El detalle pertenece a un
nacimiento de Jesús que ocupa el primer cuerpo del retablo barroco
de la iglesia de Sta. María de la Asunción (siglo XVI) de Alcanadre (La Rioja,
España)
No ha sido fácil de
central el tema cuya elaboración me fue encomendada, y entre las alternativas
posibles, he optado por una traducción amplia de su enunciado. Por ella, con las
matizaciones que vamos a prologar, va a discurrir la parte más significativa de
mi exposición: la de la presentación de los elementos que marcaron los ritmos
de los estados de guerreros, clérigos, campesinos y habitantes de las ciudades.
O lo que es lo mismo, los impulsos de toda una estructura que identifica el
cosmos social de la Edad Media.
La simple referencia de una parte de ese enunciado, proclama, sin
ambigüedades posibles, una imagen harto conocida: la que de sí mismos tenían
quienes detentaban el poder y la autoridad, y se materializaba en la existencia
de un mundo en equilibrio y armonía entre los diversos grupos sociales. Todos
se ordenaban complementándose en sus funciones y rasgos específicos, y todos se
integraban e identificaban en una misma fe y en una misma obediencia. Una
representación imaginada de la sociedad medieval, basada en un esquema social
trifuncional, que, como bien sabemos, arranca, desde antecedentes
altomedievales, con Gerardo de Cambray y Adalberto de Laon, y lleva implícita
una ensoñación de armonía social que desde los alrededores del año mil hará
fortuna en la historiografía medieval: belatores, oratores y laboratores. Tres referencias
que cualifican funciones necesarias y complementarias entre sí, para el buen
funcionamiento y cumplimiento de los designios divinos. Tres referencias que
igualmente, en su traducción, forman los estados sociales nucleares de este
tema: guerreros, clérigos, campesinos. Junto a ellos, en un
plano semántico de igualdad, los habitantes de las ciudades, cuya
falta de identificación productiva o funcional, pone de manifiesto un
desequilibrio en su identificación real: son hombres que viven en las ciudades,
sin tareas o funciones específicas y necesarias, que no se ajustan al orden
establecido, pero cuya existencia, desde aquellas fechas es innegable.
Una primera observación que nos sitúa, como punto de partida, en el
siglo XI, en los inicios de la plenitud medieval, cuando el desarrollo de la
sociedad feudal está creando nuevos horizontes socioeconómicos y políticos con
la aparición de las ciudades. Una demarcación que, por otra parte, tiene sus
perfiles cualitativos acotados en las manifestaciones de la vida cotidiana que
han ido desgranando en el curso de esta semana quienes me antecedieron en el
uso de la palabra: vivienda y alimentación, el ritmo de la comunidad rural y
urbana; y algunas de sus manifestaciones culturales y de adoctrinamiento. Para
concluir, de acuerdo con el programa, con aquellos estados que marcan la
ruptura del ritmo de las comunidades y los individuos, pero también la
debilidad de un sistema que manifiesta sus contradicciones: pobreza y
enfermedad.
Nuestro ámbito de análisis debería de ser el trazar las líneas de
fuerza, que fueron marcando los perfiles de cada uno de los estados
individuales en ese amplio período de madurez medieval. Sin embargo, hemos de
reconocer que pretender dar un cuadro que abarque indiscriminadamente toda la
época de plenitud, que incorpore el conjunto de acciones y gestos que
constituyen la vida de cada individuo y los ritmos en los que van perfilándose
sus respectivos estados, cuando estos son inseparables no sólo de las estructuras
económicas, sociales y políticas en las que se insertan, sino también de las
concepciones, ideales y realidades que se les imponen, sobrepasaba las
posibilidades de esta aportación. De estas y otras reflexiones surgió la
necesidad de buscar una unidad de acción, un marco más o menos homogéneo, donde
además de converger esas cuatro referencias sociales, y el período de plenitud
medieval, se anudaran, desde su misma génesis, los ritmos de configuración que
determinaran la existencia de un modelo social, fiel reflejo de las
características de la sociedad feudal.
Esta reflexión, partiendo de esos umbrales de referencia temporal que
nos sitúan en el siglo XI, nos ha llevado al espacio peninsular, y dentro de
él, hacia aquellas áreas incorporadas a los reinos cristianos con la expansión
fronteriza: las tierras situadas entre el río Duero y las Sierras Centrales,
más conocidas históricamente como la Extremadura Castellano-leonesa.
Es posible que, como toda elección de un marco de observación y análisis, el
tomar ese espacio y la sociedad que en él fue configurándose, como base de
referencia, puede ser discutible; al ser parte de un todo mucho más amplio y
arraigado desde la época de surgimiento de los reinos cristianos peninsulares y
cuando, tal vez, no sea más que un reflejo, una representación acomodada a unas
coyunturas puntuales y específicas, y para muchos, no extrapolables a todo el
conjunto, ni siquiera peninsular. Pero en cualquier caso, desde nuestro punto
de vista, y nuestro conocimiento de las situaciones, no deja de ser un
observatorio paradigmático, probablemente tanto como cualquier otro, para
trasladar y dar respuesta a esa pregunta implícita en la primera parte del
enunciado de esta ponencia: el ritmo del individuo en su estado.
El mundo de los Concejos de frontera, dominados por guerreros y
clérigos -milites, caballeros,... clérigos catedralicios y
parroquiales- transformado merced al esfuerzo de los campesinos -propietarios
y dependientes- y organizado desde núcleos urbanos que dan asiento a otros
grupos -manos, menestrales, mercaderes ... -, es por las razones
apuntadas, a las que debo añadir las personales, el marco en el que vamos a
tratar de analizar esos aspectos decisivos en la vida cotidiana.
1. El mundo de la
frontera: horizonte de una nueva sociedad
La conquista de Toledo en 1085 y la reacción almorávide que reequilibró
la tensión cristiano-musulmana, son el punto de inflexión para la incorporación
de las tierras situadas al sur del Duero: la Extremadura histórica de los
textos de los siglo XI y XII. En esas circunstancias específicas, fue necesario
proceder a una ocupación efectiva y a la organización de un sistema defensivo
que asegurara las nuevas conquistas y diera cobertura a la defensa del frente
del Tajo, sometido a las continuas acometidas de los ejércitos almorávides, y
más tarde almohades.
Para una sociedad conquistadora y expansiva, que va siendo
paulatinamente atenazada por la intensificación de los vínculos feudales, y una
monarquía amenazada y derrotada por los almorávides, las primeras decisiones
estuvieron encaminadas a ofrecer seguridad, dar garantías personales y
colectivas y crear, mediante exenciones, el atractivo necesario que permitiera
un rápido movimiento de colmatación de los espacios y núcleos fortificados. La
fórmula utilizada en Sepúlveda en 1076 para reintegrar a sus habitantes bajo la
autoridad real de Alfonso VI, mediante el otorgamiento de un fuero, servirá
para cristalizar un nuevo modelo de ocupación del espacio, cuyos ensayos
podrían retrotraerse a la centuria anterior.
Junto a la ocupación demográfica y la colonización agro-ganadera, desde
las restauradas ciudades-fortalezas, se desarrollaron los aparatos de poder,
concejos y catedrales, que aseguraron el control y administración, temporal y
espiritual de los territorios, y el cumplimiento de los fueros otorgados.
Colonización, transformación y organización fueron así los tres componentes
básicos que definirán, en parte, la historia de los nuevos territorios, y sobre
los que va surgiendo un cuerpo social diferenciado, al menos aparentemente, de
aquel que lo abasteció en sus componentes poblacionales.
La violencia intrínseca de la sociedad feudal occidental, y la derivada
del conflicto cristiano-musulmán, suficientemente recreada por los textos
contemporáneos y clave de la historia hispana, adquiere un singular
protagonismo, al acentuarse sus efectos, además, con las situaciones que desde
principios del siglo XII agitan al viejo reino castellano-leonés. En 1086 el
protagonismo cristiano dominante durante todo el siglo XI es sustituido por la
iniciativa de los almorávides: las tierras al sur del Tajo se pierden para el
dominio cristiano en los últimos años del reinado de Alfonso VI; Valencia es
abandonada a la muerte de Rodrigo Díaz, el ejército real es sucesivamente
derrotado en las grandes batallas de la época: Sagrajas en 1087 y Uclés en
1107. Dos años más tarde, la muerte del conquistador de Toledo, y el matrimonio
de Alfonso I de Aragón y Urraca de Castilla, abren una fase conflictos
internos. Desde esas fechas y durante más de medio siglo, las tierras y gentes
de la frontera se enfrentan a su destino cristiano. Un destino que se dibuja
con grandes sombras determinadas por el peligro y el miedo real que propaga el
avance almorávide, por la inseguridad que trasmite la escasa implantación
cristiana al sur del Duero, por la debilidad y los conflictos que se
manifiestan en la sociedad conquistadora y por el poder imparable de los
señores feudales al norte del río. Pero para los que estaban dispuestos a
asumir los peligros, las condiciones de libertad que se ofrecen en la frontera,
la aventura y las nuevas posibilidades que brindaba una sociedad emergente, son
el contrapunto que atraerá y agitará a las nuevas poblaciones.
Desde la segunda mitad del siglo XII el horizonte fronterizo se amplia y
se altera con la aparición de nuevos factores. En 1157 se produce la separación
de Castilla y León y la Extremadura se ve dividida entre dos reinos
involucrados en conflictos fronterizos. A pesar de algunos efectos locales, saldo
evidente de las pugnas entre cristianos, el sentimiento de unidad y la
continuidad de las tendencias operantes siguieron vigente, y en todo caso, fue
el revulsivo para la finalización de los procesos de colonización,
transformación económica y organización.
Mientras
castellanos, leoneses y portugueses tensionaban sus relaciones fronterizas, la
reunificación almohade relanzaba el papel de las milicias concejiles formadas
por los caballeros villanos e inauguraban, al mismo tiempo, una nueva fase en
la guerra de fronteras. Una etapa discontinua marcada por las treguas y paces,
necesarias para atender a los problemas internos de los reinos cristianos, que
se intercalan con períodos de enfrentamiento, pero cuyo saldo final será un
lento deslizamiento de la frontera musulmana hacia el sur, alejándose del
ámbito de los concejos, y donde el protagonismo de sus caballeros va siendo
sustituido por las nacientes Ordenes Militares en los campos de la Mancha y de
la actual Extremadura.
Ambos desplazamientos, el físico de la frontera y el funcional de los
caballeros villanos, señalan el punto culminante del protagonismo de los
guerreros extremaduranos, cuyo final llega con la desaparición en 1230 de las
fronteras entre cristianos, por la unificación de Castilla y León, y la
musulmana por las conquistas de Andalucía que focalizarán la guerra de frontera
en el perímetro granadino. Es la desaparición de un horizonte externo, el de la
guerra de fronteras, decisivo en la configuración de los ritmos de los individuos
en sus estados, y la aparición de nuevas fronteras sociales en el marco de los
concejos, producto de la madurez de sus estructuras.
Durante casi dos siglos, una generación tras otra, han vivido estas
situaciones que han ido tejiendo los hilos de los grandes procesos internos,
teñidos por el aliento ideológico de cruzada que se infiltra desde el
continente, y las que anudan sus estructuras, en un movimiento
convergente de institucionalización. En una secuencia que se prolongará hasta
el siglo XIII, poco a poco irán surgiendo los perfiles de guerreros, clérigos,
campesinos y habitantes de las ciudades, forjando los parámetros de sus estados
individuales, en unos ritmos cuyas claves fueron los procesos fronterizos.
2. Los guerreros:
aristocratización y ennoblecimiento
Las necesidades impuestas por los problemas fronterizos, determinaron,
como ya había sucedido en Sepúlveda en 1076, la militarización de las
poblaciones que fueron asentándose al sur del Duero. Probablemente, algunos
habían probado ya su suerte en el ejercicio de las armas participando en las
mesnadas que hostigaron las fronteras musulmanas en el siglo XI. Otros
procedían de antiguas zonas fronterizas, como los renombrados serranos, los más formaron
parte de grupos familiares amplios que, desde las ciudades fortificadas,
garantes de la seguridad de las nuevas tierras, se instalaron también en las
aldeas. A cambio de sus presuras, se comprometieron a cumplir las exigencias de
servicio de armas como caballeros y peones, que requería la defensa de la
frontera, o en su caso a contribuir con prestaciones y servicios a la
financiación de aquella.
Sin embargo, las exigencias y condiciones que imponía la guerra en una
frontera que se extendía en profundidad, fueron marcando el ritmo de
diferenciación entre los individuos. Los grandes desplazamientos, desde el
Duero hasta Sierra Morena o el valle del Guadalquivir, los largos y continuados
períodos de ausencia de los lugares de asentamiento, impulsaron un trastocamiento
de las situaciones primigenias. Poco a poco la intensidad de la guerra de
frontera dio paso a la aparición de un guerrero especializado en la guerra a
caballo, insustituible en las nuevas condiciones de las estrategias fronterizas
del siglo XII. Desde los fueros breves iniciales, donde ya se favorecía este
proceso, hasta las crónicas que darán cuenta de lo sucedido, se rubrica la
separación de quienes terminaron por monopolizar la función militar: los que
desde una fortuna patrimonial, podían costearse y mantener el caballo y el
armamento correspondiente, qui habuerit aldea et uno iugo de
boves et XXXX oves et uno asin et duos lectos ... (BLASCO, R., El
problema del fuero de Avila, en RABM, LX
(1954), p. 22) podían hacer frente a la financiación
de las expediciones y se dedicaron exclusivamente a la carrera de las
armas, trabajaronse en pleytos de armas e en defender a todos los otros, (HERNÁNDEZ SEGURA,
A, Crónica de la Población Avila, Valencia 1966, p. 18) y los
otros, los que contribuían con su trabajo y su servicio a los gastos generales
de defensa. De la militarización generalizada, se fue pasando a la exclusión de
quienes no estaban en condiciones de seguir el duro ritmo que marcaban los
acontecimientos de las fronteras: arrancadas, cabalgadas,
asedios, en los términos que utilizan los Anales Toledanos, la
Crónica de la Población de Ávila y la de Alfonso VII, fueron troquelando la
figura de un guerrero cristiano de frontera, que lo hacía con armas de metal y
un equipamiento adecuado para la lucha a caballo. La cotidianidad de las
acciones frente a musulmanes o cristianos, creo hábitos y costumbres, e
institucionalizó una forma y un género de vida recreado por los cantares de
gesta e idealizado por la Iglesia, y de él nacerá el prestigio y el sentido del
honor, pero sobre todo, la diferenciación frente a los miembros de sus
parentelas y sus convecinos de ciudades y aldeas.
El nuevo rango del guerrero, vanguardia del reino, fiel vasallo y
colaborador de los designios de la monarquía trasmitidos por los tenientes
regios, fue materializándose en una tendencia aristocratizante. Si las
disposiciones forales de Sepúlveda igualaban en los juicios a sus pobladores
con los infanzones, su filosofía última, al generalizarse al resto de la
frontera, la restringió al guerrero a caballo como único receptor de estas
situaciones de privilegio jurídico, pero también fiscal, propias de la nobleza,
encargada de la defensa de la sociedad en los antiguos territorios. Poco a poco
fue cerrándose el circulo en tomo al guerrero residente en las ciudades
fortificadas, dispuesto a defender a la comunidad, acudir en defensa de la
frontera, o realizar razzias, al tiempo que nacían nuevos vínculos, en parte
derivados de la solidaridad militar, que rompen las relaciones parentales
iniciales. Siglos más tarde, por si alguien cuestionaba su encumbramiento, la
crónica de la población de Ávila resume en una sola cita todo el proceso,
tratándose de emparentar al caballero con la nobleza precedente:
Entre tanto vinieron otros muchos a poblar a Avila, e señaladamente
infançones e buenos omes de Estrada e de los Brabezos e otros buenos omes de la
Castiella. E estos ayuntaron con los sobredichos (serranos) en casamientos e en
todas las otras cosas que acaesçieron.
(HERNÁNDEZ SEGURA, A., Opus
cit, p. 18)
No era banal la identificación con los buenos omes equivalentes
a los boni homines, sinónimo de un rango económico y social. A
su fortuna original, el guerrero ha ido acumulando nuevas concesiones
territoriales por la realización de servicios, y presuras en los alfoces
concejiles. Un patrimonio orientado, fundamentalmente, hacia la actividad
ganadera, que se aviene con sus continuos desplazamientos y defensas militares
de los concejos. Pero sobre todo, será la participación en las razzias contra
los territorios musulmanes y la consecución de botines, muchos de ellos
constituidos por ganadería, lo que permitirá la creación de grandes patrimonios
fundiarios y pecuarios.
Los ejemplos de Miguel Domínguez en 1150 y Blasco Sánchez en 1161,
guerreros salmantinos, que ante el temor a encontrar la muerte en la
guerra de me que moriar en fossado, hacen disposición de todo
un conjunto de mandas que incluyen varias aldeas, tierras, viñedos, casas,
tiendas, pesqueras, aceñas, ganados, objetos de metales preciosos, cautivos,
cantidades de morabetinos, es decir toda una fortuna que identifica con
claridad los niveles económicos alcanzados en la primera mitad del siglo XII.
El abismo abierto por la especialización funcional en el arte de la
guerra de fronteras, reconocido en su estatus privilegiado, se incrementaba
además con la elevación de sus niveles de riqueza, compensatorios de los
desvelos, peligros y responsabilidades que asumía en la defensa y
engrandecimiento de los concejos, que no tardarían en constituir un componente
más de su poder. En los concejos como instituciones creadas en el marco de la
territorialización de una sociedad militarizada, continuamente agitada por las
circunstancias fronterizas, la detentación de los cargos y magistraturas
urbanas, que asumen el poder eminente por delegación del poder real, terminó en
manos del guerrero asentado en las ciudades que monopolizarán, desde ellas, la
dirección política de los concejos.
E entre tanto sopolo el conde don Remondo, que estava en Segovia, e
trasnocho e vinosse para Avila, e fallo toda la verdad de como fue el fecho; e
mando que no les diessen nada de quanto ganaron a los que se tomaron, e saco
los fuera de la villa al arraval, e apoderolos en la villa aquellos que
llamavan serranos que fueron adelante, e ordenolo assi: que alcaldes e todos
los otros portillos que los oviessen estos, e non otros ningunos. E tan grande
fue la ganançia que en aquella fazienda ganaron, que dieron al conde don
Remondo en quinto quinientos cavallos (HERNÁNDEZ SEGURA, A., Opus cit, p.
19)
Estos pasajes, tantas veces citados de la crónica de la población de Ávila,
dibujan con claridad el dominio en el concejo abulense. Ante los conflictos
suscitados entre guerreros y las otras gentes que poblaban la ciudad, que derivarían
en fuertes enfrentamientos, el conde Raimundo de Borgoña hizo entrega de los
cargos, alcaldes y portillos a los guerreros, que, más tarde será confirmada
por Alfonso VII. Hecho que se verá corroborado por la presencia de autoridades
concejiles en todos los concejos desde los años 1130-1140, frente a la
presencia inicial de los tenientes reales.
Mediante el control del concejo, el dominio del guerrero se extiende
desde las ciudades a las aldeas del alfoz, reconstruyendo así un nuevo tipo de
vínculos de los que se derivará la participación en las imposiciones que pesan
sobre el resto de las poblaciones, y la acomodación de sus estados individuales
a la hegemonía económica, jurídica y política.
Al mediar el siglo XII cristalizaba en las ciudades fortificadas un
estado individual, cuyos componentes de superioridad provienen de sus
diferencias funcionales y jurídicas iniciales, desde las cuales, y al amparo de
la guerra de fronteras y la inseguridad derivada, han acumulado poder
económico, trastocando las relaciones que hasta entonces se mantenían entre los
diferentes grupos. Controlan los derechos eminentes que corresponden al
concejo, al ocupar las magistraturas urbanas, y desde ellas establecen una
relación nueva que sustituye a las solidaridades forjadas en la época de
colonización. La fuerza, el privilegio, el poder y la autoridad de la que es
portador el guerrero, reflejan el carácter aristocrático de un grupo, emanación
del poder de la monarquía, en cuyo nombre y en virtud del vínculo vasallático
que le une, ejerce la guerra, la dirige, percibe una parte del botín y de los
beneficios correspondientes al rey en los territorios que defiende.
A partir de entonces se produjo un salto cualitativo, determinado por
las alteraciones que habían ido operándose en la defensa de la frontera,
aquellas que tienen lugar en el propio seno de la sociedad concejil, y por la
necesidad y la obligación, propia de la mentalidad aristocrática señorial
alcanzada, que le impulsa a mantener el poder, la riqueza y hacer manifestación
ostensible de ella, que llevará al guerrero a transformarse en nobleza urbana.
La disminución de los botines es un hecho derivado de la lógica evolución
expansiva de la sociedad cristiana. El protagonismo del ejército real, la
aparición de las Ordenes Militares, y el desarrollo de los concejos transerranos,
rebajan ostensiblemente la participación de las milicias concejiles de la
Extremadura en la guerra de fronteras, de las que formaba parte el guerrero. El
cronista abulense reconocía el cambio al introducir el protagonismo de los
reyes y el ejército real y enfatizar en la prestación de servicio militar, no
exenta de cierta resistencia, del concejo de Ávila
E el concejo de Avila fue y en su servicio. E estovieron y tanto daqui e
que fallecio al rey la vianda e demandando a los conceios quel dieren la vianda
e que se tornasen, que él se tenie por servido dellos, e ellos fizieronlo asi.
(HERNÁNDEZ SEGURA, A., Opus eit. p.
33)
Era necesario, por tanto, activar y capitalizar los otros componentes
que forman parte de su estado individual, como mecanismos reproductores de sus
niveles de rentas: reconvertir el ejercicio del poder y la hegemonía superior
del guerrero en las comunidades concejiles, para adaptarlo a las nuevas
realidades emergentes, ajenas, en muchos casos, al mundo de la frontera
cristiano-musulmana. Pero al hacerla, desde la mentalidad guerrera que se ha
ido acuñando, en un momento de desarrollo de la sociedad concejil, se hacía
preciso trasladar la función militar a la defensa de su territorio de soberanía
política, frente a la competencia de otros grupos, y manifestar su superioridad
jurídica, frente el poder económico de otros vecinos del concejo. En el primer
plano, la fuerza del guerrero tratará de asegurar y legitimar los espacios
constitutivos de sus alfoces en torno a la cabeza rectora de los concejos,
mediante la fijación de una nueva frontera, en defensa fundamentalmente de sus
intereses ganaderos; pleitos, conflictos, concordias fueron manifestaciones que
marcaron las preocupaciones interesadas de los guerreros, tratando de
consolidar sus jurisdicciones y la geografía de sus pastos; la razzía y el
botín son sustituidos por la explotación de los recursos concejiles mediante el
control de sus estructuras económicas. En el segundo plano, la pérdida de la
funcionalidad militar del concejo y su desarrollo como órgano político con
jurisdicción sobre tierras y hombres, determinó la transformación de la
superioridad funcional en hegemonía político-jurídica. Desde las redacciones
forales extensas que empiezan a sustituir a los fueros breves iniciales, hasta
las numerosas confirmaciones reales del siglo XIII se abre un proceso de
institucionalización de la figura del caballero villano como rango: guerreros
que disponían de vecindad en villas y ciudades, que estaban en posesión de
fortunas, que no procedían de actividades artesanales o comerciales, que les
permitía mantener un caballo de guerra de un determinado valor y las armas
correspondientes, exentos de contribuciones fiscales y equiparados
jurídicamente a los infanzones. Situación de privilegio que se consolidará al
asegurarse el carácter hereditario de la misma.
Los caminos que en su tiempo
estuvieron abiertos a todos los individuos, se cerraban para aldeanos y vecinos
de las ciudades dedicados a determinados oficios. Y con ello se aseguraban el monopolio
del control del concejo y los beneficios de la explotación política y económica
de sus tierras y sus hombres. Pero lo más importante era el enroque de los
caballeros sobre sí mismos, poniendo obstáculos institucionales, sólo salvables
por ellos mismos y sus descendientes. Se arrogaban un estado que inicialmente
había estado abierto y determinado por la guerra de fronteras, para a partir de
aquí trasmitirse en los linajes que constituyen la oligarquía urbana de los
concejos. El fenómeno que culmina al mediar el siglo XIII no estará exento de
conflictos y pugnas donde junto al linaje, el bando jugará un importante papel.
El guerrero, que había nacido
como un género de vida adaptado a las necesidades específicas de las guerra de
fronteras a finales del siglo XI, terminaba
por convertirse en un rango nobiliario urbano, que imitaba los gestos y el
estilo de vida nobiliario, su simbología, sus genealogías, sus blasones, sus
casas fortificadas, y su protagonismo político a través de su presencia en la
Cortes.
3. Los clérigos: de
los monjes a los clérigos catedralicios
El mundo de la frontera puso en pie un cambio radical en el protagonismo
de quienes se dedicaban al servicio de Dios, y con su búsqueda de la
perfección, alcanzan su realización personal en la oración, el culto, y el
trabajo manual e intelectual.
De un lado, el pasado, la vivencia del monje que ha eliminado mediante
la clausura el enfrentamiento con el mundo, reduciendo su apostolado a la
santificación personal, aunque no pudiera sustraerse del servicio litúrgico
entre laicos, ni del acomodamiento al proceso de colonización y encuadramiento
señorial al norte del Duero. Del otro, el futuro, quienes desde la parroquia y
la catedral tratan de compaginar la perfección con la evangelización de los laicos,
y encuentran un marco propicio en las nuevas tierras fronterizas.
El establecimiento de un estructura eclesial y la incorporación de sus
miembros a la sociedad de la Extremadura, en un período en el que convergen las
reformas occidentales con los intentos renovadores hispanos; las pretensiones
pontificias con las necesidades de la monarquía; la actitud anti musulmana del
occidente cristiano con la reacción rigorista del Islam almorávide; la
superioridad de las funciones de guerrear y rezar, unidas, cuando se trata de
combatir al infiel; la emergencia del mundo urbano y su protagonismo sobre las
áreas rurales; no tardó en decantarse con claridad, hasta constituir un modelo
de instauración de la reforma gregoriana. Pero para llegar a él, fue necesario recorrer
las pautas seguidas por los movimientos reformadores en un largo proceso
que se iniciaría al mediar el siglo X con la presencia del monje, y termina
con la consolidación del clérigo catedralicio.
Hasta 1102, fecha de la restauración de la primera de las sedes
episcopales, se han ido desarrollando impulsos colonizadores, de forma
espontánea o dirigida, en las proximidades de la antigua frontera del Duero,
donde se constata la presencia de algunos de los grandes monasterios
castellanos que prolongan sus espacios de influencia. Son simples posesiones
aisladas, que suponen un contrapunto con la vinculación de los espacios a los
concejos y sus correlativos principios autonomistas. Un modelo socio-espacial,
el concejil, que favorece la convergencia de elementos tan aparentemente
divergentes como los apuntados y cuenta, además, con factores para la
restauración reformadora: perdura una religiosidad arraigada entre las
poblaciones autóctonas, pero sin ninguna organización interna; hay una
oposición a la presencia monástica, reduciéndola a las riberas del Duero; se ha
realizado una restauración urbana sobre antiguas sedes episcopales; y en último
término, convergen condiciones coyunturales para conjugar el interés
monárquico, las pretensiones pontificias y la actuación mediadora y
transicional de los monjes cluniacenses, fieles agentes de la reforma.
La acción de Raimundo de Borgoña en 1102 al restaurar la diócesis de
Salamanca encomendando a su obispo las iglesias y clérigos de Zamora y Salamanca,
bajo su exclusiva jurisdicción, dotándola con abundantes recursos materiales y
rentas que garanticen su independencia, y la elección de su primer regente,
Jerónimo de Perigueux, más tarde también obispo de Ávila, exmonje cluniacense,
exobispo de la Valencia del Cid, y guerrero cualificado como pone de manifiesto
el Cantar del héroe castellano en palabras del mismo obispo, trasladan la
imagen del nuevo clérigo y su acomodación a los rasgos militarizados de la vida
fronteriza del siglo XII.
Oy vos dix la missa
de Santa Trinidade,
por esso sali de mi tierra e vin vos buscar
por sabor que avia de algun moro matar.
Mi orden e mis manos queria las ondrar
e a estas feridas yo quiero ir delant;
pendon trayo a corças e armas de señal,
si plogiesse a Dios querria las ensayar
(Poema de Mio Cid (2370) Ed. Colin Smith, Madrid 1972).
Las investiduras episcopales sobre los territorios diocesanos
responderán a un acto de voluntad regia, influida por monjes y legados,
mediante la cual se hace entrega de iglesias, rurales y urbanas, y clérigos sin
excepción, que pasaban a depender directamente del poder episcopal, y cuya
función inicial será restaurar el culto y organizar jerárquicamente las
diócesis.
Las características que mostraban las sedes episcopales desde esas
fechas iniciales del siglo XII, dominaban el exiguo protagonismo monástico,
sustituyéndolo por nuevos colectivos -los cabildos-, que colaboraban con el
esfuerzo episcopal. No son meros órganos religioso-administrativos, en cuyo
seno sus miembros sostienen ciertos rasgos de vida comunitaria y ayudan a la
gestión espiritual de la diócesis. El ius episcopal comprende
el poder temporal sobre las iglesias y es excluyente de cualquier otro poder,
laico o clerical. La centralización episcopal con la ciudad, junto a los
centros de poder concejiles, y la necesidad de distribuir a los miembros
capitulares la gestión temporal y espiritual que corresponde en la diócesis al
obispo, haciéndoles partícipes de los beneficios correspondientes, elevaba a la
comunidad catedralicia, obispo y cabildo, por encima del conjunto clerical,
urbano y rural, y la convertía en la manifestación más representativa de
los oratores, prestos a encontrarse y aliarse con los
representantes más caracterizados de los bellatores, los caballeros villanos.
Al margen de su progresiva especialización y jerarquización, paralela a
la consolidación diocesana, el clérigo catedralicio, sobre el que realmente
descansa, tanto la defensa ideológica y la motivación de la guerra contra el
infiel, como la ordenación de las nuevas tierras y la identificación en la fe
de los hombres encuadrados en las parroquias, exigía retribuciones temporales y
el reconocimiento de un nuevo estatus jurídico, tan arduamente perseguido por
la reforma, que sirviera para garantizar su libertad e independencia. El
vínculo contraído por los clérigos con Dios, como señor, era incompatible con
el ejercicio de otro tipo de servicios que no fueran los de su ministerio. Los
laicos, mediante el monarca, renunciaban a cualquier tipo de sometimiento,
puesto que en último término, igualmente se beneficiaban de sus oraciones y
eran garantía del perdón de sus pecados.
En un proceso dinámico, mediante sucesivas concesiones y privilegios,
que toman referencia del contenido de los ordenamientos forales, fue
institucionalizándose el estado individual del clérigo catedralicio:
excluyéndole de la jurisdicción de las magistraturas concejiles; del derecho
procesal que no fuera el de las colecciones canónicas, y por eso mismo,
iglesias y clérigos de la diócesis pasaron a disponer de su propio fuero, sus
propias normas jurídicas y consolidan su exención fiscal. Se iba configurando
así una doble diferenciación entre quienes se dedicaban a la oración y los
laicos; entre quienes dentro del grupo de clérigos, ostentaban cargos en los órganos
de gobierno diocesano y el resto de la clerecía que regentaba la cura pastoral
de almas en las iglesias parroquiales.
Pero para garantizar las diferencias y su libertad de acción, se
necesitaba contar con una base económica, que asegurara su independencia frente
a los otros poderes. Desde unos inicios vacilantes, producto de la coyuntura
interna y externa al iniciarse el siglo XII, se entra al mediar el siglo en un
despegue de los patrimonios catedralicios, al tiempo que se produce un
repliegue definitivo de la presencia monacal, reducida a partir de aquí a
presencias marginales. Reyes, nobles, caballeros, clérigos, simples
particulares contribuyeron con sus donaciones a aumentar espectacularmente los
patrimonios catedralicios. Su resultado más evidente fue la existencia de una
clerecía poderosa que centraliza y jerarquiza a iglesias y clérigos, vigila la
evangelización de los campos en las iglesias sometidas a la catedral, goza de
inmunidad en su personas y sus bienes, y por ello comparte el poder con el
concejo y sus caballeros a los que se halla igualada en su estatus jurídico y
fiscal. Una alianza y equiparación de poderes que a veces desdibuja las
diferencias funcionales, y las enmascara por la reciprocidad de injerencias en
sus actuaciones. El carácter de bellator y orator del obispo
Jerónimo, tuvo su continuidad en los múltiples vínculos, incluso parentales,
que unieron a clérigos catedralicios y caballeros, antesala de las órdenes
militares, hasta alcanzar su expresión física en la yuxtaposición de sus
elementos urbanos: catedrales, alcázares, murallas, canonjías, torres ...
Frente al perímetro amurallado que magnificaba la defensa fronteriza de los
bellatores, las torres y cúpulas de las catedrales de los oratores extendían
el manto de la protección divina en el cosmos social de la frontera.
Hacia la segunda mitad del siglo XII el clérigo catedralicio ha
concluido el encuadramiento de los laicos en las parroquias rurales y urbanas,
la jerarquización de los clérigos, y los ha ordenado en arciprestazgos y
arcedianatos que se agrupan en tomo a la catedral.
A partir de ahí, su evolución se mueve bajo los mismos parámetros que están afectando al mundo de los guerreros: configuración de sus estructuras espaciales, con las consiguientes alteraciones de los marcos diocesanos; enfrentamientos con otros grupos clericales que les disputan el poder y merman el ius episcopal, monasterios y órdenes militares; formalización y jerarquización de cabildos y curias episcopales con sus secuelas de conflictos y pugnas entre sus miembros; desarrollo de mecanismos detractores de rentas, impuestos y derechos eclesiásticos e institucionalización final al mediar el siglo XIII. Sin embargo, junto a sus preocupaciones formales y temporales, y su protagonismo en la guerra de fronteras, el proceso se ha visto acompañado y empañado por la degradación de los clérigos, producto de su aislamiento, su falta de preparación, y sin duda su carácter fronterizo, que cuestiona seriamente su acción ideológica y correctora de las costumbres de los laicos.
Monasterio cisterciense de Santa María de Río Seco, siglo XIII, comarca
burgalesa de Las Merindades
En sus buenos tiempos contó
con más de un centenar de monjes blancos de la orden del Císter y todo tipo de
dependencias, entre las que estaban la hospedería y el hospital, además de
granjas, molinos, batanes y ventas. Los monjes crearon en Rioseco una
explotación agrícola modélica e introdujeron muchos nuevos cultivos en el valle.
https://elviajero.elpais.com/elviajero/2022/03/29/actualidad/1648568369_039077.html
Por todas partes, para esas fechas, se advierte que el riesgo y el
peligro de la vida fronteriza han terminado por contaminar a la moral del
clérigo. Clérigos concubinarios, ladrones, iletrados, ajenos a la disciplina,
movidos por la avaricia y la acumulación de prebendas, eran los calificativos
que recibían en el diagnóstico realizado por el legado pontificio Juan de
Abbeville en 1228. Se hacía necesario renovar el aparato diocesano para mantener
una numerosa clerecía que atendiera las necesidades espirituales de los laicos.
Organizar un sistema jerárquico coherente y unificado en su orientación
espiritual; elevar la dignidad de los clérigos y consolidar su jerarquización.
Era hora de fijar comportamientos, asegurada la estructura y perfilar el estado
del clérigo para evitar degradaciones que le vaciaban de contenido en su
función pastoral, cuestionando su preeminencia ideológica, que afectaba, en
último término, al nivel de sus recursos y su protagonismo social. Tanto en la
cabeza, en la institución catedralicia, como en los pies, los clérigos
parroquiales, se encontraba un cerrado rechazo a cualquier intento de modificar
las costumbres fronterizas forjadas desde la instauración y el reclutamiento de
los clérigos diocesanos. Y las repercusiones agudizaron la inestabilidad del
estado clerical, al afectar a su prestigio entre los laicos, fuente de
donaciones y diezmos. Las exigencias de la reforma surgieron así de forma
inevitable, tanto dentro como fuera de la diócesis, y en todas se propuso un
programa común: ajuste de los recursos a las necesidades, recuperar la
autoridad y restablecer la jerarquización; control de los aparatos diocesanos y
depuración del clero para recobrar el prestigio moral e ideológico, y por lo
tanto el lugar que el orator debía ocupar en la sociedad.
Pero habría que esperar a los años cuarenta del siglo XIII para que
finalmente surgiera la sintonía entre cabildos, obispos y legados pontificios,
capaz de recuperar el lugar de privilegio que debería de ocupar el clérigo
catedralicio: prioridad a los asuntos económicos, sobre el desprestigio
clerical; pero sobre todo una atención especial a los clérigos catedralicios,
sobre los que realmente descansaba el prestigio de la diócesis, sancionando así
su estatus diferenciado y privilegiado.
Es entonces cuando aparece plenamente desarrollado el ámbito de acción
de los clérigos catedralicios. El obispo, máxima autoridad, su curia personal,
el cabildo catedralicio ordenado en dignidades, canónigos, racioneros y otro
personal subalterno, forman la cúspide de una pirámide cuya base más numerosa
la constituyen los clérigos parroquiales, y entre ambos se abren las
diferencias acuñadas por el proceso de constitución de una Iglesia jerárquica
esencialmente episcopal y parroquial.
El clérigo catedralicio ha terminado por ser un estado privilegiado
configurado desde la reforma gregoriana y la especificidades de la vida
fronteriza, que se prolonga a sus familiares y clientes; forma parte de un
sistema jerárquico, el catedralicio, que constituye un aparato de dominación
social e ideológica, y es el beneficiario de rentas e ingresos que provienen
del patrimonio catedralicio, pero sobre todo de la percepción diezmal.
4. Los campesinos:
de la libertad a la dependencia
Etimológicamente dícese de las personas que viven y trabajan de
ordinario en el campo. En la tradición medieval, son los laboratores o
los encargados de proporcionar con su trabajo, alimento a quienes velan y oran,
y los que se hallan en una situación de dependencia ante la superioridad de los
que interceden ante Dios y procuran con sus armas su seguridad física.
Este arquetipo del estado del campesino medieval no es ajeno a la
realidad de la frontera, si bien es cierto que las emergencias que generan sus
contextos iniciales, van a graduar las transformaciones que se fueron operando
en su estado individual.
Con el mismo anonimato con el que fueron estableciéndose, solo
traicionado por la toponimia y la arqueología, fueron conformando el grupo más
numeroso y activo de los pobladores de la Extremadura, que haría posible la
incorporación de los espacios a la economía cristiana, y dotaría, al mismo
tiempo, de recursos a guerreros y clérigos para la realización de sus
funciones. Las garantías militares que proporcionaban las restauraciones de las
ciudades fortificadas, y los criterios forales iniciales que garantizaban el
acceso a la propiedad y unas condiciones de libertad personal, fuertemente
contrastadas con las limitaciones existentes en sus lugares de procedencia,
hicieron posible la constitución de comunidades de aldea que se extendieron por
el ámbito de todos los alfoces concejiles. Muchos de ellos pudieron acogerse al
estatus de caballero con el que se dotó a los poseedores de caballos, o para el
que se reclamó a los detentadores de bienes suficientes. Pero la mayor parte,
fueron alejándose de la guerra para dedicarse al trabajo de los campos y a las
explotaciones ganaderas, alcanzando una nueva situación económica y personal.
Por distribución o por presura, el campesino de la frontera pasó a ser
poseedor de predios, y en virtud de ello, tuvo acceso a la utilización de
espacios comunales. No eran plenamente propietarios de las tierras ocupadas,
puesto que el rey, los tenientes, o en su lugar los concejos, eran los
depositarios de los derechos eminentes; lo que explicará la disposición de
tierras ya ocupadas a la hora de dotar a ciertas instituciones, y así mismo la
exención contenida en los fueros de nuncio y mañería, que indican el carácter
restrictivo que tenía la posesión de tierras. El hecho no fue obstáculo para
que el concejo garantizara la integridad de las posesiones, facilitara la
movilidad personal, al no verse adscritos a las heredades que ocupaban. La
libertad, en cuanto a la posesión de la tierra y su disposición, en general,
garantizada taxativamente en los fueros breves iniciales junto a la existencia
de otras concesiones eximentes, eran el atractivo suficientes frente a las
limitaciones y adscripciones, que por las mismas fechas conocemos al norte del
Duero. Si añadimos la abundancia de tierras, las posibilidades de promoción
social en la frontera y la estrecha relación con los vecinos asentados en las
ciudades y los guerreros, tendremos que concluir que a pesar del riesgo de la
frontera, la migración y el asentamiento fueron espectaculares en la primera
mitad del siglo XII.
A cambio de la posesión de heredades y de la protección dispensada por
los guerreros de los concejos, se les exigió, como contrapartida, un conjunto
de prestaciones y servicios que no fueron excesivamente gravosos. Era el coste
lógico de la militarización exigida en un espacio fronterizo: el pago de la fonsadera y la participación en llamadas
y apellidos, garantías de sus libertades.
En medio de estas situaciones generales y comunes a la mayor parte de
los campesinos, se fueron abriendo paso otras menos distantes de las viejas
costumbres. Las tierras adscritas al dominio real, a los patrimonios
catedralicios que empezaban a formarse, se hallaban trabajadas por campesinos
dependientes, nominados como collaciis, haciendo referencia
a labriegos sujetos a cargas por habitar y trabajar tierras ajenas. Si bien
gozan del estatuto general, su vinculación a tierras señoriales les obliga a la
realización de sernas y otras prestaciones. Las dos situaciones debieron ser compatibles en
los primeros años de control cristiano, si bien el enfranquiciamiento de los
campesinos asentados en las tierras concejiles, fue la forma dominante hasta
mediados del siglo XII.
Las tendencias operantes no tardaron en ir acercando situaciones y
equilibrando el estado del campesino, al cambiar la función de los concejos
hacia una gestión más administrativa que militar, y acrecentarse las
necesidades patrimoniales de los oratores.
La primera de ellas tuvo consecuencias inmediatas. Desde el reinado de Alfonso
VII los documentos nos muestran cambios sensibles en la utilización de los
términos que denotan la existencia de un mundo que va alcanzando su madurez,
adquiere con ello mayor complejidad, y se traduce, a la postre, en mayores
exigencias que las puramente relacionadas con la defensa de la frontera de la
primera época. En las sucesivas donaciones realizadas a las catedrales, se
incluyen exenciones de bienes y personas, indicadoras de las nuevas exigencias
que han ido tomando cuerpo en los concejos para atender al soporte jurídico-administrativo
de dichas instituciones: montazgos, portazgos, moneda, caloñas, homicidios,
postas, pechos ... Los concejos, una vez reducida o trasformada la potestad de
los tenientes reales, y organizada la estructura de poder, ponían en marcha
mecanismos de transferencia de rentas y servicios entre quienes labraban la
tierra o cuidaban ganados en las aldeas, y quienes garantizaban la paz y el
orden interior, ejerciendo la justicia y velando por la seguridad temporal
desde los concejos, y por la espiritual desde los cabildos.
No hay modificaciones sustanciales que supongan un trastrocamiento de
los estatus iniciales contemplados en los fueros, pero si un cambio en el desarrollo
de las instancias de poder, depositarias de unos derechos eminentes y una
jurisdicción que va materializándose de acuerdo con el auge y el desarrollo que
la sociedad iba alcanzando. De las simples necesidades militares que primaron
ante la presión almorávide, se había pasado a la acumulación de exigencias,
prestaciones y rentas, que nacen en la medida en la que las instituciones
rectoras, laicas o eclesiásticas, conforman sus estructuras de gobierno, y
quienes las ocupan pueden exigir y aplicar situaciones que estaban implícitas
en la propia naturaleza de los vínculos que les unían a los concejos y a las
catedrales.
No había concluido la colonización, ni la roturación, cuando se iniciaba
una inflexión provocada por el encumbramiento de caballeros y clérigos
catedralicios que se convertían en receptores de una parte de sus ganancias, al
tiempo que sustraían sus propiedades y dependientes del proyecto común, en
razón de su estatus privilegiado. Poco a poco, el campesino, y la comunidad de
aldea de la que formaba parte, se vieron invadidos por la fuerza de los nuevos
señores que al mediar el siglo XII dan un paso gigantesco en la homologación de
sus designios de dominación.
Desde la segunda mitad del siglo XII, en consecuencia, la dominación del
campesino se hizo más rigurosa y eficaz. Es el tiempo en el que caballeros
villanos y clérigos asumen la dirección del concejo y de la institución
catedralicia, y completan su dominación económica con sucesivas trasferencias
que consolidaban los patrimonios obtenidos en la primera época. A partir de
ellos se infiltran en los términos aldeanos y acceden a la explotación de las
tierras comunales. Con el control de los aparatos de poder y las magistraturas,
intervienen en la planificación económica del alfoz del concejo, limitando la
capacidad de disposición de los campesinos.
La
respuesta del campesino a las diferentes formas que fue adquiriendo la
dominación de oratores y belatores, cambio la imagen que todavía
se mantenía, para proyectar una realidad compleja y diversa, donde junto a las
manifestaciones plurales del estado individual del campesino, se manifiesta una
tendencia general hacia el incremento de las dependencias.
Las diferencias fundamentales en el estado del campesino seguían estando
en tomo a la propiedad de la tierra y las relaciones de dependencia respecto a
los señores y ambas situaciones fueron ahormando una distribución de papeles.
Los del campesino propietario, morador de las aldeas y vecino del concejo cuya
disposición sobre las tierras que ocupaba solo se hallaba limitada en la
transmisión y la enajenación hacia aquellas personas ajenas a la jurisdicción
del concejo. Pagaban prestaciones, heredadas de la época anterior, y
satisfacían otras nuevas incorporadas por el desarrollo del concejo: pechos,
yantares, paradas, portazgos, herbazgos, caloñas, etc. Los del campesino
vasallo, poseedor de tierras ajenas y sometido al poder señorial de los
propietarios, que debían salvaguardar los derechos de sus señores a la hora de
trasmitir o enajenar sus predios y comprar su rescate; poco a poco van
despareciendo las sernas y prestaciones personales que realizaban, o cuando
menos se reducen y se compensan con la alimentación mientras las realizan;
infurciones, martiniegas, yantares, y los derechos de la administración de la
justicia, siguen siendo los mecanismos de transferencia de los beneficios
campesinos destinados al mantenimiento de los señores. Y por fin, los de los
que trabajan la tierra como yugueros, hortelanos, quinteros, contratados para
la realización de una serie de actividades concretas a cambio de una parte de
los beneficios obtenidos por su trabajo, viéndose sometidos, mientras lo
realizaban a la vigilancia y exigencias de los propietarios.
En su conjunto, en
cada uno de estos estados en los que se nos manifiesta el campesino, seguía
gravitando de una tupida red de rentas, prestaciones, tributos, difíciles de
valorar y cuantificar, pero que continúan ahondando las diferencias entre
ellos, pero especialmente frente a quienes son los beneficiarios del conjunto
de las exacciones. Todos ellos van viendo refrendadas legalmente sus
situaciones en las redacciones extensas de los fueros concejiles o en la serie
de fueros-contratos agrarios concedidos por los propietarios de las tierras que
ocupaban. El proceso ha supuesto, sin duda, una regulación de las relaciones
económicas y jurisdiccionales, que implica, aparentemente, un progreso frente a
la arbitrariedad señorial, y una acomodación a las transformaciones que se han
operado al alejarse la frontera. Pero sus resultados finales siguen poniendo de
manifiesto la situación de inferioridad frente a los habitantes de la ciudad,
su limitado ámbito de acción política y personal en el marco de las aldeas y
sus recortados y oscuros horizontes económicos y personales ante el peso de las
dependencias establecidas por concejos, catedrales y señores, o lo que es
igual, ante la institucionalización feudal de bellatores y oratores.
Los habitantes de
las ciudades
Las condiciones de guerra generalizada en las que se realizaron las
restauraciones urbanas en la Extremadura, son determinantes a la hora de
analizar el ritmo del estado de sus habitantes. En virtud de ellas, sus
componentes y bases fundamentales fueron la fuerza militar y la estrategia
fronteriza, el ordenamiento que realizan en los espacios asignados, la
intermediación entre las tierras fronterizas y las tierras del interior de los
reinos cristianos y la ubicación en ellas de los órganos de poder, concejos y
sedes episcopales.
Con carácter general la formación de su tejido social fue fruto de la
combinación de estos elementos. Los procesos repobladores iniciados al
finalizar el siglo XI dieron lugar a la aparición de un conglomerado social
heterogéneo, tanto por la procedencia, como por la condición y función de sus
componentes. El fuero de Salamanca y la Crónica de Ávila, aportan los
testimonios más evidentes sobre la diversidad y la acomodación de los primeros
habitantes a los espacios urbanos. De todos ellos, como ya hemos visto, pronto
destacan fracciones sociales integradas por guerreros y clérigos, que van a
controlar con sus funciones el panorama político, y dominar con sus
construcciones el paisaje urbano de las ciudades fortificadas. Ellos son en
realidad quienes, al utilizar la ciudad como centro económico y de poder laico
y eclesiástico, inician su desarrollo, al provocar con su vecindad, la
convergencia de los excedentes agro ganaderos desde sus patrimonios rurales, y
los recursos proporcionados por los botines de la guerra de fronteras. Campesinos
y dependientes domésticos, completaran el protagonismo de estos grupos de
vecinos de las ciudades, a los que ya hemos hecho referencia.
Pero junto a la guerra y sus consecuencias, la oración y su organización
en la diócesis, y el trabajo de los campos próximos, fruto de la convergencia
de todos ellos en el espacio urbano, pronto surgieron otras actividades y otros
grupos necesarios para atender las demandas artesanales y comerciales de las
poblaciones de frontera. La crónica abulense subraya el cambio experimentado
por algunos de sus primeros pobladores,
E la mucha gente
que nombramos, después metieronse a comprar e a vender e a fazer otras baratas,
e ganaron grandes algos.
(HERNÁNDEZ SEGURA, A., Opus cit. p.
18)
para continuar con
la limitaciones que pronto se encontraron quienes se dedicaban a comerciar y a
fazer otras baratas.
La vitalidad de estas actividades, se hallaba animada por corrientes que
realmente no eran propiamente comerciales, aunque exigiera la existencia de
intermediarios, y tal vez por ello tempranamente vieron obscurecido su
protagonismo social en un período, la primera mitad del siglo XII, donde la
primacía del espíritu de la milicia, animado por la oración contra el infiel,
eclipsaba en su protagonismo y en sus beneficios al espíritu de empresa artesanal
y comercial.
Sin embargo, en los cien años siguientes van a cambiar substancialmente
las condiciones iniciales de la frontera cristiano-musulmana, y con ellas
aparece el protagonismo de estos habitantes de las ciudades que pugnarán por un
reconocimiento en la sociedad urbana.
Algunas de ellas podemos resumirlas. En esas fechas se ha completado la
estructura poblacional produciendo un incremento de las actividades agrarias y
ganaderas. La acumulación de riqueza en manos de los caballeros en la ciudad es
un fenómeno correlativo a la intensificación de su poder económico y político
sobre los términos del alfoz. De ahí se deriva la concentración de una demanda
estable y alto poder adquisitivo, generada por caballeros y clérigos, y otra
esporádica derivada de la dependencia del término respecto a los órganos de
poder urbano. La situación geo-estratégica de las ciudades, en lugares de
contacto entre economías complementarias, las convierte en puntos de encuentro
económico. El tránsito por ellas de rutas, antes militares, ahora comerciales y
de transhumancia ganadera entre las fronteras cristianas y las tierras
septentrionales, las trasforman en intermediarias y elementos de paso de nuevas
corrientes comerciales. La preeminencia dada y confirmada por los fueros a los
habitantes de la ciudad frente a los vecinos de las aldeas, facilita su
movilidad personal y económica. Y por último, el desarrollo de los aparatos de
poder, concejos, sedes episcopales y catedrales. Todos ellos podemos considerados
como factores decisivos en el cambio fisonómico de las antiguas ciudades
fortaleza, y en la diversificación funcional de una gran parte de sus
habitantes.
El resultado fue la multiplicación de talleres artesanales, tiendas,
ruas, mercados que fueron rompiendo el monopolio que hasta entonces detentaban
los paisajes rurales.
Entre 1157 y 1300, testigos y confirmantes de los actos jurídicos, la
nomenclatura de algunas calles y los objetos utilizados y legados en los
testamentos, manifiestan que una parte de los vecinos de las ciudades se han
especializado en la transformación de los productos y en su comercialización.
Hasta sesenta oficios diferentes se distribuyen de forma irregular por los
espacios urbanos, concentrándose en calles y colaciones y especialmente en la
proximidad de mercados y azogues. Por otra parte, en el mismo período los
ordenamientos forales extensos reconocen explícitamente la especialización de
algunos vecinos, al disponer normas y usos que tratan de regular las
actividades artesanales y comerciales. Todo parece indicar que el momento de
despegue se produjo al iniciarse el siglo XIII, cuando se advierten los
primeros intentos para llegar a un reconocimiento diferenciado de sus estados
individuales.
Pero ello no significaba realmente una ruptura con el pasado. Muchos
habitantes de las ciudades seguían dedicándose al cultivo de los campos. La
minoría oligárquica de caballeros y clérigos viven de las rentas que generaban
los vecinos de las aldeas. Y los niveles de vida definidos por las mayorías
rurales, que confluyen mayoritariamente en la ciudad, son quienes ajustan en
último lugar las posibilidades y la viabilidad de artesanos y comerciantes.
El manejo y la instrumentación de los órganos de poder por la oligarquía
de caballeros villanos, si bien requería y necesitaba la presencia de estos
vecinos especializados en trasformar y comerciar, a la hora de arbitrar la
práctica de sus actividades, haría primar una reglamentación acorde con sus
intereses y los de sus dependientes: garantizar la calidad, el precio de los
productos, el abastecimiento de materias primas de los talleres y mercados, la
vigilancia de pesos y medidas, la represión del fraude y la reventa ... son en
general normas que pretendían la defensa del consumidor y establecer una rigidez
institucional; que si bien ordenaba estas actividades, de acuerdo con la
función político-institucional de quienes detentaban las magistraturas urbanas,
en realidad limitaban las posibilidades de expansión de los habitantes
dedicados a dichas actividades.
Artesanos y comerciantes tomaron conciencia de su especial condición
socioeconómica y de las limitaciones que pesaban sobre ellos desde las
autoridades concejiles. Son de sobra conocidas las citas y pasajes de la
crónica abulense, confirmadas por los fueros salmantinos, en las que se pone de
manifiesto el desprestigio que menestrales y comerciantes tenían para los
caballeros y la resistencia que se les oponía para su aceptación. En 1158
estallaba el motín de la Trucha en Zamora provocado por la confrontación entre
caballeros y vecinos de la ciudad. Por los mismos años en Ávila gentes
dedicadas a comprar y a vender pidieron, una vez más, al rey participación en
el gobierno del concejo; ante la negativa, alegando el derecho de los
caballeros, una parte de los vecinos de Ávila opto por abandonar la ciudad,
marchar a colonizar Ciudad Rodrigo, no sin antes recrudecer sus enfrentamientos
con los caballeros.
La injusticia cometida en Zamora por los caballeros contra un zapatero,
y la oposición institucional en Avila, denotan el mismo fin de participar en la
organización de las ciudades como nuevo grupo social, y romper el monopolio y
el privilegio ejercido por los caballeros.
Por más que alcanzaron niveles económicos y estuvieran en posesión de
fortunas equiparables a caballeros y clérigos, estos no accedieron a sus
iniciativas de promoción social. Un marco político, el concejo, y una
mentalidad predominante, la del caballero, se oponía a su desarrollo y
dinamismo. Su pugna por el control del primero se vio obstaculizada por el
monopolio oligárquico establecido por el caballero. Su enfrentamiento con la
segunda, habría determinado un choque con la ideología cristiana, mantenida por
los clérigos catedralicios.
Su única salida era crear un marco institucional autónomo que agrupara a
cuantos se dedicaban a las actividades propiamente urbanas, sirviera de defensa
a sus intereses, bloqueara las pretensiones señoriales de caballeros y
clérigos, y permitiera el reconocimiento individual de su estado.
Hacia 1250 en Segovia aparecen documentadas las primeras cofradías y
ayuntamientos de menestrales y comerciantes que serán condenadas por Fernando
III.
Otrossi, se que en vuestro concejo se facen unas cofradias, et unos
ayuntamientos malos a mengua de mio poder et de mio sennorio et a danno de
vuestro concejo, et del pueblo o se facen muchos males encubiertas, et malos
paramientos; mando so pena de los cuerpos et de quanto avedes que estas
cofradias que las desfagades. Et que daqui adelante non fagades otras ...
(Archivo Municipal de Segovia, Carp.
11, na 2)
Seis años más tarde, en 1256 Alfonso X al confirmar el documento
anterior, prohibía el acceso al privilegio del caballero a cuantos procedieran
de dichas situaciones, a no ser que renunciaran a sus actividades.
Los fueros del área salmantina confirman la postergación de todos
aquellos dedicados al comercio y a la artesanía, frente a la consideración
especial que tienen los otros estados. Los reducen a simples vecinos de las
ciudades con las condiciones jurídicas propias de tal condición, y con ello
subrayan que su profesión no es considerada como algo que implique un estado
diferenciado. Vecinos al margen de su función profesional. Tal vez por ello, y
a pesar de las sucesivas prohibiciones contempladas en las Partidas, en las
cortes de Valladolid de 1258 y en las de Jerez de 1268, los habitantes de las
ciudades, artesanos y comerciantes, siguieron organizándose en cofradías y
ayuntamientos como forma de defensa de sus intereses y del reconocimiento de su
estado individual que se les negaba.
Los habitantes de
las ciudades, que no formaban parte de las funciones de los belatores, oratores
y laboratores, que pudieron haber constituido la burguesía urbana clásica de
otras ciudades de esas épocas, no consiguieron acceder al poder del concejo,
para desde él imponer unas normas acordes con sus intereses. Su fracaso, al
mediar el siglo XIII, no era sino el sancionamiento de la institucionalización
que se estaba llevando a cabo, y a la vez, su relegación y consideración de
simples habitantes de las ciudades, significaba el triunfo de la sociedad
feudal en la Extremadura Castellanoleonesa.
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