaban los muchos descontentos que no habían recibido lo esperado en el despojo. Fue preciso negociar con él, no podía el condestable luchar contra el heredero, y entregar enormes señoríos al príncipe y a Pacheco, en particular a éste el marquesado de Villena.

A pesar de ello, un año después de Olmedo se hallaban en pie, frente a frente, dos ejércitos, uno de los nobles, dirigido por el príncipe, y el del Rey. No se combatió, pero el acuerdo alcanzado (Concordia de Astudillo, 14 de mayo de 1446) era una confesión de la debilidad de la posición de Álvaro; tampoco cesaron con ello las maniobras del príncipe Enrique, dispuesto a terminar con Álvaro. Éste buscó la solución, como en su anterior etapa de gobierno, en los éxitos exteriores y en un reforzamiento de la amistad con Portugal, gobernado por el duque de Coimbra, cuyos objetivos políticos eran similares a los del condestable y también su hostilidad a los aragoneses.

Pero los éxitos no acompañaron en esta ocasión: la guerra con Aragón se convirtió en una querella fronteriza, muy dura y enormemente costosa, que provocó la protesta de las ciudades ante las dificultades económicas. Tampoco se obtuvieron éxitos en Granada: no se logró imponer un candidato tutelado en el trono nazarí y se perdieron casi todas las posiciones incorporadas en la campaña de 1431. La negociación con Portugal obtuvo los mejores resultados: Álvaro había negociado, antes de la batalla de Olmedo, un matrimonio de Juan II con Isabel, hija del infante portugués Juan; a pesar de la inesperada resistencia del Monarca, en octubre de 1446, quedó acordado el matrimonio, que se efectuó en julio de 1447. Pero en la nueva Reina tendría Álvaro un enemigo implacable.

Las relaciones con el príncipe de Asturias y su entorno, decididos a acabar con el condestable, eran malas de modo irrecuperable.

En julio de 1447 el duque de Coimbra se vio obligado a abandonar la Corte portuguesa, mientras sus enemigos, encabezados por el duque de Braganza, ganaban el poder y la confianza del monarca portugués, Alfonso V. Por su parte, las Cortes aragonesas privaban de recursos a Juan de Navarra para su guerra con Castilla; necesitado de recursos pensó obtenerlos en Navarra actuando como Rey, contra lo dispuesto en el testamento de Carlos III, lo que provocó la protesta de su hijo, el príncipe de Viana. Ambos, duque de Coimbra y príncipe de Viana, eran los aliados naturales de Álvaro, que tomó la decisión de ejecutar un golpe de autoridad que le diese el control de Castilla.

Contando con una transitoria colaboración del príncipe Enrique, de nuevo bien retribuida, ordenó la prisión de los nobles más opuestos a su gobierno (condes de Benavente y Alba, entre otros) y expulsó a los oficiales hostiles (Záfraga, 11 de mayo de 1448).

Era un golpe de estado, sin las coberturas de ocasiones anteriores y el inicio de un camino sin retorno; para sus enemigos era la demostración clara de la tiranía de Álvaro que utilizarían desde ahora en su propaganda.

En los años siguientes la política castellana ofrecía un panorama de muy difícil seguimiento. El príncipe abandonó pronto la conciliación, lo que permitió el golpe de Záfraga, y, en el futuro, se aproximaría o distanciaría de Álvaro según lo aconsejase la amenaza granadina o la de Juan de Navarra, siempre obteniendo, él y los suyos, importantes ventajas patrimoniales.

En mayo de 1449 murió el duque de Coimbra en la batalla de Alfarrobeira, lo que permitió a los enemigos de Álvaro ensayar una alianza diferente con Portugal, que se materializó con el matrimonio del príncipe Enrique y Juana, hermana menor del monarca portugués, una vez disuelto el matrimonio de aquél con Blanca de Navarra.

Era posible, en ese verano de 1449, vislumbrar la próxima la caída de Álvaro de Luna, cuya proximidad personal a Juan II parecía dañada, como apuntaban algunos síntomas. Así lo hacía pensar un nuevo acuerdo de sus enemigos, bajo la dirección del príncipe Enrique, para terminar con él (liga de Coruña del Conde, de 26 de julio de 1449); era la falta de confianza mutua de los coaligados y sus contrapuestos objetivos lo que imposibilitó que lograsen ahora sus propósitos y permitieran la permanencia del condestable en el poder. El inicio de la guerra en Navarra entre el príncipe de Viana y su padre constituía un indirecto apoyo para Álvaro que, en los próximos meses recuperó poder en Castilla; en febrero de 1451 volvía a aparecer como dueño de la situación.

A pesar de ello, y de la toma por tropas castellanas de posiciones en Navarra, la resistencia nobiliaria contra Álvaro no dejó de reforzarse, sobre todo desde el año siguiente, al tiempo que la voluntad de Juan II fue alejándose, lenta pero inexorablemente, de su valido, y la traición anidaba en la intimidad del condestable (Alfonso Pérez de Vivero); es posible que desde mediados de 1452 se manejase la idea de su asesinato, a la espera de un argumento para llevarlo a cabo.

El hecho que puso en marcha el proceso final fue el intento de Álvaro de ceder el maestrazgo de Santiago a su hijo Juan, para lo que había logrado permiso papal; pretendió llevar consigo al Rey a Uclés, para efectuar el traspaso, pero, en Madrigal, Juan II se negó a seguir adelante. En esta villa tuvieron lugar oscuros incidentes en los que el maestre estuvo, al parecer, a punto de ser asesinado, al igual que, poco después, en Tordesillas, Valladolid o Cigales. La decisión del traslado de la Corte a Burgos, cuya fortaleza estaba en manos de los Estúñiga, irreconciliables enemigos de Álvaro, fue toda una advertencia, pero éste prefirió afrontar el desafío que abandonar la Corte, aunque tomó todo tipo de precauciones que le permitieron escapar a una nueva intentona asesina, ya en Burgos.

Fue la Reina quien convenció a Pedro de Estúñiga, entonces en Béjar, para que participase decisivamente en la conspiración, cuya ejecución encomendó a su hijo Álvaro de Estúñiga, que se instaló con tropas en Curiel a finales de marzo de 1453. Los hechos iban a precipitarse cuando Álvaro, agobiado por el tenso ambiente que se vivía, ordenó el asesinato del contador Alfonso Pérez de Vivero (1 de abril de 1453), el traidor que fuera su hombre de confianza. Era un golpe preventivo que desencadenó el final del drama: el mismo día 1 Juan II reclamaba la entrada de Álvaro de Estúñiga en Burgos, hecho que se producía esa noche, y el día 3 firmaba la orden de detención del condestable.

En la mañana del día 4 de abril, después de varias horas de resistencia, Álvaro se entregó a merced del Rey. Inmediatamente se inició el despojo de sus propiedades, comenzando por los bienes acumulados en Portillo, fortaleza en que fue encarcelado el condestable, al tiempo que se dictaban medidas preventivas contra un posible levantamiento de sus partidarios.

Por su parte, su esposa e hijo mantenían intensos contactos con antiguos enemigos de Álvaro, incluso el rey de Navarra, defraudados en su esperanza de volver a Castilla, para acordar una acción conjunta en su favor.

La iniciativa fracasó, porque Alfonso V ordenó a su hermano que se abstuviera de toda iniciativa.

Ante la falta de apoyos, Juana Pimentel dirigió a Juan II, a mediados de mayo, una carta incendiaria en la que aseguraba que resistiría las disposiciones reales acudiendo a cualquier ayuda, de los moros o de los diablos si era preciso. El Rey la recibió en Fuensalida, camino de Maqueda y Escalona, núcleo central del señorío de su valido; probablemente la misiva disipó las últimas vacilaciones del Monarca.

Convocó el Rey un tribunal de doce legistas para entender en el proceso del condestable con el claro designio de dictar una pena de muerte. Era un modelo de irregularidad procesal (ausencia del acusado, acusación verbal del Rey, incompetencia del tribunal por ser el acusado miembro de una Orden Militar), a pesar de lo cual no fue fácil alcanzar un acuerdo: fue éste de pena de muerte, pero en virtud de mandato regio, no por sentencia judicial. La documentación al respecto fue cuidadosamente destruida.

El día 1 de junio Álvaro fue trasladado a Valladolid; allí fue degollado al día siguiente, por usurpación de las funciones regias. Su cabeza cortada fue expuesta durante una semana en el cadalso; fue sepultado en el cementerio de la iglesia de San Andrés de aquella ciudad y, poco después, trasladado al convento de San Francisco. Años después tendría su definitivo reposo en su capilla de la catedral de Toledo.

Escalona no se rindió sino tras duras negociaciones, concluidas a finales de junio. Juana Pimentel hubo de entregar la villa, y dos tercios del tesoro que en ella se custodiaba, y comprometerse a entregar el resto de las del señorío que todavía resistían, pero obtenía el perdón de sus colaboradores y conservaba importantes posesiones; su hijo recibía gran parte del condado de San Esteban y el señorío del Infantado. Y un legado político que mostraría su importancia con la llegada al trono de la reina Isabel.

 

Bibl.: J. Rizzo Ramírez, Juicio crítico y significación política de Álvaro de Luna, Madrid, Rivadeneyra, 1865; L. del Corral, Álvaro de Luna según testimonios inéditos de su época, Valladolid, Viuda de Montero, 1915; C. Silió Cortés, Don Álvaro de Luna y su tiempo, Madrid, Espasa Calpe, 1941; L. Suárez Fernández, “Los Trastámara de Castilla y Aragón en el siglo XV (1407-1474)”, en L. Suárez et al., Los Trastámaras de Castilla y Aragón en el siglo XV, en R. Menéndez Pidal (dir.), Historia de España, vol. XV, Madrid, Espasa Calpe, 1964; I. Pastor Bodmer, Grandeza y tragedia de un valido. La muerte de don Álvaro de Luna, Madrid, Caja de Madrid, 1992; P. Porras Arboledas, Juan II. 1406-1454, Palencia, La Olmeda, 1995; J. M. Calderón Ortega, Álvaro de Luna: riqueza y poder en la Castilla del siglo XV, Madrid, Dykinson, 1998; L. Suárez Fernández, Nobleza y Monarquía. Entendimiento y rivalidad. El proceso de la construcción de la Corona Española, Madrid, La Esfera, 2003.

 

Vicente Ángel Álvarez Palenzuela

 

https://dbe.rah.es/biografias/12479/alvaro-de-luna

 

https://www.rah.es/




 

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