EL ARTE ROMÁNICO
Frontal de altar de la iglesia de
San Martín de Puigbó, Gerona, Museo episcopal de Vic
El Arte Románico adornó los altares con decoración
escultórica, pero también lo hizo con pintura. Era el tercer lugar donde las
representaciones pictóricas iban a tener asiento como exaltación de la
sacralidad que se le había otorgado.
Ya nos hemos referido a la mesa del altar como una
losa sostenida por pilares o columnas de diferente decoración y número.
Habíamos señalado que la parte delantera o antipendium, si existía,
podía estar esculpida en piedra o con una tabla de madera pintada. También era
posible que todo el altar estuviese cerrado como una caja recubierta de
tableros con pinturas ornamentales cubriendo toda la superficie. Cuando los
documentos se refieren a esa situación hablan de tabula, en algunos se
precisa más y se dice tabula ante altare.
Esos frontales de madera pintada eran suntuosos,
con una rica decoración de vivos colores que invitaba a la reflexión de los
temas evangélicos que exhibía, a la vez que llenaba de emocionado colorido la
visión de los fieles que los contemplaba frontalmente. Podía aumentar la
sensación de monumentalidad si se instalaba bajo un baldaquino que lo acogiera
en su abierta atmósfera interior.
No han sido estas tablas piezas que se hayan conservado
en gran número, por la remoción de su lugar primigenio, por la voracidad humana
o por la facilidad de desaparición en modificaciones tanto del altar como de la
propia iglesia. Cataluña ha guardado en sus museos algunas de estas insignes
obras para emoción y atención de lo perdido.
No eran de gran magnitud, dada la altura y longitud
del altar, por lo que estaban constituidas a la medida humana. No así los
baldaquinos que las acogían por la altura considerable que alcanzaron. Los
temas de las piezas que conservamos no difieren mucho del resto de la pintura,
tanto mural como absidal, así como la formación de la paleta de colores que
está en las mismas tonalidades cromáticas que la pintura general.
Existen hermosas representaciones de la Maiestas
Domino acompañada por apostolados, como la tabla de una iglesia de la diócesis
de Urgell que se guarda en el Museo Nacional de Arte de Cataluña. Otras hablan
del suplicio de las almas, de San Miguel pesándolas y rescatando fieles, de la
Virgen en mandorla con episodios de mártires y apostolados con escenas de la
vida de Jesús, de la Anunciación, Visitación, Natividad y Epifanía, en un tono
intimista debido al tamaño de las tablas y su reparto en pequeñas figuras, pero
siempre con los temas clásicos de formación e información a los fieles que
contemplaban de frente las obras, y como complemento no sólo del resto de la
pintura del edificio, sino de la iconografía general del Arte Románico.
Era un arte suplementario que por instalarse sobre
tabla mantenía un colorido más vivo por la distinta calidad de recepción del
soporte y por las mejores posibilidades de lucir las cualidades del artista al
poder ser pintadas en dimensión humana, más de pequeña factura que de grandes
dimensiones, no en condiciones incómodas de realización y con graves
dificultades de ir contemplando el trabajo general según si iba realizando.
Por ello resultan más atractivas, aparte de
considerarlas volumétricamente como cuadros de cualquier exposición moderna y
poder ser contempladas a la altura de la vista sin la incomodidad de elevar la
mirada hacia el cielo. Aunque pierden la espectacularidad del gran tamaño de
las anteriores, pero ganan en canon humano al estar resueltas de diferente
modo.
Forman las tablas de los altares un capítulo muy
atractivo y diferenciado dentro de la pintura románica, no sólo por el colorido
espectacular de la sobria paleta de colores, que aun manteniendo los mismos
pocos tonos que las anteriores se definen más acentuados de rojos y amarillos,
lo que perfila un contraste mayor de las figuras y de todos los elementos de la
tabla, como las orlas de los bordes.
Por otra parte, la disposición rectangular del
soporte hace que las historias se agrupen del mismo modo. Se llenará el centro
con la figura de Cristo, la Virgen o la representación que interese, para a
continuación ir situando en los lados espacios rectangulares de menor o mayor
amplitud, pero distribuidos en pisos con las escenas que se tratan de relatar y
comunicar. De ese modo se tiene la impresión de que lo que se está contemplando
es un panel de cuadrículas que hay que intentar leer de izquierda a derecha o
de arriba abajo para comprender el sentido general de la obra, como si de un
gran retablo barroco se tratase.
Estos altares románicos llegaron a tener un tablero
trasero colgado que se denominaban tabula
retro altaris, que significaba tabla
de detrás del altar, que después desembocó en los retablos de
las iglesias de las artes posteriores, con la misma manera de exhibir en
cuadrículas que tuvieron los primeros altares románicos.
Son por tanto las tablas de los altares románicos
hermosas piezas cargadas de emoción y colorido que debían aumentar todavía más
la decoración del núcleo espiritual del templo que se habían encargado de
aislar y señalar convenientemente la arquitectura y la escultura.
Es la pintura la encargada de cerrar esta crónica
medieval en la consideración de ser la faceta que más tardíamente se incorpora
a las iglesias, pero en atención a que cuando llega se integra perfectamente en
la idiosincrasia del Arte Románico con la aportación de representaciones
excelsas de iconografía en soporte plano y cóncavo, con cotas de belleza que
todavía sorprenden a los visitantes que tienen ocasión de contemplarlas en los
museos que las exhiben.
CAUSAS DE SU
APARICIÓN
El Arte Románico arranca de la necesidad del alma,
de la fe cristiana que pone en movimiento la formación de uno de las más
interesantes facetas artísticas de la humanidad, la que representa la unión de
la fe y sus consecuencias en la historia del arte.
Pero no nace sólo del sentimiento religioso de los
siglos medievales, sino también de la exigencia de una población ávida de
recintos religiosos donde celebrar los ritos del culto cristiano y sobre todo
de proporcionar un digno habitáculo a la función litúrgica en una demografía
explosiva a partir del año 1000.
No había descuidado el mundo occidental la creación
de templos y monasterios en la Alta Edad Media, pero no eran suficientes para
la época de nuevas seguridades que ahora se vivía, del asentamiento de los
estados europeos lejos de las invasiones de los pueblos bárbaros y sobre todo
bajo la realidad de una población en expansión.
Carlomagno no fue un emperador al que se le
pueda achacar falta de fe constructiva.
Su pensamiento de volver a crear el Sacro
Imperio Romano lo caracterizará como un gran monarca religioso, que fue
coronado Emperador en Roma por el Papa, aunque la ceremonia hubiera tenido un
cierto tinte de arreglo de cuentas agradecidas con el pontífice. No es que no
lo mereciera, sino que hubo circunstancias que favorecieron tal evento.
Pero ello no obstaba para que su reinado estuviera
pletórico de un “revival” de la fe, con creación de numerosos
monasterios e iglesias que el Códice Calixtino santifica ofreciéndole la Gloria
en disputa con el demonio que, dado que siempre hacía trampas para llevarse el
alma del moribundo en las luchas con San Miguel, describe dicho códice a las
maderas de las iglesias, que el bueno del emperador había construido, como los
elementos que pesaron en la balanza para salvar su alma.
Si eso no fuera poco, debemos contar con las
crónicas medievales que certifican la masiva construcción de iglesias en los
principios del año 1000, que puede explicar el crecimiento inusitado del Arte
Románico como una fuerza imparable, cuyos ingredientes fundamentales eran el
pietismo religioso y la necesidad funcional de edificios, en un matrimonio que
refrendaba el aumento demográfico de la época después de haber superado los
terrores milenarios, si los hubiere. Es el monje Raúl Gabler quien en el año
1003 relata: “Como se aproximara el tercer año después del año 1000, se vio
en casi toda la tierra, pero sobre todo en Italia y Galia, la renovación de las
basílicas de las iglesias; aunque la mayor parte no tuvieran ninguna necesidad,
porque estaban muy bien construidas, un deseo de emulación llevó a cada
comunidad cristiana a tener la suya más suntuosa que la de los otros. Era como
si el mundo se hubiera sacudido y despojándose de su vetustez, se hubiera
revestido por todas partes de un albo manto de iglesias. Entonces, casi todas
las iglesias de sedes episcopales, los santuarios monásticos dedicados a
diversos santos, e incluso los pequeños oratorios de las villas, fueron
reconstruidos por los fieles de una forma más bella”.
Es ahora cuando una inmensa pléyade de santos
medievales, que estaban mal atendidos en cuevas y diminutas ermitas, va a tener
un magnífico acomodo en los altares de estas nuevas iglesias. La ingeniería de
la época, junto con la habilidad de los artesanos, se va a poner al servicio
del alma, pero también de las comunidades que soliciten sus servicios para la
transformación de sus lugares de oración.
Imagen de Maiestas Domini de San Clemente de
Tahull |
Todos van a formar parte de la empresa
socio-económica que supondrá la construcción de nuevos templos, porque a todos
beneficiaba tal concurso, ya que aparte de ser un bien religioso, lo era
también económico, pues se elaboraban presupuestos, existían gastos, nóminas,
balances, etc., que no sólo favorecían a los constructores, sino también a las
personas del entorno, de la aldea, de la villa, debido a que una obra pública
de tal característica había de tener repercusión en el medio en que se
realizaba.
Como sucedió con las iglesias del Camino de
Santiago, que lo recorrían los peregrinos con los pies, pero lo hacían los
canteros, escultores y albañiles con las manos, a la vez que los maestros de
obras con los planos bajo el brazo.
Será, en consecuencia, un arte de multitudes porque
así lo demandaban unos y otros, pero también de las necesidades monasteriales,
que aumentaban con la misma rapidez que las comunidades a las que servían.
No se constituirá en un arte de elites de museos
que concibieran la interpretación del edificio como un ejercicio de
desarrolladas intelectualidades. Primero tenía que servir a una comunidad, ser
funcional y segura la obra, además de demostrar una estética adecuada, según
los más elementales principios vitruvianos de una buena construcción.
La decoración que en ella se instaló no siempre
estuvo bien comprendida por todo el mundo, en especial por el pueblo llano que
muchas veces carecía de instrucción suficiente para entender ciertas figuras
que allí aparecían. Pero en lo esencial el edificio era reconocido como la Casa
de Dios, elemento de valor suficiente para quienes lo construían y lo
utilizaban.
La mayoría de los conceptos teológicos también eran
conocidos por los fieles. Se explicaban a diario y dominicalmente en las
homilías del oficiante, ya que el Arte Románico, aunque tiene mucho de oscuro
en algunas acepciones, no es totalmente críptico e inalcanzable para la
población. Cierto que había recónditos significados que la mayoría de la
población no lograba “leer” perfectamente, pero sí “entender”
con más o menos precisión.
MODOS
ESTUDIOS Y MANERAS
El Arte Románico es uno de los más preclaros hijos
del año 1000, aunque con un antes muy corto con respecto al siglo, pues su
aparición se cifra en torno al año 950, y un después muy dilatado, si
consideramos su finalización en la mitad del siglo XIII.
Su presencia en la cristiandad recordará al templo
de Jerusalén en la justificación de la salmodia hierosolimitana que inmortaliza
el salmo 25: “Amo la morada de tu casa / el lugar de asiento de tu gloria”.
No dejará dudas la función del edificio porque su
esencia estará basada en las funciones teológicas y teofánicas que han
perdurado a través de los siglos, con la misma relación de identidad que
conservan en la actualidad los templos cristianos actuales. Frente a otras
edificaciones de la época medieval que ya carecen de la función para la que
fueron creadas, como los castillos o las palacios barrocos, las iglesias
románicas mantienen el rango de museos vivientes, útiles y funcionales, y no de
elementos culturales fosilizados como los citados anteriormente.
La presencia de esas edificaciones entre nosotros
es la mejor prueba de un modus vivendi, aunque mejor cabría decir de un
modus orandi, pues estaban hechas para el oficio litúrgico que ha venido
siendo desempeñado ininterrumpidamente desde su construcción como templos.
Malo fue el ejemplo de los primeros historiadores
del Arte Románico que concibieron los edificios sólo con parámetros de
clasificación arquitectónica, geográfica y regional, desatendiendo las otras
circunstancias que concurrían en las obras. Porque un edificio lo constituyen
no sólo las piedras que lo sustentan, sino las condiciones sociales que lo
motivaron. Sin la consideración de estas circunstancias no habrá conclusiones
certeras sobre su origen, función y desarrollo.
Esa tendencia de aislar las iglesias de su contexto
pronto fue corregida, aceptando la crítica moderna que una obra de arte es algo
más complejo que sus coordenadas estilísticas y comparativas, porque el
reduccionismo no provoca más que la asfixia del propio arte que trata de
defender. Toda función de monocultivo es siempre empobrecedora, de ahí que las
expresiones de modus vivendi y modus orandi deban ser más propias
que las de modus construendi como algo más adecuado a los signos de los
tiempos, donde el cruce de datos de todo tipo se hace indispensable para el
mejor entendimiento de lo que tratamos de conocer.
Los ciento y pico de años de estudios sobre el Arte
Románico han determinado claramente muchas de sus particularidades, pero no han
agotado la vía de la investigación, que, si se había iniciado con la
catalogación de edificios en áreas geográficas y atribución de escuelas,
ha pasado a corregirse esa forma de estudio al conectar la obra con todos los
componentes sociales posibles de historia, religión, economía, etc. Se ha dado
un paso importante, quizás excesivamente peligroso, donde surgen difíciles
interpretaciones de tipo filosófico-doctrinal-teológico que pueden extraviar a
los neófitos en la materia.
A veces surge la duda de si los parámetros en los
que se debió desarrollar la obra son los que muestran los elevados estudios
modernos, pero no hay duda de que muchos de ellos se ajustan al sentido
racional de sus teorías, aunque otros sólo pueden alcanzar el estrato de
elucubraciones de mentes fantasiosas que, con pretendidas razones
intelectuales, sólo conforman textos más dignos de una novela que de un estudio
serio sobre el Arte Románico.
Campo abonado de esta afirmación son las peligrosas
interpretaciones que se hacen sobre los caracteres simbólicos de capiteles,
canecillos, portadas, inscripciones y todo tipo de posibilidades fantasiosas
que permita realizar juicios desquiciados sobre el significado de lo que se
pretende explicar, muchas veces fruto de la voluntad, más carentes de la
intelectualidad adecuada que de satisfactoria crítica histórica.
Por su distancia en el tiempo, y la carencia de
documentación, es el Arte Románico un campo abonado para todo tipo de
especulaciones, en una época donde el rigor es confundido con la habilidad de
la presentación de argumentos incompletos, fáciles para un público ávido de
novedades y acostumbrado a las formas literarias de la época medieval, donde
las novelas artúricas parecen tener presencia real en el mundo románico,
olvidando que la misma presencia del rey Arturo en la historia es una incógnita
y una aventura similar a la literatura desarrollada en torno a su figura.
En algunos casos las opiniones sobre modos y
circunstancias de elementos del Arte Románico nos recuerdan a las mismas
crónicas medievales, faltas de rigor por los intereses que convenían a quienes
las fabricaban. Pero es que la especulación no es fruto moderno de las bolsas
de valores, sino capacidad inherente a la condición humana, que unas veces
trastocaba la realidad por una pura conmoción de la fantasía, y otras por meros
intereses comerciales. De ello sabe mucho la Edad Media cuando creaba, retenía
o falsificaba las reliquias de los santos que le habían de dar pingües
beneficios a quienes explotaban su mercado.
LA UNIDAD
MEDIEVAL
El Arte Románico a causa de la cronología tan
dilatada que hemos propuesto (950-1250) produce una falsa sensación de excesiva
continuidad histórica en la comunidad y en el paisaje, de tal modo que los
reyes y los sucesos se enmarcan dentro de la “época del románico”, como
si abarcara toda la Edad Media con terminología semejante a la de la “época
del feudalismo”.
Es preciso comprender que el período de
dinamización románico se produce fundamentalmente en las dos primeras centurias
del segundo milenio, aunque la Edad Media se extienda todavía más allá en el
tiempo, pues al rebasar el año 1250 debemos considerar la época como del Arte
Gótico.
Lo que interesa aquí es entender las cronologías en
las que se produce la era románica por ser las delimitadoras del arte que nos
concierne.
En torno al año 1000 suceden cosas muy importantes
en el continente europeo, como por ejemplo la fundación de Cluny en el año 910,
el desgaje posterior y formación de la orden cisterciense en el 1098, la
invasión de Inglaterra por Guillermo el Conquistador y la batalla de Hastings
en 1066, la toma de Jerusalén por los cruzados en 1099. Fechas escuetas para
cifrar la cronología de hechos fundamentales del siglo XI, de plenitud
románica.
En torno a ese año 1000 se fragua y consolida la
unidad intelectual europea que tanto había buscado y afanado a Carlomagno. El
Arte Románico será la koinh (lengua única) artística de los pueblos
centroeuropeos que, con las lógicas diferencias habrán de tener un sentido
unitario en sus actuaciones intelectuales.
Un pasajero que atravesase la Europa medieval habría de encontrar menos diferencias en esa época que las que presentan las modernas naciones del continente. Aun hablando lenguas distintas, todavía existía el referente de la lengua latina como vehículo de información. La religión mantenía unidad de dirección aunque hubiese diferencias entre las escuelas teológicas de entonces. Los regímenes políticos se habían asentado como coronas y enfeudamientos.
Las aldeas, villas y ciudades mantenían similitud
en su realidad campesina y de escasa población urbana. Las iglesias románicas
en las que rezaban no diferían mucho de unas regiones a otras. Allá donde se
encontrase representaban un mundo común para todos los que en ellas rezaban. La
función monástica era casi la misma en todas partes, estableciendo la
posibilidad de intercambiar monjes de las distintas nacionalidades sin que ello
fuera un gran contratiempo, ni para ellos ni para la comunidad. Debo recordar
aquí que el actual patrono de Europa es San Benito, el monje fundador de los
benedictinos que poblaron Europa unificando criterios con su Regla, dato
aglutinador que la modernidad le ha reconocido.
La gran presencia europea del monacato, ya muy
desarrollado en la época carolingia, habrá de tener como base importante la gran
abadía borgoñona de Cluny, fundada a principios del siglo X, que en su más
grande momento de expansión dominaría más de 2000 casas por todo el orbe
continental. Su hermana separada, la Orden del Cister, retomó más tarde la
importancia de esa dominación abacial siendo después relevada por otras
órdenes.
Fue tal la importancia del monacato en la vida
medieval que formó parte de la división tripartita de los estratos sociales que
el obispo de Laon Adalberón describe en la primera mitad del siglo XI. Dice: “Ternaria
es la Casa del Señor, de la que erróneamente se cree que es una: aquí sobre la
tierra unos oran (oratores), los otros luchan (bellatores) y otros más trabajan
(laboratores); estos tres son uno y no pueden ser divididos, de forma que sobre
la función de uno descansan las obras de los dos restantes y todos conceden su
ayuda a todos”.
Se consideró esta afirmación como la regulación del
mundo según un clásico esquema trinitario y teológico establecido por Dios que
debía superar la ambivalencia del mundo laico y profano. Pero la realidad era
bien distinta.
El poder seguía en manos de la monarquía y la
iglesia, que eran los bellatores y los oratores. La iglesia acumulaba
suficientes tierras y dinero para poder construir edificios y disputar el poder
al rey, que era ungido por el obispo o el Papa de turno. A veces esos dos
poderes terrenales fueron unidos en la posesión de rentas, otras se separaban
por conflictos de malos repartos en lo conseguido.
Es de ese modo como surgen las más insignes
personalidades de la Iglesia medieval, que no se comprende muy bien si lo que
ejercían era un obispado o un reinado, como son los casos del abad Suger en
Francia, del abad Oliba en Cataluña, o del arzobispo Gelmírez en Santiago.
Conviene recordar también que, gracias a donaciones y exenciones, es el momento
del inicio de lo que podría ser considerado como la formación de las primeras
multinacionales europeas, que fueron las órdenes religiosas de benedictinos y
cistercienses, para continuar después el modelo con las órdenes que los
sustituyeron y superaron en la conquista de almas y bienes.
Así representaban los monjes esa clase social de
oratores, que conjugaban con la acumulación de grandes excedentes de tierras,
extensiones, bienes inmuebles y dinero, aparte de la importancia de sus
intervenciones políticas, determinantes en la historia de la Edad Media y del
Arte Románico; porque éste es impensable que surgiera de los paupérrimos
laboratores, aunque sí de la confluencia de las tres clases mencionadas.
No era nada nuevo el depósito de numerario de
diferente procedencia para la construcción de las iglesias, pues ya en la época
de Carlomagno existía acumulación monacal, patrocinio real y nivel cultural que
sustentara el nuevo estilo.
Esa fue la base económica y constructiva de las
nuevas iglesias, aquellas que el monje Gabler describía como un “manto
blanco”.
HERENCIAS Y
REALIDADES
El Arte Románico es el gran estilo europeo después
del decaimiento del arte de Roma tras el paso por la pobreza artística del
mundo tardorromano, que la romanización nos legó en su lenta desaparición, no
tan violenta como algunos historiadores supusieron, pero sí con ralentización
de su presencia en el amplio mundo que había conquistado.
Los modos arquitectónicos y escultóricos del Arte
Románico dejan patente la importancia del arte clásico romano en las nuevas
formas que están naciendo. No podemos hablar de la invención de la planta
basilical en el Arte Románico, porque ya estaba presente en el mundo romano con
edificios de esa traza en obras civiles; ni la conformación de los muros a soga
y tizón, porque era la forma común del mundo clásico; ni de una nueva
estatuaria, porque las propias ruinas romanas y los sarcófagos paleocristianos
fueron origen de inspiración de los nuevos artesanos, que habían de alcanzar su
máxima expresión en lo que se ha dado en llamar “Estilo 1200”, comprobable en
el Pórtico de la Gloria y cuyas herencias clásicas son evidentes.
Cuando hablamos de canecillos, metopas, sofitos hay
que recordar que todo ello ya aparecía en los entablamentos de los templos
griegos y romanos. Si nos referimos a la decoración de los capiteles hay que
pensar que los de tipo vegetal se forman en el mundo románico bajo la base de
los corintios clásicos. Y así un cúmulo de herencias porque tanto en
arquitectura como en otras facetas de la vida “Ex nihilo nihil fecit” (de la
nada nada se hizo) que decían los latinos, y que nosotros interpretamos
modernamente como “No hay nada nuevo bajo el sol”.
Lo que sí puede certificar el Arte Románico
frente al Arte Clásico es su dilatada expansión geográfica sin haber
conquistado el territorio militarmente, porque miles de iglesias se
desparramaron a lo largo de todo el mundo cristiano conocido desde Lisboa a
Tierra Santa y desde Toledo hasta Escandinavia.
Quizás demuestra esta continuidad en el tiempo y en los campos la diferencia entre la imposición de los métodos de conquista militares y las conquistas de las ideas. Roma lo consiguió sólo a medias. El mundo románico en toda su perfección.
No es así de simplista la comparación general entre
lo romano y lo románico, pero sirve para mostrar el modo de vincular la
expansión del Arte Románico al de las ideas cristianas en el nacimiento de las
distintas nacionalidades del continente europeo.
Donde no hubo iglesias románicas fue porque no lo
permitió el poder militar y religioso, como sucedió en los territorios
musulmanes de la España medieval, que una vez liberados fueron dotados de
nuevos templos, pero ya del Arte Gótico, que era el que entonces florecía a
costa de desplazar al Arte Románico de la escena creativa y funcional. Tampoco
las ideas antirreligiosas y anticlericales del siglo XVIII hicieron desaparecer
todas las iglesias de los territorios revolucionarios, aunque de muchas de
ellas sólo hayan quedado las ruinas, que nos sirven para constatar su presencia
en el espacio y estudiar sus elementos.
Una vez que se realizan las primeras obras
románicas la avalancha es tal que el monje cronista medieval Raúl Gabler
lamenta tanta construcción de iglesias. Si bien la crítica no llega a condenar
lo que se está haciendo, sí que trata de aclarar que muchas de ellas no eran
necesarias puesto que ya existía obra eclesiástica.
Nos vale el documento para constatar la fuerza del
nuevo pietismo una vez rebasado el año 1000 y la potencia de una nueva sociedad
agrícola en expansión, cuyos dineros y explosiva demografía animaban a esas
construcciones, más como necesidad de reafirmar la propia identidad de aldea,
villa o comunidad cristiana, que de cobijo eclesiástico, lo que deja entrever
socialmente que la rivalidad fue también uno de los impulsos para levantar
mejores iglesias que las habitadas hasta entonces. Si no había liga de fútbol,
al menos se tenía el orgullo de construcciones que competían entre sí.
Parece como si el Arte Románico floreciese de las
cenizas de la sequía cultural que había sufrido Europa, aunque habría que
exceptuar la Europa de Carlomagno que representó el renacimiento de los valores
culturales y cristianos en los territorios que dominaba. Pero también es cierto
que los templos de la España de la Alta Edad Media debían ser insuficientes con
respecto a la nueva población emergente.
No se puede discutir la importancia, belleza y
armonía de los templos asturianos, visigodos y mozárabes, pero sí afirmar la
escasez de una nómina relativamente pequeña para un mundo de Reconquista, en
expansión de bienes y personas, pero sobre todo de ideas renovadoras.
Claro está que la Alta Edad Media representa ya un
avance considerable sobre el mundo tardorromano, pero no se había previsto la
rapidez con la que crecía la población, la mejora de las cosechas, la
acumulación de excedente y otros condicionantes que promocionarían la construcción
de nuevas iglesias, porque el arte es un elemento social incrustado en las
comunidades en las que se asienta, ligado a ellas de forma intelectual y
económica. Si no hay una economía que permita el arte, éste no se produce, o lo
hace con precariedad.
UN MUNDO EN
EXPANSIÓN
El Arte Románico fue favorecido en su expansión por
factores básicos del mundo social de entonces que llegaron a ser sus padrinos
sin haberse pedido padrinazgo, simplemente porque las cosas se desarrollaron
así en aquellos momentos.
El aumento de la demografía de la época medieval ha
tratado de ser explicado desde varios puntos de vista. Desde quienes opinan que
la amenaza apocalíptica del fin del mundo en el año 1000 y la continuidad de la
humanidad habían contribuido a una mayor procreación como fruto de una cierta
seguridad, a quienes opinan que un cambio climático provocó una gran mejoría de
las cosechas y la posibilidad de alimentar a nuevas bocas.
Lo cierto es que había más personas en el horizonte
de la vida. También es cierto que se acompañó de la roturación de nuevas
tierras de labradío y abandono de las ya agotadas, lo que suponía la reducción
del bosque feudal y la aproximación de los campesinos a las riquezas naturales,
lo que antes les había estaba vedado.
Los incipientes núcleos urbanos posibilitaron que
la creación del excedente que se estaba produciendo en el campo tuviera mercado
comprador entre los primeros burgueses que volvían a habitar las villas después
de las despoblaciones anteriores.
Es evidente que así debió ser ese mundo medieval en
auge, porque el aumento de población lleva indeclinablemente a que sus
necesidades de obras públicas sean cubiertas, si es que la economía lo
consiente. Si así no fuere se produce la miseria y la penuria más absoluta.
Pero existía un respaldo económico en esa sociedad
que consentía no sólo en enriquecer a las clases sociales que siempre lo han
hecho con la bonanza de las finanzas, sino respirar a los laboratores y emplear
parte de sus rentas en la construcción de las nuevas iglesias románicas. Las
necesidades culturales comenzaban a apremiar a gentes que creían ciertamente
que debían gastar algo de sus rentas si querían comprar el cielo.
De este modo comenzó la gran aventura constructiva,
a un ritmo tan acelerado que en esos años del Arte Románico se pueden
contabilizar más de 2000 edificios en la Cataluña peninsular, una cifra
superior en la actual Castilla y León, otros 1000 en Galicia, sin entrar en las
cifras de las restantes regiones españolas.
Fue enorme su impacto emocional y ambiental.
Encargos constructivos tan extensos no se volvieron a dar en la cristiandad, si
bien es cierto que aquí hay que comprender que las artes de los siglos
posteriores no necesitaron tantas iglesias porque estaban funcionado
perfectamente las románicas. Además, las comunidades ciudadanas sucesivas
podían ser mejor servidas con menos edificios, debido a la concentración de sus
habitantes, y no a la dispersión de villas y aldeas.
Será ese crecimiento una inmensa manifestación
artística, generalizada y diversa que sacude la Europa cristiana entre los
siglos X y XIII.
Inmediatamente ha de rebasar fronteras para adaptar
diferencias dentro de un estilo común, en el que el arquitecto está obligado a
construir de esa forma, no por intuición si no por sometimiento a las
peticiones que debía satisfacer si quería seguir trabajando, aunque la
creatividad le permitiese tanto a él como a escultores y pintores realizar
variantes de los modelos que se consideraban como primigenios.
Probaría ello que en ningún momento el Arte
Románico estuvo anquilosado, sino que fue evolucionando según la inventiva de
los artesanos que lo realizaban, pero dentro de un lenguaje común. El que
durase tanto en el tiempo puede deberse a los ritmos lentos de las sociedades
antiguas, que no fagocitaban tan aprisa las artes que creaban. No como en la
realidad actual cuyo sentido de la creatividad va unido directamente al
mercantilismo renovador del mundo moderno.
Por otra parte el triunfo del Arte Románico
significaba entonces la progresiva modernidad y europeización frente a las
culturas locales altomedievales que trataban de impedir tal progreso en
beneficio de un mundo antiguo, rancio, arcaizante y enquistado en una
resistencia inútil por planteamientos ya agotados. El rey Fernando I representa
en Castilla uno de esos ejemplo de la lucha para vencer la resistencia de sus
prelados y nobles a fin de poder introducir el Arte Románico en sus
territorios.
Tras la victoria aparecería la visión de un nuevo
mundo, físico e intelectual, donde tendrían mucho que ver las nuevas, pero
clásicas, cúpulas de poder: reyes, nobles abades, cabildos; pero poco el pueblo
llano, que sólo contribuiría con numerario a la construcción de sus propias
iglesias.
Unos decidían su construcción, otros lo hacían, y
sólo ellos, los laboratores, las llenaban a plenitud los domingos.
CIRCUNSTANCIAS
Y VARIACIONES DEL NOMBRE
"ARTE ROMÁNICO"
El Arte Románico como nombre genérico de una
expresión artística fue una acuñación moderna de finales del siglo XIX, que fue
el siglo de comienzos de los estudios de dicho arte en el mundo centroeuropeo,
fundamentalmente francés.
Surge la expresión como denominación fijada por el
arqueólogo normando Gerville, que entendía el significado como forma artística
que englobaba las artes desde la caída del Imperio Romano hasta el Arte Gótico,
comprendiendo en su extensión a todo el arte de la Alta Edad Media.
Con esos prolegómenos de falta de rigor tuvieron
que lidiar los primeros investigadores, que emprendieron en los finales del
siglo XIX y principios del XX sus indagaciones, que a su vez habrían de abundar
en nuevos errores, como los que suponían la creación de escuelas regionales y
el aglutinamiento de dependencias e influencias de los edificios menores en los
de mayor rango de la cercana zona geográfica en la que se levantaban, en una
especie de darvinismo arqueológico que devoró a esos primeros eruditos, pero
que estaba de acuerdo con el cientifismo biológico del momento.
Hoy, después de casi siglo y medio de estudio y
progreso en la materia, se ofrece una mejor clasificación del Arte Románico y
un mejor conocimiento de las realidades que lo llevaron hasta las cotas de
popularidad de las que disfruta.
Se restringe la extensión en el tiempo en
aproximadamente dos siglos y medio, desde finales del siglo X hasta mediados
del siglo XIII, con una distribución en su clasificación fijada más en las
novedades que va aportando la modificación del propio arte y no las geografías
que ocupa.
Se habla mejor de etapas que de edificios, aunque
las mismas estén basadas en los templos que las definen. Se acepta la
clasificación de Primer Arte Románico para la etapa más antigua y
primigenia. De Segundo Arte Románico ó Románico Pleno
para la etapa que le sigue cronológica y estilísticamente, y de Tercer
Arte Románico para indicar la finalización del estilo en el agotamiento
de sus formas con el paso a las novedades del Arte Gótico, aunque haya tenido
la última etapa variación de nombres, como los de Protogótico, Primer Gótico,
Cisterciense, de Inercia, en Descomposición, Tardorrománico y alguno otro más.
Hemos preferido nosotros la acuñación de “Tercer
Arte Románico” por la consecuencia numérica de los otros dos, y por la
sencillez de interpretar el conjunto exclusivamente desde los números y no
desde sus significaciones estilísticas.
La nominación de “Arte Románico” por Gerville
surgió de la clasificación que se había hecho de las lenguas románicas, es
decir, de aquellas lenguas que procedentes del latín conformaban el panorama de
las europeas. Por similitud de extensión, y fundamentalmente por parecer el
origen de las edificaciones de ascendente romano, al igual que con las lenguas,
se produjo la homologación de idioma y estilo en el mismo vocablo.
La juventud de los estudios del Arte Románico es lo
que le ha llevado a las grandes controversias de los iniciadores de esos
estudios y sus posteriores modificadores. Hoy en día las cosas están más
calmadas, y aunque no todos tiran en la misma dirección, hay acuerdos
fundamentales sobre lo básico en los conocimientos generales. Gracias a esas
polémicas y a la defensa que se hacía de lo heredado se logró detener la
ferocidad de las destrucciones del patrimonio románico a manos de los que lo
consideraban “arte bárbaro” hasta el siglo XIX.
Creo yo que la importancia que ha cobrado en
el mundo moderno está basada en las características propias de sus recias
formaciones, del asombro de su permanencia en el espacio y en el tiempo, de la
maravilla arquitectónica y escultórica que se logró con tan pocos medios, de la
localización geográfica en paisajes de ensueño, y de otras razones que se me
escapan.
Pero también por representar la época de la
formación de las nacionalidades europeas, de los primeros estados medievales,
de las diferencias regionales, donde a pesar de pertenecer a países distintos
se mantenía un lenguaje común, una misma forma de identidad, una unión cultural
que los hacía pertenecer a esa koinh de la que hemos hablado en
artículos anteriores.
Para el espectador actual el Arte Románico ofrece
aspectos de modernidad por mostrar orgullosamente la diferenciación nacional,
regional y local sin que por ello hubiera que luchar por demostrar esas
variaciones, sino sólo por el puro hecho de su existencia, en una especie de
globalización artística pacífica y tranquila, demostrada entonces por los
reinos europeos, en una interminable tolerancia de lo común, pero también de lo
diferente.
Vendría a responder a parámetros de integración de
lo local en lo comarcal, de lo regional en lo nacional, pero dentro de lo
supranacional sin que en ello hubiera agrias disputas de mejor y peor, de
potencia dominadora y de potencia dominada. Todos pertenecientes al mundo
universal del gran estilo románico.
ATRACCIÓN Y
DELEITE
El Arte Románico llama hoy poderosamente la
atención por el admirable canon de belleza y equilibrio que muestran sus
formas, teniendo en cuenta la escasez de medios de los que disponía para llegar
a resultados de tal armonía.
Hoy añadimos a ese equilibrio la belleza de los
paisajes donde instalaban sus construcciones: en hermosas y solitarias
geografías, en lo recóndito de valles silenciosos y apacibles, en atractivos
altozanos, o en las recónditas plazas de las villas.
Lo hacían buscando la funcionalidad que refiere la
Regla de San Benito, que demandaba que en un monasterio hubiera todo lo
necesario para que el monje no tuviera que salir a buscarlo y así no poner en
peligro su alma. Como dice mi buen amigo Ramón Molina, monje del monasterio
benedictino de San Salvador de Leyre en Navarra “... agua y soledad no
faltaban ...” refiriéndose a la fundación altomedieval de su cenobio.
La primera como elemento primordial de la vida, y
la segunda como búsqueda deseada para la práctica de la oración en el solaz de
la tranquilidad, lejos del bullicio de la civilización activa que distrajese la
norma de vida que se habían impuesto: la consecución en comunidad de la
Jerusalén celeste. Después habría que adecuar los edificios a las necesidades
de esa colectividad de hombres o mujeres que las habitarían con pobreza y
humildad, para comenzar su vida cenobítica en la precariedad de módulos
sencillos, pero funcionales que resistieran el paso del tiempo.
Hoy todavía nos sorprende que, a pesar del paso de
los siglos, podamos disfrutar de la atmósfera que los monjes gozaron cuando
decidieron la ubicación de sus templos; porque todavía están en pie los
edificios, y aunque algunos en ruinas otros realizan aún la función para la que
fueron creados hace cientos de años. Se debe añadir a tal situación la presencia
de un hábitat que apenas ha sido modificado: la naturaleza que acoge tan bellas
edificaciones. Allí sigue, perenne, atractiva, expresivamente viva la obra
medieval para disfrute de quien la visita.
La vida del hombre moderno está sometida a prisas, al ajetreo de un trabajo ferozmente competitivo y brutal que devora la capacidad humana de sosiego y comprensión. Todo camina tan aprisa que no hay tiempo para la reflexión, para el recreo tranquilo y apacible del legado de su propia historia. No es capaz de comprender más que el presente intentando afianzar el futuro en una vorágine que le hace perder la conciencia de su pasado. Por eso necesita de referentes que, sin despreciar el presente ni el futuro, le haga comprender el pasado, cuanto más remoto mejor.
Tengo la impresión que ese es uno de los éxitos del
atractivo del Arte Románico en la actualidad, el que pueda hacer comprender la
vida desde un punto de vista de mayor equilibrio, como el que tienen esos edificios
antiguos que a pesar de tener existencia en una civilización tan avanzada como
la nuestra siguen presentes para nuestro goce, pero sobre todo para mostrar el
camino de la historia y de lo poco que somos en el transcurrir de los tiempos.
Esta íntima asociación de atracción y deleite tiene
que ver mucho con el redescubrimiento de la naturaleza como bien del ser
humano, a modo de una segunda época romántica, de un renacimiento de los
valores naturales impulsados por el bienestar de la contemplación y el disfrute
de lo eterno. No diría yo que el éxito del Arte Románico esté emparejado con el
del turismo rural o el Camino de Santiago, pero no están en coordenadas
distintas, pues si uno de esos placenteros turistas o caminantes trata de
descansar incluirá en su alivio la visita de los alrededores del lugar, y con
toda seguridad encontrará una iglesia románica dispuesta para redondear su
jornada. Si llega al atardecer a un monasterio, le explican bien el monumento y
puede oír el canto gregoriano de Vísperas en el atardecer del día, habrá
completado la ecuación de atracción y deleite de la que estamos hablando.
Este profesor, que escribe después de 30 años de
trabajo de campo y de más de 250.000 kilómetros recorridos en busca de iglesias
románicas, sigue todavía emocionándose cuando vive personalmente las
coordenadas que señala para los demás. Puede aumentarse más la emoción al tener
la oportunidad de residir con una comunidad de monjes durante algún tiempo,
comprobando “in situ” una lección de historia inolvidable para mucho tiempo. En
una reciente estancia en el monasterio de Silos, dos entrañables amigos se
sorprendían, como neófitos que eran en esa vivencia, de que allí nadie se
metiera con nadie y de que existiera fraternidad en el trato, independientemente
de la idea política, religiosa o situación económica que se disfrutase.
Quizás sea ese el mundo que muestra el Arte
Románico y el de los monasterios, que sin cambiar valores eternos sobreviven
con toda su integridad humana, arqueológica y geográfica a los despropósitos de
la vida actual. Ojalá que este arte, u otro cualquiera, sirva para no perder de
vista el equilibrio necesario en el ser humano y no consentir la
rebarbarización del hombre.
Podemos constatar al menos que el Arte Románico ha
contribuido a ello en la medida de sus posibilidades con el esplendor de sus
edificios y sus localizaciones, que a todos nosotros solaza cuando alcanzamos
el disfrute de esas piedras milenarias.
LA ESPAÑA
DEL ARTE ROMÁNICO
El Arte Románico se asienta en una España perfectamente
encuadrada dentro de las tres categorías que Adalberón de Laon había
establecido para la sociedad a mediados del siglo XI.
En nuestro territorio peninsular había oratores,
bellatores y laboratores, según el pretendido esquema trinitario y
teológico que debían representar. Ninguna sociedad europea estaba mejor
definida que la española por esta división social necesitada de los tres
estamentos referidos, porque los tres habían de intervenir directamente en
nuestra Reconquista, pero también en la colectividad de la construcción de las
iglesias románicas.
El siglo X apenas tiene relación con el Arte
Románico. Es el de la expansión de la Reconquista asturiana por la cuenca del
Duero con el arte de repoblación como bandera de su quehacer artístico, basado
en el pietismo y la promoción áulica. La actividad románica estaría a punto de
comenzar en los condados catalanes a finales de ese siglo con la construcción
de los primeros edificios del Primer Arte Románico con la realización de muy
pocas y concisas obras.
La frontera con los musulmanes era muy flexible en
esas fechas del año 1000, sobre todo con la presencia de Almanzor a lo largo de
toda ella, arrasando Barcelona en el 985 y Santiago de Compostela en el 997. Su
muerte en el año 1002 procurará más estabilidad a los reinos cristianos de la
zona y la posibilidad de un mayor avance en la Reconquista.
En esos momentos la cultura española estaba en un
proceso de reconversión con un fuerte arraigo de las artes tradicionales:
asturianas, visigodas y mozárabes, que precedieron a la instalación del nuevo
arte, del Arte Románico.
Esa situación se acabará, con la llegada del siglo
XI de la mano del rey castellano Fernando I en sus reinos de Castilla y León.
Era el monarca heredero de la tradición ultra pirenaica que su padre, Sancho el
Mayor de Navarra, había iniciado que con una certera visión de la nueva
realidad, trataba de adherirse a la europeización de la cultura.
Los siglos XI y XII son fundamentales para nuestra
historia social y la del románico, porque con ellos finaliza la época oscura
con el comienzo del clarear de las estructuras medievales, de la recuperación
económica, del aumento demográfico, del renacer de las ciudades y de la vida
urbana con la aparición de burgueses y comerciantes, la presencia del trabajo
mercantil frente al agrícola, la aparición de los fueros y los derechos
individuales y colectivos frente a la servidumbre. Todo en semejantes
condiciones a lo que estaba sucediendo en Europa.
La política territorial dio un salto considerable
al ocurrir la disgregación de los estados cristianos y musulmanes después de la
muerte de Almanzor, con el comienzo de las luchas internas entre los árabes
hacia el año 1008 por dominar el Califato y la instauración de los reinos de
Taifas, cuya división administrativa, política y militar debilitó su posición
en la península dando lugar al comienzo del segundo gran impulso de la
Reconquista después de su comienzo en las tierras asturianas.
Rey fundamental del momento es Sancho III el Mayor
(1004-1035) de Navarra que hace avanzar grandemente los territorios en la zona
oriental de España incorporando a su reino los condados de Aragón, Sobrarbe,
Ribagorza y parte de la Rioja, para obtener más tarde por matrimonio el control
de la Castilla oriental. Su muerte provoca la dispersión de su reino, pero la
prefiguración de los reinos cristianos de entonces, los de Navarra, Aragón,
Castilla que ganarían mucho territorio en su expansión hacia el sur.
Su hijo Fernando I (1035-1065) hereda Castilla e
incorpora León, y es a la vez el introductor del Arte Románico. Su hermano
Ramiro I (1035-1063) iniciará la andadura del reino de Aragón. Su otro hijo
García Sánchez III (1035-1054) recibe el reino de Navarra, la Rioja, el oeste
de Castilla y el País Vasco.
En la zona catalana el conde Ramón Borrel de
Barcelona (992-1018) baja al Ebro y comienza el avance de los condados
catalanes hacia el sur, dejando atrás las seguras regiones pirenaicas. Es
precisamente en esos territorios donde va a dar comienzo la actividad
constructiva del Primer Arte Románico, con el abad Oliba como motor de las
grandes obras de Ripoll, Cuixá, Vic, Cardona. Todos edificios insignes que el
investigador Puig i Cadafalch refería como “edad de oro catalana”. Esas
construcciones primerizas se extendieron ligeramente por el oeste aragonés y
algunas por el territorio este de Navarra.
Alfonso VI (1072-1109), hijo de Fernando I, es el
gran monarca del Arte Románico porque en su tiempo tendrá lugar la entrada
definitiva de este arte europeo en los reinos cristianos. También será el gran
monarca territorial del siglo XI y comienzos del XII, ya que su dominio se
extenderá por casi media España física y la mayor parte de la cristiana.
La toma de Toledo en 1085 por el monarca castellano
marcará un hito, por recuperar la capital hiba del antiguo reino visigodo, y
porque la Reconquista se asentará definitivamente más allá del Duero, ahora en
la cuenca del Tajo.
Los reinados de sus sucesores habrían de aportar
algunas conquista más en ese franja del Tajo pero los avances no serán muy grandes,
aunque lo fueron culturalmente en el mecenazgo de la creación de abadías
cistercienses por parte de Alfonso VII (1126-1137), o el favorecimiento de la
introducción de artistas extranjeros por parte de Fernando II de León
(1137-1188), hijo de Alfonso VII.
PROMOTORES Y
MECENAS
El Arte Románico fue forjado por hombres de gran
talento, sabedores de su verdadera importancia histórica. Comprendían la
conciencia positiva de sus conductas. Fueron los impulsores de uno de los
grandes momentos culturales de Europa. Los hombres, como en la historia en
general, representaron el gran patrimonio del Arte Románico.
El Arte Románico es la gran obra de reyes, nobles,
papas, obispos, abades, como promotores de las obras; y de arquitectos,
escultores, pintores, albañiles, maestros de obras, artistas y artesanos,
pueblo llano, como realizadoras de las mismas.
El promotor o mecenas es el que imagina, el que
promueve o financia la obra de arte, dejando a los artistas la realización
práctica, en la consideración de que cualquier producción artística hay que
soñarla antes de enfrentarse a la complejidad de su materialización. Primero
deberá comprenderse la necesidad del edificio. Después habrá que soñar su forma,
porque cualquier construcción antes que fáctica es teórica, para después pasar
a ser administrativa como proyecto y realidad.
Las causas de la promoción eran diferentes en el
caso de los eclesiásticos y de los laicos, pero todas coincidían a la hora de formalizar
la obra. Los eclesiásticos formulaban la necesidad de la construcción y los
laicos sufragaban los gastos.
El pietismo áulico, necesitado del apoyo
eclesiástico, fue uno de los motivos principales a la hora de constituir nuevas
iglesias y monasterios. Los reyes asturianos de la reconquista radicaban sus
hazañas en la creencia del favorecimiento que la divinidad hacía de su trono.
Lo que en principio fue característica
circunstancial en el reino astur-leonés acabó siendo un modelo común histórico en
todos los reyes hispánicos que, unas veces necesitaban a los monjes y sus
monasterios para asentar y repoblar una zona reconquistada, y otras lo hacían
como remedo a la mala conciencia de bienes mal adquiridos, al modo de inversión
celestial procurando enterrarse en lugares santos como acercamiento a la gloria
de Dios después de los avatares del poder terrestre, que no siempre armonizaban
con las oraciones que una vez muertos encargaban a los monjes para la salvación
de sus almas.
El texto más comprensible de lo aportado se
encuentra en el testamento del piadoso vizconde catalán Vermudo que confiesa: “...
ser muy difícil estar exento de culpa quien se haya sublimado por riquezas o
por el poder secular ...”. Es por ello que para exonerar su conciencia de culpabilidades
acude al abad Oliba que le recomienda rehaga el patrimonio de la iglesia de San
Vicente de Cardona desperdigado por sus antepasados, y lo aumente con una
comunidad de canónigos y un abad. Así surgió una de las mejores iglesias del
Primer Arte Románico, ejemplo de catarsis y de edificación templaria.
Monarquías enteras se dedicaron a estos quehaceres de mezcla de religiosidad, poder real y nobiliario, premura escatológica ordenación del territorio, que de todos había en la creación de iglesias y monasterios. Si tuviéramos que hacer una relación áulica de los monarcas que participaron más activamente en estas labores, diríamos que fueron paladines de tales efectos constructivos: Alfonso II el Casto, Alfonso III el Magno, Ordoño II, Sancho el Mayor, Fernando I, Alfonso VI, Alfonso VII, Fernando II de León, para acabar esta sucinta nómina de monarcas promotores de las artes en los confines del Arte Románico.
Está claro que la parte eclesiástica tenía como
función promover la construcción de edificios, ya fuera desde el patrimonio
ajeno o desde el propio. Sea como fuere eran necesarios hombres que pudieran
llevar a cabo esta labor con conciencia y talento, pues si el dinero era
importante, aún lo era más la responsabilidad de quienes debían administrarlo.
La iglesia no siempre ha escogido bien a quienes
debieran guiar al rebaño, pero una cosa es el rebaño y otra el redil. Para ello
contó en la época del Arte Románico con grandes personalidades dispuestas a
promover, dirigir y realizar grandes obras. Como ejemplo de ello podemos citar
al abad Oliba que en Cataluña conecta con las novedades que procedían de
Borgoña e Italia. Acabará siendo abad de Ripoll, donde promueve una de sus
fases constructivas, después lo será de Sta Mª de Cuixá, y también obispo de
Vic. Su fuerte personalidad le hará introducir la reforma gregoriana en sus
dominios eclesiásticos, viajará con frecuencia a Roma y por Europa. Fruto de su
gran actividad serán las obras de Ripoll, Cuixá, Cardona. Vic, participando de
la edad de oro de construcciones catalanas del Primer Arte Románico que pobló
con gran densidad todo el territorio condal.
El arzobispo Gelmírez representó en el reino
occidental de Galicia el mismo impulso, mejor diría yo, que el obispo catalán.
Sus posibilidades y facultades emprendedoras le hicieron concebir su
arzobispado como un propio reinado, pues hacía y deshacía a su antojo en los
avatares de la política civil y eclesiástica en la Compostela de entonces.
Llegó a construir casi 60 iglesias, según la Historia Compostelana, a la que no
hay que seguir al pie de la letra por ser obra hagiográfica. Pero si es cierto
que aborda y consigue la total renovación de la cultura compostelana colocando
a Santiago como centro del mundo medieval, consiguiendo la casi finalización de
la catedral románica a la que dota de 72 canónigos. Ejemplo de promoción
eclesiástica y fe en el momento histórico que le vio vivir, se muestra como un
auténtico promotor y mecenas de la obra medieval compostelana.
Es conveniente acabar este artículo de promoción y
mecenazgo con el testamento que el obispo Bernward de Hildesheim redacta y que
informa de la polivalencia a la hora de crear edificios del Arte Románico: “...He
reflexionado durante mucho tiempo con qué construcción meritoria o mediante qué
suma de dinero yo podría ganar la gracia de Dios. Empecé a construir una nueva
iglesia y así he velado por la santa cristiandad
y he cumplido mi promesa de honrar y alabar el nombre de Dios...”.
ARTISTA Y ARTESANOS
El Arte Románico en su resolución práctica fue la
labor coordinada de artistas y artesanos, que en mutua colaboración y
aprendizaje llevaron a cabo las realidades medievales de las que ahora
disfrutamos.
Debemos entender por la denominación de artistas a
todos aquellos que proyectaron la arquitectura del edificio, a los escultores
que modelaron su escultura y a los pintores que cubrieron las paredes de sus
muros. No debemos dejar atrás en esta clasificación a los esmaltadores,
orfebres, copistas, iluminadores de libros y todos los que se ocuparon del
ornamento litúrgico, tan necesario y tan útil en la habilitación del culto
divino. Los artesanos vendrían a ser los trabajadores que sin una calificación
especial servirían de herramientas eficaces para que los primeros lograran sus
objetivos.
Todos vendrían a ser el último eslabón de la cadena
humana encargada de la construcción de las iglesias y monasterios que los
promotores y mecenas habían comenzado en el alborear de las obras.
Con ellos comparten la realización práctica de los
monumentos para mayor gloria de Dios, pero desde puntos de ocupación
diferentes. Mientras los primeros soñaban con la gloria eterna y la terrena por
medio de sus construcciones, los segundos carecían de relevancia social, sin importancia
personal, desarrollando su labor como un simple oficio, aunque en algunas
iglesias figuren sus nombres como recordatorio de lo realizado, excepción
comprobable en la catedral de Santiago, donde conocemos los nombres de casi
todos sus arquitectos y del nombre del gran maestro medieval de la escultura,
el Maestro Mateo, que figura en los dinteles del Pórtico de la Gloria. Pero
esta adscripción tan precisa de obra no es ni corriente ni común en la vida del
Arte Románico.
Pero el Arte Románico no es absolutamente anónimo,
aunque sí de difusa autoría. Resulta muy difícil adjudicar la dirección de obra
y la realización de la escultura que la acompaña debido a la poca importancia
que se otorgaba a quienes la realizaban, lo que no suele constar en las documentaciones
que se guardan y muy pocas veces en inscripciones en sillares y capiteles del
monumento.
Con todo hay algunos nombres, muy pocos con
respecto a la pléyade de artistas que contribuyeron con su esfuerzo a la
construcción de las iglesias. Entre los más conocidos podemos citar a los
maestros principales de la catedral de Santiago: Bernardo el Viejo, Rotberto,
Esteban. Mateo, sin llegar a tener noticia nominal de los escultores de las
distintas etapas constructivas, a las que hay que recurrir con nombres
ficticios como el de "Maestro de Platerías".
Certifican los documentos que el maestro Raimundo
de Monforte construyó la catedral de Lugo. Pedro Deustamben la colegiata de San
Isidoro de León. Raimundo Lombardo fue contratado para finalizar las obras de
la catedral de la Seo de Urgel. El pórtico de la iglesia porticada de Rebolledo
de la Torre en Palencia fue realizado por el maestro de Juan de Piasca. La
catedral de Santo Domingo de la Calzada es construida por el maestro Garsión.
Hay después una reducida nómina de maestros rurales
que son citados, ya sea por inscripciones en la misma obra o por documentación
al uso, pero tampoco son gran cosa si los comparamos con el inmenso número de
edificios que por ellos fueron levantados.
Cuando no conocemos el nombre del maestro en
concreto y necesitamos exaltar su obra, se recurre casi siempre a nombrarlo
conforme al lugar de ubicación de la obra que le ha dado renombre. Es así como
surgen los nombres del maestro de San Juan de la Peña, de los dos maestros de
Silos, del maestro de Platerías, del maestro de la Traición, o en su defecto
hablamos de talleres y estilemos dependientes de algún maestro principal para
poder cubrir la ignorancia que nos envuelve en el hallazgo de autorías.
Ciertamente es mucho, casi total, el
desconocimiento que poseemos de quién decidía la obra, a quién se le encargaba,
y en quién confiaba el maestro de obra para la realización de todos los
pormenores de la edificación. Resulta imposible hacer el seguimiento de
comienzo y finalización de una iglesia, porque tal efecto debería depender de
los imponderables de la condición humana, a saber, de la categoría de la obra,
de su presupuesto, del modo de obtener la cantidad precisada, del conocimiento
de los hombres que deberían desarrollarla, de la obra a la que se quería imitar
o se necesitaba, y de otras muchas causas.
En realidad todo un mundo que habría de ir variando
según se fuese construyendo a través de los años, y que como norma común
recibiría cambios a lo largo de su duración, lo que es posible observar en las
grandes edificaciones, donde la obra es acometida en tal longitud de tiempo que
fue precisa la colaboración de distintos arquitectos, que por norma general
actuaban con equipos diferentes de escultores. Es precisamente por esos cambios
en las estructuras y el diferente tipo de aplicación a la escultura por lo que
sabemos de las distintas etapas constructivas de la iglesia.
Si tuviéramos que aventurar los pasos que debieron
darse para la construcción de cualquier monumento eclesiástico podríamos
arriesgarnos a sistematizarlos en los siguientes:
- necesidad
espiritual de la creación de la iglesia o el monasterio
- soñar
la obra y adecuarla a la necesidad material
- búsqueda
de los promotores
- concreción
de la obra con un arquitecto de confianza y su equipo de escultores y
canteros
- desarrollo
de la construcción
- uso
y explotación de lo realizado
Conocemos el contrato que el rey Fernando II de
León otorga al Maestro Mateo para la finalización de las obras de la catedral
de Santiago, entre las que cabría esperar la realización del Pórtico de la
Gloria. Es una pieza única porque contempla la cantidad precisa, las
condiciones de la misma y la enorme estima que debería tener el rey en la fama
del artista al confiarle obra tan insigne, dice así:
Conviene a la regia majestad atender mejor a
aquellos que le son conocidos por mostrar obediencia fielmente, y especialmente
a aquellos que son notorios por dedicar sus servicios a los santuarios y
lugares de Dios. Por estas cosas yo, Fernando, rey de las Españas, por amor de
Dios, por quien reinan los reyes, y por la reverencia de Santiago, purísimo
patrón nuestro, como pensión, te doy y concedo a ti, maestro Mateo, que posees
la primacía y el magisterio de la obra del citado apóstol, cada año la
percepción de dos marcos a la semana, sobre mi mitad de moneda de Santiago, y
que lo que falte una semana sea suplido en la otra, de manera que esta
percepción te represente 100 morabetinos anuales. Esta pensión, este don, te
doy durante toda tu vida, para que siempre la tengas, y para la obra de
Santiago, y sea mejor para tu persona; y aquellos que vieran, velen y se
dediquen con afición a la citada obra. Fernando II de León a 23 de Febrero del
año 1168.
CLASIFICACIÓN
DEL ARTE ROMÁNICO
El Arte Románico cifra su gran importancia
patrimonial principalmente sobre la arquitectura de las iglesias construidas.
Cuando nos referimos a este arte medieval tratamos
de resumir toda su belleza y esplendor en la arquitectura de sus monumentos,
que acogen como cofre de plata la grandiosidad de su escultura y la sutileza de
sus pinturas, junto con la riqueza de las artes suntuarias: ropas, orfebrería,
vasos sagrados, candelabros, libros y todo tipo de útiles con los que formó el
conjunto del mundo románico.
Pero el proceso de innovación y crecimiento no se
desarrolló igual en los países que adoptaron sus formas. En Francia tuvo que
vencer el impulso carolingio, mientras en España fue necesario que se diluyeran
las artes prerrománicas que pugnaban por no dejar crecer al nuevo arte en la
península.
La complejidad del Arte Románico resulta de una
realidad unitaria en cuanto a contenidos y teorías historiográficas, con
manifestaciones diversificadas de formas, mundos y mentalidades que han de
producir ligeras diferencias en el estilo.
En torno a la primera mitad del siglo XI se logra
un lenguaje plástico ciertamente común en toda la geografía europea cristiana,
aunque ya entonces comenzaran a aflorar matices de diversificación en la
creación de los modelos que, según recibían los impulsos del estilo, actuaban
sobre ellos con la adopción íntegra de lo recibido o con la reinterpretación de
los mismos. Según estuvieran más cerca o más lejos de los centros creativos creadores
tardarían más o menos en reaccionar ante lo nuevo.
España recibió el Arte Románico a través de los
estímulos del exterior, ya fuera desde las zonas catalanas en el Primer Arte
Románico, o desde las francesas de la Borgoña en el Segundo Arte Románico, o
con origen en la zona de París para acoger el Tercer Arte Románico, porque no
era un arte autóctono, sino importado, y por consiguiente había que esperar
para poder después producir y reproducir conforme a los modelos que se
recibían.
España fue siempre un país periférico con respecto
a los centros creadores del Arte Románico, que al final había de arrasar con
las culturas y actitudes arqueológicas anteriores con una fuerza inusitada,
casi de obligada dictadura, que rompía con el aislamiento ibérico e irrumpía
con fuerza renovadora en las artes europeas.
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Pero ningún estilo artístico en la historia del
arte es homogéneo absolutamente ni monolítico en su composición. Siempre hay
estímulos que producen posibilidades de variación y modificaciones de las
normas aceptadas dentro de un lenguaje común.
Eso es lo que le sucedió al Arte Románico que, pese
a una floreciente irrupción en el mundo europeo, no tuvo más remedio que
admitir las variedades regionales y las lenguas artísticas dialectales que tan
amplia geografía aportaba, porque, comprendiendo los parámetros comunes de
belleza e iguales necesidades litúrgicas, las interpretaron de diferente forma.
Como había sucedido con las anteriores a la homologación obligatoria, por decreto,
del modo romano que destruyó y unificó todas en una sola forma.
El término Arte Románico no tiene el sentido
unitario que supone la denominación, que se creó como orientadora en una clara
intención pedagógica para no extraviar a los no profesionales y no dificultar
su acceso a la materia. Aunque tal aserto no se corresponda con la creatividad
cristiana europea desde los siglos X al XIII, y a pesar de mantener el estilo
sin profundas variaciones a lo largo de dos siglos y medio.
Las últimas investigaciones señalan y admiten tres
etapas con cronologías diferentes para poder clasificar el período al que
referimos.
El Primer Arte Románico comienza a
finales del siglo X, en torno al año 950 para finalizar en el segundo tercio
del siglo XI, en la fecha aproximada de 1075.
El Segundo Arte Románico ó Románico Pleno se
inicia en el tercer tercio del siglo XI y llega hasta el tercer tercio del
siglo XII.
El Tercer Arte Románico de Inercia, en
Descomposición, Tardorrománico, Cisterciense, Primer Gótico, Protogótico,
que con todos esos nombres se le reconoce, empieza en el tercer tercio del
siglo XII y finalizaría en el primer cuarto del siglo XIII.
Debe dejarse bien claro que estas cronologías
clasificatorias son las que se aportan para el Arte Románico español, que si
bien se ajustan con dificultad a las europeas van a diferir mucho más con
respecto a algunas regiones de la península donde llega con más lentitud, como
es el caso de Galicia, y para la que conviene alargar esos períodos
aproximadamente unos 50 años más en los casos del Segundo y Tercer Arte
Románico.
EL PRIMER ARTE
ROMÁNICO
El Primer Arte Románico nace con el resurgir de la
crisis europea de la segunda mitad del siglo X y con la consolidación de los
reinos cristianos estables.
El nombre de Primer Arte Románico fue creado por el
investigador catalán Puig i Cadafalch a principios de siglo. Trataba de
sustituir al común de “arte lombardo”, porque hacía relación al centro
de nacimiento de este arte, y no todo el mundo estaba de acuerdo en esa
denominación, por encadenar toda la creatividad a esa región del norte de
Italia.
En sus publicaciones, concreta, estudia y
sistematiza, con cronologías fijadas y con características técnicas propias,
una serie de edificios a lo largo de la geografía europea. Desde entonces se
consideró el nombre como válido y se aumentaron los estudios sobre esas obras.
En España será la primera arquitectura románica
peninsular. Comienza su andadura por los condados catalanes, libres de la
dominación musulmana, aunque debemos concretar que la autoctonía no nos
pertenece y que sólo heredamos formas extra peninsulares, mientras que en las
artes altomedievales que perdimos sí había creación propia.
Ese renacer territorial fue acompañado del
florecimiento de numerosos monasterios, con el gran padrinazgo del abad Oliba,
promotor de las obras insignes de Cuixá, Ripoll, Vic, Cardona; edificios de
grandes valores dentro de este Primer Arte Románico español.
En España la geografía se corresponde con el área
restringida de Cataluña, en menor medida en Aragón, la parte oriental de
Navarra y algunos edificios sueltos en la meseta castellana y en Galicia. Su
extensión por el continente estaría circunscrita fundamentalmente a la Europa
latina del norte de Italia, sur y oeste de Francia y oeste de Alemania.
Pero ¿cómo reconocer los edificios del Primer Arte
Románico?: Por sus elementos epidérmicos, murarios y, menos, por sus
interiores, distinguiéndose los pequeños edificios rurales de una nave de las
grandes edificaciones de más alto porte.
Son, en general, edificios sencillos, pequeños,
baratos en la construcción, repetidos de una forma seriada, lo que podría
restar importancia a la plástica de sus creaciones, que parecen seguir patrones
estandarizados sin excesiva creatividad.
De naves rectangulares con cubiertas de madera,
tendrían un solo ábside semicircular. Los mejores edificios presentarían
plantas basilicales con crucero y cimborrio, aportando desarrollos decorativos
de mucho mayor alcance que el ruralismo general inicial, como se puede
comprobar en la fotografía que se acompaña de la iglesia de San Vicente de
Cardona, considerada la perla del Primer Arte Románico español y uno de los
mejores edificios del estilo.
Las obras están caracterizadas por un tipo de aparejo
que hasta hace muy poco tiempo tenía la denominación de “aparejo lombardo”.
Se trata de piedras pequeñas, planas en muchos casos, cortadas a martillo, sin
traza igual y sin desbastar ni pulir. Surge su estructura como el desarrollo de
una arquitectura de tipo utilitario al calor de las construcciones civiles que
se podían encontrar en las edificaciones de las aldeas y villas del lugar.
Es un aparejo adecuado para la época en la que se
desarrolla, de fácil manejo por no requerir localizaciones de canteras lejanas
y costosas, popular porque está en sintonía con lo vernáculo del territorio, y
rápido porque no lleva mucho tiempo su construcción.
Será la solución ideal de una arquitectura que
comienza sin grandes pretensiones en las iglesias de las pequeñas localidades
cercanas al lago Como en Italia. Era impensable en aquellos momentos concebir
el avance monumental que después habían de alcanzar esos monumentos en el
Segundo Arte Románico.
Parece un sistema rústico, con técnicas
empobrecidas y de aspecto tosco. Pero por muy rústico que fuera siempre se
necesitaba una mano de obra adiestrada, aunque no excesivamente experta por lo
fácil del ensamblaje. Era algo más que una casa y menos que una catedral.
La tosquedad era sólo aparente pues hay que
considerar la decoración de los muros a base de arquillos ciegos en las partes
superiores, fajas verticales que proporcionaban espacios rectangulares en el
paramento, nichos superiores que proporcionaban a la iglesia un efecto de claro
oscuro, y una apariencia de buena plástica de gran volumen, con frisos
decorativos de dientes de sierra y de engranaje.
Todo ello haría que fuesen decoraciones que
perdurasen en el tiempo y en fábricas de mejor porte como perpetuación de un
gusto por ornamentaciones superadas pero que se resisten a perecer, como le
habría de suceder al arco de medio punto cuando aparece el apuntado.
Resultado de todo ello son esas iglesias que
todavía podemos contemplar por el este de España y por la Europa meridional y
central, construidas con una enorme fuerza armónica en sus planos verticales y
horizontales, ya sean grandes o pequeñas obras.
EL SEGUNDO
ARTE ROMÁNICO
El Segundo Arte Románico recibe también la
designación de Románico Pleno. El primer nombre indica un encadenamiento
numérico al anterior, y el segundo ratifica la importancia de un arte que es
precisamente en su segundo momento cuando alcanza la plenitud de sus formas, de
sus edificios ejemplares.
Ya avanzamos que su cronología se extendía desde el
tercer tercio del siglo XI hasta el tercer tercio del siglo XII, ocupando sólo
una centuria, si nos atenemos a las cronologías generales, pero haciendo
hincapié en la variabilidad según la zona de recepción de esas influencias.
Los primeros pasos del Segundo Arte Románico se
dieron en el sur de Francia, en la región de Borgoña. Desde allí se habría de
trasladar al resto de Europa con tal rapidez y fuerza que pareciera un vendaval
artístico que sacudió el continente entre esos dos siglos.
Los condicionamientos históricos en nuestro país
trataron de retrasar su asentamiento y expansión para no perder las artes
nacionales existentes, herederas de los monarcas godos, asturianos y monjes
mozárabes. Por otra parte, y por estar España enfrascada en la Reconquista,
sólo se pudo instalar en la mitad norte de la península, pues cuando se penetra
en la mitad sur es ya tiempo del Arte Gótico.
El cambio hacia el Románico Pleno vino precedido
del cambio de ideas, que ya había iniciado Sancho III el Mayor de Navarra y que
lleva a la práctica su hijo Fernando I en los reinos de Castilla y León,
conectando con los hombres que están forjando los nuevos destinos de Europa. Se
aumentan estos contactos con su hijo Alfonso VI que se casa varias veces con
princesas francesas y desposa a sus hijas con condes borgoñones.
Colabora también la curia a introducir esas
innovaciones, aleccionada desde las estancias vaticanas para aceptar los
cambios “per manu militari”. Lo que supuso sustituir la liturgia hispánica
(visigótico-mozárabe) por el rito gregoriano que estaba unificando Europa en
esa única forma, abortando así las posibilidades de desarrollo de las formas
litúrgicas nacionales, en nuestro caso de viejas tradiciones peninsulares.
Se afianza definitivamente el Segundo Arte Románico
en España bajo el reinado de Alfonso VI (1072-1109) con una presencia especial
en el Camino de Santiago. No se debe su entrada al propio Camino, sino al
empuje del nuevo arte, por lo que no conviene hablar del Románico del Camino de
Santiago sino del Románico en el Camino de Santiago pues hubiera entrado igual,
del mismo modo que los palacios barrocos se extendieron por la geografía
europea sin un camino premeditado, como sucedió también con los castillos
franceses del Loira.
El Camino de Santiago no define el fenómeno de
entrada de este arte, aunque sí colabora a ello con la presencia de prelados,
caballeros y pobladores francos, que introdujeron sus costumbres y asentaron
hábitos culturales centroeuropeos.
Lo importante del fenómeno de penetración es que funcionaba perfectamente el eje Roma-París (Borgoña) en la diseminación de la cultura europea, sustentada por la tradición monástica que asentaba la religión y sus necesidades funcionales allá donde se instalaban. Fueron los monjes eficaces colaboradores de los papas, y los reyes representantes del pietismo popular y nobiliario.
El monasterio era la única levadura de civilización
y cultura del momento. A sus nuevas necesidades y efectivos crecientes era
necesario responder con las pertinentes construcciones que acogiesen dignamente
a los hombres y a Dios.
Todo propiciará la llegada de una pléyade de
artistas y artesanos foráneos que van a cumplir con los encargos de poblar con
iglesias y cenobios la yerma tierra hispánica de la Reconquista. Será el
momento de grandes y pequeñas iglesias, colegiatas, catedrales, iglesias
abaciales, pequeños templos parroquiales; pero con una fisonomía distinta cada
una de ellas, acorde con sus necesidades y sus posibilidades económicas.
Las plantas ofrecerán los mismos prototipos que en
el arte anterior pero las cabeceras estarán más articuladas con uno, tres y
cinco ábsides de gran decoración, con ventanas de arco de medio punto que
llevan molduras, capiteles historiados, fustes monolíticos y basas áticas.
Los muros tendrán una articulación más solemne, con
puertas y portadas decoradas de hermosa escultura, a la vez que ventanas del
mismo tipo que los ábsides, que harán de su extendida forma una continuidad
dinámica con la presencia de numerosas y ricas decoraciones.
El crucero de la iglesia se verá coronado con
espléndidas torres y cimborrios que proporcionarán a las iglesias estructuras
más esbeltas.
Las fachadas crecerán en importancia con respecto
al estilo anterior. Ahora se verán recubiertas por una escultura significativa
que añadirá programación teológica a la funcionalidad de su cometido.
El interior mostrará una magnífica monumentalidad
de amplias naves, altos pilares y columnas, presbiterios espaciosos. Todo con
una decoración majestuosa de capiteles y relieves que ya se había advertido en
las portadas exteriores.
En definitiva, poco que ver con el arte románico
anterior donde la bisoñez no había dejado crecer a las ideas. Es este Segundo
Arte Románico un fruto brillante y maduro de conceptos que se habían gestado con
mucha mayor humildad y escasez de medios en el período precedente.
EL TERCER ARTE
ROMÁNICO
El Tercer
Arte Románico posee multitud de nombres con los que se trata de delimitar los
distintos matices que querían destacar quienes los acuñaron.
Así
nacieron las denominaciones de Románico de Inercia, en Descomposición,
Tardorrománico, Cisterciense, Protogótico, Primer Gótico. Todos los nombres
tienen el propósito de alejar esta fase artística de la anterior, en la que la
expansión había consolidado el estilo en sus mejores facetas, mientras que
ahora se pretende demostrar la variación respecto de lo ejecutado y la
desviación o convivencia con las nuevas formas de hacer, en una cronología que
abarcaría el tercer tercio del siglo XII y el primer cuarto del siglo XIII. En
Galicia la penetración será más lenta: hacia el último cuarto del siglo XII y
se extenderá más allá de la mitad del siglo XIII.
Las
nuevas denominaciones estarían en función de hacia qué momento del arte se
inclinaba lo realizado. Si los autores consideraban que era hacia el románico
aplicarían los términos del estilo principal, pero si consideraban que la
tendencia dominante era hacia el nuevo arte acumularían epítetos que hiciesen
relación al Arte Gótico.
Sea como
fuere, son formas inerciales del arte románico unidas a las nuevas ideas
artísticas que estaban surgiendo en la región parisina, o como derivación
estilística de la zona borgoñona, con un cambio sustancial del léxico
constructivo y ornamental de finales del siglo XII, que ha de producir uno de
los más insignes estilos escultóricos, que los especialistas han dado en llamar
“Estilo 1200”.
Puede
considerarse centro inicial y principal productora de las nuevas tendencias la
zona de París, l’Île de France, para después extenderse con rapidez por
toda Europa.
Son obras de gran calidad, de enorme delicadeza y
hermosura, que se aplican sobre todo a la escultura, frente al ruralismo
hierático del Segundo Arte Románico, que asombraba por la severidad de gestos
dentro de lo florido de su arte escultórico.
El Arte Gótico nacerá sobre las ruinas del Tercer
Arte Románico con una clara diferenciación, sin ataduras que lo liguen a ese
pasado y con la libertad de modelos bien caracterizados como para entender que
es claramente una nueva forma de interpretar el arte.
El Tercer Arte Románico compartirá mesa y manteles
con su homólogo anterior y con el nuevo Arte Gótico, como responsable del final
de una época y ofreciendo dura resistencia a dejarse absorber totalmente por lo
nuevo, en un intento de hacer valer todo su andamiaje cultural.
Su presencia se notará en los edificios con arcos y bóvedas apuntadas, o de crucería con nervios, no ofreciendo mucha variación en las plantas, salvo las modificaciones propiciadas por la Orden del Cister que tendía a construir las capillas de la cabecera de forma rectangular.
En Galicia es el momento de la eclosión
constructiva. Prácticamente todas las iglesias denominadas como románicas
pertenecen a esta tercera fase del arte románico, con una amplia nómina de
entre 800 y 1000 edificaciones, en las que hay que reconocer el ruralismo de
sus modelos, salvo la mitad de una centena que muestran características y porte
de más rango.
Renglón aparte merece el apartado de las iglesias
cistercienses, en las que los caracteres de grandeza, amplitud y solemnidad las
sitúan entre las mejores del Tercer Arte Románico, no sólo de Galicia sino de
toda España.
Es norma común de la época que los primeros
estadios de la construcción de estas iglesias se hagan en la perfección del
arco de medio punto del Segundo Arte Románico, y a partir de un determinado
momento se cambie al arco apuntado en una simbiosis con lo anterior que sólo
despeja la llegada del Arte Gótico, donde ya no caben esos compañerismos
tardíos de un arte que estaba dejando paso a otro. Es por eso, por lo que
muchas veces el visitante tiene dudas de si la obra pertenece al Arte Románico
o al Arte Gótico.
Con su adjudicación al Tercer Arte Románico quedan
resueltos los problemas de identificación y encuadramiento..
LAS ESCUELAS
REGIONALES
El Arte Románico nace al estudio erudito en Francia
a finales del siglo XIX. Lo hace con una organización en categorías espaciales,
geográficas y de géneros, en el mismo orden y sentido que el darvinismo de la
época.
Surgen entonces escuelas relacionadas con regiones
geográficas e históricas. Eran lecciones parciales y restrictivas puramente
estructurales sin base en las motivaciones sociales del conjunto.
Debe comprenderse ese modo de actuar con la
indulgencia de reconocer como valioso el primer intento serio de estudio sobre
un arte casi desconocido, ejerciendo el método más cómodo de agrupación, debido
a la enorme nómina de edificios. Pero es necesario separar lo meritorio del
acometimiento del estudio de lo equivocado del sistema.
En esa fidelidad arqueológico-darvinista se
llegaron a proponer ocho escuelas para el Arte Románico francés. Clasificación
que duró mucho tiempo por la escasez y precariedad de los estudios, pero
también por lo hermético que resultaba el sistema, pues así eran los métodos
científicos de entonces, mostrando su impenetrabilidad y defensa a ultranza de
lo propuesto.
A las nuevas investigaciones y trabajos en contra
del reduccionismo se contestaba con la fabricación de nuevas escuelas y grupos
con sus respectivas conexiones. Quizás fue ese su mayor pecado, al no dar paso
a los jóvenes investigadores y enzarzarse en inútiles polémicas, como si el
Arte Románico fuera materia especulativa al modo del arte moderno, la política,
la filosofía, la pintura y la escultura del momento.
A principios del siglo XX surgió una fuerte
oposición a ese sistema clasificatorio. Era normal que así fuese, pues los
estudios avanzaban, y no siempre en la misma dirección que lo propuesto anteriormente.
Fueron vitales las opiniones de Crozet al respecto
al abrir los caminos de le interpretación individual de cada obra y el sentido
de imbricación en la idiosincrasia total del momento en que se construían.
Extractos de sus frases libraban los estudios del románico del corsé que le
habían impuesto. Referimos algunas de ellas en esta crónica. Hablaba de
"... voluntades creadoras ... hombres conocedores de su oficio de una
prodigiosa y fértil inventiva ...la diversidad impide todo intento de síntesis
sobre bases sólidas ... las contradicciones internas testimonian mucho más la
vitalidad de los movimientos creadores que la integración forzada de éstos en
capítulos de manuales ...".
No bastaba con señalar los límites geográficos de
las escuelas, sino que era preciso examinar todo lo diverso y sutil de los
monumentos que se pretendían analizar, comenzando por el estudio de la
religión, de las condiciones sociales, de todo lo que había sido necesario para
la construcción de la obra.
Se trataba de redimir el principal pecado de los
reduccionistas: la rigidez de un cómodo esquema pedagógico que enlazaba todos
los edificios como si fueran un cesto, con negación de su alma, de su propia
individualidad, sólo como idea arquitectónica, rechazando la creatividad y
laminando el ingenio de los maestros rurales con sus rústicas interpretaciones
que tantas diferencias aportaron al Arte Románico en general.
El momento más álgido y brillante de este tipo de
clasificación fue cuando se estableció la teoría de las Iglesias de
Peregrinación basándolo en las cinco iglesias que poseen elementos semejantes y
que se encuentran situadas en distintas Vías del Camino de Santiago, con
principal importancia de la catedral de Santiago. Era una teoría aristocrática
que actuaba como si el Camino de Santiago fueran las arterias y las iglesias el
fluido sanguíneo sin capacidad de salirse de su curso biológico.
Las iglesias de peregrinación eran los eslabones de
esa cadena preciosa que se había elaborado con oro y gemas brillantes, y que negaban
la realidad de creaciones ajustadas a modelos funcionales. Se omitirá mención
de otras muchas que no están en el Camino de Santiago y que participan de los
mismos elementos estructurales.
La teoría había nacido de la formulación literaria
de Bédier para las canciones de gesta. Todo era una visión ideal, artificiosa,
biológica, en una fraternidad mal entendida que llegó hasta nuestros días y
todavía tiene divulgación entre las gentes que pretenden darle a la historia
del arte el mismo sentido rutero que al Camino de Santiago. Las denominadas
Iglesias de Peregrinación no son la secreción del alma peregrina, sino la
adaptación funcional a las liturgias de la época.
Basar los estudios del Arte Románico sólo en
organizaciones espaciales y arquitectónicas falsea la realidad de la plástica
románica, porque no se puede someter todo lo conocido a un único modelo.
El empobrecimiento de esa idea era tan grande que
lógicamente tuvo una reacción contraria que anuló definitivamente el sistema
haciendo más ágiles los estudios sobre la materia . Se logró comprender el
edifico no sólo en su aspecto estructural, sino en toda su complejidad
religiosa, histórica y social que le acompañó a la hora de elevarse, y durante
toda su existencia, incluyendo los tiempos modernos.
Se perdía de vista con el viejo sistema que la obra
era el resultado firme y grave de esfuerzos religiosos y sociales, de empresas
solidarias de equipos de arquitectos, de decoradores, de artesanos y clérigos.
Se evidenciaba que la obra era historia documental, amplia, total, de la zona y
del momento.
EL MONASTERIO:
FUNDAMENTO Y DESARROLLO
El Arte Románico tuvo en los monasterios a los
mejores aliados del estilo, y a la vez, un especial desarrollo de vida religiosa.
El monasterio es un proyecto de servicio eclesiástico. San Benito lo declara
como “Domus Dei”, la casa de Dios. Semeja a la diáspora apostólica en la
divulgación de la fe, ya que se realiza por medio de la evangelización de
mundos nuevos, dentro de formulaciones puramente espirituales. Pero a la vez es
un proyecto funcional de infraestructura y acomodo.
Su construcción como realidad religiosa habrá de atender al espíritu de los
propios y de los ajenos. Deberá cuidar su espíritu material, pero también la
transmisión evangélica, el cuidado de la fe, que es lo que buscaban encontrar
los monjes en los lugares apartados donde querían fundar un mundo diferente al
que abandonaban.
El monasterio es un mundo cargado de espiritualidad, arte, economía, y poder.
Se convertirá en el dinamizador local de las atonías geográficas y sociales en
el mundo en que se instale, de redimensionarlas y potenciarlas. Consiguiendo el
beneficio económico de la zona se perpetuará la existencia del monasterio, pues
lo invertido debe dar rendimiento propio para tratar de ser autosuficiente,
como indica la Regla de San Benito.
Llegaron a ser verdaderos centros de poder, con repercusión en las sociedades
civiles donde se asentaban. Modificaban el hábitat de la comarca. Eran un elemento
fundamental en la interacción social del momento entre la monarquía, los
nobles, y el pueblo, con influencia en las esferas políticas a causa de la
realidad de las fundaciones y donaciones, las maniobras para mantenerlas y
mejorarlas, los logros económicos, la ansiada independencia eclesiástica con
respecto a los obispos y el Papa.
La relación de los cenobios con la nobleza casi siempre fue de buen
entendimiento, porque quien quiere crecer, debe buscar el amparo de quien puede
colaborar en su elevación, algo que fue bien entendido desde el principio por
los poderes eclesiásticos. Sin esa ayuda es difícil comprender el nivel que
alcanzaron.
Los beneficios podían venir a través de la colaboración directa de las
fundaciones o también de exenciones de impuestos, así como de la protección
jurídica y personal. Los monjes ofrecían oraciones por protección y amparo
económico. Los nobles lo concedían a cambio de oraciones y plegarias por sus
almas. Intercambiaban el cielo por la tierra en un pacto existencial de
subsistencia para poder perpetuarse sin dificultad. Fundan y dotan casas en
vida, pero también en mandas testamentarias que refieren los documentos como
“pro anima”, “pro salute anima”, siendo asilos en la vejez y panteón en la
muerte.
Pero gran parte del poder e influencia social directa estaba fundamentada en la
actividad y explotación agropecuaria, dinámica inherente a la colonización de
nuevas tierras, la mejora de los recursos existentes, roturación tierras
incultas y el aprovechamiento recursos hidráulicos.
El sistema de ocupación de las tierras venía otorgado por las propiedades de la
propia fundación del monasterio. Su explotación en principio correspondía a la
labor de los monjes en su sentido del trabajo y la oración como método de
salvación y de subsistencia de la comunidad. Con el tiempo, y por la abundancia
de los terrenos que se iban adquiriendo, permutando o comprando, fue necesario
servirse de otro tipo de mano de obra, e incluso arrendar parte de sus tierras
de labor. Había también terrenos en los campos cerrados por la tapia del
monasterio que proporcionaban los alimentos suficientes para la economía
doméstica, completada con establos, molinos, fraguas, talleres y todo tipo de
servicios necesarios para desarrollar la vida económica de la comunidad.
Existía
también dominio territorial sobre diversidad de tierras lejanas en las que
cultivaban viñas, recogían forraje, alimentaban ganado, curtían pieles en
batanes, molían harina. Todo lo que les proporcionara suficiente alimento si la
comunidad necesitara más de lo que la humilde huerta del monasterio pudiera
proporcionar. El sistema de control de esas propiedades alejadas se hacía
mediante prioratos o granjas regidas por monjes, que rendían puntuales cuentas
al cenobio al que pertenecían.
Lo cierto fue que gran parte de la vitalidad económica de los reinos cristianos
medievales estaba en manos de los monjes. Llegaron a ser auténticos imperios
económicos. Todo producía ingresos en un tipo de sociedad que rechazaba el lujo
y negaba el despilfarro en la clásica dicotomía de las órdenes monásticos donde
los individuos son pobres bajo voto, y la comunidad inmensamente rica. A
principios del siglo XIII la abadía francesa de Morimond llegó a poseer 1600
hectáreas, 700 bueyes y 2000 cerdos.
No todo fue economía y poder en los monasterios. También atendían las
necesidades religiosas y culturales propias y del entorno. Nadie puede negar la
labor asistencial a la fe que desarrollaron, ni la salvaguarda de los valores
culturales.
Aplicaron la cultura como una necesidad interior en el estudio de la filosofía,
la literatura o la teología, pero también cuidaron de que tuviera repercusión
en las escuelas que fundaban en sus cenobios para promoción de las gentes que
con ellos habitaban o se acercaban a sus monasterios. Fueron durante mucho
tiempo los únicos centros de enseñanza en muchos kilómetros cuadrados a la
redonda hasta la llegada de las universidades y las escuelas catedralicias,
enlazando con los tiempos modernos en la multitud de jóvenes que ingresaban
para recibir enseñanza, y que después de recibirla profesaban como oblatos o se
marchaban. Las obras de arquitectura, escultura o pintura que poseía el
monasterio fueron cauce de influencia y desarrollo de nuevas metas en las
regiones limítrofes.
Pero no todos los monasterios eran iguales. Los había grandes y pequeños,
poderosos y dependientes, con dispar influencia en la sociedad. No fueron lo
mismo Silos, Las Huelgas o Sahagún, que los innumerables, perdidos de nombre y
olvidados monasterios que dependían de ellos, como si de una explotación
agrícola más se tratase. La historia de los monasterios la conocemos por los
grandes, pero la gran existencia de los pequeños viene a refrendar la
importancia del movimiento. Nada que no sea parecido a lo que sucede hoy en día
con las entidades monacales..
Por los grandes es por los que podemos reconstruir la historia del monacato,
por sus documentos, por sus posesiones, por lo que ellos aportaron a la
historia, la cultura y la civilización a la que pertenecemos.
LA
ARQUITECTURA MONACAL
El Arte Románico gozó de su máximo esplendor en el
momento en que también lo hacían los monasterios, de ahí que muchas veces se
confunda al Arte Románico con el realizado en los monasterios, cuando la
realidad es que hubo muchas catedrales, canónicas e iglesias rurales que no
eran cenobios.
Hay que entender al monasterio como una agrupación
de edificios y construcciones destinados al uso religioso y común de quienes
los habitaban. Si se puede entender la arquitectura como un modo de vivir, la
monacal prueba perfectamente esa intención, ya que responde a las necesidades y
modos de quienes los promovieron y ocuparon, porque la arquitectura es la
expresión racional del espacio que se ocupa, en este caso eclesiástico y
monasterial.
Los monasterios eran los conjuntos más grandes de
las edificaciones medievales, salvando las distancias con los recintos de tipo
defensivo que debían acoger a las multitudes que lo necesitaran en los
determinados momentos de protección solicitada.
Los modelos arquitectónicos de los cenobios
mantenían unas formas muy repetidas hasta hoy en día, dado que las necesidades
de los monjes siguen siendo fundamentalmente las mismas, aunque con algunas
variantes según las órdenes y los cambios introducidos desde entonces.
Habrá en ellos, antes y ahora, mejor dotación de
las piezas más relevantes, lo que ahora se denominarían zonas nobles, como eran
la iglesia, el claustro y la sala capitular. En el resto se adecuarán los
espacios con respecto al planteamiento y los fines de pobreza y humildad,
frente al lujo y esplendor de lo exterior. Todo deberá indicar que se está en
un lugar de oración perpetua, en las condiciones espirituales dictadas por la
práctica del evangelio.
Logran en su construcción una planimetría de
magnífica distribución en la adecuación a lo propio y lo necesario. Superan
grandes dificultades que resultan evidentes, como lo son: el replanteo de los
cimientos, la proyección de los muros, la cubrición de los tejados el diseño de
las bóvedas, la coronación de las cornisas, el encuentro de los hastiales, etc.
La iglesia era la pieza clave que, por evidencia, debería
constituir el centro de su atención debido a las necesidades litúrgicas que en
ella se debían realizar. El lugar de más uso y frecuencia de reunión de la
comunidad. No siempre fue la primera construcción, pues a la arribada de los
monjes primaba el cobijo de los recién llegados, pero inmediatamente puestos a
la labor de construir el templo.
En su lado sur se instala el claustro, espacio
articulador de todas las dependencias del monasterio. Era de forma
cuadrangular, simétrica y ajardinada con cuatro pandas que permitieran la
circulación anular, a veces con un lavatorio en una esquina y pozo central. Fue
el lugar ideal de meditación, punto de encuentro, silencio y plegaria. Podía
haber más de uno con diferentes denominaciones según su uso: regular,
procesional, hospedería, enfermería, portería.
La sala capitular se situaba en la panda este del
claustro. Era utilizada para actividades de reunión oficial de la comunidad,
lugar de impartición normas por el abad, debates propicios de disciplina,
costumbres del momento, instrucciones espirituales y confesiones públicas.
Estaba cubierta por bóvedas y tenía acceso directo desde el claustro. Encima se
situaban parte de los dormitorios.
La sacristía era pequeña. Estaba cerca de la iglesia y pegada
al claustro. Era el lugar de vertimiento de los presbíteros y espacio donde se
guardaban los libros y objetos litúrgicos.
En la biblioteca se guardaban los
libros de instrucción. Tenía acceso restringido por peligrosidad de algunas
publicaciones tachadas de herejes y paganas,. Los filósofos de la antigüedad
daban mucho miedo a los monjes, y convenía una cierta preparación para poder
consultarlos.
El refectorio era donde comían los monjes. Era diferente para
los monjes y los conversos, así como el coro. Estaba situado en la panda sur
frente a la iglesia, entre las dependencias subsidiarias de la cocina y el
calefactorio. De espacios altos y abovedados, tenía que ser muy amplio para dar
cabida la gran cantidad de monjes que en algunos monasterios debía acoger. En
su alargamiento destacaba el púlpito del lector, al que se accedía por una
escalera embutida en el muro.
La cocina estaba comunicada con el refectorio de monjes y
con el de los conversos. De proporciones considerables, debería tener acceso
exterior para el avituallamiento. Los restos de las que quedan en pie muestran
unas enormes chimeneas interiores con un gran tiro vertical.
En el calefactorio se calentaban los
monjes. Existía como necesidad en la defensa contra los rigores del clima como
abrigo y secador de ropas húmedas, a la vez de lugar de aseos particulares,
como el corte del pelo y la barba.
El dormitorio estaba en la parte alta del edificio, sobre el
calefactorio, que hacía de calentador hipocáustico al modo romano. Muchos
monasterios conectaban el dormitorio con el transepto de la iglesia por una
puerta superior, que por una escalera de descenso alcanzaba el coro con
comodidad y fluidez.
La cilla eran los almacenes y zonas administrativas. Solía
estar situada en la panda oeste, con accesos al exterior para el
avituallamiento. También en esa panda podían estar la escuela de novicios, la
hospedería, los establos, etc, dependiendo del monasterio.
La arquitectura cisterciense realizó cambios de acuerdo con
los postulados de sencillez y pobreza que San Bernardo había inducido como
nuevas formas de arquitectura y vida. Las fábricas carecerían de ornamentación,
sin escultura ni pintura, con vidrieras incoloras. Alternarían la situación del
refectorio, que lo harían perpendicular al claustro, no como los benedictinos
benitos donde era longitudinal. Introducirían sistemáticamente el arco apuntado
y la bóveda de crucería, y la fuente en el claustro, delante del refectorio
como elemento de higiene.
LA
ARQUITECTURA
El Arte Románico se caracteriza por una
arquitectura distintiva con respecto a las otras artes existentes, con motivos
peculiares que fueron fruto del ensayo de formas que maduraron hasta
convertirse en realidad pétrea.
Se vea como se vea, la arquitectura es una
estructura mecánica con un eje constructivo que define las pretensiones y las
tensiones, los esfuerzos y los contrarrestos que el edificio ha de sobrellevar.
La elevación de los muros, el peso de las bóvedas,
la altura de pilares y columnas, desafían las fuerzas de la gravedad y obtienen
como resultado una tendencia natural al derrumbamiento, a la deformación de lo
elevado, a la inestabilidad de lo creado, o a un asentamiento posterior en
mejor o peor manera de lo que se ha hecho.
Será necesario, pues, vencer las fuerzas de la
naturaleza que actúan en contra de las decisiones constructivas de los hombres
que pretenden sumar técnica y belleza, porque aunque después se convierta en
una obra de arte de carácter religioso, simbólico, civil o cualquiera otra de
sus utilidades, primero habrá que elevarla en condiciones seguras de
habitabilidad y no de peligro de derrumbe para quien la utilice, como ya había
avanzado Vitrubio.
Las estructuras mecánicas están sometidas a leyes
físicas y matemáticas, pero sería un burdo error decir que los maestros de
obras románicos eran expertos en esas materias, porque, si resultaban
incipientes en el mundo de la ciencia medieval, su desarrollo cuántico llegó
mucho más tarde, siglos después de que toda la arquitectura románica estuviese
construida.
Fue la sabiduría popular humana la que con unos
mínimos conocimientos llegó a metas que hoy sorprenden. Vendría a ser una
arquitectura sin arquitectos, aunque en las grandes obras siempre hubiera un "magister"
que tuviera los conocimientos generales suficientes como para elevar
estructuras de dimensiones mayores que las de las iglesias rurales.
Pero fueron esos maestros rurales los que construyeron
la enorme nómina de iglesias románicas. Muchas son nuestras dudas al pensar si
tenían los mismos conocimientos que los constructores de las catedrales.
Creemos entonces que la fuerza de la repetición, la forma empírica de los
hechos, diríamos de los hechos consumados en otras iglesias, fue lo que les
guiaba para levantar las estructuras de sus pequeños monumentos.
La arquitectura románica fundamenta su plástica en
edificios abovedados, con estructuras de soportes muy articulados tanto en el
interior como en el exterior, con una gran ligazón mecánica y estética, con un
extraordinario empleo de la escultura monumental, que llega a suavizar el
impacto de esa tremenda austeridad.
Hay que entender estas obras como un compendio armonioso de monumentalidad varia, desde el más puro concepto arquitectónico. Pasando por la riqueza de la escultura interior y exterior, admirando la dulzura de las pinturas de muros, bóvedas y ábsides, hasta los objetos de necesidad litúrgica. La valoración tendrá que ser siempre como conjunto, partiendo de los valores particulares para elevarnos en la consideración general.
Después podremos penetrar en la esencia simbólica
al tratar de comprender que algunos de sus elementos arquitectónicos estén encadenados
a formulaciones que van más allá de las trazas geométricas, como sería la
interpretación que en los textos de la época se hacía del ábside como cabeza de
Cristo, el crucero como sus brazos y la nave como el cuerpo.
Ciertamente que pueden parecer estas opiniones
estereotipos o elucubraciones del mundo moderno con rasgos de rancio pietismo,
pero en los textos de la época se aludía al carácter simbólico que no entendía
nada en el mundo que no fuera o tuviera representación divina.
La cabecera, el muro, el crucero, las puertas, la
fachada, el cimborrio, el altar, todo estaba al servicio de la belleza, como
afirmaba Alberto Magno " ... la esencia de la belleza en el universo
está en el resplandor de la forma sobre las partes proporcionadas de la materia
o sobre las diversas fuerzas o acciones ...". Pero también en una
ineludible articulación divina que sometiera la materia al espíritu, como
afirmaba Ulrico de Estrasburgo "... Dios no sólo es completamente bello
en sí y como fin de la belleza, sino que además es causa eficiente ejemplar y
final de toda la belleza creada ...".
Fue la intención de esos viejos edificios
medievales ser habitáculo de la verdad cristiana interpretada de la forma más
bella posible del momento, en pequeñas o enormes construcciones que unían la
calidad de sus obras a la gloria divina que poseían en su interior.
DEL BUEN
CÁLCULO DE LA OBRA
El Arte Románico desarrolló su técnica constructiva
con muy pocos elementos, pero todos ellos muy bien estructurados y relacionados
entre si, de forma que el conjunto de técnica simple y primitiva, más el
hallazgo de certeros volúmenes y escultura apropiada, dio resultados de gran
efectividad y durabilidad.
Aunque pudiera parecer excesiva la afirmación de
que: sobre los cimientos de un muro es donde se conoce a un albañil, no
lo parece tanto si contemplamos los bien entramados paramentos románicos. Una
desviación de centímetros en los cimientos será de metros en altura, por ello
nadie arriesgaba el concepto de mala disposición de lo más elemental.
Todas las arquitecturas valoran suficientemente las
labores de inicio, y promueven la pericia de quienes la realizan, porque saben
que todo el ajuste superior de presiones estará en función de la última
resistencia de las mismas, que es lo primero que se realiza en la obra, y que
será la prueba de su duración en el tiempo, aún a pesar de haber desaparecido
las partes superiores de la estructura por los avatares del tiempo o de un mal
cálculo.
De que todo está en función de los cimientos, de la
importancia de su diseño y resistencia, reza la inscripción de los dinteles del
Pórtico de la Gloria donde se señala la obra como del maestro Mateo que la
construyó “a fundamentis ipsorum”, es decir, desde los mismos
cimientos. Aunque parezca una frase retórica de adjudicación de obra
general, deja entrever la valoración técnica que Mateo resolvió para sustentar
el Pórtico de la Gloria y toda la fachada occidental de la catedral de
Santiago.
Que fue axioma básico la buena construcción de los
cimientos lo prueba la extensa duración en el tiempo de la obras románicas, que
apenas sin mantenimiento en casi 1000 años prueban lo acertado del oficio y los
buenos resultados de los cálculos por la sabiduría de la experiencia acumulada,
que aunque con un sistema primitivo de sistematización logró excelentes
resultados antes de la aparición de la época cuántica, donde las soluciones
estaban más cerca de procesos matemáticos que de la experiencia empírica de los
artesanos y arquitectos medievales.
Lograron con sus métodos semejantes resultados a
los del hormigón armado, los grandes prefabricados y los plásticos más
resistentes. En sus realizaciones salvaron los mismos peligros, y compartieron
los mismos principios que, suponían el desafío de la elevación de estructuras
en la búsqueda de una nueva gravedad que soportara las condiciones de los
empujes superiores de sus obras, logrando el éxito de mantener el edifico en
pie, y adornarlo conforme a la idea religiosa que representaba.
El resultado de su interpretación, no sólo de los
cimientos, sino también de la obra en general, fue la de procurar que su arte
fuera funcional, seguro y estético, conforme a los principios que Vitrubio
había preconizado en los primeros siglos de la era cristiana.
Si tuviéramos que comparar o comprender estas obras
desde la óptica de la arquitectura moderna, tendríamos que concluir que los
procesos de construcción actuales están liberados de todos estos pasos
primitivos del empirismo, por ampliación de los conocimientos cuánticos y mejor
comprensión de los materiales, lo que hace que se pueda concebir el espacio con
un mayor dominio de sus posibilidades.
No digamos nada de las oportunidades del uso de los
actuales sistemas informáticos, en los que ya no tienen cabida los tableros de
dibujo, en sustitución de los ordenadores que realizan el trabajo con mayor
rapidez y exactitud.
Los artífices del Arte Románico no dispusieron de maquetas tridimensionales, vistas aéreas, planificaciones fotográficas, estudios de impactos ambiéntales. Es por ello más valioso la contraposición al mundo moderno y su sistema constructivo con el de las pequeñas capillas de hace 1000 años, de sus campanarios arqueados y pandeados pero todavía en pie, o de esas grandes catedrales que siguen funcionando como el primer día de su construcción, o los claustros que todavía cuadriculan la santidad de los monjes que los pasea.
Como seña de identidad de lo moderno podemos
advertir que la obra actual envejece más pronto que la antigua, que la románica,
porque quizás le haya faltado estímulo de porvenir, de pervivir en el tiempo
sirviendo a la comunidad donde se instalaba. Falto de humanidad el edificio
moderno perece con más prontitud, casi con la propia biología del arquitecto
que lo construyó.
Esa degradación rinde el más bello homenaje a la
calidad del material medieval y a su nobleza, a la inmortalidad del espíritu de
quienes realizaron las obras del Arte Románico. Después de muchos intentos de
la modernidad en la aplicación de materiales diferentes, la historia de la
arquitectura que es la historia de los edificios y de los hombres, vuelve a
utilizar la piedra. La durabilidad, aparte de la estética y los
condicionamientos sociales vienen a ser conceptos valorados como inherentes a
la construcción.
El Arte Románico no tuvo opción. Debía construir
con sillares desde los propios cimientos para lograr poner en pie obras
descomunales, o más sencillas, en geografías aisladas y con los mínimos
elementos del cálculo. Aquellos hombres tuvieron que aplicar la imaginación y
la inventiva mezclada con la práctica y la herencia de la tradición para poder
sobrevivir en el oficio, y procurar que no se la cayeran sus obras. Hoy es
posible comprobar su acierto constructivo en la fosilización que significan sus
monumentos en estado puro, resistentes al moderno abandono de pueblos y villas,
que además certifican la nobleza del entorno para el que fueron construidos.
El valor del Arte Románico se debe, pues, reconocer
desde sus cimientos como un perfecto trabajo artesanal sobrevivido para otras
generaciones, pervivencia de una técnica constructiva con procedimientos
escrupulosamente transmitidos y conservados.
EL MURO
El Arte Románico tiene unos componentes estéticos
fijos, codificados desde su creación, independientemente de los valores
arquitectónicos.
En los muros es donde comienzan y acaban las
fuerzas mecánicas del edificio. Resultan sólidos, rotundos y compactos, donde
las tensiones que están por encima de él se reflejarán en forma de gruesos
contrafuertes que resistan las presiones de las bóvedas, evitando la fractura
del mismo y la ruina de la iglesia.
Con un espesor que oscila entre sesenta centímetros
y un metro estaban constituidos por dos paramentos de piedra acogiendo mortero
en medio para reforzar su dureza. De sillares generalmente bien escuadrados en
el Segundo Arte Románico, no lo había sido en la etapa anterior en la que la
piedra mediana o sillarejo se había adueñado del paramento.
En ese primer momento del románico el muro apenas
ofrecía decoración, como no fueran los arquillos ciegos y las bandas lombardas,
careciendo casi totalmente de vanos.
No sería así en el Segundo Arte Románico, donde la
realidad del momento ofrece gran cantidad de huecos que iluminan la nave. Serán
esas ventanas uno de los efectos plásticos más sobresalientes del paramento,
pues son capaces de dinamizar convenientemente lo que sólo era una estructura
mecánica funcional. Proporcionan ahora atractivo visual a la vez que introducen
luz al interior. Por otra parte, es capaz de recibir la escultura monumental
que habitará los capiteles, además de resultar atractiva la traza de sus arcos
con diferente molduración.
Claro está que no debemos extender toda esta
referencia muraria a las obras de menor presupuesto y menos porte románico, que
son casi todas las rurales, pero sí señalar que cuando nos referimos al Arte
Románico está en la cabeza de quien lo interpreta el valor de los mejores
edificios, aquellos que representan las mayores cualidades.
Es error humano comprensible el pensar de ese modo,
porque los estímulos hacia la belleza proceden de sus mejores representaciones.
Cuando uno ha superado ese nivel de lo excelso es cuando empiezan a tener valor
y consideración las obras menores, como sucede en el ámbito biológico de las familias
con la diferente valoración de los hermanos mayores y menores.
El muro de las grandes iglesias es más complicado
que el de las pequeñas, porque su altura requiere una mayor formación del
maestro, por exigir unos contrarrestos mayores con la presencia de enormes
contrafuertes y la dificultad de disimularlos en las dimensiones de la pared.
En ello basará el éxito de su construcción, en que sea bello y resistente
dentro de la plástica general.
Las obras menores tendrán menos dificultades para elevar sus muros porque las cargas también son menores, dado que muchas veces ni necesitan contrafuertes por la poca altura que alcanzan y porque la techumbre interior es de madera y no de piedra, lo que evita reforzar la parte exterior. Pero también es cierto que debido a su menor superficie tienen menos lugar para decorar con ventanas molduradas, capiteles, columnas y basas, lo que hace menos vistoso el paramento.
De la buena articulación del muro dependerá en gran
medida la belleza de la obra pues es necesario recordar la importancia de la
fachada principal, así como la de la cabecera, pero también de los muros norte
y sur.
El muro rectilíneo es la mayor área lineal
construida de la iglesia. Por ello, y por ser el elemento de mayor visibilidad,
era necesario concebirlo de la mejor manera posible. De lo contrario, ofrecería
el efecto de cajón y no de volumen articulador de todo el conjunto, donde las
superficies de sus paños y contrafuertes estaban disminuidas por la decoración
horizontal de las ventanas, las puertas y las líneas de tacos, junto con la
fila de canecillos del alero del tejado.
Algunas veces podemos contemplar el muro en toda su
extensión, pero no podemos omitir la belleza de sus remates, como sucede en la
iglesia palentina de San Martín de Frómista. Es precisamente en esa perspectiva
general en la que cobra todavía más importancia su linealidad al rivalizar con
la belleza sin par de la cabecera, con el equilibrio de las torres de la
fachada principal y con un magnífico paño del crucero, gobernado en altura por
un esbelto cimborrio.
Notamos entonces el éxito o el fracaso de su
articulación en el conjunto rectilíneo que se nos ofrece, siendo el de esta
iglesia un ejemplo de incardinación perfecta de un bello muro románico dentro
de una perfecta estructura románica, aunque para algunos carezca de valor
debido a las restauraciones sufridas, que a nosotros no nos parecen tan graves,
si pensamos que podemos contemplar hoy en mejores condiciones muchas iglesias
románicas, que por causa de su deterioro o de la desidia del hombre o por los
desmanes revolucionarios o de renovaciones de estética se habían perdido.
LOS ÁBSIDES
El Arte Románico identifica las cabeceras de sus
iglesias por medio de las estructuras absidales, que aunque procuran elementos
de coordinación semejante, difieren considerablemente a la hora de la
interpretación del modelo definitivo.
El ábside es el módulo principal de la iglesia, ya
sea en su formación exterior o interior. Por él se comenzaba generalmente la
construcción del monumento. Se procuraba acabar cuanto antes para poder
instalar el altar y celebrar la liturgia divina, incluso sin haber finalizado
totalmente la iglesia.
Los textos medievales nos indican la obligación del
arquitecto de emplazarlo hacia oriente, cara al sol naciente, como símbolo de
la lejana Palestina, pero también con el significado de la luz que nace, de la
llegada de Cristo en el alborear del día, y su reflejo activo en la obra
monumental.
La aparición del ábside en la historia de la
arquitectura no se inicia en el Arte Románico sino que ya había tenido
expresión en el mundo romano y en las antiguas basílicas paleocristianas, con
la misma función de lugar ilustre en las ceremonias que allí se celebraban.
El motivo de tal señalamiento en el Arte Románico
ha de buscarse en el deseo de enmarcar el lugar de la máxima sacralización, de
la celebración de la liturgia eucarística. Su ubicación habría de ser visible
para la mayor cantidad de fieles que habían de agruparse en las naves. Su
establecimiento en la cabecera del edifico adquiriría el máximo de
funcionalidad al poder ser contemplado por la comunidad de fieles.
Por las mismas razones el Concilio Vaticano II
recomendó sacar los altares del fondo de los ábsides y situarlos en mejor
visión, a fin de obtener una mayor participación en los actos litúrgicos.
Prueba de cómo las directrices pastorales son capaces de modificar los ámbitos
arquitectónicos, pues hoy al no concebirse la liturgia como en la época
románica no se necesitan esos señalamientos exteriores, aunque se conserva el
aislamiento y la solemnidad del presbiterio como zona consagrada.
El interior del ábside está centrado por el altar
como elemento principal y específico de los ritos. La separación de los fieles
y su reserva espacial a los presbíteros consagrados era una función ya heredada
de formas litúrgicas anteriores.
Pero no todos los ábsides se dispusieron de igual
modo. En el exterior coordinaban sus volúmenes en claros escalonamientos de
masas y líneas horizontales con respecto a la obra total de la cabecera. Lo
habitual era la inserción de un volumen semicircular en el final de una planta
rectangular, aunque había variaciones al respecto según el diseño, las
necesidades de la comunidad y el modo de entender la obra.
Regiones enteras se apartaron de esa formulación
semicircular, como sucede en la comunidad gallega y la región del Alto Campóo
que optaron por formas absidales rectangulares y poligonales, junto con las
semicirculares.
Pero lo realmente importante es que el románico
introduce un orden general en los volúmenes de la cabecera que resolvía
distorsiones al simplificar y estereotipar los módulos.de una forma práctica, y
concentrar los esfuerzos en una vigorosa síntesis orgánica. Ello habría de
llevar a la configuración de una estética más o menos regularizada.
Las posibilidades de construir uno o más ábsides
dependían de la estructura de la planta. Si la iglesia tenía una sola nave, le
correspondía un único ábside, ya fuera semicircular, rectangular o poligonal.
Si la planta era de cruz latina podía tener uno o tres ábsides, siempre de
mayor decoración el central que los laterales. Si la planta era basilical,
estaba establecida la norma de tres ábsides, con mayor importancia el central.
Había iglesias de grandes desarrollos, catedralicias o no, que tenían un gran
ábside central y cuatro más en los brazos del crucero, como la catedral de
Orense.
Si la iglesia poseía girola, la proyección de los
ábsides en torno a la misma era mayor, pues se desplegaban en número
indeterminado como una corona en torno al deambulatorio, que actuaba entonces
como un gran ábside central. Es el caso de la fotografía que adjuntamos del
monasterio de Moreruela en Zamora, donde la esbeltez del paño de la girola y el
de la iluminación de la capilla mayor configuran el perfil de uno de las
mejores cabeceras del Arte Románico español.
LAS BÓVEDAS
El Arte Románico es heredero en sus formas
tectónicas de los artes anteriores porque no es un modelo aislado en un mundo
perdido, sino perfectamente conectado con todo lo previo.
En esas circunstancias del conocimiento del mundo
antiguo, sobre todo del romano, donde podemos concretar su dependencia e
imitación de los espacios abovedados, como una necesidad de la arquitectura
interior que se plantea después de levantar los muros y darles cubrición.
Ocurre que el Arte Románico utilizó con profusión y éxito bóvedas de
determinadas características, lo que hizo pensar que fueron un invento del
propio arte medieval.
Las bóvedas gravitan sobre la alineación de los
muros. Completan la estructura descargando su fuerza en los laterales por medio
de contrafuertes, columnas y pilares internos. El arquitecto debe prevenir las
cargas, y repartirlas convenientemente piedra por piedra. Calcular. La presión
y el peso que han de sobrellevar los muros a causa del peso de las bóvedas,
aparte de mantener convenientemente la rigidez de los mismos en su elevación
vertical. Es la bóveda la culminación de la obra, la funcionalidad del remate
final de todo el entramado, como lo hace la coronación exterior de la cúpula
con bola de cruz y veleta.
La resolución práctica de los esfuerzos mecánicos
de la bóveda estuvo fundada en la trasmisión oral de los datos recibidos a lo
largo de los años y de los siglos, además de poner a punto la observación y la
experiencia personal del maestro de obras. El oficio debía adquirirse en una
buena organización de la memoria, del autodidactismo y las ganas de emular, para
resolver sin problemas las formas de ser de las construcciones.
La preferencia por la bóveda de piedra a la de
madera eliminaba los riesgos de incendios, mejoraba la resonancia de los
cantos, y el orden estético si se pintaba. Pero planteaba enormes problemas en
la dinámica del edificio, porque era necesario sujetar las tensiones de su peso
y saber conducirlos desde las alturas hasta los cimientos. No todos los que las
construían tenían el mismo grado de aprendizaje y conocimiento, por lo que
muchas obras se convirtieron en ruinas, ya en los mismos momentos de la
construcción o con el paso de los años, cuando después de algún tiempo la
estructura no logró el asentamiento y la solidez precisa.
La bóveda más común era la de cañón, que suponía su
articulación en forma de arco de medio punto alargado. Para superficies
absidales se utilizaba la de un cuarto de esfera, también llamada de cascarón.
Ya se conocía entonces la de arista, que consistía en la conjunción de dos
bóvedas de cañón que dejaban en arista vista sus intersecciones. Cuando
llegaron los cambios en la época tardía del Arte Románico se construyeron
bóvedas de cañón apuntadas, y las de aristas del Románico Pleno se cubrieron
con nervios, dando lugar a las primeras bóvedas nervadas. También las de un
cuarto de esfera de los ábsides y capillas absidales tuvieron forma apuntada,
con o sin nervios cruceros. Todo aún dentro del Arte Románico.
Todas, menos las apuntadas, eran manejadas ya por el Primer Arte Románico, de extensión limitado a Cataluña y parte de Aragón y Navarra. El siglo XI aceptó e hizo girar las fórmulas referidas hasta llevarlas a la cotidianidad de la perfección sabiendo atar sus diferentes tensiones, que debían perderse en la masa de los soportes exteriores e interiores. El final del siglo XII y el principio del siglo XIII supuso un cambio y un acercamiento a soluciones después utilizadas por el del Arte Gótico.
Los contrafuertes exteriores eran la lógica del
contrarresto a las presiones diagonales que se ejercía sobre el muro, porque el
impacto de la bóveda nunca se concentra exactamente sobre el plano vertical,
sino sobre el horizontal y diagonal, en cierta curva. Eran esos contrarrestos
de más o menos espesor, piramidales, doblados, etc., según el conocimiento y
las necesidades de la obra. Pero no eran el único método de contrapeso, porque
las naves laterales con sus bóvedas de arista, un cuarto de esfera o de cañón,
colaboraban también en la recogida de las tensiones de la bóveda central.
El sistema llegó a la perfección cuando se
instalaron tribunas sobre las bóvedas de las naves laterales, porque hacían que
el descenso de las tensiones superiores fuera disminuyendo según iba siendo
absorbido: primero en las bóvedas y paramento de la tribuna, además de que el
piso de la tribuna actuaba como puntal que ataba las dos superficies verticales
del muro y los pilares. Después pasaba la tensión a las bóvedas y el paramento
de las naves menores para finalmente acabar en los contrafuertes y responsiones
interiores de las naves laterales; lo que cerraba definitivamente el circuito
de traslado de las presiones de la gran bóveda central hasta los cimientos.
El genio románico siempre estuvo dispuesto a hacer
de la necesidad virtud. Por ello trató de suplir el modelo cuántico con el
conocimiento empírico de los hechos, aunque no hay que ser tan ingenuos como
para no reconocer una cierta experiencia de cálculo en el desarrollo de las
bóvedas.
Quizás lo que hoy nos sorprende más al contemplar
esas bóvedas sea la solidez y altura que alcanzaron algunas de ellas, tendiendo
a no dar importancia a su amplitud porque se asemejen a las de los edificios
modernos que conocemos. La puesta en valor del conocimiento antiguo se remedia
rápidamente si comprendemos que de unas a otras han pasado 1000 años, y que
todavía siguen en pie.
EL ALTAR
El Arte Románico, como todos los artes cristianos,
formaliza la ubicación del altar en el templo para atender las necesidades del
culto.
La base teológica de la religión cristiana es la
Redención, la inmolación del Cordero enviado por el Padre para redimir el
pecado original, fundamento de la perdición de la vida de la Gracia que Dios
había prometido al género humano si seguía los dictámenes de sus designios.
El sacrificio de Cristo supuso el reconocimiento de
una nueva vida, por entrega de la suya. Él mismo instituyó de forma simbólica
el rito de su propio ofrecimiento en la Última Cena, donde instauró
simbólicamente la Eucaristía como recuerdo de su muerte en la Cruz.
Con su Ascensión a los cielos se cerró el ciclo de
su paso por la tierra, y comenzó a aplicarse la liturgia de la Eucaristía como
recuerdo de su sacrificio. Esa celebración de la transformación del pan en su
carne y del vino en su sangre se realizaba sobre el altar, que llegó a ser el
núcleo del santuario cristiano y románico en particular, el lugar supremo, la caput
Christi en el simbolismo de la representación de su figura dentro de las
plantas de los edificios.
Se situaba en la cabecera, alojado en la
profundidad del ábside, resaltado con monumentalidad propia, solemne en medio
del presbiterio, definiendo los volúmenes del interior, y señalando su
importancia al exterior por medio de un mayor resalte del ábside central, que
era donde residía la divinidad superior, considerados los laterales de menor
importancia.
Toda la arquitectura del edificio románico estaba
en función del altar. Su lugar, uso y destino estaba reservado únicamente al
oficiante del sacrificio litúrgico que allí se representaba. Los fieles
observaban su celebración desde posiciones alejadas.
La consagración de los altares era una de las
ceremonias más importantes de las comunidades, pues significaba la exaltación
de la muerte y resurrección de Cristo y el permiso para realizar sobre ellos la
liturgia Eucarística. Esas consagraciones estaban reservadas solamente al Papa,
a los obispos o los abades de los monasterios, que muchas veces acudían a
consagrarlo sin que las iglesias estuviera perfectamente acabadas, porque la
urgencia del uso así lo precisaba, como refiere la Historia Compostelana cuando
el arzobispo Gelmírez consagra una gran cantidad de altares de la catedral de
Santiago sin estar finalizada la totalidad de las obras. Premiaba la prisa y la
funcionalidad.
La estructura de los altares era básicamente la de
una tabla lisa sobre columnas o soportes, con o sin decoración. EL mismo
tablero podía tener en su frente un antipendium o estructura que cubría
toda la extensión de su frente. La decoración podía ser de relieves pétreos o
una tabla de madera con pinturas.
Dado que existían las tres probabilidades, la decoración
dependía de la voluntad y riqueza de quienes promocionaban la obra. Gelmírez,
por ejemplo, coloca el altar bajo un baldaquino de plata con un enorme
antipendium de plata presidido por una Maiestas Domini, los 24 ancianos del
Apocalipsis, los Apóstoles, el Tetramorfos, flores y columnas.
Ni qué decir tiene que las pocas posibilidades de otras iglesias resolvían su creación de forma adecuada a la sencillez de sus medios.
Con todo, no se obviaba la importancia del ara, porque a todas se les daba el
mismo tratamiento en las consagraciones, ya que eran el objeto sagrado por
excelencia de la iglesia por sustentar el sacrifico diario de Cristo. Como
recordatorio de los hechos de los inmolados en la fe se comenzaron a instalar
reliquias de mártires en la parte superior, simbolizando templo y refugio de
todos aquellos que había dado la vida en favor de la misma causa.
Quedan muy pocos altares de la época románica. Sólo
algunos magníficos antipendium de madera pintada en los museos, y el caso
excepcional del existente en la iglesia de San Salvador de Cantamuda en el
norte de Palencia, donde a pesar de las posibles transformaciones, se puede
contemplar un magnífico ejemplar de altar románico con columnas decoradas como
sostén del ara sacrifical.
Si una pequeña iglesia románica de rudo estilo
montañés ha sido capaz de conservar esa reliquia de estilo y de estímulo de fe,
habría que pensar en la enorme riqueza de los altares desaparecidos, de la belleza
que aportarían a insignes presbiterios de la geografía románica, del esmero y
cuidado que otros no tuvieron al desposeer a los monumentos de sus más
preciadas joyas, aquellas que fueron pensadas como función y necesidad del
corazón del edificio.
LAS IGLESIAS
PORTICADAS
El Arte Románico no plasmó siempre las mismas
estructuras en todas las iglesias que se construían bajo su estilo. Todo lo
contrario. Mantuvo un buen número de particularidades regionales que dieron
valor a la arquitectura de la comarca donde se asentaban.
Eso es lo que ocurrió con un tipo de iglesias que
lucían un pórtico lateral en el lado sur del edificio, al que se accedía desde
el exterior por una puerta que estaba inscrita en el centro de una arquería,
con arcos de medio punto que solían variar en número según dimensión e
intención.
No era nuevo el modelo en la historia del arte
español, por lo que no cabe pensar que los artífices tuvieran que emular
construcciones de más allá de los Pirineos. En los artes prerrománicos
asturiano y mozárabe existían dos edificios con pórticos laterales en la zona
sur. Se trataba de la iglesia asturiana de San Salvador de Valdediós,
construida en el año 900 por Alfonso III el Magno, y la iglesia mozárabe de San
Miguel de la Escalada, bajo patrocinio del mismo rey, en el año 930.
Debe anotarse el hecho histórico de que es el mismo
rey asturiano el que reconquista la población de San Esteban de Gormaz en sus
andanzas por la ribera alta del Duero, y que es esa población y sus alrededores
una de las zonas de desarrollo de iglesias porticadas, quizás la más antigua,
la de San Miguel en el año 1081.
El emplazamiento de estas iglesias no se extiende
por toda la geografía del Arte Románico español, sino que se concreta
fundamentalmente en una zona que pudiéramos dibujar en forma de triángulo cuyos
vértices estarían ocupados por las capitales de las provincias de Soria, Burgos
y Segovia. Existen también iglesias porticadas en Guadalajara, La Rioja,
Navarra y Ávila, pero la mayor concentración radica en la comarca triangular
por nosotros aportada. Como dato anecdótico podemos aportar que la iglesia
porticada con mejor dotación de capiteles historiados está en la geografía del
Alto Campóo, muy alejada del triángulo señalado.
Precisando mucho más podríamos decir que los focos principales de esas características estarían centralizados en los confines de la Sierra de la Demanda al norte de Silos, la geografía cercana a Burgo de Osma y la capital Soria, la zona en torno a Sepúlveda con Fuentidueña como apéndice norte, el noreste de la ciudad de Segovia, y la propia Segovia capital.
Si de alguna red viaria pudiésemos hablar como hilo
conductor, estaríamos refiriéndonos a la carretera que une Soria con Segovia,
donde a izquierda y derecha se encuentran casi todas esas iglesias porticadas.
No cabe la posibilidad de considerarlas como la
frustración de pequeños claustros, porque la naturaleza de su pequeñez y
humilde condición no lo permite, aunque mucha de su escultura sea heredera de
los estilemas claustrales de los dos maestros del claustro de Santo Domingo de
Silos. Sí se puede constatar en ellas la ubicación de zonas cementeriales. Pero
sobre todo como lugar de reunión de los primeros y primitivos concejos formados
por hombres libres, vasallos pero no siervos.
Las primeras edificaciones comenzaron en el norte
de la cuenca alta del Duero a principios del siglo XI. La iglesia de San Miguel
en San Esteban de Gormaz está fechada en 1081, por inscripción en un canecillo
de la galería. La iglesia de San Salvador en Sepúlveda, que fue cabecera de
influencia de una gran zona al sur y al norte de la villa, fue construida en
1093, según inscripción en un sillar de la cabecera. Al mismo tiempo que avance
la reconquista y la repoblación se seguirán instalando pórticos en las iglesias
románicas de la zona, ahora ya cercanas a Segovia con cronologías de los siglos
XII y XIII, de las que la capital es un claro ejemplo.
No son iglesias grandes porque tampoco las requería
la comunidad rural a la que atendían, excepto algunas de la villa de Segovia
que por necesidad de recibir en su interior a más población tenían planta
basilical. El resto son de una sola nave con ábside semicircular más o menos
decorado. Ocurre que el pórtico añadido hace que la impresión de volumen sea
mayor, sobre todo porque en algunas rebasa la obra por los pies, y otras
mantienen también un pórtico en el lado norte, lo que las hace aparentar más
grandes.
Podemos recordar una vez más el carácter funcional y
utilitario de estos pórticos que sirvió de antesala de la iglesia, pero también
de foro de discusión de las primeras comunidades organizadas de castellanos con
iniciativas personales y comienzos de libertad. Bajo sus arcos se discutían los
fueros más favorables para los repobladores de la tierra en las que se
asentaban, eligiendo la libre adopción de un señor para que defendiera a la
comunidad sin que ello significara servidumbre, sólo vasallaje que podían
abandonar en cualquier momento.
Fueron las iglesias porticadas el incipiente foro
de discusión de la repoblación por Behetría, que se refería a la ocupación de
las tierras de un señor de la forma más favorable, pudiendo cambiar si los
fueros y ventajas ofrecidas no eran lo suficientemente atractivas para
vincularse a él.
Se produjeron en esos locales abiertos las primeras
leyes y pactos de conveniencia entre quienes estaban interesados en repoblar
las tierras y las ventajas que ofrecían a los repobladores para su asentamiento
y mejora. En el oeste se producía la ocupación de tierras por Realengo o
Abadengo, lo que indicaba la posesión absoluta, territorial, económica,
jurídica y administrativa por parte del rey, noble y abades. Una forma de
dependencia mucho más servil y sujeta.
Todavía en el siglo XV seguían siendo utilizadas
las dependencias porticadas para el uso que fueron habilitadas, como indica un
documento de la iglesia de Fuentidueña que reproducimos: “Según testimonia
el escribano real Juan F. Marquina, los órganos de gobierno representantes de
don Pedro de Luna, consistentes en un corregidor, alcalde mayor, un alguacil y
dos grupos de regidores, se reunieron con los caballeros, oficiales y hombres
buenos de la villa y su tierra en la galería de la iglesia de San Miguel, a
campana repicada como lo tenían por uso y costumbre el 19 de febrero de aquel
año de 1452”.
EL CLAUSTRO I
El Arte Románico no fue el inventor de las
estancias claustrales porque ya era arquitectura conocida en los nártex de las
basílicas paleocristianas, pero sí el que logró la plenitud de esas
estructuras, tanto arqueológicas como simbólicas.
El claustro constituía la representación del
Paraíso. Así lo había comprendido San Bernardo cuando lo denominaba en su Sermón
De Diversis como " Vere Claustrum Est Paradisus..."
(Verdaderamente el claustro es un Paraíso ). También San Isidoro aludía a él
como la representación paradisíaca por excelencia " ...el Paraíso es un
lugar situado en tierras orientales. Paraíso traducido del griego al latín
significa jardín, en lengua hebrea se denomina Edén, que quiere decir delicias,
de ahí el jardín de las delicias...".
El claustro es por consiguiente el símbolo de un
paraíso reconstruido en el centro de la clausura monacal, donde todo debe ser
un mundo ordenado y armónico que haga referencia a la labor a la que está
destinado: la búsqueda de la perfección de los seres que en él habitan y
desarrollan su vida diaria de servicio, de reflexión.
Está constituido físicamente por cuatro crujías,
pandas o alas que forman una estructura cuadrada pegada al muro sur de la
iglesia. Aunque haya salvedades a esta disposición sólo serán excepciones a la
regla. Esas pandas están abiertas al exterior por arcadas que alojan capiteles
con escultura de gran valor, por lo que ambas formaciones, la escultórica y la arquitectónica,
logran uno de los conjuntos más bellos de la planimetría general de los
monasterios.
Como estructura de planta cuadrada ya aparecía en
los Beatos. En el de Burgo de Osma (1086) y en el de Fernando y Sancha (1047)
recuerdan a la Jerusalén Celeste del Apocalipsis de San Juan, donde se dice
"...El ángel me mostró la ciudad, Jerusalén... la ciudad es cuadrada...
".
El claustro es realizado como cuadrado, pero
interpretado a semejanza de la ciudad de Dios con los cuatro ríos evangélicos:
el Tigris, el Éufrates, el Pisón y el Guijón, con sus cuatro fuentes que son la
representación simbólica de los evangelios, de las cuatro virtudes cardinales,
de los cuatro elementos de la creación, de los cuatro puntos cardinales.
En el monasterio el claustro es el corazón de la
casa, desde donde se accede a las distintas dependencias del edificio. Pero
también es el lugar de las reuniones, el lugar común de la vida cenobítica y
solitaria, el sitio que ofrece mejores condiciones para la reflexión serena y
tranquila. En él se desarrollaba la meditación de los textos divinos, la verdad
revelada que había de llevar a los monjes por el sendero adecuado hasta la
ciudad santa, en una caravana donde unos ya habrían llegado a la meta mientras
que otros todavía debían esperar en la fila.
En el recogimiento del claustro el monje sostenía, alimentaba y fortalecía el alma para adentrarse en los profundos mundos de la meditación, de la ascesis o búsqueda de la perfección que tenía que realizar individualmente, pero en compañía de la comunidad en la que se había insertado para llegar todos al mismo punto y volver a construir allí el monasterio celeste que todos deseaban después de haber atravesado las dificultades de la vida terrenal.
Consecuentemente era un lugar cerrado, de clausura,
como advertía el Canon III del Concilio de Zaragoza (691) "... ningún
seglar puede penetrar, ni por su propia cuenta, ni tan siquiera con permiso de
los monjes o del abad...". Es precepto que hoy no se cumple porque los
tiempos han cambiado, y podemos acceder a esos recintos como visitantes, ya por
curiosidad turística o en visitas personales y estancias privadas.
Era por consiguiente un microcosmos sacralizado y
armónico, la Casa de la sabiduría cristiana, donde convivía una comunidad de
hombres o mujeres con el objetivo de practicar la virtud, que era el fin
supremo para conseguir el acceso a la Jerusalén Celeste a la que tanto nos
hemos referido en este artículo. Allí se encaminaba el monje, en la regularidad
del trabajo y del espíritu, a una lenta progresión hacia lo eterno después de
haber renunciado a lo terreno. Todo estaba gobernado por el orden, el silencio
y la paz.
No diría yo que los que visitamos y vivimos a menudo
en los claustros logremos encontrar la Jerusalén Celeste, pero sí un poco más
de sosiego y de paz que el que nos procura la vida moderna, porque he de
confesar que creo que el tiempo en los claustros parece anularse, detenerse,
adquirir una dimensión nueva ante la presencia de un pasado que parece afrentar
las prisas y las intenciones del mundo actual.
EL CLAUSTRO II
El Arte Románico era un arte de piedra, y el
claustro un jardín de piedra, porque allí se desarrollaba en plenitud una
escultura docente dentro de una arquitectura singular.
Se mostraba como una isla de la naturaleza llena de
escultura monumental con diferentes temas: laicos, eclesiásticos, fantásticos,
alegóricos, vegetales, geométricos, evangélicos. Muchos de ellos contrapuestos,
pero reales, porque en ese mundo medieval se operaba desde las imágenes como
elementos parlantes que se representaban en los capiteles como pedagogía, pero
también como estimulación de los sentidos y de la imaginación.
Convivían escenas de la vida de Cristo con mundos
analógicos, diferentes, no diría yo excesivamente enfrentados, pues todo
debería tener correspondencia con lo divino, incluyendo los monstruos que allí
aparecían con frecuencia, como relatorios de la otra parte del mundo, del mal,
de lo perverso, que muchas veces adquiría formas fantásticas.
Fue esa mezcla lo que llevó a la revisión de las
teorías artísticas y decorativas que abordó el reformador San Bernardo que
preconizaba más austeridad, no sólo en los claustros, sino también en la vida
conventual, después de haber pasado por la experiencia de la riqueza
benedictina, y haberse acogido a la Orden Cisterciense, de la que no fue su
fundador, pero sí su gran impulsor.
Con él se acabarán las delicias de los claustros
románicos decorados con amplia profusión de capiteles historiados que tanto
satisfacen a los turistas que los visitan. Se produjo una rígida transformación
hacia decoraciones de más sencillo diseño, totalmente vegetales, que, sin
romper la armonía y la función de los claustros, pierden para los amantes de le
escultura románica el sentido y la gracia de la faceta más medieval y artística
de esas estancias.
Merece la pena conocer el texto íntegro que provocó
la decadencia de la escultura historiada en los claustros y la implantación de
los modelos vegetales. Decía San Bernardo, en controversia con la antigua casa
madre de Cluny en el año 1124: “... ¿Qué hacen en nuestros claustros en
donde los religiosos se consagran a las lecturas sagradas, esos monstruos
grotescos, esas extraordinarias bellezas deformes y esas bellas deformidades?
¿Qué significan aquí los monos inmundos, los leones feroces, los extraños
centauros que no tienen de hombre más que la mitad? ¿Por qué tigres rayados?
¿Por qué guerreros en combate? ¿Por qué cazadores tocando las trompas? Aquí tan
pronto se ven varios cuerpos bajo una sola cabeza, como varias cabezas sobre un
solo cuerpo. Aquí un cuadrúpedo porta una cola de reptil, allá un pez presenta
un cuerpo de cocodrilo. Aquí un animal monta a caballo. En fin, la diversidad de
esas formas aparece tan múltiple y tan maravillosa que se descifran los
mármoles en vez de leer los manuscritos, que el día se pasa en contemplar estas
curiosidades, en vez de meditar la ley de Dios. Señor, si no producen rubor
estas absurdidades, que se deplore cuanto menos su costo...”.
Habían de completar el descalabro de la escultura
monumental de los claustros otras opiniones de monjes piadosos que coincidían
fielmente con las tesis de san Bernardo, cono Hugo de Fouillou que en el siglo
XII decía: “...que se lea el Génesis en un libro, no en una pared ...”.
Compañero de viaje de los dos anteriores fue Aelred
de Rievalux, que argumentaba: “...¿Por qué esas grullas y esas liebres, esos
gamos y esos ciervos, esas urracas y esos ciervos en los claustros de los
monjes? ...
Todo eso no está conforme con la pobreza monástica, y no sirve más que para halagar los ojos de los curiosos...”.
Se expresaba así la nueva tendencia, la pobreza
voluntaria, el freno al derroche y el desafecto por el gasto inútil, en
contraposición a las teorías de la vieja abadía de Cluny en que nada era
demasiado bello ni demasiado suntuoso para la casa de Dios. Sería la vuelta a
la simplicidad evangélica, a la práctica de la pobreza.
Sucederá ahora el fin de los claustros decorados
con imágenes, incluso bíblicas, la iconoclasia voluntaria y rigorista, la
sobriedad y el desalojo de lo monstruoso y mundano por escandaloso y fuera de
lugar. Como dirían los monjes actuales “lo no propio”, convirtiendo esas estancias
en lugares de mayor recogimiento, en vez de lugares de ensoñación, no de
acoplamientos grotescos, aún a pesar de reconocer, como lo hacía San Bernardo
su deforme belleza, pero anteponiendo el ideal monástico de austeridad y
pobreza al lujo de los capiteles y a la dispersión que esas historias podían
provocar en los monjes.
Nada que no pueda tener reflejo en la realidad
actual, de monjes y de no monjes.
LA PUERTA
El Arte Románico, más que ningún otro, concede gran
importancia a la puerta como realidad física de entrada, pero también como
concepto simbólico de penetración en un mundo diferente, en otra dimensión
espacial, en una atmósfera interior que se opone a lo conocido.
La puerta es un vacío en el muro por el que se
pueda penetrar en el edificio. Su instrumentalización en el Arte Románico es
muy variada. Como uso común utiliza el arco de medio punto para cubrir la parte
superior.
Ese mismo arco puede estar repetido en proyección
hacia el exterior con una gran variación de molduras, y decorar así las
arquivoltas, que de ese modo se llaman esas dobladuras del arco semicircular.
Esas arquivoltas pueden ser la joya de la estructura si en sus dovelas reciben
figuras, constituyendo un enorme atractivo de la escultura monumental.
La parte interna del arco puede estar ocupada por
un tímpano, o puede estar vacía.
Si se coloca un tímpano también puede estar
adornado con escultura de variada labor, pero siempre de importante
significación, porque esa era la función del elemento: resaltar lo que se
desease figurar, pues está colocado bajo el arco de una forma especialmente
señalada.
Los capiteles de las columnas laterales se
corresponden con la cantidad de arquivoltas que hubiera. En ellos se aloja la
escultura simbólica y didáctica conveniente. Es una de las características
principales de la puerta, y son piezas que constan de un alto grado de
decoración. Los fustes de las columnas eran monolíticos, y las basas áticas
mostraban molduras de toro, filete y escocia.
La puerta se coronaba por una serie de elementos
que sobresalían bajo el alero del tejado, los canecillos, que aparte de formar
parte de la estructura mecánica de la iglesia por repartir las presiones del
tejado, completarían el programa escultórico del edificio, mostrando las
diversas cualidades de los artesanos. Entre los canecillos puede existir
decoración en los elementos verticales y horizontales, que serían los
ornamentos de las metopas y los sofitos, que completarían el diseño plástico de
la puerta, así como las esculturas que se adosasen al muro de la misma. Pero
ese capítulo lo reservamos para el apartado de las portadas.
La puerta no es sólo estructura arquitectónica. Es
uno de los principales símbolos del conjunto eclesial. Es el eje que separa el
macrocosmos terrestre del microcosmos celeste, el acceso desde lo mundano a lo
divino, de lo inconcreto a lo concreto, de lo profano a lo sagrado. Es el paso
al lugar donde reside la divinidad, la revelación, el cuerpo de Cristo
sacrificado diariamente.
Como símbolo representa una noción moral que se
plasma en una correspondencia entre el concepto y la forma que significa la
importancia del tránsito a una atmósfera diferente, a unos espacios sagrados
que no tienen relación en el mundo exterior que el visitante acaba de
abandonar. Por eso se anuncia con escultura catequética de enorme valor en el
mundo medieval. En ella, por medio de las figuras del tímpano, de los
capiteles, de las arquivoltas e incluso de los canecillos se indicaba la
inmediatez de la entrada en una entidad espacial sagrada.
Era esa escultura el primer eslabón del mundo simbólico que reunía, junto con el dintel y el umbral, concepto y forma, aunque no constituía el único lazo con ese mundo simbólico.
Las inscripciones formaban parte fundamental del
desarrollo de las teorías pedagógicas, a pesar de no poder ser entendidas por
la totalidad de los fieles. En los espacios adecuados se inscribían las frases
que las necesidades aconsejasen y las voluntades decidiesen. Si ello no fuera suficiente,
todavía existían símbolos apropiados, como el Crismón que representaba el
nombre griego de Cristo, o figuras en las arquivoltas que nos informasen del
Cordero degollado, de la Dextera Domini, de los ancianos del Apocalipsis, etc.
Interesa aquí exhibir algunas de esas inscripciones
que manifiestan a la puerta como un mundo nuevo, simbólico, más allá de su
relación con la simple presencia de la piedra.
En la iglesia de Santa Cruz de la Serós, en Aragón,
luce el tímpano la siguiente inscripción: “...Yo soy la puerta de fácil
acceso: fieles pasad a través de mí. Yo soy la fuente de la vida: tened más sed
de mí que de vino, quienquiera que penetre en este bienaventurado templo de la Virgen...”.
En la catedral de Jaca, bajo el crismón de entrada
existe la siguiente inscripción: “... si quieres vivir tú, que estás sujeto
a la ley de la muerte, ven aquí suplicante, desechando los placeres venenosos.
Limpia tu corazón de pecados para no morir de una segunda muerte...”.
En el monasterio de San Juan de la Peña, sólo a 11
kilómetros de la Serós, en una puerta mozárabe trasladada al claustro dice: “...Esta
puerta abre la del cielo a todo fiel que se esfuerce en unir la fe con el
cumplimiento de los mandamientos de Dios...”.
En Santa María de Iguácel en Aragón, reza la
inscripción: “... Esta es la puerta del Señor, por donde los fieles entran a
la casa de Dios...”.
Queden, pues, estas pequeñas muestras como la
voluntad de los constructores de las puertas románicas de establecer sobre
ellas más concepto que el puramente constructivo atribuyendo, no sólo por medio
de la escultura sino también de la inscultura el carácter simbólico de su
efecto, porque ya nada entonces era igual al mundo que se había dejado atrás.
Como sucede en la actualidad, donde la puerta significa
la comunicación con otra estancia diferente que nada tiene que ver con la que
acabamos de abandonar, porque cuando se atraviesa la puerta de una cárcel se
penetra en otro sistema de vida, al igual que si traspasamos la puerta de un
palacio, o de un quirófano, o del puesto de trabajo. Son mundos que poco tienen
que ver en muchos casos con lo simbólico, pero que indican la capacidad de la
puerta para trasladarnos a otras situaciones. En el caso de la puerta románica,
a lo sagrado.
EL TÍMPANO
El Arte Románico caracterizó de forma especial las
puertas de entrada al templo. En unos casos ofrecía ricas portadas con grandes
alardes de escultura. En otras las señalaba con hermosas arquerías y hermosos
capiteles. Pero donde destacó ciertamente fue en la concepción de los tímpanos
decorados sobre ellas que las identificaron como uno de los mejores hallazgos
del arte medieval.
El descubrimiento y desarrollo del tímpano
constituyó uno de los elementos de mejor fortuna en la simbiosis entre la
arquitectura y la escultura; porque de ese modo se fundían en una sola
concepción plástica los dos parámetros fundamentales de la monumentalidad
románica: la constitución del espacio arquitectónico y la plasmación de temas
escultóricos sobre la superficie de muros y puertas.
Pero, como en todo el proceso de recreación de la
escultura, tarda en aparecer esa nueva formación arquitectónico-escultórica,
porque en el arte románico primero surgió la arquitectura, y después muy
lentamente fue acompañada por la escultura en la concepción final de lo que
llegaría a ser la estética y la plástica románica. Así aconteció hacia el año
800 en las iglesias francesas de Saint Germingy-des-Près y Saint Laurent de
Greville.
Pero pronto, a principios del siglo XI, comenzaría
el embellecimiento exterior de los edificios con la escultura propia del
momento, que al principio se manifestaría en la concepción de frisos en
sillares rectangulares. En la España románica del primer cuarto del siglo XI
los hay en Saint Genis les Fonts y San Andrés de Sureda.
Para el surgimiento de la idea escenográfica del
tímpano se ha barajado la posibilidad de ser la representación cristianizada
del frontón de los edificios de la época clásica, corregido en el arte románico
por no perfilar totalmente el volumen superior del templo, sino modelar
solamente la parte superior de la puerta.
Su concepción no estuvo exenta de problemas, como
eran los que se referían a la finalización de los ángulos, en los que la
curvatura obligaba a situar figuras de menor tamaño que en las posiciones
centrales.
Con respecto a las arquivoltas o arcuaciones, es
más fácil encontrar el origen, pues ya estaban en el ámbito de lo
paleocristiano con pinturas añadidas en su interior, o en las formaciones de
pinturas murales, y también en las representaciones de mosaicos, o en el
exterior de los sarcófagos.
Era costumbre romana resaltar las figuras
importantes situándolas bajo un arco. Es así como surgió la costumbre de
hacerlo en las catacumbas, donde un “arco solio” identificaba el
enterramiento de un personaje reconocido.
Los pasos para el establecimiento mecánico del
tímpano sobre las puertas fueron los siguientes. Primero concebir la idea de un
dintel tallado como deseo de ornamentación de la puerta. Después el redondeo de
los lados de la piedra para adaptarlo al espacio del arco de descarga, como
solución para adecuar la pieza a las formas dinámicas del arco. Por fin el
relleno con escultura del espacio prefigurado según los pasos anteriores, ahora
con escultura de tipo simbólico que habría de hacer relación a la configuración
general del templo en lo que se completarían los contenidos de la escultura
interior y exterior, como modo de explicación de la catequesis evangélica en un
lugar de tránsito, de inicio de la procesión mediática que significaba la
penetración en el templo.
Eso es lo que caracterizó a los tímpanos románicos, independientemente de su función mecánica dentro del edifico, y del paramento en particular. Es en ese lugar donde va a tener lugar la aparición de los diferentes mensajes que los clérigos pretendían fuesen absorbidos por el pueblo que a su entrada los contemplaba. Serán programas que abarquen todo tipo de catequesis evangélica, desde los más sencillos a los más complicados, pero siempre con la finalidad de diligencia funcional que se pretendía.
En el tímpano de Sanguësa Cristo ha vuelto a la
tierra para juzgar a vivos y muertos, es la Parusía, la segunda venida del Redentor. Allí se encuentra, en el
medio, centrando toda la escena, separando a los salvados de los condenados,
con los cuatro trompeteros que anuncian la gloria y el castigo del Señor. Allí
está también San Miguel con la balanza en la mano intentando suplir la
ocupación de Cristo. María es mostrada como la reina de los Apóstoles en clara
alusión al cuidado del colegio apostólico después de la ascensión de Jesús a
los cielos.
Las arquivoltas señalan la presencia de santos,
héroes, animales, escenas de juglaría y toda suerte de actitudes que en la Edad
Media se podían encontrar como un mundo combinado de lo real y lo irreal, como
una escena de lo cotidiano y lo supremo, sin que hubiera demasiada frontera
semejante a la vida real.
Para eso sirvieron los tímpanos. Primero para
cubrir las necesidades de la arquitectura, y después para transmitir el mensaje
homilético de las sagradas escrituras. Sanguësa representa a la perfección lo
sencillo y lo abigarrado de todo lo explicado.
LAS PORTADAS
El Arte Románico ofrecerá las más bellas portadas
de la historia del arte cristiano.
Es necesario aclarar la distinción entre puerta y
portada, pues la primera se refiere al vano de entrada a la iglesia, mientras
que la segunda engloba a la puerta en su estructura más amplia al extender su
área de influencia por los muros laterales de la misma.
No todas las iglesias románicas lucieron esas
flamantes portadas donde se alojaba una escultura de gran volumen y calidad. El
Primer Arte Románico carecía de ellas muy efímeras sus representaciones en esa
primera etapa; aparte de que las puertas de ese momento ofrecían sólo la lisa
funcionalidad de la entrada.
Tampoco todas las iglesias del Segundo Arte
Románico tuvieron portadas decoradas, porque la inmensa mayoría de ellas eran
de una sola nave en el mundo rural, y carecían de proyectos de envergadura
debido a la escasez de recursos y a las reducidas posibilidades de las
superficies de sus muros.
Ni igualmente las iglesias no rurales se adornaban
con esas flores, porque el fenómeno de las grandes fachadas decoradas con
abundante escultura se introduce en territorio español una vez que el Segundo
Arte Románico estuvo asentado y ya entonces la construcción de los edificios
estaba o muy avanzada o finalizada.
Esa es precisamente la razón de que uno de los más
emblemáticos edificios del románico español, la iglesia palentina de San Martín
de Frómista, carezca de esa profusión escultórica en sus puertas, o de que la
catedral de Jaca sólo adorne su fachada principal con un hermosísimo crismón y
valiosas inscripciones.
Otras serán las que se lleven la gloria de las
grandes decoraciones. Aquellas que se levantaban en el momento en que se
instalaba en nuestra tierra la moda de recubrir totalmente los muros anejos a
la puerta. Hay que anotar que era una moda muy cara, por lo que aun pudiendo
exhibir algunas hermosas portadas, no muchas podían afrontar tan grandes
gastos.
Se produce la inmersión en este mundo de plenitud
escultórica a partir de la segunda mitad del siglo XII en construcciones
románicas de muy alta consideración estética, o muchas veces como remedo a
iglesias que querían mejorar la hermosura de sus antiguas puertas.
El Camino de Santiago es un hermoso ejemplo de la
aparición y profusión de las portadas románicas como muestran las iglesias de
Santa María la Real de Sangüesa, San Esteban de Sos del Rey Católico, San
Miguel de Estella, San Salvador de Leyre, Santiago de Carrión de los Condes, y
la propia catedral de Santiago de Compostela que recibieron la visita de los
artesanos instalando sus modelos en las fachadas principales de esos edificios.
En ellas hacían convivir los programas teológicos
con los profanos en una demostración de que el mundo no estaba tan dividido
como trató de aparentar la crítica histórica. Allí podemos ver desde los
clásicos tímpanos con la Maiestas Domini acompañada por el Tetramorfos, la
condenación de réprobos, salvados, diferentes tipos de apostolados y escenas
bíblicas, hasta una amplia nómina de los oficios de la época, escenas de caza,
leyendas transberizas, y presencia de animales monstruosos extraídos de las
leyendas del mundo antiguo que se mezclaban con la fauna real del momento.
Llama hoy la atención que entre todas las fachadas
que hemos referido con su nombre sólo una, la de Carrión de los Condes, parezca
mantener la ubicación de sus figuras en un orden comprensible, si bien es
cierto que se trata sólo de un friso y no de una portada con escultura
invasiva. Las otras exhiben un desorden incomprensible en sus imágenes. En
algunas hay que suponer reposición y reubicación de lo actual como informa el
Códice Calixtino en el relato de lo visto antes de la remodelación posterior
como causa del incendio sufrido por la catedral pocos años antes. En otras
sorprende el carácter acumulativo de escultura como si se tratase del
amontonamiento de figuras en un museo provincial.
Dar cohesión y explicación a todo lo allí expuesto
es bastante complicado y frustrante en muchos casos. Pero no lo es la
contemplación de ese abigarrado mundo que nos han dejado los escultores de esas
portadas como uno de los elementos más atractivos de las iglesias, de tal modo
que cuando hacemos cientos de kilómetros para encontrarlas nos compensa la
distancia recorrida con la bella exposición de sus maravillas.
Uno de los ejemplos más significativos es el de la
iglesia de Santa María la Real De Sangüesa donde la efusión de esculturas hace
que casi reborde el mismo marco de la portada y se instalen en los muros
adyacentes de la iglesia. Es allí donde se nota mejor el efecto de “portada”,
porque la enormidad de sus dimensiones se ve completamente repleta de figuras
que determinan variados conceptos de explicación.
Hermoso es el apostolado del friso superior, que
aloja sus figuras en dos pisos de arquerías presidido en el centro por una
Maiestas Domini con el Tetramorfo. Bello es el tímpano que preside Cristo
redentor separando a los condenados de los salvados. Bajo su figura hay un
nuevo apostolado presidido por la Virgen con Niño, como prefiguración de la
Reina de los apóstoles después de la Ascensión de Cristo al cielo. Las enjutas
de los arcos ofrecen un repertorio de escenas evangélicas, de caza, de
monstruos, de condenación de la lujuria, y toda suerte de dibujos y animales
propios de un bestiario medieval. Las arquivoltas están repletas de oficios,
monjes, santos y animales. En las columnas de entrada las tres Marías se
enfrentan a Judas que auto ajusticiado tiene el letrero de Mercator en
su pecho.
No debemos, ni podemos ir más allá en el análisis
de las otras portadas o de sus significados dentro del Arte Románico nacional e
internacional porque no nos lo permite el espacio asignado. Pero si procede
dictaminar la presencia y la belleza de este tipo de decoración de las puertas
en nuestra tierra, que por la amplitud de sus desarrollos conviene llamar PORTADAS.
Portada de Santa María la Real, Sangüesa, Navarra. |
El Arte Románico no sólo produjo obra eclesiástica,
aunque sea la que más destaca por su continua y amplia monumentalidad, sino
también obra civil de palacios, villas, murallas, castillos, puentes y
calzadas, que se formalizaron en particulares construcciones constituyendo
parte de la vida cotidiana del hombre medieval.
Entre las más interesantes e importantes, por su
función, estaban los puentes, que si bien no son obra de exclusividad de la
época, sí tuvieron un gran desarrollo por permitir la movilidad de las gentes
en el mundo de las peregrinaciones y de las Cruzadas, debido al enorme trasiego
de personal humano y mercancías que precisaban infraestructuras para el
desarrollo de la comunicación y el comercio.
No es posible negar que la época del Arte Románico
fue la de un público viajero que, por distintas razones se comunicaba con las
zonas cercanas a su villa o comarca, pero también con lejanías conocidas e
interesadas de viaje que sucedían en el momento de la formación de las
nacionalidades en Europa, del despertar a una nueva vida después del año 1000,
donde la demografía había explotado en forma de mayor poblamiento del hábitat
conocido. Es el momento de la curiosidad, de la necesidad expansiva y de la
oportunidad.
Todos ellos debían cruzar los puentes que la
geografía les ofrecía para llegar a su destino.
El puente es la infraestructura que evita el vado,
común y peligroso, que se supera por un viaducto. Hasta entonces existía el
recurso de cruzar el río por sus aguas, vadear el río, que era barato, pero
peligroso e incómodo para personas y bienes. Precisamente porque solucionaba
esos graves problemas y beneficiaba a gran número de gentes fue considerada su
construcción como una “obra pía”, para no poner en peligro a las personas que
debieran atreverse a cruzarlo por los vados.
Unas veces recibía financiación por medio de mandas
testamentarias o colectas públicas. Otras se pagaban arcos concretos por
personas individuales. Después del siglo XIII se llegaron a promulgar indulgencias
para quienes contribuían a sufragar los gastos.
Pero el puente no sólo era importante como obra
monumental, física y fijada en un lugar preciso que las gentes conocían de
antemano, sino que tenía la posibilidad de actuar de gancho para la creación de
nuevos lugares, como campo de fuerzas de otras construcciones, desde molinos de
agua a pequeños y grandes núcleos de población. Serán puntos singulares, poros
de penetración en otras tierras, las que estaban enfrente; lo que los hacían
lugares ideales de control de personas y enseres, convirtiéndose en fuente de
riqueza por los pontazgos exigidos, o por la importancia de ser límites
administrativos, reales o territoriales. Eran un sistema de relaciones entre
elementos diversos, condicionantes de un enorme campo gravitatorio en torno a
ellos, lugar de atención especial. Por eso tenía tanta importancia su
construcción, y por eso era favorecida por los reyes, debido al interés
estratégico y económico que representaban.
Quizás una de las mejores formas de poder entender
la importancia y seguir la evolución de estos puentes medievales nos la ofrece
la red viaria que más los vio construir a su vera. Me refiero al Camino de
Santiago, donde todavía hoy es posible encontrar innumerables estructuras que,
en algunos casos, están en perfecto uso para transeúntes, y que en otros
todavía son capaces de absorber circulación rodada.
Grande y poderoso es el Puente sobre el río Órbigo.
Con 20 luces de arcos diferentes todavía admite el paso de vehículos por su
rodadura. El puente de Puente la Reina tiene una longitud de 109 metros.
Construido por doña Mayor, esposa de Sancho el Mayor, aún asombra por su
prestancia, con 5 esbeltas bóvedas con arquillos de aligeramiento y luces
máximas de 20 metros. El Puente de Canfranc es de alta montaña. Por un curso
menor de agua pero violento, sólo muestra una bóveda de gran anchura para el
flujo torrencial de las aguas del deshielo. El Puente de la Magdalena, en
Pamplona, es de recia y severa construcción, sin demasiados arcos, pero
fuertemente armados El Puente de Molinaseca, en el Bierzo, señala linealmente
el camino de los peregrinos a Compostela, como luce en su letrero “puente de
los peregrinos”. El largo Puente de Ponte Fitero sirve hoy de división
territorial de las provincias de Burgos y Palencia. El Puente de la Trinidad de
Arre está enclavado en un conjunto edificatorio de gran alcance, donde se
incluyen la iglesia, el monasterio, el hospital de peregrinos, molinos y
batanes, en la consideración de importante centro industrial dependiente de
Roncesvalles. El puente es el elemento que incardina todo el conjunto.
Son sólo unos pequeños ejemplos de la gran cantidad
y variedad de puentes medievales todavía en pie y en servicio.
EL PÓRTICO DE
LA GLORIA
El Arte Románico logró en el Pórtico de la Gloria
una de sus más cualificadas obras. Es actualmente obligado referente en la
historia del arte mundial, a la altura de la catedral de Nôtre Dame de París o
de la Piedad de Miguel Ángel.
Fue realizado como entrada principal a la catedral
románica de Santiago de Compostela completando de ese modo la obra comenzada
por la cabecera en el año 1075 por el obispo Peláez y el rey Alfonso VI.
Su autor fue el maestro Mateo, como figura en la
inscripción de los dinteles. El rey Fernando II de León promueve la
finalización de las obras de la catedral, según consta en contrato expedido a
favor de Mateo el 23 de febrero del año 1168. La fecha de 1188 que luce el
tímpano podría considerarse como la de finalización total o parcial de la obra,
por lo que el remate general estaría entre 1168 y 1188, incluyendo la arquitectura
general del Pórtico de la Gloria.
Pórtico significa protección
cubierta de la puerta. En el
caso de Santiago de la entrada triple a la catedral, que permaneció siempre
abierta hasta el siglo XVI, y más tarde absorbida por la gran edificación barroca
del maestro Casas y Novoa.
El pórtico o porche es una tercera forma
constructiva y ornamental de disponer la entrada a una iglesia, con una
infraestructura diferente a las dos hasta ahora analizadas: la puerta simple,
más o menos decorada, y la puerta enriquecida con escultura. Significa un
espacio libre delante de la puerta con volumen autónomo y adelantada a los
muros con cubrición de la propia puerta.
El Pórtico de la Gloria es el mejor ejemplo de los
realizados en tierras ibéricas, después de los existentes en la catedral de
Jaca, o en la iglesia de San Vicente de Ávila. Esa misma protección facilitaba
que el espacio destacado pudiera albergar algo más que una puerta lisa.
La importancia de la catedral de Santiago en el
mundo de la peregrinación hacía que los peregrinos se pudiesen agolpar en el
porche de la iglesia antes de entrar en su interior. Concibió el maestro Mateo
esa oportunidad de aglomeración y asombro que debería causarles el llegar a la
meta de sus anhelos. Era el pórtico el lugar propicio para dejar sentir toda la
emoción de su fatigosa caminata y detenerse para elevar alguna oración de
agradecimiento a la vez que se les brindaba la oportunidad de reflexionar sobre
los textos evangélicos que allí visualizaban
Aglomeración y oración se conjugaban perfectamente
en este pórtico, que por ambas realidades, fue denominado tardíamente como
Pórtico de la Gloria.
Sus tres arcos exponen la apoteosis de un mundo
simbólico y revelado con el Apocalipsis como centro de atención principal.
Presidía Cristo en el arco central rodeado de los
cuatro evangelistas con el pueblo redimido a los lados, y con los ángeles
portores de los instrumentos de la Pasión en la base del tímpano, con los 24
ancianos en el arco llevando instrumentos musicales y copas.
Era el mundo de la revelación que se presentaba
ante los fieles, mejor ante los peregrinos, que discurrían bajo sus tres arcos
hacia la tumba del apóstol Santiago que presidía su recorrido alzado en la
columna central, sobre la representación de la genealogía humana y divina de
Cristo. Los arcos laterales informaban de la separación de los salvados y los
condenados, así como del rescate de la promesa mesiánica en el Limbo de los
Justos.
Todo este mundo de profunda simbología evangélica estaba realizado en la más excelsa escultura que produjo el Arte Románico. Modernamente se le ha denominado como Estilo 1200, porque bajo ese epígrafe se ha querido ver toda la escultura que en esa época de cambio de siglo había transformado el rigor del hieratismo románico en las primeras sonrisas del Arte Gótico, que comenzaba a florecer bajo parámetros de naturalidad y frescura enfrentado a la rudeza anterior.
Lo que en otras partes se podía comprender en unas
pocas figuras o en capiteles aislados, en el Pórtico de la Gloria se ve
representado en más de 250 figuras, que a pesar de no poseer todas las mismas
autorías, no dejan de asombrar cómo han logrado equilibrar tan bellamente todo
el conjunto. Parafraseando a un erudito profesor compostelano se podría afirmar
que “Europa comenzó a reír en Compostela”, pues la imagen sonriente de Daniel
en el grupo de los profetas es de un candor y de una perfección de estilo que
no es posible imaginarla en las tristezas del arte escultórico anterior.
Las grandes obras de arte lo son por la propia
naturaleza de su perfección, pero mejoran por el emplazamiento que las acoge.
Nadie duda del valor del Moisés de Miguel Ángel, de su David, o de su Piedad.
Pero poco dirían a algunos si se contemplasen en una pequeña habitación llena
de oscuridad y moho.
Eso le sucede al Pórtico de la Gloria. La
excelencia de su escultura estuvo salvaguardada secularmente por el pórtico que
la acogió desde su creación, y aun siendo hoy su contemplación un tanto claustrofóbica
puede realizarse dentro de unos de los mejores conjuntos catedralicios del
mundo cristiano, la catedral de Santiago.
El fervor, la arquitectura y la escultura han
logrado que el Pórtico de la Gloria siga siendo la admiración de todos los que
nos situamos bajo sus arcos.
LA ESCULTURA I
El Arte Románico consiguió una de sus más altas
cotas plásticas en la calidad de su escultura, que se incorporó de forma
eficiente y con soberbia maleabilidad a la arquitectura como gran apartado
identificador. .
Esa producción escultórica se desarrolla entre los
toscos relieves del Primer Arte Románico en los tímpanos de Fonts y Sureda, y
las importantes fachadas del segundo Arte Románico de Carrión, Ripoll, Leyre,
Sangüesa, Estella y Soria, o se encuentra de forma abundante en los claustros
de Silos, San Juan de la Peña, San Pedro de la Rúa, Pamplona o Soria,
sublimándose en el Pórtico de la Gloria con la llegada del maestro Mateo a
finales del siglo XII, ya muy presente el Tercer Arte Románico, tanto en arquitectura
como en escultura.
Todas las etapas escultóricas mostraron la enorme
personalidad que revelaban las conexiones con los eventos que estaban
sucediendo en el universo escultórico del mundo románico. Ocurría lo mismo con
la arquitectura, al acomodarse a los nuevos centros de producción, aunque las
influencias recibidas no solapaban totalmente la capacidad de una importante
producción autóctona.
Llama poderosamente la atención tanta proliferación
en tan poco tiempo, sobre todo después de la sequía de los siglos anteriores.
Era como si en las palabras del monje Gabler “el manto blanco de iglesias”
se hubiera olvidado de mencionar el ornato de todas esas construcciones, porque
estalló a la misma hora y en los mismos edificios que se estaban levantando después
del año 1000, aunque hubiera que esperar a la segunda mitad de ese siglo para
percatarse de la eclosión escultórica.
Respondía su instalación a varios factores. La
causa primordial era la evangelización de los fieles que disfrutaban de su
visión. Era la enseñanza de las cosas de la fe por otros medios. El necesario
adoctrinamiento que se instalaba en los lugares más apropiados del monumento:
en las puertas, en los dinteles, en los capiteles que observaban quienes oían y
veían la misa dominical. En cualquier lugar que fuera necesario para
complementar la homilética de los clérigos, que de ese modo veían cumplidos sus
deseos de integrar todo el edificio en función sacra.
Pero también respondía al gusto por la
ornamentación, pues había escultura que mostraba elementos vegetales, animales
y geométricos, como un complemento diferente de las figuras religiosas. De tal
modo que no es nada raro encontrar en la iglesia de Frómista un capitel con la
historia clásica del cuervo y el zorro, o asombrarnos de la gran cantidad de
monstruos que existen en los capiteles del claustro de Silos, que, a priori, no
deberían estar en un claustro de monjes.
La principal misión de la plástica escultórica románica es su dedicación a la pedagogía evangélica con temas de fácil reconocimiento y alusión clara a la virtud o pecado que se pretendía reconvenir o penalizar. Alcanzaba la dimensión de Biblia ilustrada para ignorantes, la alfabetización de adultos e iletrados.
La figura, el icono, representaba mejor la idea que
la palabra, sobre todo porque no todo el mundo sabía leer. Actuaba como
conocimiento y estímulo siempre en la dirección moral y religiosa deseada.
En general el mensaje era sencillo, sin desviarse
mucho de su intención, porque se concebía como adaptación práctica, aunque en
medio del mismo existieran claves de más difícil comprensión.
Lo representado debía ejercer su función en varios
sentidos: debía servir a los principios catequéticos y morales de la Iglesia
con relatos de las Sagradas Escrituras o como corrección de los vicios sociales
y las desviaciones propias del ser humano: la lujuria, el robo, la
maledicencia; con lo que se debía aumentar la plasticidad de los ejemplos y
agudizar el ingenio de representación. También informaba de la etnografía
popular, como era la muestra de los oficios, de luchas, peleas, historias de
juglares, fábulas antiguas, etc.
Se agrupaba en la escultura la ambivalencia de los
principios religiosos con los mundanos conviviendo en el mismo muro, en la
misma portada o en capiteles cercanos, como demostración de que ambos universos
existían y que su representación conjunta no formaba parte más que de la
normalidad de la vida común, que junto a las grandes teofanías informaba de las
cuestiones más usuales de las gentes, llegando en algunos casos a mostrar
escenas de alto sentido erótico como un apartado más de la cultura popular del
momento.
Eran los comics de la época que ilustraban
las funciones y disfunciones del mundo que les había tocado vivir, una especie
de televisión interactiva que mostraba las novedades del momento, aunque no
fueran tan novedosas, pero lo era la forma de representación, que eso era la escultura.
LA ESCULTURA
II
El Arte Románico dedicó especial atención a la
escultura en la concepción de su plástica.
Lo hizo comprendiendo la importancia que tendría
para enriquecer la arquitectura que trataba de ocupar. Los primeros ensayos del
Primer Arte Románico resultaron significativos en la poca atención que se le
había prestado. Prueba de ello son los escasos ejemplos de escultura en esa
época, si exceptuamos los realizados en las fachadas de Saint Genis les Fonts,
San Andreu de Sureda y Sta Mª de Arles, como ya señalamos, con interesantes
dinteles, pero muy alejados de los modelos posteriores.
Habría que esperar a los finales del siglo XI para
empezar a ver obras escultóricas de alcance en el románico español. Aparecen en
las emblemáticas iglesias de la catedral de Jaca, en la de San Martín de
Frómista y en la catedral de Santiago, así como serían de esperar en los
edificios no presentes que se desarrollaron en esas cronologías, entre los que
habría que contar con las desaparecidas iglesias de Cardeña, Silos, las
catedrales de Burgos o Astorga, que debían configurar un conjunto notable de la
escultura románica en el Segundo Arte Románico, de plenitud y madurez de formas
a juzgar por lo conservado.
No sólo sería la etapa de introducción, aparición y
asentamiento, sino de brillantez histórica o heroica que nos conduciría al
resultado final del Estilo 1200.
Es ahora cuando se va a recomponer la estatuaria
románica intentando reverdecer cánones de la antigüedad clásica con la
recuperación del capitel corintio, lleno de hojas de acanto en sus formaciones
vegetales, y las distintas figuraciones humanas encajadas en esas formas
cónicas, o las de su presencia en fachadas y relieves. Se notará el clasicismo
de los maestros que beben de las artes suntuarias, de las placas y los
sarcófagos antiquizantes que la historia y los lugares ponían a su disposición.
Dentro de las nuevas realidades escultóricas habrá
edificios y maestros que inundarán zonas determinadas y fábricas concretas con
sus impulsos y modos de hacer. Sucede con el maestro de Jaca que posteriormente
actúa en Frómista, o el maestro de San Juan de la Peña que tendrá influencia en
las obras aragonesas cercanas a ese monasterio como en Ejea de los Caballeros,
Santiago de Agüero, o en el claustro de la catedral de Huesca. El maestro Mateo
sufrirá la copia de la puerta oeste, o del Paraíso, de la catedral de Orense,
al tiempo que extiende su impronta sobre otras obras de Galicia como la iglesia
de San Juan de Portomarín, resultado más importante de esa influencia.
Se cierra así el panorama del final del siglo XI y
mitad del siglo XII, con la excepción cronológica de lo ya admitido para el
maestro Mateo.
Será después de la segunda mitad del siglo XII y el
primer tercio del siglo XIII cuando se multiplicarán las canterías en nuestro
país y florecerá grandemente la escultura monumental. Es el momento de la
fiebre constructiva en España que el monje Gabler situaba al comienzo del año
1000 en Francia. Será también el momento clave de la liberación de la escultura
de los tímpanos y de los capiteles invadiendo las fachadas de Ripoll, Estella,
Sangüesa, Carrión, Leyre, Sos, Santiago o Ávila.
Es el momento de la eclosión. En algunos casos del
amontonamiento sin sentido, de las reubicaciones de piezas, de la falta de
criterio en las instalaciones de las figuras como son los casos de Leyre,
Sangüesa, Estella y Platerías, aunque en León, Ávila y Carrión parezca
comprenderse mejor los alineamientos de las imágenes.
La pedagogía rebasaba el ámbito para el que había
sido concebida, el de los capiteles, las puertas, las arquivoltas, y a mucho
forzar el de los tímpanos. Era como si existiera una imperiosa necesidad de
ampliar la exposición de los conceptos teológicos y se procurara más espacio
para ello, semejando arcos triunfales de la romanidad en los que se exhibían
los trofeos del héroe y de todos sus atributos.
La catedral de Santiago fue el mejor ejemplo de lo
descrito, pues el Códice Calixtino, escrito hacia 1140, informaba ampliamente
de las figuras de las tres fachadas existentes. Hoy no nos es posible observar
tal espectáculo porque la fachada norte, o de Azabachería, fue suprimida para
construir la actual y muchas de sus esculturas trasladadas a la fachada sur o
de Platerías, donde fueron acumuladas sin el sentido original, trastocando la
ubicación de las existentes en Platerías al absorber otras de diferentes
lugares de la catedral y distintas canterías. Con respecto a la fachada principal,
las últimas investigaciones no la conciben como construida, sino como imaginada
por el cronista del códice, pero ello no elude la realidad de un mundo
abigarrado de figuras en los muros norte y sur de la catedral románica de
Santiago.
La llegada del Estilo 1200 con su naturalismo
vegetal y humano también habría de notarse en las fachadas, como ocurre en la
de San Miguel de Estella, o en la estatuaria general del Pórtico de la Gloria,
al que hemos dedicado un largo capítulo de esta crónica artística.
Con la presencia y representación de este estilo
puede darse por acabada la aventura de la escultura románica en la Edad Media,
para empezar a pensar en modelos mucho más estilizados y risueños que
aparecerán al calor de las nuevas tendencias francesas que se irán instalando
en las catedrales góticas del momento.
No es lugar ni ocasión para discutir la primacía de
una forma sobre otra porque ambas son excelentes realidades artísticas, pero a
nadie se le puede negar la capacidad de optar. Quien suscribe estas líneas hace
mucho tiempo que se enamoró de Silos, de Sangüesa, de Estella, de Jaca, de
Leyre, del Santiago de Platerías, y sobre todo del Daniel del Pórtico de la
Gloria.
MONSTRUOS Y
ANIMALES
El Arte Románico logró en las figuras de sus
esculturas hermosas representaciones humanas, pero no lo fueron menos las
animales y fantásticas.
Prescindiendo de las primeras, el mundo románico
alcanzó metas de gran altura en la talla de monstruos y animales. No
significaba, ni ahora ni entonces, lo mismo monstruo que animal.
El monstruo pertenece al mundo fantástico, alejado
de la realidad presente, de la fauna del planeta y separado de ella en sus
representaciones básicas. Era una figura fabulosa con ciertos elementos
animales, con alguna semejanza a la fauna real. Vendría a completar la Creación
en los modelos laicos y cristianos, pero en clave de error y fabulación.
Constituía un mundo paralelo, desconocido e inducido desde la antigüedad
clásica.
El animal representaba la realidad, la actualidad
de la fauna existente, lo táctil, visual y empírico. Respondía al conocimiento
práctico de lo próximo sin necesidad de reconocer más que los caracteres de las
respectivas especies. Era el Arca de Noé como representación de lo genérico, de
lo común.
Ambos conceptos y formas no se oponían radicalmente
en el mundo medieval, sino que se completaban en una totalidad compuesta de
seres reales e irreales, como algunos Padres de la antigüedad habían asegurado.
Todo vendría a formar parte de la Creación. Los animales como virtud y
desarrollo de lo divino, y los monstruos como defecto de esa misma realidad
presente.
La utilidad del monstruo era mostrar los factores
más insospechados y a la vez esclarecedores del ambiente por medio de la
distorsión de sus formas, readaptar lo sobrenatural como actividad intelectual
y de clasificación de la naturaleza animal, confrontar lo conocido y lo
imaginario.
Fue muy efectiva su puesta en escena, porque la mediatizada sociedad medieval aceptaba lo prodigioso y sobrenatural como solución complementaria de lo real. Una realidad imperfecta por los pecados y licencias de los hombres que habían trastocado las órdenes divinas, por lo que tuvieron que ser desalojados del Paraíso terrenal, donde todos los animales estaban a su servicio en un orden perfectamente inteligible y sin ningún tipo de dualidad monstruosa.
Los monstruos y los animales estaban mezclados en
la literatura de la época, en los bestiarios, que eran el vademécum representativo
de todo lo existente. Pero esos mismos libros procedían de la antigüedad
clásica, idealizados como bien cultural irrefutable, terreno de búsqueda de las
formas literarias y plásticas medievales.
La Edad Media, no segura de su propia cultura ni de
su propia fauna, adoptó los modelos literarios antiguos como válidos en todas
sus expresiones, del mismo modo que certificaba las verdades evangélicas y
aceptaba los lugares comunes recurrentes del clasicismo.
Fue así como la escultura del Arte Románico
representó lo real y lo fantástico sin una línea divisoria de lo verdadero y lo
falso. Al lado de hermosos ciervos, aparecían sus hermanos con alas. Los
feroces leones veían transformada parte de su anatomía cambiando su cabeza por
la de un águila con alas, como sucedía con los grifos, animal que acompañamos
en la representación fotográfica. Las aves compartían el cuerpo con una cabeza
de mujer transformándose en sirenas aladas, como trasunto del más rancio mundo
griego. Los centauros, los basiliscos, los dragones, se agolpaban al lado de la
fauna real de liebres, águilas, y todo tipo de animales domésticos.
Pero no había nada gratuito en su exhibición, pues
sus virtudes y sus defectos estaban al servicio del dogma, de la doctrina
cristiana en su más pura función de pedagogía teológica, como aparecía relatado
en las definiciones que de ellos se ofrecían en los bestiarios. No existía
interpretación libre de los monstruos y animales. Todo estaba codificado desde
las estructuras eclesiásticas, de modo que no se les escapara la posibilidad de
influencia y dominación, no sólo de las gentes sino de la propia Creación.
Toda esta pedagogía monstruoso y animalística ya
había sido apoyada por San Agustín que opinaba que las imágenes debían servir
para hacer variar las conductas. Era la adecuación de las formas al medio,
porque cada monstruo o animal generaba su propio discurso que debería provocar
las adecuadas reacciones en quien lo interpretara, aceptando como síntesis,
según el santo, que “enseñar es una necesidad, deleitar un encanto y
persuadir una victoria”. San Bernardo vendría a romper, con su discurso
teológico, la presencia del monstruo en la estatuaria románica con la
disquisición de aceptar solamente lo real, que era el Evangelio, y romper con
lo irreal, el mundo monstruoso y animal.
Pero antes de llegar a esa tendencia restrictiva
las paredes de las iglesias y los capiteles de los claustros se habían llenado
de monstruos y animales en una convivencia difícil de comprender si atendemos a
la radical diferencia de los dos mundos, que sólo sirvieron para aglutinar la
pedagogía cristiana con intención de no perder el pasado y dominar el futuro
por medio de adaptaciones y readaptaciones de las herencias clásicas.
LAS SIRENAS
El Arte Románico impulsó la representación
escultórica de sirenas en su doble formación de aladas y marinas, como herencia
del conocimiento que de ambas tenía del mundo clásico.
La sirena es un mito literario griego que aparece
por primera vez en la Odisea. En ella Ulises se hace encadenar al mástil del
barco para oír el canto de las sirenas costeras, después de mandar a los
tripulantes de su nave que no atiendan sus peticiones de desatarlo, si lo
reclama. Así aparece representado por primera vez en la iconografía de un vaso
griego el héroe griego, encadenado al mástil del barco con tres sirenas a su
alrededor.
En la representación se puede leer la palabra sirena,
que tiene cabeza de mujer y cuerpo de ave, en una formación muy parecida a la
de las arpías, de las que es muy difícil diferenciarlas dependiendo de su mayor
o menor perversión, de la posesión de pechos o no, formas muy sutiles.
La simbología de esas figuras estaba condensada
como una atracción hacia la perdición, signo del engaño que atraía a los
navegantes a la costa para después devorarlos. El mito y simbología llega hasta
la actualidad en el dicho de "oír cantos de sirena", como
sinónimo de embaucamiento.
Dice el Physiólogo del siglo V, uno de los
bestiarios más antiguos: " El moralista enseña que las sirenas son
crueles; que viven en el mar, que los acentos de sus voces son melodiosos, y
que los viajeros quedan prendados de ellas hasta el punto de precipitarse en el
mar, donde se pierden. El cuerpo de estas encantadoras es el de una mujer,
hasta los senos; el resto recuerda al pájaro, al asno o al toro" A
continuación aplica la moralidad negativa de las sirenas.
Pero no es la única representación que existe de
ellas en el mundo antiguo porque también aparecen con cola de pez a partir del
siglo VI en el "Liber Monstruorum de Diversis Generibus", donde se
puede leer "Las sirenas son doncellas marinas, que seducen a los
navegantes con su espléndida figura y con la dulzura de su canto. Desde la
cabeza hasta el ombligo, tienen cuerpo femenino, y son idénticas al género
humano; pero tienen las colas escamosas de los peces, con las que siempre se
mueven en las profundidades".
Puede, pues, anotarse la dualidad de representación
de las sirenas, que comenzaron a ser aladas en la literatura griega de la
Odisea y se transformaron después en marinas en el mundo latino. Después, el
Romanticismo habría de asegurar casi como única forma la alada, y disminuiría
la representación de la marina.
Mezcladas aparecen en el Bestiario de Pierre de Beauvais de 1206: " Hay tres clases de sirenas: dos de ellas son mitad mujer y mitad pez, y la otra, mitad mujer y mitad ave".
El valor moral definitivo acerca de las sirenas lo
vamos a encontrar en Brunetto Latini en el año1220: "... lo cierto es
que las sirenas fueron tres meretrices que engañaban a todos los que se
cruzaban en su camino y los arruinaban. Y dice la historia que tenían alas y
garras en representación de Amor, que vuela y hiere; y que vivían en el agua,
porque la lujuria está hecha de humedad".
Nada mejor que represente el engaño y la precaución
para exhibirlas en las portadas de las iglesias, en los capiteles de los
claustros y ante cualquier otra visión pública. La iconografía servía una vez
más para la representación de vicios y virtudes que se interpretaban según las
necesidades de los que trataban de fustigarlas con los medios a su alcance. Era
un caso perfecto de simbolismo clásico procedente de los Bestiarios adaptado a
las necesidades de la época, al cristianismo medieval que reacomodaba los mitos
antiguos.
Yo diría que no habría iglesia, portada o centro
eclesiástico que se preciase que no tuviera alguna representación de una
sirena, como ocurría con los grifos. Si algunas tuviéramos que citar, lo
haríamos comenzando por la gran variedad que de ellas exhibe el claustro de
Silos, como si los monjes fueran los más proclives al engaño, apareciendo
después a lo largo de todo el Camino de Santiago. Pero de especial relevancia y
sutileza son las realizadas por el maestro Mateo en el Pórtico de la Gloria.
Es una de las imágenes plásticas más reconocidas y
más agradecidas del mundo medieval, porque a pesar de conocerlas todos los
escultores, su representación va a estar fijada por la habilidad de los mismos,
de modo que podríamos pasar de las excelsas representaciones de los edificios
citados a la jugosidad de los modelos ruralizados.
Maiestas
Domini y tetramorfos
El Arte Románico representó la visión de la
divinidad en multitud de formas iconográficas. Entre las más destacadas, por su
importancia teológica y la amplitud de su figuración, estaba la Maiestas
Domini, la majestad del Señor.
Su presencia en los programas religiosos debe ser
interpretada como la de una gran teofanía, del griego Θεος –
dios, Φαινω - aparecer.
Literariamente pertenece al género evangélico de
las apariciones. En este caso de la divinidad, no de los seres angélicos, como
sucede en la Anunciación y otras asimilaciones, que pertenecen al género
paralelo de los anuncios o apariciones. Aunque ciertamente la Maiestas Domini
también representa la anunciación de un nuevo mundo, de un cántico nuevo, que
el Apocalipsis de San Juan promete tras la llegada de Cristo, realizada y a su
Redención.
La formulación iconográfica estará en base a los
relatos apocalípticos, de tanta influencia en la historia del Arte Románico. En
su narración se describe como Cristo desciende a la tierra (Apoc. 1,7): “...Mirad
cómo viene entre las nubes...”, para después instalarse entre los humanos y
juzgarlos según sus obras en el final de los tiempos. Es cuando la visión de
Juan hace hincapié en el carácter estático de su majestad (Apoc. 4,2-8). ”...Al
instante fui arrebatado en espíritu, y vi un trono colocado en medio del cielo,
y sobre el trono uno sentado....”
Es la visión clara de la majestad de Dios sentado
sobre el trono del universo, en la gloria celestial, a manera de rey soberano
que se presenta para juzgar a los hombres dando fe de la grandeza divina, que
es el principio y el fin de todos los tiempos. Ahora, desde el poder absoluto,
intervendrá en la vida de los humanos separando a los creyentes de los que
prefirieron los ídolos paganos.
El modo de ser representado plásticamente es
frontal, sentado en el trono. En algunos casos exhibe los atributos de su
triunfo, que son las llagas de la Pasión en el Pórtico de la Gloria; en otros,
como en Carrión de los Condes o en Tahull, bendiciendo con la mano derecha y un
libro en la izquierda.
La imagen general de la Maiestas Domini no varía
mucho en cuanto a conservar el rigor del texto evangélico, debido a su fuerza
expresiva porque en todos los casos simbolizaba ser el dueño del tiempo,
ordenador del macrocosmos celestial y del microcosmos terrenal, dueño del
pasado, del presente y del futuro, y así debería entenderse a través de su
representación.
Pero la Maiestas Domini casi siempre iba acompañada
de su corte celestial de los cuatro evangelistas y los 24 ancianos. Son su
manto y su corona.
El Tetramorfos, de origen griego Τετρα - cuatro, μορφη - forma, son las figuras de los cuatro evangelistas que rodean el trono de Dios. Es la expresión evangélica, alegórica, mística, simbólica, de su existencia y presencia relatada en los diferentes libros apocalípticos, donde aparece Cristo y las cuatro figuras de los evangelistas. Acompañan a su imagen como notarios neotestamentarios de la palabra de Dios, por eso portan un libro: su respectivo evangelio, o lo escriben sobre los animales, como en el Pórtico de la Gloria, que es la mejor representación de las descripciones apocalípticas de la historia del arte medieval, aparte de poder ser considerado como un referente mundial en cuanto a la calidad de sus esculturas, realizadas por diferentes talleres a las órdenes del maestro Mateo entre los años 1168 y 1188.
A través de la historiografía del Arte Románico son
representados como figuras de animales, como hombres, o combinación de ambos.
Su relación totémica animal es aportada por los distintos textos apocalípticos
(Apoc, 4,7) “... semejante a un león... semejante a un toro... semblante
como de hombre... semejante a un águila voladora...”
El conjunto de la Maiestas y el Tetramorfos
no viene más que a significar la Parusía,
o segunda venida de Cristo, que se presenta como víctima, cordero degollado por
su redención que enseña sus llagas, pero también como juez soberano que ha de
juzgar a los hombres, como rey rodeado de la corte de sus evangelistas que
representan la compañía, la enseñanza del Maestro, y ejemplo de fidelidad en la
transmisión de la palabra, ejerciéndola desde el ministerio de la
evangelización.
La presencia de ambas representaciones será
costumbre general en las portadas de las iglesias como la de Sanguësa, Carrión
de los Condes, su copia de Moarves de Ojeda, o en cualquier fachada que se
precie de desarrollar la historia de la salvación bajo los epígrafes del
Apocalipsis de San Juan, acompañándose las dos representaciones, sólo la
Maiestas, o con figuras de ángeles y apóstoles en relación a la corte
celestial.
Podemos señalar como las primeras iconografías de
los motivos descritos las miniaturas que en los Beatos acompañan a los
Comentarios al Apocalipsis, de tanto éxito en los momentos altomedievales y
comienzo de las representaciones iconográficas de ambos motivos.
EL AGNUS DEI
El Arte Románico se valió de las representaciones
de algunos animales para tratar de exponer los misterios de la fe.
En el principio el pez fue válido como signo
críptico de la religión cristiana, por ocultar en sus iniciales griegas el
nombre de Cristo. La paloma simbolizó la mansedumbre del corazón cristiano. El
león era la representación de la fuerza de Cristo, denominado como León de
Judá. Los signos de los evangelistas fueron indicados por cuatro animales a
modo de reyes de los reinos que figuradamente encarnaban. El águila como rey
del cielo, el buey de los animales domésticos, el león de la fauna salvaje y el
hombre como señor de todos ellos.
El Agnus Dei, el Cordero de Dios, vino a figurar la inmolación
por antonomasia en el pueblo de Israel, con relaciones totémicas desde su
presencia en el Antiguo Testamento (Ex, 12) en la instauración de la fiesta de
la Pascua, como rememoración de lo que significó el sacrificio del cordero
pascual que salvó las casas de los judíos y a sus primogénitos, por el
señalamiento con la sangre del animal de los dinteles de las puertas en la
última plaga de Egipto; o la asistencia del cordero sacrifical en el caso de la
inmolación de Isaac por Abraham, que no se logra por intervención angélica que
desvía el sacrificio de lo humano a lo animal.
No hay que olvidar la relación totémica del pueblo
de Israel con el cordero. Su ligazón estaba fundamentada en el modo de vida de
sus gentes que, por una parte estaba ocupado en la defensa del estado
continuamente amenazado por los enemigos de su pueblo, con una clase social
aristocrática muy reducida, y por otra realizaba la generalidad de su economía
en el pastoreo, principalmente de cabras y corderos, en una población nómada
cuyas constantes eran las diferencias tribales.
La apelación a la figura del cordero está en relación con la de pastor y rebaño, como situación de cuidado y dirección. La atribución simbólica de la grey que debe ser atendida y dirigida por el buen camino inclina a semejanzas con la vida real del cristiano. Así aparece en los textos bíblicos (Jn, 10,11) que refieren a Cristo como el buen pastor que cuida y apacienta las ovejas, o como quien las cuida con el celo de su búsqueda si se extravían, en relación con la iconografía griega del moscóforo, que representaba al pastor que habiendo perdido una de sus ovejas sale a buscarla y encontrándola la eleva sobre sus hombros para llevarla al redil.
Pero la mayor relación del cordero con Cristo
ocurre en el Apocalipsis de San Juan, donde se expresa su concordancia como
símbolo de la inmolación del Redentor en asociación zoomorfa muy repetida. Más
de 29 veces aparece denominado como tal en el libro joánico. El Cordero ahora
es la representación de Cristo muerto y resucitado, advocación del cordero
pascual de Egipto, inmolado por su Pasión redentora que en su vuelta al mundo,
la Parusía, viene a juzgar a vivos y muertos en el final de los tiempos. En su
virtud de Salvador es capaz de abrir los siete sellos del libro sagrado que dibujan
el bien y el mal sobre la tierra. Como Cordero es citado en esa función y
ampliamente representado en las transcripciones de las miniaturas de los
Beatos.
Del mismo modo ocupó lugares de preeminencia en la
iconografía medieval, ya fuera en arquivoltas, como en la puerta de San Pedro
de la Rúa en la localidad Navarra de Estella, o en su copia de la parroquial de
Cirauqui, al lado de otros símbolos de su poder, como la Dextera Domini o el
Crismón, o en otros lugares de instalación. Multitud de acróteras cumiales de
las iglesias románicas tienen como representación a corderos, que en función
del martirio de su muerte y resurrección, llevan la cruz de la salvación.
Uno de los mejores ejemplos escultóricos del Agnus
Dei está representado en el tímpano de la Puerta del Perdón de la colegiata de
San Isidoro de León, donde está inscrito en el círculo de santidad y perfección
absoluta que significa la circunferencia sostenida por dos ángeles. Ya antes,
en el Beato de Fernando y Sancha, existía igual forma de inclusión en un
círculo sostenido por ángeles, por lo que el modelo tiene antecedente
iconográfico de igual representación. El hecho de que el cordero sea portante
de la cruz, no es más que el triunfo conseguido sobre la muerte al haber
resucitado y salvado desde ella a la humanidad.
La parte baja del tímpano contiene la descripción
completa del sacrificio de Isaac. Es posible comprender la relación entre las
dos iconografías que manifiestan el nexo común de ser víctimas sacrifícales por
obediencia a las órdenes de sus respectivos padres. Pero en ambos casos la
resolución animal alegórica y de sustitución es la misma, el cordero, que
aparece patente en ambas escenas, aunque con diferente aplicación iconográfica
aunque no alejadas en la teología cristiana de obediencia en la fe.
LA PSICOSTASIS
El Arte Románico, dentro de sus planes de la
pedagogía esculpida, elaboró una serie de temas iconográficos fijos. Aparecían
representados de modo análogo en gran número de iglesias. Entre ellos se
encontraba la psicostasis, del griego yuch, soplo, aliento vital,
alma - stasis, lucha, disputa; entendido en el mundo cristiano como el pesaje
de las almas.
Se trata de la representación de la figura del
arcángel San Miguel como portador de una balanza con dos platillos. En uno de
ellos puede aparecer una cabeza, un pájaro, un bulto indeterminado, que vendría
a ser el símbolo del alma del muerto, que se somete a pesaje con el contrapeso
de sus acciones, que estarían figuradamente en el otro platillo.
A San Miguel se le opone el demonio que, de forma
siempre tramposa, trata de que el platillo de su lado tenga mayor peso, y de
ese modo llevarse el alma al infierno. A veces lo hace tratando de poner sus
dedos o su mano. Otras por animal interpuesto, como sucede con una serpiente
que hace esa labor desequilibradora en la portada de Sanguësa.
La psicostasis en el mundo cristiano es la
expresión del convencimiento de que el hombre sobrevive en sustancia después de
la muerte. Era fundamento principal de los escritos bíblicos y motivo de la
Redención. Constituía la profundización en el mundo escatológico como una
determinante aseveración del mundo no visible. Era representación iconográfica
de salvación o condenación, según la inclinación de los platillos de la
balanza.
Pero ese mundo de posibilidad ultraterrena no es
exclusivo del cristianismo, sino que es materia compartida por otras culturas y
religiones, como la musulmana, que tanta influencia recibe de la Biblia.
La psicostasis no es una creación cristiana, sino
que estaba presente ya en el mundo egipcio, en el que lo que se pesaba era el
corazón del muerto, que reposaba un una pequeña urna en uno de los dos
platillos. En el otro aparecía una pluma, símbolo de la ley, del orden cósmico.
El corazón representaba la sede de los sentimientos, de la inteligencia, a la
vez que censor de la conducta religiosa y moral. En la escena, muy representada
en el Libro de los muertos, aparecen también entronizados y manejando la
balanza diversos dioses: Anubis, Osiris, Thot, Horus. Anubis es referido en los
textos como “el que pesa los corazones”.
Fue el ritual egipcio lo suficientemente perdurable
en el tiempo como para ser conocido por los romanos en sus conquistas, y por
los griegos en sus contactos con la civilización de su origen, quienes con más
o menos transformaciones espirituales lo adaptaron a sus creencias, aparte de
reintroducir la balanza como signo de justicia y signo de la ley.
Con este último atributo de exhibición de la
balanza lo encontramos en el zodíaco, mitología de origen antiguo, pero muy
presente en el arte clásico y en el mundo medieval, como lo demuestra la
excelencia de su representación en la fachada sur de la colegiata de San
Isidoro de León, o el espléndido conjunto labrado por Giuseppe Antelami para la
catedral de Parma.
Su implantación en el universo cristiano parece venir de la mano de los cristianos egipcios, los coptos, en contacto con el mundo simbólico de la religión predominante en la región del Nilo. Más tarde había de propagarse rápidamente por esos creyentes como un floreciente culto a San Miguel, que se extendería a continuación por oriente y occidente.
La primera aparición en la iconografía religiosa
parece ser la Cruz de Muisedoch, en el siglo X. Después será corriente en el
siglo XII, tanto en escultura como en pintura o miniatura.
El signo de la balanza, en cualquiera de los
contextos anteriores, vendría a ser una sentencia inapelable, la aplicación de
la justicia divina sin perdón ni intercesión posible, y sin misericordia. Sería
el premio que se disfrutaría en compañía de la divinidad por el respeto a la
ley religiosa, o el castigo que supondría la no presencia de la misma.
Esa situación en el mundo cristiano se expresaba
con la figura de San Miguel portando una balanza. Lo hacía como representación
mediática, porque quien tiene la capacidad de la justicia divina es el Padre,
que en algunos programas iconográficos, como el de Sanguësa, se incorpora a la
escena general en la separación de los condenados y salvados en el ejercicio
del Juicio Final.
LA DEXTERA
DOMINI
El Arte Románico tuvo en la representación
escultórica el más fiel compañero de viaje para hacer llegar, en la clara labor
pedagógica de su función los mensajes bíblicos y extrabíblicos a las gentes que
deseaba los contemplase.
Con mayor o menor éxito de comprensión aparecieron
temas que mostraban una relación de fuente- reflejo con respecto a los textos
evangélicos. Eso procuraba que su conocimiento fuera prontamente absorbido por
el espectador, que ya había sido previamente aleccionado en la labor homilética
y doctrinal de párrocos y presbíteros.
En otras ocasiones se trataba de incorporar un
concepto, y no una situación concreta de algún pasaje del Antiguo o Nuevo
Testamento, lo que suponía una dificultad para poder formularlo de un modo
adecuado. Ocurría entonces que se expresaban en forma de representación
simbólica, que complicaba más su entendimiento, pero que se hacía más sencilla
con la manifestación de una realidad física comprensible a la que se le
atribuía contextos tangibles.
Eso es lo que ocurrió con la Dextera Domini,
o mano del Señor, que no tiene referencia evangélica, pero que estaba incluida
en multitud de programas iconográficos, ya fuera de forma aislada, o coordinada
con la escultura del entorno físico inmediato.
Aparece como representación de una mano derecha que
recoge en su palma los dedos anular y meñique. Los otros tres permanecen
extendidos como alusión a la bendición trinitaria del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo. Algunas veces está inscrita en un círculo, como alusión a la
perfección del movimiento continuo que significa la divinidad, sin principio ni
fin. Suele cerrarse el icono con la existencia de la forma crucífera que
encuadra la mano en el centro del círculo.
La presencia quirofánica, del griego ceir - mano
y fainw - aparecer, es una alusión directa al poder, a la resolución
fáctica por uno de los órganos vitales más importantes para poder ejercerlo. Es
el símbolo del poder fáctico de Dios Padre que muestra su autoridad en forma de
mano. Dato que no es exclusivo del Arte románico, sino de civilizaciones mucho
más antiguas, donde la fascinación por la mano les llevó a dejarlas impresas en
las cuevas prehistóricas, si bien es cierto que no podemos atribuirles
directamente relación divina por carecer de certeza al respecto.
Los romanos atribuían al término manus el
poder absoluto que el paterfamilias podía ejercer sobre el entorno familiar. El
término manumissio se contemplaba como la potestad de liberar a los
esclavos bajo su jurisdicción.
El mundo feudal instauró la unión de las manos como
forma de aceptación del vasallaje en el momento de la ceremonia del
reconocimiento de tal sumisión. La religión católica hace lo propio en el rito
de la consagración de los presbíteros, cuando el obispo impone sus manos sobre
la cabeza de pretendiente, como relación de traslación y deposición del poder
divino.
La figura del orante, desde los primeros estadios
del arte cristiano, se realiza con las manos levantadas hacia el cielo o juntas
en señal de petición. El propio Miguel Ángel, cuando realiza la Creación en la
Capilla Sixtina lo hace por contacto de las manos del Padre y Adán. En algunos
testamentos de peregrinos del Camino de Santiago depositados en el Hospital
Real de Compostela, existía la profesión de agonizante, que era aquel
clérigo que sostenía la mano del peregrino enfermo y moribundo en la hora de la
muerte.
La mano en el Arte Románico es la representación
del Padre. La de su omnipresencia todopoderosa, detentadora del poder por
excelencia. A veces esa presencia quirofánica es sustituta de la del Espíritu
Santo, como sucede en el relieve del Pentecostés en el claustro del monasterio
benedictino de Santo Domingo de Silos. Pero lo normal es que el poder quirofánico
aparezca independizado, sin conexión más que como símbolo, como sucede en las
arquivoltas de la puerta de la iglesia navarra de San Pedro de la Rúa en
Estella, donde la insinuación de las nubes hace comprender mejor su procedencia
celestial, que se añade en la misma puerta a otros símbolos clásicos del Arte
Románico, como son los del Agnus Dei o el Crismón.
Su presencia no debe ser atribuida sólo a la
escultura, sino que al ser un concepto universal se aplica también a la
pintura, siendo el ejemplo más notorio el del panteón de la colegiata de San
Isidoro de León, donde luce con todo esplendor.
EL CRISMÓN
El Arte Románico en sus representaciones artísticas
es fundamentalmente simbólico, como corresponde a la naturaleza de su mensaje,
místico por la naturaleza de su espiritualidad, y escatológico por la
dedicación al más allá.
El crismón es uno de los símbolos más
representativos del estilo románico. Analizamos su origen, simbolismo y
componentes de su formación Debido a que aparece con una gran asiduidad, no
solo en la historiografía escultórica de tímpanos y otras ubicaciones, sino
porque es signo de identidad Para multitud de documentos que, muestran de ese
modo la omnipresencia del emblema y de una realidad histórica profundamente
dominada por los estigmas cristianos, en cualquier modo de representación.
El Crismón simboliza el nombre de Cristo en lengua
griega. Su construcción está basada en la unión, por superposición, de las
letras griegas c (ji) y r (ro), que son las iniciales de su
nombre cpistos. Hay a la vez otros elementos gráficos que completan el
anagrama en una configuración final plena.
Se trata de la alusión al principio y fin de todas
las cosas que representa la divinidad, que se materializa en la presencia de la
primera y última letra del alfabeto griego, a (alfa) y w (omega),
que podían ir sueltas o encadenadas a un palo central transversal que
representaría el simbolismo de la cruz de Cristo. En la parte baja del palo de
la r (ro) puede ir inescrutada la letra final del anagrama, una s
(sigma). La finalización vendría a ser la inclusión de todo el logotipo en el
interior de un círculo, que formaría la escena final, aportando la circularidad
sentido de perfección, de justificación de lo absoluto, de la totalidad sin
principio ni fin que significa la circunferencia.
Todos estos elementos conformarían la plenitud del
anagrama, pero pueden aparecer sólo con algunos de ellos, aunque siempre con la
presencia de las dos primeras letras, que definen por su comienzo el nombre de
Cristo. El resto pueden ir apareciendo según lo represente el autor que lo
esculpe en los tímpanos de las puertas o lo dibuje en los documentos
pertinentes. Las representaciones escultóricas, que son las que nos ocupan
suelen tener casi todos los elementos, aunque con variaciones en la
localización de los mismos dentro de la configuración final.
El comienzo de este tipo de representación tiene
que ver con las fórmulas de criptografía mística, que venía a ser un sistema de
escritura con clave secreta que los cristianos aprendieron de otras
civilizaciones, como la judía y la egipcia, que resultaba del ensamblaje de
letras del alfabeto bajo el cual se escondía el simbolismo, y la palabra, en
clave cabalística.
Así fue como los primeros artistas y artesanos
cristianos crearon de forma cautelar y secreta el crismón cristológico, como
medio plástico de comunicación social velado, que era una forma
socio-política-religiosa de esconder sus creencias, pero a la vez de
representarlas sin levantar demasiadas sospechas.
La transmisión artística y dogmática de la religión cristiana hace que no quede enmarcado exclusivamente en el marco geográfico de su nacimiento, sino que viaje con la diáspora apostólica allá donde llegó la palabra de la evangelización, como reconocimiento de la fe cristiana sin el sentido ocultista de sus comienzos, sino como alusión directa a Cristo y la fe cristiana. Es por ello que aparece en Bizancio, en la Europa carolingia, o con los monarcas asturianos de los primeros años de la reconquista, y ya después en toda la época de las edificaciones románicas y en todos los documentos reales, privados y eclesiásticos. Será en estos momentos una enseña eclesiástica o lema plástico que marcará de forma cristiana todo elemento al que se adhiera.
Su representación en las iglesias románicas será el lábaro, o escudo, que acompañará a
los innumerables tímpanos de los monumentos románicos. Un último recuento de
los crismones de la comunidad de Navarra cifra en más de 125 los existentes,
sólo en esa tierra. Si contásemos los existentes en la zona de Aragón, donde se
extendió de igual manera el anagrama, doblaríamos la cantidad anterior. Diría
yo que no había capilla, iglesia o monasterio donde no pudiera existir su
presencia como recordatorio de la presencia del nombre de Cristo.
Pero no todos guardaban fidelidad al modelo exacto,
porque en algunos, por ejemplo en Estella, el alfa y la omega se situaron al
revés de lo convenido, es decir primero la omega y después el alfa, como si de
una nueva forma de interpretación críptica se tratara. Lo mismo sucede en el
existente en la fachada de Platerías de la catedral de Santiago, donde ocurre
lo mismo que en Estella; al igual que el de la puerta de entrada desde el
interior de la basílica al panteón real de la colegiata de San Isidoro en León.
Para la interpretación del fenómeno no hemos encontrado opiniones que nos
convenzan, como no sea la más plausible del error humano.
En otros casos, como ocurre en el más famoso de
todos ellos, en el tímpano de la catedral de Jaca, se usan las inscripciones de
su círculo para enviar al lector un mensaje trinitario por medio de los
elementos del anagrama. Así tenemos que reza el mensaje "La P es el
Padre, la A (y X) el Hijo, la doble (S) el Espíritu Santo que da vida. Ellos
son tres sin duda, por derecho propio, un solo y el mismo Señor.
No podemos ahora dirimir ni interpretar la variedad
de crismones, ni sus interpretaciones, porque este no el motivo final del
artículo, sino mostrar la realidad gráfica de una de las representaciones
simbólicas más extendidos a lo largo de todas las construcciones románicas de
la época medieval, el alcance a toda la geografía cristiana del momento, así
como algunos de los pormenores de su formación en los primeros años del
cristianismo.
LA MUJER
ADÚLTERA
El Arte Románico es simbólico en su estructura
general. Establece los principios del mal y del bien, a los que añade el del
perdón y arrepentimiento, como condiciones diferenciadoras de salvación y
condenación en referencia al mundo escatológico. No establece baremos
intermedios, sino modificadores de las malas conductas, para confeccionar un
mundo de perfección al que deben aspirar y practicar todos los creyentes.
Ese simbolismo va a conducir al arte cristiano a ser
representado por medio de fórmulas visuales adecuadas a los propósitos de
quienes las formulen. Primero se crea la categoría de lo que es
bueno y malo, para después pasar a su representación simbólica.
Los textos bíblicos son el hilo conductor. Lo son
como interpretación alegórica de los sacramentos y la liturgia, donde el pan se
convierte en carne de Cristo y el vino en su sangre. Donde los misterios de la
fe se desarrollan como comics en los tímpanos y fachadas de las iglesias,
exaltando el sacrificio de Isaac a categoría suprema de fe, o la Anunciación
como paso decisivo de la Redención.
Pero también existen unas categorías menores, más
domésticas, como son la extensa franja de actitudes diarias que el creyente
debe adoptar para llegar a igualarse a los santos, y conseguir la salvación
eterna, máximo simbolismo al que se puede aspirar dentro de la religión.
El Arte Románico en sus distintas formulaciones
escultóricas fue fundamentalmente didáctico, obediente en el papel que se le
otorgó de difundir, por medio de sus representaciones todo el caudal teológico
y práctico del buen camino. Lo hizo por medio de símbolos que, en muchos casos,
no eran totalmente percibidos, pero que trataban de hacerlo con modelos claros
y sencillos.
Eso es lo que ocurrió con una escultura de la
catedral de Santiago denominada secularmente como La mujer adúltera.
Está ubicada en el tímpano izquierdo de la entrada sur a la catedral, en la
fachada de Platerías. Siempre se la ha comprendido con esa calificación por ser
categoría que le atribuyó un clérigo como castigo de su esposo, obligada a
besar dos veces al día la calavera de su amante.
La adjudicación de la bondad o maldad religiosa de
los hechos la realizaban los clérigos que, apoyados en la interpretación de los
textos evangélicos, sancionaban o premiaban las actitudes de los creyentes. Lo
hacían por medio de la indicación a los escultores de las distintas
representaciones de vicios y virtudes. En otras ocasiones sancionaban lo que
veían en una interpretación personal que después se convertía en obligatoria
para todo el mundo que se acercase al motivo. Eso es lo que lo ocurrió a la
imagen de la que nos ocupamos.
El primer dato medieval, y el único, en el que
aparece así citada es en el Códice Calixtino, en el Libro V Cap. IX que refiere
la descripción de la puerta meridional. Al relatar los tímpanos, concretamente
el de la entrada izquierda dice “… Y no ha de relegarse al olvido que junto
a la tentación del Señor está una mujer sosteniendo entre sus manos la cabeza
putrefacta de su amante, cortada por su propio marido, quien la obliga dos
veces por día a besarla. ¡Oh cuán grande y admirable castigo de la mujer
adúltera para contarlo a todos … ”.
La cita en sí, y la figura arqueológica, han
sugerido casi hasta la actualidad unicidad de criterio, que se diría hoy de
“pensamiento único”, en cuanto representación del mal lujurioso del engaño
marital.
La crítica general lo ha aceptado como un exemplum literario que fraguó el cronista del Códice, transposición y trasunto normalizado de la literatura a la arqueología, en unión docente interesada de los peligros de ese tipo de trasgresión de la conducta humana. Todo dentro de los efectos de literatura simbólica y representativa.
Pero no se juzga en Platerías la lujuria en los
términos clásicos medievales, que supondría una mujer semidesnuda a la que
distintos animales repugnantes muerden sus órganos genitales, como sucede en el
Pórtico de la Gloria, en la fachada de Santa María la Real de Sangüesa, o en
San Miguel de Estella. Es el cronista del Códice (1140-1160), clérigo francés,
quien introduce al espectador en la interesada interpretación de la figura,
pero al que nadie le ha explicado que en 1117 hubiera una rebelión ciudadana e
incendio de la Catedral, que debió dañar considerablemente ese lugar.
Esa figura sufre una enorme mutilación en todo su
lado izquierdo para adaptarla al marco, aduciendo una segura y apresurada
colocación en ese lugar para reponer los daños causados como consecuencia de la
revuelta, aparte de entender su no conexión con el programa teológico del
tímpano.
La belleza de la imagen, lo ceñido y aligerado de
sus ropas, debió inducir a adjudicarle la idea lujuriosa relatada, sin apreciar
cómo se había penalizado ese tipo de vicio en la escultura monumental a lo
largo de las fachadas, arcos, arquivoltas, capiteles y aleros de tejados.
Desconocemos la idea del escultor de esa figura, y
tampoco conocemos la simbología inicial. Sólo tenemos conocimiento de la
categoría que un clérigo francés llegado a Compostela en peregrinación le
atribuyo, siendo base de interpretación simbólica hasta la actualidad.
Es necesario comprender en el Arte Románico el
carácter simbólico de la escultura, pero hacerlo adecuadamente en el marco
preciso, lo que se hace harto difícil ya que el autor se llevó su simbología a
la tumba. La interpretación es ya otro mundo.
Por eso nosotros nos quedamos, porque tenemos el
mismo derecho a la interpretación que el clérigo, con la idea de la
representación de la belleza y juventud frondosa de la mujer, que enfrenta la
fea realidad de la muerte en la representación de la calavera; consejo y
advertencia al género humano ya literariamente expresado “…cómo se pasa la
vida y cómo se viene la muerte…“, en un proceso más profano y conmovedor
que lo relatado en el Códice Calixtino. Belleza y juventud enfrentadas a
decrepitud y muerte, sentido escatológico de la brevedad de la vida y el
tránsito efímero.
Catedral de Santiago.
Consideremos lo escrito como un corto ejercicio de
bipolaridad simbólica interpretativa con fines más benévolos que los del
cronista del Códice, para tratar de darle a la figura de mujer, y a su memoria,
cristiana sepultura deseándole lo que los romanos hacían a sus muertos y ponían
al final de las laudas sepulcrales: H. S. E. S. T. T. L. (Hic Situs Est Sit
Tibi Terra Levis) - Aquí está enterrada que la tierra te sea leve).
Amén, que así sea.
LA PINTURA
El Arte Románico no desaprovechó la ocasión de
utilizar los lienzos interiores de los muros de las iglesias para aumentar la
decoración y la enseñanza bíblica. Lo hizo sirviéndose del tercer arte
monumental: la pintura.
El color fue una de las características de las
iglesias románicas. Condiciona al marco de un modo compositivo e iconográfico
como complemento del simbolismo arquitectónico y escultórico, que ya inundaba
los interiores de los edificios. Se instalan principalmente en los ábsides, y
de forma secundaria en las paredes de las naves, que cubrían parcial o
totalmente. .
La técnica empleada para su fijación era la del
fresco. Una técnica difícil que daba muchos problemas por la necesaria rapidez
de su factura que provocaba deficiencias con el paso del tiempo. Esto era
debido a la poca durabilidad proporcionada por la pobreza del material.
Consistía en una mano de cal y sobre ella los colores básicos disueltos en
agua. Permitía esa forma de actuar corregir lo equivocado o mal resuelto al
poder repintar de nuevo, pero con un resultado de poca solidez al instalar
colores acuosos en diferentes capas que con el tiempo eran muy proclives al
descascarillamiento.
La realización sobre el muro era muy simple. Sobre
una capa alisada se dibujaban con un punzón las líneas de las figuras que se
deseaban realizar. Para el contorno se preferían los colores negros y ocres que
aislaban convenientemente a las imágenes de los que después se les aplicarían
en el interior. Después se procedía al relleno de las figuras con los colores
elegidos con una policromía base de ocres, amarillos, rojos, azules y blancos.
La paleta de colores no iba mucho más allá por la limitación de las
posibilidades de las mezclas y la dificultad de conseguir más gamas, a la vez
que por la efectividad del resultado con la composición aportada.
El estilo era lineal, esquemático y hierático, en
el que todavía no había entrado el naturalismo que lucía la escultura de
finales del Segundo Arte Románico, pero compartía con ella el alto carácter
evangelizador de sus realizaciones, sin mezclar en su simbolismo los caracteres
de lo monstruoso y lo animal, que como hemos relatado en el artículo anterior
exhibía la escultura.
Las claves generales de los temas eran universales y convencionales, principalmente teofanías mayestáticas (apariciones de Diós) presididas por la Maiestas Domini y acompañada por el Tetramorfos. A su lado floreció con prontitud la compañía de la Virgen María, sola o presidiendo apostolados al lado de ángeles. Estas eran las representaciones preferidas en los ábsides. En los muros aparecían toda suerte de escenas bíblicas en semejantes funciones catequéticas a la escultura del templo, ya fuera exterior o interior, pero no temas de la cultura popular o etnográfica expuestos en algunas fachadas y capiteles.
Como la representación se hacía sin intención de
constituir volúmenes sino que se actuaba sobre fondos planos, resultaba su
plástica de gran atractivo por el colorido, pero de observación monótona en sus
diferentes figuraciones, produciendo la sensación de iconos separados.
En los ábsides lograron un absoluto dominio de la
adaptación al medio, pues el marco no era liso como en los muros, superando la
dificultad de ejecución en la geometría del trazado curvilíneo. Eran esos
habitáculos los lugares principales de la iglesia, como hemos reiterado
continuamente, exigiendo por consiguiente una organización jerárquica de su
espacio destinado a la Maiestas Domini, al Tetramorfos, a los Profetas,
Apóstoles, Santos, y a la Virgen María con la evocación de la Eucaristía.
La Maiestas Domini aparecía entronizada bendiciendo
con su mano derecha y con el libro de la vida en la izquierda, en el que
figuraba la leyenda que confirma a Cristo como luz del mundo, como en la
fotografía que adjuntamos de la pintura del ábside de San Clemente de Tahull.
Después venía el Tetramorfos, ángeles, arcángeles, serafines y toda la corte
celestial que acompañaba al Cristo Redentor, que se sentaba sobre el trono del
universo apoyando sus pies sobre la tierra y ornado con las letras griegas alfa
y omega, por ser el principio y el fin de todo lo creado y concebido.
La pintura ofrecía un ambiente propio en el
interior según la luz del día. Producía emociones de exaltación o recogimiento
dependiendo de la intensidad luminosa y la hora solar. Representaba un segundo
mundo dentro de la propia iglesia, con una posibilidad más de emoción que
aportaba la gran superficie a cubrir con las figuras y la distinta resonancia
tonal de lo allí pintado, estímulos que no podía reproducir la escultura que la
acompañaba en esos interiores.
Las principales pinturas románicas se instalaron en
Cataluña. Muchas de ellas fueron trasladadas al museo de arte románico de
Barcelona, que las acoge en espléndidos marcos preparados para ellas,
reproduciendo la ubicación en las que se hallaban en sus distintas iglesias.
LAS PINTURAS
DEL PANTEÓN REAL DE LEÓN
El Arte Románico dejó en el panteón real de León la
más espléndida colección de pinturas románicas de toda la península, tanto por
su extensión en la amplia zona abovedada del recinto, como por las
representaciones que allí se exhiben.
Las pinturas de León se asientan sobre una
superficie arquitectónica insólita. Cubren todo el largo y ancho de las seis
bóvedas del espacio cuadrangular de ocho metros de lado que se extiende en los
pies de la actual colegiata románica. La techumbre del panteón se asienta sobre
dos columnas de gruesos fustes que van a proporcionar una división del espacio
en tres naves con dos tramos cada una de ellas. Hay siete arcos de medio punto
que sostienen las bóvedas sobre las que se instala todo el entramado pictórico.
El programa iconográfico que allí se desarrolla
explica pasajes evangélicos de los ciclos del nacimiento y la infancia de
Jesús, así como los de su Pasión, además de otras representaciones y dos
teofanías apocalípticas de extrema grandeza y calidad.
Guardan las pinturas un orden en su exposición
según las bóvedas, tramos y arcos. Comienza la muestra con la Anunciación y la
Visitación en el primer tramo, para escenificar la huida a Egipto en el
segundo. Se completará esta escena con la Epifanía. La Natividad se encuentra
en el arco de comunicación con la iglesia extendiéndose por dos bóvedas más del
edificio con las magníficas ilustraciones de los pastores, y se mezcla con las
vivas escenas de la matanza de los inocentes. La Santa Cena seguirá en la
bóveda contigua para continuar después con Pilatos lavándose las manos, el
prendimiento con la escena violenta de Pedro arrancando la oreja al soldado y
el beso de Judas.
Fuera de este programa de la vida y muerte de
Jesús, tan común y divulgado en la época que tratamos de analizar en esta
crónica, que ya se extiende demasiado en el espacio y el tiempo, existen otros
de gran importancia, entre los que destaca la presencia de una enorme Maiestas
Domini con el Tetramorfos en el sentido más clásico de la representación
apocalíptica, que se completa con la entrega del libro sagrado de la revelación
al profeta Juan.
Llama mucho la atención la presencia del mensario en el intradós de un arco. En él nos informa de los meses del año haciendo corresponder los nombres de cada mes con las representaciones de las tareas agrícolas que en ese tiempo se desarrollaban. Hay ciertas alusiones al clasicismo de su herencia, como en el mes de Enero, que se dibuja como una figura de dos caras que abre una puerta, la del nuevo año, y cierra otra, la del año transcurrido, en alusión al dios latino Jano que era el encargado de iniciar el año con esas dos caras que miraban al pasado y al futuro, que dio lugar a la inscripción de Genuarius en la figura del arco del mensario que se exhibe.
Es el panteón de León un lugar privilegiado para
estudiar el proceso pictórico. Las pinturas están realizadas al temple con una
paleta muy clásica de ocres, blancos, azules y tenues amarillos. La figuración
se hace por escenas sueltas y personajes individualizados que se unen por medio
de arquitecturas en algunos casos, o por elementos vegetales como en la
anunciación a los pastores, donde hay motivos pintorescos de animalística
doméstica, como es el pastor que da de comer al perro, o la lucha de dos machos
cabríos.
Una vez más las inscripciones forman parte de este
conjunto pedagógico informando a los visitantes de las distintas escenas, en un
recordatorio fehaciente por si no identificaban los momentos del relato, con lo
que se hubiera perdido toda la intención pedagógico unitaria del conjunto.
No es posible hacer la valoración total del
muestrario en estas pocas líneas, ya sea por la calidad de las pinturas y su
excelente estado de conservación, ni tampoco de todo el relatorio evangélico
por la coordinación y subordinación de los temas. Pero no podíamos hablar de la
pintura románica sin hacer mención escueta de lo conservado en León.
Pueden estas pinturas darnos una idea de todo lo
perdido en este campo, pues si bien se nos hace complicado admitir que todas
las iglesias estuvieran completamente decoradas con este tipo de iconografía
coloreada, si podemos constatar la impresión que nos causaría el encontrarnos
en recintos tan hermosamente ornados. Ejemplos hay de decoración total de los
paramentos de las iglesias, como se puede constatar en el museo de la catedral
de Jaca con el espacio que se ha construido para alojar toda la pintura de la
iglesia de Bagües.
Causaría entonces la misma impresión de saturación
que hoy nos produce, pero entonces el fundamento era más de enseñanza que de
sala de exposición pictórica, tal y como los modernos visitantes están
acostumbrados a calibrar su contemplación.
LA PINTURA EN
LOS ALTARES
El Arte Románico adornó los altares con decoración
escultórica, pero también lo hizo con pintura. Era el tercer lugar donde las
representaciones pictóricas iban a tener asiento como exaltación de la
sacralidad que se le había otorgado.
Ya nos hemos referido a la mesa del altar como una
losa sostenida por pilares o columnas de diferente decoración y número.
Habíamos señalado que la parte delantera o antipendium, si existía,
podía estar esculpida en piedra o con una tabla de madera pintada. También era
posible que todo el altar estuviese cerrado como una caja recubierta de
tableros con pinturas ornamentales cubriendo toda la superficie. Cuando los
documentos se refieren a esa situación hablan de tabula, en algunos se
precisa más y se dice tabula ante altare.
Esos frontales de madera pintada eran suntuosos,
con una rica decoración de vivos colores que invitaba a la reflexión de los
temas evangélicos que exhibía, a la vez que llenaba de emocionado colorido la
visión de los fieles que los contemplaba frontalmente. Podía aumentar la
sensación de monumentalidad si se instalaba bajo un baldaquino que lo acogiera
en su abierta atmósfera interior.
No han sido estas tablas piezas que se hayan
conservado en gran número, por la remoción de su lugar primigenio, por la
voracidad humana o por la facilidad de desaparición en modificaciones tanto del
altar como de la propia iglesia. Cataluña ha guardado en sus museos algunas de
estas insignes obras para emoción y atención de lo perdido.
No eran de gran magnitud, dada la altura y longitud
del altar, por lo que estaban constituidas a la medida humana. No así los
baldaquinos que las acogían por la altura considerable que alcanzaron. Los
temas de las piezas que conservamos no difieren mucho del resto de la pintura,
tanto mural como absidal, así como la formación de la paleta de colores que
está en las mismas tonalidades cromáticas que la pintura general.
Existen hermosas representaciones de la Maiestas
Domino acompañada por apostolados, como la tabla de una iglesia de la diócesis
de Urgell que se guarda en el Museo nacional de Arte de Cataluña. Otras hablan
del suplicio de las almas, de San Miguel pesándolas y rescatando fieles, de la
Virgen en mandorla con episodios de mártires y apostolados con escenas de la
vida de Jesús, de la Anunciación, Visitación, Natividad y Epifanía, en un tono
intimista debido al tamaño de las tablas y su reparto en pequeñas figuras, pero
siempre con los temas clásicos de formación e información a los fieles que
contemplaban de frente las obras, y como complemento no sólo del resto de la
pintura del edificio, sino de la iconografía general del Arte Románico.
Era un arte suplementario que por instalarse sobre tabla mantenía un colorido más vivo por la distinta calidad de recepción del soporte y por las mejores posibilidades de lucir las cualidades del artista al poder ser pintadas en dimensión humana, más de pequeña factura que de grandes dimensiones, no en condiciones incómodas de realización y con graves dificultades de ir contemplando el trabajo general según si iba realizando.
Por ello resultan más atractivas, aparte de
considerarlas volumétricamente como cuadros de cualquier exposición moderna y
poder ser contempladas a la altura de la vista sin la incomodidad de elevar la
mirada hacia el cielo. Aunque pierden la espectacularidad del gran tamaño de
las anteriores, pero ganan en canon humano al estar resueltas de diferente
modo.
Forman las tablas de los altares un capítulo muy
atractivo y diferenciado dentro de la pintura románica, no sólo por el colorido
espectacular de la sobria paleta de colores, que aún manteniendo los mismos
pocos tonos que las anteriores se definen más acentuados de rojos y amarillos,
lo que perfila un contraste mayor de las figuras y de todos los elementos de la
tabla, como las orlas de los bordes.
Por otra parte, la disposición rectangular del
soporte hace que las historias se agrupen del mismo modo. Se llenará el centro
con la figura de Cristo, la Virgen o la representación que interese, para a
continuación ir situando en los lados espacios rectangulares de menor o mayor
amplitud, pero distribuidos en pisos con las escenas que se tratan de relatar y
comunicar. De ese modo se tiene la impresión de que lo que se está contemplando
es un panel de cuadrículas que hay que intentar leer de izquierda a derecha o
de arriba abajo para comprender el sentido general de la obra, como si de un
gran retablo barroco se tratase.
Estos altares románicos llegaron a tener un tablero
trasero colgado que se denominaban tabula retro altaris, que significaba
tabla de detrás del altar, que después desembocó en los retablos
de las iglesias de las artes posteriores, con la misma manera de exhibir en
cuadrículas que tuvieron los primeros altares románicos.
Son por tanto las tablas de los altares románicos
hermosas piezas cargadas de emoción y colorido que debían aumentar todavía más
la decoración del núcleo espiritual del templo que se habían encargado de
aislar y señalar convenientemente la arquitectura y la escultura.
Es la pintura la encargada de cerrar esta crónica
medieval en la consideración de ser la faceta que más tardíamente se incorpora
a las iglesias, pero en atención a que cuando llega se integra perfectamente en
la idiosincrasia del Arte Románico con la aportación de representaciones
excelsas de iconografía en soporte plano y cóncavo, con cotas de belleza que
todavía sorprenden a los visitantes que tienen ocasión de contemplarlas en los
museos que las exhiben.
ORFEBRERÍA
El Arte Románico hizo brillar con tal esplendor a
las artes suntuarias del momento que, por las características de sus distintos
apartados, forman un capítulo aparte dentro de las artes medievales.
El arte suntuario representa el lujo en la
concepción artística, no sólo porque sean piezas fundamentales en el altar,
sino porque están fabricadas con materiales preciosos, ya sean de oro y plata,
de esmalte y marfil, telas bordadas, pedrería variada, o libros iluminados.
Todo formaría parte del tesoro de los monasterios,
iglesias y catedrales como estandarte del modo de entender los complementos
accesorios del culto. La riqueza y la belleza de esas piezas suntuarias nos es
hoy muy desconocida debido a su escasa presencia por su fácil enajenación, los
saqueos, guerras, fundiciones y desamortizaciones que sufrieron a lo largo del
tiempo. Pero con lo poco que queda podemos darnos cuenta de su importancia en
la historia del Arte Románico, y su valor en el mundo de la Iglesia que, de un
modo u otro, no ha perdido todavía esa vieja tradición de adorno de lo
necesario y funcional.
Los proveedores de tales piezas eran, naturalmente,
quienes podían adquirirlas y obsequiarlas a los templos por distintos motivos y
razones. Sólo había dos clases sociales que estaban en condiciones de
realizarlo: los nobles y los clérigos. No debemos olvidar que la riqueza
económica medieval descansaba en lo que el obispo Adalberón de Laon denominó
como bellatores y oratores, mientras que los laboratores
eran los que surtían de bienes a ambos. Los reyes y los nobles establecieron
generosas donaciones de piezas de prestigio. Los monasterios justificaban sus
excedentes monetarios adquiriendo objetos litúrgicos de valor como necesidad y
devoción animada de lujo. La situación era una combinación de exposición de una
Iglesia triunfante y una riqueza feudal galopante.
La elaboración de la orfebrería se realizaba en
talleres especializados, ya fueran urbanos o eclesiásticos, con personal muy
profesionalizado en su factura. Existe un gran desconocimiento en la autoría de
talleres y autorías, aunque no se nos escapa que gran parte de la producción
procedería de centroeuropa. De Francia en más concreción.
La fabricación de objetos de orfebrería se
realizaba conforme a las técnicas habituales de batido de láminas, o de
fundición en moldes adecuados y muy precisos.
El procedimiento de batido, que era el más habitual,
consistía en el martilleo de las láminas de oro o plata hasta conseguir un
grosor muy fino, pero suficiente para que no rompiese al incorporarlo a la
superficie de madera que debía recubrir. De la habilidad y consistencia de la
lámina, de su ductibilidad, dependería el resultado final de no excesiva
rigidez en el acoplamiento, o de una rugosidad excesiva a causa de su
fragilidad.
El método de fundición consistía en la fabricación de
un molde que permitiese la aceptación por un bebedero por donde penetraba el
material fundido. Es claro que no era el método de las grandes piezas, debido a
la dificultad de construir moldes grandes, y a la carestía de los metales si el
objeto era demasiado grande. Estaban destinados a piezas más bien pequeñas y
dificultosas en el trabajo.
En ambas técnicas se podía emplear decoración
variada por cincelado o repujado, dependiendo de la ejecución interior o
exterior. Como complemento podía decorarse con una filigrana en soldadura que
aparecería engastada en hilaturas de oro o plata que dibujaban motivos
geométricos o figurados. Se podía rematar la obra con esmaltes, piedras
preciosas, o marfil.
De ese modo estarían adornados los frontales de muchos altares, como los de San Isidoro de León, Sta Mª de Ripoll, Sta Mª la Real de Nájera o el de la Catedral de Santiago, como consta en la documentación de la época. Pero también habría cálices y patenas, candelabros e incensarios, evangeliarios y portapaces. Todo un rico surtido del que apenas tenemos unas cuantas piezas. De ellas las más sobresalientes son: el cáliz de doña Urraca y el de Santo Domingo de Silos, ambos fabricados en la mitad del siglo XI.
El cáliz de doña Urraca fue donado por la
hija de Fernando I a la colegiata de San Isidoro de León. Procede de un
suntuoso taller real. Está formado por una copa y un pie de ónice con cintas y
tirantes de oro, donde se exhiben delicados dibujos en filigrana de oro,
cabujones de piedras preciosas y un camafeo de posible origen romano. En la
base muestra por inscripción el nombre de la donante: NOMINE D(omi)NI VRRACA
FREDINA(n)DI.
El cáliz de Santo Domingo de Silos es
atribuido al uso del santo, que murió en el año 1073. Es un cáliz de grandes
dimensiones, mayores que el de doña Urraca, y de configuración completamente
distinta. Posee una enorme copa que se une a un enorme pie por medio de un
grueso nudo. Está realizado parcialmente en plata sobredorada que está
recubierta por una enorme labor de filigrana que forma arcos de herradura
apoyados en pilastras, tanto en la copa como en la peana. Es una obra insigne
que habla de habilidades románicas, pero de raigambre mozárabe por la presencia
de esos arcos, que a la vez no hacen más que corroborar la dependencia que de
este arte tuvo el monasterio de San Sebastián, que así se llamaba antes de
renombrarlo por su actual denominación, donde existió una iglesia mozárabe, que
Santo Domingo conoció.
Existe réplica actual de este cáliz guardado en el
monasterio burgalés realizada por el actual maestro orfebre de Silos, Fray
Regino, verdadero heredero de la tradición silense en las artes suntuarias que
en los siglos medievales tanto enalteció el cenobio.
Citar brevemente otras obras famosas como muy
importante el Arca de las reliquias de San Isidoro que sirvió para
albergar restos del santo, así como la Arqueta de las ágatas, ambas del
siglo XI.
Capítulo sorprendente fue la aplicación de la
orfebrería a la imaginería mariana. Se conservan varias imágenes de planchas
repujadas sobre alma de madera de gran valor, como las de. Sta Mª la Real de
Irache, la Virgen de Astorga o la Virgen de la Vega en Salamanca. Existe un
capítulo de pequeñas estatuas, de 25 por 35 cmts, de Virgen con Niño, que se
les reconoce como “Virgen de las batallas” por ser transportadas por los
guerreros en campaña y que, oradadas, servían también de relicarios.
ESMALTES
El Arte Románico no inventó la confección y técnica
de los esmaltes, porque ya entonces era una tradición antigua. Pero sí que los
elevó a su máxima categoría y esplendor dentro de las artes suntuarias
medievales, porque no se aplicó a piezas de homologación única, sino que la
imaginación de los esmaltadores cubrió las diferentes necesidades eclesiásticas
al proporcionarles objetos muy diferentes.
De ese modo podemos encontrar hermosos esmaltes en
arquetas relicarios, cruces de altar, candelabros, incensarios, píxides,
palomas eucarísticas, navetas, báculos, aguamaniles, evangeliarios,
sacramentarios, frontales de altar, etc. Todo en el mismo espíritu de florida y
colorista decoración que asombraba por su calidad, con un mercado floreciente
en toda la Europa románica a precios que, aunque elevados, lo eran menos que
los de la orfebrería, justificados estos últimos por la carestía y escasez de
las materias primas.
El esmalte consiste en la aplicación de color a las
piezas metálicas que le sirven de soporte y lecho. Su confección es a base de
materiales pulverizados, como el plomo, sílice, o bórax, que mezclados con
distintos óxidos metálicos van a proporcionarle el brillante color que lo
caracteriza. El óxido de hierro daría el color rojo, el antimonio, plomo, y
plata proporcionarían el amarillo, el cobalto agregaría intensos azules, el
cromo incrementaría las distintas tonalidades de verde.
Para ello es necesario someterlos a un proceso de
cocido en horno a grandes temperaturas, entre 750 y 800 grados, de modo que la
pasta formada por la mezcla pulverizada tome forma de vidrio transparente en
los diferentes atrayentes colores que fueron proporcionados a la plancha. El
metal que había de recibir y soportar los esmaltes era una plancha de cobre
sobredorado.
La instalación del esmalte se producía con dos técnicas distintas, pero de
semejante resolución. La primera de ellas es la de alveolado o cloisonné.
Consiste en habilitar celdillas independientes soldadas entre sí que serán las
que se llenen con los distintos preparados del esmalte, que no mezcla los
colores debido a la separación que proporcionan las celdillas. La segunda es la
de campeado o champlevé, que
trata de hacer unos pequeños huecos excavados para alojar el esmalte. Las zonas
no esmaltadas se sobredoraban fuertemente, y se enriquecían con cincelados y
calados.
El conjunto finalizado llegaba a proporcionar una
pieza brillante y colorista de fuerte atracción por las gamas diferentes que en
ella se vertían, pero a la vez por los propios diseños físicos que las acogían,
pues se cuidó mucho la plástica del objeto donde se implantaban, ya que
variaban mucho, desde la enorme dimensión y posibilidades de un frontal de
altar, a las reducidas superficies de un candelabro o una naveta. Ello permitía
plantear diferentes interpretaciones artísticas, siempre llenas del
esplendoroso colorido de la aplicación del esmalte.
La confección de los esmaltes requería de talleres
especializados debido a la dificultad de su tratamiento, tanto material como
artístico, pues eran muchos los pasos a desarrollar hasta la finalización de
las distintas piezas. Los más importantes se ubicaron en los valles del Rhin y
del Mosa. También en Francia existió uno de los más famosos, el de Limoges, que
surtió de bellas piezas al mercado centroeuropeo, así como al de la península
ibérica.
En España destacó el de Silos, que ya dentro o fuera del monasterio, implantó
carácter dentro de ese ámbito artístico, aunque se le negó importancia de
autoctonía hasta hace muy pocos años, como sucedió con casi todo el Arte
Románico, que se entendió como privilegio nacionalista francés.
Las diferencias entre los distintos talleres se fundamentaban en la aplicación
del colorido, aparte de las propiamente artísticas del tratado de las figuras
escultóricas, que no recibieron un tratamiento muy diferente al de la escultura
monumental, pero aplicada a la especifidad plana de las placas.
La pieza más excelsa, por su grandiosidad de tamaño y perfección de ejecución,
es la Urna de Santo Domingo de Silos. Elaborada en el ámbito del taller
silense se hizo para alojar el cuerpo del santo. Se trata de un frontal de la
urna que se conserva en el museo de Burgos, presidido por una soberbia Maiestas
Domini rodeada de los signos de los cuatro evangelistas, a los que acompañan
los apóstoles cobijados bajo arcos de medio punto, que son coronados por
tejadillos calados en el cobre dorado. La perfección de la obra, que se fecha
de 1160 a 1170, es la culminación del taller de Silos. Se verán aquí sus
características específicas como son: una escasa gama cromática a base de
combinación de distintos tonos de verde y azul con rojos y blancos. Sobresale
el hecho de que las cabezas no se realizan en esmalte plano, sino en piezas de
cobre con alto relieve, lo que hace cobrar más vida plástica a toda la larga
extensión de la pieza.
Imposible detallar la extensa colección de piezas existentes, sus variaciones y
diferencias. Se trata de dejar constancia de la existencia de uno de los
principales elementos de las artes suntuarias, de las que la Iglesia casi agota
en sus posibilidades, pero que atrajo hacia sí como fundamento principal de los
tesoros de las catedrales, canónicas y monasterios.
EBORARIA
El Arte Románico tuvo en la eboraria, escultura de objetos de marfil, uno de
sus mejores resultados como arte suntuaria. Sobresalió en la confección de
pequeñas figuras, como adecuación al material con el que se realizaba,
colmillos de animales, que no permitían grandes elaboraciones. A pesar de esta
dificultad se lograron piezas de gran riqueza, pues la habilidad de los
artesanos y el colorido del marfil proporcionaron texturas y formas de gran
hermosura.
La talla en marfil, por la propia composición de su
materia, se realiza de forma diferente a la escultura tradicional. El poco
volumen, la gran dureza, y la delicadeza necesaria en esos diminutos trazos
hace que su elaboración se realice con limas, buriles, sierras; del mismo modo
que se operaba en la marquetería más delicada.
La técnica resultaba de una gran finura por la
minuciosidad de los trazos en superficies que, aunque amplias, constreñían su
campo de actuación en los imperceptibles detalles faciales, anatómicos, o en
los pliegues de los vestidos. Por otro lado la carestía de la materia prima,
que no se encontraba generalmente en una zona geográfica cercana, provocaba una
carestía importante del producto, que debía ser transportado desde tierras
lejanas.
Todo ello hacía que esta arte suntuaria alcanzase
precios y valores de estimación muy altos, pues en muchos casos se necesitaban
varias piezas de marfil para elaborar un solo objeto, aunque lo general es que
se desarrollase en volúmenes de pequeño tamaño. También existía escultura de
bulto redondo que necesitaba mayor expansión física, complicando su ejecución
con ensamblaje de trozos distintos, como ocurría en los Cristos de gran tamaño,
lo que llevaba aparejada dificultad añadida en la homologación de tonos y
texturas. Las placas no siempre se realizaban en pequeños tamaños, y corrían la
misma suerte de dificultad que las grandes piezas, aunque su plástica difiriese
mucho de las figuras anteriores.
La eboraria románica es deudora de la gran
tradición cordobesa de la España musulmana de entonces. No es, pues, de
extrañar que uno de los mejores talleres del siglo XI radicara en el territorio
musulmán de Cuenca, que encarnaba la herencia de las técnicas del califato del
siglo X, que logró obras de gran perfección, a la que estaban acostumbrados sus
depositarios árabes, ofreciéndolas en muchos casos como apreciado regalo a los
monarcas hibos, u objeto de botín en sus conquistas.
Es en ese taller conquense donde se realiza la Arqueta con los restos de Santo Domingo de Silos ejecutada por Muhammad ibn Zayyan en el año1026, que después fue reformada hacia los años 1140-1150 para arqueta en la que ubicar los restos del santo, añadiéndole en esmalte la efigie del titular del monasterio flanqueada por dos ángeles. Pertenece al mismo taller el Relicario de San Antolín en la catedral de Palencia, que es reutilizada del mismo modo que la arqueta anterior en torno a los años 1049-1150. Asimismo es una pieza de extraordinario valor la Arqueta de Leyre que acogió los restos de las santas Alodia y Nunilo.
De los talleres hibos destaca el taller de León que
florece en el torno del monasterio de San Isidoro. El primer patrocinio se debe
a la influencia del rey Fernando I y su esposa doña Sancha, que tanto habían de
influir en el reverdecer de los artes hibas. A ese taller se debe la
realización de la Arqueta de las reliquias de San Juan y San Pelayo
con chapas de oro y piedras preciosas, aparte de 25 placas de marfil. De las
mismas manos salió el Arca de las Bienaventuranzas, que fue un
posible relicario. De estructura prismática mantiene sus laterales decorados
con placas de marfil que ilustran las bienaventuranzas. Como detalle de
dificultad, pero como gran elemento plástico, las pupilas de los personajes son
de azabache. El Crucifijo de Fernando y Sancha, realizado hacia
el año 1063, es una obra de gran tamaño en el que parecen trabajar dos artistas
diferentes, pero de igual alta cualificación. Uno de ellos se aplica a los
relieves de la cruz, que en ambos lados informan de la historia de la
salvación. El otro se dedicó a la figura de Cristo que, al modo bizantino,
mantiene los ojos abiertos, cuatro clavos, ligera descripción de la anatomía, y
el paño de pureza. Resulta una obra de incalculable valía, no sólo por el gran
tamaño que alcanzó, sino por la perfección con que fue desarrollada. Otra obra
insigne del taller leonés es el Cristo de Carrizo, procedente del
monasterio leonés cercano a la villa. Su cronología puede cifrarse a finales
del siglo XI con una iconografía clásica respecto de los Cristos románicos. Es
pieza de menor tamaño que la anterior, pero de indudable aprecio, como se puede
comprobar en el detalle que ofrecemos en la fotografía.
El tercer taller del que salieron piezas de enorme
interés fue el de San Millán de la Cogolla, que realizó su producción en la
segunda mitad del siglo XI. Entre ellas destaca el Arca de San Millán,
elaborada entre los años de 1060 a 1080. Expoliada de joyas y metales, todavía
quedan los marfiles, a pesar del robo de algunos de ellos. Su construcción es
de forma prismática con cubierta a doble vertiente y más de 29 placas con
episodios de la vida del santo, así como de la propia realización de la arqueta
y el traslado de las reliquias, representantes de la realeza, monjes y
artesanos que la construyeron. Otra obra importante del taller riojano es el Arca
de San Felices, que también fue expoliada por los franceses en 1809. La
mayoría de las placas siguen en su lugar, pero en una estructura de arca
moderna. Las escenas a las que hace referencia el programa iconográfico se
concretan en episodios bíblicos.
THEOTOKOS, LA
MADRE DE DÍOS
El Arte Románico generó una hermosa y prolífica
estatuaria de carácter monumental, pero muy poca escultura de bulto redondo,
aunque la existente se comportó iconográficamente del mismo modo que lo hacían
la de los tímpanos, pórticos y capiteles.
Theotokos significa “la Madre de Dios” en lengua griega (θεος - Dios y τοκας - madre), que era el título con el que
los primeros cristianos denominaban a María. Orígenes, hacia la mitad del siglo
III, fue el primero que utilizó la expresión. El esmalte consiste en la
aplicación de color a las piezas metálicas que le sirven de soporte y lecho. Su
confección es a base de materiales pulverizados, como el plomo, sílice, o
bórax, que mezclados con distintos óxidos metálicos van a proporcionarle el
brillante color que lo caracteriza. El óxido de hierro daría el color rojo, el
antimonio, plomo, y plata proporcionarían el amarillo, el cobalto agregaría
intensos azules, el cromo incrementaría las distintas tonalidades de verde.
No tuvo representación en los albores del
cristianismo porque no se empleó la representación de imágenes, aunque sí dos
siglos después. Obedeció el cambio al deseo de recurrir a la efigie como medio
de interpretación y visualización. Tropezó al principio con rechazo por tratar
de corporalizar la idea en ídolos, interacción del mundo clásico, y
equiparación a las esculturas de los dioses y emperadores del mundo romano. San
Justino las refería como: “fruto de la imaginación de los poetas”.
Pronto hubo más tolerancia teológica y libertad artística a causa de una mayor
madurez doctrinal. A finales del siglo III sólo obtenían rechazo las que
ofrecían connotaciones claramente paganas. Después del año 313, con Constantino
como legalizador de la fe cristiana, se abre el enorme abanico del arte
cristiano.
Las imágenes marianas más antiguas hay que
buscarlas en las catacumbas después del siglo III con la representación de la
Virgen sentada con el Niño en el regazo. En el siglo. VII la Theotokos se
extendía ya por todo el orbe cristiano. Todavía había de superar la iconoclasia
del siglo VIII para que se instalara definitivamente en la iconografía
cristiana.
La Theotokos se incorpora al nuevo mundo formal solucionando brillantemente la
lucha entre lo trascendente y lo orgánico con formas sencillas, llenas de
gracia y armonía rústica, como demuestran los modelos de las imágenes románicos
conservados.
Tuvo gran proliferación debido a: su barato coste, fácil reproducción,
escultura seriada de fácil copia, importancia concedida al presidir los altares
mayores, devoción mariana de la época, presencia en todas las pequeñas capillas
rurales o por la atracción humana, representativa de la imagen madre.
Llenó Europa en los siglos XII y XIII de pequeñas tallas de madera con pocas
variaciones en su iconografía, pero con una fuerza más de simple imaginería que
de valor escultórico. Bajo el fenómeno artístico se ocultaba un fenómeno
teológico inducido de enorme devoción Mariara desencadenada por las
personalidades del momento.
La oferta de los imagineros era grande. Iban de
pueblo en pueblo ofreciendo sus imágenes. Si bien hay obras de encargo, rara
vez se conoce el nombre del artista. Eran productos de fácil y rápida
colocación debido a los factores antes mencionados. Muchas se constituían en
copias de ermitas cercanas, pero que hilvanaban la continuidad histórica de
generaciones, pues compartían sus vidas, y a la vez, se trataba de vírgenes
milagreras aparecidas a pastores y niños del pueblo, o al hortelano que la
descubre en la tierra escondida tras la invasión árabe, o halladas en fuentes,
cuevas y páramos.
Uno de los factores del éxito radica en la leyenda milagrosa de sus hallazgos,
pero también por la forma física en que estaban resueltas. Traducen admiración,
afecto del corazón cristiano por su Niño, que es Dios, como complicidad diaria
humanizada por la biología materna del parto, la crianza y su preocupación;
aparte de la familiaridad en la disposición de poseer en el regazo al Hijo,
cuestión de común receptación por cualquier madre.
La mayoría, junto con el Hijo,
están coronadas, como circunstancia de la realeza del árbol genealógico humano
de Cristo, consecuentemente al título teológico de Reina, ya otorgado por
Justiniano. La constatación de Regina se establece cuando Gregorio IX manda
cantar la Salve Regina en todos los templos de Roma los viernes después de
Vísperas. También en 1135 Pedro el Venerable lo había impuesto a los monjes de
Cluny en procesiones claustrales. San Bernardo la nombra continuamente como:
Soberana y Señora. No se debe olvidar la gran nominación en himnos marianos:
Ave Regina Coelorum, Regina Coeli laetere.
Sostienen, generalmente, las imágenes románicas de nuestra intención una esfera
entre los dedos, a modo de manzana del Paraíso, como atribución redentora del
pecado, segunda Eva, dentro de la más pura doctrina tradicional. El Niño puede
aparecer en simetría o asimetría con la Madre, y portar un libro en
representación figurada de la Ley, del Evangelio, del libro de la vida, de la
palabra y de la redención. A veces sujeta una esfera como indicación de la
totalidad, de la perfección.
Es un prototipo que aparece en el mundo románico plena de madurez y rigor, que
irá desgranando en miles de imágenes que hoy custodian como verdaderas joyas los
museos de Cataluña, León, Astorga, Valladolid, Palencia, como resumen
esquemático de un fenómeno explosivo en la historia del Arte Románico español,
y que la fácil enajenación ha mermado considerablemente. Todavía en las obras
existentes podemos contemplar el mundo vivo de las Theotokos medievales,
aquellas ante las que rezaron nuestros antepasados, y que languidecen las salas
museísticas a la espera de la fiesta del pueblo, cuando los lugareños las
recuperan y ponen en el altar mayor de su iglesia, recobrando así el lugar que
los siglos le habían otorgado.
Libros
iluminados: LOS BEATOS
El Arte Románico no sólo derrochó talento y
esplendor en la construcción y decoración de sus iglesias, sino que reflejó
también su belleza en los libros iluminados por los copistas e iluminadores de
los monasterios. Unos estaban destinados directamente a las funciones
litúrgicas, como Biblias y Evangeliarios. Otros a la instrucción de los monjes.
Entre estos últimos podemos reconocer a los que
modernamente se reconocen como Beatos,
por ser una asignación específica a un nombre propio y una comarca, (Beato
de) la Liébana, como posible inductor de una reconocida familia de libros
iluminados, que comenzó en la Alta Edad Media, pero que tuvo pleno desarrollo
en la época del Arte Románico, configurando una de las mayores glorias de la
historia del arte hibo, digna de ser reconocida como Patrimonio de la
Humanidad.
Beato es nombre medieval de varón, el masculino de
Beatriz que pasó
a nuestra onomástica como Beatriz, mientras que el de Beato quedó sin uso. Fue
un personaje histórico que vivió como monje en un monasterio de la comarca
asturiana medieval de los valles de la Liébana, hoy perteneciente a Cantabria,
como lo atestiguan diferentes fuentes documentales. Escribió en el año 785 un
libro, el Apologético, en contra del arzobispo de Toledo defendiendo la
paternidad carnal de Cristo y no por adopción, como reclamaba su opositor
Elipando. Se le atribuye también la confección hacia el año 776 de uno de los
libros más famosos de la Edad Media española, Comentarios al Apocalipsis de
San Juan, en el que desgrana instrucción y comentarios al famoso tratado
del profeta.
El libro está compuesto de una serie de piezas, no
en todos los Beatos igual, aunque sean unitarios en la posesión de las más
importantes, como es la presencia continua del Comentario, y otras
afines. Todos están escritos sobre pergamino en dos columnas con iluminaciones
a un cuarto de página, página entera y doble página. Para exponer sus
comentarios al texto del título se utilizan en forma de sentencias breves
diversos autores de la literatura eclesiástica antigua, como: Jerónimo,
Agustín, Ambrosio, Eulogio, Gregorio Magno, Apringio, Isidoro, Ticonio, Ireneo,
entre otros.
Pero la fama no la ganaron Beato y su libro por la
avidez en refundir y comentar textos anteriores, que vendría a ser una obra de
profunda transformación espiritual, de edificación y elevación moral, sino por
las iluminaciones que acompañaban dichas explicaciones. La primera edición del Comentario,
hoy inexistente, debió ver la luz en el año 776, sería el primer Beato conocido
que llevarían ya las iluminaciones que después sirvieron de copia a los demás.
El tiempo haría que pasase a otros monasterios y
por la atracción de las pinturas, sumada a la utilidad del texto, fuese copiado
en numerosas ocasiones respetando en lo posible el texto y reproduciendo las
iluminaciones del primer manuscrito con la distinta habilidad y capacidad de
los iluminadores que se atenían al modelo original, pero adaptándose al momento
de su reproducción, de ahí que podamos hablar de Beatos de estirpe mozárabe,
románica y protogótica.
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Hoy se guardan, enteros o en partes, 25 ejemplares
que adquieren indistintamente el nombre del monasterio donde se copió, del
donante, del copista, o el lugar de su actual pertenencia y reposo. Así podemos
hablar del Beato de Fernando y Sancha o Facundo, del Beato de Londres o de
Silos, del Beato Morgan o de San Miguel de la Escalada, del Beato de Valcavado
o de Valladolid, etc.
Después aparecerían con un enorme colorido de tonos
fuertes en bandas paralelas. Llama poderosamente la atención la eliminación de
toda sugerencia de volumen o ilusión espacial, por el predominio de la línea y
el color. Se desarrollan con prioridad absoluta de la figuración plana e
intensidad colorista, que se reproducen en los aproximadamente 300 folios de
los libros mejor conservados, en los que habría unas 100 iluminaciones. La
plástica se somete a la habilidad del iluminador para dar figuraciones diferentes
del mismo modelo, que varían mucho desde los primeros a los últimos.
Las iluminaciones se atenían directamente a los
párrafos del texto de San Juan, que Beato después comentaba según su
conocimiento y saber. Las pinturas no refieren más que lo que el profeta tuvo
como visión, representando un testimonio gráfico de lo por él relatado. Se
realizó tal labor en forma de comic, con expresiones comunes y claras de los
elementos textuales, con frases escritas que todavía pudieran aclarar más la
relación del texto profético y la iluminación.
Resulta imposible extenderse más en las
explicaciones debido a lo complicado del asunto y las infinitas posibilidades
de los distintos comentarios y pinturas, por lo que vamos a cerrarlo con un
texto evangélico del Apocalipsis de San Juan ilustrado en el Beato de Fernando
y Sancho, también llamado Facundo por el nombre de su iluminador, copiado en el
año 1047 que actualmente se encuentra en la Biblioteca nacional de Madrid, y
que es representativo del modelo de los Beatos románicos.
LA VISIÓN
DE LOS CUATRO JINETES.
Lib. 6, 1-8. “Miré y vi aparecer un caballo
blanco. El que lo montaba tenía un arco; se le dio una corona y marchó
victorioso, dispuesto a vencer... y salió otro caballo de color rojo. Al que lo
montaba se le entregó una gran espada con poder para arrancar la paz de la
tierra y hacer que los hombres se degollaran unos a otros... Miré y vi aparecer
un caballo negro. El que lo montaba tenía una balanza en la mano... Miré y vi
aparecer un caballo amarillento. El que lo montaba tenía por nombre Muerte y el
Abismo lo seguía. Y se les dio poder sobre la cuarta parte de la tierra para
causar la muerte por medio de la espada, el hambre, la peste y las fieras
terrestres”
A MODO DE
CONCLUSIÓN
El Arte Románico nos ha permitido realizar un
recorrido intelectual y cultural a través de una amplia cronología de la Edad
Media analizando la arquitectura, la escultura y la pintura de las iglesias de
la época.
Esos tres elementos dan la medida de todo el
entramado social y artístico de los hombres que las soñaron, las promovieron,
las pagaron, las hicieron y las habitaron. Porque no sólo se trataba de
estructuras y de decoración, sino de una forma de entender el universo, la
religión y la relación entre los hombres, siempre dirigida y promocionada por
las enseñanzas evangélicas que de sus formas de construir y decorar se
derivaban.
El centro de la vida de las gentes del medioevo
estaba determinado por las dos clásicas estructuras de poder: la regia y la
divina. Cada una de esas esferas cuidaba de no perder dominio ni autoridad.
Estaba sometido el poder regio al divino, por facultad de éste de encargarse a
modo vicarial del reino de Dios en la tierra y para poder ser favorecido con la
titulación de “por gracia de Dios”, como sucedió hasta hace muy poco en
las monedas de curso legal. Era por ello deudor de la gracia divina
representada más directamente en la tierra por el poder eclesiástico, que se
podía ejercer desde los tronos papales, episcopales, abaciales, o simplemente
desde el presbiterio de la iglesia de la villa.
No quedaba mucho espacio para el humilde servidor
que tenía que atender a las voraces necesidades del rey o noble y a las
exigencias morales derivadas de las enseñanzas de los presbíteros. Todo se ve
reflejado en las huellas de ese pasado que ofrecen la arquitectura, la
escultura y la pintura. Porque la historia del hombre es la historia de sus
artefactos, que nunca mejor expresada la palabra para hacer alusión a sus
realidades fácticas, para explorar a través de ellos su vida personal.
La historia de las gentes es la historia de sus
necesidades, de las victorias sobre sus dificultades sociales y económicas,
pero también de sus símbolos, de aquello que sin formar parte de lo táctil
configura una enorme porción de sus vidas. Lo que queda en la soledad del
hombre después de su pobreza o su riqueza, de la salud o la enfermedad, del
llanto o de alegría.
El hombre medieval se regía, al igual que el
moderno, por los símbolos, porque sólo así podía elevarse de la baja condición
humana sujeta a las miserias de las realidades cotidianas. Si la religión llegó
a ser el punto central de la vida medieval fue porque era el distintivo de la
pretendida variación de su condición, que no se la ofrecía el poder terrenal y
sí el celestial.
El intento de promesa de mejora que significaba ese
mundo futuro, fuera de la órbita de los poderosos, fue lo que le alentó a
perseverar en las ideas simbólicas que le proporcionaban las tareas artísticas
de la religión, encauzadas en la arquitectura, escultura y pintura de las
iglesias románicas. Si había otro mundo, había que buscarlo a través de las
revelaciones alegóricas de los signos evangélicos que los artistas ponían a su
disposición.
Para ello era fundamental que se percibiese el
mensaje con total unidad de criterio, a lo que estaban dispuestos los que
manejaban los hilos de la sociedad de entonces, ofreciendo programas de
relación social dirigidos desde las alturas eclesiásticas siempre en el mismo
sentido y a través de todas las geografías conocidas. Ese criterio unificador
tenía como origen el fundamento de la realidad religiosa que emanaba de la
autoridad del sucesor de Cristo, que era el Papa o de los servidores que por
delegación lo ejercían. La misma directriz de dirigismo unitario se formulaba
para los eclesiásticos cuando se decidían cambios fundamentales para el
estamento religioso, como fue la supresión de las liturgias nacionales en favor
de la emergente romana.
Caminaba, pues, el hombre medieval por un camino
pensado por otros, pero que le obligaron a construirlo con sus propias manos y
pagarlo con sus dineros. Ese camino estaba sembrado de iglesias, de esculturas
y de pinturas que reflejaban los afanes y desvelos de la mayor clase social del
momento: los laboratores.
Nada que no se pueda contemplar hoy en día, donde los estados, las entidades financieras y los poderes fácticos obligan a caminar por senderos parecidos. Cuando haya que estudiar la historia del hombre moderno habrá que hacerlo en el rastreo de sus artefactos, de sus coches, pisos, cines, teléfonos, de sus realidades que asombraron al mundo con tanto invento. Después habrá que analizar su influencia sobre la sociedad y a quiénes beneficiaba tanto artefacto.
Esos son los símbolos de nuestro tiempo. Por eso
quiere este cronista finalizar su relato del mundo románico medieval con una
realidad artística que se construyó para la eternidad por todas esas clases
sociales que el obispo Adalberón de Laon había avanzado: bellatores, oratores,
pero sobre todo de laboratores. Me refiero a la mayor joya del mundo románico,
a la catedral de Santiago que ofrecemos en la fotografía.
Lleva casi mil años contemplando las virtudes y
defectos de las sociedades que le sucedieron, de las ansias y las oraciones de
sus peregrinos, de las intrigas políticas o eclesiásticas de los poderosos que
dominaron su construcción y de las peleas para ejercer el poder temporal y
eclesiástico. Las del obispo Diego Peláez, de Alfonso VI, del arzobispo
Gelmírez, de doña Urraca, de nobles, infantes y clérigos que hasta el día de
hoy se sirvieron de ella para ejercer su poder en la tierra.
De todo ello informa la historia de su existencia,
de su arquitectura, de su escultura, de su pintura, de los hombres que bajo
ella se afanaron para construir sus bóvedas y representar con símbolos un mundo
que no podían concretar con las realidades del momento.
Con la belleza y la perdurabilidad de su estructura
y la placidez de su visión nos retiramos de la historia medieval para continuar
el paseo por nuestra mundana vida moderna, habiendo comprendido la perenne
fragilidad del ser humano. Como decía Bertrand Russel: la vida del hombre ha
variado muy poco desde el año cero.
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