sábado, 18 de febrero de 2023

 

Contemporalidades

GOYA

 

 

 

Cuadros


La maja y los embozados
1777

Lienzo. 2,75 x 1,90
Museo del Prado, Madrid.

La producción de Goya es enormemente rica y varia. El Prado, que posee una asombrosa cantidad de obras suyas, muestra casi por entero la evolución, lenta y personal, de su sensibilidad. Los principales jalones de la vida artística de Goya están aquí representados, desde la pintura de sus primeros años madrileños -los cartones para tapices que dan su aspecto vivo, sensible y popular, matizado a veces de ironía y de humor, aún con algo de gracia rococó en su tratamiento- hasta las sombrías y dramáticas "pinturas negras" de su vejez, que parecen anunciar tantas direcciones de la pintura contemporánea, pasando por los retratos oficiales, los cuadros de historia y algunas de sus creaciones de mayor empeño académico, amén de muchos retratos privados y cuadritos menores, de carácter muy vario, acopiados por diversos conductos y ajenos a su quehacer oficial.

Su labor como suministrador de cartones para la Real Fábrica de Tapices, que fue su primera ocupación madrileña, se guarda en el Prado casi en su totalidad. Puede advertirse cómo a lo largo de los casi veinte años que duró esta actividad, de 1775 a 1792, Goya fue aprovechando esta obligación casi artesana para ensayar, armonizar, variar composiciones, observar e interpretar la realidad; es decir, como escuela de pura pintura.

De las primeras obras, aún torpes, mediocres, sin ningún acierto personal que las distinga de las de sus cuñados los Bayeu, pasa pronto a la segura maestría que se advierte en los cartones que entrega en 1777. De esa fecha es La maja y los embozados, de gracioso arranque decorativo, pintada ya con una riqueza de tonos calientes y una seguridad de pincel considerables.

 

 


La gallina ciega
1788 - 1789
Lienzo. 2,69 x 3,50
Museo del Prado, Madrid.

Al Goya caricaturista tardorrococó le divertía, al principio, la humanidad como un espectáculo de marionetas. En sus alegres cartones para tapices y en los lienzos de los años setenta y ochenta, sus figuras mantienen un frágil equilibrio, los movimientos describen acciones inacabadas y los rostros representados son máscaras de porcelana. Obsérvese, si no, el círculo risueño y lúdico de La gallina ciega (1788-1789), conservado en el Museo del Prado.

 


El cacharrero
1779
Lienzo. 2,59 x 2,20
Museo del Prado, Madrid.

Pintado en 1779, El cacharrero o El puesto de loza, como se le designa en los documentos, es ya una obra maestra pintada con una riqueza y refinamiento que superan, con mucho, la simple intención decorativa a que se destinaba. Cartones como éste, tan sutiles y refinados en su técnica, tan ricos de términos y de matices, son los que ocasionaron en algún caso las protestas de los tejedores que advertían la dificultad, imposibilidad casi, de pasar al tejido tantas sutilezas. Desde el año anterior, 1778, Goya ha tenido acceso a las Colecciones Reales, y el estudio y meditación sobre los maestros antiguos, especialmente sobre Velázquez, dan su fruto en los cartones de estos años, con sus lejanías grises, que atestiguan el paulatino enfriarse de su paleta.



Retrato de María Teresa de Borbón y Vallabriga
1783
Lienzo. 0,80 x 0,60
Galería de los Uffizi, Florencia.

María Teresa de Vallabriga se casó con el infante Luis Antonio de Borbón, hijo de Felipe V y hermano de Carlos III. Este lienzo tal vez sea el boceto para una obra de mayores dimensiones. La figura envarada de amazona vestida de azul, el caballo acartonado, el paisaje montañoso y la tierra reseca del primer plano poseen la frescura y la inmediatez de lo abocetado y rápidamente dispuesto. La obra puede fecharse en torno a 1783.

 


El albañil herido [detalle]
1786 - 1787
Lienzo. 2,68 x 1,10
Museo del Prado, Madrid.

Hacia 1786 o 1787, con El albañil herido, Goya realiza una de las obras más conocidas de este período. De formato muy estrecho y alto, condición impuesta por razones decorativas, representa a dos albañiles que trasladan a un compañero lastimado probablemente tras la caída de un andamio.

El cuadro tiene además un interés temático considerable, que convierte al pintor (como se ha apuntado en diversas ocasiones) en un precursor de la "pintura social". De este período data un real decreto de Carlos III para prever los accidentes de trabajo en la construcción y habilitar ayudas para los accidentados. El decreto exigía daños y perjuicios al maestro de obras en caso de accidente, establecía normas para la prudente elevación de andamios, amenazaba con cárcel y fuertes multas en caso de negligencia y señalaba ayudas económicas a los damnificados y a sus familias.

Por consiguiente, Goya coopera con esta pintura en una nueva política de fomento y dignificación del trabajo, sintonizando así con el sentir más progresista de su época. Al pintar este patético tapiz se hizo eco de un grave y habitual problema social.

Es curioso, sin embargo, observar cómo, al repetir la composición años más tarde para el gabinete de la duquesa de Osuna, cambió el dramatismo por la ironía, al sustituir el herido por un borracho de cara abotargada y risa mecánica. Indudablemente, la temática de la versión inicial no era adecuada para el boudoir de la duquesa.


La nevada
1786 - 1787
Lienzo. 2,75 x 2,93
Museo del Prado, Madrid.

Pintado en 1786, año feliz para el pintor, pues en él recibe el nombramiento de pintor del Rey y se afirma su prestigio entre los intelectuales y hombres de empresa madrileños, este hermoso tapiz forma parte de una serie ideal de las cuatro estaciones, en la cual Las floreras encarna la primavera, La era, el verano, La vendimia, el otoño, y La nevada, el invierno. Goya debió quedar, y con razón, muy satisfecho de ellos, pues años más tarde los repitió, en tamaño reducido, para la decoración de un gabinete de la duquesa de Osuna en su quinta de la Alameda. La nevada es excepcional como estudio de grises y blancos de refinadísima armonía, en los que se evidencia el estudio de Velázquez.



Los duques de Osuna y sus hijos


1788
Lienzo. 2,25 x 1,74
Museo del Prado, Madrid.

Goya fue el retratista por excelencia del medio burgués, culto e intelectualizado, del Madrid progresista de fines del siglo XVIII. Amigo de escritores, arquitectos, banqueros y políticos, concluye también por entrar en contacto con la aristocracia; le protegen las duquesas de Osuna y de Alba, y por último, como pintor del Rey, hace retratos a la familia real.

Su capacidad de análisis del modelo, su penetración psicológica y su maestría técnica, que resuelve la hondura con una portentosa facilidad, hacen de él uno de los más grandes retratistas de la historia de la pintura. De los más crueles también, pues su implacable mirada penetradora no perdona recoveco de la conciencia, y nos deja, de las personas que posan ante él, verdaderos retratos morales, radiografías del pensamiento, en las que expresa, junto a toda la apariencia exterior del personaje, el contenido de su alma y el juicio, tantas veces amargo, que le merece.

Por eso son doblemente gratos aquellos retratos en los cuales se advierte que el artista se ha aproximado a su modelo con agrado o simpatía. Así ocurre en Los duques de Osuna y sus hijos. Los duques, protectores de Goya, le abren las puertas de su intimidad y Goya, en 1790, los retrata con evidente afecto que se extrema sobre todo en los niños, de los más verdaderamente infantiles, incluso en su ensoñadora melancolía, de cuantos pintó Goya, que guardó siempre una honda ternura hacia la infancia.

El más pequeño de los niños, sentado en un cojín, sería, con el tiempo, director del Prado, de 1821 a 1823. La gama de color, refinadísima y acordada en grises plateados, es de una delicadeza magistral. El cuadro fue regalado al Prado en 1897 por los descendientes de los retratados.


Retrato de la condesa del Carpio (La Solana)
Hacia 1794 - 1795
Lienzo. 1,81 x 1,22
Museo del Louvre, París.

El genio tan variado de Goya destaca particularmente en el género del retrato, a menudo tratado con una sorprendente crueldad satírica. Sin embargo esta obra, legada en 1942 por Carlos de Beistegui, añade a la distinción del modelo una armonía de color, con tonos grises, negros y blancos, rosas y lilas, que la refuerza aún más.

El retrato representa a María Rita Barrenechea y Morante, casada en 1775 con el conde del Carpio, que adquirió el título de marqués de la Solana poco tiempo antes de la muerte de su mujer, en 1795. La tela, tan misteriosamente sencilla, evoca quizás el presentimiento de la proximidad de la muerte en una mujer sensible y cultivada; en todo caso, parece proponer la superación de la realidad, hacia el arte o hacia el espíritu, que puede encontrarse en otras obras del "periodo gris" inmediatamente anterior a la crisis de 1792 y a la sordera de Goya; o, si se prefiere, anterior a 1794, año en el cual el pintor reemprendió su actividad.


Don Andrés del Peral [detalle]
1795 - 1798
Tabla. 0,95 x 0,66
National Gallery, Londres.

El retratado, Andrés del Peral, trabajó como pintor y dorador de la familia real española desde 1770 hasta 1820 y, por tanto, fue colega de Goya, nombrado éste pintor del rey en 1786. Peral fue famoso como coleccionista de cuadros, especialmente de artistas españoles de los siglos XVII y XVIII, entre los cuales había una gran cantidad de pequeños cuadros de Goya con temas taurinos o escenas de género.

Sentado en una postura erguida sobre la silla y mirando fijamente al espectador, Peral aparece como una persona severa. Goya expresó algo del carácter del retratado a través de la sombría gama de colores y la subyugante tonalidad del cuadro. El trabajo de Goya como pintor, su habilidad en crear efectos brillantes con medios limitados y su penetrante observación de los retratados están admirablemente presentes en este retrato austero.


El pintor Francisco Bayeu
1795
Lienzo. 1,12 x 0,84
Museo del Prado, Madrid.

Pintado en 1795 para ser expuesto en la Academia de San Fernando en ocasión de la sesión de homenaje póstumo al retratado, Goya ha dejado aquí uno de sus retratos más hermosos, sobrios y expresivos. Francisco Bayeu, su cuñado, le era bien conocido. En 1786 le había retratado ya en un soberbio lienzo del Museo de Valencia, pintado en una gama diferente, más oscura y densa. En este retrato parece que se ciñó fielmente a un autorretrato del propio Bayeu, y extremó en la casaca gris perla y en el fondo luminoso su maestría excepcional en el manejo de la gama fría y plateada.

El carácter duro y poco simpático del autoritario aragonés se traduce con evidencia en la versión de Goya, largos años disgustado con él por motivos familiares y económicos. El cuadro fue adquirido en 1866 para el Museo de la Trinidad, de donde vino al Museo del Prado.


Retrato de María Teresa de Borbón Godoy, condesa de Chinchón
1797 - 1800
Lienzo. 2,20 x 1,40
Galería de los Uffizi, Florencia.

La retratada es hija de Luis Antonio de Borbón y María Teresa de Vallabriga. Se casó en 1799 con Manuel Godoy, ministro y favorito de Carlos IV y la reina María Luisa, pero el matrimonio tuvo que separarse tras la expatriación del ministro.

La figura de la infanta destaca del fondo oscuro con un magnífico vestido azul muy pálido, cambiante casi al rosa. Su rostro, un poco despreciativo y caprichoso, queda enmarcado por unos rizos rojizos, cintas verdes y azules y adornos de plumas, donde el artista ha volcado su paleta y su maestría. La atención de Goya se vuelve precisa también en las joyas -el brazalete, el collar, los pendientes-, cuya finalidad es poner de manifiesto el rango de la joven retratada. En la obra se aprecian las características pictóricas del gran artista: gusto por el color tratado sutilmente y estudio del carácter del personaje, que se pone en evidencia en la expresión del rostro.


Prendimiento de Cristo [boceto]
1798
Lienzo. 0,40 x 0,23
Museo del Prado, Madrid.

En los mismos años en que cultiva con asiduidad el retrato y participa activamente en la vida social madrileña, antes de que la sordera primero, y los acontecimientos de la guerra napoleónica luego, le ensombrezcan y aíslen, Goya cultiva también la pintura religiosa al uso, rindiendo tributo en más de una ocasión al neoclasicismo de Mengs, imperante aún. Por ello tiene más interés, y calidad casi excepcional, este soberbio boceto.

En 1788 el Cabildo de Toledo le encarga un lienzo para la sacristía de la catedral: el Prendimiento de Cristo (derecha). El cuadro, concebido como escena nocturna iluminada por una linterna, fue realizado con gran vivacidad y energía expresiva (la reciente limpieza ha evidenciado), cualidades que se extreman en un boceto preparatorio (izquierda), el cual muestra una vibración luminosa, un gusto por los contrastes violentos y una libertad de pincel que casi hermanan con las obras de su madurez.

Sin duda, el sentir de Goya iba ya en esta dirección de apasionamiento luminoso y dramático, que hay que hacer entroncar con Rembrandt. Las exigencias de la moda y el deseo de realizar también el noble "estilo arquitectónico" que sus ilustrados amigos admiraban, le hizo refrenar ese ímpetu poderoso, que se escapa con frescura e intensidad asombrosas en aquel pequeño boceto.


La infanta doña María Josefa [detalle]
1800
Lienzo. 0,74 x 0,60
Museo del Prado, Madrid.

La amplia producción de retratos que llevó a cabo Goya debe situarse dentro de un contexto general europeo en el que se impuso este tipo de género pictórico, en detrimento de las grandes composiciones (si bien la pintura de temática histórica se recuperaría, en parte, a raíz de la Revolución Francesa). Efectivamente, a mediados del siglo XVIII el retrato dominaba el arte en Europa. El auge de este género fue tal que incluso se utilizaba el término "retratista" para referirse a cualquier pintor que no fuera de brocha gorda.

El espectador esperaba principalmente del retrato que representase una justa semejanza con el modelo, pero el verdadero retrato va más allá de la representación física de una persona. El pintor diestro y con buenas dotes interpretativas sabe plasmar también en el lienzo el estado de ánimo, la moral, los rasgos personales o la categoría social del modelo, por lo que el resultado final es un retrato mucho más veraz y real.

Los retratos de Goya deben precisamente analizarse en esta línea. En efecto, Goya fue un retratista revolucionario y un agudo observador. Capaz de realizar un extraordinario y minucioso estudio psicológico del modelo, lograba gracias a su maestría técnica sacar a la luz los rasgos más característicos y relevantes del personaje representado. Ello le convierte, sin duda, en uno de los principales retratistas de la historia de la pintura.

Sin embargo, también se le considera uno de los retratistas más despiadados, ya que sus implacables dotes de observación le permitían realizar verdaderos retratos morales, auténticas radiografías del pensamiento. No sólo representaba en sus lienzos y pinturas la apariencia exterior del modelo, sino también el contenido del alma y el juicio, muchas veces amargo, que el personaje le merecía. Un ejemplo elocuente de ello lo constituye La familia de Carlos IV. En dicha obra, que reúne todos los miembros de la familia real, el maestro no intentó, en absoluto, disimular su falta de simpatía por la mayor parte de los representados.

Para el gran lienzo de La familia de Carlos IV, Goya preparó cuidadosamente en apuntes del natural, rebosantes de vida, cada uno de los personajes. El Museo del Prado guarda cinco de estos maravillosos estudios, en los cuales, sobre la imprimación rojiza de la tela, se cuajan con una sorprendente simplicidad y seguridad de toque los rasgos de los retratados, que en el lienzo definitivo, sin apenas modificación, parecen sin embargo un tanto atenuados en su inmediatez.

Doña María Josefa, hija de Carlos III y hermana de Carlos IV, que había de morir soltera al año siguiente, no debía ser en modo alguno figura grata. Goya ha extremado su crueldad en este rostro feo y brujesco que en el lienzo definitivo nos examina, desde el segundo término en sombra en que siempre vivió, con desagradable avidez de harpía.

 


La mujer del abanico
1805 - 1807
Lienzo. 1,03 x 0,83
Museo del Louvre, París.

Como retratista de la Corte, Goya no se mostró más complaciente que Velázquez; sus imágenes sarcásticas pusieron en evidencia las taras físicas y morales de los modelos, como si de modelos de toda la humanidad en decadencia se trataran. Sin embargo, en el caso de retratos femeninos como los de la Solana, la duquesa de Alba o la condesa de Chinchón, la desesperación cede ante una búsqueda vital y pictórica emprendida bajo el signo, no tanto de la angustia como de la melancolía, y en la que el estilo y el color dominante están estrechamente relacionados con el significado.

Este retrato, adquirido por el Louvre en 1858, es una representación de busto de una mujer joven desconocida, tal vez la nuera de Goya. La obra debe datar de los años 1805-1807, pero en ella encontramos, si no el sentimiento de lo sobrenatural que emanaba de La Solana, por lo menos las armonías grises que encantaron más tarde a Edouard Manet, realzadas por la sugestión de la transparencia perlada de la carne.

La actitud convencional y el tratamiento sobre un fondo liso muy simple dan, de hecho, ocasión para una obra maestra en la cual se establece una notable diferencia entre lo "acabado" del rostro y la modernidad de la pincelada en el tratamiento del vestido.


Doña Isabel Cobos de Porcel
1806
Lienzo. 0,82 x 0,54
National Gallery, Londres.

Esta hermosa mujer va vestida de maja, según la moda popular femenina vigente a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Su esposo Antonio Porcel también fue retratado por Goya el mismo año (1806), como expresión de la gratitud del pintor por la hospitalidad recibida del matrimonio, seguramente en su casa de Granada. Porcel era protegido de Godoy, el favorito de la reina María Luisa, y socio de un amigo de Goya, el escritor y político liberal Jovellanos.

Goya debía de sentirse satisfecho con este retrato, porque lo exhibió en la Real Academia de San Fernando. La belleza y vivacidad de la retratada y el atractivo vestido, que no oculta el brillo de la seda debajo de la mantilla, están emparejados con la habilidad de Goya en la factura. En algunas de sus obras Goya incluyó mujeres para satirizar la locura y vanidad del sexo, pero el artista también fue capaz de dar una respuesta ante la visión de una mujer deslumbrante, segura de su belleza y posición.


El duque de Wellington
1812 - 1814
Tabla. 1,64 x 0,52
National Gallery, Londres.

El duque de Wellington (1769-1852) fue un general al mando de las fuerzas británicas que lucharon en España durante la guerra de la Independencia y venció a las tropas francesas de José Bonaparte en la batalla de Vitoria, en 1813. Goya pintó este retrato en Madrid, durante la breve estancia del Duque en la ciudad. El artista le añadió las condecoraciones del Toisón de Oro, la Cruz de Oro militar, la Orden del Baño, la Orden portuguesa de la Torre y la Espada y la Cruz española de San Fernando.

Las medallas están pintadas con la desenvoltura típica de las últimas obras de Goya. Cuando se mira el cuadro desde la derecha se nota el espesor de la pintura. Se cree que Goya aplicaba el pigmento con cualquier cosa que tuviera a mano: brocha, esponja, dedos o incluso el mango de una cuchara. El rostro del Duque está pintado con gran precisión, aunque con la característica libertad, haciendo de este cuadro uno de los más refinados retratos del pintor.


Tauromaquia: Desgracias acaecidas en el tendido
1816
Aguafuerte. 0,25 x 0,36

El pesimismo de la obra de Goya irá acrecentándose a partir de la guerra y después de la muerte, en 1812, de su esposa, Josefa Bayeu. Ya septuagenario, en 1816, publica su famosa serie de grabados, la Tauromaquia, treinta y tres estampas no exentas de crueldad, como la número 21, titulada Desgracias acaecidas en el tendido.

 


Disparates: El caballo raptor


1816 - 1824
Aguafuerte. 0,25 x 0,36

La serie de los Disparates (dieciocho estampas publicadas en 1864) fue creada entre 1816 y 1824. Goya trabajó también en esta etapa en los últimos álbumes de dibujos. Ambas producciones fueron, sin duda, la fase creativa final del pintor.

Así, el simbolismo presente en Disparate desenfrenado o El caballo raptor (las montañas del horizonte parecen ratas o animales monstruosos) no resulta fácil de interpretar, pero el impacto visual que crea la imagen es sobresaliente. La muchacha representada ostenta un escorzo tortuoso y se debate en el aire ante la acometida del caballo, que es la imagen de una monumental estatua romántica.

Tras el regreso de Fernando VII a España como rey absoluto, Goya marchó a Burdeos y, pese a su precaria salud, el anciano pero lúcido maestro siguió pintando incansablemente. Resulta admirable, en este sentido, uno de los dibujos del Album G en el que, acompañando la figura decrépita de un anciano barbado y sostenido por dos bastones, puede leerse "Aún aprendo". Ninguna divisa resume mejor el espíritu ilustrado de la época, cuyo grito de guerra era precisamente: "¡Atrévete a saber!."


El aquelarre
1820 - 1823
Pintura mural pasada a lienzo. 1,40 x 4,38
Museo del Prado, Madrid.

 

Habiéndose librado ya del lastre de los temas anecdóticos, las “pinturas negras”, esencial y crudo, tienen un contenido corrosivo, similar al modo en que actúa el ácido que roe la plancha de preparación del aguatinta o del aguafuerte. Así, en la pintura mural titulada El aquelarre (situada inicialmente en una de las paredes del comedor de la quinta) Goya expresó de modo estremecedor su visión del mundo. Una multitud deforme y sombría adora al mal, que, en forma de macho cabrío y con hábito de fraile, recibe el homenaje de esa humanidad. Sólo a la derecha, un tanto al margen de la composición, una figura femenina, joven, con mantilla y manguitos, abre un interrogante sobre su significación.

 

 

 

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