jueves, 21 de julio de 2022

 

SOCIEDAD MEDIEVAL

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Tabla del Prendimiento de Jesús que junto a la última Cena adornan el primer cuerpo del retablo renacentista de la Iglesia Parroquial de Santa Margarita de MURO EN CAMEROS (LA RIOJA, ESPAÑA)

Pobreza, enfermedad,
vejez y muerte.

Se trata de cuatro limitaciones de la vida humana, de las gentes del Medievo y de las del siglo XX, limitaciones que son permanentes al género humano, mientras no seamos capaces de crear un mundo utópico en el que se ponga fin a la pobreza, se eviten las enfermedades, reine la eterna juventud y, para culminar el proceso felizmente, seamos eternos.

 «La vida cotidiana en la Edad Media», tema de esta VIII Semana de Estudios Medievales de Nájera, no podía dejar de preguntarse por los aspectos dolorosos que acompañan a los seres humanos en el tránsito por este mundo. Tengo que contestar, no obstante, que no soy, ni mucho menos, un especialista en esa temática. En todo caso deseo manifestar que el estudio de la vida cotidiana es, desde el punto de vista histórico, tan legítimo como cualquier otro. Ahora bien, entiendo que en todo momento debe de estar presente una perspectiva de carácter social. Así lo han entendido investigadores proclives a la «novuelle histoire» tan prestigiosos como le Goff o Vovelle. Ni la alimentación, ni la vivienda, ni la vejez, ni la muerte eran similares para todos los grupos sociales.

Tras estas palabras introductorias deseo hacer dos observaciones preliminares, una de carácter espacial, otra de índole temporal. Las reflexiones que aquí se recogen sobre las cuestiones que se tratan en este texto se limitan a un espacio muy concreto, el de la Europa cristiana occidental. Así las cosas no se harán menciones de ningún tipo acerca de, por ejemplo, al-Ándalus o de la Europa central y oriental. El arco cronológico del trabajo, por su parte, puede situarse, «grosso modo», entre los años 1000 y 1500, aunque ciertamente se pone más énfasis en los siglos finales del Medievo, de los cuales las fuentes conservadas son más numerosas y, sobre todo, de mayor riqueza.

Pobreza, enfermedad, vejez y muerte. Se trata de cuatro limitaciones de la vida humana, de las gentes del Medievo y de las del siglo XX, limitaciones que son permanentes al género humano, mientras no seamos capaces de crear un mundo utópico en el que se ponga fin a la pobreza, se eviten las enfermedades, reine la eterna juventud y, para culminar el proceso felizmente, seamos eternos. Cada una de esas cuatro situaciones, por otra parte, tienen su contrario: la pobreza en la riqueza, la enfermedad en la salud, la vejez en la juventud y la muerte en la vida. Pero esas situaciones, asimismo, tienen diferencias radicales de partida. Una de ellas, la pobreza, tiene básicamente un componente social, aunque también pueden conducir a ella limitaciones biológicas, como la pérdida de la salud o la avanzada edad. La enfermedad y la vejez, por el contrario, tienen en primera instancia una componente biológica, lo que no impide que también actúe en ese territorio el ámbito de lo social, pues el pobre tiene más posibilidades de enfermar y por lo que respecta a la vejez no se pasa de igual manera siendo rico que menesteroso. La única perspectiva verdaderamente igualitaria, la única democracia auténtica que existía en aquel tiempo, era la muerte, rasero que nada respetaba ni a nadie perdonaba. Al fin y al cabo la muerte igualaba, como decía el genial poeta castellano del siglo XV Jorge Manrique, a «los que viven por sus manos y los ricos».

Algunas de esas situaciones podían darse simultáneamente. El panorarna más terrible de todos era aquel en el que coincidían la pobreza, la enfermedad y la vejez. En un escalón algo más suave, aunque también sumamente negativo, se encontraban quienes reunían dos de las limitaciones apuntadas, así el que era viejo y pobre pero estaba sano, o el viejo y enfermo pero rico, o el pobre y enfermo pero joven. El último escalón lo integraban las situaciones vitales en las que una de esas limitaciones coincidía con dos elementos de signo contrario, como la del pobre pero sano y joven, o el enfermo, pero joven y rico o el viejo pero sano y rico. En el fondo lo indicado no pasa de ser pura teoría, algo así como la elemental aplicación de las reglas de la combinatoria. Lo que importaba, no nos engañemos, era la situación real en la que se encontraba cada individuo cuando topaba en su camino con la pobreza, la enfermedad, la vejez o la muerte.

Ahora bien, ¿cómo reconstruir la realidad histórica de esas situaciones en la Europa de los años 1000-1500? Por de pronto suele afirmarse, no sin falta de razón, que las fuentes conservadas de aquellos siglos no sólo son escasas sino que en general difícilmente responden a las preguntas que les hacen los investigadores. Pero ello no invalida el hecho cierto de que, con frecuencia, el problema principal consiste más que en la pobreza de las fuentes en la habilidad del historiador para saber captar desde nuevas e inteligentes perspectivas lecturas inéditas de materiales aparentemente archiconocidos. ¿No hay acaso abundantes fuentes, sobre todo de carácter literario, doctrinal o cronístico, que aluden repetidamente a las limitaciones del ser humano de que estarnos hablando? Sin ninguna duda, pero asimismo es cierto que las carencias son también espectaculares, en particular en lo que respecta a fuentes minimamente cuantitativas.

 


https://www.catharcastles.info/montaillou.php

Pese a todo la existencia de un determinado tipo de fuentes, como sucedió en su momento con la localidad francesa de Montaillou, permitió al profesor francés Le Roy Ladurie la reconstrucción de la vida diaria de sus   habitantes durante unos pocos años de finales del siglo XIII y comienzos del XIV. Sin duda no hay que lanzar las campanas al vuelo: Montaillou es una aldea rural muy singular, fuertemente afectada por el catarismo, por lo que no constituye en sí misma un modelo generalizable, Pero lo significativo es que unas fuentes de naturaleza eclesiástica, más concretamente inquisitoriales, pueden servir al historiador para conocer con un cierto detalle aspectos tales como la pobreza, la enfermedad, la vejez o la muerte de unas gentes de la Edad Media.

De todos modos el principal obstáculo con que tropieza el investigador de estos problemas estriba, desde mi punto de vista, en el hecho de que apenas podemos responder a las preguntas acerca de cómo se sentían las gentes que eran pobres o que estaban enfermas o que habían llegado a la ancianidad o que veían la muerte próxima. Las fuentes que se nos han transmitido de aquellos siglos son básicamente teóricas: discursos sobre las edades de la vida, textos sobre el bien morir, escritos acerca de las enfermedades y sus tratamientos, etc. Pero lo que sentían los individuos que pasaban por esas limitaciones constituye una enorme nebulosa, más aún cuando los principales protagonistas de esas limitaciones, excepción hecha de la muerte, eran lo que los textos medievales denominan con suma precisión la «gente menuda», por lo general iletrados, es decir individuos que no han legado a la posteridad el menor testimonio personal de su paso por este mundo.

 

1. La pobreza

La pobreza se convirtió hace unas décadas poco menos que en una vedette de la historiografía, en buena parte de la mano del eminente historiador francés Michel Mollat, tanto por los seminarios que dirigió en la Sorbona como por su excelente libro de síntesis sobre los indigentes de los tiempos medievales. También a nivel hispano hay que mencionar el congreso celebrado en Lisboa en 1972 sobre la pobreza y la asistencia a los pobres en la Edad Media en la Península Ibérica, así como la posterior y excelente monografía de Carmen López Alonso.

La pobreza, como punto de partida, puede ser contemplada desde dos perspectivas bien diferentes. Hay una concepción de la pobreza que tiene un tratamiento muy honroso por parte de los eclesiásticos. Nos referimos a la pobreza como virtud evangélica. Esa idea de la pobreza, de hondas raíces cristianas, servirá de base, nada más y nada menos, que para la puesta en marcha de las denominadas órdenes mendicantes. La otra perspectiva de la pobreza es sumamente diferente. Se trata de la pobreza material, que se traduce en carencias objetivas de los elementos mínimos necesarios para subsistir dignamente, por supuesto dentro de lo que en los tiempos medievales eran esos «mínimos». Estamos hablando, asimismo, de la pobreza forzada, por cuanto los que se encuentran en esa situación no lo han elegido, sino que han sido las circunstancias de la vida las que les han conducido a ese negro pozo en el que han caído. Esas circunstancias son, evidentemente, muy variadas, por ejemplo la vejez, en particular en las clases populares, pues ¿qué le sucedía al que por su edad no podía trabajar?, pues lisa y llanamente que traspasaba con facilidad el umbral de la pobreza. Otra importante vía hacia la pobreza era la viudedaz. ¿No contemplan los padrones de fines de la Edad Media numerosas viudas pobres, a las que se exime de pagar tributos precisamente por su indigencia? También la orfandad o simplemente la caída en determinadas enfermedades podían encaminar a sus víctimas al campo de los pobres. No podemos olvidar, por otra parte, cómo ciertas coyunturas históricas condujeron a amplios sectores sociales al mundo de los menesterosos, lo que aconteció, por ejemplo, con motivo de la «crisis del siglo XIV».

El vocabulario utilizado en los textos medievales es muy complejo, cuando no simplemente ambiguo. A veces el término «pauper» o «pobre» alude a gentes que tienen un trabajo, aun cuando viven con muchas dificultades, Veamos un ejemplo: los campesinos que, según nos dice el «Poema de Alfonso XI»«pasaban grant mansiella», o que, según la opinión de García de Castrogeriz, semejaban a las bestias de carga, ¿eran realmente pobres? Es indiscutible que la respuesta a esta pregunta pasa previamente por resolver la duda acerca de donde situar el umbral de la pobreza. Ni que decir tiene que muchos individuos se hallaban en el borde de ese umbral. Pero por debajo del mismo se encontraban los que, al carecer de esos mínimos para subsistir, dependían de la caridad de otros o se veían forzados a mendigar, actitud que algunos autores del Medievo llegaron a interpretar nada más y nada menos que como un oficio. ¿No dijo Thomas de Chobham que la indigencia era un estado y la mendicidad un oficio?

En definitiva, el perfil de los pobres, tal y como lo ha señalado C. López Alonso, se basaba, como carencias objetivables, en pasar hambre, vestir harapos ( «el hombre empobrecido trae capa muy cativa...», se lee en el «Libro de Miseria de omne») y tener unas viviendas miserables (las «choças e ramadas de los pobres», de que habla Gómez Manrique), y, desde el punto de vista subjetivo, tenían, en general, vergüenza al pedir, se encontraban habitualmente solos ( «apenas quel pobre viejo falla ningund amigo», leemos en el «Libro del Buen Amor» ) e incluso, por más que estas afirmaciones puedan pecar de genéricas, estaban tristes y melancólicos. «De la pobredat viene la melancolía e la aflicción», se lee en «Flor de Virtudes», un texto castellano del siglo XV. En términos parecidos se expresa Diego de Valencia en el «Cancionero de Baena» cuando dice del pobre que es «feo, triste é amargado».

¿Qué actitudes adopta la sociedad ante el mundo de los pobres? Convengamos en que una cosa son los discursos teóricos y otra muy distinta la práctica social. Los discursos teóricos son no sólo muy variados, sino incluso ambivalentes. Hay textos en los que, buscando las raíces evangélicas de la pobreza, se exalta esa situación. Pero son muchos asimismo los textos en los que se pinta un cuadro sumamente negativo de la pobreza. Recordemos, a este respecto, uno de los textos, en mi opinión más expresivos de la Castilla bajomedieval, el «Libro de miseria de omne». De forma un tanto cruda se viene a decir en esa obra que los pobres no tienen puertas que se les abran. Con frecuencia se les presenta como codiciosos y ladrones, a la par que sucios y malolientes. Se dice incluso en algunos textos que los pobres estaban vinculados al pecado y, en última instancia, que eran muy grandes sus posibilidades de perder el alma. ¿No dijo esto último el insigne escritor castellano de primera mitad del siglo XIV don Juan Manuel? ¿No manifestó por su parte el marqués Santillana que la pobreza era «la escalera del infierno»? También se les asocia tradicionalmente al deshonor, en contraste con la riqueza, compañera inseparable del honor. Uno de los textos más expresivos del desprecio hacia los pobres es el que nos ofrece el «Dit des Planèts», obra catalana del siglo XV: «Excrecencia monstruosa, que desequilibra el orden social». Por su parte Ruy Páez de Ribera afirmaba que la «pobredat es dolor e vileza».

Claro que hay otros textos en los que, por el contrario, no salen malparados los pobres. Tal es el caso, entre otros, de Dante, el cual, después de señalar que la avaricia era el peor de los males, afirmaba que la Iglesia debía de ser pobre entre los pobres. El escritor italiano bajomedieval, Taddeo Dini, decía por su parte que los pobres no debían de desesperarse, pues llegaría el momento en el que se redimieran de sus males. Un escritor francés, Jean André, dice que la pobreza no es un vicio, frente a lo que habitualmente se había señalado con tanta insistencia. Pero lo indicado son excepciones pues, en general, los discursos, sobre todo en los últimos siglos de la Edad Media, son claramente negativos para con los pobres.

¿Y la práctica social ante los pobres? Básicamente cabe afirmar que dicha práctica se encarrilaba en dos direcciones: las limosnas y los hospitales. Las limosnas, muchas veces instrumentadas a través de los testamentos, constituían en definitiva una vía adecuada para el desarrollo de la caridad y con ello para que los poderosos aumentaran sus méritos con vistas a la salvación de sus almas. Los hospitales, de origen muy variado, no tenían el carácter de nuestros días sino que eran centros de acogida de pobres (un rico enfermo no solía acudir a uno de esos centros) o de gentes miserables que iban por los caminos sin rumbo fijo. No olvidemos, como dijo atinadamente J.le Goff, que «Pobre enfermo y vagabundo son casi sinónimos en la Edad Media».

Pero a lo largo de la Edad Media hubo una etapa más abierta hacia la comprensión del fenómeno de la pobreza, más o menos los siglos XI-XIII, y otra, los siglos XIV y XV, en la que cambia radicalmente la página, aumentando el recelo ante los pobres. Esa situación desembocó en la puesta en práctica de medidas casi represivas hacia los pobres, a los que se pretendía aislar, para que no contagiaran al resto de la sociedad. En esta última etapa llegó a pensarse de los pobres que eran algo así como criminales en potencia. Esta etapa coincide, no lo olvidemos, con las grandes catástrofes que afectaron al occidente de Europa: las epidemias de mortandad, las hambrunas, las frecuentes guerras internas de la Cristiandad, etc. fenómenos todos ellos que contribuyeron a quebrar las estructuras heredadas de las épocas anteriores. En esos siglos se tomaron a veces medidas sumamente drásticas para con los pobres. Recordemos una: en la ciudad francesa de Bourg-en-Bresse, en 1472, todos los mendigos, incluidos los que se encontraban enfermos, fueron lisa y llanamente expulsados.

¿Cómo se veían ante sí los pobres? Esta es una de las cuestiones más difíciles de tratar. Me acogeré, no obstante, a lo que señaló, hace algunos años, el profesor francés Charles de la Roncière en un trabajo, en mi opinión de gran brillantez, sobre los mendigos de la Florencia bajomedieval. Este autor afirmaba que podían detectarse ciertos rasgos significativos de lo que los pobres florentinos pensaban de sí mismos: ante todo se sentían impotentes, pero también tenían una cierta conciencia colectiva. De la Roncière incluso llegaba a hablar de la existencia de una especie de conciencia o cuando menos instinto de clase entre los pordioseros, pues eran conscientes de que se encontraban en el lado opuesto de los que tenían mucho, es decir de los ricos.

 

2. La enfermedad

La segunda de las situaciones-límite a que voy a referirme es la enfermedad, o lo que es lo mismo la pérdida de la salud. No voy a hacer, ni mucho menos, algo parecido a una historia de las enfermedades en la Europa medieval. Evidentemente las gentes que vivieron en la Edad Media, hablando en términos generales, pensaban que lo natural, tanto la salud como la enfermedad, dependía de lo sobrenatural, que lo impregnaba y lo penetraba todo. Los azotes naturales, cuyo origen científico ellos ignoraban y que con frecuencia achacaban a castigos divinos, eran admitidos con resignación. Este es quizá el punto de arranque esencial de que hay que partir para entender cómo se comportaban las gentes que perdían la salud.

En el Medievo podía caerse en un abanico variado de enfermedades, que los textos medievales recogen con precisión: las cuartanas, las tercianas o las fiebres erráticas, entre los procesos febriles; el frenesí o la melancolía, si nos referimos a los trastornos psíquicos; el «lupus», la tiña, la sarna, enfermedades relacionadas básicamente con la piel; el romadizo, la hidropesía, la disentería, la perlesía, el latirismo, la tisis, etc. La escasa higiene y las carencias alimenticias, deficiencias sin duda más acusadas en los pobres que en los potentados, constituían condiciones adecuadas para el progreso de las enfermedades. Claro que los ricos también contraían enfermedades originadas exactamente en lo contrario, es decir en los excesos de la mesa, como era el caso de la gota. Podía tratarse de males que en poco tiempo acababan con la vida del enfermo o que, por el contrario, derivaban en una dolencia crónica. Es evidente que las enfermedades susodichas causaban más impacto en las gentes de más edad. Pero no hay que olvidar, por otra parte, la terrorífica mortalidad infantil de la época medieval.

Ahora bien, voy a aludir a tres tipos de enfermedades concretas, significativas, entiendo, de lo que fue el mundo de los enfermos medievales. Una de ellas, que quizá tuvo su momento culminante entre los siglos XI y XII, precisamente cuando irrumpe en la sociedad europea y constituye para todos una gran sorpresa, toda vez que no se conocía su origen, es el llamado «mal de los ardientes», o «fuego de San Antonio», o «fuego sagrado», pues se la conoce bajo diversos nombres. Es, si utilizamos el término científico, el «ergotismo». Era una enfermedad al parecer causada por el cornezuelo de centeno, que se propagó con suma rapidez y para cuyo remedio se acudió fundamentalmente a la práctica de exorcismos o de santos taumaturgos, de los cuales el principal fue S. Antonio, santo milagrero por excelencia (de ahí el nombre de «fuego de San Antonio» que se aplica al mal y la orden, entonces creada, de los antoninos que acogía a esos enfermos). Ahora bien, todo parece indicar que la susodicha enfermedad terminó por adquirir un cierto carácter institucional y si se quiere familiar, perdiendo las aristas más agresivas con que había irrumpido en la Cristiandad europea tiempo atrás. Lo cierto es que a partir del siglo XIII hay como un olvido de dicho padecimiento, apenas presente desde entonces en las fuentes documentales.

La enfermedad probablemente más representativa de los tiempos medievales es, no obstante, la lepra. Tanto por las características que ofrece dicho mal, como por el tratamiento que del mismo se hizo por parte de la sociedad medieval, podemos sacar algunas conclusiones historiográficas que juzgamos de sumo interés. No vamos a discutir, por de pronto, cuál era la causa de esa enfermedad, que en la Edad Media se interpretaba «científicamente» a través de la teoría de los humores. Así las cosas la existencia de la lepra, al menos eso se creía, era una consecuencia de la difusión de la melancolía por el cuerpo humano. Asimismo estaban convencidos en el Medievo de que la lepra era hereditaria y contagiosa, pudiendo contribuir el aire a transmitirla. También creían que la lepra se transmitía por vía sexual, sin duda como consecuencia de la confusión de dicha enfermedad con diversas dermatosis o con determinadas enfermedades venéreas. En cualquier caso remito a los interesados, a este respecto, a la magnífica historia de la lepra escrita por F. Bériac.

La lepra adquirió rápidamente una mala imagen, presentándola como la expresión más pura y acabada del pecado («la alegoría del pecado» se llegó a decir de ella). Algún texto habla de la lepra como si fuera «el salario del pecado» y sobre todo cuando se hace referencia a éste se está pensando en un tipo de pecado muy concreto, la lujuria. En todo caso los leprosos eran vistos con horror, desprecio y desconfianza. Es verdad que también hay textos de signo opuesto, así los que presentan a los viejos leprosos como la más pura expresión del propio Cristo. Pero los textos de este signo son más bien una excepción. La imagen que aparece en los textos literarios a propósito de los leprosos presenta a éstos como seres abominables, de los que hay que recelar. ¿No se llegó a pensar en diversas ocasiones que los leprosos eran los culpables de las tragedias que acaecían sobre los humanos? No olvidemos el ataque que se produjo en el año 1321 en el sur de Francia contra leproserías y leprosos. En algunos lugares se pensó algo parecido cuando se difundió la peste negra, aunque en este asunto hay que reconocer que los judíos les llevaron claramente la delantera como «chivo expiatorio».

La actitud fundamental que se adoptó ante los leprosos fue su aislamiento, su alejamiento del resto de las gentes. Para su recogida se crearon centros adecuados, las leproserías. Eran éstas muy variadas, algunas muy ricamente dotadas, otras francamente modestas. Numerosas leproserías fueron fundadas en el transcurso de los siglos XII y XIII. Las leproserías no eran hospitales, en el sentido que se daba a esta palabra en la Edad Media, tampoco eran conventos. Pero tenían un poco de ambos tipos de centros. Allí no había votos, pero se exigía a los acogidos guardar silencio, mantenerse castos y ser pobres (condición que muchos, evidentemente, ya poseían). La austeridad es la norma por excelencia que reina en las leproserías. Se procura asimismo situarlas lejos de las ciudades, buscando incluso que haya una barrera natural entre la aglomeración urbana y la leprosería, por ejemplo un río. Ahora bien estos leprosos, allí recogidos, en buena parte mendigos, podían salir al exterior a pedir limosnas. En ese caso tenían que llevar consigo una especie de esquila, que sonaba, con la finalidad de que se les reconociera fácilmente. En cualquier caso el aislamiento de los leprosos no pasaba de ser una especie de muerte civil. Ya lo dijo el francés Philippe de Beaumanoir en el año 1280: «un leproso encerrado en una leprosería es un muerto en cuanto al siglo». Ciertamente la lepra retrocedió en los siglos finales de la Edad Media, pero ahí está, inalterable, la imagen que de dicha enfermedad se ha transmitido a la posteridad.

Hay un tipo de enfermedad muy diferente de todas las anteriores y que en cambio tuvo, sobre todo en el final del Medievo, un impacto espectacular. Era una enfermedad que producía la muerte súbita del afectado. Me estoy refiriendo, naturalmente, a las epidemias de mortandad, en primer lugar a la terrible peste negra que se difundió por Europa occidental a mediados del siglo XIV, pero también a las epidemias-eco que la sucedieron en años sucesivos. Los estudios de Biraben, entre otros, me parecen, en este sentido, muy atinados.

La peste era una enfermedad que parecía caída del cielo, que venía de oriente, origen, cómo no, de todos los males. Los humanos ignoraban sus causas, aunque buscaron explicaciones, en unos casos culpando a los leprosos o, sobre todo, a los judíos, de haber corrompido el aire y haber infectado las aguas, en otros acudiendo a la conjunción de los astros (punto de vista defendido, por ejemplo, por el pontificado de Avignon). ¿Y si la peste era simplemente un castigo enviado por Dios a los humanos? Ante su impacto hubo reacciones espontáneas muy diversas, como la de huir, pero ¿a dónde? De los núcleos pequeños se huye a las ciudades, abandonando a los que están contagiados por el mal a su suerte. No cabe duda de que en las urbes las condiciones higiénicas eran, por supuesto, muy malas, pero los recién llegados a ellas creían encontrar cuando menos un alivio psicológico. Las clases acomodadas, por el contrario (recordemos lo que nos dice Bocaccio, a propósito de Florencia) realizan el camino inverso, saliendo de las ciudades hacia sus mansiones rurales. También había medidas como acudir a talismanes, reliquias, etc.

La peste provocaba una muerte súbita, punto de partida, a su vez, de una gran explosión de agresividad, como se puso de manifiesto, por ejemplo, en los «pogroms» de la corona de Aragón o de diversas ciudades de la cuenca del Rhin. Pero también propició la difusión de la peste una situación de autoagresividad, como se comprueba en los flagelantes, individuos que recorren Europa azotándose como forma de expiar los pecados cometidos para intentar aplacar la ira divina. Esa especie de «angustia existencial» causada por el impacto de las epidemias, que se proyectó en el campo de las artes y en el de las letras, es también muy expresiva de lo que fue la Europa cristiana en la segunda mitad del siglo XIV.

A veces se tomaban medidas que no servían para nada, como las cuarentenas. ¿Y las purgas o las sangrías? De hecho lo único que lograban era debilitar más al enfermo. Un remedio limitado, pero que encajaba más con la práctica médica, consistía en la quema en las plazas públicas de ciertos productos, como el incienso o la camomila, práctica que se consideraba como una forma de purificar el ambiente. De todos modos también hay que hacer aquí una pequeña connotación de carácter social. Los acomodados, aunque también fueron víctimas de esas terroríficas epidemias, quizá pudieron escapar un poco mejor al mal. Por de pronto les era más factible seguir los regímenes alimenticios adecuados (comer alimentos que no sean muy grasos, por ejemplo), no abusar de los baños ni del sexo, desinfectar locales o mercancías, destruir objetos sospechosos, etc.

 

3. La vejez

¿Cuándo llegaba la vejez? No lo sabemos, pues es ésta una cuestión muy subjetiva, sobre la cual los numerosísimos tratados que se escribieron en la Edad Media acerca de las edades del hombre ofrecen soluciones muy diversas. Estos tratados eran, sin duda, diferentes entre sí, al menos en apariencia, aunque en el fondo tenían muchos elementos comunes. Unos hablan de cuatro edades, como Aldebrandin, un inglés del siglo XIll: la adolescencia, la juventud, que acaba hacia los 45 años, fecha en la que comienza la senectud, a la que le seguirá la supervejez, el «senium», a partir de los 60. También Dante establece cuatro edades en la vida del hombre. Otros autores, siguiendo las pautas marcadas en su día por Isidoro se Sevilla, hablan, en cambio, de las 7 edades de la vida: la infancia, la «pueritia», «la adolescencia», la «juventus», la «gravitas», la «senectus» y el «senium».

Comenzaremos por hacer una pregunta: ¿había muchos ancianos en la Edad Media? La esperanza de vida era muy baja, sin duda equiparable a la de los países del tercer mundo de nuestros días. Pero no olvidemos que ello obedece básicamente a la abundancia de mortalidad entre los niños. De los que conseguían superar las numerosas dificultades de la vida, muchos llegaban a los 60 o más años. Hay ejemplos, por lo demás, muy significativos que recoge puntualmente G.Minois en su excelente «Historia de la vejez de la Antigüedad al Renacimiento».

Pero ¿qué imagen hay del anciano? Lo más característico a propósito del anciano es presentar una imagen negativa, porque sus facultades se hallan sumamente debilitadas. Un texto del siglo XIII, de carácter teórico, «El gran propietario de todas las cosas», dice que los ancianos se caracterizan ante todo porque chochean, tosen con frecuencia y están llenos de gargajos y de inmundicias. ¿Qué nos dice en ese mismo siglo Felipe de Novara?: pues que tengan mucho cuidado los ancianos y que no incurran en el terrible error de casarse con una mujer joven, porque indefectiblemente serán engañados. ¿ y si los ancianos se casan con una vieja?: ¡dos carroñas juntas en una cama! Pero hay testimonios más puntuales, casi personales, muy de fines del Medievo. En este caso es un anciano que habla por sí mismo (Jean Regnier, en 1460), el cual se queja de haber llegado a una edad en la que tiene moquillo en la nariz, carece de dientes, sus alimentos son leche y sopas, está forrado de pieles y lleva esclavina, todo el día se lo pasa junto al fuego y las manos le tiemblan. También es bastante personal la opinión del flamenco Jean Molinet, que data del año 1500. Dice Molinet: tengo los cabellos blancos, la voz muy débil, he perdido la vista en un ojo, la inteligencia está averiada y, lo más terrible, tengo impotencia sexual.

¿Y la imagen de la mujer anciana? Los trovadores ponían de relieve el paso de la «dura tetina» de las jóvenes a la «mamela pendiente» de las viejas, o de los finos cabellos de las primeras a los cabellos canos de las segundas. Y la piel ¿no se arruga con el paso de los años? Tener relaciones sexuales con una anciana es considerado poco menos que un incesto, pues el hombre que se acueste con una vieja mirará a su lado y exclamará: « ¡pero con quién me he acostado!, ¡si esta señora parece la madre de mi viejo padre!». y por si fuera poco cuando se habla de mujeres ancianas se suele decir de ellas que son celestinescas y que lo principal que tienen son mañas más o menos brujeriles, únicas facetas para las que sirven en este mundo.

Pero también hay una imagen positiva de la vejez. Abundan los testimonios que afirman que en la vejez hay elementos muy valiosos, sobre todo la experiencia, la sabiduría, cosas que solamente el transcurrir de los años proporciona. Ello permite que los jóvenes puedan acudir a los ancianos como expertos guías, como modelos a seguir. Al fin y al cabo, se insiste desde esa perspectiva, hay que respetar a los ancianos. Dante es uno de los que más elogia a los ancianos, porque, aparte de ser modelos para los restantes seres humanos, en ellos hay fundamentalmente cuatro grandes virtudes: la «prudenza», la «jiustizia», la «larghezza» y la «affabilitude».

Pero esas opiniones positivas se contrapesan con otras de signo claramente diferente, que dicen, por ejemplo, que la vejez es maldición y castigo y que el anciano es pura y simplemente un objeto de risión. No faltan, por otra parte, quienes afirman que la ancianidad es la imagen misma del pecado. A los viejos se los presenta a veces con caracteres grotescos, abrumados por las miserias físicas y morales. Claro que todo esto también depende mucho de las condiciones sociales. Los clérigos ancianos, bastante frecuentes (recordemos que los eclesiásticos no van a la guerra, no tienen hijos y tienen asegurado el alimento; en definitiva tienen condiciones objetivas que facilita el que lleguen a viejos), son venerados. Hay ejemplos abundantes, como el famoso agustino de Aix en-Provence, Pierre Colombi, nonagenario que en su época era querido por todos y muy respetado, hasta el punto de que los propios monjes del monasterio en donde vivía lo primero que hacían era ver qué opinaha el citado monje de cualquier cuestión ¿y en la caballeros? Pues los caballeros activos también son respetados Hay ejemplos óptimos Guillermo el Mariscal, magníficamente estudiado por Duby; o Leonor de Aquitania, que a sus 81 años seguía siendo una mujer muy activa (murió a los 82); y de más edad todavía, Enrique Dándolo, el dux de Venecia, que con ochenta y tantos años conducía la serenísima república dando muestras de que poseía excelentes dotes de mando La vejez, por el contrario, es más triste entre los campesinos, que alcanzan una edad en la que no pueden trabajar, lo que les empuja en numerosas ocasiones al mundo de la pobreza y entre los modestos artesanos de las ciudades

De todos modos en el transcurso de la época medieval se puede establecer un, cierta cronología de las actitudes adoptadas ante la vejez. Diversos historiadores afirman, con argumentos razonables, que en los siglos XIV y XV, y en este caso en contraste con que lo que hemos visto antes con respecto, por ejemplo, a los pobres, hay una recuperación de la idea de la vejez Las pestes, no lo olvidemos, afectaban más a los jóvenes, y a los adultos que a los ancianos Eso explica que en los años que siguieron a la peste negra las pirámides de edad se estiraron, habiendo bastantes ancianos y sobre todo un mayor contraste de edades. Esa tendencia se verá reflejada incluso en la aparición, en el terreno pictórico, del famoso cuadro del italiano Ghirlandaio. «El viejo y el niño». Es la primera vez que aparecen esos dos extremos de las edades de la vida, con un indudable protagonismo. Más aún, son frecuentes los retratos de ancianos en pintores de fines del Medievo, como Jan van Eyck o Filippo Lippi, así como en las hermosas miniaturas de «Les tres riches heures du duc de Berry» ¿y la abundancia de retratos de ancianos que aparecen, en el campo de la literatura, en el escritor inglés Chaucer? El final de la Edad Media es, por lo tanto, una etapa en la que se observa una mejora general en la actitud de la sociedad hacia los ancianos, a los que se reconoce su papel como la voz de la experiencia y además, en el caso de los hombres de negocios y de los mercaderes, sector en expansión en las ciudades de la época citada, son bastantes los que cuentan con edades avanzadas y siguen muy vivos y muy activos dirigiendo sus negocios

¿Qué se podía hacer ante la vejez, esa etapa de la vida que era, según la teoría de los humores, fría y húmeda, en contraste con la juventud, cálida y seca? La gerontología medieval avanzó lo suyo Hay abundantes textos que se conocen con el nombre de «regímenes de salud», en los que se dice que los ancianos deben de tomar cierto tipo de alimentos y huir de otros Por ejemplo, se recomienda que tengan mucho cuidado con los pescados y también con la leche. En cambio es muy buena la miel y no digamos el vino, cuyas virtudes para los ancianos se consideran magníficas. Pueden comer pan de trigo, aves (si se trata de carnes) o pimienta. No deben de abusar los viejos ni de los baños ni de las sangrías. Desde luego deben de abstenerse de mantener relaciones sexuales. En cualquier caso se trataba de remedios a los que los viejos acomodados podían acercarse mucho mejor que los de condición modesta.

 4. La muerte

Era el último y definitivo paso de los seres humanos. La vida, ¿qué era, sino, como dijo Pérez de Guzmán, «el traslado del vientre al sepulcro»? La vida era un camino, un recorrido que se hacía con la finalidad de llegar adonde estábamos destinados, es decir al otro mundo.

El tema ha conocido un éxito historiográfico espectacular en las últimas décadas, especialmente desde los escritos de los historiadores franceses Ph. Ariès o M. Vovelle. En el caso español E. Mitre ha publicado numerosos e interesantes trabajos sobre el tema, en tanto que Susana Royer de Cardinal ha elaborado una magnífica monografía sobre la muerte en Castilla en la Baja Edad Media.

Ciertamente hay muchas formas de morir: a consecuencia de un accidente, porque alguien es envenenado, o porque, en aplicación de una condena, es ejecutado. Se puede morir en combate o, cómo no, se puede morir por suicidio. Pero fundamentalmente hablamos aquí de la muerte biológica natural, en la que no se dan ninguna de esas excepcionales circunstancias, sino que es la pura y simple consecuencia del desgaste progresivo de las fuerzas humanas, del deterioro del ser humano en definitiva, y que se consuma en el momento en que el alma se separa de ese soporte carnal al que había estado unida.

A la hora de interpretar ese paso decisivo, al que no dejaba de acudir, cuando le llegara la hora, ninguno de los seres humanos, se han elaborado, por parte de los estudiosos del tema, los más variopintos y sugerentes discursos. Se habla, por ejemplo, de la muerte del pecado, pero también de la muerte mística, de la muerte vencida o de la muerte reflexiva. Es evidente que en la Edad Media, y en general en todo el período histórico preindustrial, lo que predomina es la «muerte vivida». Esa situación ofrece un agudo contraste con el panorama que presenta el mundo desarrollado de nuestros días, caracterizado por la muerte «oculta» o «prohibida».

Pero retornemos al campo más concreto de la muerte biológica. ¿Cuáles eran los síntomas que conducían hacia ella? En los textos medievales se hace referencia a esos síntomas. Un texto del siglo XIII, la famosa obra de Vicente de Beauvais, el «Speculum Naturale», nos dice que la muerte se percibe cuando encontramos como rastros principales en el ser humano los siguientes: malas digestiones, desarreglo del gusto, mutación del rostro, un pulso desigual, un sueño inquieto, un aliento hediondo, un sudor desordenado, la pérdida de la palabra, fallos de memoria, la pérdida del movimiento, etc. No obstante es quizá más duro Bernart Oliver, un catalán del siglo XIII, para quien la muerte se avecina cuando vemos que los ojos del individuo afectado giran, las venas se rompen y el corazón se muere, todo lo cual significaba, en definitiva, que el espíritu se separaba del cuerpo.

Este último es, sin la menor discusión, el punto sustancial. Porque lo importante para un individuo que vive en una sociedad cristiana, traspasada toda ella por las ideas propias de esa religión, cuya vida desde que nace hasta que muere está marcada por la Iglesia, es, sin la menor discusión posible, la salvación de su alma. Por eso se dice, entre otras cosas, que morir no es más que acabar la peregrinación que supone esta vida terrenal ( «terminus peregrinationis» ), poner fin al exilio en que nos encontramos en este mundo ( «finis exilii» ), y más aún, propiciar la entrada en la gloria ( «ingressus ad gloriam» ) o en la vida eterna ( «introitus ad vitam aeternam» ). Lo fundamental era conseguir que el alma se desprendiera limpiamente de esa atadura carnal que le había acompañado durante la vida. San Buenaventura, a propósito de los últimos días del Poverello, pone de manifiesto la angustia que suponía ver cómo tardaba en llegar el momento en el que el alma de Francisco de Asís se separara de esa débil pared de la carne y pudiera acceder, por fin, a la ansiada presencia del Señor. También lo dice santo Domingo de Silos, cuando afirma que no estará tranquilo «fasta que salga mi alma desta prisión carnal».

Ya lo había dicho, con hermosas palabras, el poeta Gonzalo de Berceo: «Por este siglo pobre, que poco durará, non perdeos el otro, que nunca finirá». ¿Hay miedo ante esa situación? ¿Hay resignación? Cabe suponer que se dieran tanto el miedo como la resignación, aunque las actitudes personales e intransferibles de cada cual nos son absolutamente ignoradas. Lo que sí sabemos es que los textos, incluso los legales, ponen de relieve cómo la persona que se ve próxima a morir lo fundamental que debe de hacer es procurar salvar el alma. Lo dicen con toda claridad las Partidas: lo primero en que deben pensar los moribundos es confesarse de sus pecados, luego que el físico les proporcione alguna medicina para la atención de su cuerpo. Y lo dice también un sínodo leonés del siglo XIII: «mandamos que los físicos consellen a los enfermos ante pensar del ánima que del cuerpo». Por cierto, es conveniente recordar cómo a partir del siglo XIII se generalizó en la Cristiandad europea la práctica de la extremaunción.

Pero la muerte tuvo manifestaciones diversas a lo largo del Medievo. Emilio Mitre ha hablado, para referirse al período anterior al año 1300, de la «muerte vencida». ¿Y después de esa fecha? Una vez más se puede afirmar que en los siglos XIV y XV, en ese final tormentoso, crítico y angustiado de la Edad Media, se produjo un giro importante en lo que respecta a la propia concepción de la muerte. Por de pronto la presencia de la muerte se hace habitual (el efecto de las pestes tiene mucho que ver en ello, no lo olvidemos), de ahí esa exaltación del sentimiento de lo macabro, que se va a trasladar a las pinturas, a las esculturas, a las danzas de la muerte literarias. Recordemos, a ese respecto, la famosa tumba del cardenal de la Grange, en Avignon, en la que figura una inscripción que dice, entre otras cosas, aquello de: «polvo eres y en polvo te convertirás, cadáver fétido, alimento y pitanza de los gusanos». Eso se lo dice teóricamente el cardenal al que llega allí como visitante, para que tenga presente el destino inevitable que le espera.

Es una etapa, la de los siglos XIV y XV, en la que parece que hay como una recreación en la idea de la muerte, la cual adquiere sin la menor duda un protagonismo esencial. Ahora bien, ello es en cierto modo un contrapunto al hecho, no menos cierto, de que esos azotes tan terroríficos provocaron un mayor apego a la vida, un deseo de aferrarse a los placeres terrenales. El italiano Mateo Villani, entre otros, fustiga a las gentes que viven desordenadamente y denuncia que los humildes quieren vivir como los poderosos, olvidando sus obligaciones y no pensando más que en disfrutar. La Europa de fines del Medievo ofrece, por lo tanto, un contraste brutal entre el afán por asirse desesperadamente a este mundo terrenal y perecedero y el desgarro que inevitablemente provoca la muerte. La muerte, por lo demás, se convierte en un espectáculo singular, si bien éste ya no le correspondía al que había fallecido, sino a los que quedaban en esta vida. Ese espectáculo («el tiempo de la muerte» se le ha denominado) arrancaba con el velatorio del cadáver y continuaba con la actitud de las plañideras, la procesión del muerto, el entierro y la sepultura.

De todos modos, aun cuando la muerte era similar para todos los humanos, no era recibida de la misma manera por todos los grupos sociales. Un ejemplo de cómo esta presencia inmediata de la muerte en el final del Medievo no es igualmente captada por todos nos la ofrece aquel texto, quizá irreverente, del arcipreste de Talavera, en el que afirma que el rey, el papa y el grande «¡oh, quánto dolor le es cuando muere!». Morir costaba menos cuando se era pobre que cuando se era un poderoso.

http://www.vallenajerilla.com/berceo/valdeonbaruque/ritmoindividuo.htm

 

 



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