miércoles, 13 de julio de 2022



El detalle pertenece a un nacimiento de Jesús que ocupa el primer cuerpo del retablo barroco
de la iglesia de Sta. María de la Asunción (siglo XVI) de Alcanadre (La Rioja, España)

No ha sido fácil de central el tema cuya elaboración me fue encomendada, y entre las alternativas posibles, he optado por una traducción amplia de su enunciado. Por ella, con las matizaciones que vamos a prologar, va a discurrir la parte más significativa de mi exposición: la de la presentación de los elementos que marcaron los ritmos de los estados de guerreros, clérigos, campesinos y habitantes de las ciudades. O lo que es lo mismo, los impulsos de toda una estructura que identifica el cosmos social de la Edad Media.

La simple referencia de una parte de ese enunciado, proclama, sin ambigüedades posibles, una imagen harto conocida: la que de sí mismos tenían quienes detentaban el poder y la autoridad, y se materializaba en la existencia de un mundo en equilibrio y armonía entre los diversos grupos sociales. Todos se ordenaban complementándose en sus funciones y rasgos específicos, y todos se integraban e identificaban en una misma fe y en una misma obediencia. Una representación imaginada de la sociedad medieval, basada en un esquema social trifuncional, que, como bien sabemos, arranca, desde antecedentes altomedievales, con Gerardo de Cambray y Adalberto de Laon, y lleva implícita una ensoñación de armonía social que desde los alrededores del año mil hará fortuna en la historiografía medieval: belatores, oratores laboratores. Tres referencias que cualifican funciones necesarias y complementarias entre sí, para el buen funcionamiento y cumplimiento de los designios divinos. Tres referencias que igualmente, en su traducción, forman los estados sociales nucleares de este tema: guerreros, clérigos, campesinos. Junto a ellos, en un plano semántico de igualdad, los habitantes de las ciudades, cuya falta de identificación productiva o funcional, pone de manifiesto un desequilibrio en su identificación real: son hombres que viven en las ciudades, sin tareas o funciones específicas y necesarias, que no se ajustan al orden establecido, pero cuya existencia, desde aquellas fechas es innegable.

Una primera observación que nos sitúa, como punto de partida, en el siglo XI, en los inicios de la plenitud medieval, cuando el desarrollo de la sociedad feudal está creando nuevos horizontes socioeconómicos y políticos con la aparición de las ciudades. Una demarcación que, por otra parte, tiene sus perfiles cualitativos acotados en las manifestaciones de la vida cotidiana que han ido desgranando en el curso de esta semana quienes me antecedieron en el uso de la palabra: vivienda y alimentación, el ritmo de la comunidad rural y urbana; y algunas de sus manifestaciones culturales y de adoctrinamiento. Para concluir, de acuerdo con el programa, con aquellos estados que marcan la ruptura del ritmo de las comunidades y los individuos, pero también la debilidad de un sistema que manifiesta sus contradicciones: pobreza y enfermedad.

Nuestro ámbito de análisis debería de ser el trazar las líneas de fuerza, que fueron marcando los perfiles de cada uno de los estados individuales en ese amplio período de madurez medieval. Sin embargo, hemos de reconocer que pretender dar un cuadro que abarque indiscriminadamente toda la época de plenitud, que incorpore el conjunto de acciones y gestos que constituyen la vida de cada individuo y los ritmos en los que van perfilándose sus respectivos estados, cuando estos son inseparables no sólo de las estructuras económicas, sociales y políticas en las que se insertan, sino también de las concepciones, ideales y realidades que se les imponen, sobrepasaba las posibilidades de esta aportación. De estas y otras reflexiones surgió la necesidad de buscar una unidad de acción, un marco más o menos homogéneo, donde además de converger esas cuatro referencias sociales, y el período de plenitud medieval, se anudaran, desde su misma génesis, los ritmos de configuración que determinaran la existencia de un modelo social, fiel reflejo de las características de la sociedad feudal.

Esta reflexión, partiendo de esos umbrales de referencia temporal que nos sitúan en el siglo XI, nos ha llevado al espacio peninsular, y dentro de él, hacia aquellas áreas incorporadas a los reinos cristianos con la expansión fronteriza: las tierras situadas entre el río Duero y las Sierras Centrales, más conocidas históricamente como la Extremadura Castellano-leonesa. Es posible que, como toda elección de un marco de observación y análisis, el tomar ese espacio y la sociedad que en él fue configurándose, como base de referencia, puede ser discutible; al ser parte de un todo mucho más amplio y arraigado desde la época de surgimiento de los reinos cristianos peninsulares y cuando, tal vez, no sea más que un reflejo, una representación acomodada a unas coyunturas puntuales y específicas, y para muchos, no extrapolables a todo el conjunto, ni siquiera peninsular. Pero en cualquier caso, desde nuestro punto de vista, y nuestro conocimiento de las situaciones, no deja de ser un observatorio paradigmático, probablemente tanto como cualquier otro, para trasladar y dar respuesta a esa pregunta implícita en la primera parte del enunciado de esta ponencia: el ritmo del individuo en su estado.

         El mundo de los Concejos de frontera, dominados por guerreros y clérigos -milites, caballeros,... clérigos catedralicios y parroquiales- transformado merced al esfuerzo de los campesinos -propietarios y dependientes- y organizado desde núcleos urbanos que dan asiento a otros grupos -manos, menestrales, mercaderes ... -, es por las razones apuntadas, a las que debo añadir las personales, el marco en el que vamos a tratar de analizar esos aspectos decisivos en la vida cotidiana.

1. El mundo de la frontera: horizonte de una nueva sociedad

La conquista de Toledo en 1085 y la reacción almorávide que reequilibró la tensión cristiano-musulmana, son el punto de inflexión para la incorporación de las tierras situadas al sur del Duero: la Extremadura histórica de los textos de los siglo XI y XII. En esas circunstancias específicas, fue necesario proceder a una ocupación efectiva y a la organización de un sistema defensivo que asegurara las nuevas conquistas y diera cobertura a la defensa del frente del Tajo, sometido a las continuas acometidas de los ejércitos almorávides, y más tarde almohades.

Para una sociedad conquistadora y expansiva, que va siendo paulatinamente atenazada por la intensificación de los vínculos feudales, y una monarquía amenazada y derrotada por los almorávides, las primeras decisiones estuvieron encaminadas a ofrecer seguridad, dar garantías personales y colectivas y crear, mediante exenciones, el atractivo necesario que permitiera un rápido movimiento de colmatación de los espacios y núcleos fortificados. La fórmula utilizada en Sepúlveda en 1076 para reintegrar a sus habitantes bajo la autoridad real de Alfonso VI, mediante el otorgamiento de un fuero, servirá para cristalizar un nuevo modelo de ocupación del espacio, cuyos ensayos podrían retrotraerse a la centuria anterior.

Junto a la ocupación demográfica y la colonización agro-ganadera, desde las restauradas ciudades-fortalezas, se desarrollaron los aparatos de poder, concejos y catedrales, que aseguraron el control y administración, temporal y espiritual de los territorios, y el cumplimiento de los fueros otorgados. Colonización, transformación y organización fueron así los tres componentes básicos que definirán, en parte, la historia de los nuevos territorios, y sobre los que va surgiendo un cuerpo social diferenciado, al menos aparentemente, de aquel que lo abasteció en sus componentes poblacionales.

La violencia intrínseca de la sociedad feudal occidental, y la derivada del conflicto cristiano-musulmán, suficientemente recreada por los textos contemporáneos y clave de la historia hispana, adquiere un singular protagonismo, al acentuarse sus efectos, además, con las situaciones que desde principios del siglo XII agitan al viejo reino castellano-leonés. En 1086 el protagonismo cristiano dominante durante todo el siglo XI es sustituido por la iniciativa de los almorávides: las tierras al sur del Tajo se pierden para el dominio cristiano en los últimos años del reinado de Alfonso VI; Valencia es abandonada a la muerte de Rodrigo Díaz, el ejército real es sucesivamente derrotado en las grandes batallas de la época: Sagrajas en 1087 y Uclés en 1107. Dos años más tarde, la muerte del conquistador de Toledo, y el matrimonio de Alfonso I de Aragón y Urraca de Castilla, abren una fase conflictos internos. Desde esas fechas y durante más de medio siglo, las tierras y gentes de la frontera se enfrentan a su destino cristiano. Un destino que se dibuja con grandes sombras determinadas por el peligro y el miedo real que propaga el avance almorávide, por la inseguridad que trasmite la escasa implantación cristiana al sur del Duero, por la debilidad y los conflictos que se manifiestan en la sociedad conquistadora y por el poder imparable de los señores feudales al norte del río. Pero para los que estaban dispuestos a asumir los peligros, las condiciones de libertad que se ofrecen en la frontera, la aventura y las nuevas posibilidades que brindaba una sociedad emergente, son el contrapunto que atraerá y agitará a las nuevas poblaciones.

Desde la segunda mitad del siglo XII el horizonte fronterizo se amplia y se altera con la aparición de nuevos factores. En 1157 se produce la separación de Castilla y León y la Extremadura se ve dividida entre dos reinos involucrados en conflictos fronterizos. A pesar de algunos efectos locales, saldo evidente de las pugnas entre cristianos, el sentimiento de unidad y la continuidad de las tendencias operantes siguieron vigente, y en todo caso, fue el revulsivo para la finalización de los procesos de colonización, transformación económica y organización.

 

          Mientras castellanos, leoneses y portugueses tensionaban sus relaciones fronterizas, la reunificación almohade relanzaba el papel de las milicias concejiles formadas por los caballeros villanos e inauguraban, al mismo tiempo, una nueva fase en la guerra de fronteras. Una etapa discontinua marcada por las treguas y paces, necesarias para atender a los problemas internos de los reinos cristianos, que se intercalan con períodos de enfrentamiento, pero cuyo saldo final será un lento deslizamiento de la frontera musulmana hacia el sur, alejándose del ámbito de los concejos, y donde el protagonismo de sus caballeros va siendo sustituido por las nacientes Ordenes Militares en los campos de la Mancha y de la actual Extremadura.

Ambos desplazamientos, el físico de la frontera y el funcional de los caballeros villanos, señalan el punto culminante del protagonismo de los guerreros extremaduranos, cuyo final llega con la desaparición en 1230 de las fronteras entre cristianos, por la unificación de Castilla y León, y la musulmana por las conquistas de Andalucía que focalizarán la guerra de frontera en el perímetro granadino. Es la desaparición de un horizonte externo, el de la guerra de fronteras, decisivo en la configuración de los ritmos de los individuos en sus estados, y la aparición de nuevas fronteras sociales en el marco de los concejos, producto de la madurez de sus estructuras.

Durante casi dos siglos, una generación tras otra, han vivido estas situaciones que han ido tejiendo los hilos de los grandes procesos internos, teñidos por el aliento ideológico de cruzada que se infiltra desde el continente, y las que anudan sus estructuras, en un movimiento convergente de institucionalización. En una secuencia que se prolongará hasta el siglo XIII, poco a poco irán surgiendo los perfiles de guerreros, clérigos, campesinos y habitantes de las ciudades, forjando los parámetros de sus estados individuales, en unos ritmos cuyas claves fueron los procesos fronterizos.

2. Los guerreros: aristocratización y ennoblecimiento

Las necesidades impuestas por los problemas fronterizos, determinaron, como ya había sucedido en Sepúlveda en 1076, la militarización de las poblaciones que fueron asentándose al sur del Duero. Probablemente, algunos habían probado ya su suerte en el ejercicio de las armas participando en las mesnadas que hostigaron las fronteras musulmanas en el siglo XI. Otros procedían de antiguas zonas fronterizas, como los renombrados serranos, los más formaron parte de grupos familiares amplios que, desde las ciudades fortificadas, garantes de la seguridad de las nuevas tierras, se instalaron también en las aldeas. A cambio de sus presuras, se comprometieron a cumplir las exigencias de servicio de armas como caballeros y peones, que requería la defensa de la frontera, o en su caso a contribuir con prestaciones y servicios a la financiación de aquella.

Sin embargo, las exigencias y condiciones que imponía la guerra en una frontera que se extendía en profundidad, fueron marcando el ritmo de diferenciación entre los individuos. Los grandes desplazamientos, desde el Duero hasta Sierra Morena o el valle del Guadalquivir, los largos y continuados períodos de ausencia de los lugares de asentamiento, impulsaron un trastocamiento de las situaciones primigenias. Poco a poco la intensidad de la guerra de frontera dio paso a la aparición de un guerrero especializado en la guerra a caballo, insustituible en las nuevas condiciones de las estrategias fronterizas del siglo XII. Desde los fueros breves iniciales, donde ya se favorecía este proceso, hasta las crónicas que darán cuenta de lo sucedido, se rubrica la separación de quienes terminaron por monopolizar la función militar: los que desde una fortuna patrimonial, podían costearse y mantener el caballo y el armamento correspondiente, qui habuerit aldea et uno iugo de boves et XXXX oves et uno asin et duos lectos ... (BLASCO, R., El problema del fuero de Avila, en RABM, LX (1954), p. 22)  podían hacer frente a la financiación de las expediciones y se dedicaron exclusivamente a la carrera de las armas, trabajaronse en pleytos de armas e en defender a todos los otros, (HERNÁNDEZ SEGURA, A, Crónica de la Población Avila, Valencia 1966, p. 18)  y los otros, los que contribuían con su trabajo y su servicio a los gastos generales de defensa. De la militarización generalizada, se fue pasando a la exclusión de quienes no estaban en condiciones de seguir el duro ritmo que marcaban los acontecimientos de las fronteras: arrancadas, cabalgadas, asedios, en los términos que utilizan los Anales Toledanos, la Crónica de la Población de Ávila y la de Alfonso VII, fueron troquelando la figura de un guerrero cristiano de frontera, que lo hacía con armas de metal y un equipamiento adecuado para la lucha a caballo. La cotidianidad de las acciones frente a musulmanes o cristianos, creo hábitos y costumbres, e institucionalizó una forma y un género de vida recreado por los cantares de gesta e idealizado por la Iglesia, y de él nacerá el prestigio y el sentido del honor, pero sobre todo, la diferenciación frente a los miembros de sus parentelas y sus convecinos de ciudades y aldeas.

El nuevo rango del guerrero, vanguardia del reino, fiel vasallo y colaborador de los designios de la monarquía trasmitidos por los tenientes regios, fue materializándose en una tendencia aristocratizante. Si las disposiciones forales de Sepúlveda igualaban en los juicios a sus pobladores con los infanzones, su filosofía última, al generalizarse al resto de la frontera, la restringió al guerrero a caballo como único receptor de estas situaciones de privilegio jurídico, pero también fiscal, propias de la nobleza, encargada de la defensa de la sociedad en los antiguos territorios. Poco a poco fue cerrándose el circulo en tomo al guerrero residente en las ciudades fortificadas, dispuesto a defender a la comunidad, acudir en defensa de la frontera, o realizar razzias, al tiempo que nacían nuevos vínculos, en parte derivados de la solidaridad militar, que rompen las relaciones parentales iniciales. Siglos más tarde, por si alguien cuestionaba su encumbramiento, la crónica de la población de Ávila resume en una sola cita todo el proceso, tratándose de emparentar al caballero con la nobleza precedente:

Entre tanto vinieron otros muchos a poblar a Avila, e señaladamente infançones e buenos omes de Estrada e de los Brabezos e otros buenos omes de la Castiella. E estos ayuntaron con los sobredichos (serranos) en casamientos e en todas las otras cosas que acaesçieron.

(HERNÁNDEZ SEGURA, A., Opus cit, p. 18)

No era banal la identificación con los buenos omes equivalentes a los boni homines, sinónimo de un rango económico y social. A su fortuna original, el guerrero ha ido acumulando nuevas concesiones territoriales por la realización de servicios, y presuras en los alfoces concejiles. Un patrimonio orientado, fundamentalmente, hacia la actividad ganadera, que se aviene con sus continuos desplazamientos y defensas militares de los concejos. Pero sobre todo, será la participación en las razzias contra los territorios musulmanes y la consecución de botines, muchos de ellos constituidos por ganadería, lo que permitirá la creación de grandes patrimonios fundiarios y pecuarios.

Los ejemplos de Miguel Domínguez en 1150 y Blasco Sánchez en 1161, guerreros salmantinos, que ante el temor a encontrar la muerte en la guerra de me que moriar en fossado, hacen disposición de todo un conjunto de mandas que incluyen varias aldeas, tierras, viñedos, casas, tiendas, pesqueras, aceñas, ganados, objetos de metales preciosos, cautivos, cantidades de morabetinos, es decir toda una fortuna que identifica con claridad los niveles económicos alcanzados en la primera mitad del siglo XII.

 

El abismo abierto por la especialización funcional en el arte de la guerra de fronteras, reconocido en su estatus privilegiado, se incrementaba además con la elevación de sus niveles de riqueza, compensatorios de los desvelos, peligros y responsabilidades que asumía en la defensa y engrandecimiento de los concejos, que no tardarían en constituir un componente más de su poder. En los concejos como instituciones creadas en el marco de la territorialización de una sociedad militarizada, continuamente agitada por las circunstancias fronterizas, la detentación de los cargos y magistraturas urbanas, que asumen el poder eminente por delegación del poder real, terminó en manos del guerrero asentado en las ciudades que monopolizarán, desde ellas, la dirección política de los concejos.

E entre tanto sopolo el conde don Remondo, que estava en Segovia, e trasnocho e vinosse para Avila, e fallo toda la verdad de como fue el fecho; e mando que no les diessen nada de quanto ganaron a los que se tomaron, e saco los fuera de la villa al arraval, e apoderolos en la villa aquellos que llamavan serranos que fueron adelante, e ordenolo assi: que alcaldes e todos los otros portillos que los oviessen estos, e non otros ningunos. E tan grande fue la ganançia que en aquella fazienda ganaron, que dieron al conde don Remondo en quinto quinientos cavallos (HERNÁNDEZ SEGURA, A., Opus cit, p. 19)

Estos pasajes, tantas veces citados de la crónica de la población de Ávila, dibujan con claridad el dominio en el concejo abulense. Ante los conflictos suscitados entre guerreros y las otras gentes que poblaban la ciudad, que derivarían en fuertes enfrentamientos, el conde Raimundo de Borgoña hizo entrega de los cargos, alcaldes y portillos a los guerreros, que, más tarde será confirmada por Alfonso VII. Hecho que se verá corroborado por la presencia de autoridades concejiles en todos los concejos desde los años 1130-1140, frente a la presencia inicial de los tenientes reales.

Mediante el control del concejo, el dominio del guerrero se extiende desde las ciudades a las aldeas del alfoz, reconstruyendo así un nuevo tipo de vínculos de los que se derivará la participación en las imposiciones que pesan sobre el resto de las poblaciones, y la acomodación de sus estados individuales a la hegemonía económica, jurídica y política.

Al mediar el siglo XII cristalizaba en las ciudades fortificadas un estado individual, cuyos componentes de superioridad provienen de sus diferencias funcionales y jurídicas iniciales, desde las cuales, y al amparo de la guerra de fronteras y la inseguridad derivada, han acumulado poder económico, trastocando las relaciones que hasta entonces se mantenían entre los diferentes grupos. Controlan los derechos eminentes que corresponden al concejo, al ocupar las magistraturas urbanas, y desde ellas establecen una relación nueva que sustituye a las solidaridades forjadas en la época de colonización. La fuerza, el privilegio, el poder y la autoridad de la que es portador el guerrero, reflejan el carácter aristocrático de un grupo, emanación del poder de la monarquía, en cuyo nombre y en virtud del vínculo vasallático que le une, ejerce la guerra, la dirige, percibe una parte del botín y de los beneficios correspondientes al rey en los territorios que defiende.

A partir de entonces se produjo un salto cualitativo, determinado por las alteraciones que habían ido operándose en la defensa de la frontera, aquellas que tienen lugar en el propio seno de la sociedad concejil, y por la necesidad y la obligación, propia de la mentalidad aristocrática señorial alcanzada, que le impulsa a mantener el poder, la riqueza y hacer manifestación ostensible de ella, que llevará al guerrero a transformarse en nobleza urbana. La disminución de los botines es un hecho derivado de la lógica evolución expansiva de la sociedad cristiana. El protagonismo del ejército real, la aparición de las Ordenes Militares, y el desarrollo de los concejos transerranos, rebajan ostensiblemente la participación de las milicias concejiles de la Extremadura en la guerra de fronteras, de las que formaba parte el guerrero. El cronista abulense reconocía el cambio al introducir el protagonismo de los reyes y el ejército real y enfatizar en la prestación de servicio militar, no exenta de cierta resistencia, del concejo de Ávila

E el concejo de Avila fue y en su servicio. E estovieron y tanto daqui e que fallecio al rey la vianda e demandando a los conceios quel dieren la vianda e que se tornasen, que él se tenie por servido dellos, e ellos fizieronlo asi.

(HERNÁNDEZ SEGURA, A., Opus eit. p. 33)

Era necesario, por tanto, activar y capitalizar los otros componentes que forman parte de su estado individual, como mecanismos reproductores de sus niveles de rentas: reconvertir el ejercicio del poder y la hegemonía superior del guerrero en las comunidades concejiles, para adaptarlo a las nuevas realidades emergentes, ajenas, en muchos casos, al mundo de la frontera cristiano-musulmana. Pero al hacerla, desde la mentalidad guerrera que se ha ido acuñando, en un momento de desarrollo de la sociedad concejil, se hacía preciso trasladar la función militar a la defensa de su territorio de soberanía política, frente a la competencia de otros grupos, y manifestar su superioridad jurídica, frente el poder económico de otros vecinos del concejo. En el primer plano, la fuerza del guerrero tratará de asegurar y legitimar los espacios constitutivos de sus alfoces en torno a la cabeza rectora de los concejos, mediante la fijación de una nueva frontera, en defensa fundamentalmente de sus intereses ganaderos; pleitos, conflictos, concordias fueron manifestaciones que marcaron las preocupaciones interesadas de los guerreros, tratando de consolidar sus jurisdicciones y la geografía de sus pastos; la razzía y el botín son sustituidos por la explotación de los recursos concejiles mediante el control de sus estructuras económicas. En el segundo plano, la pérdida de la funcionalidad militar del concejo y su desarrollo como órgano político con jurisdicción sobre tierras y hombres, determinó la transformación de la superioridad funcional en hegemonía político-jurídica. Desde las redacciones forales extensas que empiezan a sustituir a los fueros breves iniciales, hasta las numerosas confirmaciones reales del siglo XIII se abre un proceso de institucionalización de la figura del caballero villano como rango: guerreros que disponían de vecindad en villas y ciudades, que estaban en posesión de fortunas, que no procedían de actividades artesanales o comerciales, que les permitía mantener un caballo de guerra de un determinado valor y las armas correspondientes, exentos de contribuciones  fiscales y equiparados jurídicamente a los infanzones. Situación de privilegio que se consolidará al asegurarse el carácter hereditario de la misma.

Los caminos que en su tiempo estuvieron abiertos a todos los individuos, se cerraban para aldeanos y vecinos de las ciudades dedicados a determinados oficios. Y con ello se aseguraban el monopolio del control del concejo y los beneficios de la explotación política y económica de sus tierras y sus hombres. Pero lo más importante era el enroque de los caballeros sobre sí mismos, poniendo obstáculos institucionales, sólo salvables por ellos mismos y sus descendientes. Se arrogaban un estado que inicialmente había estado abierto y determinado por la guerra de fronteras, para a partir de aquí trasmitirse en los linajes que constituyen la oligarquía urbana de los concejos. El fenómeno que culmina al mediar el siglo XIII no estará exento de conflictos y pugnas donde junto al linaje, el bando jugará un importante papel.

El guerrero, que había nacido como un género de vida adaptado a las necesidades específicas de las guerra de fronteras a finales del siglo XI, terminaba por convertirse en un rango nobiliario urbano, que imitaba los gestos y el estilo de vida nobiliario, su simbología, sus genealogías, sus blasones, sus casas fortificadas, y su protagonismo político a través de su presencia en la Cortes.

3. Los clérigos: de los monjes a los clérigos catedralicios

El mundo de la frontera puso en pie un cambio radical en el protagonismo de quienes se dedicaban al servicio de Dios, y con su búsqueda de la perfección, alcanzan su realización personal en la oración, el culto, y el trabajo manual e intelectual.

De un lado, el pasado, la vivencia del monje que ha eliminado mediante la clausura el enfrentamiento con el mundo, reduciendo su apostolado a la santificación personal, aunque no pudiera sustraerse del servicio litúrgico entre laicos, ni del acomodamiento al proceso de colonización y encuadramiento señorial al norte del Duero. Del otro, el futuro, quienes desde la parroquia y la catedral tratan de compaginar la perfección con la evangelización de los laicos, y encuentran un marco propicio en las nuevas tierras fronterizas.

El establecimiento de un estructura eclesial y la incorporación de sus miembros a la sociedad de la Extremadura, en un período en el que convergen las reformas occidentales con los intentos renovadores hispanos; las pretensiones pontificias con las necesidades de la monarquía; la actitud anti musulmana del occidente cristiano con la reacción rigorista del Islam almorávide; la superioridad de las funciones de guerrear y rezar, unidas, cuando se trata de combatir al infiel; la emergencia del mundo urbano y su protagonismo sobre las áreas rurales; no tardó en decantarse con claridad, hasta constituir un modelo de instauración de la reforma gregoriana. Pero para llegar a él, fue necesario recorrer las pautas seguidas por los movimientos reformadores en un largo proceso que  se iniciaría al mediar el siglo X con la presencia del monje, y termina con la consolidación del clérigo catedralicio.

Hasta 1102, fecha de la restauración de la primera de las sedes episcopales, se han ido desarrollando impulsos colonizadores, de forma espontánea o dirigida, en las proximidades de la antigua frontera del Duero, donde se constata la presencia de algunos de los grandes monasterios castellanos que prolongan sus espacios de influencia. Son simples posesiones aisladas, que suponen un contrapunto con la vinculación de los espacios a los concejos y sus correlativos principios autonomistas. Un modelo socio-espacial, el concejil, que favorece la convergencia de elementos tan aparentemente divergentes como los apuntados y cuenta, además, con factores para la restauración reformadora: perdura una religiosidad arraigada entre las poblaciones autóctonas, pero sin ninguna organización interna; hay una oposición a la presencia monástica, reduciéndola a las riberas del Duero; se ha realizado una restauración urbana sobre antiguas sedes episcopales; y en último término, convergen condiciones coyunturales para conjugar el interés monárquico, las pretensiones pontificias y la actuación mediadora y transicional de los monjes cluniacenses, fieles agentes de la reforma.

La acción de Raimundo de Borgoña en 1102 al restaurar la diócesis de Salamanca encomendando a su obispo las iglesias y clérigos de Zamora y Salamanca, bajo su exclusiva jurisdicción, dotándola con abundantes recursos materiales y rentas que garanticen su independencia, y la elección de su primer regente, Jerónimo de Perigueux, más tarde también obispo de Ávila, exmonje cluniacense, exobispo de la Valencia del Cid, y guerrero cualificado como pone de manifiesto el Cantar del héroe castellano en palabras del mismo obispo, trasladan la imagen del nuevo clérigo y su acomodación a los rasgos militarizados de la vida fronteriza del siglo XII.

Oy vos dix la missa de Santa Trinidade,
por esso sali de mi tierra e vin vos buscar
por sabor que avia de algun moro matar.
Mi orden e mis manos queria las ondrar
e a estas feridas yo quiero ir delant;
pendon trayo a corças e armas de señal,
si plogiesse a Dios querria las ensayar 
 
(Poema de Mio Cid (2370) Ed. Colin Smith, Madrid 1972).

 

Las investiduras episcopales sobre los territorios diocesanos responderán a un acto de voluntad regia, influida por monjes y legados, mediante la cual se hace entrega de iglesias, rurales y urbanas, y clérigos sin excepción, que pasaban a depender directamente del poder episcopal, y cuya función inicial será restaurar el culto y organizar jerárquicamente las diócesis.

Las características que mostraban las sedes episcopales desde esas fechas iniciales del siglo XII, dominaban el exiguo protagonismo monástico, sustituyéndolo por nuevos colectivos -los cabildos-, que colaboraban con el esfuerzo episcopal. No son meros órganos religioso-administrativos, en cuyo seno sus miembros sostienen ciertos rasgos de vida comunitaria y ayudan a la gestión espiritual de la diócesis. El ius episcopal comprende el poder temporal sobre las iglesias y es excluyente de cualquier otro poder, laico o clerical. La centralización episcopal con la ciudad, junto a los centros de poder concejiles, y la necesidad de distribuir a los miembros capitulares la gestión temporal y espiritual que corresponde en la diócesis al obispo, haciéndoles partícipes de los beneficios correspondientes, elevaba a la comunidad catedralicia, obispo y cabildo, por encima del conjunto clerical, urbano y rural, y la convertía en la manifestación más representativa de los oratores, prestos a encontrarse y aliarse con los representantes más caracterizados de los bellatores, los caballeros villanos.

Al margen de su progresiva especialización y jerarquización, paralela a la consolidación diocesana, el clérigo catedralicio, sobre el que realmente descansa, tanto la defensa ideológica y la motivación de la guerra contra el infiel, como la ordenación de las nuevas tierras y la identificación en la fe de los hombres encuadrados en las parroquias, exigía retribuciones temporales y el reconocimiento de un nuevo estatus jurídico, tan arduamente perseguido por la reforma, que sirviera para garantizar su libertad e independencia. El vínculo contraído por los clérigos con Dios, como señor, era incompatible con el ejercicio de otro tipo de servicios que no fueran los de su ministerio. Los laicos, mediante el monarca, renunciaban a cualquier tipo de sometimiento, puesto que en último término, igualmente se beneficiaban de sus oraciones y eran garantía del perdón de sus pecados.

En un proceso dinámico, mediante sucesivas concesiones y privilegios, que toman referencia del contenido de los ordenamientos forales, fue institucionalizándose el estado individual del clérigo catedralicio: excluyéndole de la jurisdicción de las magistraturas concejiles; del derecho procesal que no fuera el de las colecciones canónicas, y por eso mismo, iglesias y clérigos de la diócesis pasaron a disponer de su propio fuero, sus propias normas jurídicas y consolidan su exención fiscal. Se iba configurando así una doble diferenciación entre quienes se dedicaban a la oración y los laicos; entre quienes dentro del grupo de clérigos, ostentaban cargos en los órganos de gobierno diocesano y el resto de la clerecía que regentaba la cura pastoral de almas en las iglesias parroquiales.

Pero para garantizar las diferencias y su libertad de acción, se necesitaba contar con una base económica, que asegurara su independencia frente a los otros poderes. Desde unos inicios vacilantes, producto de la coyuntura interna y externa al iniciarse el siglo XII, se entra al mediar el siglo en un despegue de los patrimonios catedralicios, al tiempo que se produce un repliegue definitivo de la presencia monacal, reducida a partir de aquí a presencias marginales. Reyes, nobles, caballeros, clérigos, simples particulares contribuyeron con sus donaciones a aumentar espectacularmente los patrimonios catedralicios. Su resultado más evidente fue la existencia de una clerecía poderosa que centraliza y jerarquiza a iglesias y clérigos, vigila la evangelización de los campos en las iglesias sometidas a la catedral, goza de inmunidad en su personas y sus bienes, y por ello comparte el poder con el concejo y sus caballeros a los que se halla igualada en su estatus jurídico y fiscal. Una alianza y equiparación de poderes que a veces desdibuja las diferencias funcionales, y las enmascara por la reciprocidad de injerencias en sus actuaciones. El carácter de bellator y orator del obispo Jerónimo, tuvo su continuidad en los múltiples vínculos, incluso parentales, que unieron a clérigos catedralicios y caballeros, antesala de las órdenes militares, hasta alcanzar su expresión física en la yuxtaposición de sus elementos urbanos: catedrales, alcázares, murallas, canonjías, torres ... Frente al perímetro amurallado que magnificaba la defensa fronteriza de los bellatores, las torres y cúpulas de las catedrales de los oratores extendían el manto de la protección divina en el cosmos social de la frontera.

Hacia la segunda mitad del siglo XII el clérigo catedralicio ha concluido el encuadramiento de los laicos en las parroquias rurales y urbanas, la jerarquización de los clérigos, y los ha ordenado en arciprestazgos y arcedianatos que se agrupan en tomo a la catedral.

A partir de ahí, su evolución se mueve bajo los mismos parámetros que están afectando al mundo de los guerreros: configuración de sus estructuras espaciales, con las consiguientes alteraciones de los marcos diocesanos; enfrentamientos con otros grupos clericales que les disputan el poder y merman el ius episcopal, monasterios y órdenes militares; formalización y jerarquización de cabildos y curias episcopales con sus secuelas de conflictos y pugnas entre sus miembros; desarrollo de mecanismos detractores de rentas, impuestos y derechos eclesiásticos e institucionalización final al mediar el siglo XIII. Sin embargo, junto a sus preocupaciones formales y temporales, y su protagonismo en la guerra de fronteras, el proceso se ha visto acompañado y empañado por la degradación de los clérigos, producto de su aislamiento, su falta de preparación, y sin duda su carácter fronterizo, que cuestiona seriamente su acción ideológica y correctora de las costumbres de los laicos.


Monasterio cisterciense de Santa María de Río Seco, siglo XIII, comarca burgalesa de Las Merindades

En sus buenos tiempos contó con más de un centenar de monjes blancos de la orden del Císter y todo tipo de dependencias, entre las que estaban la hospedería y el hospital, además de granjas, molinos, batanes y ventas. Los monjes crearon en Rioseco una explotación agrícola modélica e introdujeron muchos nuevos cultivos en el valle.

https://elviajero.elpais.com/elviajero/2022/03/29/actualidad/1648568369_039077.html

 

Por todas partes, para esas fechas, se advierte que el riesgo y el peligro de la vida fronteriza han terminado por contaminar a la moral del clérigo. Clérigos concubinarios, ladrones, iletrados, ajenos a la disciplina, movidos por la avaricia y la acumulación de prebendas, eran los calificativos que recibían en el diagnóstico realizado por el legado pontificio Juan de Abbeville en 1228. Se hacía necesario renovar el aparato diocesano para mantener una numerosa clerecía que atendiera las necesidades espirituales de los laicos. Organizar un sistema jerárquico coherente y unificado en su orientación espiritual; elevar la dignidad de los clérigos y consolidar su jerarquización. Era hora de fijar comportamientos, asegurada la estructura y perfilar el estado del clérigo para evitar degradaciones que le vaciaban de contenido en su función pastoral, cuestionando su preeminencia ideológica, que afectaba, en último término, al nivel de sus recursos y su protagonismo social. Tanto en la cabeza, en la institución catedralicia, como en los pies, los clérigos parroquiales, se encontraba un cerrado rechazo a cualquier intento de modificar las costumbres fronterizas forjadas desde la instauración y el reclutamiento de los clérigos diocesanos. Y las repercusiones agudizaron la inestabilidad del estado clerical, al afectar a su prestigio entre los laicos, fuente de donaciones y diezmos. Las exigencias de la reforma surgieron así de forma inevitable, tanto dentro como fuera de la diócesis, y en todas se propuso un programa común: ajuste de los recursos a las necesidades, recuperar la autoridad y restablecer la jerarquización; control de los aparatos diocesanos y depuración del clero para recobrar el prestigio moral e ideológico, y por lo tanto el lugar que el orator debía ocupar en la sociedad.

Pero habría que esperar a los años cuarenta del siglo XIII para que finalmente surgiera la sintonía entre cabildos, obispos y legados pontificios, capaz de recuperar el lugar de privilegio que debería de ocupar el clérigo catedralicio: prioridad a los asuntos económicos, sobre el desprestigio clerical; pero sobre todo una atención especial a los clérigos catedralicios, sobre los que realmente descansaba el prestigio de la diócesis, sancionando así su estatus diferenciado y privilegiado.

Es entonces cuando aparece plenamente desarrollado el ámbito de acción de los clérigos catedralicios. El obispo, máxima autoridad, su curia personal, el cabildo catedralicio ordenado en dignidades, canónigos, racioneros y otro personal subalterno, forman la cúspide de una pirámide cuya base más numerosa la constituyen los clérigos parroquiales, y entre ambos se abren las diferencias acuñadas por el proceso de constitución de una Iglesia jerárquica esencialmente episcopal y parroquial.

El clérigo catedralicio ha terminado por ser un estado privilegiado configurado desde la reforma gregoriana y la especificidades de la vida fronteriza, que se prolonga a sus familiares y clientes; forma parte de un sistema jerárquico, el catedralicio, que constituye un aparato de dominación social e ideológica, y es el beneficiario de rentas e ingresos que provienen del patrimonio catedralicio, pero sobre todo de la percepción diezmal.

4. Los campesinos: de la libertad a la dependencia

Etimológicamente dícese de las personas que viven y trabajan de ordinario en el campo. En la tradición medieval, son los laboratores o los encargados de proporcionar con su trabajo, alimento a quienes velan y oran, y los que se hallan en una situación de dependencia ante la superioridad de los que interceden ante Dios y procuran con sus armas su seguridad física.

Este arquetipo del estado del campesino medieval no es ajeno a la realidad de la frontera, si bien es cierto que las emergencias que generan sus contextos iniciales, van a graduar las transformaciones que se fueron operando en su estado individual.

Con el mismo anonimato con el que fueron estableciéndose, solo traicionado por la toponimia y la arqueología, fueron conformando el grupo más numeroso y activo de los pobladores de la Extremadura, que haría posible la incorporación de los espacios a la economía cristiana, y dotaría, al mismo tiempo, de recursos a guerreros y clérigos para la realización de sus funciones. Las garantías militares que proporcionaban las restauraciones de las ciudades fortificadas, y los criterios forales iniciales que garantizaban el acceso a la propiedad y unas condiciones de libertad personal, fuertemente contrastadas con las limitaciones existentes en sus lugares de procedencia, hicieron posible la constitución de comunidades de aldea que se extendieron por el ámbito de todos los alfoces concejiles. Muchos de ellos pudieron acogerse al estatus de caballero con el que se dotó a los poseedores de caballos, o para el que se reclamó a los detentadores de bienes suficientes. Pero la mayor parte, fueron alejándose de la guerra para dedicarse al trabajo de los campos y a las explotaciones ganaderas, alcanzando una nueva situación económica y personal.

Por distribución o por presura, el campesino de la frontera pasó a ser poseedor de predios, y en virtud de ello, tuvo acceso a la utilización de espacios comunales. No eran plenamente propietarios de las tierras ocupadas, puesto que el rey, los tenientes, o en su lugar los concejos, eran los depositarios de los derechos eminentes; lo que explicará la disposición de tierras ya ocupadas a la hora de dotar a ciertas instituciones, y así mismo la exención contenida en los fueros de nuncio y mañería, que indican el carácter restrictivo que tenía la posesión de tierras. El hecho no fue obstáculo para que el concejo garantizara la integridad de las posesiones, facilitara la movilidad personal, al no verse adscritos a las heredades que ocupaban. La libertad, en cuanto a la posesión de la tierra y su disposición, en general, garantizada taxativamente en los fueros breves iniciales junto a la existencia de otras concesiones eximentes, eran el atractivo suficientes frente a las limitaciones y adscripciones, que por las mismas fechas conocemos al norte del Duero. Si añadimos la abundancia de tierras, las posibilidades de promoción social en la frontera y la estrecha relación con los vecinos asentados en las ciudades y los guerreros, tendremos que concluir que a pesar del riesgo de la frontera, la migración y el asentamiento fueron espectaculares en la primera mitad del siglo XII.

A cambio de la posesión de heredades y de la protección dispensada por los guerreros de los concejos, se les exigió, como contrapartida, un conjunto de prestaciones y servicios que no fueron excesivamente gravosos. Era el coste lógico de la militarización exigida en un espacio fronterizo: el pago de la fonsadera y la participación en llamadas y apellidos, garantías de sus libertades.

En medio de estas situaciones generales y comunes a la mayor parte de los campesinos, se fueron abriendo paso otras menos distantes de las viejas costumbres. Las tierras adscritas al dominio real, a los patrimonios catedralicios que empezaban a formarse, se hallaban trabajadas por campesinos dependientes, nominados como collaciis, haciendo referencia a labriegos sujetos a cargas por habitar y trabajar tierras ajenas. Si bien gozan del estatuto general, su vinculación a tierras señoriales les obliga a la realización de sernas y otras prestaciones. Las dos situaciones debieron ser compatibles en los primeros años de control cristiano, si bien el enfranquiciamiento de los campesinos asentados en las tierras concejiles, fue la forma dominante hasta mediados del siglo XII.

Las tendencias operantes no tardaron en ir acercando situaciones y equilibrando el estado del campesino, al cambiar la función de los concejos hacia una gestión más administrativa que militar, y acrecentarse las necesidades patrimoniales de los oratores. La primera de ellas tuvo consecuencias inmediatas. Desde el reinado de Alfonso VII los documentos nos muestran cambios sensibles en la utilización de los términos que denotan la existencia de un mundo que va alcanzando su madurez, adquiere con ello mayor complejidad, y se traduce, a la postre, en mayores exigencias que las puramente relacionadas con la defensa de la frontera de la primera época. En las sucesivas donaciones realizadas a las catedrales, se incluyen exenciones de bienes y personas, indicadoras de las nuevas exigencias que han ido tomando cuerpo en los concejos para atender al soporte jurídico-administrativo de dichas instituciones: montazgos, portazgos, moneda, caloñas, homicidios, postas, pechos ... Los concejos, una vez reducida o trasformada la potestad de los tenientes reales, y organizada la estructura de poder, ponían en marcha mecanismos de transferencia de rentas y servicios entre quienes labraban la tierra o cuidaban ganados en las aldeas, y quienes garantizaban la paz y el orden interior, ejerciendo la justicia y velando por la seguridad temporal desde los concejos, y por la espiritual desde los cabildos.

No hay modificaciones sustanciales que supongan un trastrocamiento de los estatus iniciales contemplados en los fueros, pero si un cambio en el desarrollo de las instancias de poder, depositarias de unos derechos eminentes y una jurisdicción que va materializándose de acuerdo con el auge y el desarrollo que la sociedad iba alcanzando. De las simples necesidades militares que primaron ante la presión almorávide, se había pasado a la acumulación de exigencias, prestaciones y rentas, que nacen en la medida en la que las instituciones rectoras, laicas o eclesiásticas, conforman sus estructuras de gobierno, y quienes las ocupan pueden exigir y aplicar situaciones que estaban implícitas en la propia naturaleza de los vínculos que les unían a los concejos y a las catedrales.

No había concluido la colonización, ni la roturación, cuando se iniciaba una inflexión provocada por el encumbramiento de caballeros y clérigos catedralicios que se convertían en receptores de una parte de sus ganancias, al tiempo que sustraían sus propiedades y dependientes del proyecto común, en razón de su estatus privilegiado. Poco a poco, el campesino, y la comunidad de aldea de la que formaba parte, se vieron invadidos por la fuerza de los nuevos señores que al mediar el siglo XII dan un paso gigantesco en la homologación de sus designios de dominación.

Desde la segunda mitad del siglo XII, en consecuencia, la dominación del campesino se hizo más rigurosa y eficaz. Es el tiempo en el que caballeros villanos y clérigos asumen la dirección del concejo y de la institución catedralicia, y completan su dominación económica con sucesivas trasferencias que consolidaban los patrimonios obtenidos en la primera época. A partir de ellos se infiltran en los términos aldeanos y acceden a la explotación de las tierras comunales. Con el control de los aparatos de poder y las magistraturas, intervienen en la planificación económica del alfoz del concejo, limitando la capacidad de disposición de los campesinos.

        

         La respuesta del campesino a las diferentes formas que fue adquiriendo la dominación de oratores y belatores, cambio la imagen que todavía se mantenía, para proyectar una realidad compleja y diversa, donde junto a las manifestaciones plurales del estado individual del campesino, se manifiesta una tendencia general hacia el incremento de las dependencias.

Las diferencias fundamentales en el estado del campesino seguían estando en tomo a la propiedad de la tierra y las relaciones de dependencia respecto a los señores y ambas situaciones fueron ahormando una distribución de papeles. Los del campesino propietario, morador de las aldeas y vecino del concejo cuya disposición sobre las tierras que ocupaba solo se hallaba limitada en la transmisión y la enajenación hacia aquellas personas ajenas a la jurisdicción del concejo. Pagaban prestaciones, heredadas de la época anterior, y satisfacían otras nuevas incorporadas por el desarrollo del concejo: pechos, yantares, paradas, portazgos, herbazgos, caloñas, etc. Los del campesino vasallo, poseedor de tierras ajenas y sometido al poder señorial de los propietarios, que debían salvaguardar los derechos de sus señores a la hora de trasmitir o enajenar sus predios y comprar su rescate; poco a poco van despareciendo las sernas y prestaciones personales que realizaban, o cuando menos se reducen y se compensan con la alimentación mientras las realizan; infurciones, martiniegas, yantares, y los derechos de la administración de la justicia, siguen siendo los mecanismos de transferencia de los beneficios campesinos destinados al mantenimiento de los señores. Y por fin, los de los que trabajan la tierra como yugueros, hortelanos, quinteros, contratados para la realización de una serie de actividades concretas a cambio de una parte de los beneficios obtenidos por su trabajo, viéndose sometidos, mientras lo realizaban a la vigilancia y exigencias de los propietarios.

En su conjunto, en cada uno de estos estados en los que se nos manifiesta el campesino, seguía gravitando de una tupida red de rentas, prestaciones, tributos, difíciles de valorar y cuantificar, pero que continúan ahondando las diferencias entre ellos, pero especialmente frente a quienes son los beneficiarios del conjunto de las exacciones. Todos ellos van viendo refrendadas legalmente sus situaciones en las redacciones extensas de los fueros concejiles o en la serie de fueros-contratos agrarios concedidos por los propietarios de las tierras que ocupaban. El proceso ha supuesto, sin duda, una regulación de las relaciones económicas y jurisdiccionales, que implica, aparentemente, un progreso frente a la arbitrariedad señorial, y una acomodación a las transformaciones que se han operado al alejarse la frontera. Pero sus resultados finales siguen poniendo de manifiesto la situación de inferioridad frente a los habitantes de la ciudad, su limitado ámbito de acción política y personal en el marco de las aldeas y sus recortados y oscuros horizontes económicos y personales ante el peso de las dependencias establecidas por concejos, catedrales y señores, o lo que es igual, ante la institucionalización feudal de bellatores oratores.

Los habitantes de las ciudades

Las condiciones de guerra generalizada en las que se realizaron las restauraciones urbanas en la Extremadura, son determinantes a la hora de analizar el ritmo del estado de sus habitantes. En virtud de ellas, sus componentes y bases fundamentales fueron la fuerza militar y la estrategia fronteriza, el ordenamiento que realizan en los espacios asignados, la intermediación entre las tierras fronterizas y las tierras del interior de los reinos cristianos y la ubicación en ellas de los órganos de poder, concejos y sedes episcopales.

Con carácter general la formación de su tejido social fue fruto de la combinación de estos elementos. Los procesos repobladores iniciados al finalizar el siglo XI dieron lugar a la aparición de un conglomerado social heterogéneo, tanto por la procedencia, como por la condición y función de sus componentes. El fuero de Salamanca y la Crónica de Ávila, aportan los testimonios más evidentes sobre la diversidad y la acomodación de los primeros habitantes a los espacios urbanos. De todos ellos, como ya hemos visto, pronto destacan fracciones sociales integradas por guerreros y clérigos, que van a controlar con sus funciones el panorama político, y dominar con sus construcciones el paisaje urbano de las ciudades fortificadas. Ellos son en realidad quienes, al utilizar la ciudad como centro económico y de poder laico y eclesiástico, inician su desarrollo, al provocar con su vecindad, la convergencia de los excedentes agro ganaderos desde sus patrimonios rurales, y los recursos proporcionados por los botines de la guerra de fronteras. Campesinos y dependientes domésticos, completaran el protagonismo de estos grupos de vecinos de las ciudades, a los que ya hemos hecho referencia.

Pero junto a la guerra y sus consecuencias, la oración y su organización en la diócesis, y el trabajo de los campos próximos, fruto de la convergencia de todos ellos en el espacio urbano, pronto surgieron otras actividades y otros grupos necesarios para atender las demandas artesanales y comerciales de las poblaciones de frontera. La crónica abulense subraya el cambio experimentado por algunos de sus primeros pobladores,

E la mucha gente que nombramos, después metieronse a comprar e a vender e a fazer otras baratas, e ganaron grandes algos.

(HERNÁNDEZ SEGURA, A., Opus cit. p. 18)

para continuar con la limitaciones que pronto se encontraron quienes se dedicaban a comerciar y a fazer otras baratas.

La vitalidad de estas actividades, se hallaba animada por corrientes que realmente no eran propiamente comerciales, aunque exigiera la existencia de intermediarios, y tal vez por ello tempranamente vieron obscurecido su protagonismo social en un período, la primera mitad del siglo XII, donde la primacía del espíritu de la milicia, animado por la oración contra el infiel, eclipsaba en su protagonismo y en sus beneficios al espíritu de empresa artesanal y comercial.

Sin embargo, en los cien años siguientes van a cambiar substancialmente las condiciones iniciales de la frontera cristiano-musulmana, y con ellas aparece el protagonismo de estos habitantes de las ciudades que pugnarán por un reconocimiento en la sociedad urbana.

Algunas de ellas podemos resumirlas. En esas fechas se ha completado la estructura poblacional produciendo un incremento de las actividades agrarias y ganaderas. La acumulación de riqueza en manos de los caballeros en la ciudad es un fenómeno correlativo a la intensificación de su poder económico y político sobre los términos del alfoz. De ahí se deriva la concentración de una demanda estable y alto poder adquisitivo, generada por caballeros y clérigos, y otra esporádica derivada de la dependencia del término respecto a los órganos de poder urbano. La situación geo-estratégica de las ciudades, en lugares de contacto entre economías complementarias, las convierte en puntos de encuentro económico. El tránsito por ellas de rutas, antes militares, ahora comerciales y de transhumancia ganadera entre las fronteras cristianas y las tierras septentrionales, las trasforman en intermediarias y elementos de paso de nuevas corrientes comerciales. La preeminencia dada y confirmada por los fueros a los habitantes de la ciudad frente a los vecinos de las aldeas, facilita su movilidad personal y económica. Y por último, el desarrollo de los aparatos de poder, concejos, sedes episcopales y catedrales. Todos ellos podemos considerados como factores decisivos en el cambio fisonómico de las antiguas ciudades fortaleza, y en la diversificación funcional de una gran parte de sus habitantes.

El resultado fue la multiplicación de talleres artesanales, tiendas, ruas, mercados que fueron rompiendo el monopolio que hasta entonces detentaban los paisajes rurales.

Entre 1157 y 1300, testigos y confirmantes de los actos jurídicos, la nomenclatura de algunas calles y los objetos utilizados y legados en los testamentos, manifiestan que una parte de los vecinos de las ciudades se han especializado en la transformación de los productos y en su comercialización. Hasta sesenta oficios diferentes se distribuyen de forma irregular por los espacios urbanos, concentrándose en calles y colaciones y especialmente en la proximidad de mercados y azogues. Por otra parte, en el mismo período los ordenamientos forales extensos reconocen explícitamente la especialización de algunos vecinos, al disponer normas y usos que tratan de regular las actividades artesanales y comerciales. Todo parece indicar que el momento de despegue se produjo al iniciarse el siglo XIII, cuando se advierten los primeros intentos para llegar a un reconocimiento diferenciado de sus estados individuales.

Pero ello no significaba realmente una ruptura con el pasado. Muchos habitantes de las ciudades seguían dedicándose al cultivo de los campos. La minoría oligárquica de caballeros y clérigos viven de las rentas que generaban los vecinos de las aldeas. Y los niveles de vida definidos por las mayorías rurales, que confluyen mayoritariamente en la ciudad, son quienes ajustan en último lugar las posibilidades y la viabilidad de artesanos y comerciantes.

El manejo y la instrumentación de los órganos de poder por la oligarquía de caballeros villanos, si bien requería y necesitaba la presencia de estos vecinos especializados en trasformar y comerciar, a la hora de arbitrar la práctica de sus actividades, haría primar una reglamentación acorde con sus intereses y los de sus dependientes: garantizar la calidad, el precio de los productos, el abastecimiento de materias primas de los talleres y mercados, la vigilancia de pesos y medidas, la represión del fraude y la reventa ... son en general normas que pretendían la defensa del consumidor y establecer una rigidez institucional; que si bien ordenaba estas actividades, de acuerdo con la función político-institucional de quienes detentaban las magistraturas urbanas, en realidad limitaban las posibilidades de expansión de los habitantes dedicados a dichas actividades.

Artesanos y comerciantes tomaron conciencia de su especial condición socioeconómica y de las limitaciones que pesaban sobre ellos desde las autoridades concejiles. Son de sobra conocidas las citas y pasajes de la crónica abulense, confirmadas por los fueros salmantinos, en las que se pone de manifiesto el desprestigio que menestrales y comerciantes tenían para los caballeros y la resistencia que se les oponía para su aceptación. En 1158 estallaba el motín de la Trucha en Zamora provocado por la confrontación entre caballeros y vecinos de la ciudad. Por los mismos años en Ávila gentes dedicadas a comprar y a vender pidieron, una vez más, al rey participación en el gobierno del concejo; ante la negativa, alegando el derecho de los caballeros, una parte de los vecinos de Ávila opto por abandonar la ciudad, marchar a colonizar Ciudad Rodrigo, no sin antes recrudecer sus enfrentamientos con los caballeros.

La injusticia cometida en Zamora por los caballeros contra un zapatero, y la oposición institucional en Avila, denotan el mismo fin de participar en la organización de las ciudades como nuevo grupo social, y romper el monopolio y el privilegio ejercido por los caballeros.

Por más que alcanzaron niveles económicos y estuvieran en posesión de fortunas equiparables a caballeros y clérigos, estos no accedieron a sus iniciativas de promoción social. Un marco político, el concejo, y una mentalidad predominante, la del caballero, se oponía a su desarrollo y dinamismo. Su pugna por el control del primero se vio obstaculizada por el monopolio oligárquico establecido por el caballero. Su enfrentamiento con la segunda, habría determinado un choque con la ideología cristiana, mantenida por los clérigos catedralicios.

Su única salida era crear un marco institucional autónomo que agrupara a cuantos se dedicaban a las actividades propiamente urbanas, sirviera de defensa a sus intereses, bloqueara las pretensiones señoriales de caballeros y clérigos, y permitiera el reconocimiento individual de su estado.

Hacia 1250 en Segovia aparecen documentadas las primeras cofradías y ayuntamientos de menestrales y comerciantes que serán condenadas por Fernando III.

Otrossi, se que en vuestro concejo se facen unas cofradias, et unos ayuntamientos malos a mengua de mio poder et de mio sennorio et a danno de vuestro concejo, et del pueblo o se facen muchos males encubiertas, et malos paramientos; mando so pena de los cuerpos et de quanto avedes que estas cofradias que las desfagades. Et que daqui adelante non fagades otras ...

(Archivo Municipal de Segovia, Carp. 11, na 2)

Seis años más tarde, en 1256 Alfonso X al confirmar el documento anterior, prohibía el acceso al privilegio del caballero a cuantos procedieran de dichas situaciones, a no ser que renunciaran a sus actividades.

Los fueros del área salmantina confirman la postergación de todos aquellos dedicados al comercio y a la artesanía, frente a la consideración especial que tienen los otros estados. Los reducen a simples vecinos de las ciudades con las condiciones jurídicas propias de tal condición, y con ello subrayan que su profesión no es considerada como algo que implique un estado diferenciado. Vecinos al margen de su función profesional. Tal vez por ello, y a pesar de las sucesivas prohibiciones contempladas en las Partidas, en las cortes de Valladolid de 1258 y en las de Jerez de 1268, los habitantes de las ciudades, artesanos y comerciantes, siguieron organizándose en cofradías y ayuntamientos como forma de defensa de sus intereses y del reconocimiento de su estado individual que se les negaba.

Los habitantes de las ciudades, que no formaban parte de las funciones de los belatores, oratores y laboratores, que pudieron haber constituido la burguesía urbana clásica de otras ciudades de esas épocas, no consiguieron acceder al poder del concejo, para desde él imponer unas normas acordes con sus intereses. Su fracaso, al mediar el siglo XIII, no era sino el sancionamiento de la institucionalización que se estaba llevando a cabo, y a la vez, su relegación y consideración de simples habitantes de las ciudades, significaba el triunfo de la sociedad feudal en la Extremadura Castellanoleonesa.

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