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PERSONAJES CITADOS EN LA BIOGRAFÍA DE
ALFONSO V EL MAGNÁNIMO
Aragón, Pedro de. ?, c. 1406-1411 – Nápoles (Italia), 17.X.1438. Infante de
Aragón.
Quinto
hijo de Fernando I de Antequera, rey de Aragón y de Leonor Urraca de Castilla,
condesa de Alburquerque. Por lo tanto, sus hermanos fueron los denominados
infantes de Aragón, esto es: Alfonso V el Magnánimo, rey de Aragón, Valencia,
Mallorca, Cerdeña, Sicilia y Nápoles y conde de Barcelona; María, esposa de
Juan II de Castilla; Juan II, rey de Navarra y posteriormente también de
Aragón; Enrique, duque de Alburquerque, conde de Villena y Gran Maestre de la
Orden de Santiago; Leonor, esposa de Duarte I de Portugal; y Sancho, Gran
Maestre de la Orden de Alcántara.
Se sabe que
su nacimiento tuvo lugar a principios del siglo XV, aunque no existe consenso
sobre la fecha exacta, ya que mientras algunos autores lo datan hacia el año
1406, otros retrasan la fecha hasta 1411.
Vincens
Vives destaca, como rasgo principal de esta familia, la ambición y la rivalidad
política de todos los hermanos, lo que les llevó a constantes enfrentamientos a
lo largo de sus respectivas vidas, en un afán por hacerse con el poder en
diferentes escenarios territoriales hispánicos; aunque estas rivalidades se
manifestaron de una forma especialmente insidiosa en el ámbito castellano,
donde fueron patentes y constantes las luchas intestinas entre el bando
compuesto, por una parte, por Enrique y Pedro, y, por otra, por Juan. Las
posesiones castellanas que este último recibió en herencia y su designación
como duque de Peñafiel —que le convirtieron en el máximo representante familiar
de su rama en Castilla— marcaron, de forma trascendental, sus actuaciones
políticas peninsulares y las relaciones personales con sus hermanos Enrique y
Pedro —que habían percibido igualmente territorios en este reino y también
ambicionaban formar parte de esta esfera política debido a su participación,
primero, en el consejo real y, posteriormente, en el consejo de regencia que se
estableció tras la muerte de Enrique III de Castilla—. A su vuelta de Sicilia,
fue aumentando su protagonismo y poder a través de la mano del arzobispo de
Toledo, lo que le enfrentó con su hermano Enrique, que recelaba de sus
intenciones. En torno a ellos dos se fueron formando dos importantes facciones
nobiliarias. En este caldeado ambiente entró en juego el infante Pedro que optó
por apoyar firmemente todas las actuaciones e intervenciones de su hermano
Enrique durante los años sucesivos.
La
mayoría de edad de Juan II de Castilla y sus primeras tomas de decisiones
conllevaron, reiteradamente, rivalidades entre ambos partidos, beneficiando el
ascenso de un nuevo protagonista, Álvaro de Luna, que se convirtió en el
consejero del reciente monarca. Son muy numerosos los episodios de lucha
abierta y manifiesta entre Juan y los infantes Enrique y Pedro. Entre ellos
pueden destacarse algunos de particular gravedad, como el que tuvo lugar el 14
de julio de 1420. Aprovechando la ausencia de Juan de Aragón —que había viajado
a Navarra para celebrar su matrimonio con Blanca, hija y heredera de Carlos III
el Noble— la facción del infante Enrique secuestró al rey Juan II de Castilla
en Tordesillas con el afán de hacerse con el poder, expulsando a los adeptos de
su hermano de los cargos públicos que ocupaban y conseguir la autorización para
contraer matrimonio con la infanta Catalina, hermana del castellano. El infante
de Aragón reaccionó inmediatamente regresando a Castilla y reuniéndose con sus
partidarios con el afán de liberar al Rey del cautiverio. La brecha entre los
hermanos se hizo más patente debido al trabajo soterrado de Álvaro de Luna que
explotó las circunstancias para que la división entre ellos fuese más patente.
Tras
diversos enfrentamientos y la intervención diplomática de Leonor de
Alburquerque se produjo la liberación de Juan II de Castilla y el
atrincheramiento del infante Enrique en Ocaña —a cuyo auxilio acudieron las
tropas de su hermano Pedro—. Finalmente, después de múltiples actuaciones
militares por parte de las distintas facciones implicadas, Enrique optó por
entrevistarse con Juan II de Castilla, el 12 de junio de 1423 en Pinto, pero
fue apresado dos días después.
Como
castigo por su delito de alta traición fue duramente sancionado siéndole
confiscados sus bienes y entregados a su hermano Juan que, de forma
transitoria, amplió su señorío al condado de Alburquerque, Medellín, Ledesma y
las cinco villas. Los partidarios de Enrique, que huyeron a Aragón junto con la
infanta Catalina, también sufrieron el embargo de sus bienes y posesiones. La
reconciliación entre don Juan y don Enrique no tuvo lugar hasta 1425, cuando
los dos hermanos se encontraron en Ágreda una vez que el primero fue puesto en
libertad (7 de octubre) a raíz del juramento de fidelidad que efectuó el
infante Enrique a Juan II en Valladolid (21 de abril).
Igualmente
puede destacarse otro episodio posterior en el que participaron los infantes
Enrique y Pedro contra su hermano don Juan, en el marco de la guerra que tuvo
lugar entre Aragón y Castilla (1429-1430) y que confrontó directamente a
Alfonso V con Álvaro de Luna. Las causas de este enfrentamiento bélico deben
buscarse en las actuaciones previas que habían tenido lugar en el reino
castellano y que se resumieron en continuos ataques del “valido” contra los
tres infantes de Aragón: en primer lugar confiscó los bienes al infante Pedro
en el año 1429; posteriormente, y una vez desarticulado el partido aragonés en
este reino, procedió a proclamarse administrador perpetuo del maestrazgo de Santiago
(diciembre de 1429); y finalmente en febrero de 1430 terminó por despojar a
Juan de Aragón de su rico patrimonio territorial castellano. Las treguas de
Majano (23 de julio de 1430), por las que se restituyó la paz entre Aragón,
Navarra y Castilla, no fueron aceptadas por Enrique y Pedro —que habían sido
igualmente desposeídos de la mayor parte de sus propiedades—, a diferencia de
don Juan —que negoció y esgrimió su fidelidad al monarca castellano con el fin
de que le fuesen devueltos sus bienes— y mantuvieron su rebeldía en Extremadura
contra el Monarca castellano y Álvaro de Luna.
Las
acciones se centraron en el saqueo de villas de esta región y en la ocupación
de los castillos de Trujillo, Segura de la Sierra y también, brevemente, de
Alba de Liste (Zamora), y se hicieron firmes en Alburquerque hasta que se
produjo la traición de Gutierre de Sotomayor, comendador de Alcántara —nombrado
por el condestable en lugar del destituido Juan de Sotomayor—, y que colaboró
con Álvaro de Luna en el nuevo prendimiento del infante Pedro, en julio de
1432. Ante esta situación, su hermano Enrique no tuvo más remedio que deponer
las armas y abandonar las plazas conquistadas para conseguir su libertad. Tras
una negociación en la que intervinieron mediadores portugueses, se produjo la
salida de ambos hermanos del reino castellano y su embarco en Lisboa, en
diciembre de 1432, rumbo a Valencia, a donde arribaron en el mes de mayo de
1433.
En cuanto
a sus actuaciones extrapeninsulares, cabe destacar la participación de Pedro en
la defensa de Nápoles ante el asedio a que fue sometida esta ciudad por los
ejércitos genoveses —que fue tomada en abril de 1424— así como en algunas
incursiones en la costa africana con el objeto de hacer prisioneros que
trabajaran como remeros en las galeras de las tropas aragonesas. También son
muy destacables sus acciones en los sucesivos cercos de la ciudad de Gaeta, si
bien sobresale especialmente su actuación, junto a sus hermanos, en la batalla
naval de Ponza (5 de agosto de 1435) que concluyó con la victoria de la flota
genovesa y el apresamiento del rey Alfonso V, los infantes Enrique y Juan y de
la nobleza que conformaba su séquito acompañante. Únicamente el infante Pedro
logró escapar con dos galeras que posiblemente se refugiaron en Gaeta, si bien
Benito Ruano y Zurita optan por la teoría de que el infante aragonés no
participó en dicha batalla, sino que se encontraba, simultáneamente, ejerciendo
el asedio sobre esta ciudad. La puesta en libertad de Alfonso V por parte del
duque de Milán se concretó a través de un pacto de colaboración política
(Tratado de Milán, 8 de octubre de 1435) por el cual se permitía al monarca
aragonés efectuar conquistas territoriales al sur de Bolonia.
También
debe citarse otra actuación de Pedro que le llevó a la conquista de la ciudad
de Terracina, bajo dominio del Papado, y su integración a la obediencia del Rey
de Aragón en calidad de amigos y protegidos, en lugar de vasallos, acción que
no fue bien acogida, en un principio, por Alfonso V y que le supuso un nuevo
enfrentamiento con el Papa.
Nuevos
acontecimientos volvieron a situar a Alfonso V en el escenario italiano, y
entre ellos merece la pena señalar el alzamiento de Génova contra Felipe
Visconti y que fue paralelo a la actuación llevada a cabo por el rey Alfonso
nuevamente sobre Nápoles, en cuyo asedio intervino su hermano Pedro. Su
participación en esta actuación militar se materializó en la preparación del
ataque y toma de la plaza fuerte, a través de la organización y distribución de
las máquinas de guerra a lo largo de los muros y los puntos más estratégicos de
la misma. En el transcurso de esta ofensiva —que fue lanzada, tanto desde el
mar como desde tierra, ya desde el 20 de septiembre de 1438— falleció el
infante don Pedro el día 17 de octubre.
Sobre su
trágica y prematura muerte —a causa de una bala de lombarda que atravesó la
cabeza del infante mientras se encontraba dirigiendo las operaciones militares
a caballo— existen diferentes versiones recogidas por numerosos historiadores,
como las que se citan a continuación. La descripción de Zurita parece ser la
más parca y adusta: “[S]ucedió que un día a 17 del mes de octubre, poco después
de salido el sol, yendo el infante don Pedro a caballo hacia la parte donde
tenía su estancia contra los enemigos para combatirlos, fue herido de un tiro
de una lombarda y le hirió sobre la siniestra parte de la cabeza y le llevó la
metad della y le esparció el celebro.” Un testimonio muy similar, y en esta
misma línea, es el que recoge Pelegrí, que no vislumbra, al igual que Zurita,
ninguna impiedad por parte del infante, ni intervención sobrenatural alguna en
su precoz fallecimiento, como tampoco los recoge el italiano Fazio en su
crónica. Sin embargo, Summonte sí introdujo una abundante serie de detalles con
un singular matiz prodigioso y de castigo por la ofensa y el atrevimento del
infante al ordenar apuntar su artillería hacia la iglesia del Carmelo —donde se
refugiaba una guarnición de genoveses que estaba preparando lombardas para
atacar a los aragoneses—, que fue destruida en esta acción.
De todos
modos, el dolor por la muerte de su hermano fue patente en el rey Alfonso V el
Magnánimo, que acudió rápidamente a la escena de los hechos para velar el
cadáver del fallecido. La duquesa Isabel de Anjou, conmovida por esta tragedia,
ofreció la posibilidad de que Pedro fuese sepultado en cualquiera de las
iglesias de la ciudad. Sin embargo, Alfonso V decidió que las exequias no
fuesen celebradas hasta que la ciudad fuese conquistada e hizo guardar los
restos mortales envueltos en paños en una caja de madera alquitranada que fue
depositada en el castillo de Ovo, en cuya capilla se celebró una misa por el
alma del difunto, según indican diferentes cédulas de tesorería conservadas en
el Archivo de Nápoles y consultadas por Ametller.
Así pues,
su muerte, en plena juventud —contaba veintisiete años—, fue muy sentida por su
familia y el reino de Aragón, según escribe en su laudatorio Pero Carrillo de
Albornoz y es expuesto por Zurita. A raíz de estos acontecimientos, se declaró
una nueva tregua, aunque el sitio de esta ciudad no concluyó hasta el año 1441
cuando, tras haber sido conquistadas otras ciudades como Aversa (1440) o
Benevento (1441), el día 17 de noviembre se produjo finalmente la entrada de
Alfonso el Magnánimo.
Para finalizar
esta semblanza, debe agregarse que hasta finales del mes de mayo del año 1445
—poco después de las bodas del duque de Calabria, hijo de Alfonso V, en
Nápoles— no tuvieron lugar las exequias previstas para el infante Pedro, que se
celebraron con motivo del traslado de sus restos mortales desde el castillo de
Ovo hasta el convento dominico de San Pedro mártir de esta ciudad.
Bibl: J.
Ametller y Vinyas (obra póstuma), J. Collell (rev. y ed.), Alfonso V de
Aragón en Italia y la crisis religiosa del siglo xv. Primera parte, Gerona,
Imprenta y Librería de P. Torres, 1903, vol. I, págs. 205-213, 252-260 y 270;
vol. II, págs. 36- 37, 185, 193-196, 198, 203; G. La Mantia, Testamento
dello Infante Don Pietro d’Aragona, fratello di Alfonso il Magnánimo, re di
Sicilia, del 4 giugno 1436, Palermo, 1914; E. Benito Ruano, Los
infantes de Aragón, Pamplona, Editorial Gómez, 1952, págs. 12, 27, 29,
34-35, 36, 63, 84, 99-101, 108 y 109- 110 (notas 35, 36, 37, 95); L. Suárez
Fernández, Á. Canellas López y J. Vicens Vives, Los Trastámaras de
Castilla y Aragón en el siglo xv. Juan II y Enrique IV de Castilla (1407-
1474). El Compromiso de Caspe, Fernando I, Alfonso V y Juan II de Aragón
(1410-1479), R. Menéndez Pidal (dir.), Historia de
España, Madrid, Espasa Calpe, 1964, vol. XV, págs. 46, 85, 99, 108,
111, 112, 114, 116, 118, 119, 124, 132, 133, 135, 136, 143, 147, 154, 390, 397,
713, 715, 720, 721, 723 y 748; Enciclopedia Universal Ilustrada
Europeo-Americana, Madrid, Espasa Calpe, 1966, vol. XLII, págs.
1335-1336; Gran Enciclopedia Larousse, Barcelona, Planeta,
1972, vol. VIII, pág. 248; J. Zurita y Á. Canellas López (ed.), Anales
de la Corona de Aragón, Zaragoza, Consejo Superior de Investigaciones
Científicas, Institución Fernando el Católico, 1980, t. V, lib. XIII, cap. IX,
pág. 551, pág. 612; y t. VI, lib. XIV, cap. VI, págs. 24-26, cap. XVII,
pág. 60, cap. XXV, págs. 86- 89, cap. XXVII, págs. 92-97, cap. XXXI, págs.
109-110, cap. XXXII, págs. 114-115, cap. L, págs. 179-181; E. Ramírez
Vaquero, Reyes de Navarra. Blanca, Juan II y Príncipe de Viana, Pamplona,
Editorial Mintzoa, 1986 (col. Reyes de Navarra, vol. XVI), pág. 148; A.
Ryder, Alfonso the Magnanimous. King of
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Clarendon Press, 1990, págs. 229-230; V. Márquez de la Plata y L.
Valero de Bernabé, Reinas medievales españolas, Madrid,
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Lloret (eds.), Juan II de Aragón (1398-1479): Monarquía y revolución en
la España del siglo xv, Pamplona, Urgoiti Editores, 2003, págs. 15-17,
20, 30-34, 38-48, 66-74 y 78-88, y págs. LX-LXII; http://es.wikipedia.org.
Julia Baldó Alcoz
https://dbe.rah.es/biografias/27185/pedro-de-aragon
Aragón, Sancho de. Infante de Aragón. ?, ¿1401? – Medina del Campo (Valladolid), III.1416. Maestre de Alcántara.
Es el
cuarto hijo de Fernando, después Fernando I de Aragón, y de Leonor de
Alburquerque; seguramente recibió una educación esmerada, como la que mostraron
sus hermanos, especialmente Alfonso y Juan. Como todos ellos, formó parte de
los complejos proyectos de su padre para crear un poderoso linaje situando a
sus vástagos en posiciones claves del reino.
Fernando
trató de lograr para su hijo Sancho la sede de Toledo, vacante desde la muerte
de Pedro Tenorio, en 1399; sin embargo, Benedicto XIII deseaba situar en ella a
su sobrino homónimo, electo en 1403, aunque no pudo tomar posesión hasta la muerte
de Enrique III, que se había opuesto radicalmente a admitirle.
Fernando
supo ceder hábilmente a los deseos del Pontífice y permitir la toma de posesión
de Pedro de Luna (30 de julio de 1407); esta deuda y la situación de debilidad
de Benedicto XIII tras el fracaso de su proyectada entrevista con Gregorio XII
para la solución del Cisma, facilitan que, a la muerte del maestre de
Alcántara, Fernando Rodríguez de Villalobos, se otorgue dispensa de edad a
Sancho para su elección.
Fue
recibido como maestre en el convento de San Pablo de Valladolid (23 de enero de
1409). A su maestrazgo, aunque, dada su edad, no pueda ser considerada obra
suya, corresponde la reorganización de la Orden contenida en las Definiciones publicadas
en Ayllón en 1411.
Tras el
reconocimiento de Fernando como rey de Aragón, en virtud del Compromiso de
Caspe, Sancho acompaña a su familia a Aragón. Se halla presente en la
coronación de su padre, en Zaragoza (11 de febrero de 1414); también está en
Jávea, junto a sus hermanos, para despedir a su hermano Juan, que zarpa rumbo a
Nápoles (marzo de 1415) para contraer matrimonio con la reina Juana de Nápoles,
y en Valencia en la boda de su hermano Alfonso, luego Alfonso V de Aragón, con
su prima María, hija de Enrique III de Castilla y Catalina de Lancaster (12 de
junio de 1415).
Con toda
probabilidad, desde allí volvió a Castilla, mientras su padre, al que acompañan
sus hermanos Alfonso y Enrique, acude a Perpiñán para entrevistarse con el
emperador Segismundo, con objeto de hallar una solución al Cisma, basada en la
sustracción de obediencia de Aragón a Benedicto XIII. En el viaje de regreso,
gravemente enfermo Fernando I, Alfonso recibía una carta de su madre en la que
le comunicaba que su hermano Sancho había fallecido en Medina del Campo. Alfonso
ocultó la noticia a su padre, que se hallaba camino de Barcelona, y celebró
solemnes exequias por su hermano en Gerona, el 14 de marzo.
Bibl.: L. Suárez Fernández, “Los Trastámara de Castilla y Aragón en el
siglo xv. (1407-74)”, en Historia de España de Menéndez Pidal, vol.
XV, Madrid, Espasa Calpe, 1970, págs. 1-318; A. Ryder, Alfonso el
Magnánimo, rey de Aragón, Nápoles y Sicilia (1396-1458), Valencia,
Edicions Alfons el Magnànim, 1992; E. Benito Ruano, Los Infantes de
Aragón, Madrid, Real Academia de la Historia, 2002 (2.ª ed.); L.
Suárez Fernández, Nobleza y Monarquía. Entendimiento y rivalidad. El
proceso de la construcción de la Corona Española, Madrid, La Esfera de
los Libros, 2003; J. Vicens Vives, Juan II de Aragón (1398-1479):
Monarquía y revolución en la España del siglo xv, ed. por P. H.
Freedman, y J. M. Muñoz i Lloret, Pamplona, Urgoiti Editores, 2003.
Vicente Ángel Álvarez Palenzuela
https://dbe.rah.es/biografias/27183/sancho-de-aragon
Catalina de
Lancaster. Bayona (Francia), 1372 – Valladolid, 1418. Esposa de
Enrique III Trastámara, princesa de Asturias (1388-1390), reina de Castilla
(1391-1406) y regente.
Catalina fue la hija mayor de Juan de
Gante y de su segunda esposa, Constanza de Castilla. En 1369, doña Constanza,
hija del rey Pedro I, refugiada en Bayona junto a su hermana Isabel a raíz del
fratricidio de Montiel, casó con Juan de Gante, hijo y heredero de Eduardo III
de Inglaterra, y su hermana con Edmundo, duque de Cambridge. Juan de Gante,
duque de Lancaster por su primer matrimonio, reunió en sus dominios una Corte
de ingleses y de exiliados (“emperigilados”) de Castilla. El duque, que se
autointitulaba rey de Castilla y León, realizó tres intentos para conseguir la
Corona. El primero de ellos en 1374, como los demás, inserto en la Guerra de
los Cien Años, fracasó después del cerco al que fue sometida Bayona, centro de
sus dominios.
En 1372 había nacido Catalina. Fue
educada como una princesa, futura heredera de Castilla. Tuvo su casa a los tres
años en el castillo ducal de Melbourne y su educación fue confiada a una noble
dama inglesa, lady Mohun, viuda de un miembro del séquito del príncipe Negro. A
la muerte de Eduardo III, Juan de Gante no fue elegido heredero, sino Ricardo,
su sobrino, y pasó a ocupar un puesto en el Consejo de Regencia. Esta
circunstancia reavivó en el duque la voluntad de conseguir el trono de
Castilla. Preparó una segunda ofensiva, fracasada por problemas internos
(la peasant’s revolt) que le impidieron abandonar Inglaterra.
En 1381, sin embargo, Catalina ya
figura en la documentación como Katerine d’Espaigne, y la alianza con Fernando
I, rey de Portugal, se mantiene hasta el advenimiento de la Casa de Avis y la
derrota de Juan I de Castilla en Aljubarrota (agosto de 1385). Son buenas
noticias para el duque de Lancaster, nuevas posibilidades se abren y no está
dispuesto a desaprovechar la favorable coyuntura. Y prepara con cuidado su
nueva intervención. Firmó una alianza anglo-portuguesa, el Tratado de Windsor
de 1386, y ese mismo año embarcó con su mujer y sus hijas, seguidos por el
ejército que había conseguido reunir, rumbo a Castilla.
El 25 de julio, fiesta de Santiago,
estaban en La Coruña, luego se trasladaron a Orense. Allí acudieron los
embajadores castellanos enviados por Juan I. Expusieron la legitimidad de su
Rey y propusieron el matrimonio entre el heredero de la Corona, el príncipe
Enrique, y la hija del duque: Catalina. Un año después se aseguró la alianza
con la boda de João I y doña Felipa, hermanastra de Catalina. Se celebraron
grandes festejos y, a su término, el rey de Portugal y el duque de Lancaster
emprendieron la ofensiva militar contra Castilla. Por tercera vez el éxito no
acompañó a la alianza entre el duque y el rey de Portugal; a pesar del cambio
de dinastía, existían situaciones de desencuentro entre Juan de Gante y su
recién estrenado yerno. Pactar con Castilla era necesario, por lo que, entre
junio y julio de 1387, negociaron las dos partes en Trancoso y se cerraron en
Bayona el 18 de julio de 1388.
En virtud de este acuerdo, las dos
partes se comprometían a actuar en uno para lograr la unidad de la Iglesia
(Cisma de Occidente) y Catalina y Enrique, príncipe heredero de Castilla,
contraerían matrimonio.
El duque de Lancaster y su esposa,
Constanza, renunciarían a los derechos a la Corona de Castilla a cambio de una
importante compensación económica (seiscientos mil francos), pagaderos en tres
plazos, una renta anual de cuarenta mil, y Constanza recibiría de por vida
Guadalajara, Olmedo y Medina del Campo. Catalina era mayor de edad y la
historia la describe como “hermosa, alta, y bien dispuesta en el talle y
gallardía en el cuerpo”. Firmó las condiciones de matrimonio, se convocaron
Cortes en Palencia y en la catedral de San Antolín se celebraron las bodas. Por
primera vez la pareja ostentó el título de príncipes de Asturias, que, a
semejanza de Inglaterra (príncipe de Gales), era concedido al heredero de la
Corona. Enrique era menor de edad todavía, razón por la que no se consumaría el
matrimonio hasta 1393. Pero lo esencial era que este enlace ponía fin a las
contiendas entre Trastámaras y partidarios de Pedro I (“emperegilados”).
Faltan noticias sobre el tiempo en que
Catalina fue princesa de Asturias hasta la trágica muerte de su suegro Juan I,
el 9 de octubre de 1390, cerca de Alcalá, de una caída de caballo. Don Pedro
Tenorio convocó Cortes y éstas se celebraron en Madrid en Santo Domingo el
Real. Presagiaban una regencia difícil y agitada por los desacuerdos entre la
nobleza, que durante el reinado de Enrique III se enfrentará y concluirá con el
fin del poder de los parientes del Rey, los llamados “epígonos” Trastámara.
Catalina asistirá poco más que en calidad de espectadora, pero el haber
presenciado estos conflictos, sin duda, años más tarde le servirá de ejemplo
para exigir la custodia y educación de su hijo Juan, el heredero de la Corona,
a la muerte de su marido. Esta confusa situación tiene una importante
consecuencia: se creó un vacío de poder que tuvo su más trágica representación
en el pogromo de 1391 en las juderías andaluzas. Partiendo de las inflamadas
predicaciones antijudías del arcediano de Écija, el alboroto y los desmanes se
saldaron con gran número de muertes en Andalucía. Después, la animadversión y
persecución se extendieron a Castilla.
Catalina asistió a las Cortes reunidas
en diciembre del mismo año, así como el Rey y, a su lado, el hermano del Rey,
el infante Fernando y doña Leonor Urraca de Castilla, su mujer. Dos años más
tarde se celebraron Cortes en Madrid y, también en 1393, se firmarán treguas
con Portugal por un período de quince años, Enrique III asume el poder antes de
cumplir los catorce años y consuma su matrimonio en Madrid con Catalina.
Comienza la etapa de gobierno de su
marido, durante el cual Catalina de Lancaster no tuvo intervención alguna en
los asuntos de Estado, ni en los negocios del gobierno. De su actividad pública
las crónicas recogen su visita a Andalucía en compañía del Rey, su entrada en
Sevilla y el encarcelamiento del arcediano de Écija, que hasta entonces había
sido tratado con excesiva benevolencia. Pero la falta de noticias oficiales no
presupone que permaneciese inactiva, al contrario, pues se ocupó de los asuntos
locales de las villas de su señorío. Añadió a sus títulos los de duquesa de
Soria, condesa de Carrión, señora de Molina, Huete, Atienza, Coca, Palenzuela,
Mansilla, Rueda y Deza.
Concedió especial atención y esfuerzo
a las relaciones familiares, primero a la rama petrista en liquidación.
Procuró la liberación de los hijos de
Pedro I encarcelados al finalizar la guerra civil: Juan, casado y con dos hijos
(Constanza, que sería abadesa de Santo Domingo el Real de Madrid, y Pedro, que
accedería al obispado de Osma). Después Sancho y Diego, hijos de doña Isabel,
dueña del hijo mayor del rey Pedro y María de Padilla.
Otra rama familiar estaba constituida
por la famosa priora Teresa de Ayala y su hija María, nacida de una relación
del rey Pedro, a finales de su reinado, con Teresa, hija de Diego Gómez de
Toledo, alcalde y notario mayor de Toledo, padre a su vez de Pedro Suárez de
Toledo (notario mayor de Castilla) y esposo de Inés de Ayala (hermana del
famoso canciller y cronista Pedro López de Ayala). También fortaleció mediante
vínculos familiares la relación con Inglaterra (muerta su madre, siguió el
contacto con su padre, que la recordará en su testamento), recuperando las
ciudades concedidas en Bayona a doña Constanza de por vida y que revirtieron a
la Corona.
Además, como describen las crónicas,
“gustaba de las religiosas y las favorecía”, como lo demuestran las fundaciones
(como Santa María de Nieva, en 1392 convento de la Orden de Predicadores) y las
ayudas importantes a nuevos monasterios de los jerónimos en Toledo (1396).
Favoreció singularmente las casas de clarisas, franciscanos y dominicos, como
Santo Domingo de Toledo (en la persona de la priora Teresa de Ayala y su hija).
Las fundaciones reales continuarán con nuevos monasterios de los jerónimos en
Toledo (1396), y la cartuja de Santa María de Las Cuevas (1400). De su
predilección por los dominicos da fe la elección de sus confesores: fray Álvaro
de Córdoba (fundador del convento Escala Celi), fray Juan de Morales (obispo de
Badajoz y Jaén, enviado al concilio de Constanza), y fray García de Castronuño,
obispo de Coria, benefactor del convento de los predicadores de Toro, en donde
está enterrado.
De acuerdo con el Tratado de Bayona,
Catalina de Lancaster podía mantener su adhesión al papa Urbano VI, siempre que
lo hiciera en privado (concesión a los ingleses), pero, al acceder al trono, su
postura en el conflicto del Cisma era una cuestión de Estado. Se intentó
cambiar su adhesión (según las crónicas inglesas valiéndose del engaño): el
duque de Benavente, de acuerdo con un fraile carmelita, entregó a la Reina unas
cartas, supuestamente escritas por el duque de Lancaster a su hija
recomendándole el cambio de obediencia. El engaño se descubrió porque Catalina
siempre había mantenido relación con su padre, como también la mantuvo con el
rey de Inglaterra como primo a través de una correspondencia frecuente. Cuando
el rey Juan I falleció, Clemente VII envió cartas de pésame a la pareja real,
pero Catalina seguía todavía en la obediencia del sucesor de Urbano VI,
Bonifacio VIII, que le había concedido la primera dispensa papal para su
matrimonio.
Así, se consideraba aceptado por Roma,
pero Castilla apoyaba a Clemente VII de Aviñón y su dispensa era necesaria para
que la Iglesia de Castilla considerara válido el enlace. Catalina cambió de
obediencia, probablemente en 1390, pues, con ocasión de la fundación de Santa
María de Nieva, los permisos eran concedidos por el papa Clemente VII. En 1394,
Aragón y Castilla dieron su obediencia al papa electo Benedicto XIII, don
Pedro de Luna, de origen aragonés.
Los sucesivos intentos de llegar a una
solución a la división de la Iglesia en dos obediencias fracasaron.
Enrique III también, su embajada sin
resultado fue seguida por la convocatoria de una asamblea en Salamanca en 1397.
Las sucesivas vías de solución se demostraron inoperantes. En 1404, Benedicto
XIII se instaló en Marsella, paso previo en su camino a Roma. Enrique III envió
a Ruy Barba para proseguir las negociaciones. Catalina de Lancaster se mostraba
muy inclinada a favor del papa Luna. Y mantendrá su fidelidad hasta la
sentencia final el año de 1417.
El matrimonio real, a pesar de la
escasez de testimonios usual en la vida privada de los Reyes, debió de
transcurrir en un clima de comprensión y ayuda mutua.
Catalina, seis años mayor que su
marido, vivió los conflictos de una turbulenta regencia, probablemente sin
poder intervenir. Cuando su marido fue declarado mayor de edad antes de cumplir
los catorce años, solamente disfrutó de su juventud hasta los diecisiete,
cuando por primera vez se manifestó la enfermedad (probablemente una lepra de
tipo tuberculoide) que progresó lentamente al principio. Así, aunque la pareja
tardó trece años en tener descendencia, los cronistas no achacaron a la salud
de Enrique III la tardanza, sino a la falta de templanza en la comida de
Catalina. Según Fernán Pérez de Guzmán “el gran talle del cuerpo de la Reyna
estaba acompañado de robustez de humores y gran fuerza de calor natural que la
incitaba a tomar más alimento en las comidas de lo que es regular en las
mujeres”. Su poca templanza en ello le haría contraer, después del nacimiento
de su primera hija, “el accidente de perlesía”.
En 1401 nació la primogénita: María
(que casará en 1415 con su primo Alfonso V de Aragón, primogénito del infante
Fernando, rey de Aragón, y morirá en 1458 poco después de su marido). Fue
jurada sucesora en el trono en caso de faltar hijo varón en las Cortes de
Toledo reunidas ese mismo año. Poco después, nacerá Catalina (que casó con su
tío el infante Enrique, hermano de Alfonso V de Aragón, en 1420) y murió de
parto en 1439. La priora Teresa de Ayala acompañó a la Reina en los dos partos
y el maestro Alfonso Chirino actuó como físico. La segunda hija no nació con
buena salud, una hinchazón excesiva del estómago y dolor en el costado hicieron
que la Reina, muy preocupada, pidiera a la priora que hiciera rogativas a Dios
y a la Virgen. La salud de la Reina continuó empeorando, se puso demasiado
gruesa, los temblores propios de la perlesía se acentuaron, y la esperanza de
una nueva preñez parecía remota toda vez que la salud de su marido, el Rey,
empeoraba.
Junto a su hermano, doliente, el
infante Fernando se mantenía expectante sabedor de que, a falta de
descendencia, el heredero al trono de Castilla era él. Su matrimonio con Leonor
de Albuquerque, la “rica hembra”, le dio una descendencia numerosa: cinco
varones y dos hijas. Hasta 1401 había actuado como heredero reconocido, era muy
difícil que se resignara a verse desplazado. En enero de 1403, cuando nació
Catalina, las esperanzas del infante seguían esfumándose, pero la noticia de
una tercera preñez de la Reina en 1404 le hizo temer que esta vez naciera un
varón, con lo que se desvanecería definitivamente toda pretensión al trono, a
menos que lo usurpara. El 6 de marzo de 1405, nació un heredero: Juan. Don
Enrique que tomó más precauciones de las habituales ante el tercer parto,
escribió a la priora Teresa de Ayala para que acudiese a Toro con tiempo para
ayudar a Catalina en el parto, que sería atendido por un nuevo físico real de
gran renombre: Juan de Toledo. Además, confirmó los privilegios que Juan I
había otorgado a su hermano el infante Fernando, y nombró almirante a Alfonso
Enríquez. Leonor de Albuquerque fue invitada a visitar a la Reina en Toro, no
así su marido.
La salud de Enrique III se agravó.
Catalina ya se preparaba para defender la tutela del heredero, y estaba
dispuesta a luchar para conservarla. Al infante Fernando no le quedaba otra vía
que aumentar su poder, y la mayor riqueza posible para él y para sus hijos. Es
decir: la vuelta al gobierno de los parientes del Rey.
En diciembre de 1406, murió Enrique
III. La Reina vistió el luto. El príncipe heredero contaba veintidós meses de
edad. El testamento real dejaba la regencia en manos de la Reina y de su
cuñado, regencia que se preveía muy larga hasta que el príncipe heredero, el
futuro rey Juan II, alcanzara la edad para reinar. Esta larga y difícil etapa
supuso para ambos regentes grandes esfuerzos para conciliar o, al menos, guardar
las apariencias de sus profundas desavenencias, salvo en una importante
cuestión: respecto al Cisma de la Iglesia, ambos apoyarían la candidatura de
Benedicto XIII, don Pedro de Luna. La Reina para fortalecer la posición del
heredero y el infante para conseguir el trono de Aragón. Con su apoyo.
Catalina de Lancaster demostró
sobradamente las cualidades que le atribuye el cronista: “fue muy honesta y
liberal” y también su principal defecto: “y sujeta a validos”. Los cronistas
aluden en primer lugar a Leonor López, hija del maestre de Calatrava en tiempos
de Pedro I, nacida en Córdoba y que estaba en el alcázar de Segovia junto a
otras damas de su compañía cuando enviudó la Reina. Pero parece ser que era muy
preferida por la Reina; el Consejo Real decidió que debía ser apartada de la
Corte, y con ella los parientes que ocupaban puestos gracias a su ascendiente
sobre la Reina. A esta decisión probablemente no fue ajeno el infante Fernando.
La segunda favorita fue Inés de Torres, apartada del entorno de Catalina con
los mismos pretextos: la Reina se decidía sólo después de escuchar su consejo.
Todos los asuntos se libraban únicamente por su mano. Estaba también Alfonso de
Robles, contador del rey, amigo de Juan Álvarez de Osorio, que mantenía una
relación con Inés de Torres. Los tres decidían sin el acuerdo de los grandes ni
del Consejo.
La muerte de Enrique III causó también
gran preocupación a Benedicto XIII. Prestó ayuda a Catalina, y su apoyo para
que pudiese ejercer la regencia, y también al infante Fernando, con el que se
había reconciliado en 1407, siendo su principal valedor en el Compromiso de
Caspe (1412).
En 1407, el infante tenía veinticinco
años, necesitaba destacar, crearse un nombre heroico y el único horizonte. Para
lograrlo quería reiniciar la guerra de Granada; la Iglesia apoyaba
económicamente la lucha contra el infiel, y las Cortes votaron muy a
regañadientes cuarenta y cinco cuentos de maravedís.
Entonces, como estaba previsto, ambos
regentes se repartirían el gobierno de Castilla, pero de un modo muy desigual:
Fernando la parte meridional a partir de Guadarrama, y para Catalina la parte
norte, en donde estaban las mayores posesiones de su cuñado, por lo que su
gobierno se encontraba muy disminuido.
La primera campaña resultó un fracaso;
después de unos primeros éxitos el infante fracasó en Setenil y las Cortes no
le otorgaron los sesenta cuentos que había pedido. Según los cronistas afectos
a don Fernando, la culpa fue de la Reina, por oponerse a sus proyectos. Pero
esto no es creíble porque la oposición era con mucho más amplia. A favor de
Catalina se encontraban Juan de Velasco y Diego López de Stúñiga, que habían
perdido la custodia del heredero al ceder a una compensación económica ofrecida
por el infante.
Los Mendoza de Guadalajara, apoyados
por el maestre de Santiago (Lorenzo Suárez de Figueroa) también apoyaron a la
Reina. Con el infante estaban el conde de Trastámara, los Sarmiento, Rojas y
Enríquez, que alzaban la voz para afirmar que la Reina estaba mal aconsejada.
La concordia entre los infantes era ficticia, y por ambas partes se movilizaron
tropas.
La segunda etapa de la guerra de
Granada se saldó en 1410 con la toma de Antequera; don Fernando será en
adelante conocido como Fernando “el de Antequera”.
Y la guerra se interrumpió. La muerte
del rey Martín el Humano planteó el problema sucesorio en la Corona de Aragón.
La Reina ofreció todo su apoyo con la esperanza de que si salía elegido,
abandonaría la regencia. Previamente había consultado los posibles derechos de
su hijo, y renunció a ellos, volcándose en la empresa de su cuñado. El
Compromiso de Caspe de 1412, con la ayuda de fray Vicente Ferrer y del papa
Luna, elige a Fernando “el de Antequera” rey de Aragón. Ese mismo año, Catalina
dispuso de un ordenamiento de moros y judíos siguiendo la corriente del
predicador fray Vicente. Dos años más tarde, don Fernando fue solemnemente
coronado como rey de Aragón. La esperada renuncia a la regencia no tuvo lugar.
Se restableció la división territorial en Castilla, aunque mejorada a favor de Catalina,
cuyo generoso comportamiento se había hecho una vez más patente con ocasión de
la rebelión del conde de Urgel en 1413, pues le ofreció un importante
contingente de tropas. Y todavía se manifestó una vez más: cuando en 1414 se
coronó rey de Aragón, Catalina le envió una corona del tesoro real de gran
valor.
Con la muerte del rey de Aragón
comenzó la última etapa del reinado de esta prudente reina, magnífica educadora
del príncipe heredero (en opinión de Sánchez de Arévalo), última defensora de
Benedicto XIII, con el que siguió manteniendo correspondencia hasta el
veredicto de 1417. Y, aún antes de morir, la Reina se dirigió al nuevo papa
Martín V para exponerle las causas de su retraso en retirar la obediencia a don
Pedro de Luna. Como única regente tuvo que enfrentarse a la nobleza, que
pretendía tener secuestrado al príncipe heredero. Velasco y Stúñiga entraron en
la custodia del futuro rey sin ninguna oposición. En los dos últimos años de su
vida, firmó treguas con el rey de Granada y favoreció la ocupación de las Islas
Canarias, episodio poco afortunado porque su concesión a Juan de Bethencourt
fue un error. En 1418, su salud empeoró, pidió ser llevada a Valladolid, y que
su hijo Juan II se acercase a Simancas. Murió a la edad de cuarenta y seis años
y está enterrada en la capilla que fundó en la catedral de Toledo junto a
Enrique III.
Bibl.: G.
González Dávila, Historia de la vida y hechos del Rey don Henrique
III, Madrid, F. Martínez, 1638; E. Flórez de Setién Huidobro, Memorias
de las reynas catholicas: historia genealógica de la Casa Real de Castilla y
Leon, Madrid, Viuda de Marín, 1790, 2 vols.; I. I. Mac Donald, Don
Fernando de Antequera, Oxford, Dolphin Book, 1948; C. Rosell
(ed.), Crónicas de los Reyes de Castilla: desde don Alfonso el Sabio
hasta los Católicos don Fernando y doña Isabel, vol. II, Madrid,
Atlas, 1953 (col. Biblioteca de Autores Españoles, 68); J. Torres Fontes, La
regencia de don Fernando de Antequera, vol. I, Barcelona, Escuela de
Estudios Medievales-Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1964,
págs. 375-429; L. Suárez Fernández, Nobleza y monarquía, Valladolid,
Universidad, 1975; M. V. Amasuno Sárraga, Alfonso Chirino, un médico de
monarcas castellanos, Salamanca, Junta de Castilla y León, 1993; L.
Suárez Fernández, Monarquía hispana y revolución Trastámara, Madrid,
Real Academia de la Historia, 1994; F. Suárez Bilbao, Enrique III
(1390-1406), Burgos, La Olmeda, 1994; P. A. Porras Arboledas, Juan
II, 1406-1454, Valladolid, La Olmeda, 1995; V. M. Márquez de la Plata
y L. Valero de Bernabé, Reinas medievales españolas, Madrid,
Alderabán, 2000; L. García Ballesteros, La búsqueda de la salud, Barcelona,
Editorial Península, 2001; E. Mitre, Una muerte para un rey: Enrique
III de Castilla, Valladolid, 2001; E. Benito Ruano, Los
infantes de Aragón, Madrid, Real Academia de la Historia, 2002; L.
Suárez Fernández, Benedicto III: ¿Antipapa o Papa? (1328-1423), Barcelona,
Editorial Ariel, 2002; A. Echevarría, Catalina de Lancaster, Hondarribia,
Nerea, 2002; M. A. Ladero Quesada, Las fiestas en la cultura
medieval, Barcelona, Editorial Areté, 2004; M.ª Teresa Álvarez, Catalina
de Lancaster: primera Princesa de Asturias, Madrid, La Esfera de los
Libros, 2008.
Isabel Pastor Bodmer
https://dbe.rah.es/biografias/11824/catalina-de-lancaster
Baçó, Jaume. Jacomart. Valencia, 1411 – 16.VII.1461. Pintor.
Conocido
también como Jacomart, Elías Tormo lo calificó, en 1913, como “el pintor más
afamado de la Península al promediar el siglo XV”, calificativo que mantiene
todo su vigor y es posible ampliar a Cerdeña e Italia. Su madre ejercía un
oficio artístico indeterminado, posiblemente miniaturista, recibiendo encargos
de la Corona, mientras que su padre era un sastre flamenco afincado en Valencia
hacia 1400. En su formación recibió la influencia de Lluís Dalmau, de Gonçal
Peris o Lluís Alimbrot, de quienes pudo ser discípulo directo. El padre había
muerto ya en 1429, y Jacomart era el segundo entre tres hermanos. Respecto al
sobrenombre de Jacomart, Sanchis Sivera cree que es una contracción de Jaume y
Martí o Mateu o bien Marc. Debió de alcanzar pronto fama y prestigio, pues en
octubre de 1440 Alfonso V pidió que se trasladara a Nápoles para trabajar a su servicio,
permaneciendo allí al menos cinco años, dejando en Valencia diversas obras
empezadas (retablos de la iglesia de Burjassot y otro para el portal de la
Almoina de la catedral de Valencia, para Francesc Daries, Alfons Roiç de
Corella, iglesia de Morella), contratadas antes de trasladarse a Italia. Con el
paréntesis de una breve estancia en Valencia en 1446, para llevar consigo a su
esposa Magdalena Devesa, residió en Nápoles como pintor real hasta 1451, en que
se estableció definitivamente en Valencia.
No se
conserva nada de su estancia en Nápoles, aunque se sabe que en 1442 el rey de
Aragón le encargó que pintara un gran cuadro conmemorativo del Milagro
de Santa María de la Paz, es decir, la visión que Alfonso V decía que
tuvo en un sueño y que le permitió derrotar a Renato de Anjou en la batalla. No
se conserva esta tabla, aunque tres obras clave de la pintura italiana de la
época reflejan la gran incidencia de Jacomart en el sur de Italia: San
Francisco otorgando su regla (obra de Colantonio en el Museo
de Capodimonte de Nápoles, durante años atribuida a Jacomart), el anónimo Políptico
de San Severino (Museo de Capodimonte) y el Políptico de San
Gregorio (obra de Antonello en el Museo Regional de Mesina). Desde
1453 hasta su muerte participó en los trabajos de decoración en la catedral de
Valencia. Después de su vuelta a Valencia en julio de 1451, retuvo sus derechos
vitalicios de pintor de cámara (es calificado de “feel familiar e pintor del
senyor rei/ pintor del senyor rei”), y tuvo el honor de poseer escudo de armas
en el portal de su casa y el suficiente prestigio para monopolizar la
producción pictórica valenciana de aquella época.
La
identificación de sus obras ha planteado numerosos problemas. Durante mucho
tiempo la historiografía artística lo ignoró, hasta que, partiendo de un
retablo suyo de Catí reconocido como tal, se le atribuyeron obras como el
retablo de San Martín, del convento de las monjas agustinas de Segorbe, el
retablo de Calixto III en Játiva, así como una tabla de san Francisco conservada
en San Lorenzo Maggiore de Nápoles, y otra con san Vicente en el Museo de Artes
Decorativas de París. Se le atribuyeron también las tablas de la parroquia de
San Juan de Morella, el de san Vicente y san Juan de Morella, el san Vicente y
san Ildefonso de la catedral de Valencia, un san Bernardino de la colección
Tortosa de Onteniente, y el retablo de las Agustinas de Rubielos de Mora. Más
tarde, el descubrimiento de la firma de Juan Reixach en el retablo de Santa
Úrsula (antes atribuido a Jacomart) procedente de Cubells (Lérida) y conservado
en el Museo de Barcelona, permitió considerar con certeza a aquél autor del
retablo de Rubielos de Mora, el de san Martín de Segorbe, y el de san Sebastián
y santa Elena de Xàtiva, así como la obra de san Lorenzo de Nápoles y el Museo
de Artes Decorativas de París, y se ha llegado a la conclusión de que el
retablo de Catí lo pintó Reixach.
Tras
esto, las obras que se le pueden atribuir son: San Benito de
la catedral de Valencia (1451-1460); Santa Elena y San Sebastián (colegiata
de Játiva, después de 1451), Santa Margarita (colección
particular en Barcelona, después de 1451), San Jaime y San Gil (Museo
de Bellas Artes de Valencia, después de 1451), Retablo de la Santa
Cena de la catedral de Segorbe (c. 1451) y Monja
canonizada (colección particular en Barcelona, post. 1451). El
controvertido retablo de San Lorenzo y San Pedro de Verona de
Catí, que, en opinión de Ximo Company, no hay por qué rechazar que sea de
Jacomart. En el tríptico de Frankfurt am Main dedicado a la Virgen con
el Niño, san Miguel y san Jerónimo parece que intervino Jacomart
ayudado de otra mano, similar a lo que sucede con el San Jaime de
la Pobla de Vallbona. El retablo de Santa Ana de la capilla de Calixto III en
Játiva, que tradicionalmente se atribuía a Jacomart, ha resultado ser obra de
Pere (o Joan) Reixach (1453), pintor del que se tienen algunas noticias, lo que
obliga a revisar la confusa relación profesional que existiría entre Jacomart y
Joan Reixach, ahora menos relevante, y explicar tanto el mecanismo de
introducción de las formas renacentistas en Valencia en una época tan temprana,
como el de la pintura flamenca en Italia. Jacomart representa una figura de
gran interés para analizar la pintura valenciana en el tránsito de mundo medieval
al Renacimiento.
Por su
parte, Gómez Frechina (2007) le atribuye el San Ildefonso y
la Transfiguración de la catedral de Valencia, el díptico de
la Anunciación del Museo de Bellas Artes de Valencia, la Coronación del
Boston Museum of Art, la Epifanía de la antigua colección
Álvares, la Virgen con el Niño y ángeles de la colección
Abelló, la Coronación de la Virgen del castillo de Pelesh en
Rumanía, un Santiago entronizado de la colección de la duquesa
de Parcent, la Virgen con el Niño de la antigua colección de
la viuda de Iturbe, la Anunciación de la colección Mascarell
de Valencia y la Virgen Anunciada del Museo Civici de Como
(Italia), obra en la que combina el naturalismo flamenco con el humanismo
mediterráneo. También se le atribuye la Anunciación del Museo
de Bellas Artes de Valencia, formada por dos tablas gemelas, a modo de dos
grandes puertas.
El 31 de
enero de 1460 contrataba un retablo para el convento de San Francisco; el 12 de
enero 1462 pintaba unas rejas para el altar mayor de la catedral de Valencia, y
el 8 de junio de 1461 contrataba un retablo con san Bartolomé para la parroquia
de Jávea. Vivía en la calle de San Vicente extramuros, en la parroquia de San
Martín, y en junio de 1452 en la elección de consellers fue
elegido entre los cuatro que pertenecían a la parroquia de San Martín. Casado
con Magdalena, falleció el 16 de julio de 1461, dejándola heredera universal de
sus bienes. Fue enterrado en el sepulcro que la familia poseía en el convento
de los Dominicos de Valencia, junto a sus padres. Sanchis Sivera publicó un
buen número de documentos del citado pintor, incluido el testamento y el
inventario de sus bienes.
Del
trabajo comunitario en talleres, al servicio de un ideal religioso, se pasa a
un mundo en el que comienzan a imperar el individualismo y el sensualismo
apoyado en la perspectiva. Jacomart no supo adaptarse bien a este cambio, que
se vislumbraba ya en Nápoles, y por eso regresó al trabajo anónimo de los
talleres, lo que hace difícil la atribución de sus obras. Jacomart y Reixach,
junto con Lluís Dalmau y Alimbrot, realizan la síntesis de la herencia de
Marçal de Sax, Nicolau y Gonçal Peris con la influencia de Flandes y de la
escuela de Brujas, señalando una importante corriente dentro de la pintura
valenciana. Su pintura genera una nueva ductilidad matérica que confiere un
mayor grado de humanización a sus figuras, aunque sigue operando con unos
conceptos espaciales e iconográficos de raigambre medieval, amén del gusto por
los dorados; la inarticulada forma de resolver los dedos en el retablo de
Segorbe, o en otras muchas tablas, se configura todavía al amparo de las
convenciones de Dalmau.
Como
señaló Ximo Company, aunque no se puede aceptar que haya sido el primer
introductor en Valencia de la moda italiana del Renacimiento, “ningún otro
pintor luchó tanto, y con éxito incluso, como Jacomart, para conseguir la
unidad de un código pictórico que verdaderamente se hubiera podido titular de
‘pintura valenciana’. Incluso de pintura del Renacimiento”.
Obras de ~: Retablos de la iglesia de Burjassot; Portal de la Almoina de la
catedral de Valencia; Milagro de santa María de la Paz, 1442
(desapar.); Decoración en la catedral de Valencia; Retablo de San
Martín, convento de agustinas de Segorbe; Retablo de Calixto
III, Játiva; Tabla de san Francisco, San Lorenzo
Maggiore de Nápoles; San Bernardino; Retablo de las Agustinas, Rubielos
de Mora; San Benito, catedral de Valencia, 1451-1460; Santa
Elena y San Sebastián, 1451 post.; Santa Margarita, 1451
post.; San Jaime y San Gil, 1451 post.; Retablo de la
Santa Cena, catedral de Segorbe, c. 1451; Monja
canonizada, 1451 post.
Bibl.: J. Sanchis Sivera, Pintores medievales en Valencia, Valencia,
Tipografía Moderna, 1930, págs. 129-149; Ch. R.
Post, History of Spanish Painting, vols. I-XII. Massaachusetts, Harvard University Press, Cambridge, 1930-1966; V. Aguilera
Cerni, “Jacomart”, en Archivo de Arte Valenciano (1961), pág.
90; L. Saralegui, “De pintura valenciana medieval. En torno al binomio
Jacomart-Reixach”, en Archivo de Arte Valenciano (1962), págs.
5-12; J. Camón Aznar, “Pintura Medieval Española”, en J. Pijoan (dir.), Summa
Artis, t. XXII, Madrid, Espasa Calpe, 1966, págs. 437-438; V. Aguilera
Cerni (dir. y coord.), Historia del Arte Valenciano, t. II,
Valencia, Biblioteca Valenciana, Consorci d’Editors Valencians, 1986; X.
Company, La pintura del Renaiximent, Valencia, Edicions Alfons
el Magnànim, 1987; La pintura hispanoflamenca, Valencia,
Edicions Alfons el Magnànim, 1990; X. Company y M.ª J. Calas, “La cultura
visual europea en l’època dels Borja”, en Xàtiva. Els Borja. Una
projecció europea, Xàtiva, ayuntamiento, 1995, págs. 41-62; J. Gómez
Frechina, “La estética flamenca en la pintura valenciana: testimonios,
influencias y protagonistas”, en VV. AA., A la búsqueda del Toisón de Oro, catálogo
de exposición, Valencia, Generalitat Valenciana-Fundación Jaume II El Just,
2007, págs. 381-405.
José Hinojosa Montalvo
https://dbe.rah.es/biografias/13176/jaume-baco
Bardají, Berenguer de. Benasque (Huesca),
1365 – Barcelona, 1432. Jurisconsulto aragonés, consejero real y camarlengo.
Caballero, señor de Saidí y alto funcionario real.
Fue
consejero, procurador y camarlengo entre 1369 y 1404 de la reina viuda Violante
de Bar, segunda esposa de Juan I de Aragón. Estuvo también al servicio del rey
Martín I el Humano. A la muerte de éste, en el período de interregno, formó
parte de todas las comisiones de las Cortes de Aragón para resolver el problema
sucesorio en la Corona de Aragón.
Decidido
partidario del candidato Fernando de Antequera, fue compromisario en Caspe por
el reino de Aragón, junto con Domingo Ram, obispo de Huesca, y Francés de
Aranda, donado por la cartuja de Porta Coeli. Cuando se procedió a la votación
para dictar la sentencia arbitral de Caspe en 1412, Berenguer de Bardají, junto
con los otros compromisarios aragoneses y el catalán Bernat de Gualbes lo
hicieron con las siguientes palabras: “in omnibus et per omnia adhero voto et
intentione praedicti domini magistri Vicenti”.
Secundando
así a Vicente Ferrer que fue el primero en hablar a favor de Fernando de
Antequera, al que según él debía adjudicarse el trono “por justicia, según Dios
y en su conciencia”. Una vez Rey, Fernando I de Aragón le recompensó con sesenta
mil florines de oro, pagados parte en numerario y parte en dominios
territoriales.
En 1413
participó en el asedio de Balaguer en donde se había refugiado el conde de
Urgell. En 1414 recibió el encargo de la pacificación de Aragón y de la reforma
municipal de Zaragoza. El 1 de octubre de 1414, Fernando I de Aragón le
entregó, a él y a sus descendientes, el lugar de Castellflorite, que había sido
confiscado a Jaime de Urgell, donación que fue confirmada por Alfonso el
Magnánimo de Aragón el 27 de marzo de 1417. Fue consejero también de este
último soberano, que en 1420 le nombró justicia de Aragón. En 1430 fue nombrado
juez para mantener la tregua con Castilla, recibiendo el castillo y el lugar de
Oliete en Aragón.
Bibl.: M. Duarte y J.
Camarena, El Compromiso de Caspe, Valencia-Zaragoza,
Ayuntamiento de Caspe, 1971; F. Soldevila, El compromís de Casp
(resposta al Sr. Menéndez Pidal), Barcelona, Rafael Dalmau, 1994 (3.ª
ed.).
Salvador Claramunt Rodríguez
https://dbe.rah.es/biografias/13488/berenguer-de-bardaji
Despuig, Luis. Játiva (Valencia), 1403
– Valencia, 3.X.1482. Octavo maestre de la Orden de Montesa.
Destacado
diplomático al servicio de la Corona de Aragón, capitán general de Valencia.
Fue hijo
de Bernardo Despuig, baile de Játiva, y natural de esa ciudad, al igual que sus
hermanos Bernardo y Francisco. Con anterioridad a su elección como octavo
maestre de Montesa, elección que tuvo efecto el 12 de diciembre de 1453,
llevaba ya más de veinte años sirviendo a la Orden. Fue comendador de
Perputxent, alférez y, desde enero de 1446, clavero.
Simultaneó
su fidelidad a la institución con una leal dedicación a la causa de la
Monarquía por cuyo rey, Alfonso V, sentía una gran admiración y amistad y al
que sirvió militarmente con eficacia en la guerra de conquista de Nápoles y
como embajador en los más diversos destinos. En la definitiva ocupación de
Nápoles (1442-1443) estuvo al mando de una buena parte de la armada y, concretamente,
contribuyó con heroísmo al asedio y conquista de Bicari, en Apulia.
Inmediatamente después fue enviado a Castilla como embajador. Estuvo en el
citado reino en tres sucesivas misiones diplomáticas que se desarrollaron entre
1443 y 1445. Los problemas que atender eran muchos, pero su cometido se redujo
a dos objetivos concretos: evitar el apoyo castellano a los genoveses,
implacables enemigos de la Corona de Aragón, y concordar en la medida de lo
posible al rey castellano Juan II con el rey de Navarra, también Juan, hermano
de Alfonso V, y quintaesencia de los intereses “aragonesistas” en tierras
castellanas. Desde 1447 y hasta su elección como maestre, Luis Despuig
concentró su actividad diplomática en el avispero norteitaliano, donde el
hegemonismo milanés amenazaba con romper el precario equilibrio de poderes en
la zona, especialmente cuando el condottiero de nombre
Francisco Sforza se hizo con el control del ducado a la muerte de Felipe María
Visconti. En calidad de embajador plenipotenciario del rey de Aragón, Luis
Despuig visitó Milán en varias ocasiones y en circunstancias muy distintas,
negoció delicadas operaciones con Venecia y mantuvo importantes contactos con
el Papa. Con este último, concretamente Nicolás V, contribuyó a preparar la
solución pacificadora que acabó materializándose en la paz de Lodi de 1454.
Poco
antes le había sorprendido en Venecia su elección como maestre.
Dicha
elección no supuso para él la interrupción de su carrera diplomática. Formó
parte de la espléndida embajada que Alfonso V decidió enviar al papa español
Calixto III nada más acceder éste al solio pontificio en 1455. Su papel fue
también muy activo en las tensas e inacabables negociaciones que mantuvieron el
rey Juan de Navarra, heredero del trono aragonés, y su hijo el príncipe Carlos
de Viana. En ellas estuvo ocupado en 1457 y 1458, y cuando en este último año
murió Alfonso V, Luis Despuig desempeñó un papel decisivo en la consolidación
del duque de Calabria, Ferrante, hijo natural del Monarca fallecido, al frente
del trono de Nápoles.
El
maestre mostró hacia Juan II de Aragón la misma lealtad que hacia su hermano y
antecesor Alfonso V. A la defensa de su causa y la de su hijo Fernando —el
futuro Fernando el Católico— dedicó todos sus esfuerzos en la crítica década de
los años sesenta. Fue en aquel momento cuando, a raíz de la muerte del príncipe
de Viana, la Generalidad de Cataluña declaró la guerra abierta a Juan II. Se
trataba de un problema complejo con implicaciones de todo tipo, capaz de
movilizar en distintos momentos apoyos castellanos, portugueses y franceses. En
1462 el maestre destacó por su defensa de la reina Juana Enríquez y el infante
Fernando en el asedio de que eran objeto en Gerona por parte del conde de
Pallars.
Luis
Despuig actuó con contundencia en calidad de capitán general y veguer de
la ciudad, cargos para los que fue designado por la Reina en junio de aquel
año. Meses después, en marzo de 1463, actuó como embajador de Juan II ante la
Corte de Luis XI de Francia, y a la vuelta de su misión diplomática, desplegó
todo su genio militar para pacificar Cataluña, y también algunas porciones de
su propio señorío montesiano, parcialmente sublevado contra la autoridad de
Juan II. Concretamente, freires montesianos combatieron a las órdenes de su
maestre frente a los rebeldes apoyados por los hospitalarios del prior Juan de
Beaumont en la región de Tortosa, y también contra los vasallos sublevados del
monasterio de Poblet en la zona de Espluga de Francolí. No mucho después, en
junio de 1466, contribuyó eficazmente al sometimiento de la castellanía de
Amposta. Pero los problemas no tardaron en recrudecerse: fracasadas las
alternativas de Enrique IV de Castilla y del condestable Pedro de Portugal, los
cabecillas de la revolución catalana decidieron entregar el principado a Renato
de Anjou, el duque de Provenza que tan encarnizadamente se había opuesto a la
política de Alfonso V y de su hijo Ferrante de Nápoles. Obviamente contaba con
todo el apoyo de Luis XI de Francia, y fiado en él, un hijo de Renato, el duque
Juan de Lorena, invadía el territorio catalán en calidad de lugarteniente del
principado antes de acabar el año 1466. La contraofensiva realista, en buena
parte protagonizada por Luis Despuig, fue un fracaso, y de resultas de ella el
maestre, junto con otros muchos partidarios de Juan II, fue hecho prisionero
por el duque de Lorena en los meses finales de 1467.
No tardó
en ser liberado, pero bajo la condición del pago de un fuerte rescate de 12.000
florines, que el convento de Montesa se apresuró a librar en abril de 1468.
Todavía un año después, el maestre contribuía a liberar el Ampurdán de la
presencia francesa. La revolución catalana no duró ya mucho tiempo, y Luis
Despuig abandonó definitivamente el conflictivo escenario del principado.
Sus
innumerables servicios a la Corona obtuvieron pronto cumplida retribución. Poco
antes de morir en febrero de 1468, la reina Juana Enríquez lo había nombrado
albacea del príncipe Fernando, y Juan II no mucho después lo premió con el
gobierno y capitanía general del reino de Valencia, responsabilidad que mantuvo
hasta 1478, pero que siguió simultaneando con actividades diplomáticas en
Italia; en 1475, por ejemplo, acudió a la Corte papal a cumplimentar al nuevo
pontífice Sixto IV.
Tanta
actividad político-militar al servicio de la Corona, sin duda contribuyó a
restar al maestre dedicación a su propia Orden, pero hay datos más que
suficientes para demostrar que no la abandonó. Durante su gobierno, la base
rentista del maestrazgo se vio incrementada y obtuvo de la Monarquía
importantes privilegios jurisdiccionales y fiscales a favor de las tierras de
su señorío. También fue celoso de la independencia disciplinaria de su
institución.
Se sabe,
por ejemplo, que recurrió ante el Papa el contenido de las definiciones que el
abad de Morimond, Guillermo II, había dictado para su convento en mayo de 1468
y que él consideraba lesivas para su dignidad; pues bien, un año después
obtenía la derogación apostólica de dichas definiciones por parte del papa
Pablo II. Del mismo modo, se mostró intransigente a la hora de defender el
patrimonio de la orden. En este sentido, solicitó de la Corona la definitiva
resolución del complejo tema de la villa y fortaleza de Peñíscola, enajenada
del señorío por el papa Benedicto XIII y precariamente recuperada mediante
compra por el maestre Romeo de Corbera, de modo que la Monarquía podía
recuperarla en cualquier momento por el mismo precio de la venta. Por fin, el
maestre Despuig obtuvo de Fernando el Católico, el 20 de julio de 1481, el
reconocimiento de dominio absoluto sobre la villa y su castillo.
Había
sido poco antes cuando el maestre hubo de hacer frente al último gran reto de
su fase de gobierno.
Los
turcos habían ocupado en el verano de 1479 la isla de Leucade, para pasar unos
meses después a la de Rodas, en cuya capital quedó cercado el maestre
hospitalario Pedro de Aubusson. De la resistencia de Rodas dependía en buena
parte la defensa del Mediterráneo: su definitiva caída se traduciría en directa
amenaza para Italia, hacia cuyos mares se dirigía ya la flota turca. El maestre
de Montesa, sensible ante el problema y obediente, una vez más, a los
llamamientos de la Corona, aprestaba en 1480 un gran navío con destino a Rodas,
capitaneado por el freire y futuro maestre Felipe Vivas de Cañamas. Aquel año
los turcos habían desembarcado ya en la costa italiana de Apulia, concretamente
en Otranto, de donde fueron expulsados meses después.
Tras casi
treinta años de gobierno, Luis Despuig falleció en el palacio maestral de
Valencia el 3 de octubre de 1482. En sus días, la colaboración de un máximo
responsable de la Orden con la Monarquía llegó a su cota más elevada. Fue
también un hombre de letras, protector de la cultura y él mismo autor de alguna
composición poética en honor de la Virgen.
Fue
sepultado en la capilla de San Jorge, que había erigido en la iglesia del sacro
convento de Montesa.
Obras de ~: A. Ferrando (ed.), Els
certàmens poètics valencians del segle xiv al xix, València,
Institució Alfons el Magnànim, 1983, pág. 249.
Bibl.: H. Samper, Montesa
Ilustrada, vol. II, Valencia, 1669, págs. 495-510; J.
Villarroya, Real Maestrazgo de Montesa.
Tratado de todos los derechos,
bienes y pertenencias del patrimonio y maestrazgo de la real y militar Orden de
Santa María de Montesa y San Jorge de Alfama, t. I, Valencia, Oficina de Benito Monfort, 1787, lib. I, pág. 146; A. L.
Javierre Mur, Privilegios reales de la Orden de Montesa en la Edad Media.
Catálogo de la serie existente en el Archivo Histórico Nacional, Madrid,
Blass, 1945, págs. 41-47; L. Dailliez, L’Ordre de Montesa, successeur
des Templiers, Niza, Alpes Méditerranée édition, 1977, págs. 43-46; J.
Zurita, Anales de la Corona de Aragón, ed. de A. Canellas
López, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1976-1980, lib. XIX, caps.
7, 10, 21, 26, 38, 39 y 57; A. Ryder, Alfonso el Magnánimo, rey de
Aragón, Nápoles y Sicilia (1396-1458), Valencia, Institución Alfonso
el Magnánimo, 1992, págs. 394 y 516.
Carlos de Ayala Martínez
https://dbe.rah.es/biografias/12888/luis-despuig
Enrique III. El Doliente. Burgos, 1379 –
Toledo, 25.XII.1406. Rey de Castilla.
Hijo de Juan I de Castilla y de Leonor
de Aragón, este monarca de Castilla murió joven, y por su naturaleza enfermiza
fue apodado el Doliente. Cuando muere Juan I en octubre de 1390 la
situación del reino es catastrófica. Las relaciones con Portugal se sostenían
en una frágil tregua que requería confirmación y la situación con Inglaterra
era precaria. La guerra había dejado sin recursos la hacienda real y la
situación interna estaba plagada de revueltas.
En 17 de septiembre de 1388 se casó
con Catalina de Lancáster, hija de Juan de Gante, duque de este título, y
nieta, por parte de su madre, de Pedro I de Castilla. Este matrimonio se había
realizado en virtud del Tratado de Bayona de 22 de julio de 1388. El matrimonio
hubo de ser confirmado más adelante por la escasa edad de los contrayentes. La
minoría de Enrique III, que dura tres años aproximadamente, es turbulenta, pero
no estéril. Ya el propio Juan I había dejado claro que no era posible confiar a
su segunda esposa, la joven reina Beatriz, de tan sólo dieciséis años, la
regencia. Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo, había tenido buen cuidado de
ocultar la muerte de Juan I hasta que el niño fue reconocido como Rey. Se hacía
preciso designar una regencia, y para ello fueron convocadas las Cortes de
Madrid de 1391.
En una reunión del Consejo previa a
las Cortes, Pedro Tenorio, que había ocultado el testamento hecho por el
Monarca difunto en 1385, antes de la batalla Aljubarrota, defendió la
designación de una tutoría compuesta por una, tres o cinco personas, con
arreglo a lo determinado por las Partidas. La opinión general era, sin embargo,
la de una regencia múltiple que funcionase como una delegación y representación
de las Cortes, cuestión que no agradó a Pedro Tenorio; primero, porque una
regencia personal siempre contaría con él, mientras que en un consejo amplio,
su influencia quedaría mermada; y segundo, porque teniendo en cuenta que se
trataba de ejercer el poder real durante años, una asamblea numerosa, donde el
acuerdo fuera difícil de alcanzar, no parecía lo más idóneo.
Las Cortes de Madrid significaron el
asentamiento de la regencia sobre el Consejo dominado por la nobleza, aunque
sin olvidar la representación total del reino para acabar con las dudas sobre
su legitimidad. La primera medida de las Cortes fue de tipo populista, al
actualizar la moneda que desde Briviesca en 1387 había creado numerosos
recelos, puesto que a la “blanca” no se le daba el mismo valor en todo el
territorio. La cuestión quedó zanjada al establecer la equivalencia de un real
de plata al de tres maravedís, y éste al de dieciocho blancas. Esta y otras
medidas de carácter monetario fueron una victoria de la pequeña nobleza
capitaneada por el arzobispo de Santiago.
En el Ordenamiento de Cortes de 31 de
enero de 1391 se decide que la mejor forma de regir el reino durante la
minoridad del Rey es un consejo. Se decidió constituir una diputación de
veinticinco personas, once ricos hombres y caballeros y catorce procuradores de
las ciudades, que se encargarían de hacer las designaciones y redactar las normas.
Así pues, fueron designados: Fadrique Enríquez, duque de Benavente; Alfonso de
Aragón, marqués de Villena; Pedro, conde de Trastámara; Pedro Tenorio, y Juan
García Manrique, arzobispos respectivamente de Toledo y de Santiago; los
maestres de las Órdenes de Calatrava y Santiago (Gonzalo Núñez de Guzmán y
Lorenzo Suárez de Figueroa) y ocho procuradores de las ciudades. Pedro Tenorio,
descontento por un consejo tan numeroso y basándose en principios jurídicos
sobre los nombramientos, se negó a jurar, se apartó de la Corte marchando a
Alcalá de Henares y comenzó a enviar a las ciudades copias del testamento de
Juan I, en el que, designando una comisión de regencia muy semejante a la
formada en las Cortes, se excluía al duque de Benavente. Fue éste entonces
quien se apartó del Consejo, al enfrentarse a la pequeña nobleza y al arzobispo
de Santiago y se unió a Pedro Tenorio y al maestre de Calatrava. De esta forma,
trataban de dar a entender que rechazaban la legitimidad del Consejo. En
realidad se trata de dos concepciones muy diferentes de la potestad y autoridad
reales: de un lado, los que daban preferencia a la voluntad del Monarca,
expresada en su testamento; de otro, los que pensaban que es el reino, en caso
de vacante, quien genera el nuevo principio de autoridad. Se formaron dos
bandos.
El presidente del Consejo, Juan García
Manrique, arzobispo de Santiago, procuró consolidar su postura en el plano
internacional con embajadas al Papa, a Inglaterra y Francia, pero sin mucho
éxito. Mientras tanto, se negociaba con Pedro Tenorio, pero también sin mucho
éxito. Las Cortes se clausuraron el veinticinco de abril con las negociaciones
todavía en marcha, aunque el Consejo conservó la legalidad de su parte. Leonor
de Navarra hizo valer su intervención concertando entre los dos partidos una
entrevista en Perales. Allí se acordó la aceptación del testamento del Monarca
difunto, añadiendo a los regentes en él consignados, el duque de Benavente, el
conde de Trastámara y el maestre de Santiago. Una regencia de nueve miembros.
Por otra parte, el Consejo, que no se disolvió, acompañaba al Rey a todas
partes, e incluso ponía documentos a la firma del Monarca. La entrevista de
Perales había de ser ratificada en las Cortes de Burgos de 1392, pero éstas se
presentaban turbulentas. Los regidores de Burgos elevaron un plan para mantener
la paz en la ciudad y asegurar el éxito de las Cortes. Así, a cada partido se
le instaló en un lugar diferente y se negoció con cada uno por separado para
conseguir un acuerdo previo, de tal manera que las sesiones de Cortes sólo
tendrían un carácter formal. Pero el conde de Benavente y el arzobispo de
Santiago entraron con las armas, lo que provocó que se pidiera que abandonaran
todos la ciudad, quedando en ésta el Rey. La situación tardó en resolverse una
semana. En Burgos se analizaron por parte de dos equipos de juristas, uno por
cada bando, el testamento, la concordia de Perales y el resto de los
argumentos. Se decidió que la regencia se formaría por un Consejo, cuyos
componentes se decidirían por las Cortes.
Esa imposición significaba una amenaza
para el monopolio político que la nobleza había conseguido establecer. Leonor
de Navarra advirtió que tal proposición daría a los ciudadanos, el tercer
estamento, una superioridad tal que sus opiniones serían las que realmente se
tendrían en cuenta. Había que elaborar un plan para que los dos primeros
estamentos tuvieran ocho votos, frente a los seis de los ciudadanos. Se hizo la
propuesta de establecer dos turnos de siete personas por turno. Si eclesiásticos
y nobles permanecían unidos, serían los dueños del Consejo. Pero las rencillas,
ataques y sospechas hicieron que los acontecimientos se precipitaran. Al final
los procuradores decidieron, con amplia mayoría del estamento ciudadano,
mantener el testamento del difunto Rey. De hecho se produjo entonces una
situación de verdadera guerra civil. Juan Hurtado de Mendoza “el limpio” pasó a
formar parte del Consejo. Salió de la prisión Alfonso Enríquez, el turbulento
conde de Noreña, y exigió la entrada en la regencia. A pesar de las
compensaciones económicas que les fueron ofrecidas, tanto él como el duque de
Benavente, abandonaron la Corte. Por otra parte, Pedro Tenorio había chocado
con los demás miembros de la regencia que incluso le habían puesto en prisión y
arrebatado Talavera, Uceda y Alcalá. El arzobispo de Toledo, haciendo uso de
las facultades que la ley canónica le otorgaba, pronunció un entredicho sobre
la diócesis de Zamora, Palencia y Salamanca.
El legado pontificio, ausente de
Castilla, no mostró oposición. Juan García Manrique, arzobispo de Santiago, no
se tomó la condena en serio y consiguió aislar a Tenorio, que terminó
encarcelado. La vuelta del legado pontificio a Burgos en junio de 1393, supuso
que Enrique III tuviera que pedir perdón en la catedral por todos los pecados
cometidos. Enrique III, en las Huelgas de Burgos (1393) decidió tomar por sí
mismo las riendas del gobierno. Faltaban dos meses para su mayoría de edad.
La regencia tuvo que solucionar
diversos problemas que surgieron tanto en política interior como exterior. El
Consejo asumió la dirección de la política exterior una vez acabadas las Cortes
de Burgos y tras trasladarse a Segovia, designando procuradores para la nueva
negociación con Portugal, Navarra, Avignon, Granada e Inglaterra. Con Granada
estuvo a punto de abrirse un conflicto tras la muerte repentina de Yūsuf,
sucesor de MuÊammad V, sin que se confirmasen las negociaciones para una nueva
tregua. MuÊammad VII amenazó Murcia, pero la razzia se
solucionó de forma favorable a Castilla. También se firmaron acuerdos con los
comerciantes genoveses, en el sentido de que los castellanos no tendrían
preferencia a la hora de descargar sus barcos en Sevilla, ni podrían hacer
reclamaciones sobre asuntos anteriores a la firma del acuerdo.
Las relaciones con el duque de
Lancáster fueron el principal escollo, ya que no se había pagado la renta anual
de 40.000 francos fruto de los acuerdos del Tratado de Bayona, pero se pudo
hacer frente a la deuda utilizando las rentas de beneficiados extranjeros que las
Cortes de Burgos habían confiscado. En cuanto a las relaciones con Portugal, el
Consejo no pudo sino aceptar las condiciones de la tregua presentada en Sabugal
en 1393 que prorrogaba la anterior otros quince años, otorgándose libertad de
comercio entre ambos países.
En cuanto a la política interior, lo
más llamativo del período de regencia fueron las matanzas de judíos en 1391. En
aquella fecha fatídica, se unió a la debilidad de una minoría, el fallecimiento
en 1390 del arzobispo de Sevilla Pedro Gómez Barroso que convirtió
provisionalmente al arcediano de Écija, Ferrán Martínez, en la única autoridad
eclesiástica en aquella diócesis provocando con sus fanáticos sermones
antijudíos una serie de motines en diversas ciudades andaluzas, comenzando por
la propia Sevilla. Las matanzas de Sevilla llegaron a conocimiento de los
regentes, que estaban con el Rey en Segovia, y ordenaron a los concejos que
tomaran las medidas necesarias para salvaguardar la vida y hacienda de los
judíos, que eran propiedad del Rey. Pero en una clara demostración de la falta
de autoridad de aquel Consejo, ni siquiera la propia Segovia se libró de
algunos coletazos de la marea antijudía. En Castilla las matanzas fueron mucho
menores que en la Corona de Aragón, y en el valle del Duero fue más el miedo
que los hechos, pero fue suficiente para que se produjera un gran número de
conversiones, y que algunas juderías desaparecieran para siempre. Tras su
mayoría de edad, Enrique III restableció en 1393 el estatus judío invocando las
antiguas tradiciones, pero aplicó de manera decidida las disposiciones
conciliares en relación con la residencia obligatoria de los judíos en barrios
señalados, la generalización del uso de la rodela bermeja, y la supresión de
los antiguos privilegios judiciales.
No se puede pensar que la declaración
de mayoría de edad convirtiera a Enrique III en Rey de hecho. Lo que sí podía
era consumar el matrimonio, haciendo irreversible el Tratado de Bayona. El
acontecimiento era importante, puesto que se cerraba la fisura abierta con la
muerte de Pedro I y el matrimonio suplía los defectos que la legitimidad de
origen pudiera planear sobre su persona. Había paz, pero también había pobreza
en el erario público, como quedó demostrado en las primeras Cortes que inauguraban
su reinado al aprobarse sin votación la percepción de moneda. En 1393, Enrique
III se encuentra ante una gran inestabilidad interna agravada por las recientes
matanzas de judíos. Las ambiciones de los nobles no se calmaron con el gobierno
personal del Rey. De esta forma, el reinado de Enrique III fue una constante
lucha para mantener el orden y el ritmo de reconstrucción interna, intentando
modernizar las estructuras de la monarquía castellana, y sosteniendo el
equilibrio exterior. El primer gesto del Monarca fue el de convocar Cortes,
como era la costumbre, pero no inmediatamente, sino para finales de año. La
razón de dicho retraso puede encontrarse en la necesidad de Enrique III de
acudir a Vizcaya para prestar juramento y ser reconocido como señor natural de
esa tierra. La pérdida del control de Asturias a causa del retorno del conde de
Noreña, daba esa importancia a Vizcaya, señorío integrado al patrimonio de la
Corona desde 1375, y que proporcionaba suculentos beneficios comerciales. Pero
según la costumbre no hay señor en Vizcaya hasta que el titular personalmente
acude a tomar posesión y jurar los fueros y libertades; por consiguiente, no se
consideraban obligados a pagar los pechos de los últimos tres años. El Rey juró
observar las libertades, privilegios y fueros; los vizcaínos habían “tomado”
señor. Pero Vizcaya no era un señorío homogéneo. Así en las Cortes de Madrid de
1393 se empezaron los trámites para constituir una Hermandad que sirviera como
vehículo de pacificación y de sometimiento de los linajes de hidalgos.
Ante las Cortes se hizo una
confirmación de las decisiones y actos realizados por la Regencia en política
exterior: estrecha alianza con Francia, apoyo al Papa de Avignon, cumplimiento
de los acuerdos con el duque de Lancáster, apertura de las relaciones
comerciales con Inglaterra, treguas generales prorrogadas con Portugal. También
en el orden interno, se otorgaron rentas a Leonor de Navarra, al conde de
Noreña y al de Trastámara, sustituyendo las que el Consejo de Regencia les había
reconocido. Al mismo tiempo, el Monarca lucha en el interior. Él supo
comprender que los dos principales elementos de discordia eran su tío Alfonso
Enríquez y Leonor, esposa de Carlos III de Navarra. En un mismo año acabó con
ambos. Leonor de Navarra aducía problemas de seguridad, y que temía por su
vida, para no regresar a Navarra. Ante este hecho el Consejo recabó la opinión
de los prelados de Palencia y Zamora, quienes concluyeron que dadas las
seguridades ofrecidas exigía la obligación de devolver a Leonor a Navarra. Así,
se obligó a la infanta a regresar al lado de su marido.
El otro problema era Alfonso Enríquez
en Asturias. Éste se refugió en Gijón, un pueblo casi inexpugnable. El Monarca
y el rebelde llegaron al acuerdo de someterse al arbitraje de Carlos VI de
Francia. Éste se encontró en una posición difícil y muy comprometida. No le
convenía generar un nuevo enemigo, pero tampoco herir a un aliado como el Rey
de Castilla. Se negó a dar sentencia ya que carecía de la información necesaria
y propuso una prórroga de seis meses. Pero el conde de Noreña expuso sus
razones en París: se le había despojado de sus tierras, no tenía otro deseo que
servir al Rey, y Castilla había abandonado la amistad de Francia y la había
sustituido por Inglaterra. Carlos VI se negó a dictar sentencia, y recomendó al
conde que se sometiera a Enrique III. La crisis se resolvió por sí sola. Gijón,
incendiado y abandonado por sus defensores, dejó de ser un peligro para Enrique
III.
Entre 1395 y 1399 Enrique III dedicó
su atención a los asuntos interiores reorganizando la Administración. La
reordenación interna favoreció a los nobles debido a los reajustes en sus
propiedades y señoríos. La caída de los parientes del Rey puso en manos de
Enrique III un gran número de estados señoriales, disponibles para ser
entregados a los nobles como remuneración. Los nobles tenían conciencia de que
dentro de la comunidad humana que formaba el reino ellos eran una minoría
superior por su origen y forma de vida. El sostenimiento de esta forma de vida
correspondía mayoritariamente a las rentas, y en menor proporción al comercio.
Las transformaciones sociales del siglo XIV habían propiciado que los sectores
más elevados del tercer estado quedaran asimilados en muchos aspectos a la
nobleza, y reclamaron la exención de tributos. Las Cortes de Toro de 1398
dictaminaron que hidalguía era una condición hereditaria que poseían únicamente
los de solar conocido, esposas y viudas, pero no las hijas que casasen con no
hidalgos.
Otra característica del reinado de
Enrique III es una tendencia a afirmar la independencia en la administración de
justicia. El Rey no quería modificar las atribuciones de los jueces locales, en
los concejos y los señoríos, pero reforzó el sistema de alzadas y la
intervención de los altos funcionarios reales. Con esto, lo que pretendió fue
más eficacia. En 1396, la institución de los corregidores fue entendida por la
nobleza como un fuerte golpe, pero a los ojos de los ciudadanos eran
funcionarios reales encargados de poner orden donde éste faltaba. Ubicó la
Audiencia Real o Chancillería en Valladolid, acometiendo una depuración entre
jueces y oidores.
La postura de Castilla frente al Cisma
había venido marcada por la relación mantenida con Francia durante la Guerra de
los Cien Años. Tras la muerte del Papa en Avignon, Clemente VII en 1394, eligió
al aragonés Pedro de Luna que tomó el nombre de Benedicto XIII. La Universidad
de París ya había elaborado un informe con las tres vías posibles para
solucionar el escándalo que representaba la dualidad papal. En 1395 los duques
de Berry, Borgoña y Orleans, presionaron a Benedicto XIII a fin de acelerar una
solución, lo que causó la protesta de Castilla. Sin embargo, en 1397, se sumó a
la embajada francesa e inglesa, la cual obtuvo un rotundo fracaso. Castilla,
siguiendo el ejemplo francés, en una asamblea del clero reunida en Alcalá de
Henares el 13 de diciembre de 1398, hacía pública la decisión de sustraer
obediencia a Benedicto XIII. Igual que ocurriera en Francia, no se trataba de
si Benedicto XIII era o no verdadero Papa; lo que se atacaba era el principio
mismo de la autoridad pontificia. A ello había que sumar la protesta que en las
Cortes de Madrid de 1393 habían realizado los procuradores de las ciudades
contra el número excesivo de extranjeros que eran designados para los
beneficios eclesiásticos de Castilla. Por ello, y para impedir la salida de oro
y plata, Enrique III embargó todos los bienes de estos beneficiados
extranjeros. El Papa solicitó que se levantase el embargo, pero la muerte del
Pontífice, en 1394, había interrumpido estas negociaciones. Sin embargo, esta
sustracción de obediencia era una situación insostenible, debido a que tanto en
Castilla como en Francia estaban naciendo Iglesias autocéfalas rígidamente
sometidas a los deseos de la Monarquía. En Castilla se publicaron unas
ordenanzas para la administración de las iglesias, que las ponía en manos del
Rey; los beneficios serían cubiertos por designación episcopal, y las abadías
por elección de los monjes; el nombramiento de obispos quedaba a discreción del
Soberano. También hubo desilusión entre quienes esperaban que la sustracción
aliviara la recaudación de tasas y otras contribuciones económicas: las
autoridades laicas eran más exigentes que las apostólicas.
Tras la muerte de Pedro Tenorio en
mayo de 1399, van a ir ganando posiciones los partidarios de la restitución
dirigidos por Pablo de Santa María. El fracaso de la sustracción estaba
próximo. A pesar de la amistad entre Castilla y Francia, Enrique III mantenía
contactos con Martín I en Aragón. Ambos Monarcas habían contemplado cómo el
malestar entre el clero imponía una pronta restitución de obediencia. Así, en
1401 Enrique III volvió a someterse a Benedicto XIII, aunque el acto público,
tal y como exigía el Papa no se celebró hasta el 29 de abril de 1403 en la
Colegiata de Santa María la Mayor de Valladolid. La sustracción terminaba en
fracaso.
La paz concertada con Juan I de
Portugal en 1393, duró poco tiempo. Los regentes de forma precipitada se
comprometieron a liberar sin rescate todos los prisioneros y a estudiar las
indemnizaciones que debían pagarse por los casos de violación de la tregua.
Pero estos prisioneros portugueses eran muchos y en la mayor parte de los casos
en paradero desconocido. Por otro lado, la deuda adquirida con Portugal debía
ser aplazada hasta que no se pagara la contraída con el duque de Lancáster.
Todo esto hizo entender a Portugal que tenía derecho a ejecutar represalias.
Así pues, en 1396, este Monarca rompió súbitamente las hostilidades, tomando a
Badajoz por sorpresa y haciendo prisionero al obispo. Aun cuando los
portugueses conquistaron más adelante Tuy, la guerra fue, en general,
desfavorable para ellos, pues mientras el almirante Diego Hurtado de Mendoza se
adueñaba del mar, Ruy López Dávalos obligaba al enemigo a levantar el cerco de
Alcántara y conquistaba Miranda de Duero. Las pérdidas sufridas por ambas
partes superaban ya el montante global de las indemnizaciones anteriormente
reclamadas; además, el comercio con los genoveses y con Inglaterra estaba
sufriendo graves pérdidas por los ataques marítimos en la zona del Estrecho y
en Galicia. Fueron los comerciantes genoveses quienes tomaron la iniciativa
para una nueva negociación de paz. Así, a partir de diciembre de 1398, se
fueron negociando treguas sucesivas, pero el interés se centraba en conseguir
un tratado de paz; las negociaciones no prosperaron al considerar los
castellanos inaceptables las condiciones portuguesas.
El 15 de agosto de 1403 se firmó una
tregua por otros diez años. Sólo desde entonces pudo Enrique III atender al
problema de Granada. Aun cuando las treguas con este reino se mantienen, una
serie de incidentes van agriando las relaciones. En 1394, un portugués
“desnaturado”, Martín Yáñez de la Barbuda, maestre de Alcántara, invadió el
Reino de Granada en plena paz y sufrió una derrota que le costó la vida. En
1397, fray Juan Lorenzo de Cetina y fray Pedro de Dueñas, intentaron predicar
el Evangelio en el reino moro y fueron degollados. Desde 1406
la tregua se rompe a causa de los granadinos que invadieron el Reino de Murcia.
El cruce de embajadas granadinas y castellanas hacía entrever la firma de una
tregua que debía durar dos años. Pero MuÊammad VII no quiso o no pudo controlar
a los suyos que en plenas negociaciones intensificaron los ataques. Los
cristianos se defendieron bien en todas partes y aun cuando perdieron Ayamonte,
obtuvieron una victoria cerca de Baeza en la batalla llamada de “los
Collejares” (1406).
La política de Enrique III alcanza una
extensión insospechada, índice de la vitalidad de Castilla. Una escuadra
castellana destruyó Tetuán en 1400, que era un nido de piratas. El famoso Pero
Niño, conde de Buelna, verificó un crucero por el Mediterráneo en busca de
piratas musulmanes. En 1404, dos franceses, Juan de Bethencourt y Gadifer de la
Salle, tomaron posesión de las principales islas Canarias, con subsidios y bajo
la soberanía castellana. Pero acaso lo más curioso de su política exterior sean
las dos embajadas a Tamerlán, muestra de una preocupación por el avance de los
turcos, muy natural en aquel tiempo. La primera estuvo formada por Payo Gómez
de Sotomayor y Hernán Sánchez de Palazuelos. Asistieron a la batalla de Angora
y regresaron con suntuosos regalos. La segunda, compuesta por Ruy González de
Clavijo, fray Alonso Páez de Santa María (OP) y Gómez de Salazar, asistió a los
últimos momentos de la vida de Tamerlán y nos es conocida a través de una
sugestiva relación escrita por Ruy González. El 14 de noviembre de 1401
Catalina de Lancáster dio a luz una niña, María. Este nacimiento alejaba al
infante Fernando, que hasta entonces había actuado como heredero reconocido del
Trono. Desde luego no se iba a resignar a ser desplazado de forma radical. Pero
las esperanzas de asumir el trono se desvanecieron definitivamente en 1405,
cuando Catalina dio a luz al que sería Juan II.
La monarquía de Enrique III se
caracterizó por un fuerte centralismo, haciendo del Consejo un verdadero órgano
de gobierno en manos de algunos linajes privilegiados, que se repartían los
oficios: la justicia para los Stúñiga, la mayordomía para los Mendoza,
condestables son los Dávalos, camareros los Velasco... La confirmación de
heredero se produjo en las Cortes de Valladolid de 1405, cuando la enfermedad
del Rey hacía prever un cambio en la titularidad de la Corona. Ello permitió a
las Cortes recuperar el protagonismo perdido desde 1393.
Enrique III murió el 25 de diciembre
de 1406. Por utilizarse entonces la era de la Natividad, era aquél el primer
día del año; ésta es la razón por la que en muchos libros se da el año 1407
como fecha de su muerte. Enrique III había convocado Cortes para atender a los
gastos de la guerra musulmana cuando murió. Al infante don Fernando le
correspondería terminar el avance.
Bibl.: G.
González Dávila, Historia de la vida y hechos del rey don Henrique
Tercero de Castilla..., Madrid, Francisco Martínez, 1638; L. Suárez
Fernández, “Problemas políticos de la minoridad de Enrique III” y “Nobleza y
monarquía en la política de Enrique III”, en Hispania, XII
(1952); E. Mitre Fernández, “Enrique III, Granada y las Cortes de 1406”, en VV.
AA., Homenaje al Excmo. Sr. D. Emilio Alarcos García, vol. II,
Valladolid, Universidad-Facultad de Filosofía y Letras, 1965; F. Pérez de
Guzmán, Generaciones y Semblanzas, ed. de R. B. Tate, Londres,
Tamesis Books Limited, 1965; E. Mitre Fernández, Evolución de la
nobleza de Castilla bajo Enrique III (1396-1406), Valladolid,
Universidad, 1968; “Cortes y política económica de la Corona de Castilla bajo
Enrique III”, en Cuadernos de Historia (Madrid), VI (1975);
“Las relaciones castellano-aragonesas al ascenso al trono de Enrique III”,
en Anuario de Estudios medievales (Barcelona), 17 (1987); P.
López de Ayala, Crónica del rey don Enrique tercero de Castilla e de
León, Barcelona, Planeta, 1991; F. Suárez Bilbao, “Enrique II, rey de
León y Castilla. El Cambio Institucional (1391-1396)”, en Archivos
Leoneses, 93 y 94 (1993); E. Mitre Fernández, Una muerte para
un rey. Enrique III de Castilla (Navidad de 1406), Valladolid,
Universidad, Ámbito, 2001.
María Teresa Martialay Sacristán y
Fernando Suárez Bilbao
https://dbe.rah.es/biografias/6644/enrique-iii
Ferrante I. Fernando de Calabria. ?, c. 1423
– Nápoles (Italia), 25.I.1494. Rey de Nápoles.
Hijo de
Alfonso V el Magnánimo y de su amante Lucrecia de Alagno, con quien el Rey no
había podido celebrar matrimonio porque Calixto III rechazó las demandas de
nulidad del que había contraído con su prima María de Castilla. Ello no
obstante, fue reconocido como sucesor por la Asamblea del Reino en 1443, y fue
luego aceptado por Fernando el Católico.
Contrajo
dos matrimonios, el primero en 1444 con Isabel, hija de Tristán, conde de
Clermont, y el segundo con Juana, hermana de Fernando. Como rey de Nápoles, a
partir de 1458, su política estuvo dominada por las intrigas de su hijo
Alfonso, duque de Calabria, enfrentándose especialmente con el papa Sixto IV y
sus nepotes los Riario. Fernando el Católico hubo de intervenir estableciendo
sobre Nápoles una especie de vinculación política.
Bibl.: J. Calmette, “La politique espagnole dans la guerre de Ferrare
(1482-1484)”, en Revue Historique, XCII (1906); E.
Pontieri, Per la storia del regno di Ferrant d’Aragona re di
Napoli, Napoli, Morano, 1947; A. de la Torre, Don Juan de
Margarit embajador de los Reyes Catolicos en Italia, Madrid, Escuela
Diplomática, 1948; P. Pieri, Il Rinascimento e la crisi militare
italiana, Torino, Einaudi, 1952; J. E. Pontieri, “Fernando il Católico
e i regni di Mapoli”, en V Congreso de Historia de la Corona de
Aragón, vol. II, Zaragoza, 1956; L. Suárez Fernández, Los
Reyes Catolicos: El tiempo de la guerra de Granada. El camino hacia
Europa, Madrid, Rialp, 1990.
Luis Suárez Fernández
https://dbe.rah.es/biografias/16147/ferrante-i
Leonor Urraca de
Castilla. Leonor de Alburquerque. ?, 1374 – Medina del Campo
(Valladolid), 16.XII.1435. Reina de Aragón (1414-1416), esposa de Fernando I de
Aragón, el de Antequera.
Hija y heredera del infante Sancho,
conde de Alburquerque, hermano de Enrique II de Trastámara, y nieta, por tanto,
de Alfonso XI. Su fortuna le hizo acreedora del título de “la ricahembra, la
señora mejor heredada que se fallaba en España”. Su extenso patrimonio ocupaba
en La Rioja las tierras de Haro, Briones, Cerezo, Belorado, Ledesma y las cinco
villas en la región del bajo Tormes, y, en Extremadura, Albuquerque, Medellín,
la Codorera y otros señoríos. Y, por ultimo, Villalón y Urueña, otorgados por
Juan I de Castilla.
Casó con el infante Fernando de
Castilla, hermano del rey Enrique III de Trastámara, y rey de Aragón
(1414-1416) por el Compromiso de Caspe. El matrimonio de Leonor y Fernando se
había decidido en las Cortes de Guadalajara de 1390, como una medida defensiva
para impedir que un señorío tan importante pudiera revertir en el duque de
Benavente. La ceremonia se celebró en Madrid en 1393. Dos años más tarde, se
consumó. Leonor, seis años mayor que su sobrino, tuvo que esperar hasta que
cumpliera catorce años. Esta diferencia de edad no supuso ningún obstáculo y
los cronistas e investigadores coinciden en que fue un matrimonio muy
equilibrado, a lo que contribuyó la rápida y numerosa sucesión: Alfonso, futuro
rey de Aragón (1396), y Juan, futuro rey de Navarra (1398); muy próximos, dos
varones más: Enrique (que sería maestre de la Orden de Santiago en 1409),
Sancho de la de Alcántara (1408), y, por último, Pedro, que fue maestre de la
Orden de Calatrava; dos infantas: María, reina de Castilla al casar con Juan
II, y Leonor, que sería reina de Portugal.
Proclamado rey de Aragón como Fernando
I, Leonor y sus hijos le acompañaron y se alojaron en el palacio de la
Aljafería (Zaragoza), donde Leonor sería coronada solemnemente los días 13 y 14
de febrero de 1414. Dos años más tarde, el infante primogénito Alfonso recibió
cartas de su madre la Reina, comunicándole la muerte del infante Sancho en
Medina del Campo, e insistiendo en que no lo comunicara a Fernando para no
poner en peligro su delicada salud. El 2 de abril murió el Rey en Igualada y
fue enterrado en el monasterio de Poblet. La reina Leonor y su primogénito
actuaron conjuntamente en la resolución de los asuntos familiares.
En 1418, Alfonso preparaba un viaje a
Italia, y se embarcó en mayo de 1420. Leonor quedó como cabeza de una familia
cada vez más enredada en peleas que hacían peligrar su futuro en Castilla. Ese
mismo año, su hijo Enrique secuestró a Juan II en Tordesillas y el infante Juan
acudió en ayuda del Rey. Leonor se interpuso entre ambos hermanos para que se
reconciliasen. No lo consiguió. Enrique, rebelde al Rey desde la fortaleza de
Albuquerque, perdió todos sus bienes en Castilla. La situación empeoró hasta
que Alfonso decidió regresar para defender a sus hermanos. Entre 1428 y 1430 se
sucedieron una serie de entradas en Castilla por parte de Alfonso para resolver
la cuestión familiar, apoyado por su madre. Juan II, sospechando que Leonor
mantenía tratos secretos con sus hijos, secuestró sus castillos y la internó en
el monasterio de Santa Clara de Tordesillas. En su defensa, el rey de Portugal
envió a Castilla embajadores, pero Juan II se mantuvo firme, nada haría
mientras Leonor siguiese amparando y socorriendo a sus hijos. Finalmente,
Leonor cedió, asegurando que sus hijos le servirían (al Rey) de tal modo y
manera que les haría merced como súbditos y vasallos (Treguas de Majano,
1430-1435). Leonor Urraca de Castilla, reina de Aragón, falleció en el
monasterio de Medina del Campo el 16 de diciembre de 1435, muy aceleradamente,
según sus contemporáneos, por las calamidades que acaecieron a sus hijos.
Alfonso V acababa de perder su más firme vínculo con Castilla, y nunca regresó.
Bibl.: VV. AA., III
Congreso de Historia de la Corona de Aragón, dedicado al período comprendido
entre la muerte de Jaime I y la proclamación del rey don Fernando de
Antequera, Valencia, Diputación Provincial y Ayuntamiento, 1923; I. I.
MacDonald, Don Fernando de Antequera, Oxford, Dolphin Book,
1948; L. Suárez Fernández, Á. Canellas López y J. Vicens Vives, Los
Trastámaras de Castilla y Aragón en el siglo xv, introd. de R.
Menéndez Pidal, en J. M.ª Jover Zamora (dir.), Historia de España de
Menéndez Pidal, Madrid, Espasa Calpe, 1968; J. Vicens Vives, Els
Trastámares, Barcelona, Vicens Vives, 1969; L. Zurita, Anales
de la Corona de Aragón, vols. IV y V, Zaragoza, Consejo Superior de
Investigaciones Científicas, Instituto Fernando el Católico, 1980; C. Segura
Graíño, Diccionario de mujeres célebres, Madrid, Espasa Calpe,
1998; L. Suárez Fernández, Benedicto XIII: ¿Antipapa o Papa?
(1328-1423), Barcelona, Ariel, 2002.
Isabel Pastor Bodmer
https://dbe.rah.es/biografias/11991/leonor-urraca-de-castilla
Detalle Del retrato de
Álvaro de Luna. Anónimo siglo XIX. Signatura DIB18-1-8377. CC Biblioteca
Nacional de España
Luna, Álvaro de. Conde de
San Esteban de Gormaz (I). Cañete (Cuenca), ¿1390? – Valladolid,
2.VI.1453. Condestable de Castilla, maestre de Santiago.
Fue hijo natural de Álvaro Martínez de
Luna, copero mayor de Enrique III, y de Juana o María de Jaraba, casada luego
con el alcaide de Cañete, apellidado Cerezuela; la fecha aceptada de su
nacimiento es la propuesta, si bien algunos indicios de su biografía parecen
aconsejar su retraso algunos años. Bautizado con el nombre de Pedro, éste le
fue cambiado por el de Álvaro por su tío abuelo, Benedicto XIII, al que visitó
poco después de la muerte de su padre, cuando contaba unos siete años. Educado
por su tío Juan Martínez de Luna, se incorporó a la Corte castellana cuando
otro de sus tíos, Pedro de Luna, tomó posesión del Arzobispado de Toledo en
1408. En los siguientes años se hizo popular en la Corte castellana y, sobre
todo, insustituible al lado del Monarca, Juan II, todavía un niño.
Su verdadera andadura política se
inició con la recuperación del señorío paterno, su matrimonio con Elvira
Portocarrero, en marzo de 1420, del que no hubo descendencia, y su decisiva
participación en los gravísimos acontecimientos del mes de julio de ese año, el
llamado “golpe de estado de Tordesillas”, protagonizado por el infante de
Aragón, Enrique. Álvaro permaneció al lado del Rey, y recibió varios
privilegios, entre ellos la donación de San Esteban de Gormaz; sin duda, Enrique,
el protagonista de aquella hora, no valoró el peligro que suponía Álvaro, o
quizá esperó obtener ventajas del control que ejercía sobre el joven Monarca.
Fue Álvaro, junto con Rodrigo Alfonso Pimentel y Fadrique Enríquez, el
inspirador de la fuga del Rey de Talavera, en noviembre de ese año, hecho que
inició la caída en desgracia de Enrique, aunque supo mantenerse por el momento
en un discreto segundo plano. Su legitimación, al año siguiente, vino a
culminar el arranque de una brillante trayectoria.
Álvaro formó parte del pequeño grupo
que tomó el poder en 1422, al ser reducido a prisión el infante Enrique, aunque
puso sumo cuidado en que fuera Juan quien apareciera como cabeza de esa
oligarquía; fue uno de los más beneficiados en el reparto de cargos y prebendas:
varias villas, el título condal sobre su villa de San Esteban, el cargo de
condestable y la Cámara de los Paños constituían un patrimonio que le elevó al
reducido grupo de los Grandes. Él y su esposa fueron unos de los padrinos del
príncipe Enrique y ocuparon puestos destacados en su jura como heredero.
La convocatoria del infante Juan por
su hermano Alfonso V, la reconciliación de los hermanos (Pacto de Torre de
Arciel, de 3 de septiembre de 1425), y la liberación de Enrique terminaron con
la ficción y situaron a Álvaro como el verdadero enemigo de los infantes;
consciente de una amenaza de tal envergadura y de la progresiva pérdida del
control del Consejo, Álvaro dedicó los meses siguientes a consolidar su
posición económica ante una eventual separación del poder. El 30 de agosto de
1427, una comisión nombrada al efecto decidió el destierro de Álvaro durante
año y medio como medida imprescindible de paz y buen gobierno.
Se produjo la sustitución del gobierno
personal de Álvaro por otro de los infantes, situación que infundía mayor temor
aún en amplios sectores de la nobleza castellana; por eso fue muy breve el
destierro de Álvaro, que regresó a la Corte, en Turégano (6 de febrero de
1428), como respuesta a una demanda general; desplegaba un lujo extraordinario,
demostración de poder. En las semanas siguientes mantuvo la ficción de
cordiales relaciones con los “aragoneses”, especialmente
demostradas durante las brillantes fiestas dadas en Valladolid en honor de
Leonor, hermana menor de los infantes, en su viaje hacia Portugal para contraer
matrimonio con Duarte, heredero de aquel reino.
Pasadas la fiestas, Álvaro puso en
marcha sus planes para la destrucción política de los infantes: Juan recibió
del Rey la orden de partir hacia su reino de Navarra, desde donde le reclamaba
su esposa Blanca desde que, en 1425, se habían convertido en Reyes; a Enrique
se le ordenó partir hacia la frontera con Granada, sobre la que se dibujaba una
amenaza real. Alfonso V consideró tal actitud una ofensa y comenzó a preparar
una intervención armada en Castilla: quería concluir cuanto antes sus
compromisos familiares en la política castellana para poder dedicarse
plenamente a los asuntos italianos.
Alfonso V iniciaba la invasión de
Castilla en abril de 1429, con gran despliegue bélico y propagandístico; se
sabía inferior en fuerzas y confiaba en que Juan II se inclinaría hacia la
negociación: contaba con su esposa y el legado apostólico como intermediarios
que le permitieran, como así fue, retirarse sin desdoro.
Para Álvaro de Luna era imprescindible
un choque armado que supusiera la definitiva eliminación de los infantes de la
política castellana.
Las operaciones se prolongaron, con
graves consecuencias económicas, en la frontera aragonesa, en los dominios de
la Orden de Santiago, donde temporalmente se hizo fuerte Enrique, y,
especialmente, en Extremadura, donde éste y su hermano Pedro decidieron
resistir hasta el fin. Álvaro dio pruebas de extraordinario valor y personal
habilidad, como en la toma del castillo de Trujillo, o en el infructuoso cerco
al castillo de Alburquerque, en el que aceptó un combate singular contra los
infantes, finalmente rechazado por éstos.
En todo caso, se produjo el ocaso
político de los infantes; en febrero de 1430 el Consejo, dirigido por Álvaro de
Luna, decidió una confiscación general de sus bienes, que fueron repartidos
entre la oligarquía gobernante, haciendo inviable un eventual retorno de
aquéllos. Un último estertor de la guerra condujo a la firma de las Treguas de
Majano (16 de julio de 1430), que consolidaban el despojo aunque remitían a una
comisión el estudio de compensaciones. La empeñada resistencia de los infantes
Juan y Pedro en Extremadura concluyó por agotamiento dos años después; Italia
fue su refugio.
Se iniciaba, al fin, una etapa de
gobierno personal de Álvaro de Luna, al frente de una oligarquía nobiliaria,
libre de la presión de los infantes. Su objetivo era crear un partido de
autoridad monárquica, bajo su dirección, asentado en una compleja red de
equilibrios nobiliarios, y personalmente elevado sobre un basamento de bienes y
rentas que le hicieran inatacable.
Fallecida Beatriz Portocarrero, el
condestable contrajo segundo matrimonio en Calabazanos (Palencia), el 27 de
enero de 1431, con Juana Pimentel, hija de Rodrigo Alfonso Pimentel, conde de
Benavente, sobrina de Alfonso Enríquez, almirante, y de Pedro Manrique,
adelantado mayor de León: se situaba en el núcleo de la más elevada
aristocracia.
De este matrimonio nacieron dos hijos,
Juan y María; Álvaro tenía, además, tres bastardos: Pedro, Martín y María.
Su acción de gobierno se orientó a la
búsqueda del prestigio: paz con Portugal, éxitos en política exterior y
reanudación de la guerra con Granada. En la primavera de 1431 se inició una
acción contra Granada, que culminó en la Vega, en julio, y que permitía
restablecer el protectorado castellano, aunque no fue capaz de ocultar las
severas divisiones internas. En octubre de este año se firmó en Medina del
Campo una paz con Portugal, ratificada en enero siguiente por el monarca portugués
en Almeirim, feliz conclusión de un proyecto largamente acariciado.
En los años inmediatos, se cosecharon
importantes éxitos exteriores, que lo fueron del gobierno de Álvaro: acuerdos
con Borgoña e Inglaterra, que garantizaban la presencia de mercaderes
castellanos en las rutas del Canal; victoria sobre la Hansa, que aceptaba una
limitación a sus rutas comerciales; ratificación de la amistad con Francia, y
brillante actuación de la embajada castellana en el Concilio de Basilea.
Pero también se hizo patente que
Álvaro ejercía un poder personal, una “tiranía”, que suscitaba la resistencia
de un creciente número de nobles; ya en la campaña de Granada se manifestó esta
resistencia que fue acrecentándose en los años siguientes frente a la
inagotable sed del condestable de acumular rentas y señoríos (Infantado, 1432;
San Martín de Valdeiglesias, 1434; Maqueda, 1434; Alamín, 1436; Montalbán,
1437: especialmente significativo porque se obligaba a la reina María a
cedérselo).
Acaso confiado en exceso en el triunfo
que suponía el Tratado de Toledo (22 de septiembre de 1436) por el que los
infantes renunciaban a sus reivindicaciones a cambio de exiguas compensaciones,
decidió Álvaro poner fin a la resistencia nobiliaria ordenando la prisión de
sus cabezas visibles, Pedro Manrique y Fadrique Enríquez, fallida en parte por
el desacuerdo con la medida de personaje tan significativo como su propio
suegro, el conde de Benavente.
Era el síntoma más evidente de la
disidencia que se incrementaba con la fuga del adelantado Pedro Manrique de la
prisión a que fuera sometido por Álvaro.
Trató el condestable de detener la
rebelión oponiendo una liga nobiliaria y atrayendo a alguno de sus oponentes
con seguridades personales y promesas de restitución de bienes. Era apenas un alto
en la lucha, que Álvaro aprovechó para concluir, por medio de Íñigo López de
Mendoza, treguas con Granada, cerrando así un frente ante el previsible choque
con la nobleza, y para celebrar los desposorios del príncipe con Blanca de
Navarra el 12 de marzo de 1439, cumpliendo con ello una de las cláusulas del
Tratado de Toledo.
A finales de febrero, el almirante y
el adelantado denunciaban en carta a Juan II la tiranía de Álvaro de Luna y
reclamaban un gobierno personal del Rey; la abierta rebeldía de la nobleza
obligaba al condestable a llamar a los infantes, un contrapeso necesario, pero
también una acción de gran riesgo, a la desesperada.
Los infantes regresaron a la política
castellana, pero, de acuerdo entre sí, Juan se incorporaba a la Corte mientras
Enrique se sumaba a los nobles rebelados.
En las semanas siguientes se
desarrollaron negociaciones que actuaban en descrédito de la Monarquía:
aparentemente se habló de medidas de buen gobierno; en la práctica, del control
del poder, de la recuperación por los infantes de sus rentas y del
desplazamiento de Álvaro. Ante un posible triunfo de éste, firmemente apoyado
por Juan II, el infante Juan, abandonando toda simulación, se sumó a los
rebeldes.
Álvaro fue apartado de la Corte
durante seis meses, aunque dejaba fieles partidarios en el Consejo; además, la
protección real hizo inatacable su posición económica.
Aparentemente derrotado, Álvaro
preparó cuidadosamente su vuelta al poder; selló alianzas con algunos miembros
de la nobleza castellana (conde de Alba, arzobispo de Sevilla) y obtuvo
importantes apoyos exteriores: Eugenio IV, para el que Álvaro era el necesario
gobernante de Castilla frente a la política hostil de Alfonso V en Italia, y el
infante Pedro de Portugal, duque de Coimbra, que consolidaba su poder en aquel
reino con el destierro de la reina viuda Leonor, hermana de los infantes
(diciembre de 1440).
Las hostilidades se abrieron desde
enero de 1441, ramificadas en una serie de difusos enfrentamientos en los que
el éxito se inclinó preferentemente a favor del condestable. El choque decisivo
tuvo lugar en Medina del Campo, donde se había instalado Juan II con intención
de tomar las importantes villas que fueron señorío del infante Juan y en las
que contaba con partidarios. Allí se le unió Álvaro confiando en que ahora se
producirá el definitivo choque con los infantes; las diferencias en el bando
realista, en realidad las resistencias a acatar la jefatura de Álvaro, y la
traidora apertura de las puertas de la ciudad a las tropas de Juan, obligaron a
aquél, a petición del Rey, a abandonar precipitadamente Medina con su más
fieles colaboradores.
Juan II se convertía en un rehén de
los vencedores.
A pesar del aparente aire de
concordia, el grupo gobernante en ese momento constituido se propuso
decididamente la eliminación política de Álvaro. El 10 de julio se hacía
pública su decisión de destierro durante seis años de la Corte, fijación de
residencia obligatoria, prohibición de contactos con el Rey y de toda acción
política, limitación de fuerzas a su disposición, y entrega de fortalezas y
rehenes como garantía. Los trámites para el cumplimiento de la sentencia se
alargaron durante los siguientes meses y algunos, como la entrega de Escalona,
no se llevaron a efecto.
No había unidad en el grupo vencedor,
se estaba gestando una nueva fuerza, la del príncipe, dirigido por Juan
Pacheco; Álvaro, que seguía contando con la amistad del Rey, cuyos actos seguía
inspirando por medio de una fluida correspondencia, mantuvo importantes
contactos con alguno de sus miembros, incluyendo los infantes, que vinieron a
enrarecer más aún aquellas difíciles relaciones. Antes de un año habían
comenzado a anularse algunas de las cláusulas de la sentencia de destierro, y a
lo largo de los meses de octubre y noviembre de 1442 tenía lugar una
reconciliación de los infantes con Álvaro; con esta maniobra pretendían,
probablemente, aplacar movimientos nobiliarios descontentos con su gestión.
Mera maniobra, naturalmente: pocos
meses después, Juan, sintiéndose fuerte por su acuerdo matrimonial y el de su
hermano Enrique con Juana Enríquez y Beatriz Pimentel, respectivamente,
mostraba sus verdaderas intenciones con la expulsión de los partidarios del
condestable y la reducción de Juan II prácticamente a prisión (golpe de estado
de Rámaga, 9 de julio de 1443). Aunque trató de que el príncipe apareciese al
frente de esta maniobra, era muy peligrosa: ponía de relieve la descarada
dictadura de Juan y ofrecía a Álvaro un argumento muy atractivo, la libertad
del Rey.
El alma del movimiento fue el obispo
Lope Barrientos, su cabeza visible el príncipe, y la fuerza el mismo Álvaro,
con quien, sin embargo, hubo que emplear varios meses de negociación para
decidirle a intervenir, por su profunda desconfianza hacia Juan Pacheco.
A comienzos de marzo de 1444, con la
instalación en Ávila del heredero, al que su padre acababa de otorgar el título
de príncipe de Asturias, comenzaban las hostilidades, aunque la movilización de
partidarios, probablemente muy exigentes en sus condiciones, se hizo con gran
lentitud. Hasta finales de mayo no se produjeron movimientos de tropas.
Juan se puso a cubierto ordenando la
detención del Rey en el castillo de Portillo.
Precisamente la fuga del Rey de su
prisión el 15 de junio de 1444 fue la señal para una rápida disolución del
partido de los infantes. En las semanas siguientes cayeron todas las posiciones
de los infantes, algunas tras una durísima resistencia, como Peñafiel; en el
nuevo despojo de los vencidos, Álvaro recibía Cuéllar, reincorporada a su
señorío. En las semanas siguientes el condestable dirigió un importante
contingente armado que desplazó al infante Enrique de sus posesiones del
maestrazgo de Santiago, aunque no logró expulsarlo del territorio murciano; las
operaciones se suspendieron, porque se anunciaba una invasión aragonesa.
Confiaba Juan en una nueva
intervención de su hermano Alfonso, que ahora se limitaría a proferir amenazas
desde su escenario napolitano y a intentar obtener por vía diplomática las
mayores compensaciones posibles para sus hermanos. Juan aceptó retirarse a su
reino navarro y se firmaron treguas por cinco meses: ambas partes necesitaban
tiempo para reunir fuerzas y recursos.
Antes de concluir las treguas, se
ponían en marcha, a finales de febrero de 1445, las tropas de Juan desde
Navarra y las de Enrique desde Murcia; se reunieron en las proximidades de
Alcalá de Henares y, desde allí, seguidos por el ejército real, marcharon hacia
Olmedo. Ahora parecía tener Álvaro la oportunidad, tantas veces buscada y
fallida, de un encuentro decisivo con los infantes. Lo fue: al atardecer del 19
de mayo, de forma casi inesperada, se producía un combate en las proximidades
de Olmedo, que significó la derrota de los infantes. Enrique, herido, murió
pocas semanas después, en Calatayud, y Juan, único superviviente de sus
hermanos, se retiró a Aragón.
Parecía llegarle a Álvaro el momento
de gobernar sin oposición; entre otras incorporaciones a su enorme patrimonio
hay que mencionar Ledesma, Trujillo y Torrelobatón, en los días siguientes a
Olmedo; en septiembre de ese año lograba el maestrazgo de Santiago.
Pero la victoria llegaba tarde y muy
mediatizada; el príncipe abandonaba el real de Olmedo y se trasladaba a
Segovia. Esgrimía como causa de su descontento que no se habían cumplido las
importantes promesas de señoríos para Pacheco y exigía el perdón de los
principales miembros del partido de los infantes; en realidad, encabezaba una
nueva liga nobiliaria, instrumento de oposición al gobierno de Álvaro, a la que
se sumaban los muchos descontentos que no habían recibido lo esperado en el
despojo. Fue preciso negociar con él, no podía el condestable luchar contra el
heredero, y entregar enormes señoríos al príncipe y a Pacheco, en particular a
éste el marquesado de Villena.
A pesar de ello, un año después de
Olmedo se hallaban en pie, frente a frente, dos ejércitos, uno de los nobles,
dirigido por el príncipe, y el del Rey. No se combatió, pero el acuerdo
alcanzado (Concordia de Astudillo, 14 de mayo de 1446) era una confesión de la
debilidad de la posición de Álvaro; tampoco cesaron con ello las maniobras del
príncipe Enrique, dispuesto a terminar con Álvaro. Éste buscó la solución, como
en su anterior etapa de gobierno, en los éxitos exteriores y en un
reforzamiento de la amistad con Portugal, gobernado por el duque de Coimbra,
cuyos objetivos políticos eran similares a los del condestable y también su
hostilidad a los aragoneses.
Pero los éxitos no acompañaron en esta
ocasión: la guerra con Aragón se convirtió en una querella fronteriza, muy dura
y enormemente costosa, que provocó la protesta de las ciudades ante las
dificultades económicas. Tampoco se obtuvieron éxitos en Granada: no se logró
imponer un candidato tutelado en el trono nazarí y se perdieron casi todas las
posiciones incorporadas en la campaña de 1431. La negociación con Portugal
obtuvo los mejores resultados: Álvaro había negociado, antes de la batalla de Olmedo,
un matrimonio de Juan II con Isabel, hija del infante portugués Juan; a pesar
de la inesperada resistencia del Monarca, en octubre de 1446, quedó acordado el
matrimonio, que se efectuó en julio de 1447. Pero en la nueva Reina tendría
Álvaro un enemigo implacable.
Las relaciones con el príncipe de
Asturias y su entorno, decididos a acabar con el condestable, eran malas de
modo irrecuperable.
En julio de 1447 el duque de Coimbra
se vio obligado a abandonar la Corte portuguesa, mientras sus enemigos, encabezados
por el duque de Braganza, ganaban el poder y la confianza del monarca
portugués, Alfonso V. Por su parte, las Cortes aragonesas privaban de recursos
a Juan de Navarra para su guerra con Castilla; necesitado de recursos pensó
obtenerlos en Navarra actuando como Rey, contra lo dispuesto en el testamento
de Carlos III, lo que provocó la protesta de su hijo, el príncipe de Viana.
Ambos, duque de Coimbra y príncipe de Viana, eran los aliados naturales de
Álvaro, que tomó la decisión de ejecutar un golpe de autoridad que le diese el
control de Castilla.
Contando con una transitoria
colaboración del príncipe Enrique, de nuevo bien retribuida, ordenó la prisión
de los nobles más opuestos a su gobierno (condes de Benavente y Alba, entre
otros) y expulsó a los oficiales hostiles (Záfraga, 11 de mayo de 1448).
Era un golpe de estado, sin las
coberturas de ocasiones anteriores y el inicio de un camino sin retorno; para
sus enemigos era la demostración clara de la tiranía de Álvaro que utilizarían
desde ahora en su propaganda.
En los años siguientes la política
castellana ofrecía un panorama de muy difícil seguimiento. El príncipe abandonó
pronto la conciliación, lo que permitió el golpe de Záfraga, y, en el futuro,
se aproximaría o distanciaría de Álvaro según lo aconsejase la amenaza
granadina o la de Juan de Navarra, siempre obteniendo, él y los suyos,
importantes ventajas patrimoniales.
En mayo de 1449 murió el duque de
Coimbra en la batalla de Alfarrobeira, lo que permitió a los enemigos de Álvaro
ensayar una alianza diferente con Portugal, que se materializó con el
matrimonio del príncipe Enrique y Juana, hermana menor del monarca portugués,
una vez disuelto el matrimonio de aquél con Blanca de Navarra.
Era posible, en ese verano de 1449,
vislumbrar la próxima la caída de Álvaro de Luna, cuya proximidad personal a
Juan II parecía dañada, como apuntaban algunos síntomas. Así lo hacía pensar un
nuevo acuerdo de sus enemigos, bajo la dirección del príncipe Enrique, para
terminar con él (liga de Coruña del Conde, de 26 de julio de 1449); era la
falta de confianza mutua de los coaligados y sus contrapuestos objetivos lo que
imposibilitó que lograsen ahora sus propósitos y permitieran la permanencia del
condestable en el poder. El inicio de la guerra en Navarra entre el príncipe de
Viana y su padre constituía un indirecto apoyo para Álvaro que, en los próximos
meses recuperó poder en Castilla; en febrero de 1451 volvía a aparecer como
dueño de la situación.
A pesar de ello, y de la toma por
tropas castellanas de posiciones en Navarra, la resistencia nobiliaria contra
Álvaro no dejó de reforzarse, sobre todo desde el año siguiente, al tiempo que
la voluntad de Juan II fue alejándose, lenta pero inexorablemente, de su
valido, y la traición anidaba en la intimidad del condestable (Alfonso Pérez de
Vivero); es posible que desde mediados de 1452 se manejase la idea de su
asesinato, a la espera de un argumento para llevarlo a cabo.
El hecho que puso en marcha el proceso
final fue el intento de Álvaro de ceder el maestrazgo de Santiago a su hijo
Juan, para lo que había logrado permiso papal; pretendió llevar consigo al Rey
a Uclés, para efectuar el traspaso, pero, en Madrigal, Juan II se negó a seguir
adelante. En esta villa tuvieron lugar oscuros incidentes en los que el maestre
estuvo, al parecer, a punto de ser asesinado, al igual que, poco después, en
Tordesillas, Valladolid o Cigales. La decisión del traslado de la Corte a
Burgos, cuya fortaleza estaba en manos de los Estúñiga, irreconciliables
enemigos de Álvaro, fue toda una advertencia, pero éste prefirió afrontar el
desafío que abandonar la Corte, aunque tomó todo tipo de precauciones que le
permitieron escapar a una nueva intentona asesina, ya en Burgos.
Fue la Reina quien convenció a Pedro
de Estúñiga, entonces en Béjar, para que participase decisivamente en la
conspiración, cuya ejecución encomendó a su hijo Álvaro de Estúñiga, que se
instaló con tropas en Curiel a finales de marzo de 1453. Los hechos iban a
precipitarse cuando Álvaro, agobiado por el tenso ambiente que se vivía, ordenó
el asesinato del contador Alfonso Pérez de Vivero (1 de abril de 1453), el
traidor que fuera su hombre de confianza. Era un golpe preventivo que
desencadenó el final del drama: el mismo día 1 Juan II reclamaba la entrada de
Álvaro de Estúñiga en Burgos, hecho que se producía esa noche, y el día 3
firmaba la orden de detención del condestable.
En la mañana del día 4 de abril,
después de varias horas de resistencia, Álvaro se entregó a merced del Rey.
Inmediatamente se inició el despojo de sus propiedades, comenzando por los
bienes acumulados en Portillo, fortaleza en que fue encarcelado el condestable,
al tiempo que se dictaban medidas preventivas contra un posible levantamiento
de sus partidarios.
Por su parte, su esposa e hijo
mantenían intensos contactos con antiguos enemigos de Álvaro, incluso el rey de
Navarra, defraudados en su esperanza de volver a Castilla, para acordar una
acción conjunta en su favor.
La iniciativa fracasó, porque Alfonso
V ordenó a su hermano que se abstuviera de toda iniciativa.
Ante la falta de apoyos, Juana
Pimentel dirigió a Juan II, a mediados de mayo, una carta incendiaria en la que
aseguraba que resistiría las disposiciones reales acudiendo a cualquier ayuda,
de los moros o de los diablos si era preciso. El Rey la recibió en Fuensalida,
camino de Maqueda y Escalona, núcleo central del señorío de su valido;
probablemente la misiva disipó las últimas vacilaciones del Monarca.
Convocó el Rey un tribunal de doce
legistas para entender en el proceso del condestable con el claro designio de
dictar una pena de muerte. Era un modelo de irregularidad procesal (ausencia
del acusado, acusación verbal del Rey, incompetencia del tribunal por ser el
acusado miembro de una Orden Militar), a pesar de lo cual no fue fácil alcanzar
un acuerdo: fue éste de pena de muerte, pero en virtud de mandato regio, no por
sentencia judicial. La documentación al respecto fue cuidadosamente destruida.
El día 1 de junio Álvaro fue
trasladado a Valladolid; allí fue degollado al día siguiente, por usurpación de
las funciones regias. Su cabeza cortada fue expuesta durante una semana en el
cadalso; fue sepultado en el cementerio de la iglesia de San Andrés de aquella
ciudad y, poco después, trasladado al convento de San Francisco. Años después
tendría su definitivo reposo en su capilla de la catedral de Toledo.
Escalona no se rindió sino tras duras
negociaciones, concluidas a finales de junio. Juana Pimentel hubo de entregar
la villa, y dos tercios del tesoro que en ella se custodiaba, y comprometerse a
entregar el resto de las del señorío que todavía resistían, pero obtenía el
perdón de sus colaboradores y conservaba importantes posesiones; su hijo
recibía gran parte del condado de San Esteban y el señorío del Infantado. Y un
legado político que mostraría su importancia con la llegada al trono de la
reina Isabel.
Bibl.: J. Rizzo
Ramírez, Juicio crítico y significación política de Álvaro de
Luna, Madrid, Rivadeneyra, 1865; L. del Corral, Álvaro de Luna
según testimonios inéditos de su época, Valladolid, Viuda de Montero,
1915; C. Silió Cortés, Don Álvaro de Luna y su tiempo, Madrid,
Espasa Calpe, 1941; L. Suárez Fernández, “Los Trastámara de Castilla y Aragón
en el siglo XV (1407-1474)”, en L. Suárez et al., Los Trastámaras de
Castilla y Aragón en el siglo XV, en R. Menéndez Pidal
(dir.), Historia de España, vol. XV, Madrid, Espasa Calpe,
1964; I. Pastor Bodmer, Grandeza y tragedia de un valido. La muerte de
don Álvaro de Luna, Madrid, Caja de Madrid, 1992; P. Porras
Arboledas, Juan II. 1406-1454, Palencia, La Olmeda, 1995; J.
M. Calderón Ortega, Álvaro de Luna: riqueza y poder en la Castilla del
siglo XV, Madrid, Dykinson, 1998; L. Suárez Fernández, Nobleza
y Monarquía. Entendimiento y rivalidad. El proceso de la construcción de la
Corona Española, Madrid, La Esfera, 2003.
Vicente Ángel Álvarez Palenzuela
https://dbe.rah.es/biografias/12479/alvaro-de-luna
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