jueves, 1 de diciembre de 2022

 

La actitud ilustrada de los obispos americanos

En la época de carlos iii

 

Casi cada uno de los obispos de este periodo merece al menos una monografía y algunos, como el propio Lorenzana, aun teniendo varias dedicadas a su persona, siguen sin ser suficientes para abordar y comprender toda la actividad que desarrollo. Por eso, solo tocaremos algunos aspectos generales, de lo que realizaron aquellos hombres elegidos para las diócesis americanas.

         El reinado de Carlos II en España (1759-1788) coincide con el auge de la Ilustración, pero este movimiento volvía a repetir en nuestro país y en sus posesiones, en buena medida, aquello que se había producido con el Humanismo del siglo XVI; es decir, la Ilustración española iba a tener tintes claros de catolicismo y por ello vinculó las nuevas corrientes del pensamiento a posturas eclesiásticas que, de alguna manera, también exigían cambios dentro de una ortodoxia que,  sin poner en duda las verdades esenciales de la fe, pugnaban por una renovación. No es de extrañar, por tanto, que fuese entonces cuando se tratara de revitalizar a algunos de aquellos humanistas del quinientos que habían caído en el olvido. Buen ejemplo de lo que acabamos de decir es la labor de Mayans y Siscar respecto de Arias Montano y Pedro de Valencia. (1) Es más, del mencionado Arias Montano se conoce una copia falsa de una carta que debió hacerse en época de Lorenzana en México y que justificaría la expulsión de los jesuitas. (2) En fin, pasando al terreno que nos ocupa, muchos de los prelados regalistas del mundo hispánico eran deseosos reformadores, pero eran también fieles a la tradición hispánica, por lo que en muchos de ellos, y especialmente podemos ver esto en el Cardenal Lorenzana, representan el anhelo de regresar a las convicciones de la antigua Iglesia española, representada por la tradición visigótica. (3)

                De acuerdo con las ideas regalistas, vinculadas al fenómeno ilustrado, durante el reinado de Carlos III, Campomanes y sus seguidores pretendieron  realizar profundas reformas en el mundo eclesiástico para subordinar aún más a éste a la Corona, tanto dentro de la Península como en los territorios ultramarinos. De forma general, en sus ideales estaban lo siguientes puntos esenciales: el control de la Iglesia por parte de la monarquía; los intentos de crear una Iglesia nacional, fundamentada en la disciplina canónica antigua y medieval (4) En La Nueva España, quienes mejores representaron aquellos intereses, fueron, los dos antiguos amigos y ahora prelados en México, Lorenzana y Fabián y Fuero, que escribieron toda una serie de pastorales para ensalzar al poder real y justificar la expulsión de los jesuitas (5), lo que les convirtió en estrechos colaboradores del Virrey Croix.

Los prelados americanos nombrados en la época de carlos iii

Durante esta época los siempre discutidos fenómenos del regalismo y el jansenismo en España habían propiciado más que nunca el control de la Iglesia por el poder real, lo que en América tenía unos precedentes muchos más claros y evidentes por cuestiones de Patronato. No es de extrañar, por tanto, que Carlos III eligiese prelados para las diócesis americanas que fuesen afines a las ideas en boga, ya que dichos arzobispos y obispos debían de actuar al mismo tiempo que como pastores de su grey como funcionarios e instrumentos de dominio político. Ello, a su vez, suponía una revalorización de la consideración de los prelados y, como consecuencia, de una defensa del episcopalismo. Muchos de aquellos hombres elegidos para diócesis americanas iban a sentirse más vinculados al poder del monarca que al del papa de Roma, lo que tampoco quiere decir que llegaran a subordinar todas sus creencias a las pretensiones reales. En este sentido el propio Lorenzana es un buen ejemplo, pues, siendo ya arzobispo de Toledo redactó un escrito en el que apoyaba las reformas que se planteaba a la Iglesia española, pero aclarando que no se debía tocar los pilares de la misma; y esto lo hacía precisamente uno de los prelados más adictos a los deseos del monarca Carlos III y uno de los hombres de la Iglesia al que más se ha acusado de jansenista y regalista (6). Pero lo cierto es que aquellos prelados que pasaban a las diócesis americanas juraban el patronato regio y algunos llevaron aquel juramento al extremo de no llegar a establecer nunca contacto con la Santa Sede, como ocurrió con el que fuera arzobispo de Charcas, José Antonio de San Alberto, del que tan sólo se conoce una carta enviada a Roma, que fue precisamente la consolatoria que remitió a Pío VI en 1791 (7).

            La política carolina, en lo que a la Iglesia se refiere, incluía varios apartados esenciales de reforma, particularmente en la americana, algunos de los cuales serán de aquellos a los que aquí hagamos referencia. Tales puntos suponían la creación de nuevas diócesis, la atención de lugares hasta entonces abandonados, la intención de educar al clero de acuerdo con las nuevas corrientes del pensamiento y el intento de someter a las siempre díscolas órdenes religiosas al control de los prelados. Pero para llevar a cabo las reformas era necesario contar con la misma Iglesia, especialmente tras eliminar uno de los principales problemas que tenía el regalismo: los jesuitas, defensores de los derechos del papado frente a la Corona (8). Por tanto, era necesario buscar colaboradores fieles a la monarquía y a su programa de reformas dentro de las propias instituciones eclesiásticas para de esta forma acallar lo más posible las voces que se levantaban de intromisión del poder temporal en el espiritual. No es de extrañar, por tanto, que los prelados elegidos para las diócesis americanas, salvo contadas excepciones, fueran incondicionales contrapartes de la política regalista.

            De los 77 obispos que se nombraron para América en tiempos de Carlos III, 55 lo fueron del clero secular, lo que supone casi el 80%. Ello indica el retroceso que se produce en la concesión de mitras a los regulares. De los 22 regulares que accedieron a una diócesis americana pocos fueron nombrados para arzobispos, como el Basilio Isidro Rodríguez y el dominico Fernando del Portillo y Torres, que lo fueron para la paupérrima metropolitana de Santo Domingo. Al resto de los regulares, por lo general, se les dio destino en diócesis pobres o de misión. Un caso casi excepcional fue el del franciscano Lucas Ramírez Galán, al que se propuso para la archidiócesis de Santa Fe de Bogotá. DE aquellos prelados del clero regular ocho fueron franciscanos, cuatro dominicos y dos benedictinos; el resto de las órdenes con un miembro fueron premostratenses, carmelitas descalzos, carmelitas calzados, jerónimos, basilios, agustinos y mercedarios. El mayor número de franciscanos probablemente tenga que ver con que esta Orden fue la más proclive a las teorías regalistas. Sin embargo, llama la atención que solo haya un obispo agustino, cuando fue esta Orden una de las que más apoyó la expulsión de los jesuitas de los territorios hispánicos; precisamente, el único prelado de esa Orden, José Luis Lila, obispo de Huamanga, había sido en Roma secretario del general Francisco Javier Vázquez, a quien se considera uno de los adalides de la expulsión de la Compañía.


https://www.museodelprado.es/coleccion/obra-de-arte/el-cardenal-francisco-antonio-de-lorenzana/7b957d30-8265-4906-853c-0750bc29109f

            Sin embargo, frente a lo que había sido más tradicional, de no promover obispos americanos a diócesis peninsulares, ahora se produce un importante cambio, con algunos antecedentes en los anteriores borbones españoles, pues son varios los obispos que en el reinado de Carlos III pasaron de una diócesis americana a una española, incluso a algunas de gran importancia. El mejor ejemplo nos lo ofrece el propio Lorenzana, que de la archidiócesis de México pasó a ocupar la sede más prestigiosa de la Iglesia española, la de Toledo; su amigo Fabián y Fuero desde Puebla fue promovido a la archidiócesis de Valencia; Juan Manuel Moscoso y Peralta de su sede de Cuzco fue trasladado al arzobispado de Granada; el arzobispo de Bogotá, Antonio Caballero y Góngora era enviado a la prestigiosa y rica silla cordobesa; o Sebastián Malvar y Pinto de Buenos Aires a la archidiócesis de Santiago. Amén d esto Aguado y Chacón pasaba de Arequipa a Osma en 1762; López Gonzalo de Puebla a Tortosa, diócesis que también ocuparía Cortez y Larraz tras salir de Guatemala; Agustín Alvarado del Castillo de Bogotá a Ciudad Rodrigo; y Ramírez Galán de Bogotá a Tuy. Incluso algunos miembros de la Iglesia americana, sin ser prelados en aquellas tierras, se les eligió para ocupar diócesis peninsulares, como a Íñigo Abad y Lasierra, confesor del obispo de Puerto Rico, Miguel Jiménez Pérez, que fue nombrado obispo de Barbastro. Es decir, parece que América se había convertido en una especie de prueba de fuego para prelados que luego pasaron a ocupar diócesis en España; por tanto, no fue ni mucho menos frecuente que, como señala algún autor, para el nombramiento de obispos se recurriese a los que ya hubiesen acreditado su buen hacer en diócesis españolas (9). En ese sentido, caso excepcional es el de Lorenzana, que antes había sido nombrado para la diócesis de Plasencia o el de Luis Ramírez Galán, que antes de pasar a Bogotá había sido auxiliar de la diócesis española de Cartagena.

            Durante el reinado de Carlos III prevalecieron los obispos de origen español, tal y como era el deseo del monarca y de muchos ilustrados de la Corte, secundada por algunos prelados que regentaban las diócesis americanas, como el obispo Aguado, de Arequipa, y luego promocionado a Osma, que era de la opinión de que aquellas sedes fuesen para peninsulares; así, en una carta dirigida a Carlos III, no dudaba en menospreciar  a los criollos, a los que considera incapaces de actuar por las muchas circunstancias que les ataban a la tierra (19).

            Sin embargo, no todos los prelados americanos que lo desearon pudieron venir a ocupar una silla en la Península, como sucedió con el arzobispo de Guatemala, Cayetano Francos de Monroy, que murió en su archidiócesis, en 1792, después de haber pedido su traslado a España en 1784 (11). Algo parecido ocurrió con el obispo de Huamanga, Francisco López, que llegó a solicitar incluso el paupérrimo obispado de Ceuta, sin que le fuera concedido, muriendo en su diócesis en medio de unas pésimas relaciones con sus feligreses, lo que le valió varias amonestaciones de la Corona (12). Este ejemplo, como el paso de algunos prelados de archidiócesis americanas a diócesis pobres españolas, nos sigue indicando que para la mayoría de los arzobispos y obispos era preferible un destino en la Península, incluso de menor categoría. Sin duda, aquellas diócesis americanas ofrecían muchas dificultades a los prelados para sus visitas, tenían un clero menos formado y más levantisco, debían enfrentarse continuamente con las autoridades civiles y el ambiente cultural y de influencias políticas estaba mucho más limitado. Por todo ello, cualquier diócesis española, por pobre y alejada que fuese, seguía considerándose como un premio para los obispos con destino en las Indias.

            Durante la época de Carlos III, casi todos los prelados demostraron su intención de plegarse al poder real y pocas eran las excepciones en este sentido. Ejemplo de ello fueron hombres como Diego Rodríguez Rivas, obispo de Guadalajara, que prácticamente el único americano que se opuso abiertamente a la expulsión de los jesuitas; o el obispo bonaerense Antonio de la Torre, que tuvo frecuentes enfrentamientos con don Pedro Cevallos y que no quiso plegarse a la política regalista del VI  Concilio Limense. Aquella subordinación estuvo bien representada por los dos grandes hombres del episcopado mexicano del momento, Fabián y Fuero con vehemencia y Lorenzana con sutileza. También es un ejemplo claro y paradigmático de aquella sumisión al poder real el del carmelita José Antonio de San Alberto, que llegó a elaborar el llamado Catecismo Real, verdadera exaltación del regalismo más acendrado, en donde llegó a decir que solamente se podía ir contra el rey, si éste atenta contra la ley natural y divina, negando además la sujeción del monarca a su pueblo, puesto que, en palabras del mencionado arzobispo, la cabeza no puede estar sujeta a los pies, amén de que los reyes son en sus reinos la imagen visible de Dios (13).

            Aquel dominio dela Iglesia americana por parte de la Corona, existente desde los primeros tiempos, se había acentuado en tiempos de Carlos III, pues este monarca y sus ministros concibieron más que nunca la imagen de los obispos como funcionarios de la Corona y, por tanto, como colaboradores de la política ilustrada del monarca, lo que favoreció el que muchos de ellos fuesen partícipes de aquella intencionalidad desarrollista de la monarquía ilustrada. En este sentido debe considerarse la importancia que se dio a las visitas a las diócesis como fuente para obtener información que permitiese las actuaciones que se considerasen más pertinentes y, así, en una real cédula de 1776 se ordenaba a los prelados que remitiesen al Consejo de Indias toda la información sobre las mismas (14).; precisamente de esta fecha es la que remite el obispo Ramos Herboso de su diócesis de La Plata (15).

            La consideración funcionarial de los máximos dirigentes de la Iglesia americana no debe hacernos pensar que no se mantuviesen enfrentamientos con las autoridades civiles, que siguieron jalonando la historia de las posesiones ultramarinas, de lo que encontramos ejemplos en casi todas las diócesis americanas, desde Durango hasta Concepción; así, por ejemplo, por su protección a los indios el obispo de Chiapas, Francisco Polanco, fue acusado por el gobernador González Garrido de alzador de indios.

            Otras de las características de las que gozaban muchos prelados de esta época fue la de su elevado nivel cultural que, como veremos, les haría poner gran empeño en el desarrollo educativo y fue habitual el que dispusieran de buenas bibliotecas, en las que con frecuencia existían libros ilustrados, como ocurría en la del obispo Azamor, de Buenos Aires, en la que se encontraban obras de Rousseau, Voltaire, Diderot y otros muchos autores en boga de la época; precisamente este prelado legaría su fondo bibliográfico para que se formase una biblioteca pública en la capital de su mitra (16).

            De todos modos, algunos prelados con espíritu ilustrado tuvieron problemas en su carrera eclesiástica. Así, por ejemplo, a Núñez de Haro no se le concedió una canonjía en Toledo a pesar de la petición de Benedicto XIX, como tampoco la de magistral de Cuenca y, sólo en 1756, se le dio una canonjía en Segovia, desde entonces saldría para ser arzobispo de México en sustitución de Lorenzana. Otro ejemplo llamativo, en este mismo sentido, lo encontramos en Pérez de Calama, protegido en Puebla por el prelado Fabián y Fuero, que tuvo que abandonar aquella diócesis poco después que el mencionado obispo, pasando a la de Valladolid de Michoacán, donde se le criticó por sus ideas de modernidad.

            Pero casi todos los prelados americanos nombrados durante el reinado de Carlos III tuvieron en común el deseo de una mejora de la sociedad, aunque quizá sin los tintes tan paternalistas de épocas anteriores. En sus diócesis trataron de mejorar las infraestructuras, de desarrollar la actividad económica, de potenciar la beneficencia y la educación, de formar a su clero, de fomentar la vida misional…, es decir, de desarrollar sus territorios en casi todos los sentidos, como una prolongación de su acción pastoral. Muchos de ellos fueron, pues, verdaderos colaboradores de la Corona no solo en aspectos meramente religiosos sino en tareas que, de alguna manera, iban más allá de sus propias competencias.

Los concilios provinciales

Una de las cosas que más caracterizó a la iglesia americana en la época de Carlos III fue la convocatoria de concilios provinciales. El motivo esencial era la reforma de la iglesia americana para adecuarla a los intereses regalistas de la Corona. Los ministros del mencionado monarca recurrieron entonces a la puesta en marcha de una vieja fórmula del siglo XVI, que había caído en desuso durante todo el siglo XVII. Con la convocatoria de aquellos concilios la monarquía española y sus agentes pretendían disimular sus intenciones, en la medida en que serían los propios arzobispos y obispos, proclives en su mayoría a los deseos del monarca, que los había propuesto para sus mitras, los que desarrollaran las reformas regalistas que se pretendían (17). Así, una famosa real cédula de 21 de agosto de 1769, conocida como Tomo Regio, se envió a los arzobispos de Indias para que convocasen dichos concilios provinciales (18). En la propia cédula se daban las directrices de todo aquello que debía tratarse en las mencionadas reuniones eclesiásticas y que se pueden resumir en los siguientes puntos: Exterminar las doctrinas relajadas y nuevas (probabilismo de los jesuitas), restablecer la disciplina eclesiástica y el fervor en la predicación; exterminar los excesos; elaborar un catecismo y revisar los ya escritos en lenguas indígenas y someter al clero regular. Como manifiesta el Dr. de la Hera, en resumen, liberar la enseñanza de las doctrinas jesuíticas, prohibiendo la utilización en la misma de autores de la Compañía de Jesús amén de otras medidas predesamortizadoras y siempre con la presencia en dichos concilios del poder real, a través de algunos de sus representantes (19). Quedaba claro, pues, que en el fondo se pretendía poner de manifiesto la subordinación de la Iglesia al rey, como llegó a exponerlo y defenderlo claramente el obispo de Puebla Fabián y Fuero, en el IV Concilio Mexicano, cuando dijo: “Ahora debemos mostrar a su Majestad nuestra lealtad con mayor fervor aún” (20). El ideal regalista en su forma más visceral, que en el concilio mexicano representó dicho obispo, lo representaría en el limeño el franciscano Ángel Espiñeira, muy amigo del virrey Amat y al frente de la diócesis chilena de Concepción, que sin duda podría haber formado un buen equipo con el ausente obispo de Córdoba, el ferviente antijesuita Manuel Abad e Illana, que por no asistir envió en su nombre al magistrado José Rico Corvi (21).

            La reforma del clero fue una de las ideas fundamentales que latió en los concilios americanos de la época de Carlos III, aunque ese ideal no fue ni mucho menos despertado en los mismos, pues en ocasiones los prelados carolinos habían abordado el problema de manera previa. Así, y dejando a un lado los ejemplos de Fabián y Fuero y de Lorenzana en México, cuando se convocó el concilio límense, el arzobispo Parada, en su sede limeña ya estaba tratando de llevar a cabo aquella reforma. En esa pretendida renovación del clero también latían ideales regalistas de sometimiento de los eclesiásticos a los intereses de la monarquía y por ello era los regulares los más afectados por aquellas intenciones de control.

            Como consecuencia del Tomo Regio, pues, se convocarían en primer lugar el IV Concilio Mexicano, celebrado en 1771, para lo cual se contaba al frente de la archidiócesis novohispana con el prelado al que se halla dedicada esta obra, Francisco José de Lorenzana y Butrón.

            Al año siguiente, en 1772, quedaba convocado por el arzobispo Parada el VI Concilio Límense, que extendería sus sesiones hasta finales de 1773. Una vez realizado, el prelado de aquella metropolitana envió dos ejemplares del mismo al Consejo y sólo en 1795 este organismo se mostró favorable a su publicación, con algunas enmiendas. El Concilio no había podido ser controlado con la misma eficiencia que lo había hecho Lorenzana en el mexicano y por ello se convirtió casi en una lucha entre probabilistas y anti probabilistas (22).

            En la misma línea que los anteriores, en 1774 se convocaba el Concilio Provincial de Charcas por el arzobispo Argandoña. Su desarrollo fue muy lento y sus sesiones se prolongaron hasta 1778 por el sucesor del mencionado prelado en aquella iglesia metropolitana, Francisco Herboso. Como en el de Lima, las cosas no fueron tan fáciles a los regalistas como lo habían sido en México, pues no todos los conciliares estuvieron dispuestos a aceptar lo que de ellos se esperaba; si bien, parece que estuvo bastante presente el miedo en las exposiciones contrarias. Así, el obispo franciscano de Asunción, Juan José de Priego, hizo ciertas manifestaciones moderadas de las prerrogativas conciliares, por lo que el propio obispo de Córdoba (luego de Cuzco y más tarde arzobispo de Granada), Juan Manuel Moscoso y Peralta, solicitaría al arzobispo Argandoña que le fulminara con censuras y que eliminase de las actas conciliares sus manifestaciones. Pero, a pesar de todo, en aquel Concilio lograron imponerse algunos obispos antirregalistas, como el de Buenos Aires, Manuel Antonio de la Torre, y el de La Paz, Gregorio de Campos (23). El Concilio fue enviado a Madrid, donde, como era de esperar en este caso, fue archivado.

            La otra gran archidiócesis que convocó uno de aquellos concilios provinciales fue la de Santa Fe de Bogotá, aunque la magna reunión eclesiástica sufrió allí de mayores avatares, que llevaron a un resultado nulo del mismo. La convocatoria fue hecha por el arzobispo dominico Agustín Manuel Camacho, que la estableció para el 27 de mayo de 1774. Pero ninguno de los obispos sufragáneos pudo acudir, salvo el de Cartagena y futuro arzobispo bogotano, Agustín Alvarado. Ni siquiera pudo haber estado presente el propio arzobispo Camacho, ya que moría en abril del mismo año para el que había la convocatoria.

            Su sucesor, Agustín Alvarado, único prelado asistente a la primera convocatoria, decidió la apertura del Concilio y lo inauguraba el 27 de mayo, pero al año siguiente, por la falta de asistencia de obispos, Carlos III mandó que se suspendiera y pidió que se hiciese una nueva convocatoria. De nuevo estos intentos recaerían sobre otro prelado, puesto que Alvarado era destinado a la diócesis española de Ciudad Rodrigo. Lo cierto es que resultaba evidente el control que se quería tener sobre aquella reunión eclesiástica, pues aún sin acabar y antes de que el arzobispo abandonase las tierras americanas, el virrey Flórez, pidió informes de quien guardaba los papeles del Concilio, que estaba en manos de Mutis, salvo algunos que había retenido el prelado para formar las constituciones (24).

            La nueva convocatoria no llegó a producirse, pues el sucesor, Caballero y Góngora, a pesar de sus buenas intenciones en este sentido, se vio imposibilitado para ello por las circunstancias del momento. De la intención del prelado, no se pudo dudar, pues su afinidad al regalismo está de sobra probada, amén de que cuando abandonó la archidiócesis para trasladarse al obispado de Córdoba, en España, manifestaba la necesidad de la convocatoria “no sólo para conservar ilesas las regalías del Patronato Real, sino también para que se reformen abusos introducidos en la doctrina eclesiástica, de que el rey es protector, y se liberte a los vasallos de la vejación y extorsiones que sufran del estado eclesiástico” (25).

            Hemos aludido con anterioridad a la reforma del clero, especialmente para tratar de controlar a los regulares, pero también las monjas fueron en este sentido un objetivo de los concilios, especialmente del límense y del mexicano, pues la relajación a que se había llegado era a veces escandalosa. Como éste tema está tratado en otros trabajos, en lo que a México se refiere, pasaremos sobre él muy por encima (26). En Lima, Parada abogaría por el hermetismo de la clausura para con ellos tratar de revalorizar la vida moral, además de moderar gastos y limitar el gobierno en favor del prelado, todo ello puesto de manifiesto en un auto de 1775, a expensas de las necesidades que en este sentido se habían tratado en el Límense (27).

            Lo cierto es que de aquellos concilios que se celebraron en América durante el periodo de Carlos III ninguno llegó a tener validez canónica, por la necesidad que había de su aprobación por Roma y por la obligación de que para que se aplicase las decisiones conciliares debían ser aprobados el último término por el monarca. Las malas relaciones entre ambas cortes hicieron que todo el esfuerzo realizado por los metropolitanos americanos no diera todos sus frutos.

LA CREACIÓN DE NUEVAS DIÓCESIS

Una de las características de la política borbónica en general y más particularmente de la de Carlos III fue la adecuación territorial americana a diferentes aspectos y necesidades, a lo que no estuvo ajena la reorganización eclesiástica.. Ya desde los inicios de la presencia española las divisiones de las diócesis plantearon problemas. Muchas de aquellas demarcaciones ocupaban enormes extensiones mal comunicadas o que dificultaban la administración del territorio, por lo cual se hacía necesaria su división para una mejor organización y para que los prelados pudieran tener un control adecuado, al que no estaba exento el deseo de cobro de diezmos por parte del erario real. Además, existía un deseo de hacer coincidir los límites de las administraciones políticas con las eclesiásticas para evitar cruces de jurisdicciones. Incluso, las propias archidiócesis tenían una problemática en este sentido especialmente las de Santa Fe y Lima con los obispados de Nicaragua y Panamá, sufragáneos de Lima y muchos más próximos a Bogotá; o con los de Cuenca y Quito, que administrativamente dependían del virreinato de Nueva Granada y en lo eclesiástico de Lima.

            En este sentido de reorganización territorial, sin duda, los mayores cambios se produjeron en Sudamérica y la figura más destacada en aquellas delimitaciones  territoriales sería el arzobispo de Santa Fe de Bogotá y virrey de la Nueva Granada, Antonio Caballero y Góngora, que apoyó la segregación de varios obispados nuevos, de la que se hicieron efectivas la de Mérida (Venezuela) y la de Cuenca (Ecuador).

            Sobre la escisión del de Mérida, ratificada por Pío VI en una bula de 1778, no hubo mayores problemas, salvo que se quería extender más su demarcación, mientras el prelado apoyaba que coincidieran los límites religiosos con los administrativos, que en ese caso correspondían a la gobernación de Maracaibo (28), por lo que surgía con territorios que habían pertenecido a la diócesis de Caracas y a la archidiócesis de Santa Fe de Bogotá. La división de este obispado no parece que  afectara mucho a las rentas del metropolitano, porque eran territorios reputados de pobres, , que apenas habían sido visitados por lo alejado de la capital y las dificultades de los caminos; solo la inclusión en la nueva diócesis de Cúcuta y Pamplona causó inconvenientes que duraron hasta después de la independencia (29)

También en territorio venezolano se pensó en la creación de una diócesis para la Guayana, cuyos proyectos datan del reinado de Carlos III, siendo el obispo Trespalacios quien apoyó aquella posibilidad, aunque la creación no pudo realizarse hasta 1790, como una diócesis sufragánea de Santo Domingo, bajo cuya jurisdicción metropolitana permaneció hasta 1805, en que se creó la archidiócesis de Caracas.

            Respecto de los obispados de Cuenca y Quito, planteaba Caballero y Góngora que era sufragáneos de Lima y en lo administrativo del virreinato de la Nueva Granada (30). El de Cuenca se había planteado como una necesidad en tiempos de Fernando VI, pero no sería hasta 1773 cuando Carlos III decidiera la erección del mismo, que ratificaría Clemente XIII en 1779; tras todos los avatares burocráticos su primer prelado, don José Carrión y Marfil, elegido gracias a las influencias DE Caballero y Góngora, del que era obispo auxiliar en Bogotá, llegó en 1787 a su destino. Nada más empezar su gobierno tuvo que enfrentarse a las pugnas que las dos grandes ciudades de su diócesis, Guayaquil y Cuenca, que mantenían entre sí una lucha por la capitalidad e, incluso, la primera de esas ciudades, y la que más rentas aportaba, pretendía convertirse también en un nuevo obispado (31)

                Caballero y Góngora, que había participado activamente en la erección de las anteriores diócesis, no tuvo éxito en la creación de la de Antioquia (Colombia), que debía surgir dentro de los límites de la gobernación del mismo nombre, lo que incluía territorios que pertenecían a los obispados de Santa Fe, Popayán y Cartagena (32). Tampoco tuvo éxito en sus pretensiones para conseguir que la diócesis de Panamá pasase a ser sufragánea de Santa Fe y no de Lima, ciudad esta última, respecto de la cual el prelado decía que había ido perdiendo los contactos con Panamá, ya que este territorio había ido vinculando cada vez más sus intereses a Santa Fe (33).


https://www.museodelprado.es/coleccion/obra-de-arte/antonio-caballero-y-gongora/e55dcb0b-95db-4f57-88a8-91792701785e

            Otro problema de división territorial surgió con Mainas, territorio que, en principio algunos pensaron en agregarlo al obispado de Cuenca, como Francisco Requena en 1776 y, por tanto, sacar esta demarcación de la jurisdicción de Quito, planteando además un camino que uniese las ciudades de Cuenca y Borja. En el proyecto intervenía también un aspecto militar y político, pues se pretendía que con la vinculación de aquellas ciudades a través de un camino se podría dar una mayor movilidad al ejército, sobre todo ante el avance de los portugueses en el Oriente. Como aquella proposición de vincular Cuenca a Mainas no fue atendida, el propio Requena planteó ya en los años siguientes la creación de un nuevo obispado, para lo que realizó un informe en 1779, que ampliaría posteriormente (34). El proceso culminaría fuera de los límites de este trabajo, cuando se dispuso la aparición de aquella nueva división eclesiástica por la real cédula de 15 de julio de 1802.

            En América del Norte y el Caribe, la diócesis cubana de Santiago también sufrió importantes alteraciones territoriales por esta época. Así, se erigió el obispado de San Cristóbal de la Habana, el 10 de septiembre de 1787, aunque la división se había planteado ya  por Carlos III el 28 de julio de 1786. Para su división del de Santiago se encargó al entonces obispo de Puerto Rico, José de Traspalacios, y al fiscal de Santo Domingo, Miguel Cristóbal de Irizarri. En el mismo año de la erección, en 1787, se produjo una nueva reorganización, puesto que las dos Floridas pasaron a depender del nuevo obispado de San Cristóbal de la Habana. Poco antes de que hubiese surgido esta nueva diócesis en la isla caribeña, en 1784, se había nombrado un obispo auxiliar para los territorios continentales en América del Norte, que administraba la diócesis de Santiago, por lo que se nombró obispo auxiliar de Florida al padre capuchino Cirilo de Barcelona, cuya jurisdicción se extendía a la Luisiana y a la Florida Occidental. Aquellos territorios ofrecían una problemática a la Corona, pues parte de los habitantes de origen europeo de la Florida eran protestantes. Ante esa situación y con fines misionales el monarca, pensando en la posible conversión de aquella población no católica, mandó enviar frailes irlandeses amén de que ordenó que se crearan seis parroquias.

            En el norte de la Nueva España apareció otra nueva diócesis, la de Sonora. El deseo para su creación hay que vincularlo a don José de Gálvez y al virrey Croix, que, junto a la creación de una Comandancia de las Provincias del Noroeste, expusieron la conveniencia de erigir un obispado en aquellos territorios. En la erección de la nueva demarcación eclesiástica parece que latía la idea de evitar que el clero regular, en este caso los franciscanos, llegaran a representar un poder regional, como había sucedido con los jesuitas, a la vez que era una forma de recaudar los diezmos que antes no se pagaban; ante estas pretensiones, lo que puede extrañar es que se escogiera un franciscano para ocupar la nueva sede, fray Antonio de los Reyes; pero la elección se hizo porque este religioso quería sustraer el control de aquellas misiones a la provincia seráfica de Jalisco y a los colegios de Propaganda Fide (35). La diócesis de Sonora fue creada por la bula de Pío VI de 7 de mayo de 1779 y, aunque su sede estaba en Arizpe, su primer prelado, el mencionado franciscano fray Antonio de los Reyes Almada, por el peligro de los ataques indios a la capital de su mitra, se instaló en el real de Concepción de los Álamos. En los límites territoriales de la nueva diócesis se incluyeron las Californias, segregadas del obispado de Guadalajara, más todo el territorio que se sustrajo al de Durango. La zona comprendida tenía como especial característica el que era de misión, por lo que prevaleció en su territorio la presencia de los franciscanos, aunque ya se pensaba en que fuera el clero secular el que se hiciese cargo de aquellos lugares.

            Por todo lo anteriormente dicho podemos manifestar que el mapa diocesano americano sufrió importantes alteraciones durante el reinado de Carlos III, con el fin de adecuarlo, por un lado, a las nuevas circunstancias políticas que se estaban produciendo, y, por otro lado, para hacer más gobernables  eclesiásticamente algunos de los territorios americanos, que adolecían de todo control por parte de sus diocesanos.

 

ACCIÓN EDUCATIVA Y CULTURAL DE LOS PRELADOS

            La educación a todos los niveles fue una de las grandes preocupaciones de los ilustrados en general y de los hombres de gobierno de Carlos III en particular. Inculcar las nuevas ideas suponía disponer de una población formada en sus diferentes niveles y la Iglesia, en este sentido, iba a ocupar un papel primordial en América. Tanto en la enseñanza elemental y media, como en la universitaria, el papel de los eclesiásticos era fundamental por el gran control que ejercían sobre todos los resortes de la formación. Por todo ello los obispos jugaron un importante papel en el desarrollo educativo y cultural de la época de Carlos III, como fieles servidores a los intereses de la Corona.

                La educación de la Ilustración, aunque apoyada desde todos los ámbitos, incluido el eclesiástico, era concebida como una sumisión al poder establecido y, probablemente, ésta fue su principal característica. No estaba concebida, pues, como un fenómeno de movilidad social, sino como un elemento de la conformidad con el poder establecido, aunque con la finalidad de reciclar a los ciudadanos para prestar un mejor servicio al rey. Esto hizo que los ilustrados prestaran un especial interés por la hasta entonces muy olvidada enseñanza primaria, pues pensaban que ya desde la infancia debían marcarse las pautas de lo que el poder establecido esperaba de sus ciudadanos; de hecho, uno de los más significados ilustrados españoles, como lo fue Campomanes, nos lo dejó bien patente en alguna de sus obras (36). Por tanto si se esperaba un mejor servicio de los ciudadanos a los intereses del estado, la educación primaria pasaba a ser algo necesario para el desarrollo del mismo, de ahí el fomento de escuelas y sobre todo lo que hoy podríamos denominar como “formación profesional”. El producto, por tanto, sería el de una educación que marcase las diferencias sociales y, como consecuencia, lejos de toda concepción igualitaria de la sociedad (37). Es decir, la educación era concebida como un fenómeno de utilidad de los ciudadanos dentro del estatus social en el que cada uno se encontrase y sin plantearse como un verdadero asunto que facilitara la movilidad social. Por ello, incluso la educación femenina, que también adquirió nuevas dimensiones, hay que contemplarla dentro de esos parámetros, en los que los prelados del otro lado del Atlántico mostraron casi siempre su sumisión a la monarquía.

                En el mundo americano es importante señalar que, en los aspectos de formación media y universitaria, la expulsión de los jesuitas fue decisiva, pues ellos habían sido fundamentales en esos tipos de enseñanza y, por tanto, llenar el vacío que dejaron fue una de las tareas primordiales de los obispos de los tiempos de Carlos III. Para que nos hagamos una idea de la trascendencia de aquellos hechos, se ha calculado que de los territorios americanos salieron 2.478 miembros de la Compañía de Jesús (38), que se repartían en 83 colegios y 19 seminarios.

            Es evidente que, en este sentido, sería casi inagotable la información de que disponemos sobre la actividad de los obispos del periodo de Carlos III, pues ilustrados o no, se vieron muy influenciados por las nuevas corrientes del pensamiento, que les obligó a dar una gran importancia a los aspectos educativos y  culturales en el ámbito de sus diócesis, especialmente en lugares donde se adolecía de centros para la formación de la infancia  y la juventud e, incluso, de la mujer. Si a esto le añadimos que los proyectos de secularización de la educación, tan alabados por muchos ilustrados, resultaban casi inviables en el mundo americano, el resultado obtenido era que los obispos en sus respectivas demarcaciones tuvieron mucho que ver con todo el desarrollo del que hablamos en el periodo carolino. La consecuencia fue que se produjo lo que se ha dado en denominar como eclecticismo cultural, ya que, consciente o inconscientemente, se produjo una mixtura entre viejas tradiciones, que eran muy difíciles de superar en los ámbitos eclesiásticos, con las nuevas corrientes del pensamiento, patrocinadas por los intelectuales y políticos de la época.

            Pero, para los ilustrados era también especialmente importante la enseñanza primaria y muchos prelados de los nombrados por el monarca español nos pueden servir de ejemplo para comprender lo valioso de su intervención en este campo de la educación, especialmente porque la Iglesia estaba más preparada para abordarla que otras instituciones. Así, el obispo García de Vargas cumplió en Chiapas con la cedula real que mandaba poner maestros en los pueblos. El obispo Martí, en su diócesis de Venezuela, llegó a fundar nueve cátedras de latinidad, además de que dedicó algunas rentas al mantenimiento y creación de escuelas como ocurrió en Caraora, donde para el funcionamiento de un centro educativo utilizó los fondos existentes de la cofradía llamada del Montón. Antonio Alcalde, cuando fue obispo de Guadalajara, fundo dos escuelas para niños en las Cuadritas y San Juan Bautista y una para las niñas en el Colegio de Santa Clara, empleando para esta última casi 100.000 pesos; también a él se debe que el benefactor Francisco Rivero y Gutiérrez pudiera llevar a buen término la Escuela de Cristo, en Aguascalientes, pues aprobó dicha fundación en 1774 (39). En Guatemala el prelado Francos y Monroy dotó dos escuelas de primeras letras con 20.000 pesos cada una (40); la de muchachas la mando instalar en el beaterio de Santa Rosa, en la nueva Guatemala (41). Martínez Compañón, en su diócesis de Trujillo puso un especial celo en la construcción de escuelas, para lo que elaboró un reglamento e implicó en ello a los caciques indios (42).

            Pero no debemos olvidar que aquellos prelados del periodo carolino, como sus antecesores, se encontraban de entrada con un gran problema, que su propio clero no tenía en muchos casos la formación adecuada. En algunos lugares, como en la recién creada  diócesis de Cuenca, quedaron patentes las deficiencias que existían en la educación de los sacerdotes seculares (43). El primer obispo de aquella diócesis, Carrión y Marfil, diría de los clérigos de sus curatos que eran “incapaces de servirlos, y no procurando tener después un libro por siquiera estudiar la doctrina cristiana para explicarla a sus feligreses (44).

                Como era de esperar, para la educación eclesiástica era fundamental la existencia de Seminarios Tridentinos, de los que seguían adoleciendo muchas de las diócesis americanas. De hecho, la formación del clero secular dejaba mucho que desear y hubo que tratar de atajarla con la creación de los mencionados centros. La efervescencia de ese tipo de lugares de formación eclesiástica era apoyada por casi todos los prelados y por las autoridades españolas y americanas, puesto que, si existía un deseo de ir relegando a las órdenes religiosas a un segundo plano, sobre todo en lo que se refiere a la administración de parroquias, era necesario contar con un buen número de clérigos seculares formados en dichos seminarios. Para ello los obispos contaron con un gran aliciente que les facilitaba la labor, podían disponer de los locales que habían sido de los jesuitas hasta su expulsión. Buen ejemplo de todo ello está el caso de por ejemplo el obispo Herboso inició la construcción de su seminario en Santa Cruz de la Sierra, en 1769, aprovechando el antiguo colegio de la Compañía de Jesús. En 1770 se fundaba el seminario tridentino de Valladolid de Michoacán. En la diócesis de San Cristóbal de la Habana, el obispo Echeverría fundaría el Seminario de San Carlos y San Ambrosio, utilizando esa primera advocación en memoria del monarca, y cuyas constituciones fueron aprobadas por Carlos III, pasando a ocupar los locales de los antiguos jesuitas (45); pero el mismo prelado mejoró también las condiciones materiales y aumentó el número de las becas del seminario de San Basilio, de Santiago. En Durango el seminario pasaría a ocupar las instalaciones de los jesuitas expulsos en su colegio de Guadiana y fue el obispo Antonio Macarayuca y Minguilla quien dio el impulso final a la obra de adecuación de los locales, la cual se concluiría en 1777. En 1785 se fundaba en la recién creada diócesis de Mérida el Seminario de San Buenaventura, gracias a los esfuerzos del primer prelado, fray Juan Ramos de Lora, centro que sería confirmado por una cédula de 9 de junio de 1787 (46).

            A veces cuando los seminarios ya se hallaban fundados se recurrió a su promoción y reforma, como hizo Martínez Compañón en Trujillo, donde aumentó las becas de 12 a 14 y elevó el número de alumnos y profesores. (47) En otros casos no fue fácil por los problemas existentes de otra índole, como le pasó a Fran cisco Javier Calvo, en Santa Marta, donde se alegaba la urgencia de la obra de la catedral y la necesidad de fortificar la ciudad; solo la acción del prelado Anselmo Fraga, nombrado ya por Carlos IV, organizó un pequeño seminario en unas casas particulares, siendo él mismo profesor. (48)

                En el otro extremo de la acción educadora, resulta imprescindible saber que en la enseñanza universitaria también se produjo un vuelco tras la expulsión de los jesuitas, toda vez que, incluso, por la real cédula de 12 de agosto de 1768 se extinguían las cátedras jesuíticas y la utilización de obras de los autores de la Compañía. Por tanto, paralelamente al celo por elevar o poder contar con seminarios tridentinos para la formación del clero, algunos obispos pretendieron vincular esos seminarios a la formación universitaria en el verdadero germen de futuras universidades. Un caso muy llamativo fue el de Yucatán, donde el prelado fray Antonio Alcalde, con sus rentas, había creado una cátedra de Teología en el seminario y, en 1768, pedía a Carlos III que le permitiese asentar allí una real y pontificia universidad, lo que llegaría a concederse unos años más tarde, en 1778.

            En 1769 el obispo de Buenos Aires, junto con el cabildo secular, propusieron que con los centros jesuitas se hiciesen tres establecimientos para la educación, lo que se aprobó en 1772, aunque en 1780 el obispo Malvar suplicaba al rey que se creara una Universidad en aquella ciudad. (49) En 1785 el obispo de Mérida (Venezuela), Juan Ramos de Lora, creó una casa de estudios, que luego se elevó a seminario, y en 1810 a Universidad. En Caracas la vida del seminario y de la Universidad estuvieron muy unidas, pues el rector de uno lo era de la otra, hasta que se separaron en 1784, no sin graves problemas de jurisdicción en todo aquel tiempo, por lo que en dicho año la Universidad anuló los claustros que había convocado el obispo en 1780. (50)  También en Asunción del Paraguay se elucubró con una creación universitaria, por lo que consiguieron, a través de los dominicos, un colegio seminario que podía dar grados; amén de que también se fundara el Seminario Conciliar de San Carlos, inaugurado en 1783, gracias  a los desvelos del prelado Luis de Velasco: A este obispo se le considera igualmente como el precursor de la Universidad de Asunción, que retrasó su nacimiento por la oposición Virreinal de Buenos Aires, que se hallaba en lucha por conseguir su centro de estudios superiores. (51) En Popayán, tras la salida de los jesuitas, el colegio seminario de San José entró en una profunda crisis, a pesar de haber sido entregado a los dominicos y, tras su cierre temporal,  se reabrió en 1778,  como colegio real y seminario, aunque las autoridades de Popayán solicitaban sin éxito, en 1778, su conversión en Universidad. En Bogotá se unieron el antiguo seminario regentado por los jesuitas con el colegio laico que tenían, lo que causó graves problemas, que ya acusaba el arzobispo Caballero y Góngora (52) También al prelado Antonio Alcalde le corresponde la creación de la Universidad de Guadalajara, erigida por cédula de 18 de noviembre de 1791, aunque los intentos databan del reinado de Carlos III, monarca que en 1774 se había informado de la necesidad de aquel centro superior en la capital de Jalisco. (53)

                Pero en el mundo universitario la labor de los obispos no se limitó a fundar universidades a partir de sus seminarios. El poder civil no estaba dispuesto a ceder todo su campo en este sentido a la Iglesia y, por ello, se produjeron algunas confrontaciones, como sucedió en Caracas en 1785 entre el rector del seminario y el de la Universidad, en el que tuvo que mediar el prelado con poco éxito, porque el rector de la Universidad, quería que los rectores del seminario le prestaran juramento de obediencia, lo que no aceptaban los implicados. (54) En Santa Fe de Bogotá donde la universidad de los dominicos monopolizaba la enseñanza superior, el ilustrado Moreno Escandón pretendió acabar con aquel monopolio y propuso aprovechar las antiguas instalaciones de los jesuitas, lanzándose contra la enseñanza religiosa y diciendo que “Los religiosos han sido los que empuñando el cetro de las ciencias han dominado los empleos de rectores…, quedando los seculares sujetos con la dura servidumbre a vivir siempre inferiores sin esperanza de sacudir tan pesado yugo (55)”. El plan de Moreno sería aprobado en 1771, incluso con el apoyo del arzobispo Agustín Manuel Camacho, que más tarde se retractaría de su decisión. Se estableció así una larga pugna que se mantuvo hasta que Moreno fue enviado como alcalde del crimen a Lima, en 1780. Pero los hechos coincidieron con el nombramiento de Caballero y Góngora como arzobispo, y éste mantendría pugna con los dominicos, consiguiendo temporalmente reducir sus prerrogativas para conceder grados en la Universidad de Santo Tomás (56), aunque esta volvería a recuperar sus privilegios en 1798.

            La universidad de Panamá desaparecería en esta época tras una profunda crisis. La de Concepción de Chile decayó con la salida de los hijos de San Ignacio (57). La de San Francisco Javier de Los Charcas agonizó,  hasta que en 1771 el arzobispo Argandoña reunió al claustro universitario y se elaboró una reforma aprobada al año siguiente; a lo que añadiría en 1776 la Academia Carolina, que se estableció en 1785, al tiempo que Carlos III concedía todos los honores y prerrogativas de la Universidad de Salamanca. En aquel afán antijesuítico, el obispo San Alberto, que había sido nombrado por el Virrey Vértiz para que visitase la universidad de Córdoba en 1783, trató de adecuar sus enseñanzas a la ideología de los nuevos tiempos (58), por lo que dotó a dicha universidad de unas nuevas constituciones, en las que eliminó todo rastro de jesuitismo. Fueron muchas las universidades que por entonces,  con el apoyo de los prelados, intentaron impartir estudios hasta entonces no valorados en los claustros universitarios, como la botánica y la química, o la aceptación de las teorías de Newton; y un buen ejemplo de ello es la figura de Caballero y Góngora en su arzobispado de Bogotá (59).

            La educación de la mujer fue otro punto dentro de la enseñanza que, en muchos casos, tuvieron que abordar los prelados americanos. El propio Lorenzana, si es que comulgaba con las ideas de Campomanes, debía tener en mente que el renacer de España pasaba por la promoción de una educación de toda la población, incluidas las mujeres (60), algunas de las cuales reclamaron su derecho a la formación, siendo el caso más evidente el de Josefa Amar y Borbón (61). En la América española muchos monasterios femeninos, desde sus primeros tiempos, dedicaban parte de sus esfuerzos a tal educación, contraviniendo las reglas y tradiciones, por lo que en el caso de México, nuestro futuro cardenal condenó la presencia de niñas en aquellos centros de recogimiento (62). La respuesta no se hizo esperar y las monjas del monasterio de Jesús María respondieron contra esto, alegando que recogían huérfanas y desamparadas para enseñarles “Oficios mujeriles” (63). Para contrarrestar aquella decisión, en 1768, el mismo Lorenzana mandó establecer escuelas públicas de españolas e indias en su arzobispado. Lo mismo ocurría en Puebla, donde Fabián y Fuero también ordenó la salida de las niñas de los monasterios (64). Pero ni Lorenzana ni Fuero serían ya partícipes de la real cédula que apoyaba sus decisiones y que Carlos III dio el 22 de mayo de 1774, cuando ya ambos ocupaban sus archidiócesis españolas. Sería Núñez de Haro el encargado de ejecutarla y, por tanto, las niñas educandas debían abandonar los monasterios. Como con ello se generaban un gran problema, el mencionado arzobispo de México pidió ayuda al Colegio de las Vizcaínas, para que allí se admitiesen las 414 educandas que había en México, corriendo él con los gastos de comida y vestido. No aceptó la proposición aquel colegio y el prelado hizo que algunas fuesen internadas en el de Belén, otras devueltas a sus familiares y 202, por diferentes motivos, permanecieron en los monasterios.

            Cuando se estaban produciendo todos los sucesos mencionados, ya se había establecido en México la Compañía de María, con una función docente que parece que apoyó el propio Lorenzana, a pesar de la estrecha conexión de éstas con los jesuitas (65). Esta Orden siguió después aumentando su presencia en América durante el reinado de Carlos III, con la ayuda de los prelados. En Mendoza (Argentina) los intentos fundacionales son de la época de Fernando VI, pero para que se autorizase hubo que esperar al reinado de su hermano y a la cédula de 19 de mayo de 1760. Como no llegaron fundadoras de España sería el prelado de Santiago de Chile, Manuel de Alday, quien encargase a algunas clarisas que estudiasen la regla y constituciones de la Enseñanza, para que trasladándose a Mendoza iniciasen el proceso fundacional, y el colegio se inauguró en 1780(66). La otra fundación sería la de Bogotá, para la que se solicitó el permiso por el virrey, en 1766, y la cédula de fundación la dio Carlos III en 1770; tras esto comenzaron las obras, pero la benefactora moría en 1779 y sería el arzobispo Caballero y Góngora quien erigiese el colegio en 1783 (67), aunque en el desarrollo de éste tendría mucho que ver con la llegada del arzobispo Martínez Compañón, después de ser nombrado para dirigir aquella metropolitana en 1788.

            En la vida cultural muchos prelados tuvieron un papel esencial y nos dejaron una herencia de gran relevancia. El propio Lorenzana con sus cuadros de castas, fue un buen ejemplo,, así como con sus ediciones de múltiples obras, como la publicación de los Concilios mexicanos del siglo XVI, la edición de las Cartas de Relación de Hernán Cortés (68), entre otros muchos quehaceres que encargó a prestigiosos hombres. Algunos obispos mostraron su interés por el coleccionismo, como Caballero y Góngora, que paso a Indias con un importante fondo artístico y bibliográfico, amén de que a él se debe en buena medida la expedición de Mutis, ya que escribió a José de Gálvez, diciéndole que si el Consejo de Indias no la financiaba lo haría él mismo, por lo que Carlos III promulgó la real Cédula de 1 de noviembre de 1783. La amistad de este arzobispo con Mutis tuvo una gran importancia para ambos y no es de extrañar que Caballero escribiese al gaditano antes de salir para España, en 1789, comunicándole que su descubrimiento de la nuez moscada había llegado a manos de Floridablanca, que solicitaba seis arrobas de ese producto. Martínez Compañón nos legó su magnífica obra de ilustraciones sobre el obispo de Trujillo; Francos Monroy solicitó al rey, en 1784, la creación de la Sociedad Económica de Amigos del País en Guatemala, en 1784. En fin, todo un panorama de colaboración educativa y cultural entre los prelados, las autoridades y los hombres de ciencia de la América del momento.

            Precisamente, aquel ambiente intelectual y cultural que favorecieron los obispos americanos de la época de Carlos III fue también un campo abonado para la formación de líderes para la independencia, aunque no fuese esa la intencionalidad de los dignatarios eclesiásticos. Valgan como ejemplos los del cura Hidalgo, protegido por su prelado en Michoacán; el de Félix Villegas, en León de Nicaragua, que potenció a Tomás Ruiz, a quien dio una beca en el seminario de San Ramón y que más tarde participaría en Guatemala en la conjura de Belén, de 1813; el mismo prelado también protegió a Manuel Antonio de la Cerda, que participó en los levantamientos nicaragüenses de Granada. El primer presidente constituyente del Perú, Francisco Javier Luna Pizarro, había sido protegido por el obispo de Arequipa, Pedro Javier Chávez de la Rosa, que le prometió en España, hasta el punto de haber llegado a ser capellán del presidente del Consejo de Indias; precisamente este obispo había protegido a varios de los futuros patriotas peruanos como Mariano Melgar y Francisco de Paula González Vigil, entre otros, de los cuales muchos pasaron por su seminario diocesano.


José Pérez Calama, protegido de Fabián Y fuero y luego Obispo de Quito. Catedral de Quito (s. XVIII=

https://es.m.wikipedia.org/wiki/Archivo:Jos%C3%A9_P%C3%A9rez_Calama_%28Obispo_de_Quito%29.jpg

 

Fundación de oratorios de San Felipe Neri

                No podemos pasar por alto la importancia que muchos prelados dieron a los oratorios de San Felipe Neri, utilizados en buena medida como una forma de regeneración del clero y de la enseñanza de la época. Además, no existen demasiados estudios sobre el verdadero significado que tuvieron los sacerdotes americanos que se acogieron a la vida comunitaria de los mencionados oratorios, lo que nos ha inducido a dedicarles este apartado.

            La expulsión de los jesuitas había dejado un vacío en el ambiente espiritual e intelectual americano, que era difícil de llenar por las órdenes mendicantes u hospitalarias que trabajaban ya en América, sobre todo cuando éstas estaban en entredicho y tanto la Corona como las autoridades coloniales y los obispos querían restarles poder. Hasta 1767 muchos miembros de la elite tenían por confesores y directores espirituales a los padres de la Compañía de Jesús, y muchos de ellos y de sus hijos habían cursado estudios en los colegios jesuíticos, por lo que no era fácil sustituirlos con un clero secular que muchas veces, como ya vimos, estaba falto de una buena formación. Parece que en esa situación encontraron una especial acogida los hijos de San Felipe Neri con sus oratorios, ya que disponían de un carisma que les alejaba de los mendicantes pero que,  por su vida en comunidad, les acercaba de alguna manera al instituto de San Ignacio. Su presencia en América, además, no era nueva, pues en México ya funcionaban desde 1659 y los primeros intentos de fundación en Lima datan de 1674. Además de las fundaciones en las capitales virreinales, hubo otras varias llevadas a cabo en América a partir de aquellos momentos, aunque no con la proliferación que lo iban a hacer durante el reinado de Carlos III (69).

            Aquellas necesidades que se plantearon a raíz de 1767 trataron de suplirlas muchos prelados con la promoción y creación de los oratorios de San Felipe Neri, que además presentaban unas características que favorecían su poder frente a lo que sucedía con los miembros de la Compañía de Jesús. Los oratorios estaban formados por clérigos seculares que se reunían para vivir en comunidad, lo que quiere decir que permitían un mayor control de la autoridad episcopal. Además,  su propia organización no entraba en pugna con el regalismo imperante, pues los superiores de estas comunidades debían ser confirmados por los prelados de las diócesis correspondientes. Una característica de los miembros de esta congregación de sacerdotes seculares, que vivían en comunidad, era que no hacían votos ni promesas y cada fundación era autónoma, sin dependencia del oratorio romano, que San Felipe Neri había fundado en 1575 (70). Es decir, cada centro filipense era una imitación del romano, pero sin generar ningún tipo de dependencia y sin la existencia de una autoridad superior propia. En esa situación genérica, por tanto, los oratorios ofrecían algunas de las ventajas del clero regular, peo sin generar las dependencias que éste tenía de sus provinciales y generales, por lo que los obispos y la propia Corona podían sentirse más cómodos con su presencia que con el resto de las órdenes y, desde luego, de los jesuitas, siempre mucho más condicionados por la política romana.

            Como dijimos, la expulsión de la Compañía de Jesús de los territorios hispánicos había dejado al descubierto unas necesidades que hasta entonces aquélla había cubierto, esencialmente la de guía espiritual de las elites y las de la educación secundaria. Estas necesidades resultaron ser más patentes entre los miembros acomodados de las ciudades, que vieron como sus antiguos confesores, directores espirituales y profesores habían abandonado el territorio americano para siempre, resultándoles difícil en ocasiones adaptarse a los mendicantes,, casi siempre enemigos acérrimos de la Compañía de Jesús, o unos clérigos seculares cuya formación, en términos generales, dejaba mucho que desear. En esa situación algunos prelados comenzaron a prestar atención a los oratorios como forma de sustituir, en determinados aspectos, a los hijos de San Ignacio de Loyola, bien apoyando la fundación de nuevos oratorios o bien mejorando la situación de los ya existentes en algunos lugares.

            Como forma de mejorar la situación ya existente de algunos oratorios tenemos el caso de la Ciudad de México, donde los oratorianos pasaron a ocupar el edificio jesuítico de la Profesa. En Lima, en 1770, los filipenses trasladaban sus instalaciones al antiguo colegio de San Pablo, que habían regentado también los jesuitas. En 1773, los oratorianos de Guadalajara, con el apoyo de la propia Audiencia, decidieron erigir un colegio con cátedras de estudios mayores y menores, aunque finalmente la concesión real les fue denegada en 1774 (71). En Oaxaca, aunque el oratorio de San Felipe Neri data de la época de Felipe V, su iglesia sería finalizada en 1773, cuando la consagró el obispo Álvarez de Abreu, poniéndola bajo la advocación de Nuestra Señora del Patrocinio.

            En lo que se refiere a nuevas fundaciones, en diciembre de 1771, el obispo Martí, recién posesionado de su diócesis, pretendió crear una casa de ejercicios en Caracas, donde además se iba a ejercitar la enseñanza de la música. En 1776, a instancias del prelado poblano Fabián y Fuero, se fundaba en Orizaba un Oratorio de San Felipe Neri. El obispo de León de Nicaragua, Feliz de Villegas, en 1786 colocaba la primera piedra del edificio de los oratorianos en la capital de su diócesis, la llamada iglesia de la Recolección. Ese mismo año se fundaba el oratorio de Santiago de Querétaro. En 1791, aunque ya fuera de los límites de nuestro periodo de estudio, el arzobispo José Antonio de San Alberto, fundaba el centro de los filipenses de Sucre. También el obispo Echeverría fundo en Santiago de Cuba la casa de recogidos de San Juan Nepomuceno, aprovechando la existencia de un oratorio.

            Aunque en términos generales los prelados americanos fueron proclives a la promoción y fundación de oratorios filipenses, esto no debemos generalizarlo para todos los casos, pues no faltan ejemplos de enfrentamientos entre los oratorianos y los obispos por diferentes motivos. Quizá uno de los casos más llamativos es el que se produjo en Michoacán. En 1767 había viajado a España y Roma el oratoriano michoacano Juan Benito Díaz de Gamarra para obtener documentos favorables a los filipenses de San Miguel el Grande (72) En la Península este sacerdote entró en contacto con las ideas en boga y se sintió atraído por ellas, lo que no disimuló a su regreso a tierras novohispanas. Su pensamiento no gustó entonces a los filipenses y por ello renunció a su rectorado del Colegio de San Francisco de Sales, a pesar de contar con el apoyo del obispo Hoyos y Mier, que consiguió volverlo a poner como regente, aunque a la muerte del prelado fue sustituido de nuevo. El nuevo obispo, Juan Ignacio de la Rocha, nuevo protector de Díaz de Gamarra, no pudo contra las decisiones de los filipenses de San Miguel como tampoco su visitador y futuro obispo de Quito, Pérez de Calama (73). Quizá aquel enfrentamiento entre los oratorianos y el prelado De La Rocha fueron la causa de que en 1773, cuando se intentó fundar otro oratorio en Santa Fe de Guanajuato, el diocesano se opusiese, lo mismo que hicieron los curas del lugar, a pesar de la favorable cédula real de 1776.

 

SANIDAD Y BENEFICENCIA

Uno de los asuntos por el que los ilustrados se habían sentido más preocupados había sido el sanitario e higiénico, en muchos casos como una acción profiláctica, que condujo a la creación de centros en los que aislar a los enfermos para evitar los contagios de la población, especialmente con la temida viruela. Cierto es que la fundación de hospitales fue una condición en la erección de ciudades desde los primeros tiempos de la presencia española; pero en el siglo XVIII el interés se acrecentó con profundos avances en el capo de la medicina y de la farmacia, siendo una de las mayores preocupaciones de los prelados la atención de los hospitales que existían en sus diócesis o que ellos mismos fundaron. Ahora, en las últimas décadas de la centuria, para la prevención y cura de enfermedades, más que nuca, la iglesia y las autoridades civiles colaboraron más estrechamente, en una idea común del despotismo ilustrado por mejorar la salud y el bienestar de los hombres.

            Las fundaciones de hospitales o la remodelación de los ya existentes fue algo que se dio con cierta frecuencia entre los obispos nombrados por Carlos III, a los que, además de interesarles el bien espiritual de sus feligreses, les interesaba igualmente el cuidado de su salud, sobre todo en épocas de epidemias, donde muchos de aquellos hombres dieron ejemplo de caridad cristiana y de colaboración con las ideas de los ministros del reino, llegando a invertir parte de su fortuna personal en lo que tenía que ver con la atención sanitaria. En algunos casos también se aprovechó en este tipo de actividades la ausencia de los jesuitas, pues sus edificios, como hemos visto, pudieron dedicarse a diferentes menesteres. Un buen ejemplo en este sentido nos lo ofrece el obispo quiteño Blas Sobrino, que fundó una leprosería y una casa para mendigos en el antiguo noviciado de la Compañía, aunque en principio se hubiese pensado para ello en el colegio máximo (74).

            Algunos eclesiásticos, antes de ser prelados, ya mostraron su interés por la sanidad pública, de acuerdo con las corrientes del pensamiento del siglo. Un claro exponente de ello fue Diego Salguero de Cabrera, que donó sus bienes para contribuir a la erección del hospital de San Roque cuando los betlemitas llegaron a Córdoba (Argentina). Este hombre, antes de abandonar aquella ciudad con destino a su obispado de Quito, dejó todo dispuesto para la fundación, pero aquellos bienes no fueron suficientes y por ello los frailes hospitalarios atendieron a los enfermos en sus casas y luego en un pobre edificio, hasta que en 1771 se les entregó el noviciado viejo de los jesuitas.

            El poder que gozaban los arzobispos y obispos en sus diócesis fue lo que más facilitó la tarea a aquellos hombres para el desarrollo de la actividad sanitaria y para ello valgan unos cuantos ejemplos: El prelado de Córdoba, Abad de Illana, en 1769, pretendió la fundación de dos hospitales en Salta; el uno para españoles y el otro para pobres, mestizos e indios, puesto que consideraba que los primeros nunca acudirían a uno general. (75). Antonio Alcalde empleó 20.000 pesos en su diócesis de Yucatán, para la construcción de una serie de anejos en el hospital de San Juan de Dios; incluso, cuando se produjo la plaga de langosta de 1769-1770, que asoló su diócesis y provocó une peste en la región de Tabasco, llegó a comprar víveres en Jamaica para abastecer a los indios y así evitar que se extendiera. El obispo de Puerto Rico, Manuel Jiménez Pérez, tuvo la idea de elevar el hospital de Nuestra Señora de la Concepción en su diócesis, que se inició hacia 1774 (76) y en su construcción llegó a empeñar sus propios ahorros personales. El ya mencionado Antonio Alcalde, cuando se hizo cargo de la diócesis de Guadalajara, se encontró con un hospital pobre, a lo que se añadieron una serie de hambrunas y epidemias, tras las pérdidas de la cosecha por la langosta en 1778, pero que el prelado no llegó a ver finalizado puesto que murió en 1792 y la inauguración tuvo lugar en 1794 (77). En 1781 el obispo de Chiapas, Martínez de Polanco, ordenó la reparación del Hospital de San Cristóbal de las Casas (78). En 1784 el obispo de León de Nicaragua, Lorenzo de Tristán, solicitaba a la Audiencia de Guatemala la fundación de un hospital, que se construiría en la ciudad costarricense de Cartago, en 1791, y al que el mismo contribuyó con su dinero, aunque se cerró poco después, en 1799, por falta de medios. En México, el arzobispo Núñez de Haro, ante una epidemia de viruela que se produjo en la ciudad, estableció en 1779 el hospital de San Andrés, al que uniría en 1788 el del Amor de Dios, que había fundado fray Juan de Zumárraga (79). Miguel Moreno contribuyó con la ampliación de una sala de 18 camas para el hospital de San Juan de Dios de Huamanga (80).

            Los hospitales americanos eran casi todos regenteados por las órdenes hospitalarias de San Juan de Dios y de los Betlehemitas y, aunque su comportamiento y administración solían ser ejemplares, no siempre estuvieron exentos de problemas, frente a los cuales tuvieron que actuar los prelados. Así, en 1787, el obispo Trespalacios hizo su visita al hospital de San Juan de Dios de La Habana y planteó el mal estado en que se hallaba y la vida licenciosa de los frailes. El arzobispo de México, Núñez de Haro, tuvo que mediar en los conflictos internos que aquejaban al hospital de San Hipólito de México, lo cual le fue agradecido por el propio monarca (81). El obispo Carrión en Cuenca, también encontró en mal estado el hospital de Guayaquil, atendido por los hermanos de San Juan de Dios, con los que a menudo tuvo problemas durante su episcopado.

            Dentro de la actividad benéfica de los prelados americanos de la época de Carlos III una de las tareas sociales más importantes, además de la hospitalaria, fue la atención a los niños huérfanos y a los mendigos que pululaban por doquier. El problema de ambos, que aquejaba a todas las ciudades de Occidente, se convirtió en un reto para las autoridades ilustradas, que necesitaron solucionarlo, en el caso español, en casi en todas y cada una de las poblaciones de cierta importancia. No debemos olvidar, en este sentido, que en el siglo XVIII y especialmente en la España de Carlos III el concepto de pobreza tendió a perder sus tintes religiosos y a secularizarse, aunque no tanto como en otras monarquías europeas, debido aquí al peso que tenía la Iglesia, que hasta entonces había detentado, casi en exclusiva, el monopolio de los asuntos sociales. Un buen ejemplo nos lo ofrecerá Lorenzana en su ciudad natal León, en donde colaboró junto al obispo Cuadrillero para erigir un hospicio.

            Los muchos hospicios que van a fundarse en España y América durante el reinado carolino, al margen de la intervención que en ellos tuviesen los eclesiásticos, van a tener un profundo sentido laico. El estado no podía consentir una importante masa de población improductiva, ya que todos debían de contribuir al mantenimiento del mismo y a elevar el nivel de vida del reino. Para los ilustrados, en ese sentido, la pobreza y la vagancia no eran sino una agresión al estado útil y benefactor (82), que se pretendía instaurar. Por tanto, y de acuerdo con los precedentes históricos existentes, ese estado utilizó el ascendente del clero sobre la población y sobre las cuestiones sociales para desarrollar sus ideas de un “mundo nuevo”. Algunos prelados de España y de América acogieron con sumo interés aquellas intenciones y prestaron su colaboración al despotismo ilustrado más o menos convencidos, pues a la postre, de esta manera, servían a sus ideales de caridad y a una monarquía deseosa de mejorar la situación de sus súbditos, con lo cual se podía contar también con el beneplácito y los favores del monarca y de sus hombres de estado.

            En América el proyecto social era imposible desligarlo del mundo eclesiástico, muy controlado además por el poder civil, a causa de las consabidas cuestiones del patronato. En realidad, como ya dijimos, había que hacer productivos a aquellos miembros de la sociedad para contribuir a su mejora y para incrementar los ingresos por vía de fiscalidad. En ese sentido, los hospicios fueron fundamentales para reciclar a la población y, de manera muy especial, las casas para niños expósitos, ambos como lugares de formación de mano de obra para el reino con una cierta cualificación y como medio de paliar los graves problemas sociales que proliferaban en esta época. El propio Lorenzana precisamente, fue uno de los primeros asuntos que abordó al llegar a México como arzobispo; así, creó un hospicio de pobres y otro de niños huérfanos, a los que dio su apellido. Pero además del arzobispo leonés fueron muchos otros prelados los que se ocuparon de esta cuestión. El obispo Cartagena, fray José Díaz de la Madrid, al igual que Lorenzana, creó un centro para niños expósitos a los que también concedió su apellido. Ejemplo especialmente relevante en este sentido fue el de José Antonio de San Alberto que, en su obispado de Córdoba, solicitó en 1781 poder fundar un hospicio para niños y niñas en la casa máxima que los jesuitas habían dejado en aquella ciudad (83); la misma tarea emprendió también en otros lugares cuando fue nombrado arzobispo de Charcas; así, hizo una fundación de esas características, pero para niñas, en Catamarca, en 1785, y luego en las ciudades de Cochabamba y Potosí. (84)

            La mujer, como ya hemos visto en el campo de la educación, también tuvo apoyos por parte de los prelados en otros aspectos sociales, siempre con los intentos de regeneración social o, como madres y futuras madres, convertirlas en educadoras de cara al desarrollo de sus hijos, como ya mencionamos en los aspectos educativos. Así, Fabián y Fuero favoreció el mantenimiento de la casa de mujeres perdidas de Veracruz, aunque su fundados había sido su predecesor Pantaleón Álvarez de Abreu (85). Fray Manuel Jiménez, en el hospital de la Concepción de Puerto Rico, estableció que un piso se dedicase para las mujeres recogidas, ya que no existía en la isla ninguna institución de ese tipo (86).

 

Fundadores de pueblos y ciudades

            Desde el siglo XVI no se vivió en América un afán fundacional tan importante como en esta época de Carlos III. Ahora, los prelados de las diferentes diócesis tomaron una parte muy activa en el proceso, incluso, hubo algún caso en el que los obispos tuvieron una labor tan destacada que marcaron toda una época fundacional, como sucedió con el obispo Martí en Venezuela (87), al que se le conoce como “el hacedor de pueblos”. De nuevo resurgían las ideas de concentración de la población, como en el primer siglo de la presencia española, y de nuevo vemos desarrollarse la colaboración entre el poder civil y el religioso.

            Las fundaciones de pueblos proliferaron por toda la América española, en muchos casos promovidas por los dignatarios eclesiásticos, casi siempre colaboradores de la política real. Valgan como ejemplo de estos el del obispo mercedario de Chiapas, Manuel García de Vargas Ribera, que fundó Sabanilla en la provincia de Zóquez, a petición de los propios indios. El obispo de León de Nicaragua, Lorenzo de Tristán, bendijo un oratorio público que sería la base de la ciudad de Alajuela, en Costa Rica; el obispo de Buenos Aires, Sebastián Malvar y Pinto incitó a la creación de poblados en su obispado; como consecuencia, el virrey Vértiz, en 1780, encargaba la fundación de varias villas a don Tomás de Rocamora (88). En su obispado de Trujillo, Martínez Compañón fundaría la ciudad de Sullana, amén de otros muchos pueblos.

            Este proceso fundacional fue unido al deseo de un mejor conocimiento de la población, tal y como solicitaban los ministros del monarca, rememorándose de nuevo aquella actividad del siglo XVI y de los inicios del siglo XVII, que había dado lugar a un gran número de relaciones geográficas de las Indias. No es de extrañar, por tanto, que de igual manera la Corona con sus ministros y los prelados pusiesen mucho interés en las visitas episcopales, pues, al mismo tiempo que servían para un mejor conocimiento y administración de las propias diócesis, ofrecían documentación muy valiosa a los organismos rectores de las Indias en España a la hora de determinar algunas actividades.

            Como hemos dicho, los obispos necesitaban los territorios bajo su administración, para de esta forma regirlos mejor y por ello,, en algunos casos, durante su visita se levantó el primer censo existente de los mismos, como el que llevó a cabo el obispo Cardiñano en su demarcación hondureña, en 1774; o la del mencionado obispo Martí, que también sirvió para levantar un censo en Venezuela, y de la propia ciudad de Caracas. Serían muchos los casos que podríamos citar en este sentido, al que no estuvo ajeno ni el propio Lorenzana. Es decir existía una necesidad de conocer para actuar. En esta misma línea es de especial interés, de acuerdo con los deseos de Floridablanca, que gray Íñigo Abad y Lasierra, secretario del obispo de Puerto Rico, Manuel Jiménez Pérez, escribiese, la Historia Geográfica, Civil y Política de la isla de San Juan Bautista de Puerto Rico (89). A veces aquellos conocimientos se nos presentaron de forma gráfica como ocurrió con la obra de Compañón sobre el obispado de Trujillo o las pinturas de castas encargadas por Lorenzana.

            Además de censos y fundaciones, y haciendo gala del espíritu ilustrado de la época, los prelados se unieron al carro de las reformas urbanísticas del siglo XVIII, en el fondo seguía latiendo el mencionado deseo ilustrado de colaborar en la felicidad de los ciudadanos, mejorando el aspecto de los lugares en los que residían, ofreciéndoles un ambiente más adecuado para el desarrollo de su vida.

            Como caso especialmente llamativo tenemos el de la antigua ciudad de Valladolid de Michoacán, hoy Morelia, donde desarrolló su actividad uno de los obispos al que más preocupó, en lo que a aspectos urbanísticos se refiere, el bienestar de sus feligreses. Se trata de don Antonio de San Miguel. Para empezar, a su llegada se encontró totalmente deteriorado el acueducto que abastecía de agua a la ciudad, por lo que, para evitar los problemas de tal abastecimiento y lo que ello suponía, encargó la reconstrucción del mismo, empleando para ello bienes de su iglesia, lo que permitió que las obras se hallasen finalizadas en 1789. Además de esto, mandó construir un puente sobre el río Lerma, que encargó al arquitecto Francisco Eduardo Tresguerras. No contento con aquellas obras, había hecho la primera planificación urbana del entorno del lugar conocido como la Calzada de Guadalupe, que unía dicho santuario vallisoletano con el centro de la urbe. Sus obras públicas pretendían, además de solucionar problemas de la ciudad, convertirse en un aliciente para dar trabajo a los indios, de ahí que se atribuya la frase de “la mejor maner4a de hacer caridades es promoviendo obras de beneficio social”; en esa misma línea favoreció la fabricación de tejidos de lana y algodón para paliar la crisis agrícola de las sequías de 1785-1786. De esta idea participaron otros muchos prelados, como el propio Lorenzana, que la puso en práctica cuando era arzobispo de Toledo, donde alentó la enseñanza de los oficios y la producción de determinados productos en las reales casas de la Caridad de Toledo y de Ciudad Real. (90)

                No menos activa en ese sentido fue la obra del obispo Antonio Alcalde durante su episcopado en Guadalajara, lugar en el que creó 158 viviendas en las llamadas Cuadritas, que se realizaron en torno a 16 manzanas y cuyo proyecto es considerado como el primer ejemplo de vivienda popular en América.

            Pero en lo que en aspectos urbanísticos se refiere, quizá uno de los fenómenos más interesantes nos lo encontramos en Guatemala. El año de 1773 fue especialmente trágico para aquella ciudad, puesto que un terremoto la dejó totalmente destruida. A partir de ese momento se decidió su traslado al valle de la Ermita, con un proyecto del ingeniero militar Luis Díez Navarro, datado en 1776, y que sería rechazado en España por Sabatini, siendo aceptado el que realizara más tarde Marcos Ibáñez (91). Para llevarlo a efecto, en 1779, se dieron instrucciones al capitán general de aquella Audiencia, Matías de Gálvez (92), aunque el financiamiento para su realización no fue propuesto hasta 1786 por su sucesor, José Estachería (93). Tras estos pasos iniciales se comenzó a desarrollar todo un proceso, en el que tuvo mucho que ver el arzobispo Francos y Monroy, ya que algunos clérigos guatemaltecos se negaban al traslado de la catedral. De hecho, parece que el arzobispo llevabas órdenes del Consejo para acelerar el cambio de lugar, pues muchos vecinos eran reticentes a abandonar la ciudad destruida; por eso, al poco tiempo de llegar a su sede, ordenó el traslado de la catedral y del cabildo a la nueva población como forma de incitación a sus feligreses para que aceptasen el nuevo emplazamiento.

Construcción de catedrales

            En general, como solía ser tradicional, a todos los prelados les interesaba realizar mejoras en sus catedrales y adecuarlas a las necesidades de los tiempos. En muchos lugares, el crecimiento poblacional las había hecho insuficientes para cumplir con sus funciones; en otros, la mayor riqueza de la diócesis imponía nuevas pretensiones ornamentales; y, en no pocos, los desastres naturales impusieron nuevos edificios; ello sin olvidar las necesidades de las nuevas diócesis. Los prelados, pues, se vieron implicados en la construcción y remodelación de los templos catedralicios, a veces con un celo encomiable, como el del obispo de Buenos Aires, José Antonio Basurco, que donó parte de sus bienes para la ampliación de aquel templo.

            Las nuevas diócesis no siempre pudieron contar con nuevas catedrales, por falta de fondos o porque la necesidad inmediata obligaba a utilizar templos anteriores, como ocurrió en Cuenca, donde se adaptó la iglesia mayor (94); en La Habana, donde se utilizó la antigua iglesia de los jesuitas; en Mérida, donde también se reaprovechó la iglesia mayor, hasta que en 1803 se iniciaron las obras del nuevo edificio por Manuel Mújica; o en Durango, donde se utilizó la iglesia de San mateo que se fue readaptando a lo largo del tiempo.

            Abordar aquellas construcciones –nuevas o en remodelación- implicaba grandes gastos, por lo que la tarea emprendida por muchos prelados no fue fácil, sobre todo en ciudades de segundo orden. Pero esas dificultades no sólo debían plantearse en el plano de lo económico, lo cual era una realidad, sino también en la falta de mano de obra cualificada para poder abordar con satisfacción obras de tal envergadura. Recordemos que ya en el siglo XVI maestros como Francisco Becerra y Bartolomé Carrión eran llamados de un lugar a otro por la escasez de técnicos para planificar nuevas construcciones. El problema, lejos de solucionarse, se mantenía vivo en el siglo XVIII, especialmente en el reinado de Carlos III, puesto que la expulsión de los jesuitas había dejado a muchas ciudades sin arquitectos y maestros de obra de calidad, ya que algunos de ellos eran miembros de la Compañía de Jesús. Si a ello añadimos que durante este periodo se crearon nuevas diócesis el problema se había aumentado. Veamos, pues, algunos ejemplos de aquella actividad constructiva que abordaron los prelados, a veces con la reticencia de sus cabildos o de las autoridades civiles. En alguna ocasión, involuntariamente, pudieron haber colaborado en aquellas construcciones, como el obispo de Asunción, José de Priego y Caro, que murió antes de llegar a su sede, y sus bienes, que dejó en herencia a su diócesis, se planteó por el cabildo que fuesen utilizados para la construcción de una nueva catedral.

            Pero antes de mencionar esos ejemplos conviene que recordemos, además, que en esta época las construcciones oficiales debían ser aprobadas por la Real Academia de las Tres Nobles Artes de Madrid, que ejerció una especie de dictadura que muchas veces no quiso ser tenida en cuenta en América, por la tendencia que aquella tenía hacia los modelos neoclásicos, a los que no era muy proclive la población americana.

            En 1770 el terremoto de Cuba dejo maltrecha la antigua catedral de Santiago y por ello, en 1779, siendo obispo Santiago José Echeverría, el arquitecto Ventura Buceta elaboraba un plano para la construcción de un nuevo templo, que no sería aprobado hasta 1785. Pero ni siquiera entonces pudieron comenzarse las obras, por la negativa de algunos miembros del clero y de la población civil para que se destruyese el maltrecho edificio anterior y porque la aprobación definitiva, que debía dar la Real Academia de Madrid, no se hizo hasta 1790 (95).

            La catedral de León de León de Nicaragua había sido destruida por los ingleses en 1685 y, aunque se inició una nueva casi de forma inmediata, posteriormente se volvió a construir la definitiva a partir de 1746. Fueron obras realizadas con una gran lentitud por sus altos costes e, incluso, se pretendió engañar a Carlos III dándole unos datos con gastos inferiores a los reales, pues se ha llegado a pensar que su coste final ascendió a más de cinco millones de pesos. Lo cierto es que el templo sufrió un gran empuje constructivo en 1774, durante el obispado de Juan Carlos Vilches, que aportó su propio dinero para adelantar la construcción. No vería este prelado las obras totalmente finalizadas, pues los trabajos de la cubierta definitiva continuarían más tarde, durante el obispado de Lorenzo de Tristán. La consagración, por tanto, no tendría lugar hasta 1810.

            El ya mencionado obispo Echeverría, al que vimos implicado en la catedral de Santiago de Cuba, en 1777, planteó la construcción de una nueva catedral para la recién creada diócesis de San Cristóbal de La Habana. De hecho, se aprovechó la construcción jesuítica en 1748, pero que había sufrido graves daños en el terremoto de 1766, por lo que hubo que volver a afrontar nuevas obras que sólo permitieron reiniciar la actividad del templo en 1773.

            Guatemala, por causa del terremoto que destruyó la ciudad, necesitó de otra catedral en su nuevo emplazamiento, inaugurándose una primera, provisional, el 22 de diciembre de 1779 (96). La construcción del templo metropolitano guatemalteco no hay que desvincularla de las tensiones regalistas y antirregalistas, pues el traslado al nuevo emplazamiento chocó con el deseo de algunos miembros del clero, que se negaban a que aquel templo fuese trasladado sin que antes lo aprobase el sumo pontífice. Aquella postura por parte de algunos sacerdotes, como era d esperar, no agradó al Consejo de Indias, que decidió en 1779 que se iniciasen las obras  del nuevo edificio en el lugar elegido para la erección de la ciudad, para lo que se contaba con el apoyo de un nuevo prelado regalista, como lo fue Francos y Monroy. Los esfuerzos por poseer una edificación digna en aquella archidiócesis consumieron en gran medida el tiempo y los empeños del prelado en 1781(97). La construcción sufrió varias paralizaciones por falta de fondos y de personal cualificado, aunque en su diseño estuvieron implicados importantes técnicos. Marcos Ibáñez dio el diseño inicial y lo desarrollo hasta 1783, en que se hizo cargo Antonio Bernusconi; en 1785 le sucedió Sebastián Gamundi y, en 1788, José Sierra. Aquel sucederse de técnicos y la falta de medios hicieron que las obras no pudiesen ser concluidas por el que había sido su gran impulsor, el mencionado arzobispo Francos y Monroy.

            La catedral de la recién creada diócesis de Cuenca es, quizá, el mejor ejemplo de todo lo que sucedió con las nuevas construcciones de catedrales. Al crearse el obispado funcionó como catedral la antigua iglesia mayor, después de que se desestimara la que habían dejado los jesuitas. El primer prelado, Carrión y Marfil, pretendió su construcción siguiendo el modelo de la de Málaga, para lo que contaba esencialmente con los fondos que producía el cacao de Guayaquil. Los ingresos, de todas formas, no fueron suficientes, pero los planos se pasaron a la Academia de Madrid, que no los aceptó y mandó diseñar una obra neoclásica al arquitecto Antonio López Aguado; pero aquel proyecto llegaba a Cuenca en un periodo fuera de los límites de nuestro estudio y en vísperas de los sucesos independentistas, por lo que el proyecto no tuvo reflejo en la realidad (98). El prelado Carrión sería trasladado en 1798 a la diócesis de Trujillo, en la que su predecesor, Martínez Compañón, se había empeñado también en la reconstrucción de la catedral, que había abierto al culto en 1781 (99)

 

 

NOTAS

(1)G. MAYANS Y SISCAR, entre otras obras del siglo XVI, editó en Valencia, en 1771, el Distatum Christianum de B. ARIAS MONTANO, traducido ya por P. DE VALENCIA.

(2) AGN (ARCHIVO GENERAL DE LA NACIÓN. MÉXICO), Inquisición 45, “Colección Riva Palencia”, ff. 273-276v.

(3) No olvidemos en este sentido el interés de Lorenzana por la publicación de textos antiguos que se podían vincular a esa tradición, tales como el facsímil publicado por la Universidad de León para conmemorar el II Centenario de la muerte de FRANCISCO ANTONIO DE LORENZANA Y BUTRÓN, Breviarium Gothicum, secundum regulam Beatissimi Isidori, archepiscopi hispalensis, jussu Cardenalis Francisci Ximenii de Cisneros prius editum; nunc opera Excmi. D. Francisci Antonii Lorenzana, sanctae ecclesiae toletanae hispaniarum primatis, Archiepiscopi recognitum, ad usum sacelli mozarabum, León, 2004 (según la primera edición de 1775).

(4) J. DE LA HERA, “Notas para el estudio del regalismo español en el siglo XVIII”, en Anuario de Estudios Americanos, 31 (1974), pp. 427-428.

(5) N.M. FARRIS, La Corona y el clero en el México colonial 1579-1821. La crisis del privilegio eclesiástico, México, 1995, p. 126.

(6)A. L. CORTÉS PEÑA, La política religiosa de Carlos III y las órdenes mendicantes, Granada, 1989, p. 57.

(7) P. GATO CASTAÑO, La educación en el virreinato del Río de la Plata. Acción de José Antonio de San Alberto en la audiencia de Charcas, 1768-1810, Zaragoza, 1990, pp. 121-122.

(8) Resume muy bien estos aspectos A. DE LA HERA, “El regalismo indiano”, en P. BORGES (DIR.), Historia de la Iglesia en América y Filipinas, Madrid, 1992, pp. 85-97. Es esencial en este sentido, también, su obra El regalismo borbónico en su proyección indiana, Madrid, 1963.

(9) G. ANES Y ÁLVAREZ DE CASTRILLÓN, La Corona y la América en el Siglo de las Luces, Madrid, 1994, p. 40.

(10) A. DE EGAÑA, Historia de la Iglesia en la América Española. Desde el descubrimiento hasta comienzos del siglo XIX, Hemisferio Sur, Madrid, 1966, p. 859.

(11) AGI 8ARCHIVO GENERAL DE INDIAS, SEVILLA), Guatemala, 915.

(12) A. DE EGAÑA, Historia de la Iglesia…, op. cit., p. 886.

(13) J. DE SAN ALBERTO, Catecismo Real, que baxo forma de instrucción, compuso y publicó para enseñanza de los seminarios de niños y niñas de sus diócesis…, en que por preguntas y respuestas enseñan catequísticamente en veinte lecciones las obligaciones que un vasallo debe a su rey y señor, Madrid, 1786.

(14) AGS (ARCHIVO GENERAL DE SIMANCAS), Consejos 51690, f. 112

(15) BR/M (BIBLIOTECA REAL DE MADRID), Miscelánea de Ayala, 349.

(16) D. RIPODAS ARDANAZ, La biblioteca porteña del Obispo Azamor y Ramírez (1788-1796), Buenos Aires, 1994.

(17) A. DE LA HERA, “El regalismo indiano”…, op. cit., p.91.

(18) Sobre este asunto puede consultarse el trabajo de D. Alberto de la Hera en esta misma obra.

(19) A. DE LA HERA, op. cit., pp. 92-93.

(20) N.M.FARRIS, La Corona y el clero…, op. cit.,  p. 128.

(21)R. VARGAS UGARTE, Concilios Limenses (1571-1772) III, Lima, 1954, pp. 158-160.

(22) Sobre este Concilio ver R. VARGAS UGARTE, Concilios Limenses…, op. cit., III y IV.

(23) M. JIMÉNEZ FERNÁNDEZ, “Las doctrinas populistas en la independencia de Hispano-América”, en Anuario de Estudios Americanos 3 (1946), p. 548.

(24) ARJB/M. (ARCHIVO DEL REAL JARDÍN BOTÁNICO DE MADRID), Expedición de José Celestino Mutis III, 2,2,1.

(25) A. CABALLERO Y GÓNGORA, “Relación del estadio del Nuevo Reino de Granada, que hace el arzobispo obispo de Córdoba a su sucesor el excelentísimo señor don Francisco Gil Lemos”, en Relaciones e informes de los gobernantes de la Nueva Granada I, Bogotá, 1989, p. 381.

(26) Sobre este asunto en México es de reciente publicación la obra de I. ARENAS FRUTOS, Dos arzobispos de México –Lorenzana y Núñez de Haro- ante la reforma conventual femenina (1766-1775), León, 2004.

(27) Estos autos del arzobispo Parada han sido estudiados por A.I. LASERNA GAITÁN, “El último intento de reforma de los monasterios femeninos en el Perú colonial: el auto del arzobispo Parada de 1775”, Anuario de Estudios Americanos 52-2 (1995), pp. 263-287.

(28) A. CABALLERO Y GÓNGORA, “Relación del estadio del Nuevo Reino de Granada…”, op. cit., pp. 378-379.,

(29) L.C. MANTILLA, Historia de la Arquidiócesis de Bogotá, Bogotá, 1994, pp. 50-51.

(30) A. CABALLERO Y GÓNGORA, “Relación del estadio del Nuevo Reino de Granada…,”, op. cit., p. 381

(31) J. PANIAGUA PÉREZ,”Noticias Socioeconómicas del Austro Ecuatoriano obtenidas en el proceso de la nunca construida catedral colonial de Cuenca”, Anuario Jurídico y Económico Escurialense, 26- I (1993), pp. 513-541.

(32) A. CABALLERO Y GÓNGORA, op. cit., p. 379.

(33) A. CABALLERO Y GÓNGORA, op. cit., p. 380.

(34) Todo lo referente a la erección del obispado de Mainas puede verse en M. E. PORRAS, Gobernación y obispado de Mainas siglos XVII y XVIII, Quito, 1987, pp. 93-118.

(35) E. LÓPEZ MAÑÓN e I. DEL RÍO, “La reforma institucional borbónica”, en S. ORTEGA NORIEGA  e  I. DEL RÍO (Coords.), Tres siglos de Historia Sonorense (1530-1830), México, 1993, pp. 319-320.

(36) P. RODRÍGUEZ CAMPOMANES, Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento, 1775, p. 1.

(37) J. A. MARAVALL, Estudios de la Historia del Pensamiento Español. Siglo XVIII, Madrid, 1991, p. 462.

(38) T. EGIDO, “La expulsión de los jesuitas”, Historia de la Iglesia en España IV, Madrid, 1979, p. 756

(39) Francisco Rivero y Gutiérrez era un rico comerciante de la ciudad, de origen peninsular y soltero. B. ROJAS, Las instituciones de Gobierno y la élite local. Aguascalientes del siglo XVII hasta la Independencia, Zamora (Mich.), 1998, pp. 142 y 176.

(40) D. JUARROS, Compendio de la historia de Guatemala 1500-1800, Guatemala, 1981, p. 159.

(41) M.I. GONZÁLEZ DEL CAMPO, Don Cayetano Francos de Monroy, arzobispo de Guatemala a finales del siglo XVIII”, IX Congreso Internacional de Historia de América I, Badajoz, 2002, p. 260.

(42) A. DE EGAÑA, Historia de la Iglesia…, p. 876.

(43) J. PANIAGUA PÉREZ, “La imagen del tiempo. El intento de creación de una universidad colonial en Cuenca”, Revista de Historia de la Educación latinoamericana 3 (2001), pp. 73-75.

(44) ANH/C. (ARCHIVO NACIONAL HISTÓRICO DE CUENCA, ECUADOR), Gobierno-administración 12, ff. 101-106.

(45) J.E. WEISS, La arquitectura colonial cubana. Siglos XVI al XIX, La Habana-Sevilla, 1996, p. 256.

(46) E. CHALBAUD (ED.), Historia de la Universidad de los Andes I, Mérida (Venezuela), 1966, pp. 94-97.

(47) A. DE EGAÑA, Historia de la Iglesia…, pp. 875-876.

(48) A. DE EGAÑA. Historia de la Iglesia…, pp. 964-965.

(49) A. RODRÍGUEZ CRUZ, Salmantica docet. La proyección de la Universidad de salamanca en Hispanoamérica I, Salamanca, 1997, p. 424.

(50) A. RODRÍGUEZ CRUZ, Salmantica docet…, pp. 412-413.

(51) A. RODRÍGUEZ CRUZ, Salmantica docet…, pp. 442-443.

(52) AGI, Santa Fe 973.

(53) Sobre la Universidad de Guadalajara puede verse C. CASTAÑEDA, La Educación en Guadalajara durante la colonia 1552-1821, Guadalajara, 1984, pp. 337-431.

(54) R. FERRERO MICÓ, “Intentos de reorganización en la Universidad de caracas a finales del siglo XVIII”, en Estudios de Historia Social y Económica de América 7 (1991), pp. 159-160.

(55) AGI, Santa Fe 759-8, ff. 3-4.

(56) D. SOTO ARANGO, Polémicas Universitarias en Santa Fe de Bogotá. Siglo XVIII, Bogotá, 1993, p. 1-57.

(57) A. RODRÍGUEZ CRUZ, Salmantica docet…, pp. 437 y 440.

(58) M. BALDÓ LACOMBA, “La Ilustración en la Universidad de Córdoba y el Colegio de San Carlos de Buenos Aires (1767-1810)”, Estudios de Historia Social y Económica de América, 7 (1991), p. 39.

(59) D. SOTO ARANGO, “Francisco Moreno Escandón, reformador de los estudios superiores en Santafé de Bogotá”, Las universidades hispánicas desde la Monarquía de los Austrias al centralismo liberal II, Salamanca 2000, p. 344 y 348.

(60) M. A. GALINO, Textos pedagógicos hispanoamericanos, Madrid 1974, p. 748.

(61) Entre las obras de esta autora son de destacar: Importancia de la instrucción que conviene dar a las mujeres, Zaragoza, 1784 y Discurso en defensa del talento de las mujeres y su aptitud para el gobierno, Madrid 1786.

(62) AGI, Indiferente General 3043.

(63) L. ZAHINO PEÑAFORT, “El convento de Jesús María ante el IV Concilio Mexicano”, La Orden  Concepcionista. Actas del I Congreso Internacional I, León, 1990, p. 516

(64) R. LORETO LÓPEZ, Los conventos femeninos y el mundo urbano de la Puebla de los Ángeles del siglo XVIII, México, 2000, pp. 96-97.

(65) P. FOZ Y FOZ, La Revolución pedagógica en Nueva España (1754-1820),  Madrid, 1981.

(66) P. FOZ Y FOZ. La Enseñanzas iberoamericanas, Bogotá, 1988, pp. 79-80.

(67) P. FOZ Y FOZ, Idem, pp. 83-89.

(68) Un facsimilar de esta obra ha sido publicado por la Universidad de Castilla.La Mancha y por el grupo Editorial Miguel Ángel Porrúa en 1992.

(69) J. PANIAGUA PÉREZ, “Los oratorianos en la Audiencia de Quito”, Boletín del Archivo Nacional, 22 (1992), pp. 117-120.

(70) San Felipe Neri nunca tuvo la idea de expandir su Oratorio romano, pero el éxito del mismo hizo que se tratase de imitar en otros muchos lugares del orbe católico, en donde se intentaron adaptar las constituciones que en 1612 Pablo V había confirmado para aquél por la bula Christi Fidelium.

(71) C. CASTAÑEDA, La educación en Guadalajara…, pp. 151-153.

(72) Para este colegio de San Miguel el Grande se dio cédula el 18 de diciembre de 1774. C. CASTAÑEDA, Idem…, p. 181.

(73) G. CARDOZO CALUÉ, Michoacán en el siglo de las luces, México, 1973, pp. 11-20.

(74) Historia de los hospitales coloniales en Hispanoamérica X, Miami, 1995, p. 87.

(75) E.O. ACEVEDO. “La gobernación de Tucumán en el virreinato del Río de la Plata (1776-1783)”. Anuario de Estudios Americanos 14 (1957), p. 59.

(76) A. PABÓN CHARNECO, Una promesa inconclusa: apuntes socio.arquitéctonicos sobre el Hospital de Nuestra Señora de la Concepción el Grande, Puerto Rico, 1999.

(77) G. FAJARDO ORTIZ, Los caminos de la medicina colonial en Iberoamérica y las Filipinas, México, 1996, p. 95.

(78) S.D. MARKMAN, “San Cristóbal de las Casas”, Anuario de Estudios Americanos 19 (1962), p. 398.

(79) M. JUSTINA SARABIA VIEJO, Anuario de Estudios Hispanoamericanos 30 (1973).

(80) A. DE EGAÑA, Historia de la Iglesia…, p. 885.

(81) F. CANTERLA, “La Orden Hospitalaria de San Hipólito mártir hasta la fecha de su reforma”, Anuario de Estudios Hispanoamericanos 37 (1980), p. 155.

(82) P. CARASA SOTO, Historia de la beneficencia en Castilla y León. Poder y pobreza en la sociedad castellana, Valladolid, 1991, p. 91.

(83) P. GATO CASTAÑO, La educación en el virreinato del Río de la Plata…, p.313.

(84) P. GATO CASTAÑO, Ibid., pp. 312-339.

(85) J. MURIEL, Los recogimientos de mujeres. Respuesta a una problemática social novohispana, México, 1974, pp. 193-194.

(86) C. CAMPO LACASA, “Notas generales sobre la historia eclesiástica de Puerto Rico en el siglo XVIII”, Anuario de Estudios  Americanos 18 (1961), p. 148.

 

(87) Sobre este prelado existe un amplio estudio de P. VILA, El obispo Martí: interpretación humana y geográfica de la larga marcha pastoral del obispo Mariano Martí en la diócesis de Caracas, Caracas, 1980, 2 vols.

(88) M. MACCHI y A. MASRAMÓN, Síntesis histórica de Entre Ríos 1520.1930, Paraná, 1962, p. 33.

(89) Esta obra fue publicada en Madrid en 1788.

(90) A. SANTOS VAQUERO, La Real Casa de Caridad de Toledo. Una institución ilustrada, Toledo, 1994.

(91) J. BERNAL PONCE, Ciudades del caribe y Centroamérica del siglo XV al siglo XIX, Cartago, Costa Rica, 1993, p. 309.

(92) F. DE SOLANO, Normas y leyes de la ciudad hispanoamericana 1601-1821, Madrid, 1996, pp. 216-218.

(93) F. DE SOLANO, Idem, pp. 253-255.

(94) J. PANIAGUA PÉREZ, “El gran templo que nunca se llegó a construir. La catedral colonial de Cuenca (Ecuador)”, Estudios Humanísticos. Geografía Historia Arte 15, (1993), pp. 149-156.

(95) J. E. WEISS, La arquitectura colonial cubana. Siglos XVI al XIX, La Habana, Sevilla, 1996, pp. 290-292.

(96) M. I. GONZÁLEZ DEL CAMPO, Don Cayetano Francos y Monroy…, p. 260.

(97) M. I. GONZÁLEZ DEL CAMPO, Idem, p. 261.

(98) J. PANIAGUA PÉREZ, “El gran templo que nunca se llegó a construir…”, pp. 149-165.

(99) A. DE EGAÑA, Historia de la iglesia…, p. 876.

 

PANIAGUA PÉREZ, JESÚS, “La actitud ilustrada de los obispos americanos en la época de Carlos III”, en España y América entre el Barroco y la Ilustración (1722-1804), II Centenario de la muerte del Cardenal Lorenzana (1804-2004), Coordinador Jesús Paniagua Pérez, León, Universidad de León, 2005

 

 




 



No hay comentarios:

Publicar un comentario

  ¿Quiénes son los fascistas? Entrevista a Emilio Gentile   En un contexto político internacional en el que emergen extremas der...