La destrucción de Jerusalén por Tito, una pintura de Giovanni
Silvagni
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Giovanni Silvagni, Roma, 1790 -1853, La destrucción de Jerusalén por Tito, s.f. Óleo sobre tela de lino. Colección Museo Nacional
de San Carlos/INBA/Secretaría de Cultura, México.
Dentro de un
espacio arquitectónico se aprecian escenas terroríficas, por un lado, en la
parte inferior, yaciendo inerte sobre el pavimento, un hombre porta los
atributos de la batalla, espada y escudo. Sobre su pecho se observa a un niño
de brazos que se extiende sobre el torso del fallecido. Completa esta primera
escena una figura femenina, ataviada con pesados paños. Está parcialmente
arrodillada. La rodilla izquierda descansa sobre el piso y la otra se intuye
flexionada. Ella mira hacia arriba llevándose las manos a la cabeza. Su
expresión transmite gravedad. Los planos posteriores se encuentran divididos
por un par de columnas que seccionan la composición en dos, del lado derecho
existe una rampa o escalinata, en la que hombres pelean con ahínco.
Uno de los
milicianos porta a cuestas un candelabro de siete brazos, la menorá que se
utilizaba en el Templo de Jerusalén. Justo al lado de la figura se sublima una
columna grisácea y rojiza: hay fuego. Allí mismo se divisa la escena de un par
de cabezas decapitadas que han sido empaladas. Encima de la lucha hay otros
espacios arquitectónicos columnados, en los que diminutas figuras se encuentran
en acción. En el lado izquierdo, justo detrás del personaje femenino, hay una
intensa actividad. Múltiples entes se hallan en movimiento, y detrás de ellos,
se divisan arquitecturas monumentales vistas en perspectiva. Hay decenas de
personas arriba y abajo, en frenesí. Hasta el fondo hay más edificios, pero
destaca el humo incandescente que proviene de algún incendio. La composición
acusa dramatismo merced a las tres líneas diagonales que atraviesan el cuadro.
La paleta
cromática está dominada por los pardos. La pieza es de carácter tonal y el
artista hizo servir una rica gama de pigmentos. Se han utilizado amarillo
Nápoles, azul ftalo, blanco de titanio, siena, siena tostada, rojo bermellón,
verde savia y verde viridian o esmeralda.
La destrucción de
Jerusalén por Tito fue ejecutada por Giovanni
Silvagni entre 1845 y 1849 para la Academia de San Carlos de México. La
temática no es tan recurrente en la historia del arte, no obstante, de ella
existen algunas composiciones muy conocidas realizadas por Giulio Romano
(1499-1546) en 1540, en el Louvre, Nicolas Poussin (1594-1665), realizada entre
1625 y 1626, ahora en el Museo de Israel, la de Wilhelm von Kaulbach
(1805-1874) de 1848, de la Neue Pinakothek de Múnich y la versión del inglés
David Roberts (1796-1864) en 1850, realizada también poco después que la de
Silvagni, actualmente en una colección particular, y que ha servido de
ilustración del tema para muchas publicaciones. La fuente de conocimiento
principal sobre el suceso es el trabajo de Tito Flavio Josefo (ca. 37-38– 101), La guerra de los judíos, compuesto hacia el año 75. No
obstante los cuestionamientos que sobre tal publicación se han vertido a través
de los siglos, continúa siendo la referencia para todos los detalles del sitio
de Jerusalén.
Giovanni Silvagni imaginó e inventó una escena durante el
asedio final y la destrucción de dicha ciudad ocurrida en el año 70, tras un
sitio de cinco largos meses, sucedido de marzo a septiembre. El emperador
Vespasiano (Tito Flavio Sabino Vespasiano, 9-79) había heredado un problema muy
grave en la provincia de Judea: la insurrección de grupos locales ante la
presencia romana. Tras el fracaso de otros funcionarios romanos, el gobernante
organizó su curso de acción a partir de la prudente espera a una mejor ocasión
para poner en su lugar a los insurrectos. Así pues, encargó a su primogénito,
Tito Vespasiano (Tito Flavio Sabino Vespasiano, 39-81), el proyecto de ataque
final y sujeción de los alzados.
Apuntalado con cuatro legiones y aproximadamente 60.000
soldados, Tito se lanzó a la conquista de Jerusalén. La ciudad, según las
fuentes antiguas, era un lugar sumamente difícil de apresar, toda vez que
contaba en su plan de defensa con múltiples edificios de extremada pesantez,
por lo que atacarla era algo más bien arriesgado. Por un lado, existían tres
murallas, el Templo, además de dos fortalezas: el Palacio de Herodes el Grande,
caracterizado por sus enormes torres, y la Fortaleza Antonia. Jerusalén era
asimismo una ciudad con atalayas y murallas internas. La Jerusalén vieja
contaba con su muralla defensiva, y la Ciudad Nueva tenía la propia. Al
tratarse también de una ciudad a desnivel, existían muros entre las partes
altas y bajas de la localidad. Con tantos candados defensivos, la conquista de la
plaza se antojaba titánica ante el carácter casi inexpugnable de su fisonomía.
Empero, Tito Vespasiano aprovechó bien el crispado
contexto de la rebelión judía. Los zelotes, grupo radical y de inflexible
postura ante los romanos, dominaban los asuntos de la sagrada ciudad. Jerusalén
vivía en un estado constante de agresión interna, ya que los diferentes actores
de poder se disputaban el control, lo que creó una situación nada favorable
para una defensa coherente y rotunda ante la amenaza romana.
Tras algún tiempo iniciadas las hostilidades, los
legionarios penetraron la muralla de la Ciudad Nueva, y posteriormente aquélla
de la Ciudad Vieja. El terror se apoderó de la población, pero los lugareños
siguieron peleando con valentía y determinación. Cuenta Flavio Josefo que se
veían escenas espantosas por todos lados. La conquista de la ciudad no iba a
ser nada fácil para los invasores. Posterior a la caída de la Fortaleza
Antonia, que había sido construida y ampliada por los romanos, el último
reducto de resistencia que quedaba era el Templo de Jerusalén –ampliamente
expandido por Herodes el Grande (73 a.C. – 4 a.C.) a partir del año 19 a.C-.
Según Flavio Josefo, Tito Vespasiano ofreció la rendición a los judíos, mas
éstos la rechazaron. Lucharían con el último hombre hasta el amargo desenlace.
El templo fue subyugado tras encarnizadas luchas, para secundarle poco después
el Palacio de Herodes. Todas las murallas habían caído estrepitosamente, y el
hambre, el horror y la desesperación habían casi fulminado a los que quedaban
en armas.
Tito ordenó la completa destrucción del templo y
únicamente dejó en pie las tres torres de Herodes como memento de su conquista.
Los lugareños derrotados fueron en gran medida pasados a cuchillo, otros,
incluidos varios cabecillas de la rebelión, llevados a Roma para su exhibición
como trofeos y posteriormente ejecutados, además que decenas de miles de
nativos vendidos como esclavos. Tito Vespasiano hijo, a la postre se convirtió
en emperador del Imperio romano, del año 79 hasta su muerte en 81.
Giovanni Salvagni era un pintor formado en la Academia de
San Lucas de Roma, y ampliamente conocido en los Salones decimonónicos, en los
que había recibido múltiples recompensas. Fue alumno de Gaspare Landi
(1756-1830), autor continuador de la tradición de Raphael Mengs. En 1822 fue
nombrado Profesor Académico de Mérito. Al considerarse a Roma la meca
depositaria de la tradición artística occidental, los académicos mexicanos
decidieron en 1844 ofrecer puestos directivos a maestros italianos. El encargado
de la Legación Mexicana en el Vaticano, José María Montoya, redactó una lista
de candidatos. La nómina incluía a Giovanni Silvagni, Francesco Coghetti y
Francesco Podesti. Ninguno de los tres aceptó venir a México en virtud de los
puestos y responsabilidades que ostentaban, además de sus intereses propios.
Silvagni había sido nombrado presidente de la Academia de San Lucas de Roma en
1844, cargo que llevó hasta 1846. No obstante el desaire, la Junta Directiva de
la academia mexicana encargó una obra a cada uno de los candidatos originales
para que sirvieran de modelo de enseñanza.[1]
Si bien Salvagni nunca pisó suelo mexicano, remitió el
óleo aquí consignado por su aprecio a la Academia mexicana y de fines
didácticos. La obra enviada por el autor finalmente fue mostrada en la III
Exposición de la Academia de San Carlos en 1850. Silvagni, huelga decir, no era
ajeno a los avances de los alumnos originarios de México, prueba de ello es que
llegó a dictaminar obra de Joaquín Cordero.[2] El trabajo del romano se
puede apreciar, principalmente, en colecciones italianas, tanto en el acervo
heredado de la Academia de San Lucas, como en la Galería Nacional de Parma o la
parroquia de San Juan en Filettino, Italia.
La obra forma parte de una tendencia que cobró auge en la
segunda mitad del siglo XIX, y que consistía en la realización de pinturas de
gran formato, de talante tanto histórico como moralizante, que se instalaban en
edificios públicos y que hacían las veces de monumentos en sí mismas. Tales
obras tenían la función de mostrar momentos dramáticos en la historia, puntos
de inflexión, sobre todo en la historia cristiana occidental. El momento
pregnante de la composición, no obstante, trascendía el tiempo y el espacio, y
esparcía una enseñanza o una moral para la generalidad, ya fuera la antigua o
la del público contemporáneo a la pieza.
Merced a la invención de Silvagni, se podían corroborar
varios elementos o conceptos, que eran de sumo valor para el quehacer académico
decimonónico, a saber, diversidad en las composiciones, veracidad histórica, lo
mismo que exactitud en tanto figuras y accesorios que las formasen.
Hacia la mitad del siglo XIX, un artista era valioso en
la medida de que su arte fuera cercano a la ciencia, que era el modelo supremo
de utilidad. La industria y la técnica se admiraban por los conocimientos que
aportaban, mientras que el arte, a pesar de que su axiología era eminentemente
estética, también debía cumplir con el mismo requisito: ser útil. La pericia
del artista, mostrada a través del estudio arduo y dedicado, lo hermanaba con
la práctica científica, metodológica y rigurosa. Igualmente, el arte debía
tener una doble función: ejemplar y moral. Se esperaba que el artista siguiera
con rigor los principios del buen arte, herencia de las Academias del siglo
XVIII y los grandes artistas clasicistas del XIX.[3]
Entonces, la obra de Salvagni cumplía con esos valores
que tanto admiraban sus contemporáneos. Ostenta un dominio técnico: dibujo,
composición y manejo de la paleta cromática. Su temática aborda un momento
grave y trascendental de la historia, por lo que es útil tanto didáctica como
moralmente. Su estudio de las fuentes primarias demuestra que es un profesional
en toda la extensión de la palabra: conoce el texto en el cual se basa su
asunto, así como el currículum visual del motivo.
Al mismo tiempo que existían valores en la rigurosa pintura
académica, también existían antivalores: monotonía en la paleta cromática,
ignorancia del canon clásico, desproporción de las formas naturales, falta de
carácter o impropiedad en la representación de las figuras, desequilibrio en la
composición, exageración, teatralidad, falta de pericia técnica o incorrección
en el dibujo, detalles que Silvagni evita en su pieza, a sabiendas que la misma
tenía como destino y fin el buen aprendizaje de los alumnos mexicanos.
Precisamente en 1844 el personaje en cuestión narraba que en San Lucas de Roma
se decantaban dos corrientes, el purismo y el barroquismo, y que semejantes
extremos no eran beneficiosos para el arte. En este sentido, para colocar a un
maestro correcto en la Academia de México, era merced que “conociera el buen
estilo de Grecia que fuera seguido por Rafael con su sublime maniera.”[4]
El hecho histórico de la destrucción de Jerusalén,
abordado en el siglo I por Josefo en su De bello Judaico, donde el hecho se planteaba ya como castigo a los
judíos por la muerte de Cristo, tuvo una amplia difusión en la literatura
medieval. En el siglo XIII aparece el poema anónimo la Destruction de Jérusalem, escrito en lemosín, que después fue
interpretado en inglés como,
Titus and Vespasian or The Destruction of Jérusalem, y en francés con el mismo título
de Destruction de
Jérusalem, obra del siglo
XV y que finalmente se dio a conocer en castellano como Historia del noble Vespasiano. En el Renacimiento la obra comenzó a
tener interpretaciones críticas que se continuaron hasta la Ilustración. El
entendimiento cristiano sobre el tema tiene sustento en el Evangelio,
específicamente en Mateo 24, en el que Jesús predice la ruina de Jerusalén y
del templo. El texto es ciertamente estrujante:
“Salido Jesús del templo, iba ya
andando, cuando llegaron a él sus discípulos, a fin de hacerle reparar la
fábrica del templo. Pero él les dijo: ¿Veis toda esa gran fábrica? Pues yo os
digo de cierto, que no quedará de ella piedra sobre piedra.” Mt 24: 1-2.
En Marcos también deja claro el destino de la ciudad: “Al
salir del templo, le dijo uno de sus discípulos: Maestro, mira que piedras, y
qué fábrica tan asombrosa. Jesús le dio por respuesta: ¿Ves todos esos
magníficos edificios? Pues serán de tal modo destruidos, que no quedará piedra
sobre piedra.”, Mc 13: 1-2
Y finalmente Lucas da cuenta de la profecía: “Como
algunos de sus discípulos dijesen del templo que estaba fabricado de hermosas
piedras, y adornado de ricos dones, replicó: Días vendrán en que todo esto que
veis será destruido de tal suerte que no quedará piedra sobre piedra, que no
sea demolida” Lc 21: 5-6
Acaso Silvagni conoció la profecía bíblica, y tras leer
las pavorosas narraciones de Flavio Josefo pudo imaginarse una escena dantesca
general: la guerra total de aniquilamiento y destrucción de Judea. Los segundos
planos de la pintura bien podrían ser una narración gráfica de los horrores
presenciados por Flavio Josefo: “Degollaron a todos aquellos con los que se
toparon, taponaron con sus cadáveres las estrechas calles e inundaron de sangre
toda la ciudad, de modo que muchos incendios fueron también apagados por esta
carnicería.”
Tal vez Silvagni representó las torres del palacio de
Herodes en la composición, justo atrás de la figura femenina del lado
izquierdo, en el que se observa un enorme zoclo sobre el que descansan dos
construcciones, que bien podrían ser la torre Hipicus y la torre Mariamme, que
se detallan como gemelas en la literatura jerosolimitana. Y ya del lado
derecho, el asalto final al templo, que se saldó en parte con el expolio de los
objetos reales que allí se guardaban: el Arca de la Alianza, el Urim y el
Thumim, el óleo y el fuego sagrados, los Diez Mandamientos, la fuente de maná y
la vara de Aarón. Silvagni incorpora varios elementos del tema en comento: por
un lado, ilustra el expolio del Templo de Jerusalén, la toma del candelabro de
siete brazos, o menorá, inmortalizado en el Arco Triunfal de Tito, completado
en Roma en el año 82.
El cuerpo del militante judío no podía mostrar sangre ya
que aquello iba en contra del decoro y la contención que debían ser propias de
las figuras representadas en el arte. Él sirve como demostración del
conocimiento de la anatomía humana. Se observa un estudio en escorzo de la
musculatura y de la tensión de la misma, especialmente en la pierna izquierda,
que forma una línea diagonal muy baja.
Las piezas de Kaulbach, Roberts y Silvagni podrían demostrar
que entre 1845 y 1850 hubo un auge del tema hierosolimitano en el arte de
Europa Occidental, situación que bien valdría una investigación más profunda en
el futuro. No obstante, se sabe que entre 1840 y 1850 la ciudad fue objeto de
mayor atención por parte de los europeos. Tras un breve lapso de dominio
egipcio, acaecido entre 1831 y 1841, la ciudad de Jerusalén volvió a manos
otomanas. Tras una década como territorio vedado, los peregrinos retornaron a
la ciudad, y judíos de otras partes del imperio se asentaron en ella. Asimismo,
con ellos llegaron autores y observadores internacionales que tomaron interés
por los asuntos de la sagrada ciudad, lo que generó una importante cantidad de
publicaciones sobre ella en Occidente. De la misma manera el tema sobre el
estatus de las diferentes poblaciones étnico- religiosas en la ciudad y en
Palestina fue objeto de atención por la prensa internacional y por las legiones
de orientalistas que hacían carrera en el Medio Oriente. Empero, un estudio
sobre el auge de Jerusalén a mediados del siglo XIX y su reflejo en el arte
todavía aguarda su realización.
Giovanni Silvagni no soslayó el componente religioso de
los nativos derrotados en la pintura que nos ocupa. En la parte inferior de la
pieza, en medio de todo, cae un colgante del cuello del miliciano, en el que se
plasma una Estrella de David, y debajo de ella tal vez se pueda leer “shaddai”, en hebreo. Dicha palabra es
uno de los nombres de Dios. La Enciclopedia Judía afirma que Shaddai se usa como nombre del creador supremo
en el Libro de Job. Comúnmente se interpreta como “El
Todopoderoso”. La raíz de la palabra, no obstante, daría otra traducción: “el
devastador” o “el destructor”.[5]
1.- Cfr. Inmaculada Rodríguez Moya, El retrato en México, 1781-1867: héroes, ciudadanos y
emperadores para una nueva nación, Sevilla,
Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Escuela de Estudios
Hispano-Americanos, Universidad de Sevilla, Diputación de Sevilla, 2006, pp.
126-127.
2.- Elisa García Barragán, El pintor Juan Cordero: los días y las obras, México, UNAM, 1984, p. 25.
3.- Marco Antonio Silva Barón, “Un método de análisis
historiográfico aplicado a tres historiadores del arte en México”, Tesis,
inédita, Universidad Nacional Autónoma de México, 2007, pp. 30-32.
4.- Inmaculada Rodríguez Moya, Ibidem.
5.- Jewish Encyclopedia. “Names of God”, http://jewishencyclopedia.com/articles/11305-names-of- god#anchor5. Accesada el 04/09/13.
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