domingo, 10 de septiembre de 2023

 

EL ARTE ROMÁNICO


Frontal de altar de la iglesia de San Martín de Puigbó, Gerona, Museo episcopal de Vic

El Arte Románico adornó los altares con decoración escultórica, pero también lo hizo con pintura. Era el tercer lugar donde las representaciones pictóricas iban a tener asiento como exaltación de la sacralidad que se le había otorgado.

Ya nos hemos referido a la mesa del altar como una losa sostenida por pilares o columnas de diferente decoración y número. Habíamos señalado que la parte delantera o antipendium, si existía, podía estar esculpida en piedra o con una tabla de madera pintada. También era posible que todo el altar estuviese cerrado como una caja recubierta de tableros con pinturas ornamentales cubriendo toda la superficie. Cuando los documentos se refieren a esa situación hablan de tabula, en algunos se precisa más y se dice tabula ante altare.

Esos frontales de madera pintada eran suntuosos, con una rica decoración de vivos colores que invitaba a la reflexión de los temas evangélicos que exhibía, a la vez que llenaba de emocionado colorido la visión de los fieles que los contemplaba frontalmente. Podía aumentar la sensación de monumentalidad si se instalaba bajo un baldaquino que lo acogiera en su abierta atmósfera interior.

No han sido estas tablas piezas que se hayan conservado en gran número, por la remoción de su lugar primigenio, por la voracidad humana o por la facilidad de desaparición en modificaciones tanto del altar como de la propia iglesia. Cataluña ha guardado en sus museos algunas de estas insignes obras para emoción y atención de lo perdido.

No eran de gran magnitud, dada la altura y longitud del altar, por lo que estaban constituidas a la medida humana. No así los baldaquinos que las acogían por la altura considerable que alcanzaron. Los temas de las piezas que conservamos no difieren mucho del resto de la pintura, tanto mural como absidal, así como la formación de la paleta de colores que está en las mismas tonalidades cromáticas que la pintura general.

Existen hermosas representaciones de la Maiestas Domino acompañada por apostolados, como la tabla de una iglesia de la diócesis de Urgell que se guarda en el Museo Nacional de Arte de Cataluña. Otras hablan del suplicio de las almas, de San Miguel pesándolas y rescatando fieles, de la Virgen en mandorla con episodios de mártires y apostolados con escenas de la vida de Jesús, de la Anunciación, Visitación, Natividad y Epifanía, en un tono intimista debido al tamaño de las tablas y su reparto en pequeñas figuras, pero siempre con los temas clásicos de formación e información a los fieles que contemplaban de frente las obras, y como complemento no sólo del resto de la pintura del edificio, sino de la iconografía general del Arte Románico.

Era un arte suplementario que por instalarse sobre tabla mantenía un colorido más vivo por la distinta calidad de recepción del soporte y por las mejores posibilidades de lucir las cualidades del artista al poder ser pintadas en dimensión humana, más de pequeña factura que de grandes dimensiones, no en condiciones incómodas de realización y con graves dificultades de ir contemplando el trabajo general según si iba realizando.

Por ello resultan más atractivas, aparte de considerarlas volumétricamente como cuadros de cualquier exposición moderna y poder ser contempladas a la altura de la vista sin la incomodidad de elevar la mirada hacia el cielo. Aunque pierden la espectacularidad del gran tamaño de las anteriores, pero ganan en canon humano al estar resueltas de diferente modo.

Forman las tablas de los altares un capítulo muy atractivo y diferenciado dentro de la pintura románica, no sólo por el colorido espectacular de la sobria paleta de colores, que aun manteniendo los mismos pocos tonos que las anteriores se definen más acentuados de rojos y amarillos, lo que perfila un contraste mayor de las figuras y de todos los elementos de la tabla, como las orlas de los bordes.

Por otra parte, la disposición rectangular del soporte hace que las historias se agrupen del mismo modo. Se llenará el centro con la figura de Cristo, la Virgen o la representación que interese, para a continuación ir situando en los lados espacios rectangulares de menor o mayor amplitud, pero distribuidos en pisos con las escenas que se tratan de relatar y comunicar. De ese modo se tiene la impresión de que lo que se está contemplando es un panel de cuadrículas que hay que intentar leer de izquierda a derecha o de arriba abajo para comprender el sentido general de la obra, como si de un gran retablo barroco se tratase.

Estos altares románicos llegaron a tener un tablero trasero colgado que se denominaban tabula retro altaris, que significaba tabla de detrás del altar, que después desembocó en los retablos de las iglesias de las artes posteriores, con la misma manera de exhibir en cuadrículas que tuvieron los primeros altares románicos.

Son por tanto las tablas de los altares románicos hermosas piezas cargadas de emoción y colorido que debían aumentar todavía más la decoración del núcleo espiritual del templo que se habían encargado de aislar y señalar convenientemente la arquitectura y la escultura.

Es la pintura la encargada de cerrar esta crónica medieval en la consideración de ser la faceta que más tardíamente se incorpora a las iglesias, pero en atención a que cuando llega se integra perfectamente en la idiosincrasia del Arte Románico con la aportación de representaciones excelsas de iconografía en soporte plano y cóncavo, con cotas de belleza que todavía sorprenden a los visitantes que tienen ocasión de contemplarlas en los museos que las exhiben.

CAUSAS DE SU APARICIÓN

El Arte Románico arranca de la necesidad del alma, de la fe cristiana que pone en movimiento la formación de uno de las más interesantes facetas artísticas de la humanidad, la que representa la unión de la fe y sus consecuencias en la historia del arte.

Pero no nace sólo del sentimiento religioso de los siglos medievales, sino también de la exigencia de una población ávida de recintos religiosos donde celebrar los ritos del culto cristiano y sobre todo de proporcionar un digno habitáculo a la función litúrgica en una demografía explosiva a partir del año 1000.

No había descuidado el mundo occidental la creación de templos y monasterios en la Alta Edad Media, pero no eran suficientes para la época de nuevas seguridades que ahora se vivía, del asentamiento de los estados europeos lejos de las invasiones de los pueblos bárbaros y sobre todo bajo la realidad de una población en expansión.

 Carlomagno no fue un emperador al que se le pueda achacar falta de fe constructiva.

 Su pensamiento de volver a crear el Sacro Imperio Romano lo caracterizará como un gran monarca religioso, que fue coronado Emperador en Roma por el Papa, aunque la ceremonia hubiera tenido un cierto tinte de arreglo de cuentas agradecidas con el pontífice. No es que no lo mereciera, sino que hubo circunstancias que favorecieron tal evento.

Pero ello no obstaba para que su reinado estuviera pletórico de un “revival” de la fe, con creación de numerosos monasterios e iglesias que el Códice Calixtino santifica ofreciéndole la Gloria en disputa con el demonio que, dado que siempre hacía trampas para llevarse el alma del moribundo en las luchas con San Miguel, describe dicho códice a las maderas de las iglesias, que el bueno del emperador había construido, como los elementos que pesaron en la balanza para salvar su alma.

Si eso no fuera poco, debemos contar con las crónicas medievales que certifican la masiva construcción de iglesias en los principios del año 1000, que puede explicar el crecimiento inusitado del Arte Románico como una fuerza imparable, cuyos ingredientes fundamentales eran el pietismo religioso y la necesidad funcional de edificios, en un matrimonio que refrendaba el aumento demográfico de la época después de haber superado los terrores milenarios, si los hubiere. Es el monje Raúl Gabler quien en el año 1003 relata: “Como se aproximara el tercer año después del año 1000, se vio en casi toda la tierra, pero sobre todo en Italia y Galia, la renovación de las basílicas de las iglesias; aunque la mayor parte no tuvieran ninguna necesidad, porque estaban muy bien construidas, un deseo de emulación llevó a cada comunidad cristiana a tener la suya más suntuosa que la de los otros. Era como si el mundo se hubiera sacudido y despojándose de su vetustez, se hubiera revestido por todas partes de un albo manto de iglesias. Entonces, casi todas las iglesias de sedes episcopales, los santuarios monásticos dedicados a diversos santos, e incluso los pequeños oratorios de las villas, fueron reconstruidos por los fieles de una forma más bella”.

Es ahora cuando una inmensa pléyade de santos medievales, que estaban mal atendidos en cuevas y diminutas ermitas, va a tener un magnífico acomodo en los altares de estas nuevas iglesias. La ingeniería de la época, junto con la habilidad de los artesanos, se va a poner al servicio del alma, pero también de las comunidades que soliciten sus servicios para la transformación de sus lugares de oración.


Imagen de Maiestas Domini de San Clemente de Tahull

Todos van a formar parte de la empresa socio-económica que supondrá la construcción de nuevos templos, porque a todos beneficiaba tal concurso, ya que aparte de ser un bien religioso, lo era también económico, pues se elaboraban presupuestos, existían gastos, nóminas, balances, etc., que no sólo favorecían a los constructores, sino también a las personas del entorno, de la aldea, de la villa, debido a que una obra pública de tal característica había de tener repercusión en el medio en que se realizaba.

Como sucedió con las iglesias del Camino de Santiago, que lo recorrían los peregrinos con los pies, pero lo hacían los canteros, escultores y albañiles con las manos, a la vez que los maestros de obras con los planos bajo el brazo.

Será, en consecuencia, un arte de multitudes porque así lo demandaban unos y otros, pero también de las necesidades monasteriales, que aumentaban con la misma rapidez que las comunidades a las que servían.

No se constituirá en un arte de elites de museos que concibieran la interpretación del edificio como un ejercicio de desarrolladas intelectualidades. Primero tenía que servir a una comunidad, ser funcional y segura la obra, además de demostrar una estética adecuada, según los más elementales principios vitruvianos de una buena construcción.

La decoración que en ella se instaló no siempre estuvo bien comprendida por todo el mundo, en especial por el pueblo llano que muchas veces carecía de instrucción suficiente para entender ciertas figuras que allí aparecían. Pero en lo esencial el edificio era reconocido como la Casa de Dios, elemento de valor suficiente para quienes lo construían y lo utilizaban.

La mayoría de los conceptos teológicos también eran conocidos por los fieles. Se explicaban a diario y dominicalmente en las homilías del oficiante, ya que el Arte Románico, aunque tiene mucho de oscuro en algunas acepciones, no es totalmente críptico e inalcanzable para la población. Cierto que había recónditos significados que la mayoría de la población no lograba “leer” perfectamente, pero sí “entender” con más o menos precisión.

MODOS ESTUDIOS Y MANERAS

El Arte Románico es uno de los más preclaros hijos del año 1000, aunque con un antes muy corto con respecto al siglo, pues su aparición se cifra en torno al año 950, y un después muy dilatado, si consideramos su finalización en la mitad del siglo XIII.

Su presencia en la cristiandad recordará al templo de Jerusalén en la justificación de la salmodia hierosolimitana que inmortaliza el salmo 25: “Amo la morada de tu casa / el lugar de asiento de tu gloria”.

No dejará dudas la función del edificio porque su esencia estará basada en las funciones teológicas y teofánicas que han perdurado a través de los siglos, con la misma relación de identidad que conservan en la actualidad los templos cristianos actuales. Frente a otras edificaciones de la época medieval que ya carecen de la función para la que fueron creadas, como los castillos o las palacios barrocos, las iglesias románicas mantienen el rango de museos vivientes, útiles y funcionales, y no de elementos culturales fosilizados como los citados anteriormente.

La presencia de esas edificaciones entre nosotros es la mejor prueba de un modus vivendi, aunque mejor cabría decir de un modus orandi, pues estaban hechas para el oficio litúrgico que ha venido siendo desempeñado ininterrumpidamente desde su construcción como templos.

Malo fue el ejemplo de los primeros historiadores del Arte Románico que concibieron los edificios sólo con parámetros de clasificación arquitectónica, geográfica y regional, desatendiendo las otras circunstancias que concurrían en las obras. Porque un edificio lo constituyen no sólo las piedras que lo sustentan, sino las condiciones sociales que lo motivaron. Sin la consideración de estas circunstancias no habrá conclusiones certeras sobre su origen, función y desarrollo.

Esa tendencia de aislar las iglesias de su contexto pronto fue corregida, aceptando la crítica moderna que una obra de arte es algo más complejo que sus coordenadas estilísticas y comparativas, porque el reduccionismo no provoca más que la asfixia del propio arte que trata de defender. Toda función de monocultivo es siempre empobrecedora, de ahí que las expresiones de modus vivendi y modus orandi deban ser más propias que las de modus construendi como algo más adecuado a los signos de los tiempos, donde el cruce de datos de todo tipo se hace indispensable para el mejor entendimiento de lo que tratamos de conocer.

Los ciento y pico de años de estudios sobre el Arte Románico han determinado claramente muchas de sus particularidades, pero no han agotado la vía de la investigación, que, si se había iniciado con la catalogación de edificios en áreas geográficas y atribución de escuelas, ha pasado a corregirse esa forma de estudio al conectar la obra con todos los componentes sociales posibles de historia, religión, economía, etc. Se ha dado un paso importante, quizás excesivamente peligroso, donde surgen difíciles interpretaciones de tipo filosófico-doctrinal-teológico que pueden extraviar a los neófitos en la materia.

A veces surge la duda de si los parámetros en los que se debió desarrollar la obra son los que muestran los elevados estudios modernos, pero no hay duda de que muchos de ellos se ajustan al sentido racional de sus teorías, aunque otros sólo pueden alcanzar el estrato de elucubraciones de mentes fantasiosas que, con pretendidas razones intelectuales, sólo conforman textos más dignos de una novela que de un estudio serio sobre el Arte Románico.


Sirenas aladas. Claustro de San Pedro de la Rúa.Estella, Navarra

Campo abonado de esta afirmación son las peligrosas interpretaciones que se hacen sobre los caracteres simbólicos de capiteles, canecillos, portadas, inscripciones y todo tipo de posibilidades fantasiosas que permita realizar juicios desquiciados sobre el significado de lo que se pretende explicar, muchas veces fruto de la voluntad, más carentes de la intelectualidad adecuada que de satisfactoria crítica histórica.

Por su distancia en el tiempo, y la carencia de documentación, es el Arte Románico un campo abonado para todo tipo de especulaciones, en una época donde el rigor es confundido con la habilidad de la presentación de argumentos incompletos, fáciles para un público ávido de novedades y acostumbrado a las formas literarias de la época medieval, donde las novelas artúricas parecen tener presencia real en el mundo románico, olvidando que la misma presencia del rey Arturo en la historia es una incógnita y una aventura similar a la literatura desarrollada en torno a su figura.

En algunos casos las opiniones sobre modos y circunstancias de elementos del Arte Románico nos recuerdan a las mismas crónicas medievales, faltas de rigor por los intereses que convenían a quienes las fabricaban. Pero es que la especulación no es fruto moderno de las bolsas de valores, sino capacidad inherente a la condición humana, que unas veces trastocaba la realidad por una pura conmoción de la fantasía, y otras por meros intereses comerciales. De ello sabe mucho la Edad Media cuando creaba, retenía o falsificaba las reliquias de los santos que le habían de dar pingües beneficios a quienes explotaban su mercado.

LA UNIDAD MEDIEVAL

El Arte Románico a causa de la cronología tan dilatada que hemos propuesto (950-1250) produce una falsa sensación de excesiva continuidad histórica en la comunidad y en el paisaje, de tal modo que los reyes y los sucesos se enmarcan dentro de la “época del románico”, como si abarcara toda la Edad Media con terminología semejante a la de la “época del feudalismo”.

Es preciso comprender que el período de dinamización románico se produce fundamentalmente en las dos primeras centurias del segundo milenio, aunque la Edad Media se extienda todavía más allá en el tiempo, pues al rebasar el año 1250 debemos considerar la época como del Arte Gótico.

Lo que interesa aquí es entender las cronologías en las que se produce la era románica por ser las delimitadoras del arte que nos concierne.

En torno al año 1000 suceden cosas muy importantes en el continente europeo, como por ejemplo la fundación de Cluny en el año 910, el desgaje posterior y formación de la orden cisterciense en el 1098, la invasión de Inglaterra por Guillermo el Conquistador y la batalla de Hastings en 1066, la toma de Jerusalén por los cruzados en 1099. Fechas escuetas para cifrar la cronología de hechos fundamentales del siglo XI, de plenitud románica.

En torno a ese año 1000 se fragua y consolida la unidad intelectual europea que tanto había buscado y afanado a Carlomagno. El Arte Románico será la koinh (lengua única) artística de los pueblos centroeuropeos que, con las lógicas diferencias habrán de tener un sentido unitario en sus actuaciones intelectuales.

Un pasajero que atravesase la Europa medieval habría de encontrar menos diferencias en esa época que las que presentan las modernas naciones del continente. Aun hablando lenguas distintas, todavía existía el referente de la lengua latina como vehículo de información. La religión mantenía unidad de dirección aunque hubiese diferencias entre las escuelas teológicas de entonces. Los regímenes políticos se habían asentado como coronas y enfeudamientos.


Aparición de las tres clases sociales medievales al rey Enrique I de Alemania, hacia 1130

Las aldeas, villas y ciudades mantenían similitud en su realidad campesina y de escasa población urbana. Las iglesias románicas en las que rezaban no diferían mucho de unas regiones a otras. Allá donde se encontrase representaban un mundo común para todos los que en ellas rezaban. La función monástica era casi la misma en todas partes, estableciendo la posibilidad de intercambiar monjes de las distintas nacionalidades sin que ello fuera un gran contratiempo, ni para ellos ni para la comunidad. Debo recordar aquí que el actual patrono de Europa es San Benito, el monje fundador de los benedictinos que poblaron Europa unificando criterios con su Regla, dato aglutinador que la modernidad le ha reconocido.

La gran presencia europea del monacato, ya muy desarrollado en la época carolingia, habrá de tener como base importante la gran abadía borgoñona de Cluny, fundada a principios del siglo X, que en su más grande momento de expansión dominaría más de 2000 casas por todo el orbe continental. Su hermana separada, la Orden del Cister, retomó más tarde la importancia de esa dominación abacial siendo después relevada por otras órdenes.

Fue tal la importancia del monacato en la vida medieval que formó parte de la división tripartita de los estratos sociales que el obispo de Laon Adalberón describe en la primera mitad del siglo XI. Dice: “Ternaria es la Casa del Señor, de la que erróneamente se cree que es una: aquí sobre la tierra unos oran (oratores), los otros luchan (bellatores) y otros más trabajan (laboratores); estos tres son uno y no pueden ser divididos, de forma que sobre la función de uno descansan las obras de los dos restantes y todos conceden su ayuda a todos”.

Se consideró esta afirmación como la regulación del mundo según un clásico esquema trinitario y teológico establecido por Dios que debía superar la ambivalencia del mundo laico y profano. Pero la realidad era bien distinta.

El poder seguía en manos de la monarquía y la iglesia, que eran los bellatores y los oratores. La iglesia acumulaba suficientes tierras y dinero para poder construir edificios y disputar el poder al rey, que era ungido por el obispo o el Papa de turno. A veces esos dos poderes terrenales fueron unidos en la posesión de rentas, otras se separaban por conflictos de malos repartos en lo conseguido.

Es de ese modo como surgen las más insignes personalidades de la Iglesia medieval, que no se comprende muy bien si lo que ejercían era un obispado o un reinado, como son los casos del abad Suger en Francia, del abad Oliba en Cataluña, o del arzobispo Gelmírez en Santiago. Conviene recordar también que, gracias a donaciones y exenciones, es el momento del inicio de lo que podría ser considerado como la formación de las primeras multinacionales europeas, que fueron las órdenes religiosas de benedictinos y cistercienses, para continuar después el modelo con las órdenes que los sustituyeron y superaron en la conquista de almas y bienes.

Así representaban los monjes esa clase social de oratores, que conjugaban con la acumulación de grandes excedentes de tierras, extensiones, bienes inmuebles y dinero, aparte de la importancia de sus intervenciones políticas, determinantes en la historia de la Edad Media y del Arte Románico; porque éste es impensable que surgiera de los paupérrimos laboratores, aunque sí de la confluencia de las tres clases mencionadas.

No era nada nuevo el depósito de numerario de diferente procedencia para la construcción de las iglesias, pues ya en la época de Carlomagno existía acumulación monacal, patrocinio real y nivel cultural que sustentara el nuevo estilo.

Esa fue la base económica y constructiva de las nuevas iglesias, aquellas que el monje Gabler describía como un “manto blanco”.

HERENCIAS Y REALIDADES

El Arte Románico es el gran estilo europeo después del decaimiento del arte de Roma tras el paso por la pobreza artística del mundo tardorromano, que la romanización nos legó en su lenta desaparición, no tan violenta como algunos historiadores supusieron, pero sí con ralentización de su presencia en el amplio mundo que había conquistado.

Los modos arquitectónicos y escultóricos del Arte Románico dejan patente la importancia del arte clásico romano en las nuevas formas que están naciendo. No podemos hablar de la invención de la planta basilical en el Arte Románico, porque ya estaba presente en el mundo romano con edificios de esa traza en obras civiles; ni la conformación de los muros a soga y tizón, porque era la forma común del mundo clásico; ni de una nueva estatuaria, porque las propias ruinas romanas y los sarcófagos paleocristianos fueron origen de inspiración de los nuevos artesanos, que habían de alcanzar su máxima expresión en lo que se ha dado en llamar “Estilo 1200”, comprobable en el Pórtico de la Gloria y cuyas herencias clásicas son evidentes.

Cuando hablamos de canecillos, metopas, sofitos hay que recordar que todo ello ya aparecía en los entablamentos de los templos griegos y romanos. Si nos referimos a la decoración de los capiteles hay que pensar que los de tipo vegetal se forman en el mundo románico bajo la base de los corintios clásicos. Y así un cúmulo de herencias porque tanto en arquitectura como en otras facetas de la vida “Ex nihilo nihil fecit” (de la nada nada se hizo) que decían los latinos, y que nosotros interpretamos modernamente como “No hay nada nuevo bajo el sol”.

 Lo que sí puede certificar el Arte Románico frente al Arte Clásico es su dilatada expansión geográfica sin haber conquistado el territorio militarmente, porque miles de iglesias se desparramaron a lo largo de todo el mundo cristiano conocido desde Lisboa a Tierra Santa y desde Toledo hasta Escandinavia.

Quizás demuestra esta continuidad en el tiempo y en los campos la diferencia entre la imposición de los métodos de conquista militares y las conquistas de las ideas. Roma lo consiguió sólo a medias. El mundo románico en toda su perfección.


Imagen clasicista de Evangelista en el Pñortico de la Gloria. Santiago de Compostela.

No es así de simplista la comparación general entre lo romano y lo románico, pero sirve para mostrar el modo de vincular la expansión del Arte Románico al de las ideas cristianas en el nacimiento de las distintas nacionalidades del continente europeo.

Donde no hubo iglesias románicas fue porque no lo permitió el poder militar y religioso, como sucedió en los territorios musulmanes de la España medieval, que una vez liberados fueron dotados de nuevos templos, pero ya del Arte Gótico, que era el que entonces florecía a costa de desplazar al Arte Románico de la escena creativa y funcional. Tampoco las ideas antirreligiosas y anticlericales del siglo XVIII hicieron desaparecer todas las iglesias de los territorios revolucionarios, aunque de muchas de ellas sólo hayan quedado las ruinas, que nos sirven para constatar su presencia en el espacio y estudiar sus elementos.

Una vez que se realizan las primeras obras románicas la avalancha es tal que el monje cronista medieval Raúl Gabler lamenta tanta construcción de iglesias. Si bien la crítica no llega a condenar lo que se está haciendo, sí que trata de aclarar que muchas de ellas no eran necesarias puesto que ya existía obra eclesiástica.

Nos vale el documento para constatar la fuerza del nuevo pietismo una vez rebasado el año 1000 y la potencia de una nueva sociedad agrícola en expansión, cuyos dineros y explosiva demografía animaban a esas construcciones, más como necesidad de reafirmar la propia identidad de aldea, villa o comunidad cristiana, que de cobijo eclesiástico, lo que deja entrever socialmente que la rivalidad fue también uno de los impulsos para levantar mejores iglesias que las habitadas hasta entonces. Si no había liga de fútbol, al menos se tenía el orgullo de construcciones que competían entre sí.

Parece como si el Arte Románico floreciese de las cenizas de la sequía cultural que había sufrido Europa, aunque habría que exceptuar la Europa de Carlomagno que representó el renacimiento de los valores culturales y cristianos en los territorios que dominaba. Pero también es cierto que los templos de la España de la Alta Edad Media debían ser insuficientes con respecto a la nueva población emergente.

No se puede discutir la importancia, belleza y armonía de los templos asturianos, visigodos y mozárabes, pero sí afirmar la escasez de una nómina relativamente pequeña para un mundo de Reconquista, en expansión de bienes y personas, pero sobre todo de ideas renovadoras.

Claro está que la Alta Edad Media representa ya un avance considerable sobre el mundo tardorromano, pero no se había previsto la rapidez con la que crecía la población, la mejora de las cosechas, la acumulación de excedente y otros condicionantes que promocionarían la construcción de nuevas iglesias, porque el arte es un elemento social incrustado en las comunidades en las que se asienta, ligado a ellas de forma intelectual y económica. Si no hay una economía que permita el arte, éste no se produce, o lo hace con precariedad.

UN MUNDO EN EXPANSIÓN

El Arte Románico fue favorecido en su expansión por factores básicos del mundo social de entonces que llegaron a ser sus padrinos sin haberse pedido padrinazgo, simplemente porque las cosas se desarrollaron así en aquellos momentos.

El aumento de la demografía de la época medieval ha tratado de ser explicado desde varios puntos de vista. Desde quienes opinan que la amenaza apocalíptica del fin del mundo en el año 1000 y la continuidad de la humanidad habían contribuido a una mayor procreación como fruto de una cierta seguridad, a quienes opinan que un cambio climático provocó una gran mejoría de las cosechas y la posibilidad de alimentar a nuevas bocas.

Lo cierto es que había más personas en el horizonte de la vida. También es cierto que se acompañó de la roturación de nuevas tierras de labradío y abandono de las ya agotadas, lo que suponía la reducción del bosque feudal y la aproximación de los campesinos a las riquezas naturales, lo que antes les había estaba vedado.

Los incipientes núcleos urbanos posibilitaron que la creación del excedente que se estaba produciendo en el campo tuviera mercado comprador entre los primeros burgueses que volvían a habitar las villas después de las despoblaciones anteriores.

Es evidente que así debió ser ese mundo medieval en auge, porque el aumento de población lleva indeclinablemente a que sus necesidades de obras públicas sean cubiertas, si es que la economía lo consiente. Si así no fuere se produce la miseria y la penuria más absoluta.

Pero existía un respaldo económico en esa sociedad que consentía no sólo en enriquecer a las clases sociales que siempre lo han hecho con la bonanza de las finanzas, sino respirar a los laboratores y emplear parte de sus rentas en la construcción de las nuevas iglesias románicas. Las necesidades culturales comenzaban a apremiar a gentes que creían ciertamente que debían gastar algo de sus rentas si querían comprar el cielo.

De este modo comenzó la gran aventura constructiva, a un ritmo tan acelerado que en esos años del Arte Románico se pueden contabilizar más de 2000 edificios en la Cataluña peninsular, una cifra superior en la actual Castilla y León, otros 1000 en Galicia, sin entrar en las cifras de las restantes regiones españolas.

Construcción de una iglesia románica

Fue enorme su impacto emocional y ambiental. Encargos constructivos tan extensos no se volvieron a dar en la cristiandad, si bien es cierto que aquí hay que comprender que las artes de los siglos posteriores no necesitaron tantas iglesias porque estaban funcionado perfectamente las románicas. Además, las comunidades ciudadanas sucesivas podían ser mejor servidas con menos edificios, debido a la concentración de sus habitantes, y no a la dispersión de villas y aldeas.

Será ese crecimiento una inmensa manifestación artística, generalizada y diversa que sacude la Europa cristiana entre los siglos X y XIII.

Inmediatamente ha de rebasar fronteras para adaptar diferencias dentro de un estilo común, en el que el arquitecto está obligado a construir de esa forma, no por intuición si no por sometimiento a las peticiones que debía satisfacer si quería seguir trabajando, aunque la creatividad le permitiese tanto a él como a escultores y pintores realizar variantes de los modelos que se consideraban como primigenios.

Probaría ello que en ningún momento el Arte Románico estuvo anquilosado, sino que fue evolucionando según la inventiva de los artesanos que lo realizaban, pero dentro de un lenguaje común. El que durase tanto en el tiempo puede deberse a los ritmos lentos de las sociedades antiguas, que no fagocitaban tan aprisa las artes que creaban. No como en la realidad actual cuyo sentido de la creatividad va unido directamente al mercantilismo renovador del mundo moderno.

Por otra parte el triunfo del Arte Románico significaba entonces la progresiva modernidad y europeización frente a las culturas locales altomedievales que trataban de impedir tal progreso en beneficio de un mundo antiguo, rancio, arcaizante y enquistado en una resistencia inútil por planteamientos ya agotados. El rey Fernando I representa en Castilla uno de esos ejemplo de la lucha para vencer la resistencia de sus prelados y nobles a fin de poder introducir el Arte Románico en sus territorios.

Tras la victoria aparecería la visión de un nuevo mundo, físico e intelectual, donde tendrían mucho que ver las nuevas, pero clásicas, cúpulas de poder: reyes, nobles abades, cabildos; pero poco el pueblo llano, que sólo contribuiría con numerario a la construcción de sus propias iglesias.

Unos decidían su construcción, otros lo hacían, y sólo ellos, los laboratores, las llenaban a plenitud los domingos.

CIRCUNSTANCIAS Y VARIACIONES DEL NOMBRE
"ARTE ROMÁNICO"

El Arte Románico como nombre genérico de una expresión artística fue una acuñación moderna de finales del siglo XIX, que fue el siglo de comienzos de los estudios de dicho arte en el mundo centroeuropeo, fundamentalmente francés.

Surge la expresión como denominación fijada por el arqueólogo normando Gerville, que entendía el significado como forma artística que englobaba las artes desde la caída del Imperio Romano hasta el Arte Gótico, comprendiendo en su extensión a todo el arte de la Alta Edad Media.

Con esos prolegómenos de falta de rigor tuvieron que lidiar los primeros investigadores, que emprendieron en los finales del siglo XIX y principios del XX sus indagaciones, que a su vez habrían de abundar en nuevos errores, como los que suponían la creación de escuelas regionales y el aglutinamiento de dependencias e influencias de los edificios menores en los de mayor rango de la cercana zona geográfica en la que se levantaban, en una especie de darvinismo arqueológico que devoró a esos primeros eruditos, pero que estaba de acuerdo con el cientifismo biológico del momento.

Hoy, después de casi siglo y medio de estudio y progreso en la materia, se ofrece una mejor clasificación del Arte Románico y un mejor conocimiento de las realidades que lo llevaron hasta las cotas de popularidad de las que disfruta.

Se restringe la extensión en el tiempo en aproximadamente dos siglos y medio, desde finales del siglo X hasta mediados del siglo XIII, con una distribución en su clasificación fijada más en las novedades que va aportando la modificación del propio arte y no las geografías que ocupa.

Se habla mejor de etapas que de edificios, aunque las mismas estén basadas en los templos que las definen. Se acepta la clasificación de Primer Arte Románico para la etapa más antigua y primigenia. De Segundo Arte Románico ó Románico Pleno para la etapa que le sigue cronológica y estilísticamente, y de Tercer Arte Románico para indicar la finalización del estilo en el agotamiento de sus formas con el paso a las novedades del Arte Gótico, aunque haya tenido la última etapa variación de nombres, como los de Protogótico, Primer Gótico, Cisterciense, de Inercia, en Descomposición, Tardorrománico y alguno otro más.


Hemos preferido nosotros la acuñación de “Tercer Arte Románico” por la consecuencia numérica de los otros dos, y por la sencillez de interpretar el conjunto exclusivamente desde los números y no desde sus significaciones estilísticas.

La nominación de “Arte Románico” por Gerville surgió de la clasificación que se había hecho de las lenguas románicas, es decir, de aquellas lenguas que procedentes del latín conformaban el panorama de las europeas. Por similitud de extensión, y fundamentalmente por parecer el origen de las edificaciones de ascendente romano, al igual que con las lenguas, se produjo la homologación de idioma y estilo en el mismo vocablo.

La juventud de los estudios del Arte Románico es lo que le ha llevado a las grandes controversias de los iniciadores de esos estudios y sus posteriores modificadores. Hoy en día las cosas están más calmadas, y aunque no todos tiran en la misma dirección, hay acuerdos fundamentales sobre lo básico en los conocimientos generales. Gracias a esas polémicas y a la defensa que se hacía de lo heredado se logró detener la ferocidad de las destrucciones del patrimonio románico a manos de los que lo consideraban “arte bárbaro” hasta el siglo XIX.

 Creo yo que la importancia que ha cobrado en el mundo moderno está basada en las características propias de sus recias formaciones, del asombro de su permanencia en el espacio y en el tiempo, de la maravilla arquitectónica y escultórica que se logró con tan pocos medios, de la localización geográfica en paisajes de ensueño, y de otras razones que se me escapan.

Pero también por representar la época de la formación de las nacionalidades europeas, de los primeros estados medievales, de las diferencias regionales, donde a pesar de pertenecer a países distintos se mantenía un lenguaje común, una misma forma de identidad, una unión cultural que los hacía pertenecer a esa koinh de la que hemos hablado en artículos anteriores.

Para el espectador actual el Arte Románico ofrece aspectos de modernidad por mostrar orgullosamente la diferenciación nacional, regional y local sin que por ello hubiera que luchar por demostrar esas variaciones, sino sólo por el puro hecho de su existencia, en una especie de globalización artística pacífica y tranquila, demostrada entonces por los reinos europeos, en una interminable tolerancia de lo común, pero también de lo diferente.

Vendría a responder a parámetros de integración de lo local en lo comarcal, de lo regional en lo nacional, pero dentro de lo supranacional sin que en ello hubiera agrias disputas de mejor y peor, de potencia dominadora y de potencia dominada. Todos pertenecientes al mundo universal del gran estilo románico.

ATRACCIÓN Y DELEITE

El Arte Románico llama hoy poderosamente la atención por el admirable canon de belleza y equilibrio que muestran sus formas, teniendo en cuenta la escasez de medios de los que disponía para llegar a resultados de tal armonía.

Hoy añadimos a ese equilibrio la belleza de los paisajes donde instalaban sus construcciones: en hermosas y solitarias geografías, en lo recóndito de valles silenciosos y apacibles, en atractivos altozanos, o en las recónditas plazas de las villas.

Lo hacían buscando la funcionalidad que refiere la Regla de San Benito, que demandaba que en un monasterio hubiera todo lo necesario para que el monje no tuviera que salir a buscarlo y así no poner en peligro su alma. Como dice mi buen amigo Ramón Molina, monje del monasterio benedictino de San Salvador de Leyre en Navarra “... agua y soledad no faltaban ...” refiriéndose a la fundación altomedieval de su cenobio.

La primera como elemento primordial de la vida, y la segunda como búsqueda deseada para la práctica de la oración en el solaz de la tranquilidad, lejos del bullicio de la civilización activa que distrajese la norma de vida que se habían impuesto: la consecución en comunidad de la Jerusalén celeste. Después habría que adecuar los edificios a las necesidades de esa colectividad de hombres o mujeres que las habitarían con pobreza y humildad, para comenzar su vida cenobítica en la precariedad de módulos sencillos, pero funcionales que resistieran el paso del tiempo.

Hoy todavía nos sorprende que, a pesar del paso de los siglos, podamos disfrutar de la atmósfera que los monjes gozaron cuando decidieron la ubicación de sus templos; porque todavía están en pie los edificios, y aunque algunos en ruinas otros realizan aún la función para la que fueron creados hace cientos de años. Se debe añadir a tal situación la presencia de un hábitat que apenas ha sido modificado: la naturaleza que acoge tan bellas edificaciones. Allí sigue, perenne, atractiva, expresivamente viva la obra medieval para disfrute de quien la visita.

La vida del hombre moderno está sometida a prisas, al ajetreo de un trabajo ferozmente competitivo y brutal que devora la capacidad humana de sosiego y comprensión. Todo camina tan aprisa que no hay tiempo para la reflexión, para el recreo tranquilo y apacible del legado de su propia historia. No es capaz de comprender más que el presente intentando afianzar el futuro en una vorágine que le hace perder la conciencia de su pasado. Por eso necesita de referentes que, sin despreciar el presente ni el futuro, le haga comprender el pasado, cuanto más remoto mejor.

Tengo la impresión que ese es uno de los éxitos del atractivo del Arte Románico en la actualidad, el que pueda hacer comprender la vida desde un punto de vista de mayor equilibrio, como el que tienen esos edificios antiguos que a pesar de tener existencia en una civilización tan avanzada como la nuestra siguen presentes para nuestro goce, pero sobre todo para mostrar el camino de la historia y de lo poco que somos en el transcurrir de los tiempos.


San Pantaleón de Losa. Las Merindades, Burgos.

Esta íntima asociación de atracción y deleite tiene que ver mucho con el redescubrimiento de la naturaleza como bien del ser humano, a modo de una segunda época romántica, de un renacimiento de los valores naturales impulsados por el bienestar de la contemplación y el disfrute de lo eterno. No diría yo que el éxito del Arte Románico esté emparejado con el del turismo rural o el Camino de Santiago, pero no están en coordenadas distintas, pues si uno de esos placenteros turistas o caminantes trata de descansar incluirá en su alivio la visita de los alrededores del lugar, y con toda seguridad encontrará una iglesia románica dispuesta para redondear su jornada. Si llega al atardecer a un monasterio, le explican bien el monumento y puede oír el canto gregoriano de Vísperas en el atardecer del día, habrá completado la ecuación de atracción y deleite de la que estamos hablando.

Este profesor, que escribe después de 30 años de trabajo de campo y de más de 250.000 kilómetros recorridos en busca de iglesias románicas, sigue todavía emocionándose cuando vive personalmente las coordenadas que señala para los demás. Puede aumentarse más la emoción al tener la oportunidad de residir con una comunidad de monjes durante algún tiempo, comprobando “in situ” una lección de historia inolvidable para mucho tiempo. En una reciente estancia en el monasterio de Silos, dos entrañables amigos se sorprendían, como neófitos que eran en esa vivencia, de que allí nadie se metiera con nadie y de que existiera fraternidad en el trato, independientemente de la idea política, religiosa o situación económica que se disfrutase.

Quizás sea ese el mundo que muestra el Arte Románico y el de los monasterios, que sin cambiar valores eternos sobreviven con toda su integridad humana, arqueológica y geográfica a los despropósitos de la vida actual. Ojalá que este arte, u otro cualquiera, sirva para no perder de vista el equilibrio necesario en el ser humano y no consentir la rebarbarización del hombre.

Podemos constatar al menos que el Arte Románico ha contribuido a ello en la medida de sus posibilidades con el esplendor de sus edificios y sus localizaciones, que a todos nosotros solaza cuando alcanzamos el disfrute de esas piedras milenarias.

LA ESPAÑA DEL ARTE ROMÁNICO

El Arte Románico se asienta en una España perfectamente encuadrada dentro de las tres categorías que Adalberón de Laon había establecido para la sociedad a mediados del siglo XI.

En nuestro territorio peninsular había oratores, bellatores y laboratores, según el pretendido esquema trinitario y teológico que debían representar. Ninguna sociedad europea estaba mejor definida que la española por esta división social necesitada de los tres estamentos referidos, porque los tres habían de intervenir directamente en nuestra Reconquista, pero también en la colectividad de la construcción de las iglesias románicas.

El siglo X apenas tiene relación con el Arte Románico. Es el de la expansión de la Reconquista asturiana por la cuenca del Duero con el arte de repoblación como bandera de su quehacer artístico, basado en el pietismo y la promoción áulica. La actividad románica estaría a punto de comenzar en los condados catalanes a finales de ese siglo con la construcción de los primeros edificios del Primer Arte Románico con la realización de muy pocas y concisas obras.

La frontera con los musulmanes era muy flexible en esas fechas del año 1000, sobre todo con la presencia de Almanzor a lo largo de toda ella, arrasando Barcelona en el 985 y Santiago de Compostela en el 997. Su muerte en el año 1002 procurará más estabilidad a los reinos cristianos de la zona y la posibilidad de un mayor avance en la Reconquista.

En esos momentos la cultura española estaba en un proceso de reconversión con un fuerte arraigo de las artes tradicionales: asturianas, visigodas y mozárabes, que precedieron a la instalación del nuevo arte, del Arte Románico.

Esa situación se acabará, con la llegada del siglo XI de la mano del rey castellano Fernando I en sus reinos de Castilla y León. Era el monarca heredero de la tradición ultra pirenaica que su padre, Sancho el Mayor de Navarra, había iniciado que con una certera visión de la nueva realidad, trataba de adherirse a la europeización de la cultura.

Los siglos XI y XII son fundamentales para nuestra historia social y la del románico, porque con ellos finaliza la época oscura con el comienzo del clarear de las estructuras medievales, de la recuperación económica, del aumento demográfico, del renacer de las ciudades y de la vida urbana con la aparición de burgueses y comerciantes, la presencia del trabajo mercantil frente al agrícola, la aparición de los fueros y los derechos individuales y colectivos frente a la servidumbre. Todo en semejantes condiciones a lo que estaba sucediendo en Europa.

La política territorial dio un salto considerable al ocurrir la disgregación de los estados cristianos y musulmanes después de la muerte de Almanzor, con el comienzo de las luchas internas entre los árabes hacia el año 1008 por dominar el Califato y la instauración de los reinos de Taifas, cuya división administrativa, política y militar debilitó su posición en la península dando lugar al comienzo del segundo gran impulso de la Reconquista después de su comienzo en las tierras asturianas.


La España de Alfonso VI tras la toma de Toledo en 1085.

Rey fundamental del momento es Sancho III el Mayor (1004-1035) de Navarra que hace avanzar grandemente los territorios en la zona oriental de España incorporando a su reino los condados de Aragón, Sobrarbe, Ribagorza y parte de la Rioja, para obtener más tarde por matrimonio el control de la Castilla oriental. Su muerte provoca la dispersión de su reino, pero la prefiguración de los reinos cristianos de entonces, los de Navarra, Aragón, Castilla que ganarían mucho territorio en su expansión hacia el sur.

Su hijo Fernando I (1035-1065) hereda Castilla e incorpora León, y es a la vez el introductor del Arte Románico. Su hermano Ramiro I (1035-1063) iniciará la andadura del reino de Aragón. Su otro hijo García Sánchez III (1035-1054) recibe el reino de Navarra, la Rioja, el oeste de Castilla y el País Vasco.

En la zona catalana el conde Ramón Borrel de Barcelona (992-1018) baja al Ebro y comienza el avance de los condados catalanes hacia el sur, dejando atrás las seguras regiones pirenaicas. Es precisamente en esos territorios donde va a dar comienzo la actividad constructiva del Primer Arte Románico, con el abad Oliba como motor de las grandes obras de Ripoll, Cuixá, Vic, Cardona. Todos edificios insignes que el investigador Puig i Cadafalch refería como “edad de oro catalana”. Esas construcciones primerizas se extendieron ligeramente por el oeste aragonés y algunas por el territorio este de Navarra.

Alfonso VI (1072-1109), hijo de Fernando I, es el gran monarca del Arte Románico porque en su tiempo tendrá lugar la entrada definitiva de este arte europeo en los reinos cristianos. También será el gran monarca territorial del siglo XI y comienzos del XII, ya que su dominio se extenderá por casi media España física y la mayor parte de la cristiana.

La toma de Toledo en 1085 por el monarca castellano marcará un hito, por recuperar la capital hiba del antiguo reino visigodo, y porque la Reconquista se asentará definitivamente más allá del Duero, ahora en la cuenca del Tajo.

Los reinados de sus sucesores habrían de aportar algunas conquista más en ese franja del Tajo pero los avances no serán muy grandes, aunque lo fueron culturalmente en el mecenazgo de la creación de abadías cistercienses por parte de Alfonso VII (1126-1137), o el favorecimiento de la introducción de artistas extranjeros por parte de Fernando II de León (1137-1188), hijo de Alfonso VII.

PROMOTORES Y MECENAS

El Arte Románico fue forjado por hombres de gran talento, sabedores de su verdadera importancia histórica. Comprendían la conciencia positiva de sus conductas. Fueron los impulsores de uno de los grandes momentos culturales de Europa. Los hombres, como en la historia en general, representaron el gran patrimonio del Arte Románico.

El Arte Románico es la gran obra de reyes, nobles, papas, obispos, abades, como promotores de las obras; y de arquitectos, escultores, pintores, albañiles, maestros de obras, artistas y artesanos, pueblo llano, como realizadoras de las mismas.

El promotor o mecenas es el que imagina, el que promueve o financia la obra de arte, dejando a los artistas la realización práctica, en la consideración de que cualquier producción artística hay que soñarla antes de enfrentarse a la complejidad de su materialización. Primero deberá comprenderse la necesidad del edificio. Después habrá que soñar su forma, porque cualquier construcción antes que fáctica es teórica, para después pasar a ser administrativa como proyecto y realidad.

Las causas de la promoción eran diferentes en el caso de los eclesiásticos y de los laicos, pero todas coincidían a la hora de formalizar la obra. Los eclesiásticos formulaban la necesidad de la construcción y los laicos sufragaban los gastos.

El pietismo áulico, necesitado del apoyo eclesiástico, fue uno de los motivos principales a la hora de constituir nuevas iglesias y monasterios. Los reyes asturianos de la reconquista radicaban sus hazañas en la creencia del favorecimiento que la divinidad hacía de su trono.

Lo que en principio fue característica circunstancial en el reino astur-leonés acabó siendo un modelo común histórico en todos los reyes hispánicos que, unas veces necesitaban a los monjes y sus monasterios para asentar y repoblar una zona reconquistada, y otras lo hacían como remedo a la mala conciencia de bienes mal adquiridos, al modo de inversión celestial procurando enterrarse en lugares santos como acercamiento a la gloria de Dios después de los avatares del poder terrestre, que no siempre armonizaban con las oraciones que una vez muertos encargaban a los monjes para la salvación de sus almas.

El texto más comprensible de lo aportado se encuentra en el testamento del piadoso vizconde catalán Vermudo que confiesa: “... ser muy difícil estar exento de culpa quien se haya sublimado por riquezas o por el poder secular ...”. Es por ello que para exonerar su conciencia de culpabilidades acude al abad Oliba que le recomienda rehaga el patrimonio de la iglesia de San Vicente de Cardona desperdigado por sus antepasados, y lo aumente con una comunidad de canónigos y un abad. Así surgió una de las mejores iglesias del Primer Arte Románico, ejemplo de catarsis y de edificación templaria.

Monarquías enteras se dedicaron a estos quehaceres de mezcla de religiosidad, poder real y nobiliario, premura escatológica ordenación del territorio, que de todos había en la creación de iglesias y monasterios. Si tuviéramos que hacer una relación áulica de los monarcas que participaron más activamente en estas labores, diríamos que fueron paladines de tales efectos constructivos: Alfonso II el Casto, Alfonso III el Magno, Ordoño II, Sancho el Mayor, Fernando I, Alfonso VI, Alfonso VII, Fernando II de León, para acabar esta sucinta nómina de monarcas promotores de las artes en los confines del Arte Románico.


Abadía de San Miguel de Hildesheim, Alemania

Está claro que la parte eclesiástica tenía como función promover la construcción de edificios, ya fuera desde el patrimonio ajeno o desde el propio. Sea como fuere eran necesarios hombres que pudieran llevar a cabo esta labor con conciencia y talento, pues si el dinero era importante, aún lo era más la responsabilidad de quienes debían administrarlo.

La iglesia no siempre ha escogido bien a quienes debieran guiar al rebaño, pero una cosa es el rebaño y otra el redil. Para ello contó en la época del Arte Románico con grandes personalidades dispuestas a promover, dirigir y realizar grandes obras. Como ejemplo de ello podemos citar al abad Oliba que en Cataluña conecta con las novedades que procedían de Borgoña e Italia. Acabará siendo abad de Ripoll, donde promueve una de sus fases constructivas, después lo será de Sta Mª de Cuixá, y también obispo de Vic. Su fuerte personalidad le hará introducir la reforma gregoriana en sus dominios eclesiásticos, viajará con frecuencia a Roma y por Europa. Fruto de su gran actividad serán las obras de Ripoll, Cuixá, Cardona. Vic, participando de la edad de oro de construcciones catalanas del Primer Arte Románico que pobló con gran densidad todo el territorio condal.

El arzobispo Gelmírez representó en el reino occidental de Galicia el mismo impulso, mejor diría yo, que el obispo catalán. Sus posibilidades y facultades emprendedoras le hicieron concebir su arzobispado como un propio reinado, pues hacía y deshacía a su antojo en los avatares de la política civil y eclesiástica en la Compostela de entonces. Llegó a construir casi 60 iglesias, según la Historia Compostelana, a la que no hay que seguir al pie de la letra por ser obra hagiográfica. Pero si es cierto que aborda y consigue la total renovación de la cultura compostelana colocando a Santiago como centro del mundo medieval, consiguiendo la casi finalización de la catedral románica a la que dota de 72 canónigos. Ejemplo de promoción eclesiástica y fe en el momento histórico que le vio vivir, se muestra como un auténtico promotor y mecenas de la obra medieval compostelana.

Es conveniente acabar este artículo de promoción y mecenazgo con el testamento que el obispo Bernward de Hildesheim redacta y que informa de la polivalencia a la hora de crear edificios del Arte Románico: “...He reflexionado durante mucho tiempo con qué construcción meritoria o mediante qué suma de dinero yo podría ganar la gracia de Dios. Empecé a construir una nueva iglesia y así he velado por la santa cristiandad y he cumplido mi promesa de honrar y alabar el nombre de Dios...”.

ARTISTA Y ARTESANOS

El Arte Románico en su resolución práctica fue la labor coordinada de artistas y artesanos, que en mutua colaboración y aprendizaje llevaron a cabo las realidades medievales de las que ahora disfrutamos.

Debemos entender por la denominación de artistas a todos aquellos que proyectaron la arquitectura del edificio, a los escultores que modelaron su escultura y a los pintores que cubrieron las paredes de sus muros. No debemos dejar atrás en esta clasificación a los esmaltadores, orfebres, copistas, iluminadores de libros y todos los que se ocuparon del ornamento litúrgico, tan necesario y tan útil en la habilitación del culto divino. Los artesanos vendrían a ser los trabajadores que sin una calificación especial servirían de herramientas eficaces para que los primeros lograran sus objetivos.

Todos vendrían a ser el último eslabón de la cadena humana encargada de la construcción de las iglesias y monasterios que los promotores y mecenas habían comenzado en el alborear de las obras.

Con ellos comparten la realización práctica de los monumentos para mayor gloria de Dios, pero desde puntos de ocupación diferentes. Mientras los primeros soñaban con la gloria eterna y la terrena por medio de sus construcciones, los segundos carecían de relevancia social, sin importancia personal, desarrollando su labor como un simple oficio, aunque en algunas iglesias figuren sus nombres como recordatorio de lo realizado, excepción comprobable en la catedral de Santiago, donde conocemos los nombres de casi todos sus arquitectos y del nombre del gran maestro medieval de la escultura, el Maestro Mateo, que figura en los dinteles del Pórtico de la Gloria. Pero esta adscripción tan precisa de obra no es ni corriente ni común en la vida del Arte Románico.

Pero el Arte Románico no es absolutamente anónimo, aunque sí de difusa autoría. Resulta muy difícil adjudicar la dirección de obra y la realización de la escultura que la acompaña debido a la poca importancia que se otorgaba a quienes la realizaban, lo que no suele constar en las documentaciones que se guardan y muy pocas veces en inscripciones en sillares y capiteles del monumento.

Con todo hay algunos nombres, muy pocos con respecto a la pléyade de artistas que contribuyeron con su esfuerzo a la construcción de las iglesias. Entre los más conocidos podemos citar a los maestros principales de la catedral de Santiago: Bernardo el Viejo, Rotberto, Esteban. Mateo, sin llegar a tener noticia nominal de los escultores de las distintas etapas constructivas, a las que hay que recurrir con nombres ficticios como el de "Maestro de Platerías".

Certifican los documentos que el maestro Raimundo de Monforte construyó la catedral de Lugo. Pedro Deustamben la colegiata de San Isidoro de León. Raimundo Lombardo fue contratado para finalizar las obras de la catedral de la Seo de Urgel. El pórtico de la iglesia porticada de Rebolledo de la Torre en Palencia fue realizado por el maestro de Juan de Piasca. La catedral de Santo Domingo de la Calzada es construida por el maestro Garsión.


Supuesta efigie del Maestro Mateo arrodillado tras el Pórtico de la Gloria

Hay después una reducida nómina de maestros rurales que son citados, ya sea por inscripciones en la misma obra o por documentación al uso, pero tampoco son gran cosa si los comparamos con el inmenso número de edificios que por ellos fueron levantados.

Cuando no conocemos el nombre del maestro en concreto y necesitamos exaltar su obra, se recurre casi siempre a nombrarlo conforme al lugar de ubicación de la obra que le ha dado renombre. Es así como surgen los nombres del maestro de San Juan de la Peña, de los dos maestros de Silos, del maestro de Platerías, del maestro de la Traición, o en su defecto hablamos de talleres y estilemos dependientes de algún maestro principal para poder cubrir la ignorancia que nos envuelve en el hallazgo de autorías.

Ciertamente es mucho, casi total, el desconocimiento que poseemos de quién decidía la obra, a quién se le encargaba, y en quién confiaba el maestro de obra para la realización de todos los pormenores de la edificación. Resulta imposible hacer el seguimiento de comienzo y finalización de una iglesia, porque tal efecto debería depender de los imponderables de la condición humana, a saber, de la categoría de la obra, de su presupuesto, del modo de obtener la cantidad precisada, del conocimiento de los hombres que deberían desarrollarla, de la obra a la que se quería imitar o se necesitaba, y de otras muchas causas.

En realidad todo un mundo que habría de ir variando según se fuese construyendo a través de los años, y que como norma común recibiría cambios a lo largo de su duración, lo que es posible observar en las grandes edificaciones, donde la obra es acometida en tal longitud de tiempo que fue precisa la colaboración de distintos arquitectos, que por norma general actuaban con equipos diferentes de escultores. Es precisamente por esos cambios en las estructuras y el diferente tipo de aplicación a la escultura por lo que sabemos de las distintas etapas constructivas de la iglesia.

Si tuviéramos que aventurar los pasos que debieron darse para la construcción de cualquier monumento eclesiástico podríamos arriesgarnos a sistematizarlos en los siguientes:

  1. necesidad espiritual de la creación de la iglesia o el monasterio
  2. soñar la obra y adecuarla a la necesidad material
  3. búsqueda de los promotores
  4. concreción de la obra con un arquitecto de confianza y su equipo de escultores y canteros
  5. desarrollo de la construcción
  6. uso y explotación de lo realizado

Conocemos el contrato que el rey Fernando II de León otorga al Maestro Mateo para la finalización de las obras de la catedral de Santiago, entre las que cabría esperar la realización del Pórtico de la Gloria. Es una pieza única porque contempla la cantidad precisa, las condiciones de la misma y la enorme estima que debería tener el rey en la fama del artista al confiarle obra tan insigne, dice así:

Conviene a la regia majestad atender mejor a aquellos que le son conocidos por mostrar obediencia fielmente, y especialmente a aquellos que son notorios por dedicar sus servicios a los santuarios y lugares de Dios. Por estas cosas yo, Fernando, rey de las Españas, por amor de Dios, por quien reinan los reyes, y por la reverencia de Santiago, purísimo patrón nuestro, como pensión, te doy y concedo a ti, maestro Mateo, que posees la primacía y el magisterio de la obra del citado apóstol, cada año la percepción de dos marcos a la semana, sobre mi mitad de moneda de Santiago, y que lo que falte una semana sea suplido en la otra, de manera que esta percepción te represente 100 morabetinos anuales. Esta pensión, este don, te doy durante toda tu vida, para que siempre la tengas, y para la obra de Santiago, y sea mejor para tu persona; y aquellos que vieran, velen y se dediquen con afición a la citada obra. Fernando II de León a 23 de Febrero del año 1168.

CLASIFICACIÓN DEL ARTE ROMÁNICO

El Arte Románico cifra su gran importancia patrimonial principalmente sobre la arquitectura de las iglesias construidas.

Cuando nos referimos a este arte medieval tratamos de resumir toda su belleza y esplendor en la arquitectura de sus monumentos, que acogen como cofre de plata la grandiosidad de su escultura y la sutileza de sus pinturas, junto con la riqueza de las artes suntuarias: ropas, orfebrería, vasos sagrados, candelabros, libros y todo tipo de útiles con los que formó el conjunto del mundo románico.

Pero el proceso de innovación y crecimiento no se desarrolló igual en los países que adoptaron sus formas. En Francia tuvo que vencer el impulso carolingio, mientras en España fue necesario que se diluyeran las artes prerrománicas que pugnaban por no dejar crecer al nuevo arte en la península.

La complejidad del Arte Románico resulta de una realidad unitaria en cuanto a contenidos y teorías historiográficas, con manifestaciones diversificadas de formas, mundos y mentalidades que han de producir ligeras diferencias en el estilo.

En torno a la primera mitad del siglo XI se logra un lenguaje plástico ciertamente común en toda la geografía europea cristiana, aunque ya entonces comenzaran a aflorar matices de diversificación en la creación de los modelos que, según recibían los impulsos del estilo, actuaban sobre ellos con la adopción íntegra de lo recibido o con la reinterpretación de los mismos. Según estuvieran más cerca o más lejos de los centros creativos creadores tardarían más o menos en reaccionar ante lo nuevo.

España recibió el Arte Románico a través de los estímulos del exterior, ya fuera desde las zonas catalanas en el Primer Arte Románico, o desde las francesas de la Borgoña en el Segundo Arte Románico, o con origen en la zona de París para acoger el Tercer Arte Románico, porque no era un arte autóctono, sino importado, y por consiguiente había que esperar para poder después producir y reproducir conforme a los modelos que se recibían.

España fue siempre un país periférico con respecto a los centros creadores del Arte Románico, que al final había de arrasar con las culturas y actitudes arqueológicas anteriores con una fuerza inusitada, casi de obligada dictadura, que rompía con el aislamiento ibérico e irrumpía con fuerza renovadora en las artes europeas.


 


Pero ningún estilo artístico en la historia del arte es homogéneo absolutamente ni monolítico en su composición. Siempre hay estímulos que producen posibilidades de variación y modificaciones de las normas aceptadas dentro de un lenguaje común.

Eso es lo que le sucedió al Arte Románico que, pese a una floreciente irrupción en el mundo europeo, no tuvo más remedio que admitir las variedades regionales y las lenguas artísticas dialectales que tan amplia geografía aportaba, porque, comprendiendo los parámetros comunes de belleza e iguales necesidades litúrgicas, las interpretaron de diferente forma. Como había sucedido con las anteriores a la homologación obligatoria, por decreto, del modo romano que destruyó y unificó todas en una sola forma.

El término Arte Románico no tiene el sentido unitario que supone la denominación, que se creó como orientadora en una clara intención pedagógica para no extraviar a los no profesionales y no dificultar su acceso a la materia. Aunque tal aserto no se corresponda con la creatividad cristiana europea desde los siglos X al XIII, y a pesar de mantener el estilo sin profundas variaciones a lo largo de dos siglos y medio.

Las últimas investigaciones señalan y admiten tres etapas con cronologías diferentes para poder clasificar el período al que referimos.

El Primer Arte Románico comienza a finales del siglo X, en torno al año 950 para finalizar en el segundo tercio del siglo XI, en la fecha aproximada de 1075.

El Segundo Arte Románico ó Románico Pleno se inicia en el tercer tercio del siglo XI y llega hasta el tercer tercio del siglo XII.

El Tercer Arte Románico de Inercia, en Descomposición, Tardorrománico, Cisterciense, Primer Gótico, Protogótico, que con todos esos nombres se le reconoce, empieza en el tercer tercio del siglo XII y finalizaría en el primer cuarto del siglo XIII.

Debe dejarse bien claro que estas cronologías clasificatorias son las que se aportan para el Arte Románico español, que si bien se ajustan con dificultad a las europeas van a diferir mucho más con respecto a algunas regiones de la península donde llega con más lentitud, como es el caso de Galicia, y para la que conviene alargar esos períodos aproximadamente unos 50 años más en los casos del Segundo y Tercer Arte Románico.

EL PRIMER ARTE ROMÁNICO

El Primer Arte Románico nace con el resurgir de la crisis europea de la segunda mitad del siglo X y con la consolidación de los reinos cristianos estables.

El nombre de Primer Arte Románico fue creado por el investigador catalán Puig i Cadafalch a principios de siglo. Trataba de sustituir al común de “arte lombardo”, porque hacía relación al centro de nacimiento de este arte, y no todo el mundo estaba de acuerdo en esa denominación, por encadenar toda la creatividad a esa región del norte de Italia.

En sus publicaciones, concreta, estudia y sistematiza, con cronologías fijadas y con características técnicas propias, una serie de edificios a lo largo de la geografía europea. Desde entonces se consideró el nombre como válido y se aumentaron los estudios sobre esas obras.

En España será la primera arquitectura románica peninsular. Comienza su andadura por los condados catalanes, libres de la dominación musulmana, aunque debemos concretar que la autoctonía no nos pertenece y que sólo heredamos formas extra peninsulares, mientras que en las artes altomedievales que perdimos sí había creación propia.

Ese renacer territorial fue acompañado del florecimiento de numerosos monasterios, con el gran padrinazgo del abad Oliba, promotor de las obras insignes de Cuixá, Ripoll, Vic, Cardona; edificios de grandes valores dentro de este Primer Arte Románico español.

En España la geografía se corresponde con el área restringida de Cataluña, en menor medida en Aragón, la parte oriental de Navarra y algunos edificios sueltos en la meseta castellana y en Galicia. Su extensión por el continente estaría circunscrita fundamentalmente a la Europa latina del norte de Italia, sur y oeste de Francia y oeste de Alemania.

Pero ¿cómo reconocer los edificios del Primer Arte Románico?: Por sus elementos epidérmicos, murarios y, menos, por sus interiores, distinguiéndose los pequeños edificios rurales de una nave de las grandes edificaciones de más alto porte.

Son, en general, edificios sencillos, pequeños, baratos en la construcción, repetidos de una forma seriada, lo que podría restar importancia a la plástica de sus creaciones, que parecen seguir patrones estandarizados sin excesiva creatividad.

De naves rectangulares con cubiertas de madera, tendrían un solo ábside semicircular. Los mejores edificios presentarían plantas basilicales con crucero y cimborrio, aportando desarrollos decorativos de mucho mayor alcance que el ruralismo general inicial, como se puede comprobar en la fotografía que se acompaña de la iglesia de San Vicente de Cardona, considerada la perla del Primer Arte Románico español y uno de los mejores edificios del estilo.


San Vicente de Cardona, Cataluña

Las obras están caracterizadas por un tipo de aparejo que hasta hace muy poco tiempo tenía la denominación de “aparejo lombardo”. Se trata de piedras pequeñas, planas en muchos casos, cortadas a martillo, sin traza igual y sin desbastar ni pulir. Surge su estructura como el desarrollo de una arquitectura de tipo utilitario al calor de las construcciones civiles que se podían encontrar en las edificaciones de las aldeas y villas del lugar.

Es un aparejo adecuado para la época en la que se desarrolla, de fácil manejo por no requerir localizaciones de canteras lejanas y costosas, popular porque está en sintonía con lo vernáculo del territorio, y rápido porque no lleva mucho tiempo su construcción.

Será la solución ideal de una arquitectura que comienza sin grandes pretensiones en las iglesias de las pequeñas localidades cercanas al lago Como en Italia. Era impensable en aquellos momentos concebir el avance monumental que después habían de alcanzar esos monumentos en el Segundo Arte Románico.

Parece un sistema rústico, con técnicas empobrecidas y de aspecto tosco. Pero por muy rústico que fuera siempre se necesitaba una mano de obra adiestrada, aunque no excesivamente experta por lo fácil del ensamblaje. Era algo más que una casa y menos que una catedral.

La tosquedad era sólo aparente pues hay que considerar la decoración de los muros a base de arquillos ciegos en las partes superiores, fajas verticales que proporcionaban espacios rectangulares en el paramento, nichos superiores que proporcionaban a la iglesia un efecto de claro oscuro, y una apariencia de buena plástica de gran volumen, con frisos decorativos de dientes de sierra y de engranaje.

Todo ello haría que fuesen decoraciones que perdurasen en el tiempo y en fábricas de mejor porte como perpetuación de un gusto por ornamentaciones superadas pero que se resisten a perecer, como le habría de suceder al arco de medio punto cuando aparece el apuntado.

Resultado de todo ello son esas iglesias que todavía podemos contemplar por el este de España y por la Europa meridional y central, construidas con una enorme fuerza armónica en sus planos verticales y horizontales, ya sean grandes o pequeñas obras.

EL SEGUNDO ARTE ROMÁNICO

El Segundo Arte Románico recibe también la designación de Románico Pleno. El primer nombre indica un encadenamiento numérico al anterior, y el segundo ratifica la importancia de un arte que es precisamente en su segundo momento cuando alcanza la plenitud de sus formas, de sus edificios ejemplares.

Ya avanzamos que su cronología se extendía desde el tercer tercio del siglo XI hasta el tercer tercio del siglo XII, ocupando sólo una centuria, si nos atenemos a las cronologías generales, pero haciendo hincapié en la variabilidad según la zona de recepción de esas influencias.

Los primeros pasos del Segundo Arte Románico se dieron en el sur de Francia, en la región de Borgoña. Desde allí se habría de trasladar al resto de Europa con tal rapidez y fuerza que pareciera un vendaval artístico que sacudió el continente entre esos dos siglos.

Los condicionamientos históricos en nuestro país trataron de retrasar su asentamiento y expansión para no perder las artes nacionales existentes, herederas de los monarcas godos, asturianos y monjes mozárabes. Por otra parte, y por estar España enfrascada en la Reconquista, sólo se pudo instalar en la mitad norte de la península, pues cuando se penetra en la mitad sur es ya tiempo del Arte Gótico.

El cambio hacia el Románico Pleno vino precedido del cambio de ideas, que ya había iniciado Sancho III el Mayor de Navarra y que lleva a la práctica su hijo Fernando I en los reinos de Castilla y León, conectando con los hombres que están forjando los nuevos destinos de Europa. Se aumentan estos contactos con su hijo Alfonso VI que se casa varias veces con princesas francesas y desposa a sus hijas con condes borgoñones.

Colabora también la curia a introducir esas innovaciones, aleccionada desde las estancias vaticanas para aceptar los cambios “per manu militari”. Lo que supuso sustituir la liturgia hispánica (visigótico-mozárabe) por el rito gregoriano que estaba unificando Europa en esa única forma, abortando así las posibilidades de desarrollo de las formas litúrgicas nacionales, en nuestro caso de viejas tradiciones peninsulares.

Se afianza definitivamente el Segundo Arte Románico en España bajo el reinado de Alfonso VI (1072-1109) con una presencia especial en el Camino de Santiago. No se debe su entrada al propio Camino, sino al empuje del nuevo arte, por lo que no conviene hablar del Románico del Camino de Santiago sino del Románico en el Camino de Santiago pues hubiera entrado igual, del mismo modo que los palacios barrocos se extendieron por la geografía europea sin un camino premeditado, como sucedió también con los castillos franceses del Loira.

El Camino de Santiago no define el fenómeno de entrada de este arte, aunque sí colabora a ello con la presencia de prelados, caballeros y pobladores francos, que introdujeron sus costumbres y asentaron hábitos culturales centroeuropeos.

Lo importante del fenómeno de penetración es que funcionaba perfectamente el eje Roma-París (Borgoña) en la diseminación de la cultura europea, sustentada por la tradición monástica que asentaba la religión y sus necesidades funcionales allá donde se instalaban. Fueron los monjes eficaces colaboradores de los papas, y los reyes representantes del pietismo popular y nobiliario.


San Martín de Frómista. Palencia.

El monasterio era la única levadura de civilización y cultura del momento. A sus nuevas necesidades y efectivos crecientes era necesario responder con las pertinentes construcciones que acogiesen dignamente a los hombres y a Dios.

Todo propiciará la llegada de una pléyade de artistas y artesanos foráneos que van a cumplir con los encargos de poblar con iglesias y cenobios la yerma tierra hispánica de la Reconquista. Será el momento de grandes y pequeñas iglesias, colegiatas, catedrales, iglesias abaciales, pequeños templos parroquiales; pero con una fisonomía distinta cada una de ellas, acorde con sus necesidades y sus posibilidades económicas.

Las plantas ofrecerán los mismos prototipos que en el arte anterior pero las cabeceras estarán más articuladas con uno, tres y cinco ábsides de gran decoración, con ventanas de arco de medio punto que llevan molduras, capiteles historiados, fustes monolíticos y basas áticas.

Los muros tendrán una articulación más solemne, con puertas y portadas decoradas de hermosa escultura, a la vez que ventanas del mismo tipo que los ábsides, que harán de su extendida forma una continuidad dinámica con la presencia de numerosas y ricas decoraciones.

El crucero de la iglesia se verá coronado con espléndidas torres y cimborrios que proporcionarán a las iglesias estructuras más esbeltas.

Las fachadas crecerán en importancia con respecto al estilo anterior. Ahora se verán recubiertas por una escultura significativa que añadirá programación teológica a la funcionalidad de su cometido.

El interior mostrará una magnífica monumentalidad de amplias naves, altos pilares y columnas, presbiterios espaciosos. Todo con una decoración majestuosa de capiteles y relieves que ya se había advertido en las portadas exteriores.

En definitiva, poco que ver con el arte románico anterior donde la bisoñez no había dejado crecer a las ideas. Es este Segundo Arte Románico un fruto brillante y maduro de conceptos que se habían gestado con mucha mayor humildad y escasez de medios en el período precedente.

EL TERCER ARTE ROMÁNICO

El Tercer Arte Románico posee multitud de nombres con los que se trata de delimitar los distintos matices que querían destacar quienes los acuñaron.

Así nacieron las denominaciones de Románico de Inercia, en Descomposición, Tardorrománico, Cisterciense, Protogótico, Primer Gótico. Todos los nombres tienen el propósito de alejar esta fase artística de la anterior, en la que la expansión había consolidado el estilo en sus mejores facetas, mientras que ahora se pretende demostrar la variación respecto de lo ejecutado y la desviación o convivencia con las nuevas formas de hacer, en una cronología que abarcaría el tercer tercio del siglo XII y el primer cuarto del siglo XIII. En Galicia la penetración será más lenta: hacia el último cuarto del siglo XII y se extenderá más allá de la mitad del siglo XIII.

Las nuevas denominaciones estarían en función de hacia qué momento del arte se inclinaba lo realizado. Si los autores consideraban que era hacia el románico aplicarían los términos del estilo principal, pero si consideraban que la tendencia dominante era hacia el nuevo arte acumularían epítetos que hiciesen relación al Arte Gótico.

Sea como fuere, son formas inerciales del arte románico unidas a las nuevas ideas artísticas que estaban surgiendo en la región parisina, o como derivación estilística de la zona borgoñona, con un cambio sustancial del léxico constructivo y ornamental de finales del siglo XII, que ha de producir uno de los más insignes estilos escultóricos, que los especialistas han dado en llamar “Estilo 1200”.

Puede considerarse centro inicial y principal productora de las nuevas tendencias la zona de París, l’Île de France, para después extenderse con rapidez por toda Europa.

Son obras de gran calidad, de enorme delicadeza y hermosura, que se aplican sobre todo a la escultura, frente al ruralismo hierático del Segundo Arte Románico, que asombraba por la severidad de gestos dentro de lo florido de su arte escultórico.

El Arte Gótico nacerá sobre las ruinas del Tercer Arte Románico con una clara diferenciación, sin ataduras que lo liguen a ese pasado y con la libertad de modelos bien caracterizados como para entender que es claramente una nueva forma de interpretar el arte.

El Tercer Arte Románico compartirá mesa y manteles con su homólogo anterior y con el nuevo Arte Gótico, como responsable del final de una época y ofreciendo dura resistencia a dejarse absorber totalmente por lo nuevo, en un intento de hacer valer todo su andamiaje cultural.

Su presencia se notará en los edificios con arcos y bóvedas apuntadas, o de crucería con nervios, no ofreciendo mucha variación en las plantas, salvo las modificaciones propiciadas por la Orden del Cister que tendía a construir las capillas de la cabecera de forma rectangular.


Fachada sur de Santa María de Castrelos, Vigo.

En Galicia es el momento de la eclosión constructiva. Prácticamente todas las iglesias denominadas como románicas pertenecen a esta tercera fase del arte románico, con una amplia nómina de entre 800 y 1000 edificaciones, en las que hay que reconocer el ruralismo de sus modelos, salvo la mitad de una centena que muestran características y porte de más rango.

Renglón aparte merece el apartado de las iglesias cistercienses, en las que los caracteres de grandeza, amplitud y solemnidad las sitúan entre las mejores del Tercer Arte Románico, no sólo de Galicia sino de toda España.

Es norma común de la época que los primeros estadios de la construcción de estas iglesias se hagan en la perfección del arco de medio punto del Segundo Arte Románico, y a partir de un determinado momento se cambie al arco apuntado en una simbiosis con lo anterior que sólo despeja la llegada del Arte Gótico, donde ya no caben esos compañerismos tardíos de un arte que estaba dejando paso a otro. Es por eso, por lo que muchas veces el visitante tiene dudas de si la obra pertenece al Arte Románico o al Arte Gótico.

Con su adjudicación al Tercer Arte Románico quedan resueltos los problemas de identificación y encuadramiento..

LAS ESCUELAS REGIONALES

El Arte Románico nace al estudio erudito en Francia a finales del siglo XIX. Lo hace con una organización en categorías espaciales, geográficas y de géneros, en el mismo orden y sentido que el darvinismo de la época.

Surgen entonces escuelas relacionadas con regiones geográficas e históricas. Eran lecciones parciales y restrictivas puramente estructurales sin base en las motivaciones sociales del conjunto.

Debe comprenderse ese modo de actuar con la indulgencia de reconocer como valioso el primer intento serio de estudio sobre un arte casi desconocido, ejerciendo el método más cómodo de agrupación, debido a la enorme nómina de edificios. Pero es necesario separar lo meritorio del acometimiento del estudio de lo equivocado del sistema.

En esa fidelidad arqueológico-darvinista se llegaron a proponer ocho escuelas para el Arte Románico francés. Clasificación que duró mucho tiempo por la escasez y precariedad de los estudios, pero también por lo hermético que resultaba el sistema, pues así eran los métodos científicos de entonces, mostrando su impenetrabilidad y defensa a ultranza de lo propuesto.

A las nuevas investigaciones y trabajos en contra del reduccionismo se contestaba con la fabricación de nuevas escuelas y grupos con sus respectivas conexiones. Quizás fue ese su mayor pecado, al no dar paso a los jóvenes investigadores y enzarzarse en inútiles polémicas, como si el Arte Románico fuera materia especulativa al modo del arte moderno, la política, la filosofía, la pintura y la escultura del momento.

A principios del siglo XX surgió una fuerte oposición a ese sistema clasificatorio. Era normal que así fuese, pues los estudios avanzaban, y no siempre en la misma dirección que lo propuesto anteriormente.

Fueron vitales las opiniones de Crozet al respecto al abrir los caminos de le interpretación individual de cada obra y el sentido de imbricación en la idiosincrasia total del momento en que se construían. Extractos de sus frases libraban los estudios del románico del corsé que le habían impuesto. Referimos algunas de ellas en esta crónica. Hablaba de "... voluntades creadoras ... hombres conocedores de su oficio de una prodigiosa y fértil inventiva ...la diversidad impide todo intento de síntesis sobre bases sólidas ... las contradicciones internas testimonian mucho más la vitalidad de los movimientos creadores que la integración forzada de éstos en capítulos de manuales ...".

No bastaba con señalar los límites geográficos de las escuelas, sino que era preciso examinar todo lo diverso y sutil de los monumentos que se pretendían analizar, comenzando por el estudio de la religión, de las condiciones sociales, de todo lo que había sido necesario para la construcción de la obra.

Se trataba de redimir el principal pecado de los reduccionistas: la rigidez de un cómodo esquema pedagógico que enlazaba todos los edificios como si fueran un cesto, con negación de su alma, de su propia individualidad, sólo como idea arquitectónica, rechazando la creatividad y laminando el ingenio de los maestros rurales con sus rústicas interpretaciones que tantas diferencias aportaron al Arte Románico en general.

El momento más álgido y brillante de este tipo de clasificación fue cuando se estableció la teoría de las Iglesias de Peregrinación basándolo en las cinco iglesias que poseen elementos semejantes y que se encuentran situadas en distintas Vías del Camino de Santiago, con principal importancia de la catedral de Santiago. Era una teoría aristocrática que actuaba como si el Camino de Santiago fueran las arterias y las iglesias el fluido sanguíneo sin capacidad de salirse de su curso biológico.

Las iglesias de peregrinación eran los eslabones de esa cadena preciosa que se había elaborado con oro y gemas brillantes, y que negaban la realidad de creaciones ajustadas a modelos funcionales. Se omitirá mención de otras muchas que no están en el Camino de Santiago y que participan de los mismos elementos estructurales.


Maqueta de la catedral de Santiago de Compostela

La teoría había nacido de la formulación literaria de Bédier para las canciones de gesta. Todo era una visión ideal, artificiosa, biológica, en una fraternidad mal entendida que llegó hasta nuestros días y todavía tiene divulgación entre las gentes que pretenden darle a la historia del arte el mismo sentido rutero que al Camino de Santiago. Las denominadas Iglesias de Peregrinación no son la secreción del alma peregrina, sino la adaptación funcional a las liturgias de la época.

Basar los estudios del Arte Románico sólo en organizaciones espaciales y arquitectónicas falsea la realidad de la plástica románica, porque no se puede someter todo lo conocido a un único modelo.

El empobrecimiento de esa idea era tan grande que lógicamente tuvo una reacción contraria que anuló definitivamente el sistema haciendo más ágiles los estudios sobre la materia . Se logró comprender el edifico no sólo en su aspecto estructural, sino en toda su complejidad religiosa, histórica y social que le acompañó a la hora de elevarse, y durante toda su existencia, incluyendo los tiempos modernos.

Se perdía de vista con el viejo sistema que la obra era el resultado firme y grave de esfuerzos religiosos y sociales, de empresas solidarias de equipos de arquitectos, de decoradores, de artesanos y clérigos. Se evidenciaba que la obra era historia documental, amplia, total, de la zona y del momento.

EL MONASTERIO:
FUNDAMENTO Y DESARROLLO

El Arte Románico tuvo en los monasterios a los mejores aliados del estilo, y a la vez, un especial desarrollo de vida religiosa.


El monasterio es un proyecto de servicio eclesiástico. San Benito lo declara como “Domus Dei”, la casa de Dios. Semeja a la diáspora apostólica en la divulgación de la fe, ya que se realiza por medio de la evangelización de mundos nuevos, dentro de formulaciones puramente espirituales. Pero a la vez es un proyecto funcional de infraestructura y acomodo.


Su construcción como realidad religiosa habrá de atender al espíritu de los propios y de los ajenos. Deberá cuidar su espíritu material, pero también la transmisión evangélica, el cuidado de la fe, que es lo que buscaban encontrar los monjes en los lugares apartados donde querían fundar un mundo diferente al que abandonaban.

El monasterio es un mundo cargado de espiritualidad, arte, economía, y poder. Se convertirá en el dinamizador local de las atonías geográficas y sociales en el mundo en que se instale, de redimensionarlas y potenciarlas. Consiguiendo el beneficio económico de la zona se perpetuará la existencia del monasterio, pues lo invertido debe dar rendimiento propio para tratar de ser autosuficiente, como indica la Regla de San Benito.


Llegaron a ser verdaderos centros de poder, con repercusión en las sociedades civiles donde se asentaban. Modificaban el hábitat de la comarca. Eran un elemento fundamental en la interacción social del momento entre la monarquía, los nobles, y el pueblo, con influencia en las esferas políticas a causa de la realidad de las fundaciones y donaciones, las maniobras para mantenerlas y mejorarlas, los logros económicos, la ansiada independencia eclesiástica con respecto a los obispos y el Papa.


La relación de los cenobios con la nobleza casi siempre fue de buen entendimiento, porque quien quiere crecer, debe buscar el amparo de quien puede colaborar en su elevación, algo que fue bien entendido desde el principio por los poderes eclesiásticos. Sin esa ayuda es difícil comprender el nivel que alcanzaron.

Los beneficios podían venir a través de la colaboración directa de las fundaciones o también de exenciones de impuestos, así como de la protección jurídica y personal. Los monjes ofrecían oraciones por protección y amparo económico. Los nobles lo concedían a cambio de oraciones y plegarias por sus almas. Intercambiaban el cielo por la tierra en un pacto existencial de subsistencia para poder perpetuarse sin dificultad. Fundan y dotan casas en vida, pero también en mandas testamentarias que refieren los documentos como “pro anima”, “pro salute anima”, siendo asilos en la vejez y panteón en la muerte.


Pero gran parte del poder e influencia social directa estaba fundamentada en la actividad y explotación agropecuaria, dinámica inherente a la colonización de nuevas tierras, la mejora de los recursos existentes, roturación tierras incultas y el aprovechamiento recursos hidráulicos.


El sistema de ocupación de las tierras venía otorgado por las propiedades de la propia fundación del monasterio. Su explotación en principio correspondía a la labor de los monjes en su sentido del trabajo y la oración como método de salvación y de subsistencia de la comunidad. Con el tiempo, y por la abundancia de los terrenos que se iban adquiriendo, permutando o comprando, fue necesario servirse de otro tipo de mano de obra, e incluso arrendar parte de sus tierras de labor. Había también terrenos en los campos cerrados por la tapia del monasterio que proporcionaban los alimentos suficientes para la economía doméstica, completada con establos, molinos, fraguas, talleres y todo tipo de servicios necesarios para desarrollar la vida económica de la comunidad.



Existía también dominio territorial sobre diversidad de tierras lejanas en las que cultivaban viñas, recogían forraje, alimentaban ganado, curtían pieles en batanes, molían harina. Todo lo que les proporcionara suficiente alimento si la comunidad necesitara más de lo que la humilde huerta del monasterio pudiera proporcionar. El sistema de control de esas propiedades alejadas se hacía mediante prioratos o granjas regidas por monjes, que rendían puntuales cuentas al cenobio al que pertenecían.


Lo cierto fue que gran parte de la vitalidad económica de los reinos cristianos medievales estaba en manos de los monjes. Llegaron a ser auténticos imperios económicos. Todo producía ingresos en un tipo de sociedad que rechazaba el lujo y negaba el despilfarro en la clásica dicotomía de las órdenes monásticos donde los individuos son pobres bajo voto, y la comunidad inmensamente rica. A principios del siglo XIII la abadía francesa de Morimond llegó a poseer 1600 hectáreas, 700 bueyes y 2000 cerdos.


No todo fue economía y poder en los monasterios. También atendían las necesidades religiosas y culturales propias y del entorno. Nadie puede negar la labor asistencial a la fe que desarrollaron, ni la salvaguarda de los valores culturales.


Aplicaron la cultura como una necesidad interior en el estudio de la filosofía, la literatura o la teología, pero también cuidaron de que tuviera repercusión en las escuelas que fundaban en sus cenobios para promoción de las gentes que con ellos habitaban o se acercaban a sus monasterios. Fueron durante mucho tiempo los únicos centros de enseñanza en muchos kilómetros cuadrados a la redonda hasta la llegada de las universidades y las escuelas catedralicias, enlazando con los tiempos modernos en la multitud de jóvenes que ingresaban para recibir enseñanza, y que después de recibirla profesaban como oblatos o se marchaban. Las obras de arquitectura, escultura o pintura que poseía el monasterio fueron cauce de influencia y desarrollo de nuevas metas en las regiones limítrofes.


Pero no todos los monasterios eran iguales. Los había grandes y pequeños, poderosos y dependientes, con dispar influencia en la sociedad. No fueron lo mismo Silos, Las Huelgas o Sahagún, que los innumerables, perdidos de nombre y olvidados monasterios que dependían de ellos, como si de una explotación agrícola más se tratase. La historia de los monasterios la conocemos por los grandes, pero la gran existencia de los pequeños viene a refrendar la importancia del movimiento. Nada que no sea parecido a lo que sucede hoy en día con las entidades monacales..


Por los grandes es por los que podemos reconstruir la historia del monacato, por sus documentos, por sus posesiones, por lo que ellos aportaron a la historia, la cultura y la civilización a la que pertenecemos.

 

LA ARQUITECTURA MONACAL

El Arte Románico gozó de su máximo esplendor en el momento en que también lo hacían los monasterios, de ahí que muchas veces se confunda al Arte Románico con el realizado en los monasterios, cuando la realidad es que hubo muchas catedrales, canónicas e iglesias rurales que no eran cenobios.

Hay que entender al monasterio como una agrupación de edificios y construcciones destinados al uso religioso y común de quienes los habitaban. Si se puede entender la arquitectura como un modo de vivir, la monacal prueba perfectamente esa intención, ya que responde a las necesidades y modos de quienes los promovieron y ocuparon, porque la arquitectura es la expresión racional del espacio que se ocupa, en este caso eclesiástico y monasterial.

Los monasterios eran los conjuntos más grandes de las edificaciones medievales, salvando las distancias con los recintos de tipo defensivo que debían acoger a las multitudes que lo necesitaran en los determinados momentos de protección solicitada.

Los modelos arquitectónicos de los cenobios mantenían unas formas muy repetidas hasta hoy en día, dado que las necesidades de los monjes siguen siendo fundamentalmente las mismas, aunque con algunas variantes según las órdenes y los cambios introducidos desde entonces.

Habrá en ellos, antes y ahora, mejor dotación de las piezas más relevantes, lo que ahora se denominarían zonas nobles, como eran la iglesia, el claustro y la sala capitular. En el resto se adecuarán los espacios con respecto al planteamiento y los fines de pobreza y humildad, frente al lujo y esplendor de lo exterior. Todo deberá indicar que se está en un lugar de oración perpetua, en las condiciones espirituales dictadas por la práctica del evangelio.

Logran en su construcción una planimetría de magnífica distribución en la adecuación a lo propio y lo necesario. Superan grandes dificultades que resultan evidentes, como lo son: el replanteo de los cimientos, la proyección de los muros, la cubrición de los tejados el diseño de las bóvedas, la coronación de las cornisas, el encuentro de los hastiales, etc.

La iglesia era la pieza clave que, por evidencia, debería constituir el centro de su atención debido a las necesidades litúrgicas que en ella se debían realizar. El lugar de más uso y frecuencia de reunión de la comunidad. No siempre fue la primera construcción, pues a la arribada de los monjes primaba el cobijo de los recién llegados, pero inmediatamente puestos a la labor de construir el templo.

En su lado sur se instala el claustro, espacio articulador de todas las dependencias del monasterio. Era de forma cuadrangular, simétrica y ajardinada con cuatro pandas que permitieran la circulación anular, a veces con un lavatorio en una esquina y pozo central. Fue el lugar ideal de meditación, punto de encuentro, silencio y plegaria. Podía haber más de uno con diferentes denominaciones según su uso: regular, procesional, hospedería, enfermería, portería.


Distribución de las dependencias de un monasterio cisterciense

La sala capitular se situaba en la panda este del claustro. Era utilizada para actividades de reunión oficial de la comunidad, lugar de impartición normas por el abad, debates propicios de disciplina, costumbres del momento, instrucciones espirituales y confesiones públicas. Estaba cubierta por bóvedas y tenía acceso directo desde el claustro. Encima se situaban parte de los dormitorios.

La sacristía era pequeña. Estaba cerca de la iglesia y pegada al claustro. Era el lugar de vertimiento de los presbíteros y espacio donde se guardaban los libros y objetos litúrgicos.

En la biblioteca se guardaban los libros de instrucción. Tenía acceso restringido por peligrosidad de algunas publicaciones tachadas de herejes y paganas,. Los filósofos de la antigüedad daban mucho miedo a los monjes, y convenía una cierta preparación para poder consultarlos.

El refectorio era donde comían los monjes. Era diferente para los monjes y los conversos, así como el coro. Estaba situado en la panda sur frente a la iglesia, entre las dependencias subsidiarias de la cocina y el calefactorio. De espacios altos y abovedados, tenía que ser muy amplio para dar cabida la gran cantidad de monjes que en algunos monasterios debía acoger. En su alargamiento destacaba el púlpito del lector, al que se accedía por una escalera embutida en el muro.

La cocina estaba comunicada con el refectorio de monjes y con el de los conversos. De proporciones considerables, debería tener acceso exterior para el avituallamiento. Los restos de las que quedan en pie muestran unas enormes chimeneas interiores con un gran tiro vertical.

En el calefactorio se calentaban los monjes. Existía como necesidad en la defensa contra los rigores del clima como abrigo y secador de ropas húmedas, a la vez de lugar de aseos particulares, como el corte del pelo y la barba.

El dormitorio estaba en la parte alta del edificio, sobre el calefactorio, que hacía de calentador hipocáustico al modo romano. Muchos monasterios conectaban el dormitorio con el transepto de la iglesia por una puerta superior, que por una escalera de descenso alcanzaba el coro con comodidad y fluidez.

La cilla eran los almacenes y zonas administrativas. Solía estar situada en la panda oeste, con accesos al exterior para el avituallamiento. También en esa panda podían estar la escuela de novicios, la hospedería, los establos, etc, dependiendo del monasterio.

La arquitectura cisterciense realizó cambios de acuerdo con los postulados de sencillez y pobreza que San Bernardo había inducido como nuevas formas de arquitectura y vida. Las fábricas carecerían de ornamentación, sin escultura ni pintura, con vidrieras incoloras. Alternarían la situación del refectorio, que lo harían perpendicular al claustro, no como los benedictinos benitos donde era longitudinal. Introducirían sistemáticamente el arco apuntado y la bóveda de crucería, y la fuente en el claustro, delante del refectorio como elemento de higiene.

LA ARQUITECTURA

El Arte Románico se caracteriza por una arquitectura distintiva con respecto a las otras artes existentes, con motivos peculiares que fueron fruto del ensayo de formas que maduraron hasta convertirse en realidad pétrea.

Se vea como se vea, la arquitectura es una estructura mecánica con un eje constructivo que define las pretensiones y las tensiones, los esfuerzos y los contrarrestos que el edificio ha de sobrellevar.

La elevación de los muros, el peso de las bóvedas, la altura de pilares y columnas, desafían las fuerzas de la gravedad y obtienen como resultado una tendencia natural al derrumbamiento, a la deformación de lo elevado, a la inestabilidad de lo creado, o a un asentamiento posterior en mejor o peor manera de lo que se ha hecho.

Será necesario, pues, vencer las fuerzas de la naturaleza que actúan en contra de las decisiones constructivas de los hombres que pretenden sumar técnica y belleza, porque aunque después se convierta en una obra de arte de carácter religioso, simbólico, civil o cualquiera otra de sus utilidades, primero habrá que elevarla en condiciones seguras de habitabilidad y no de peligro de derrumbe para quien la utilice, como ya había avanzado Vitrubio.

Las estructuras mecánicas están sometidas a leyes físicas y matemáticas, pero sería un burdo error decir que los maestros de obras románicos eran expertos en esas materias, porque, si resultaban incipientes en el mundo de la ciencia medieval, su desarrollo cuántico llegó mucho más tarde, siglos después de que toda la arquitectura románica estuviese construida.

Fue la sabiduría popular humana la que con unos mínimos conocimientos llegó a metas que hoy sorprenden. Vendría a ser una arquitectura sin arquitectos, aunque en las grandes obras siempre hubiera un "magister" que tuviera los conocimientos generales suficientes como para elevar estructuras de dimensiones mayores que las de las iglesias rurales.

Pero fueron esos maestros rurales los que construyeron la enorme nómina de iglesias románicas. Muchas son nuestras dudas al pensar si tenían los mismos conocimientos que los constructores de las catedrales. Creemos entonces que la fuerza de la repetición, la forma empírica de los hechos, diríamos de los hechos consumados en otras iglesias, fue lo que les guiaba para levantar las estructuras de sus pequeños monumentos.

La arquitectura románica fundamenta su plástica en edificios abovedados, con estructuras de soportes muy articulados tanto en el interior como en el exterior, con una gran ligazón mecánica y estética, con un extraordinario empleo de la escultura monumental, que llega a suavizar el impacto de esa tremenda austeridad.

Hay que entender estas obras como un compendio armonioso de monumentalidad varia, desde el más puro concepto arquitectónico. Pasando por la riqueza de la escultura interior y exterior, admirando la dulzura de las pinturas de muros, bóvedas y ábsides, hasta los objetos de necesidad litúrgica. La valoración tendrá que ser siempre como conjunto, partiendo de los valores particulares para elevarnos en la consideración general.


San Pedro de Tejada, Burgos

Después podremos penetrar en la esencia simbólica al tratar de comprender que algunos de sus elementos arquitectónicos estén encadenados a formulaciones que van más allá de las trazas geométricas, como sería la interpretación que en los textos de la época se hacía del ábside como cabeza de Cristo, el crucero como sus brazos y la nave como el cuerpo.

Ciertamente que pueden parecer estas opiniones estereotipos o elucubraciones del mundo moderno con rasgos de rancio pietismo, pero en los textos de la época se aludía al carácter simbólico que no entendía nada en el mundo que no fuera o tuviera representación divina.

La cabecera, el muro, el crucero, las puertas, la fachada, el cimborrio, el altar, todo estaba al servicio de la belleza, como afirmaba Alberto Magno " ... la esencia de la belleza en el universo está en el resplandor de la forma sobre las partes proporcionadas de la materia o sobre las diversas fuerzas o acciones ...". Pero también en una ineludible articulación divina que sometiera la materia al espíritu, como afirmaba Ulrico de Estrasburgo "... Dios no sólo es completamente bello en sí y como fin de la belleza, sino que además es causa eficiente ejemplar y final de toda la belleza creada ...".

Fue la intención de esos viejos edificios medievales ser habitáculo de la verdad cristiana interpretada de la forma más bella posible del momento, en pequeñas o enormes construcciones que unían la calidad de sus obras a la gloria divina que poseían en su interior.

DEL BUEN CÁLCULO DE LA OBRA

El Arte Románico desarrolló su técnica constructiva con muy pocos elementos, pero todos ellos muy bien estructurados y relacionados entre si, de forma que el conjunto de técnica simple y primitiva, más el hallazgo de certeros volúmenes y escultura apropiada, dio resultados de gran efectividad y durabilidad.

Aunque pudiera parecer excesiva la afirmación de que: sobre los cimientos de un muro es donde se conoce a un albañil, no lo parece tanto si contemplamos los bien entramados paramentos románicos. Una desviación de centímetros en los cimientos será de metros en altura, por ello nadie arriesgaba el concepto de mala disposición de lo más elemental.

Todas las arquitecturas valoran suficientemente las labores de inicio, y promueven la pericia de quienes la realizan, porque saben que todo el ajuste superior de presiones estará en función de la última resistencia de las mismas, que es lo primero que se realiza en la obra, y que será la prueba de su duración en el tiempo, aún a pesar de haber desaparecido las partes superiores de la estructura por los avatares del tiempo o de un mal cálculo.

De que todo está en función de los cimientos, de la importancia de su diseño y resistencia, reza la inscripción de los dinteles del Pórtico de la Gloria donde se señala la obra como del maestro Mateo que la construyó “a fundamentis ipsorum”, es decir, desde los mismos cimientos. Aunque parezca una frase retórica de adjudicación de obra general, deja entrever la valoración técnica que Mateo resolvió para sustentar el Pórtico de la Gloria y toda la fachada occidental de la catedral de Santiago.

Que fue axioma básico la buena construcción de los cimientos lo prueba la extensa duración en el tiempo de la obras románicas, que apenas sin mantenimiento en casi 1000 años prueban lo acertado del oficio y los buenos resultados de los cálculos por la sabiduría de la experiencia acumulada, que aunque con un sistema primitivo de sistematización logró excelentes resultados antes de la aparición de la época cuántica, donde las soluciones estaban más cerca de procesos matemáticos que de la experiencia empírica de los artesanos y arquitectos medievales.

Lograron con sus métodos semejantes resultados a los del hormigón armado, los grandes prefabricados y los plásticos más resistentes. En sus realizaciones salvaron los mismos peligros, y compartieron los mismos principios que, suponían el desafío de la elevación de estructuras en la búsqueda de una nueva gravedad que soportara las condiciones de los empujes superiores de sus obras, logrando el éxito de mantener el edifico en pie, y adornarlo conforme a la idea religiosa que representaba.

El resultado de su interpretación, no sólo de los cimientos, sino también de la obra en general, fue la de procurar que su arte fuera funcional, seguro y estético, conforme a los principios que Vitrubio había preconizado en los primeros siglos de la era cristiana.

Si tuviéramos que comparar o comprender estas obras desde la óptica de la arquitectura moderna, tendríamos que concluir que los procesos de construcción actuales están liberados de todos estos pasos primitivos del empirismo, por ampliación de los conocimientos cuánticos y mejor comprensión de los materiales, lo que hace que se pueda concebir el espacio con un mayor dominio de sus posibilidades.

No digamos nada de las oportunidades del uso de los actuales sistemas informáticos, en los que ya no tienen cabida los tableros de dibujo, en sustitución de los ordenadores que realizan el trabajo con mayor rapidez y exactitud.

Los artífices del Arte Románico no dispusieron de maquetas tridimensionales, vistas aéreas, planificaciones fotográficas, estudios de impactos ambiéntales. Es por ello más valioso la contraposición al mundo moderno y su sistema constructivo con el de las pequeñas capillas de hace 1000 años, de sus campanarios arqueados y pandeados pero todavía en pie, o de esas grandes catedrales que siguen funcionando como el primer día de su construcción, o los claustros que todavía cuadriculan la santidad de los monjes que los pasea.


Santa Eufemia de Cozuelos, Palencia

Como seña de identidad de lo moderno podemos advertir que la obra actual envejece más pronto que la antigua, que la románica, porque quizás le haya faltado estímulo de porvenir, de pervivir en el tiempo sirviendo a la comunidad donde se instalaba. Falto de humanidad el edificio moderno perece con más prontitud, casi con la propia biología del arquitecto que lo construyó.

Esa degradación rinde el más bello homenaje a la calidad del material medieval y a su nobleza, a la inmortalidad del espíritu de quienes realizaron las obras del Arte Románico. Después de muchos intentos de la modernidad en la aplicación de materiales diferentes, la historia de la arquitectura que es la historia de los edificios y de los hombres, vuelve a utilizar la piedra. La durabilidad, aparte de la estética y los condicionamientos sociales vienen a ser conceptos valorados como inherentes a la construcción.

El Arte Románico no tuvo opción. Debía construir con sillares desde los propios cimientos para lograr poner en pie obras descomunales, o más sencillas, en geografías aisladas y con los mínimos elementos del cálculo. Aquellos hombres tuvieron que aplicar la imaginación y la inventiva mezclada con la práctica y la herencia de la tradición para poder sobrevivir en el oficio, y procurar que no se la cayeran sus obras. Hoy es posible comprobar su acierto constructivo en la fosilización que significan sus monumentos en estado puro, resistentes al moderno abandono de pueblos y villas, que además certifican la nobleza del entorno para el que fueron construidos.

El valor del Arte Románico se debe, pues, reconocer desde sus cimientos como un perfecto trabajo artesanal sobrevivido para otras generaciones, pervivencia de una técnica constructiva con procedimientos escrupulosamente transmitidos y conservados.

EL MURO

El Arte Románico tiene unos componentes estéticos fijos, codificados desde su creación, independientemente de los valores arquitectónicos.

En los muros es donde comienzan y acaban las fuerzas mecánicas del edificio. Resultan sólidos, rotundos y compactos, donde las tensiones que están por encima de él se reflejarán en forma de gruesos contrafuertes que resistan las presiones de las bóvedas, evitando la fractura del mismo y la ruina de la iglesia.

Con un espesor que oscila entre sesenta centímetros y un metro estaban constituidos por dos paramentos de piedra acogiendo mortero en medio para reforzar su dureza. De sillares generalmente bien escuadrados en el Segundo Arte Románico, no lo había sido en la etapa anterior en la que la piedra mediana o sillarejo se había adueñado del paramento.

En ese primer momento del románico el muro apenas ofrecía decoración, como no fueran los arquillos ciegos y las bandas lombardas, careciendo casi totalmente de vanos.

No sería así en el Segundo Arte Románico, donde la realidad del momento ofrece gran cantidad de huecos que iluminan la nave. Serán esas ventanas uno de los efectos plásticos más sobresalientes del paramento, pues son capaces de dinamizar convenientemente lo que sólo era una estructura mecánica funcional. Proporcionan ahora atractivo visual a la vez que introducen luz al interior. Por otra parte, es capaz de recibir la escultura monumental que habitará los capiteles, además de resultar atractiva la traza de sus arcos con diferente molduración.

Claro está que no debemos extender toda esta referencia muraria a las obras de menor presupuesto y menos porte románico, que son casi todas las rurales, pero sí señalar que cuando nos referimos al Arte Románico está en la cabeza de quien lo interpreta el valor de los mejores edificios, aquellos que representan las mayores cualidades.

Es error humano comprensible el pensar de ese modo, porque los estímulos hacia la belleza proceden de sus mejores representaciones. Cuando uno ha superado ese nivel de lo excelso es cuando empiezan a tener valor y consideración las obras menores, como sucede en el ámbito biológico de las familias con la diferente valoración de los hermanos mayores y menores.

El muro de las grandes iglesias es más complicado que el de las pequeñas, porque su altura requiere una mayor formación del maestro, por exigir unos contrarrestos mayores con la presencia de enormes contrafuertes y la dificultad de disimularlos en las dimensiones de la pared. En ello basará el éxito de su construcción, en que sea bello y resistente dentro de la plástica general.

Las obras menores tendrán menos dificultades para elevar sus muros porque las cargas también son menores, dado que muchas veces ni necesitan contrafuertes por la poca altura que alcanzan y porque la techumbre interior es de madera y no de piedra, lo que evita reforzar la parte exterior. Pero también es cierto que debido a su menor superficie tienen menos lugar para decorar con ventanas molduradas, capiteles, columnas y basas, lo que hace menos vistoso el paramento.


San Martín de Frómista. Fachada sur. Palencia

De la buena articulación del muro dependerá en gran medida la belleza de la obra pues es necesario recordar la importancia de la fachada principal, así como la de la cabecera, pero también de los muros norte y sur.

El muro rectilíneo es la mayor área lineal construida de la iglesia. Por ello, y por ser el elemento de mayor visibilidad, era necesario concebirlo de la mejor manera posible. De lo contrario, ofrecería el efecto de cajón y no de volumen articulador de todo el conjunto, donde las superficies de sus paños y contrafuertes estaban disminuidas por la decoración horizontal de las ventanas, las puertas y las líneas de tacos, junto con la fila de canecillos del alero del tejado.

Algunas veces podemos contemplar el muro en toda su extensión, pero no podemos omitir la belleza de sus remates, como sucede en la iglesia palentina de San Martín de Frómista. Es precisamente en esa perspectiva general en la que cobra todavía más importancia su linealidad al rivalizar con la belleza sin par de la cabecera, con el equilibrio de las torres de la fachada principal y con un magnífico paño del crucero, gobernado en altura por un esbelto cimborrio.

Notamos entonces el éxito o el fracaso de su articulación en el conjunto rectilíneo que se nos ofrece, siendo el de esta iglesia un ejemplo de incardinación perfecta de un bello muro románico dentro de una perfecta estructura románica, aunque para algunos carezca de valor debido a las restauraciones sufridas, que a nosotros no nos parecen tan graves, si pensamos que podemos contemplar hoy en mejores condiciones muchas iglesias románicas, que por causa de su deterioro o de la desidia del hombre o por los desmanes revolucionarios o de renovaciones de estética se habían perdido.

LOS ÁBSIDES

El Arte Románico identifica las cabeceras de sus iglesias por medio de las estructuras absidales, que aunque procuran elementos de coordinación semejante, difieren considerablemente a la hora de la interpretación del modelo definitivo.

El ábside es el módulo principal de la iglesia, ya sea en su formación exterior o interior. Por él se comenzaba generalmente la construcción del monumento. Se procuraba acabar cuanto antes para poder instalar el altar y celebrar la liturgia divina, incluso sin haber finalizado totalmente la iglesia.

Los textos medievales nos indican la obligación del arquitecto de emplazarlo hacia oriente, cara al sol naciente, como símbolo de la lejana Palestina, pero también con el significado de la luz que nace, de la llegada de Cristo en el alborear del día, y su reflejo activo en la obra monumental.

La aparición del ábside en la historia de la arquitectura no se inicia en el Arte Románico sino que ya había tenido expresión en el mundo romano y en las antiguas basílicas paleocristianas, con la misma función de lugar ilustre en las ceremonias que allí se celebraban.

El motivo de tal señalamiento en el Arte Románico ha de buscarse en el deseo de enmarcar el lugar de la máxima sacralización, de la celebración de la liturgia eucarística. Su ubicación habría de ser visible para la mayor cantidad de fieles que habían de agruparse en las naves. Su establecimiento en la cabecera del edifico adquiriría el máximo de funcionalidad al poder ser contemplado por la comunidad de fieles.

Por las mismas razones el Concilio Vaticano II recomendó sacar los altares del fondo de los ábsides y situarlos en mejor visión, a fin de obtener una mayor participación en los actos litúrgicos. Prueba de cómo las directrices pastorales son capaces de modificar los ámbitos arquitectónicos, pues hoy al no concebirse la liturgia como en la época románica no se necesitan esos señalamientos exteriores, aunque se conserva el aislamiento y la solemnidad del presbiterio como zona consagrada.

El interior del ábside está centrado por el altar como elemento principal y específico de los ritos. La separación de los fieles y su reserva espacial a los presbíteros consagrados era una función ya heredada de formas litúrgicas anteriores.

Pero no todos los ábsides se dispusieron de igual modo. En el exterior coordinaban sus volúmenes en claros escalonamientos de masas y líneas horizontales con respecto a la obra total de la cabecera. Lo habitual era la inserción de un volumen semicircular en el final de una planta rectangular, aunque había variaciones al respecto según el diseño, las necesidades de la comunidad y el modo de entender la obra.

Regiones enteras se apartaron de esa formulación semicircular, como sucede en la comunidad gallega y la región del Alto Campóo que optaron por formas absidales rectangulares y poligonales, junto con las semicirculares.

Pero lo realmente importante es que el románico introduce un orden general en los volúmenes de la cabecera que resolvía distorsiones al simplificar y estereotipar los módulos.de una forma práctica, y concentrar los esfuerzos en una vigorosa síntesis orgánica. Ello habría de llevar a la configuración de una estética más o menos regularizada.

 


Cabecera del monasterio cisterciense de Moreruela. Zamora

 
No impediría que hubiera una gran proliferación de ábsides en las cabeceras de las suntuosas plantas basilicales, abaciales y catedralicias, aunque menos en las iglesias rurales, donde la parquedad de los desarrollos arquitectónicos no concebía más que un solo ábside; a veces con mejor decoración que los de las grandes iglesias, como sucede en la catedral de Santiago, donde el ábside poligonal de la girola es de menor valor decorativo que la generalidad de sus copias en las tierras de influencia de Galicia.

Las posibilidades de construir uno o más ábsides dependían de la estructura de la planta. Si la iglesia tenía una sola nave, le correspondía un único ábside, ya fuera semicircular, rectangular o poligonal. Si la planta era de cruz latina podía tener uno o tres ábsides, siempre de mayor decoración el central que los laterales. Si la planta era basilical, estaba establecida la norma de tres ábsides, con mayor importancia el central. Había iglesias de grandes desarrollos, catedralicias o no, que tenían un gran ábside central y cuatro más en los brazos del crucero, como la catedral de Orense.

Si la iglesia poseía girola, la proyección de los ábsides en torno a la misma era mayor, pues se desplegaban en número indeterminado como una corona en torno al deambulatorio, que actuaba entonces como un gran ábside central. Es el caso de la fotografía que adjuntamos del monasterio de Moreruela en Zamora, donde la esbeltez del paño de la girola y el de la iluminación de la capilla mayor configuran el perfil de uno de las mejores cabeceras del Arte Románico español.

LAS BÓVEDAS

El Arte Románico es heredero en sus formas tectónicas de los artes anteriores porque no es un modelo aislado en un mundo perdido, sino perfectamente conectado con todo lo previo.

En esas circunstancias del conocimiento del mundo antiguo, sobre todo del romano, donde podemos concretar su dependencia e imitación de los espacios abovedados, como una necesidad de la arquitectura interior que se plantea después de levantar los muros y darles cubrición. Ocurre que el Arte Románico utilizó con profusión y éxito bóvedas de determinadas características, lo que hizo pensar que fueron un invento del propio arte medieval.

Las bóvedas gravitan sobre la alineación de los muros. Completan la estructura descargando su fuerza en los laterales por medio de contrafuertes, columnas y pilares internos. El arquitecto debe prevenir las cargas, y repartirlas convenientemente piedra por piedra. Calcular. La presión y el peso que han de sobrellevar los muros a causa del peso de las bóvedas, aparte de mantener convenientemente la rigidez de los mismos en su elevación vertical. Es la bóveda la culminación de la obra, la funcionalidad del remate final de todo el entramado, como lo hace la coronación exterior de la cúpula con bola de cruz y veleta.

La resolución práctica de los esfuerzos mecánicos de la bóveda estuvo fundada en la trasmisión oral de los datos recibidos a lo largo de los años y de los siglos, además de poner a punto la observación y la experiencia personal del maestro de obras. El oficio debía adquirirse en una buena organización de la memoria, del autodidactismo y las ganas de emular, para resolver sin problemas las formas de ser de las construcciones.

La preferencia por la bóveda de piedra a la de madera eliminaba los riesgos de incendios, mejoraba la resonancia de los cantos, y el orden estético si se pintaba. Pero planteaba enormes problemas en la dinámica del edificio, porque era necesario sujetar las tensiones de su peso y saber conducirlos desde las alturas hasta los cimientos. No todos los que las construían tenían el mismo grado de aprendizaje y conocimiento, por lo que muchas obras se convirtieron en ruinas, ya en los mismos momentos de la construcción o con el paso de los años, cuando después de algún tiempo la estructura no logró el asentamiento y la solidez precisa.

La bóveda más común era la de cañón, que suponía su articulación en forma de arco de medio punto alargado. Para superficies absidales se utilizaba la de un cuarto de esfera, también llamada de cascarón. Ya se conocía entonces la de arista, que consistía en la conjunción de dos bóvedas de cañón que dejaban en arista vista sus intersecciones. Cuando llegaron los cambios en la época tardía del Arte Románico se construyeron bóvedas de cañón apuntadas, y las de aristas del Románico Pleno se cubrieron con nervios, dando lugar a las primeras bóvedas nervadas. También las de un cuarto de esfera de los ábsides y capillas absidales tuvieron forma apuntada, con o sin nervios cruceros. Todo aún dentro del Arte Románico.

Todas, menos las apuntadas, eran manejadas ya por el Primer Arte Románico, de extensión limitado a Cataluña y parte de Aragón y Navarra. El siglo XI aceptó e hizo girar las fórmulas referidas hasta llevarlas a la cotidianidad de la perfección sabiendo atar sus diferentes tensiones, que debían perderse en la masa de los soportes exteriores e interiores. El final del siglo XII y el principio del siglo XIII supuso un cambio y un acercamiento a soluciones después utilizadas por el del Arte Gótico.


Presiones en las bóvedas y en los muros de la catedral de Santiago, según Fco Javier Ocaña Eiroa

 La tensión provocada por el peso solía contrarrestarse con arcos de refuerzo situados bajo ellas que recibían el nombre de fajones, cuya misión era el sostén teórico de la presión de la bóveda, pero también podían sucumbir, porque ésta tiende a abrir el arco y provocar grietas de desvinculación entre las dovelas, y ceder en la unión de sus juntas como paso previo al hundimiento.

Los contrafuertes exteriores eran la lógica del contrarresto a las presiones diagonales que se ejercía sobre el muro, porque el impacto de la bóveda nunca se concentra exactamente sobre el plano vertical, sino sobre el horizontal y diagonal, en cierta curva. Eran esos contrarrestos de más o menos espesor, piramidales, doblados, etc., según el conocimiento y las necesidades de la obra. Pero no eran el único método de contrapeso, porque las naves laterales con sus bóvedas de arista, un cuarto de esfera o de cañón, colaboraban también en la recogida de las tensiones de la bóveda central.

El sistema llegó a la perfección cuando se instalaron tribunas sobre las bóvedas de las naves laterales, porque hacían que el descenso de las tensiones superiores fuera disminuyendo según iba siendo absorbido: primero en las bóvedas y paramento de la tribuna, además de que el piso de la tribuna actuaba como puntal que ataba las dos superficies verticales del muro y los pilares. Después pasaba la tensión a las bóvedas y el paramento de las naves menores para finalmente acabar en los contrafuertes y responsiones interiores de las naves laterales; lo que cerraba definitivamente el circuito de traslado de las presiones de la gran bóveda central hasta los cimientos.

El genio románico siempre estuvo dispuesto a hacer de la necesidad virtud. Por ello trató de suplir el modelo cuántico con el conocimiento empírico de los hechos, aunque no hay que ser tan ingenuos como para no reconocer una cierta experiencia de cálculo en el desarrollo de las bóvedas.

Quizás lo que hoy nos sorprende más al contemplar esas bóvedas sea la solidez y altura que alcanzaron algunas de ellas, tendiendo a no dar importancia a su amplitud porque se asemejen a las de los edificios modernos que conocemos. La puesta en valor del conocimiento antiguo se remedia rápidamente si comprendemos que de unas a otras han pasado 1000 años, y que todavía siguen en pie.
 

EL ALTAR

El Arte Románico, como todos los artes cristianos, formaliza la ubicación del altar en el templo para atender las necesidades del culto.

La base teológica de la religión cristiana es la Redención, la inmolación del Cordero enviado por el Padre para redimir el pecado original, fundamento de la perdición de la vida de la Gracia que Dios había prometido al género humano si seguía los dictámenes de sus designios.

El sacrificio de Cristo supuso el reconocimiento de una nueva vida, por entrega de la suya. Él mismo instituyó de forma simbólica el rito de su propio ofrecimiento en la Última Cena, donde instauró simbólicamente la Eucaristía como recuerdo de su muerte en la Cruz.

Con su Ascensión a los cielos se cerró el ciclo de su paso por la tierra, y comenzó a aplicarse la liturgia de la Eucaristía como recuerdo de su sacrificio. Esa celebración de la transformación del pan en su carne y del vino en su sangre se realizaba sobre el altar, que llegó a ser el núcleo del santuario cristiano y románico en particular, el lugar supremo, la caput Christi en el simbolismo de la representación de su figura dentro de las plantas de los edificios.

Se situaba en la cabecera, alojado en la profundidad del ábside, resaltado con monumentalidad propia, solemne en medio del presbiterio, definiendo los volúmenes del interior, y señalando su importancia al exterior por medio de un mayor resalte del ábside central, que era donde residía la divinidad superior, considerados los laterales de menor importancia.

Toda la arquitectura del edificio románico estaba en función del altar. Su lugar, uso y destino estaba reservado únicamente al oficiante del sacrificio litúrgico que allí se representaba. Los fieles observaban su celebración desde posiciones alejadas.

La consagración de los altares era una de las ceremonias más importantes de las comunidades, pues significaba la exaltación de la muerte y resurrección de Cristo y el permiso para realizar sobre ellos la liturgia Eucarística. Esas consagraciones estaban reservadas solamente al Papa, a los obispos o los abades de los monasterios, que muchas veces acudían a consagrarlo sin que las iglesias estuviera perfectamente acabadas, porque la urgencia del uso así lo precisaba, como refiere la Historia Compostelana cuando el arzobispo Gelmírez consagra una gran cantidad de altares de la catedral de Santiago sin estar finalizada la totalidad de las obras. Premiaba la prisa y la funcionalidad.

La estructura de los altares era básicamente la de una tabla lisa sobre columnas o soportes, con o sin decoración. EL mismo tablero podía tener en su frente un antipendium o estructura que cubría toda la extensión de su frente. La decoración podía ser de relieves pétreos o una tabla de madera con pinturas.

Dado que existían las tres probabilidades, la decoración dependía de la voluntad y riqueza de quienes promocionaban la obra. Gelmírez, por ejemplo, coloca el altar bajo un baldaquino de plata con un enorme antipendium de plata presidido por una Maiestas Domini, los 24 ancianos del Apocalipsis, los Apóstoles, el Tetramorfos, flores y columnas.

Ni qué decir tiene que las pocas posibilidades de otras iglesias resolvían su creación de forma adecuada a la sencillez de sus medios.


Altar de la iglesia de San Salvador de Cantamuda, Palencia.

Con todo, no se obviaba la importancia del ara, porque a todas se les daba el mismo tratamiento en las consagraciones, ya que eran el objeto sagrado por excelencia de la iglesia por sustentar el sacrifico diario de Cristo. Como recordatorio de los hechos de los inmolados en la fe se comenzaron a instalar reliquias de mártires en la parte superior, simbolizando templo y refugio de todos aquellos que había dado la vida en favor de la misma causa.

Quedan muy pocos altares de la época románica. Sólo algunos magníficos antipendium de madera pintada en los museos, y el caso excepcional del existente en la iglesia de San Salvador de Cantamuda en el norte de Palencia, donde a pesar de las posibles transformaciones, se puede contemplar un magnífico ejemplar de altar románico con columnas decoradas como sostén del ara sacrifical.

Si una pequeña iglesia románica de rudo estilo montañés ha sido capaz de conservar esa reliquia de estilo y de estímulo de fe, habría que pensar en la enorme riqueza de los altares desaparecidos, de la belleza que aportarían a insignes presbiterios de la geografía románica, del esmero y cuidado que otros no tuvieron al desposeer a los monumentos de sus más preciadas joyas, aquellas que fueron pensadas como función y necesidad del corazón del edificio.

LAS IGLESIAS PORTICADAS

El Arte Románico no plasmó siempre las mismas estructuras en todas las iglesias que se construían bajo su estilo. Todo lo contrario. Mantuvo un buen número de particularidades regionales que dieron valor a la arquitectura de la comarca donde se asentaban.

Eso es lo que ocurrió con un tipo de iglesias que lucían un pórtico lateral en el lado sur del edificio, al que se accedía desde el exterior por una puerta que estaba inscrita en el centro de una arquería, con arcos de medio punto que solían variar en número según dimensión e intención.

No era nuevo el modelo en la historia del arte español, por lo que no cabe pensar que los artífices tuvieran que emular construcciones de más allá de los Pirineos. En los artes prerrománicos asturiano y mozárabe existían dos edificios con pórticos laterales en la zona sur. Se trataba de la iglesia asturiana de San Salvador de Valdediós, construida en el año 900 por Alfonso III el Magno, y la iglesia mozárabe de San Miguel de la Escalada, bajo patrocinio del mismo rey, en el año 930.

Debe anotarse el hecho histórico de que es el mismo rey asturiano el que reconquista la población de San Esteban de Gormaz en sus andanzas por la ribera alta del Duero, y que es esa población y sus alrededores una de las zonas de desarrollo de iglesias porticadas, quizás la más antigua, la de San Miguel en el año 1081.

El emplazamiento de estas iglesias no se extiende por toda la geografía del Arte Románico español, sino que se concreta fundamentalmente en una zona que pudiéramos dibujar en forma de triángulo cuyos vértices estarían ocupados por las capitales de las provincias de Soria, Burgos y Segovia. Existen también iglesias porticadas en Guadalajara, La Rioja, Navarra y Ávila, pero la mayor concentración radica en la comarca triangular por nosotros aportada. Como dato anecdótico podemos aportar que la iglesia porticada con mejor dotación de capiteles historiados está en la geografía del Alto Campóo, muy alejada del triángulo señalado.

Precisando mucho más podríamos decir que los focos principales de esas características estarían centralizados en los confines de la Sierra de la Demanda al norte de Silos, la geografía cercana a Burgo de Osma y la capital Soria, la zona en torno a Sepúlveda con Fuentidueña como apéndice norte, el noreste de la ciudad de Segovia, y la propia Segovia capital.


Pórtico de la iglesia de Rebolledo de la Torre, Burgos

Si de alguna red viaria pudiésemos hablar como hilo conductor, estaríamos refiriéndonos a la carretera que une Soria con Segovia, donde a izquierda y derecha se encuentran casi todas esas iglesias porticadas.

No cabe la posibilidad de considerarlas como la frustración de pequeños claustros, porque la naturaleza de su pequeñez y humilde condición no lo permite, aunque mucha de su escultura sea heredera de los estilemas claustrales de los dos maestros del claustro de Santo Domingo de Silos. Sí se puede constatar en ellas la ubicación de zonas cementeriales. Pero sobre todo como lugar de reunión de los primeros y primitivos concejos formados por hombres libres, vasallos pero no siervos.

Las primeras edificaciones comenzaron en el norte de la cuenca alta del Duero a principios del siglo XI. La iglesia de San Miguel en San Esteban de Gormaz está fechada en 1081, por inscripción en un canecillo de la galería. La iglesia de San Salvador en Sepúlveda, que fue cabecera de influencia de una gran zona al sur y al norte de la villa, fue construida en 1093, según inscripción en un sillar de la cabecera. Al mismo tiempo que avance la reconquista y la repoblación se seguirán instalando pórticos en las iglesias románicas de la zona, ahora ya cercanas a Segovia con cronologías de los siglos XII y XIII, de las que la capital es un claro ejemplo.

No son iglesias grandes porque tampoco las requería la comunidad rural a la que atendían, excepto algunas de la villa de Segovia que por necesidad de recibir en su interior a más población tenían planta basilical. El resto son de una sola nave con ábside semicircular más o menos decorado. Ocurre que el pórtico añadido hace que la impresión de volumen sea mayor, sobre todo porque en algunas rebasa la obra por los pies, y otras mantienen también un pórtico en el lado norte, lo que las hace aparentar más grandes.

Podemos recordar una vez más el carácter funcional y utilitario de estos pórticos que sirvió de antesala de la iglesia, pero también de foro de discusión de las primeras comunidades organizadas de castellanos con iniciativas personales y comienzos de libertad. Bajo sus arcos se discutían los fueros más favorables para los repobladores de la tierra en las que se asentaban, eligiendo la libre adopción de un señor para que defendiera a la comunidad sin que ello significara servidumbre, sólo vasallaje que podían abandonar en cualquier momento.

Fueron las iglesias porticadas el incipiente foro de discusión de la repoblación por Behetría, que se refería a la ocupación de las tierras de un señor de la forma más favorable, pudiendo cambiar si los fueros y ventajas ofrecidas no eran lo suficientemente atractivas para vincularse a él.

Se produjeron en esos locales abiertos las primeras leyes y pactos de conveniencia entre quienes estaban interesados en repoblar las tierras y las ventajas que ofrecían a los repobladores para su asentamiento y mejora. En el oeste se producía la ocupación de tierras por Realengo o Abadengo, lo que indicaba la posesión absoluta, territorial, económica, jurídica y administrativa por parte del rey, noble y abades. Una forma de dependencia mucho más servil y sujeta.

Todavía en el siglo XV seguían siendo utilizadas las dependencias porticadas para el uso que fueron habilitadas, como indica un documento de la iglesia de Fuentidueña que reproducimos: “Según testimonia el escribano real Juan F. Marquina, los órganos de gobierno representantes de don Pedro de Luna, consistentes en un corregidor, alcalde mayor, un alguacil y dos grupos de regidores, se reunieron con los caballeros, oficiales y hombres buenos de la villa y su tierra en la galería de la iglesia de San Miguel, a campana repicada como lo tenían por uso y costumbre el 19 de febrero de aquel año de 1452”.

EL CLAUSTRO I

El Arte Románico no fue el inventor de las estancias claustrales porque ya era arquitectura conocida en los nártex de las basílicas paleocristianas, pero sí el que logró la plenitud de esas estructuras, tanto arqueológicas como simbólicas.

El claustro constituía la representación del Paraíso. Así lo había comprendido San Bernardo cuando lo denominaba en su Sermón De Diversis como " Vere Claustrum Est Paradisus..." (Verdaderamente el claustro es un Paraíso ). También San Isidoro aludía a él como la representación paradisíaca por excelencia " ...el Paraíso es un lugar situado en tierras orientales. Paraíso traducido del griego al latín significa jardín, en lengua hebrea se denomina Edén, que quiere decir delicias, de ahí el jardín de las delicias...".

El claustro es por consiguiente el símbolo de un paraíso reconstruido en el centro de la clausura monacal, donde todo debe ser un mundo ordenado y armónico que haga referencia a la labor a la que está destinado: la búsqueda de la perfección de los seres que en él habitan y desarrollan su vida diaria de servicio, de reflexión.

Está constituido físicamente por cuatro crujías, pandas o alas que forman una estructura cuadrada pegada al muro sur de la iglesia. Aunque haya salvedades a esta disposición sólo serán excepciones a la regla. Esas pandas están abiertas al exterior por arcadas que alojan capiteles con escultura de gran valor, por lo que ambas formaciones, la escultórica y la arquitectónica, logran uno de los conjuntos más bellos de la planimetría general de los monasterios.

Como estructura de planta cuadrada ya aparecía en los Beatos. En el de Burgo de Osma (1086) y en el de Fernando y Sancha (1047) recuerdan a la Jerusalén Celeste del Apocalipsis de San Juan, donde se dice "...El ángel me mostró la ciudad, Jerusalén... la ciudad es cuadrada... ".

El claustro es realizado como cuadrado, pero interpretado a semejanza de la ciudad de Dios con los cuatro ríos evangélicos: el Tigris, el Éufrates, el Pisón y el Guijón, con sus cuatro fuentes que son la representación simbólica de los evangelios, de las cuatro virtudes cardinales, de los cuatro elementos de la creación, de los cuatro puntos cardinales.

En el monasterio el claustro es el corazón de la casa, desde donde se accede a las distintas dependencias del edificio. Pero también es el lugar de las reuniones, el lugar común de la vida cenobítica y solitaria, el sitio que ofrece mejores condiciones para la reflexión serena y tranquila. En él se desarrollaba la meditación de los textos divinos, la verdad revelada que había de llevar a los monjes por el sendero adecuado hasta la ciudad santa, en una caravana donde unos ya habrían llegado a la meta mientras que otros todavía debían esperar en la fila.

En el recogimiento del claustro el monje sostenía, alimentaba y fortalecía el alma para adentrarse en los profundos mundos de la meditación, de la ascesis o búsqueda de la perfección que tenía que realizar individualmente, pero en compañía de la comunidad en la que se había insertado para llegar todos al mismo punto y volver a construir allí el monasterio celeste que todos deseaban después de haber atravesado las dificultades de la vida terrenal.


Claustro del monasterio benedictino de Santo Domingo de Silos, Burgos

Consecuentemente era un lugar cerrado, de clausura, como advertía el Canon III del Concilio de Zaragoza (691) "... ningún seglar puede penetrar, ni por su propia cuenta, ni tan siquiera con permiso de los monjes o del abad...". Es precepto que hoy no se cumple porque los tiempos han cambiado, y podemos acceder a esos recintos como visitantes, ya por curiosidad turística o en visitas personales y estancias privadas.

Era por consiguiente un microcosmos sacralizado y armónico, la Casa de la sabiduría cristiana, donde convivía una comunidad de hombres o mujeres con el objetivo de practicar la virtud, que era el fin supremo para conseguir el acceso a la Jerusalén Celeste a la que tanto nos hemos referido en este artículo. Allí se encaminaba el monje, en la regularidad del trabajo y del espíritu, a una lenta progresión hacia lo eterno después de haber renunciado a lo terreno. Todo estaba gobernado por el orden, el silencio y la paz.

No diría yo que los que visitamos y vivimos a menudo en los claustros logremos encontrar la Jerusalén Celeste, pero sí un poco más de sosiego y de paz que el que nos procura la vida moderna, porque he de confesar que creo que el tiempo en los claustros parece anularse, detenerse, adquirir una dimensión nueva ante la presencia de un pasado que parece afrentar las prisas y las intenciones del mundo actual.

EL CLAUSTRO II

El Arte Románico era un arte de piedra, y el claustro un jardín de piedra, porque allí se desarrollaba en plenitud una escultura docente dentro de una arquitectura singular.

Se mostraba como una isla de la naturaleza llena de escultura monumental con diferentes temas: laicos, eclesiásticos, fantásticos, alegóricos, vegetales, geométricos, evangélicos. Muchos de ellos contrapuestos, pero reales, porque en ese mundo medieval se operaba desde las imágenes como elementos parlantes que se representaban en los capiteles como pedagogía, pero también como estimulación de los sentidos y de la imaginación.

Convivían escenas de la vida de Cristo con mundos analógicos, diferentes, no diría yo excesivamente enfrentados, pues todo debería tener correspondencia con lo divino, incluyendo los monstruos que allí aparecían con frecuencia, como relatorios de la otra parte del mundo, del mal, de lo perverso, que muchas veces adquiría formas fantásticas.

Fue esa mezcla lo que llevó a la revisión de las teorías artísticas y decorativas que abordó el reformador San Bernardo que preconizaba más austeridad, no sólo en los claustros, sino también en la vida conventual, después de haber pasado por la experiencia de la riqueza benedictina, y haberse acogido a la Orden Cisterciense, de la que no fue su fundador, pero sí su gran impulsor.

Con él se acabarán las delicias de los claustros románicos decorados con amplia profusión de capiteles historiados que tanto satisfacen a los turistas que los visitan. Se produjo una rígida transformación hacia decoraciones de más sencillo diseño, totalmente vegetales, que, sin romper la armonía y la función de los claustros, pierden para los amantes de le escultura románica el sentido y la gracia de la faceta más medieval y artística de esas estancias.

Merece la pena conocer el texto íntegro que provocó la decadencia de la escultura historiada en los claustros y la implantación de los modelos vegetales. Decía San Bernardo, en controversia con la antigua casa madre de Cluny en el año 1124: “... ¿Qué hacen en nuestros claustros en donde los religiosos se consagran a las lecturas sagradas, esos monstruos grotescos, esas extraordinarias bellezas deformes y esas bellas deformidades? ¿Qué significan aquí los monos inmundos, los leones feroces, los extraños centauros que no tienen de hombre más que la mitad? ¿Por qué tigres rayados? ¿Por qué guerreros en combate? ¿Por qué cazadores tocando las trompas? Aquí tan pronto se ven varios cuerpos bajo una sola cabeza, como varias cabezas sobre un solo cuerpo. Aquí un cuadrúpedo porta una cola de reptil, allá un pez presenta un cuerpo de cocodrilo. Aquí un animal monta a caballo. En fin, la diversidad de esas formas aparece tan múltiple y tan maravillosa que se descifran los mármoles en vez de leer los manuscritos, que el día se pasa en contemplar estas curiosidades, en vez de meditar la ley de Dios. Señor, si no producen rubor estas absurdidades, que se deplore cuanto menos su costo...”.

Habían de completar el descalabro de la escultura monumental de los claustros otras opiniones de monjes piadosos que coincidían fielmente con las tesis de san Bernardo, cono Hugo de Fouillou que en el siglo XII decía: “...que se lea el Génesis en un libro, no en una pared ...”.

Compañero de viaje de los dos anteriores fue Aelred de Rievalux, que argumentaba: “...¿Por qué esas grullas y esas liebres, esos gamos y esos ciervos, esas urracas y esos ciervos en los claustros de los monjes? ...

Todo eso no está conforme con la pobreza monástica, y no sirve más que para halagar los ojos de los curiosos...”.


Sirenas.Claustro de Silos

Se expresaba así la nueva tendencia, la pobreza voluntaria, el freno al derroche y el desafecto por el gasto inútil, en contraposición a las teorías de la vieja abadía de Cluny en que nada era demasiado bello ni demasiado suntuoso para la casa de Dios. Sería la vuelta a la simplicidad evangélica, a la práctica de la pobreza.

Sucederá ahora el fin de los claustros decorados con imágenes, incluso bíblicas, la iconoclasia voluntaria y rigorista, la sobriedad y el desalojo de lo monstruoso y mundano por escandaloso y fuera de lugar. Como dirían los monjes actuales “lo no propio”, convirtiendo esas estancias en lugares de mayor recogimiento, en vez de lugares de ensoñación, no de acoplamientos grotescos, aún a pesar de reconocer, como lo hacía San Bernardo su deforme belleza, pero anteponiendo el ideal monástico de austeridad y pobreza al lujo de los capiteles y a la dispersión que esas historias podían provocar en los monjes.

Nada que no pueda tener reflejo en la realidad actual, de monjes y de no monjes.

LA PUERTA

El Arte Románico, más que ningún otro, concede gran importancia a la puerta como realidad física de entrada, pero también como concepto simbólico de penetración en un mundo diferente, en otra dimensión espacial, en una atmósfera interior que se opone a lo conocido.

La puerta es un vacío en el muro por el que se pueda penetrar en el edificio. Su instrumentalización en el Arte Románico es muy variada. Como uso común utiliza el arco de medio punto para cubrir la parte superior.

Ese mismo arco puede estar repetido en proyección hacia el exterior con una gran variación de molduras, y decorar así las arquivoltas, que de ese modo se llaman esas dobladuras del arco semicircular. Esas arquivoltas pueden ser la joya de la estructura si en sus dovelas reciben figuras, constituyendo un enorme atractivo de la escultura monumental.

La parte interna del arco puede estar ocupada por un tímpano, o puede estar vacía.

Si se coloca un tímpano también puede estar adornado con escultura de variada labor, pero siempre de importante significación, porque esa era la función del elemento: resaltar lo que se desease figurar, pues está colocado bajo el arco de una forma especialmente señalada.

Los capiteles de las columnas laterales se corresponden con la cantidad de arquivoltas que hubiera. En ellos se aloja la escultura simbólica y didáctica conveniente. Es una de las características principales de la puerta, y son piezas que constan de un alto grado de decoración. Los fustes de las columnas eran monolíticos, y las basas áticas mostraban molduras de toro, filete y escocia.

La puerta se coronaba por una serie de elementos que sobresalían bajo el alero del tejado, los canecillos, que aparte de formar parte de la estructura mecánica de la iglesia por repartir las presiones del tejado, completarían el programa escultórico del edificio, mostrando las diversas cualidades de los artesanos. Entre los canecillos puede existir decoración en los elementos verticales y horizontales, que serían los ornamentos de las metopas y los sofitos, que completarían el diseño plástico de la puerta, así como las esculturas que se adosasen al muro de la misma. Pero ese capítulo lo reservamos para el apartado de las portadas.

La puerta no es sólo estructura arquitectónica. Es uno de los principales símbolos del conjunto eclesial. Es el eje que separa el macrocosmos terrestre del microcosmos celeste, el acceso desde lo mundano a lo divino, de lo inconcreto a lo concreto, de lo profano a lo sagrado. Es el paso al lugar donde reside la divinidad, la revelación, el cuerpo de Cristo sacrificado diariamente.

Como símbolo representa una noción moral que se plasma en una correspondencia entre el concepto y la forma que significa la importancia del tránsito a una atmósfera diferente, a unos espacios sagrados que no tienen relación en el mundo exterior que el visitante acaba de abandonar. Por eso se anuncia con escultura catequética de enorme valor en el mundo medieval. En ella, por medio de las figuras del tímpano, de los capiteles, de las arquivoltas e incluso de los canecillos se indicaba la inmediatez de la entrada en una entidad espacial sagrada.

Era esa escultura el primer eslabón del mundo simbólico que reunía, junto con el dintel y el umbral, concepto y forma, aunque no constituía el único lazo con ese mundo simbólico.


Iglesia de Santiago. Carrión de los Condes

Las inscripciones formaban parte fundamental del desarrollo de las teorías pedagógicas, a pesar de no poder ser entendidas por la totalidad de los fieles. En los espacios adecuados se inscribían las frases que las necesidades aconsejasen y las voluntades decidiesen. Si ello no fuera suficiente, todavía existían símbolos apropiados, como el Crismón que representaba el nombre griego de Cristo, o figuras en las arquivoltas que nos informasen del Cordero degollado, de la Dextera Domini, de los ancianos del Apocalipsis, etc.

Interesa aquí exhibir algunas de esas inscripciones que manifiestan a la puerta como un mundo nuevo, simbólico, más allá de su relación con la simple presencia de la piedra. 

En la iglesia de Santa Cruz de la Serós, en Aragón, luce el tímpano la siguiente inscripción: “...Yo soy la puerta de fácil acceso: fieles pasad a través de mí. Yo soy la fuente de la vida: tened más sed de mí que de vino, quienquiera que penetre en este bienaventurado templo de la Virgen...”.

En la catedral de Jaca, bajo el crismón de entrada existe la siguiente inscripción: “... si quieres vivir tú, que estás sujeto a la ley de la muerte, ven aquí suplicante, desechando los placeres venenosos. Limpia tu corazón de pecados para no morir de una segunda muerte...”.

En el monasterio de San Juan de la Peña, sólo a 11 kilómetros de la Serós, en una puerta mozárabe trasladada al claustro dice: “...Esta puerta abre la del cielo a todo fiel que se esfuerce en unir la fe con el cumplimiento de los mandamientos de Dios...”.

En Santa María de Iguácel en Aragón, reza la inscripción: “... Esta es la puerta del Señor, por donde los fieles entran a la casa de Dios...”.

Queden, pues, estas pequeñas muestras como la voluntad de los constructores de las puertas románicas de establecer sobre ellas más concepto que el puramente constructivo atribuyendo, no sólo por medio de la escultura sino también de la inscultura el carácter simbólico de su efecto, porque ya nada entonces era igual al mundo que se había dejado atrás.

Como sucede en la actualidad, donde la puerta significa la comunicación con otra estancia diferente que nada tiene que ver con la que acabamos de abandonar, porque cuando se atraviesa la puerta de una cárcel se penetra en otro sistema de vida, al igual que si traspasamos la puerta de un palacio, o de un quirófano, o del puesto de trabajo. Son mundos que poco tienen que ver en muchos casos con lo simbólico, pero que indican la capacidad de la puerta para trasladarnos a otras situaciones. En el caso de la puerta románica, a lo sagrado.

EL TÍMPANO

El Arte Románico caracterizó de forma especial las puertas de entrada al templo. En unos casos ofrecía ricas portadas con grandes alardes de escultura. En otras las señalaba con hermosas arquerías y hermosos capiteles. Pero donde destacó ciertamente fue en la concepción de los tímpanos decorados sobre ellas que las identificaron como uno de los mejores hallazgos del arte medieval.

El descubrimiento y desarrollo del tímpano constituyó uno de los elementos de mejor fortuna en la simbiosis entre la arquitectura y la escultura; porque de ese modo se fundían en una sola concepción plástica los dos parámetros fundamentales de la monumentalidad románica: la constitución del espacio arquitectónico y la plasmación de temas escultóricos sobre la superficie de muros y puertas.

Pero, como en todo el proceso de recreación de la escultura, tarda en aparecer esa nueva formación arquitectónico-escultórica, porque en el arte románico primero surgió la arquitectura, y después muy lentamente fue acompañada por la escultura en la concepción final de lo que llegaría a ser la estética y la plástica románica. Así aconteció hacia el año 800 en las iglesias francesas de Saint Germingy-des-Près y Saint Laurent de Greville.

Pero pronto, a principios del siglo XI, comenzaría el embellecimiento exterior de los edificios con la escultura propia del momento, que al principio se manifestaría en la concepción de frisos en sillares rectangulares. En la España románica del primer cuarto del siglo XI los hay en Saint Genis les Fonts y San Andrés de Sureda.

Para el surgimiento de la idea escenográfica del tímpano se ha barajado la posibilidad de ser la representación cristianizada del frontón de los edificios de la época clásica, corregido en el arte románico por no perfilar totalmente el volumen superior del templo, sino modelar solamente la parte superior de la puerta.

Su concepción no estuvo exenta de problemas, como eran los que se referían a la finalización de los ángulos, en los que la curvatura obligaba a situar figuras de menor tamaño que en las posiciones centrales.

Con respecto a las arquivoltas o arcuaciones, es más fácil encontrar el origen, pues ya estaban en el ámbito de lo paleocristiano con pinturas añadidas en su interior, o en las formaciones de pinturas murales, y también en las representaciones de mosaicos, o en el exterior de los sarcófagos.

Era costumbre romana resaltar las figuras importantes situándolas bajo un arco. Es así como surgió la costumbre de hacerlo en las catacumbas, donde un “arco solio” identificaba el enterramiento de un personaje reconocido.

Los pasos para el establecimiento mecánico del tímpano sobre las puertas fueron los siguientes. Primero concebir la idea de un dintel tallado como deseo de ornamentación de la puerta. Después el redondeo de los lados de la piedra para adaptarlo al espacio del arco de descarga, como solución para adecuar la pieza a las formas dinámicas del arco. Por fin el relleno con escultura del espacio prefigurado según los pasos anteriores, ahora con escultura de tipo simbólico que habría de hacer relación a la configuración general del templo en lo que se completarían los contenidos de la escultura interior y exterior, como modo de explicación de la catequesis evangélica en un lugar de tránsito, de inicio de la procesión mediática que significaba la penetración en el templo.

Eso es lo que caracterizó a los tímpanos románicos, independientemente de su función mecánica dentro del edifico, y del paramento en particular. Es en ese lugar donde va a tener lugar la aparición de los diferentes mensajes que los clérigos pretendían fuesen absorbidos por el pueblo que a su entrada los contemplaba. Serán programas que abarquen todo tipo de catequesis evangélica, desde los más sencillos a los más complicados, pero siempre con la finalidad de diligencia funcional que se pretendía.


Sangüesa. Santa María la Real

En el tímpano de Sanguësa Cristo ha vuelto a la tierra para juzgar a vivos y muertos, es la Parusía, la segunda venida del Redentor. Allí se encuentra, en el medio, centrando toda la escena, separando a los salvados de los condenados, con los cuatro trompeteros que anuncian la gloria y el castigo del Señor. Allí está también San Miguel con la balanza en la mano intentando suplir la ocupación de Cristo. María es mostrada como la reina de los Apóstoles en clara alusión al cuidado del colegio apostólico después de la ascensión de Jesús a los cielos.

Las arquivoltas señalan la presencia de santos, héroes, animales, escenas de juglaría y toda suerte de actitudes que en la Edad Media se podían encontrar como un mundo combinado de lo real y lo irreal, como una escena de lo cotidiano y lo supremo, sin que hubiera demasiada frontera semejante a la vida real.

Para eso sirvieron los tímpanos. Primero para cubrir las necesidades de la arquitectura, y después para transmitir el mensaje homilético de las sagradas escrituras. Sanguësa representa a la perfección lo sencillo y lo abigarrado de todo lo explicado.

LAS PORTADAS

El Arte Románico ofrecerá las más bellas portadas de la historia del arte cristiano.

Es necesario aclarar la distinción entre puerta y portada, pues la primera se refiere al vano de entrada a la iglesia, mientras que la segunda engloba a la puerta en su estructura más amplia al extender su área de influencia por los muros laterales de la misma.

No todas las iglesias románicas lucieron esas flamantes portadas donde se alojaba una escultura de gran volumen y calidad. El Primer Arte Románico carecía de ellas muy efímeras sus representaciones en esa primera etapa; aparte de que las puertas de ese momento ofrecían sólo la lisa funcionalidad de la entrada.

Tampoco todas las iglesias del Segundo Arte Románico tuvieron portadas decoradas, porque la inmensa mayoría de ellas eran de una sola nave en el mundo rural, y carecían de proyectos de envergadura debido a la escasez de recursos y a las reducidas posibilidades de las superficies de sus muros.

Ni igualmente las iglesias no rurales se adornaban con esas flores, porque el fenómeno de las grandes fachadas decoradas con abundante escultura se introduce en territorio español una vez que el Segundo Arte Románico estuvo asentado y ya entonces la construcción de los edificios estaba o muy avanzada o finalizada.

Esa es precisamente la razón de que uno de los más emblemáticos edificios del románico español, la iglesia palentina de San Martín de Frómista, carezca de esa profusión escultórica en sus puertas, o de que la catedral de Jaca sólo adorne su fachada principal con un hermosísimo crismón y valiosas inscripciones.

Otras serán las que se lleven la gloria de las grandes decoraciones. Aquellas que se levantaban en el momento en que se instalaba en nuestra tierra la moda de recubrir totalmente los muros anejos a la puerta. Hay que anotar que era una moda muy cara, por lo que aun pudiendo exhibir algunas hermosas portadas, no muchas podían afrontar tan grandes gastos.

Se produce la inmersión en este mundo de plenitud escultórica a partir de la segunda mitad del siglo XII en construcciones románicas de muy alta consideración estética, o muchas veces como remedo a iglesias que querían mejorar la hermosura de sus antiguas puertas.

El Camino de Santiago es un hermoso ejemplo de la aparición y profusión de las portadas románicas como muestran las iglesias de Santa María la Real de Sangüesa, San Esteban de Sos del Rey Católico, San Miguel de Estella, San Salvador de Leyre, Santiago de Carrión de los Condes, y la propia catedral de Santiago de Compostela que recibieron la visita de los artesanos instalando sus modelos en las fachadas principales de esos edificios.

En ellas hacían convivir los programas teológicos con los profanos en una demostración de que el mundo no estaba tan dividido como trató de aparentar la crítica histórica. Allí podemos ver desde los clásicos tímpanos con la Maiestas Domini acompañada por el Tetramorfos, la condenación de réprobos, salvados, diferentes tipos de apostolados y escenas bíblicas, hasta una amplia nómina de los oficios de la época, escenas de caza, leyendas transberizas, y presencia de animales monstruosos extraídos de las leyendas del mundo antiguo que se mezclaban con la fauna real del momento.

Llama hoy la atención que entre todas las fachadas que hemos referido con su nombre sólo una, la de Carrión de los Condes, parezca mantener la ubicación de sus figuras en un orden comprensible, si bien es cierto que se trata sólo de un friso y no de una portada con escultura invasiva. Las otras exhiben un desorden incomprensible en sus imágenes. En algunas hay que suponer reposición y reubicación de lo actual como informa el Códice Calixtino en el relato de lo visto antes de la remodelación posterior como causa del incendio sufrido por la catedral pocos años antes. En otras sorprende el carácter acumulativo de escultura como si se tratase del amontonamiento de figuras en un museo provincial.

Dar cohesión y explicación a todo lo allí expuesto es bastante complicado y frustrante en muchos casos. Pero no lo es la contemplación de ese abigarrado mundo que nos han dejado los escultores de esas portadas como uno de los elementos más atractivos de las iglesias, de tal modo que cuando hacemos cientos de kilómetros para encontrarlas nos compensa la distancia recorrida con la bella exposición de sus maravillas.


Uno de los ejemplos más significativos es el de la iglesia de Santa María la Real De Sangüesa donde la efusión de esculturas hace que casi reborde el mismo marco de la portada y se instalen en los muros adyacentes de la iglesia. Es allí donde se nota mejor el efecto de “portada”, porque la enormidad de sus dimensiones se ve completamente repleta de figuras que determinan variados conceptos de explicación.

Hermoso es el apostolado del friso superior, que aloja sus figuras en dos pisos de arquerías presidido en el centro por una Maiestas Domini con el Tetramorfo. Bello es el tímpano que preside Cristo redentor separando a los condenados de los salvados. Bajo su figura hay un nuevo apostolado presidido por la Virgen con Niño, como prefiguración de la Reina de los apóstoles después de la Ascensión de Cristo al cielo. Las enjutas de los arcos ofrecen un repertorio de escenas evangélicas, de caza, de monstruos, de condenación de la lujuria, y toda suerte de dibujos y animales propios de un bestiario medieval. Las arquivoltas están repletas de oficios, monjes, santos y animales. En las columnas de entrada las tres Marías se enfrentan a Judas que auto ajusticiado tiene el letrero de Mercator en su pecho.

No debemos, ni podemos ir más allá en el análisis de las otras portadas o de sus significados dentro del Arte Románico nacional e internacional porque no nos lo permite el espacio asignado. Pero si procede dictaminar la presencia y la belleza de este tipo de decoración de las puertas en nuestra tierra, que por la amplitud de sus desarrollos conviene llamar PORTADAS


Portada de Santa María la Real, Sangüesa, Navarra.



 
LOS PUENTES

El Arte Románico no sólo produjo obra eclesiástica, aunque sea la que más destaca por su continua y amplia monumentalidad, sino también obra civil de palacios, villas, murallas, castillos, puentes y calzadas, que se formalizaron en particulares construcciones constituyendo parte de la vida cotidiana del hombre medieval.

Entre las más interesantes e importantes, por su función, estaban los puentes, que si bien no son obra de exclusividad de la época, sí tuvieron un gran desarrollo por permitir la movilidad de las gentes en el mundo de las peregrinaciones y de las Cruzadas, debido al enorme trasiego de personal humano y mercancías que precisaban infraestructuras para el desarrollo de la comunicación y el comercio.

No es posible negar que la época del Arte Románico fue la de un público viajero que, por distintas razones se comunicaba con las zonas cercanas a su villa o comarca, pero también con lejanías conocidas e interesadas de viaje que sucedían en el momento de la formación de las nacionalidades en Europa, del despertar a una nueva vida después del año 1000, donde la demografía había explotado en forma de mayor poblamiento del hábitat conocido. Es el momento de la curiosidad, de la necesidad expansiva y de la oportunidad.

Todos ellos debían cruzar los puentes que la geografía les ofrecía para llegar a su destino.

El puente es la infraestructura que evita el vado, común y peligroso, que se supera por un viaducto. Hasta entonces existía el recurso de cruzar el río por sus aguas, vadear el río, que era barato, pero peligroso e incómodo para personas y bienes. Precisamente porque solucionaba esos graves problemas y beneficiaba a gran número de gentes fue considerada su construcción como una “obra pía”, para no poner en peligro a las personas que debieran atreverse a cruzarlo por los vados.

Unas veces recibía financiación por medio de mandas testamentarias o colectas públicas. Otras se pagaban arcos concretos por personas individuales. Después del siglo XIII se llegaron a promulgar indulgencias para quienes contribuían a sufragar los gastos.

Pero el puente no sólo era importante como obra monumental, física y fijada en un lugar preciso que las gentes conocían de antemano, sino que tenía la posibilidad de actuar de gancho para la creación de nuevos lugares, como campo de fuerzas de otras construcciones, desde molinos de agua a pequeños y grandes núcleos de población. Serán puntos singulares, poros de penetración en otras tierras, las que estaban enfrente; lo que los hacían lugares ideales de control de personas y enseres, convirtiéndose en fuente de riqueza por los pontazgos exigidos, o por la importancia de ser límites administrativos, reales o territoriales. Eran un sistema de relaciones entre elementos diversos, condicionantes de un enorme campo gravitatorio en torno a ellos, lugar de atención especial. Por eso tenía tanta importancia su construcción, y por eso era favorecida por los reyes, debido al interés estratégico y económico que representaban.


Puente medieval de Puente la Reina, Navarra

 Su construcción estaba basada en la ingeniería romana del asentamiento de pilares en el lecho del río para levantar sobre ellos distintos ojos o vanos, generalmente mayor el central por la necesaria funcionalidad de acoger mayor caudal y dejar libertad a las fuerzas de las aguas, que en esa parte corren con mayor violencia. Los pilares estaban resaltados en su comienzo por los tajamares que encauzarían la corriente de agua en su primer contacto con la obra viva del puente facilitando su discurrir por los laterales de los mismos y penetrar después por los ojos para seguir el curso natural del río. La parte superior, la habilitada para transeúntes y carretas, estaría dispuesta en la denominación de cuerda de lomo de asno, que como asimilación a la forma del animal referido, supone una ligera inclinación en la parte central, como consecuencia de encontrarse los extremos de la obra en un nivel más bajo.

Quizás una de las mejores formas de poder entender la importancia y seguir la evolución de estos puentes medievales nos la ofrece la red viaria que más los vio construir a su vera. Me refiero al Camino de Santiago, donde todavía hoy es posible encontrar innumerables estructuras que, en algunos casos, están en perfecto uso para transeúntes, y que en otros todavía son capaces de absorber circulación rodada.

Grande y poderoso es el Puente sobre el río Órbigo. Con 20 luces de arcos diferentes todavía admite el paso de vehículos por su rodadura. El puente de Puente la Reina tiene una longitud de 109 metros. Construido por doña Mayor, esposa de Sancho el Mayor, aún asombra por su prestancia, con 5 esbeltas bóvedas con arquillos de aligeramiento y luces máximas de 20 metros. El Puente de Canfranc es de alta montaña. Por un curso menor de agua pero violento, sólo muestra una bóveda de gran anchura para el flujo torrencial de las aguas del deshielo. El Puente de la Magdalena, en Pamplona, es de recia y severa construcción, sin demasiados arcos, pero fuertemente armados El Puente de Molinaseca, en el Bierzo, señala linealmente el camino de los peregrinos a Compostela, como luce en su letrero “puente de los peregrinos”. El largo Puente de Ponte Fitero sirve hoy de división territorial de las provincias de Burgos y Palencia. El Puente de la Trinidad de Arre está enclavado en un conjunto edificatorio de gran alcance, donde se incluyen la iglesia, el monasterio, el hospital de peregrinos, molinos y batanes, en la consideración de importante centro industrial dependiente de Roncesvalles. El puente es el elemento que incardina todo el conjunto.

Son sólo unos pequeños ejemplos de la gran cantidad y variedad de puentes medievales todavía en pie y en servicio.

EL PÓRTICO DE LA GLORIA

El Arte Románico logró en el Pórtico de la Gloria una de sus más cualificadas obras. Es actualmente obligado referente en la historia del arte mundial, a la altura de la catedral de Nôtre Dame de París o de la Piedad de Miguel Ángel.

Fue realizado como entrada principal a la catedral románica de Santiago de Compostela completando de ese modo la obra comenzada por la cabecera en el año 1075 por el obispo Peláez y el rey Alfonso VI.

Su autor fue el maestro Mateo, como figura en la inscripción de los dinteles. El rey Fernando II de León promueve la finalización de las obras de la catedral, según consta en contrato expedido a favor de Mateo el 23 de febrero del año 1168. La fecha de 1188 que luce el tímpano podría considerarse como la de finalización total o parcial de la obra, por lo que el remate general estaría entre 1168 y 1188, incluyendo la arquitectura general del Pórtico de la Gloria.

Pórtico significa protección cubierta de la puerta. En el caso de Santiago de la entrada triple a la catedral, que permaneció siempre abierta hasta el siglo XVI, y más tarde absorbida por la gran edificación barroca del maestro Casas y Novoa.

El pórtico o porche es una tercera forma constructiva y ornamental de disponer la entrada a una iglesia, con una infraestructura diferente a las dos hasta ahora analizadas: la puerta simple, más o menos decorada, y la puerta enriquecida con escultura. Significa un espacio libre delante de la puerta con volumen autónomo y adelantada a los muros con cubrición de la propia puerta.

El Pórtico de la Gloria es el mejor ejemplo de los realizados en tierras ibéricas, después de los existentes en la catedral de Jaca, o en la iglesia de San Vicente de Ávila. Esa misma protección facilitaba que el espacio destacado pudiera albergar algo más que una puerta lisa.

La importancia de la catedral de Santiago en el mundo de la peregrinación hacía que los peregrinos se pudiesen agolpar en el porche de la iglesia antes de entrar en su interior. Concibió el maestro Mateo esa oportunidad de aglomeración y asombro que debería causarles el llegar a la meta de sus anhelos. Era el pórtico el lugar propicio para dejar sentir toda la emoción de su fatigosa caminata y detenerse para elevar alguna oración de agradecimiento a la vez que se les brindaba la oportunidad de reflexionar sobre los textos evangélicos que allí visualizaban

Aglomeración y oración se conjugaban perfectamente en este pórtico, que por ambas realidades, fue denominado tardíamente como Pórtico de la Gloria.

Sus tres arcos exponen la apoteosis de un mundo simbólico y revelado con el Apocalipsis como centro de atención principal.

Presidía Cristo en el arco central rodeado de los cuatro evangelistas con el pueblo redimido a los lados, y con los ángeles portores de los instrumentos de la Pasión en la base del tímpano, con los 24 ancianos en el arco llevando instrumentos musicales y copas.

Era el mundo de la revelación que se presentaba ante los fieles, mejor ante los peregrinos, que discurrían bajo sus tres arcos hacia la tumba del apóstol Santiago que presidía su recorrido alzado en la columna central, sobre la representación de la genealogía humana y divina de Cristo. Los arcos laterales informaban de la separación de los salvados y los condenados, así como del rescate de la promesa mesiánica en el Limbo de los Justos.

Todo este mundo de profunda simbología evangélica estaba realizado en la más excelsa escultura que produjo el Arte Románico. Modernamente se le ha denominado como Estilo 1200, porque bajo ese epígrafe se ha querido ver toda la escultura que en esa época de cambio de siglo había transformado el rigor del hieratismo románico en las primeras sonrisas del Arte Gótico, que comenzaba a florecer bajo parámetros de naturalidad y frescura enfrentado a la rudeza anterior.


Lo que en otras partes se podía comprender en unas pocas figuras o en capiteles aislados, en el Pórtico de la Gloria se ve representado en más de 250 figuras, que a pesar de no poseer todas las mismas autorías, no dejan de asombrar cómo han logrado equilibrar tan bellamente todo el conjunto. Parafraseando a un erudito profesor compostelano se podría afirmar que “Europa comenzó a reír en Compostela”, pues la imagen sonriente de Daniel en el grupo de los profetas es de un candor y de una perfección de estilo que no es posible imaginarla en las tristezas del arte escultórico anterior.

Las grandes obras de arte lo son por la propia naturaleza de su perfección, pero mejoran por el emplazamiento que las acoge. Nadie duda del valor del Moisés de Miguel Ángel, de su David, o de su Piedad. Pero poco dirían a algunos si se contemplasen en una pequeña habitación llena de oscuridad y moho.

Eso le sucede al Pórtico de la Gloria. La excelencia de su escultura estuvo salvaguardada secularmente por el pórtico que la acogió desde su creación, y aun siendo hoy su contemplación un tanto claustrofóbica puede realizarse dentro de unos de los mejores conjuntos catedralicios del mundo cristiano, la catedral de Santiago.

El fervor, la arquitectura y la escultura han logrado que el Pórtico de la Gloria siga siendo la admiración de todos los que nos situamos bajo sus arcos.

LA ESCULTURA I

El Arte Románico consiguió una de sus más altas cotas plásticas en la calidad de su escultura, que se incorporó de forma eficiente y con soberbia maleabilidad a la arquitectura como gran apartado identificador. .

Esa producción escultórica se desarrolla entre los toscos relieves del Primer Arte Románico en los tímpanos de Fonts y Sureda, y las importantes fachadas del segundo Arte Románico de Carrión, Ripoll, Leyre, Sangüesa, Estella y Soria, o se encuentra de forma abundante en los claustros de Silos, San Juan de la Peña, San Pedro de la Rúa, Pamplona o Soria, sublimándose en el Pórtico de la Gloria con la llegada del maestro Mateo a finales del siglo XII, ya muy presente el Tercer Arte Románico, tanto en arquitectura como en escultura.

Todas las etapas escultóricas mostraron la enorme personalidad que revelaban las conexiones con los eventos que estaban sucediendo en el universo escultórico del mundo románico. Ocurría lo mismo con la arquitectura, al acomodarse a los nuevos centros de producción, aunque las influencias recibidas no solapaban totalmente la capacidad de una importante producción autóctona.

Llama poderosamente la atención tanta proliferación en tan poco tiempo, sobre todo después de la sequía de los siglos anteriores. Era como si en las palabras del monje Gabler “el manto blanco de iglesias” se hubiera olvidado de mencionar el ornato de todas esas construcciones, porque estalló a la misma hora y en los mismos edificios que se estaban levantando después del año 1000, aunque hubiera que esperar a la segunda mitad de ese siglo para percatarse de la eclosión escultórica.

Respondía su instalación a varios factores. La causa primordial era la evangelización de los fieles que disfrutaban de su visión. Era la enseñanza de las cosas de la fe por otros medios. El necesario adoctrinamiento que se instalaba en los lugares más apropiados del monumento: en las puertas, en los dinteles, en los capiteles que observaban quienes oían y veían la misa dominical. En cualquier lugar que fuera necesario para complementar la homilética de los clérigos, que de ese modo veían cumplidos sus deseos de integrar todo el edificio en función sacra.

Pero también respondía al gusto por la ornamentación, pues había escultura que mostraba elementos vegetales, animales y geométricos, como un complemento diferente de las figuras religiosas. De tal modo que no es nada raro encontrar en la iglesia de Frómista un capitel con la historia clásica del cuervo y el zorro, o asombrarnos de la gran cantidad de monstruos que existen en los capiteles del claustro de Silos, que, a priori, no deberían estar en un claustro de monjes.

La principal misión de la plástica escultórica románica es su dedicación a la pedagogía evangélica con temas de fácil reconocimiento y alusión clara a la virtud o pecado que se pretendía reconvenir o penalizar. Alcanzaba la dimensión de Biblia ilustrada para ignorantes, la alfabetización de adultos e iletrados.


Castigo de la lujuria y la maledicencia. Museo de la catedral de Santiago. Posible procedencia del Pórtico de la Gloria

La figura, el icono, representaba mejor la idea que la palabra, sobre todo porque no todo el mundo sabía leer. Actuaba como conocimiento y estímulo siempre en la dirección moral y religiosa deseada.

En general el mensaje era sencillo, sin desviarse mucho de su intención, porque se concebía como adaptación práctica, aunque en medio del mismo existieran claves de más difícil comprensión.

Lo representado debía ejercer su función en varios sentidos: debía servir a los principios catequéticos y morales de la Iglesia con relatos de las Sagradas Escrituras o como corrección de los vicios sociales y las desviaciones propias del ser humano: la lujuria, el robo, la maledicencia; con lo que se debía aumentar la plasticidad de los ejemplos y agudizar el ingenio de representación. También informaba de la etnografía popular, como era la muestra de los oficios, de luchas, peleas, historias de juglares, fábulas antiguas, etc.

Se agrupaba en la escultura la ambivalencia de los principios religiosos con los mundanos conviviendo en el mismo muro, en la misma portada o en capiteles cercanos, como demostración de que ambos universos existían y que su representación conjunta no formaba parte más que de la normalidad de la vida común, que junto a las grandes teofanías informaba de las cuestiones más usuales de las gentes, llegando en algunos casos a mostrar escenas de alto sentido erótico como un apartado más de la cultura popular del momento.

Eran los comics de la época que ilustraban las funciones y disfunciones del mundo que les había tocado vivir, una especie de televisión interactiva que mostraba las novedades del momento, aunque no fueran tan novedosas, pero lo era la forma de representación, que eso era la escultura.

LA ESCULTURA II

El Arte Románico dedicó especial atención a la escultura en la concepción de su plástica.

Lo hizo comprendiendo la importancia que tendría para enriquecer la arquitectura que trataba de ocupar. Los primeros ensayos del Primer Arte Románico resultaron significativos en la poca atención que se le había prestado. Prueba de ello son los escasos ejemplos de escultura en esa época, si exceptuamos los realizados en las fachadas de Saint Genis les Fonts, San Andreu de Sureda y Sta Mª de Arles, como ya señalamos, con interesantes dinteles, pero muy alejados de los modelos posteriores.

Habría que esperar a los finales del siglo XI para empezar a ver obras escultóricas de alcance en el románico español. Aparecen en las emblemáticas iglesias de la catedral de Jaca, en la de San Martín de Frómista y en la catedral de Santiago, así como serían de esperar en los edificios no presentes que se desarrollaron en esas cronologías, entre los que habría que contar con las desaparecidas iglesias de Cardeña, Silos, las catedrales de Burgos o Astorga, que debían configurar un conjunto notable de la escultura románica en el Segundo Arte Románico, de plenitud y madurez de formas a juzgar por lo conservado.

No sólo sería la etapa de introducción, aparición y asentamiento, sino de brillantez histórica o heroica que nos conduciría al resultado final del Estilo 1200.

Es ahora cuando se va a recomponer la estatuaria románica intentando reverdecer cánones de la antigüedad clásica con la recuperación del capitel corintio, lleno de hojas de acanto en sus formaciones vegetales, y las distintas figuraciones humanas encajadas en esas formas cónicas, o las de su presencia en fachadas y relieves. Se notará el clasicismo de los maestros que beben de las artes suntuarias, de las placas y los sarcófagos antiquizantes que la historia y los lugares ponían a su disposición.

Dentro de las nuevas realidades escultóricas habrá edificios y maestros que inundarán zonas determinadas y fábricas concretas con sus impulsos y modos de hacer. Sucede con el maestro de Jaca que posteriormente actúa en Frómista, o el maestro de San Juan de la Peña que tendrá influencia en las obras aragonesas cercanas a ese monasterio como en Ejea de los Caballeros, Santiago de Agüero, o en el claustro de la catedral de Huesca. El maestro Mateo sufrirá la copia de la puerta oeste, o del Paraíso, de la catedral de Orense, al tiempo que extiende su impronta sobre otras obras de Galicia como la iglesia de San Juan de Portomarín, resultado más importante de esa influencia.

Se cierra así el panorama del final del siglo XI y mitad del siglo XII, con la excepción cronológica de lo ya admitido para el maestro Mateo.

 


      Santiago de Platerías                    Daniel, Pórtico de la Gloria

Será después de la segunda mitad del siglo XII y el primer tercio del siglo XIII cuando se multiplicarán las canterías en nuestro país y florecerá grandemente la escultura monumental. Es el momento de la fiebre constructiva en España que el monje Gabler situaba al comienzo del año 1000 en Francia. Será también el momento clave de la liberación de la escultura de los tímpanos y de los capiteles invadiendo las fachadas de Ripoll, Estella, Sangüesa, Carrión, Leyre, Sos, Santiago o Ávila.

Es el momento de la eclosión. En algunos casos del amontonamiento sin sentido, de las reubicaciones de piezas, de la falta de criterio en las instalaciones de las figuras como son los casos de Leyre, Sangüesa, Estella y Platerías, aunque en León, Ávila y Carrión parezca comprenderse mejor los alineamientos de las imágenes.

La pedagogía rebasaba el ámbito para el que había sido concebida, el de los capiteles, las puertas, las arquivoltas, y a mucho forzar el de los tímpanos. Era como si existiera una imperiosa necesidad de ampliar la exposición de los conceptos teológicos y se procurara más espacio para ello, semejando arcos triunfales de la romanidad en los que se exhibían los trofeos del héroe y de todos sus atributos.

La catedral de Santiago fue el mejor ejemplo de lo descrito, pues el Códice Calixtino, escrito hacia 1140, informaba ampliamente de las figuras de las tres fachadas existentes. Hoy no nos es posible observar tal espectáculo porque la fachada norte, o de Azabachería, fue suprimida para construir la actual y muchas de sus esculturas trasladadas a la fachada sur o de Platerías, donde fueron acumuladas sin el sentido original, trastocando la ubicación de las existentes en Platerías al absorber otras de diferentes lugares de la catedral y distintas canterías. Con respecto a la fachada principal, las últimas investigaciones no la conciben como construida, sino como imaginada por el cronista del códice, pero ello no elude la realidad de un mundo abigarrado de figuras en los muros norte y sur de la catedral románica de Santiago.

La llegada del Estilo 1200 con su naturalismo vegetal y humano también habría de notarse en las fachadas, como ocurre en la de San Miguel de Estella, o en la estatuaria general del Pórtico de la Gloria, al que hemos dedicado un largo capítulo de esta crónica artística.

Con la presencia y representación de este estilo puede darse por acabada la aventura de la escultura románica en la Edad Media, para empezar a pensar en modelos mucho más estilizados y risueños que aparecerán al calor de las nuevas tendencias francesas que se irán instalando en las catedrales góticas del momento.

No es lugar ni ocasión para discutir la primacía de una forma sobre otra porque ambas son excelentes realidades artísticas, pero a nadie se le puede negar la capacidad de optar. Quien suscribe estas líneas hace mucho tiempo que se enamoró de Silos, de Sangüesa, de Estella, de Jaca, de Leyre, del Santiago de Platerías, y sobre todo del Daniel del Pórtico de la Gloria.

MONSTRUOS Y ANIMALES

El Arte Románico logró en las figuras de sus esculturas hermosas representaciones humanas, pero no lo fueron menos las animales y fantásticas.

Prescindiendo de las primeras, el mundo románico alcanzó metas de gran altura en la talla de monstruos y animales. No significaba, ni ahora ni entonces, lo mismo monstruo que animal.

El monstruo pertenece al mundo fantástico, alejado de la realidad presente, de la fauna del planeta y separado de ella en sus representaciones básicas. Era una figura fabulosa con ciertos elementos animales, con alguna semejanza a la fauna real. Vendría a completar la Creación en los modelos laicos y cristianos, pero en clave de error y fabulación. Constituía un mundo paralelo, desconocido e inducido desde la antigüedad clásica.

El animal representaba la realidad, la actualidad de la fauna existente, lo táctil, visual y empírico. Respondía al conocimiento práctico de lo próximo sin necesidad de reconocer más que los caracteres de las respectivas especies. Era el Arca de Noé como representación de lo genérico, de lo común.

Ambos conceptos y formas no se oponían radicalmente en el mundo medieval, sino que se completaban en una totalidad compuesta de seres reales e irreales, como algunos Padres de la antigüedad habían asegurado. Todo vendría a formar parte de la Creación. Los animales como virtud y desarrollo de lo divino, y los monstruos como defecto de esa misma realidad presente.

La utilidad del monstruo era mostrar los factores más insospechados y a la vez esclarecedores del ambiente por medio de la distorsión de sus formas, readaptar lo sobrenatural como actividad intelectual y de clasificación de la naturaleza animal, confrontar lo conocido y lo imaginario.

Fue muy efectiva su puesta en escena, porque la mediatizada sociedad medieval aceptaba lo prodigioso y sobrenatural como solución complementaria de lo real. Una realidad imperfecta por los pecados y licencias de los hombres que habían trastocado las órdenes divinas, por lo que tuvieron que ser desalojados del Paraíso terrenal, donde todos los animales estaban a su servicio en un orden perfectamente inteligible y sin ningún tipo de dualidad monstruosa.


Grifos. Portada de la iglesia de Revilla de Santullán, Palencia.

Los monstruos y los animales estaban mezclados en la literatura de la época, en los bestiarios, que eran el vademécum representativo de todo lo existente. Pero esos mismos libros procedían de la antigüedad clásica, idealizados como bien cultural irrefutable, terreno de búsqueda de las formas literarias y plásticas medievales.

La Edad Media, no segura de su propia cultura ni de su propia fauna, adoptó los modelos literarios antiguos como válidos en todas sus expresiones, del mismo modo que certificaba las verdades evangélicas y aceptaba los lugares comunes recurrentes del clasicismo.

Fue así como la escultura del Arte Románico representó lo real y lo fantástico sin una línea divisoria de lo verdadero y lo falso. Al lado de hermosos ciervos, aparecían sus hermanos con alas. Los feroces leones veían transformada parte de su anatomía cambiando su cabeza por la de un águila con alas, como sucedía con los grifos, animal que acompañamos en la representación fotográfica. Las aves compartían el cuerpo con una cabeza de mujer transformándose en sirenas aladas, como trasunto del más rancio mundo griego. Los centauros, los basiliscos, los dragones, se agolpaban al lado de la fauna real de liebres, águilas, y todo tipo de animales domésticos.

Pero no había nada gratuito en su exhibición, pues sus virtudes y sus defectos estaban al servicio del dogma, de la doctrina cristiana en su más pura función de pedagogía teológica, como aparecía relatado en las definiciones que de ellos se ofrecían en los bestiarios. No existía interpretación libre de los monstruos y animales. Todo estaba codificado desde las estructuras eclesiásticas, de modo que no se les escapara la posibilidad de influencia y dominación, no sólo de las gentes sino de la propia Creación.

Toda esta pedagogía monstruoso y animalística ya había sido apoyada por San Agustín que opinaba que las imágenes debían servir para hacer variar las conductas. Era la adecuación de las formas al medio, porque cada monstruo o animal generaba su propio discurso que debería provocar las adecuadas reacciones en quien lo interpretara, aceptando como síntesis, según el santo, que “enseñar es una necesidad, deleitar un encanto y persuadir una victoria”. San Bernardo vendría a romper, con su discurso teológico, la presencia del monstruo en la estatuaria románica con la disquisición de aceptar solamente lo real, que era el Evangelio, y romper con lo irreal, el mundo monstruoso y animal.

Pero antes de llegar a esa tendencia restrictiva las paredes de las iglesias y los capiteles de los claustros se habían llenado de monstruos y animales en una convivencia difícil de comprender si atendemos a la radical diferencia de los dos mundos, que sólo sirvieron para aglutinar la pedagogía cristiana con intención de no perder el pasado y dominar el futuro por medio de adaptaciones y readaptaciones de las herencias clásicas.

LAS SIRENAS

El Arte Románico impulsó la representación escultórica de sirenas en su doble formación de aladas y marinas, como herencia del conocimiento que de ambas tenía del mundo clásico.

La sirena es un mito literario griego que aparece por primera vez en la Odisea. En ella Ulises se hace encadenar al mástil del barco para oír el canto de las sirenas costeras, después de mandar a los tripulantes de su nave que no atiendan sus peticiones de desatarlo, si lo reclama. Así aparece representado por primera vez en la iconografía de un vaso griego el héroe griego, encadenado al mástil del barco con tres sirenas a su alrededor.

En la representación se puede leer la palabra sirena, que tiene cabeza de mujer y cuerpo de ave, en una formación muy parecida a la de las arpías, de las que es muy difícil diferenciarlas dependiendo de su mayor o menor perversión, de la posesión de pechos o no, formas muy sutiles.

La simbología de esas figuras estaba condensada como una atracción hacia la perdición, signo del engaño que atraía a los navegantes a la costa para después devorarlos. El mito y simbología llega hasta la actualidad en el dicho de "oír cantos de sirena", como sinónimo de embaucamiento.

Dice el Physiólogo del siglo V, uno de los bestiarios más antiguos: " El moralista enseña que las sirenas son crueles; que viven en el mar, que los acentos de sus voces son melodiosos, y que los viajeros quedan prendados de ellas hasta el punto de precipitarse en el mar, donde se pierden. El cuerpo de estas encantadoras es el de una mujer, hasta los senos; el resto recuerda al pájaro, al asno o al toro" A continuación aplica la moralidad negativa de las sirenas.

Pero no es la única representación que existe de ellas en el mundo antiguo porque también aparecen con cola de pez a partir del siglo VI en el "Liber Monstruorum de Diversis Generibus", donde se puede leer "Las sirenas son doncellas marinas, que seducen a los navegantes con su espléndida figura y con la dulzura de su canto. Desde la cabeza hasta el ombligo, tienen cuerpo femenino, y son idénticas al género humano; pero tienen las colas escamosas de los peces, con las que siempre se mueven en las profundidades".

Puede, pues, anotarse la dualidad de representación de las sirenas, que comenzaron a ser aladas en la literatura griega de la Odisea y se transformaron después en marinas en el mundo latino. Después, el Romanticismo habría de asegurar casi como única forma la alada, y disminuiría la representación de la marina.

Mezcladas aparecen en el Bestiario de Pierre de Beauvais de 1206: " Hay tres clases de sirenas: dos de ellas son mitad mujer y mitad pez, y la otra, mitad mujer y mitad ave".


Sirenas. Claustro de Silos.

El valor moral definitivo acerca de las sirenas lo vamos a encontrar en Brunetto Latini en el año1220: "... lo cierto es que las sirenas fueron tres meretrices que engañaban a todos los que se cruzaban en su camino y los arruinaban. Y dice la historia que tenían alas y garras en representación de Amor, que vuela y hiere; y que vivían en el agua, porque la lujuria está hecha de humedad".

Nada mejor que represente el engaño y la precaución para exhibirlas en las portadas de las iglesias, en los capiteles de los claustros y ante cualquier otra visión pública. La iconografía servía una vez más para la representación de vicios y virtudes que se interpretaban según las necesidades de los que trataban de fustigarlas con los medios a su alcance. Era un caso perfecto de simbolismo clásico procedente de los Bestiarios adaptado a las necesidades de la época, al cristianismo medieval que reacomodaba los mitos antiguos.

Yo diría que no habría iglesia, portada o centro eclesiástico que se preciase que no tuviera alguna representación de una sirena, como ocurría con los grifos. Si algunas tuviéramos que citar, lo haríamos comenzando por la gran variedad que de ellas exhibe el claustro de Silos, como si los monjes fueran los más proclives al engaño, apareciendo después a lo largo de todo el Camino de Santiago. Pero de especial relevancia y sutileza son las realizadas por el maestro Mateo en el Pórtico de la Gloria.

Es una de las imágenes plásticas más reconocidas y más agradecidas del mundo medieval, porque a pesar de conocerlas todos los escultores, su representación va a estar fijada por la habilidad de los mismos, de modo que podríamos pasar de las excelsas representaciones de los edificios citados a la jugosidad de los modelos ruralizados.

Maiestas Domini y tetramorfos

El Arte Románico representó la visión de la divinidad en multitud de formas iconográficas. Entre las más destacadas, por su importancia teológica y la amplitud de su figuración, estaba la Maiestas Domini, la majestad del Señor.

Su presencia en los programas religiosos debe ser interpretada como la de una gran teofanía, del griego Θεος – dios, Φαινω - aparecer.

Literariamente pertenece al género evangélico de las apariciones. En este caso de la divinidad, no de los seres angélicos, como sucede en la Anunciación y otras asimilaciones, que pertenecen al género paralelo de los anuncios o apariciones. Aunque ciertamente la Maiestas Domini también representa la anunciación de un nuevo mundo, de un cántico nuevo, que el Apocalipsis de San Juan promete tras la llegada de Cristo, realizada y a su Redención.

La formulación iconográfica estará en base a los relatos apocalípticos, de tanta influencia en la historia del Arte Románico. En su narración se describe como Cristo desciende a la tierra (Apoc. 1,7): “...Mirad cómo viene entre las nubes...”, para después instalarse entre los humanos y juzgarlos según sus obras en el final de los tiempos. Es cuando la visión de Juan hace hincapié en el carácter estático de su majestad (Apoc. 4,2-8). ”...Al instante fui arrebatado en espíritu, y vi un trono colocado en medio del cielo, y sobre el trono uno sentado....”

Es la visión clara de la majestad de Dios sentado sobre el trono del universo, en la gloria celestial, a manera de rey soberano que se presenta para juzgar a los hombres dando fe de la grandeza divina, que es el principio y el fin de todos los tiempos. Ahora, desde el poder absoluto, intervendrá en la vida de los humanos separando a los creyentes de los que prefirieron los ídolos paganos.

El modo de ser representado plásticamente es frontal, sentado en el trono. En algunos casos exhibe los atributos de su triunfo, que son las llagas de la Pasión en el Pórtico de la Gloria; en otros, como en Carrión de los Condes o en Tahull, bendiciendo con la mano derecha y un libro en la izquierda.

La imagen general de la Maiestas Domini no varía mucho en cuanto a conservar el rigor del texto evangélico, debido a su fuerza expresiva porque en todos los casos simbolizaba ser el dueño del tiempo, ordenador del macrocosmos celestial y del microcosmos terrenal, dueño del pasado, del presente y del futuro, y así debería entenderse a través de su representación.

Pero la Maiestas Domini casi siempre iba acompañada de su corte celestial de los cuatro evangelistas y los 24 ancianos. Son su manto y su corona.

El Tetramorfos, de origen griego Τετρα - cuatro, μορφη - forma, son las figuras de los cuatro evangelistas que rodean el trono de Dios. Es la expresión evangélica, alegórica, mística, simbólica, de su existencia y presencia relatada en los diferentes libros apocalípticos, donde aparece Cristo y las cuatro figuras de los evangelistas. Acompañan a su imagen como notarios neotestamentarios de la palabra de Dios, por eso portan un libro: su respectivo evangelio, o lo escriben sobre los animales, como en el Pórtico de la Gloria, que es la mejor representación de las descripciones apocalípticas de la historia del arte medieval, aparte de poder ser considerado como un referente mundial en cuanto a la calidad de sus esculturas, realizadas por diferentes talleres a las órdenes del maestro Mateo entre los años 1168 y 1188.


Maiestas Domini y Tetramorfos. San Pedro de Moarves, Palencia

A través de la historiografía del Arte Románico son representados como figuras de animales, como hombres, o combinación de ambos. Su relación totémica animal es aportada por los distintos textos apocalípticos (Apoc, 4,7) “... semejante a un león... semejante a un toro... semblante como de hombre... semejante a un águila voladora...”

 El conjunto de la Maiestas y el Tetramorfos no viene más que a significar la Parusía, o segunda venida de Cristo, que se presenta como víctima, cordero degollado por su redención que enseña sus llagas, pero también como juez soberano que ha de juzgar a los hombres, como rey rodeado de la corte de sus evangelistas que representan la compañía, la enseñanza del Maestro, y ejemplo de fidelidad en la transmisión de la palabra, ejerciéndola desde el ministerio de la evangelización.

La presencia de ambas representaciones será costumbre general en las portadas de las iglesias como la de Sanguësa, Carrión de los Condes, su copia de Moarves de Ojeda, o en cualquier fachada que se precie de desarrollar la historia de la salvación bajo los epígrafes del Apocalipsis de San Juan, acompañándose las dos representaciones, sólo la Maiestas, o con figuras de ángeles y apóstoles en relación a la corte celestial.

Podemos señalar como las primeras iconografías de los motivos descritos las miniaturas que en los Beatos acompañan a los Comentarios al Apocalipsis, de tanto éxito en los momentos altomedievales y comienzo de las representaciones iconográficas de ambos motivos.

EL AGNUS DEI

El Arte Románico se valió de las representaciones de algunos animales para tratar de exponer los misterios de la fe.

En el principio el pez fue válido como signo críptico de la religión cristiana, por ocultar en sus iniciales griegas el nombre de Cristo. La paloma simbolizó la mansedumbre del corazón cristiano. El león era la representación de la fuerza de Cristo, denominado como León de Judá. Los signos de los evangelistas fueron indicados por cuatro animales a modo de reyes de los reinos que figuradamente encarnaban. El águila como rey del cielo, el buey de los animales domésticos, el león de la fauna salvaje y el hombre como señor de todos ellos.

El Agnus Dei, el Cordero de Dios, vino a figurar la inmolación por antonomasia en el pueblo de Israel, con relaciones totémicas desde su presencia en el Antiguo Testamento (Ex, 12) en la instauración de la fiesta de la Pascua, como rememoración de lo que significó el sacrificio del cordero pascual que salvó las casas de los judíos y a sus primogénitos, por el señalamiento con la sangre del animal de los dinteles de las puertas en la última plaga de Egipto; o la asistencia del cordero sacrifical en el caso de la inmolación de Isaac por Abraham, que no se logra por intervención angélica que desvía el sacrificio de lo humano a lo animal.

No hay que olvidar la relación totémica del pueblo de Israel con el cordero. Su ligazón estaba fundamentada en el modo de vida de sus gentes que, por una parte estaba ocupado en la defensa del estado continuamente amenazado por los enemigos de su pueblo, con una clase social aristocrática muy reducida, y por otra realizaba la generalidad de su economía en el pastoreo, principalmente de cabras y corderos, en una población nómada cuyas constantes eran las diferencias tribales.

La apelación a la figura del cordero está en relación con la de pastor y rebaño, como situación de cuidado y dirección. La atribución simbólica de la grey que debe ser atendida y dirigida por el buen camino inclina a semejanzas con la vida real del cristiano. Así aparece en los textos bíblicos (Jn, 10,11) que refieren a Cristo como el buen pastor que cuida y apacienta las ovejas, o como quien las cuida con el celo de su búsqueda si se extravían, en relación con la iconografía griega del moscóforo, que representaba al pastor que habiendo perdido una de sus ovejas sale a buscarla y encontrándola la eleva sobre sus hombros para llevarla al redil.


Agnus Dei y el sacrificio de Isaac. Puerta del Cordero. San Isidoro de León

Pero la mayor relación del cordero con Cristo ocurre en el Apocalipsis de San Juan, donde se expresa su concordancia como símbolo de la inmolación del Redentor en asociación zoomorfa muy repetida. Más de 29 veces aparece denominado como tal en el libro joánico. El Cordero ahora es la representación de Cristo muerto y resucitado, advocación del cordero pascual de Egipto, inmolado por su Pasión redentora que en su vuelta al mundo, la Parusía, viene a juzgar a vivos y muertos en el final de los tiempos. En su virtud de Salvador es capaz de abrir los siete sellos del libro sagrado que dibujan el bien y el mal sobre la tierra. Como Cordero es citado en esa función y ampliamente representado en las transcripciones de las miniaturas de los Beatos.

Del mismo modo ocupó lugares de preeminencia en la iconografía medieval, ya fuera en arquivoltas, como en la puerta de San Pedro de la Rúa en la localidad Navarra de Estella, o en su copia de la parroquial de Cirauqui, al lado de otros símbolos de su poder, como la Dextera Domini o el Crismón, o en otros lugares de instalación. Multitud de acróteras cumiales de las iglesias románicas tienen como representación a corderos, que en función del martirio de su muerte y resurrección, llevan la cruz de la salvación.

Uno de los mejores ejemplos escultóricos del Agnus Dei está representado en el tímpano de la Puerta del Perdón de la colegiata de San Isidoro de León, donde está inscrito en el círculo de santidad y perfección absoluta que significa la circunferencia sostenida por dos ángeles. Ya antes, en el Beato de Fernando y Sancha, existía igual forma de inclusión en un círculo sostenido por ángeles, por lo que el modelo tiene antecedente iconográfico de igual representación. El hecho de que el cordero sea portante de la cruz, no es más que el triunfo conseguido sobre la muerte al haber resucitado y salvado desde ella a la humanidad.

La parte baja del tímpano contiene la descripción completa del sacrificio de Isaac. Es posible comprender la relación entre las dos iconografías que manifiestan el nexo común de ser víctimas sacrifícales por obediencia a las órdenes de sus respectivos padres. Pero en ambos casos la resolución animal alegórica y de sustitución es la misma, el cordero, que aparece patente en ambas escenas, aunque con diferente aplicación iconográfica aunque no alejadas en la teología cristiana de obediencia en la fe.

LA PSICOSTASIS

El Arte Románico, dentro de sus planes de la pedagogía esculpida, elaboró una serie de temas iconográficos fijos. Aparecían representados de modo análogo en gran número de iglesias. Entre ellos se encontraba la psicostasis, del griego yuch, soplo, aliento vital, alma - stasis, lucha, disputa; entendido en el mundo cristiano como el pesaje de las almas.

Se trata de la representación de la figura del arcángel San Miguel como portador de una balanza con dos platillos. En uno de ellos puede aparecer una cabeza, un pájaro, un bulto indeterminado, que vendría a ser el símbolo del alma del muerto, que se somete a pesaje con el contrapeso de sus acciones, que estarían figuradamente en el otro platillo.

A San Miguel se le opone el demonio que, de forma siempre tramposa, trata de que el platillo de su lado tenga mayor peso, y de ese modo llevarse el alma al infierno. A veces lo hace tratando de poner sus dedos o su mano. Otras por animal interpuesto, como sucede con una serpiente que hace esa labor desequilibradora en la portada de Sanguësa.

La psicostasis en el mundo cristiano es la expresión del convencimiento de que el hombre sobrevive en sustancia después de la muerte. Era fundamento principal de los escritos bíblicos y motivo de la Redención. Constituía la profundización en el mundo escatológico como una determinante aseveración del mundo no visible. Era representación iconográfica de salvación o condenación, según la inclinación de los platillos de la balanza.

Pero ese mundo de posibilidad ultraterrena no es exclusivo del cristianismo, sino que es materia compartida por otras culturas y religiones, como la musulmana, que tanta influencia recibe de la Biblia.

La psicostasis no es una creación cristiana, sino que estaba presente ya en el mundo egipcio, en el que lo que se pesaba era el corazón del muerto, que reposaba un una pequeña urna en uno de los dos platillos. En el otro aparecía una pluma, símbolo de la ley, del orden cósmico. El corazón representaba la sede de los sentimientos, de la inteligencia, a la vez que censor de la conducta religiosa y moral. En la escena, muy representada en el Libro de los muertos, aparecen también entronizados y manejando la balanza diversos dioses: Anubis, Osiris, Thot, Horus. Anubis es referido en los textos como “el que pesa los corazones”.

Fue el ritual egipcio lo suficientemente perdurable en el tiempo como para ser conocido por los romanos en sus conquistas, y por los griegos en sus contactos con la civilización de su origen, quienes con más o menos transformaciones espirituales lo adaptaron a sus creencias, aparte de reintroducir la balanza como signo de justicia y signo de la ley.

Con este último atributo de exhibición de la balanza lo encontramos en el zodíaco, mitología de origen antiguo, pero muy presente en el arte clásico y en el mundo medieval, como lo demuestra la excelencia de su representación en la fachada sur de la colegiata de San Isidoro de León, o el espléndido conjunto labrado por Giuseppe Antelami para la catedral de Parma.

Su implantación en el universo cristiano parece venir de la mano de los cristianos egipcios, los coptos, en contacto con el mundo simbólico de la religión predominante en la región del Nilo. Más tarde había de propagarse rápidamente por esos creyentes como un floreciente culto a San Miguel, que se extendería a continuación por oriente y occidente.


Psicostasis de la iglesia navarra de Artaiz


La primera aparición en la iconografía religiosa parece ser la Cruz de Muisedoch, en el siglo X. Después será corriente en el siglo XII, tanto en escultura como en pintura o miniatura.

El signo de la balanza, en cualquiera de los contextos anteriores, vendría a ser una sentencia inapelable, la aplicación de la justicia divina sin perdón ni intercesión posible, y sin misericordia. Sería el premio que se disfrutaría en compañía de la divinidad por el respeto a la ley religiosa, o el castigo que supondría la no presencia de la misma.

Esa situación en el mundo cristiano se expresaba con la figura de San Miguel portando una balanza. Lo hacía como representación mediática, porque quien tiene la capacidad de la justicia divina es el Padre, que en algunos programas iconográficos, como el de Sanguësa, se incorpora a la escena general en la separación de los condenados y salvados en el ejercicio del Juicio Final.

LA DEXTERA DOMINI

El Arte Románico tuvo en la representación escultórica el más fiel compañero de viaje para hacer llegar, en la clara labor pedagógica de su función los mensajes bíblicos y extrabíblicos a las gentes que deseaba los contemplase.

Con mayor o menor éxito de comprensión aparecieron temas que mostraban una relación de fuente- reflejo con respecto a los textos evangélicos. Eso procuraba que su conocimiento fuera prontamente absorbido por el espectador, que ya había sido previamente aleccionado en la labor homilética y doctrinal de párrocos y presbíteros.

En otras ocasiones se trataba de incorporar un concepto, y no una situación concreta de algún pasaje del Antiguo o Nuevo Testamento, lo que suponía una dificultad para poder formularlo de un modo adecuado. Ocurría entonces que se expresaban en forma de representación simbólica, que complicaba más su entendimiento, pero que se hacía más sencilla con la manifestación de una realidad física comprensible a la que se le atribuía contextos tangibles.

Eso es lo que ocurrió con la Dextera Domini, o mano del Señor, que no tiene referencia evangélica, pero que estaba incluida en multitud de programas iconográficos, ya fuera de forma aislada, o coordinada con la escultura del entorno físico inmediato.

Aparece como representación de una mano derecha que recoge en su palma los dedos anular y meñique. Los otros tres permanecen extendidos como alusión a la bendición trinitaria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Algunas veces está inscrita en un círculo, como alusión a la perfección del movimiento continuo que significa la divinidad, sin principio ni fin. Suele cerrarse el icono con la existencia de la forma crucífera que encuadra la mano en el centro del círculo.

La presencia quirofánica, del griego ceir - mano y fainw - aparecer, es una alusión directa al poder, a la resolución fáctica por uno de los órganos vitales más importantes para poder ejercerlo. Es el símbolo del poder fáctico de Dios Padre que muestra su autoridad en forma de mano. Dato que no es exclusivo del Arte románico, sino de civilizaciones mucho más antiguas, donde la fascinación por la mano les llevó a dejarlas impresas en las cuevas prehistóricas, si bien es cierto que no podemos atribuirles directamente relación divina por carecer de certeza al respecto.

Los romanos atribuían al término manus el poder absoluto que el paterfamilias podía ejercer sobre el entorno familiar. El término manumissio se contemplaba como la potestad de liberar a los esclavos bajo su jurisdicción.

El mundo feudal instauró la unión de las manos como forma de aceptación del vasallaje en el momento de la ceremonia del reconocimiento de tal sumisión. La religión católica hace lo propio en el rito de la consagración de los presbíteros, cuando el obispo impone sus manos sobre la cabeza de pretendiente, como relación de traslación y deposición del poder divino.

La figura del orante, desde los primeros estadios del arte cristiano, se realiza con las manos levantadas hacia el cielo o juntas en señal de petición. El propio Miguel Ángel, cuando realiza la Creación en la Capilla Sixtina lo hace por contacto de las manos del Padre y Adán. En algunos testamentos de peregrinos del Camino de Santiago depositados en el Hospital Real de Compostela, existía la profesión de agonizante, que era aquel clérigo que sostenía la mano del peregrino enfermo y moribundo en la hora de la muerte.

La mano en el Arte Románico es la representación del Padre. La de su omnipresencia todopoderosa, detentadora del poder por excelencia. A veces esa presencia quirofánica es sustituta de la del Espíritu Santo, como sucede en el relieve del Pentecostés en el claustro del monasterio benedictino de Santo Domingo de Silos. Pero lo normal es que el poder quirofánico aparezca independizado, sin conexión más que como símbolo, como sucede en las arquivoltas de la puerta de la iglesia navarra de San Pedro de la Rúa en Estella, donde la insinuación de las nubes hace comprender mejor su procedencia celestial, que se añade en la misma puerta a otros símbolos clásicos del Arte Románico, como son los del Agnus Dei o el Crismón.

Su presencia no debe ser atribuida sólo a la escultura, sino que al ser un concepto universal se aplica también a la pintura, siendo el ejemplo más notorio el del panteón de la colegiata de San Isidoro de León, donde luce con todo esplendor.

 


EL CRISMÓN

El Arte Románico en sus representaciones artísticas es fundamentalmente simbólico, como corresponde a la naturaleza de su mensaje, místico por la naturaleza de su espiritualidad, y escatológico por la dedicación al más allá.

El crismón es uno de los símbolos más representativos del estilo románico. Analizamos su origen, simbolismo y componentes de su formación Debido a que aparece con una gran asiduidad, no solo en la historiografía escultórica de tímpanos y otras ubicaciones, sino porque es signo de identidad Para multitud de documentos que, muestran de ese modo la omnipresencia del emblema y de una realidad histórica profundamente dominada por los estigmas cristianos, en cualquier modo de representación.

El Crismón simboliza el nombre de Cristo en lengua griega. Su construcción está basada en la unión, por superposición, de las letras griegas c (ji) y r (ro), que son las iniciales de su nombre cpistos. Hay a la vez otros elementos gráficos que completan el anagrama en una configuración final plena.

Se trata de la alusión al principio y fin de todas las cosas que representa la divinidad, que se materializa en la presencia de la primera y última letra del alfabeto griego, a (alfa) y w (omega), que podían ir sueltas o encadenadas a un palo central transversal que representaría el simbolismo de la cruz de Cristo. En la parte baja del palo de la r (ro) puede ir inescrutada la letra final del anagrama, una s (sigma). La finalización vendría a ser la inclusión de todo el logotipo en el interior de un círculo, que formaría la escena final, aportando la circularidad sentido de perfección, de justificación de lo absoluto, de la totalidad sin principio ni fin que significa la circunferencia.

Todos estos elementos conformarían la plenitud del anagrama, pero pueden aparecer sólo con algunos de ellos, aunque siempre con la presencia de las dos primeras letras, que definen por su comienzo el nombre de Cristo. El resto pueden ir apareciendo según lo represente el autor que lo esculpe en los tímpanos de las puertas o lo dibuje en los documentos pertinentes. Las representaciones escultóricas, que son las que nos ocupan suelen tener casi todos los elementos, aunque con variaciones en la localización de los mismos dentro de la configuración final.

El comienzo de este tipo de representación tiene que ver con las fórmulas de criptografía mística, que venía a ser un sistema de escritura con clave secreta que los cristianos aprendieron de otras civilizaciones, como la judía y la egipcia, que resultaba del ensamblaje de letras del alfabeto bajo el cual se escondía el simbolismo, y la palabra, en clave cabalística.

Así fue como los primeros artistas y artesanos cristianos crearon de forma cautelar y secreta el crismón cristológico, como medio plástico de comunicación social velado, que era una forma socio-política-religiosa de esconder sus creencias, pero a la vez de representarlas sin levantar demasiadas sospechas.

La transmisión artística y dogmática de la religión cristiana hace que no quede enmarcado exclusivamente en el marco geográfico de su nacimiento, sino que viaje con la diáspora apostólica allá donde llegó la palabra de la evangelización, como reconocimiento de la fe cristiana sin el sentido ocultista de sus comienzos, sino como alusión directa a Cristo y la fe cristiana. Es por ello que aparece en Bizancio, en la Europa carolingia, o con los monarcas asturianos de los primeros años de la reconquista, y ya después en toda la época de las edificaciones románicas y en todos los documentos reales, privados y eclesiásticos. Será en estos momentos una enseña eclesiástica o lema plástico que marcará de forma cristiana todo elemento al que se adhiera.


Crismón del tímpano de la catedral de Jaca, Aragón

Su representación en las iglesias románicas será el lábaro, o escudo, que acompañará a los innumerables tímpanos de los monumentos románicos. Un último recuento de los crismones de la comunidad de Navarra cifra en más de 125 los existentes, sólo en esa tierra. Si contásemos los existentes en la zona de Aragón, donde se extendió de igual manera el anagrama, doblaríamos la cantidad anterior. Diría yo que no había capilla, iglesia o monasterio donde no pudiera existir su presencia como recordatorio de la presencia del nombre de Cristo.

Pero no todos guardaban fidelidad al modelo exacto, porque en algunos, por ejemplo en Estella, el alfa y la omega se situaron al revés de lo convenido, es decir primero la omega y después el alfa, como si de una nueva forma de interpretación críptica se tratara. Lo mismo sucede en el existente en la fachada de Platerías de la catedral de Santiago, donde ocurre lo mismo que en Estella; al igual que el de la puerta de entrada desde el interior de la basílica al panteón real de la colegiata de San Isidoro en León. Para la interpretación del fenómeno no hemos encontrado opiniones que nos convenzan, como no sea la más plausible del error humano.

En otros casos, como ocurre en el más famoso de todos ellos, en el tímpano de la catedral de Jaca, se usan las inscripciones de su círculo para enviar al lector un mensaje trinitario por medio de los elementos del anagrama. Así tenemos que reza el mensaje "La P es el Padre, la A (y X) el Hijo, la doble (S) el Espíritu Santo que da vida. Ellos son tres sin duda, por derecho propio, un solo y el mismo Señor.

No podemos ahora dirimir ni interpretar la variedad de crismones, ni sus interpretaciones, porque este no el motivo final del artículo, sino mostrar la realidad gráfica de una de las representaciones simbólicas más extendidos a lo largo de todas las construcciones románicas de la época medieval, el alcance a toda la geografía cristiana del momento, así como algunos de los pormenores de su formación en los primeros años del cristianismo.

LA MUJER ADÚLTERA

El Arte Románico es simbólico en su estructura general. Establece los principios del mal y del bien, a los que añade el del perdón y arrepentimiento, como condiciones diferenciadoras de salvación y condenación en referencia al mundo escatológico. No establece baremos intermedios, sino modificadores de las malas conductas, para confeccionar un mundo de perfección al que deben aspirar y practicar todos los creyentes.

Ese simbolismo va a conducir al arte cristiano a ser representado por medio de fórmulas visuales adecuadas a los propósitos de quienes las formulen. Primero se crea la categoría de lo que es bueno y malo, para después pasar a su representación simbólica.

Los textos bíblicos son el hilo conductor. Lo son como interpretación alegórica de los sacramentos y la liturgia, donde el pan se convierte en carne de Cristo y el vino en su sangre. Donde los misterios de la fe se desarrollan como comics en los tímpanos y fachadas de las iglesias, exaltando el sacrificio de Isaac a categoría suprema de fe, o la Anunciación como paso decisivo de la Redención.

Pero también existen unas categorías menores, más domésticas, como son la extensa franja de actitudes diarias que el creyente debe adoptar para llegar a igualarse a los santos, y conseguir la salvación eterna, máximo simbolismo al que se puede aspirar dentro de la religión.

El Arte Románico en sus distintas formulaciones escultóricas fue fundamentalmente didáctico, obediente en el papel que se le otorgó de difundir, por medio de sus representaciones todo el caudal teológico y práctico del buen camino. Lo hizo por medio de símbolos que, en muchos casos, no eran totalmente percibidos, pero que trataban de hacerlo con modelos claros y sencillos.

Eso es lo que ocurrió con una escultura de la catedral de Santiago denominada secularmente como La mujer adúltera. Está ubicada en el tímpano izquierdo de la entrada sur a la catedral, en la fachada de Platerías. Siempre se la ha comprendido con esa calificación por ser categoría que le atribuyó un clérigo como castigo de su esposo, obligada a besar dos veces al día la calavera de su amante.

La adjudicación de la bondad o maldad religiosa de los hechos la realizaban los clérigos que, apoyados en la interpretación de los textos evangélicos, sancionaban o premiaban las actitudes de los creyentes. Lo hacían por medio de la indicación a los escultores de las distintas representaciones de vicios y virtudes. En otras ocasiones sancionaban lo que veían en una interpretación personal que después se convertía en obligatoria para todo el mundo que se acercase al motivo. Eso es lo que lo ocurrió a la imagen de la que nos ocupamos.

El primer dato medieval, y el único, en el que aparece así citada es en el Códice Calixtino, en el Libro V Cap. IX que refiere la descripción de la puerta meridional. Al relatar los tímpanos, concretamente el de la entrada izquierda dice “… Y no ha de relegarse al olvido que junto a la tentación del Señor está una mujer sosteniendo entre sus manos la cabeza putrefacta de su amante, cortada por su propio marido, quien la obliga dos veces por día a besarla. ¡Oh cuán grande y admirable castigo de la mujer adúltera para contarlo a todos … ”.

La cita en sí, y la figura arqueológica, han sugerido casi hasta la actualidad unicidad de criterio, que se diría hoy de “pensamiento único”, en cuanto representación del mal lujurioso del engaño marital.

La crítica general lo ha aceptado como un exemplum literario que fraguó el cronista del Códice, transposición y trasunto normalizado de la literatura a la arqueología, en unión docente interesada de los peligros de ese tipo de trasgresión de la conducta humana. Todo dentro de los efectos de literatura simbólica y representativa.

Pero no se juzga en Platerías la lujuria en los términos clásicos medievales, que supondría una mujer semidesnuda a la que distintos animales repugnantes muerden sus órganos genitales, como sucede en el Pórtico de la Gloria, en la fachada de Santa María la Real de Sangüesa, o en San Miguel de Estella. Es el cronista del Códice (1140-1160), clérigo francés, quien introduce al espectador en la interesada interpretación de la figura, pero al que nadie le ha explicado que en 1117 hubiera una rebelión ciudadana e incendio de la Catedral, que debió dañar considerablemente ese lugar.

Esa figura sufre una enorme mutilación en todo su lado izquierdo para adaptarla al marco, aduciendo una segura y apresurada colocación en ese lugar para reponer los daños causados como consecuencia de la revuelta, aparte de entender su no conexión con el programa teológico del tímpano.

La belleza de la imagen, lo ceñido y aligerado de sus ropas, debió inducir a adjudicarle la idea lujuriosa relatada, sin apreciar cómo se había penalizado ese tipo de vicio en la escultura monumental a lo largo de las fachadas, arcos, arquivoltas, capiteles y aleros de tejados.

Desconocemos la idea del escultor de esa figura, y tampoco conocemos la simbología inicial. Sólo tenemos conocimiento de la categoría que un clérigo francés llegado a Compostela en peregrinación le atribuyo, siendo base de interpretación simbólica hasta la actualidad.

Es necesario comprender en el Arte Románico el carácter simbólico de la escultura, pero hacerlo adecuadamente en el marco preciso, lo que se hace harto difícil ya que el autor se llevó su simbología a la tumba. La interpretación es ya otro mundo.

Por eso nosotros nos quedamos, porque tenemos el mismo derecho a la interpretación que el clérigo, con la idea de la representación de la belleza y juventud frondosa de la mujer, que enfrenta la fea realidad de la muerte en la representación de la calavera; consejo y advertencia al género humano ya literariamente expresado “…cómo se pasa la vida y cómo se viene la muerte…“, en un proceso más profano y conmovedor que lo relatado en el Códice Calixtino. Belleza y juventud enfrentadas a decrepitud y muerte, sentido escatológico de la brevedad de la vida y el tránsito efímero. 


La mujer adúltera de la fachada de Platerías.
Catedral de Santiago.

Consideremos lo escrito como un corto ejercicio de bipolaridad simbólica interpretativa con fines más benévolos que los del cronista del Códice, para tratar de darle a la figura de mujer, y a su memoria, cristiana sepultura deseándole lo que los romanos hacían a sus muertos y ponían al final de las laudas sepulcrales: H. S. E. S. T. T. L. (Hic Situs Est Sit Tibi Terra Levis) - Aquí está enterrada que la tierra te sea leve).

Amén, que así sea.

 

LA PINTURA

El Arte Románico no desaprovechó la ocasión de utilizar los lienzos interiores de los muros de las iglesias para aumentar la decoración y la enseñanza bíblica. Lo hizo sirviéndose del tercer arte monumental: la pintura.

El color fue una de las características de las iglesias románicas. Condiciona al marco de un modo compositivo e iconográfico como complemento del simbolismo arquitectónico y escultórico, que ya inundaba los interiores de los edificios. Se instalan principalmente en los ábsides, y de forma secundaria en las paredes de las naves, que cubrían parcial o totalmente. .

La técnica empleada para su fijación era la del fresco. Una técnica difícil que daba muchos problemas por la necesaria rapidez de su factura que provocaba deficiencias con el paso del tiempo. Esto era debido a la poca durabilidad proporcionada por la pobreza del material. Consistía en una mano de cal y sobre ella los colores básicos disueltos en agua. Permitía esa forma de actuar corregir lo equivocado o mal resuelto al poder repintar de nuevo, pero con un resultado de poca solidez al instalar colores acuosos en diferentes capas que con el tiempo eran muy proclives al descascarillamiento.

La realización sobre el muro era muy simple. Sobre una capa alisada se dibujaban con un punzón las líneas de las figuras que se deseaban realizar. Para el contorno se preferían los colores negros y ocres que aislaban convenientemente a las imágenes de los que después se les aplicarían en el interior. Después se procedía al relleno de las figuras con los colores elegidos con una policromía base de ocres, amarillos, rojos, azules y blancos. La paleta de colores no iba mucho más allá por la limitación de las posibilidades de las mezclas y la dificultad de conseguir más gamas, a la vez que por la efectividad del resultado con la composición aportada.

El estilo era lineal, esquemático y hierático, en el que todavía no había entrado el naturalismo que lucía la escultura de finales del Segundo Arte Románico, pero compartía con ella el alto carácter evangelizador de sus realizaciones, sin mezclar en su simbolismo los caracteres de lo monstruoso y lo animal, que como hemos relatado en el artículo anterior exhibía la escultura.

Las claves generales de los temas eran universales y convencionales, principalmente teofanías mayestáticas (apariciones de Diós) presididas por la Maiestas Domini y acompañada por el Tetramorfos. A su lado floreció con prontitud la compañía de la Virgen María, sola o presidiendo apostolados al lado de ángeles. Estas eran las representaciones preferidas en los ábsides. En los muros aparecían toda suerte de escenas bíblicas en semejantes funciones catequéticas a la escultura del templo, ya fuera exterior o interior, pero no temas de la cultura popular o etnográfica expuestos en algunas fachadas y capiteles.


Maiestas Domini. San Clemente de Tahull, Cataluña

Como la representación se hacía sin intención de constituir volúmenes sino que se actuaba sobre fondos planos, resultaba su plástica de gran atractivo por el colorido, pero de observación monótona en sus diferentes figuraciones, produciendo la sensación de iconos separados.

En los ábsides lograron un absoluto dominio de la adaptación al medio, pues el marco no era liso como en los muros, superando la dificultad de ejecución en la geometría del trazado curvilíneo. Eran esos habitáculos los lugares principales de la iglesia, como hemos reiterado continuamente, exigiendo por consiguiente una organización jerárquica de su espacio destinado a la Maiestas Domini, al Tetramorfos, a los Profetas, Apóstoles, Santos, y a la Virgen María con la evocación de la Eucaristía.

La Maiestas Domini aparecía entronizada bendiciendo con su mano derecha y con el libro de la vida en la izquierda, en el que figuraba la leyenda que confirma a Cristo como luz del mundo, como en la fotografía que adjuntamos de la pintura del ábside de San Clemente de Tahull. Después venía el Tetramorfos, ángeles, arcángeles, serafines y toda la corte celestial que acompañaba al Cristo Redentor, que se sentaba sobre el trono del universo apoyando sus pies sobre la tierra y ornado con las letras griegas alfa y omega, por ser el principio y el fin de todo lo creado y concebido.

La pintura ofrecía un ambiente propio en el interior según la luz del día. Producía emociones de exaltación o recogimiento dependiendo de la intensidad luminosa y la hora solar. Representaba un segundo mundo dentro de la propia iglesia, con una posibilidad más de emoción que aportaba la gran superficie a cubrir con las figuras y la distinta resonancia tonal de lo allí pintado, estímulos que no podía reproducir la escultura que la acompañaba en esos interiores.

Las principales pinturas románicas se instalaron en Cataluña. Muchas de ellas fueron trasladadas al museo de arte románico de Barcelona, que las acoge en espléndidos marcos preparados para ellas, reproduciendo la ubicación en las que se hallaban en sus distintas iglesias.

LAS PINTURAS DEL PANTEÓN REAL DE LEÓN

El Arte Románico dejó en el panteón real de León la más espléndida colección de pinturas románicas de toda la península, tanto por su extensión en la amplia zona abovedada del recinto, como por las representaciones que allí se exhiben.

Las pinturas de León se asientan sobre una superficie arquitectónica insólita. Cubren todo el largo y ancho de las seis bóvedas del espacio cuadrangular de ocho metros de lado que se extiende en los pies de la actual colegiata románica. La techumbre del panteón se asienta sobre dos columnas de gruesos fustes que van a proporcionar una división del espacio en tres naves con dos tramos cada una de ellas. Hay siete arcos de medio punto que sostienen las bóvedas sobre las que se instala todo el entramado pictórico.

El programa iconográfico que allí se desarrolla explica pasajes evangélicos de los ciclos del nacimiento y la infancia de Jesús, así como los de su Pasión, además de otras representaciones y dos teofanías apocalípticas de extrema grandeza y calidad.

Guardan las pinturas un orden en su exposición según las bóvedas, tramos y arcos. Comienza la muestra con la Anunciación y la Visitación en el primer tramo, para escenificar la huida a Egipto en el segundo. Se completará esta escena con la Epifanía. La Natividad se encuentra en el arco de comunicación con la iglesia extendiéndose por dos bóvedas más del edificio con las magníficas ilustraciones de los pastores, y se mezcla con las vivas escenas de la matanza de los inocentes. La Santa Cena seguirá en la bóveda contigua para continuar después con Pilatos lavándose las manos, el prendimiento con la escena violenta de Pedro arrancando la oreja al soldado y el beso de Judas.

Fuera de este programa de la vida y muerte de Jesús, tan común y divulgado en la época que tratamos de analizar en esta crónica, que ya se extiende demasiado en el espacio y el tiempo, existen otros de gran importancia, entre los que destaca la presencia de una enorme Maiestas Domini con el Tetramorfos en el sentido más clásico de la representación apocalíptica, que se completa con la entrega del libro sagrado de la revelación al profeta Juan.

Llama mucho la atención la presencia del mensario en el intradós de un arco. En él nos informa de los meses del año haciendo corresponder los nombres de cada mes con las representaciones de las tareas agrícolas que en ese tiempo se desarrollaban. Hay ciertas alusiones al clasicismo de su herencia, como en el mes de Enero, que se dibuja como una figura de dos caras que abre una puerta, la del nuevo año, y cierra otra, la del año transcurrido, en alusión al dios latino Jano que era el encargado de iniciar el año con esas dos caras que miraban al pasado y al futuro, que dio lugar a la inscripción de Genuarius en la figura del arco del mensario que se exhibe.


Panteón Real de León. Colegiata de San Isidoro.

Es el panteón de León un lugar privilegiado para estudiar el proceso pictórico. Las pinturas están realizadas al temple con una paleta muy clásica de ocres, blancos, azules y tenues amarillos. La figuración se hace por escenas sueltas y personajes individualizados que se unen por medio de arquitecturas en algunos casos, o por elementos vegetales como en la anunciación a los pastores, donde hay motivos pintorescos de animalística doméstica, como es el pastor que da de comer al perro, o la lucha de dos machos cabríos.

Una vez más las inscripciones forman parte de este conjunto pedagógico informando a los visitantes de las distintas escenas, en un recordatorio fehaciente por si no identificaban los momentos del relato, con lo que se hubiera perdido toda la intención pedagógico unitaria del conjunto.

No es posible hacer la valoración total del muestrario en estas pocas líneas, ya sea por la calidad de las pinturas y su excelente estado de conservación, ni tampoco de todo el relatorio evangélico por la coordinación y subordinación de los temas. Pero no podíamos hablar de la pintura románica sin hacer mención escueta de lo conservado en León.

Pueden estas pinturas darnos una idea de todo lo perdido en este campo, pues si bien se nos hace complicado admitir que todas las iglesias estuvieran completamente decoradas con este tipo de iconografía coloreada, si podemos constatar la impresión que nos causaría el encontrarnos en recintos tan hermosamente ornados. Ejemplos hay de decoración total de los paramentos de las iglesias, como se puede constatar en el museo de la catedral de Jaca con el espacio que se ha construido para alojar toda la pintura de la iglesia de Bagües.

Causaría entonces la misma impresión de saturación que hoy nos produce, pero entonces el fundamento era más de enseñanza que de sala de exposición pictórica, tal y como los modernos visitantes están acostumbrados a calibrar su contemplación.

LA PINTURA EN LOS ALTARES

El Arte Románico adornó los altares con decoración escultórica, pero también lo hizo con pintura. Era el tercer lugar donde las representaciones pictóricas iban a tener asiento como exaltación de la sacralidad que se le había otorgado.

Ya nos hemos referido a la mesa del altar como una losa sostenida por pilares o columnas de diferente decoración y número. Habíamos señalado que la parte delantera o antipendium, si existía, podía estar esculpida en piedra o con una tabla de madera pintada. También era posible que todo el altar estuviese cerrado como una caja recubierta de tableros con pinturas ornamentales cubriendo toda la superficie. Cuando los documentos se refieren a esa situación hablan de tabula, en algunos se precisa más y se dice tabula ante altare.

Esos frontales de madera pintada eran suntuosos, con una rica decoración de vivos colores que invitaba a la reflexión de los temas evangélicos que exhibía, a la vez que llenaba de emocionado colorido la visión de los fieles que los contemplaba frontalmente. Podía aumentar la sensación de monumentalidad si se instalaba bajo un baldaquino que lo acogiera en su abierta atmósfera interior.

No han sido estas tablas piezas que se hayan conservado en gran número, por la remoción de su lugar primigenio, por la voracidad humana o por la facilidad de desaparición en modificaciones tanto del altar como de la propia iglesia. Cataluña ha guardado en sus museos algunas de estas insignes obras para emoción y atención de lo perdido.

No eran de gran magnitud, dada la altura y longitud del altar, por lo que estaban constituidas a la medida humana. No así los baldaquinos que las acogían por la altura considerable que alcanzaron. Los temas de las piezas que conservamos no difieren mucho del resto de la pintura, tanto mural como absidal, así como la formación de la paleta de colores que está en las mismas tonalidades cromáticas que la pintura general.

Existen hermosas representaciones de la Maiestas Domino acompañada por apostolados, como la tabla de una iglesia de la diócesis de Urgell que se guarda en el Museo nacional de Arte de Cataluña. Otras hablan del suplicio de las almas, de San Miguel pesándolas y rescatando fieles, de la Virgen en mandorla con episodios de mártires y apostolados con escenas de la vida de Jesús, de la Anunciación, Visitación, Natividad y Epifanía, en un tono intimista debido al tamaño de las tablas y su reparto en pequeñas figuras, pero siempre con los temas clásicos de formación e información a los fieles que contemplaban de frente las obras, y como complemento no sólo del resto de la pintura del edificio, sino de la iconografía general del Arte Románico.

Era un arte suplementario que por instalarse sobre tabla mantenía un colorido más vivo por la distinta calidad de recepción del soporte y por las mejores posibilidades de lucir las cualidades del artista al poder ser pintadas en dimensión humana, más de pequeña factura que de grandes dimensiones, no en condiciones incómodas de realización y con graves dificultades de ir contemplando el trabajo general según si iba realizando.


Frontal de altar de la iglesia de San Martín de Puigbó, Gerona, Museo episcopal de Vic

Por ello resultan más atractivas, aparte de considerarlas volumétricamente como cuadros de cualquier exposición moderna y poder ser contempladas a la altura de la vista sin la incomodidad de elevar la mirada hacia el cielo. Aunque pierden la espectacularidad del gran tamaño de las anteriores, pero ganan en canon humano al estar resueltas de diferente modo.

Forman las tablas de los altares un capítulo muy atractivo y diferenciado dentro de la pintura románica, no sólo por el colorido espectacular de la sobria paleta de colores, que aún manteniendo los mismos pocos tonos que las anteriores se definen más acentuados de rojos y amarillos, lo que perfila un contraste mayor de las figuras y de todos los elementos de la tabla, como las orlas de los bordes.

Por otra parte, la disposición rectangular del soporte hace que las historias se agrupen del mismo modo. Se llenará el centro con la figura de Cristo, la Virgen o la representación que interese, para a continuación ir situando en los lados espacios rectangulares de menor o mayor amplitud, pero distribuidos en pisos con las escenas que se tratan de relatar y comunicar. De ese modo se tiene la impresión de que lo que se está contemplando es un panel de cuadrículas que hay que intentar leer de izquierda a derecha o de arriba abajo para comprender el sentido general de la obra, como si de un gran retablo barroco se tratase.

Estos altares románicos llegaron a tener un tablero trasero colgado que se denominaban tabula retro altaris, que significaba tabla de detrás del altar, que después desembocó en los retablos de las iglesias de las artes posteriores, con la misma manera de exhibir en cuadrículas que tuvieron los primeros altares románicos.

Son por tanto las tablas de los altares románicos hermosas piezas cargadas de emoción y colorido que debían aumentar todavía más la decoración del núcleo espiritual del templo que se habían encargado de aislar y señalar convenientemente la arquitectura y la escultura.

Es la pintura la encargada de cerrar esta crónica medieval en la consideración de ser la faceta que más tardíamente se incorpora a las iglesias, pero en atención a que cuando llega se integra perfectamente en la idiosincrasia del Arte Románico con la aportación de representaciones excelsas de iconografía en soporte plano y cóncavo, con cotas de belleza que todavía sorprenden a los visitantes que tienen ocasión de contemplarlas en los museos que las exhiben.

ORFEBRERÍA

El Arte Románico hizo brillar con tal esplendor a las artes suntuarias del momento que, por las características de sus distintos apartados, forman un capítulo aparte dentro de las artes medievales.

El arte suntuario representa el lujo en la concepción artística, no sólo porque sean piezas fundamentales en el altar, sino porque están fabricadas con materiales preciosos, ya sean de oro y plata, de esmalte y marfil, telas bordadas, pedrería variada, o libros iluminados.

Todo formaría parte del tesoro de los monasterios, iglesias y catedrales como estandarte del modo de entender los complementos accesorios del culto. La riqueza y la belleza de esas piezas suntuarias nos es hoy muy desconocida debido a su escasa presencia por su fácil enajenación, los saqueos, guerras, fundiciones y desamortizaciones que sufrieron a lo largo del tiempo. Pero con lo poco que queda podemos darnos cuenta de su importancia en la historia del Arte Románico, y su valor en el mundo de la Iglesia que, de un modo u otro, no ha perdido todavía esa vieja tradición de adorno de lo necesario y funcional.

Los proveedores de tales piezas eran, naturalmente, quienes podían adquirirlas y obsequiarlas a los templos por distintos motivos y razones. Sólo había dos clases sociales que estaban en condiciones de realizarlo: los nobles y los clérigos. No debemos olvidar que la riqueza económica medieval descansaba en lo que el obispo Adalberón de Laon denominó como bellatores y oratores, mientras que los laboratores eran los que surtían de bienes a ambos. Los reyes y los nobles establecieron generosas donaciones de piezas de prestigio. Los monasterios justificaban sus excedentes monetarios adquiriendo objetos litúrgicos de valor como necesidad y devoción animada de lujo. La situación era una combinación de exposición de una Iglesia triunfante y una riqueza feudal galopante.

La elaboración de la orfebrería se realizaba en talleres especializados, ya fueran urbanos o eclesiásticos, con personal muy profesionalizado en su factura. Existe un gran desconocimiento en la autoría de talleres y autorías, aunque no se nos escapa que gran parte de la producción procedería de centroeuropa. De Francia en más concreción.

La fabricación de objetos de orfebrería se realizaba conforme a las técnicas habituales de batido de láminas, o de fundición en moldes adecuados y muy precisos.

El procedimiento de batido, que era el más habitual, consistía en el martilleo de las láminas de oro o plata hasta conseguir un grosor muy fino, pero suficiente para que no rompiese al incorporarlo a la superficie de madera que debía recubrir. De la habilidad y consistencia de la lámina, de su ductibilidad, dependería el resultado final de no excesiva rigidez en el acoplamiento, o de una rugosidad excesiva a causa de su fragilidad.

El método de fundición consistía en la fabricación de un molde que permitiese la aceptación por un bebedero por donde penetraba el material fundido. Es claro que no era el método de las grandes piezas, debido a la dificultad de construir moldes grandes, y a la carestía de los metales si el objeto era demasiado grande. Estaban destinados a piezas más bien pequeñas y dificultosas en el trabajo.

En ambas técnicas se podía emplear decoración variada por cincelado o repujado, dependiendo de la ejecución interior o exterior. Como complemento podía decorarse con una filigrana en soldadura que aparecería engastada en hilaturas de oro o plata que dibujaban motivos geométricos o figurados. Se podía rematar la obra con esmaltes, piedras preciosas, o marfil.

De ese modo estarían adornados los frontales de muchos altares, como los de San Isidoro de León, Sta Mª de Ripoll, Sta Mª la Real de Nájera o el de la Catedral de Santiago, como consta en la documentación de la época. Pero también habría cálices y patenas, candelabros e incensarios, evangeliarios y portapaces. Todo un rico surtido del que apenas tenemos unas cuantas piezas. De ellas las más sobresalientes son: el cáliz de doña Urraca y el de Santo Domingo de Silos, ambos fabricados en la mitad del siglo XI.


Cáliz de doña Urraca y Cáliz de Santo Domingo de Silos

El cáliz de doña Urraca fue donado por la hija de Fernando I a la colegiata de San Isidoro de León. Procede de un suntuoso taller real. Está formado por una copa y un pie de ónice con cintas y tirantes de oro, donde se exhiben delicados dibujos en filigrana de oro, cabujones de piedras preciosas y un camafeo de posible origen romano. En la base muestra por inscripción el nombre de la donante: NOMINE D(omi)NI VRRACA FREDINA(n)DI.

El cáliz de Santo Domingo de Silos es atribuido al uso del santo, que murió en el año 1073. Es un cáliz de grandes dimensiones, mayores que el de doña Urraca, y de configuración completamente distinta. Posee una enorme copa que se une a un enorme pie por medio de un grueso nudo. Está realizado parcialmente en plata sobredorada que está recubierta por una enorme labor de filigrana que forma arcos de herradura apoyados en pilastras, tanto en la copa como en la peana. Es una obra insigne que habla de habilidades románicas, pero de raigambre mozárabe por la presencia de esos arcos, que a la vez no hacen más que corroborar la dependencia que de este arte tuvo el monasterio de San Sebastián, que así se llamaba antes de renombrarlo por su actual denominación, donde existió una iglesia mozárabe, que Santo Domingo conoció.

Existe réplica actual de este cáliz guardado en el monasterio burgalés realizada por el actual maestro orfebre de Silos, Fray Regino, verdadero heredero de la tradición silense en las artes suntuarias que en los siglos medievales tanto enalteció el cenobio.

Citar brevemente otras obras famosas como muy importante el Arca de las reliquias de San Isidoro que sirvió para albergar restos del santo, así como la Arqueta de las ágatas, ambas del siglo XI.

Capítulo sorprendente fue la aplicación de la orfebrería a la imaginería mariana. Se conservan varias imágenes de planchas repujadas sobre alma de madera de gran valor, como las de. Sta Mª la Real de Irache, la Virgen de Astorga o la Virgen de la Vega en Salamanca. Existe un capítulo de pequeñas estatuas, de 25 por 35 cmts, de Virgen con Niño, que se les reconoce como “Virgen de las batallas” por ser transportadas por los guerreros en campaña y que, oradadas, servían también de relicarios.

ESMALTES

El Arte Románico no inventó la confección y técnica de los esmaltes, porque ya entonces era una tradición antigua. Pero sí que los elevó a su máxima categoría y esplendor dentro de las artes suntuarias medievales, porque no se aplicó a piezas de homologación única, sino que la imaginación de los esmaltadores cubrió las diferentes necesidades eclesiásticas al proporcionarles objetos muy diferentes.

De ese modo podemos encontrar hermosos esmaltes en arquetas relicarios, cruces de altar, candelabros, incensarios, píxides, palomas eucarísticas, navetas, báculos, aguamaniles, evangeliarios, sacramentarios, frontales de altar, etc. Todo en el mismo espíritu de florida y colorista decoración que asombraba por su calidad, con un mercado floreciente en toda la Europa románica a precios que, aunque elevados, lo eran menos que los de la orfebrería, justificados estos últimos por la carestía y escasez de las materias primas.

El esmalte consiste en la aplicación de color a las piezas metálicas que le sirven de soporte y lecho. Su confección es a base de materiales pulverizados, como el plomo, sílice, o bórax, que mezclados con distintos óxidos metálicos van a proporcionarle el brillante color que lo caracteriza. El óxido de hierro daría el color rojo, el antimonio, plomo, y plata proporcionarían el amarillo, el cobalto agregaría intensos azules, el cromo incrementaría las distintas tonalidades de verde.

Para ello es necesario someterlos a un proceso de cocido en horno a grandes temperaturas, entre 750 y 800 grados, de modo que la pasta formada por la mezcla pulverizada tome forma de vidrio transparente en los diferentes atrayentes colores que fueron proporcionados a la plancha. El metal que había de recibir y soportar los esmaltes era una plancha de cobre sobredorado.


La instalación del esmalte se producía con dos técnicas distintas, pero de semejante resolución. La primera de ellas es la de alveolado o cloisonné. Consiste en habilitar celdillas independientes soldadas entre sí que serán las que se llenen con los distintos preparados del esmalte, que no mezcla los colores debido a la separación que proporcionan las celdillas. La segunda es la de campeado o champlevé, que trata de hacer unos pequeños huecos excavados para alojar el esmalte. Las zonas no esmaltadas se sobredoraban fuertemente, y se enriquecían con cincelados y calados.

El conjunto finalizado llegaba a proporcionar una pieza brillante y colorista de fuerte atracción por las gamas diferentes que en ella se vertían, pero a la vez por los propios diseños físicos que las acogían, pues se cuidó mucho la plástica del objeto donde se implantaban, ya que variaban mucho, desde la enorme dimensión y posibilidades de un frontal de altar, a las reducidas superficies de un candelabro o una naveta. Ello permitía plantear diferentes interpretaciones artísticas, siempre llenas del esplendoroso colorido de la aplicación del esmalte.

La confección de los esmaltes requería de talleres especializados debido a la dificultad de su tratamiento, tanto material como artístico, pues eran muchos los pasos a desarrollar hasta la finalización de las distintas piezas. Los más importantes se ubicaron en los valles del Rhin y del Mosa. También en Francia existió uno de los más famosos, el de Limoges, que surtió de bellas piezas al mercado centroeuropeo, así como al de la península ibérica.


En España destacó el de Silos, que ya dentro o fuera del monasterio, implantó carácter dentro de ese ámbito artístico, aunque se le negó importancia de autoctonía hasta hace muy pocos años, como sucedió con casi todo el Arte Románico, que se entendió como privilegio nacionalista francés.


Las diferencias entre los distintos talleres se fundamentaban en la aplicación del colorido, aparte de las propiamente artísticas del tratado de las figuras escultóricas, que no recibieron un tratamiento muy diferente al de la escultura monumental, pero aplicada a la especifidad plana de las placas.


La pieza más excelsa, por su grandiosidad de tamaño y perfección de ejecución, es la Urna de Santo Domingo de Silos. Elaborada en el ámbito del taller silense se hizo para alojar el cuerpo del santo. Se trata de un frontal de la urna que se conserva en el museo de Burgos, presidido por una soberbia Maiestas Domini rodeada de los signos de los cuatro evangelistas, a los que acompañan los apóstoles cobijados bajo arcos de medio punto, que son coronados por tejadillos calados en el cobre dorado. La perfección de la obra, que se fecha de 1160 a 1170, es la culminación del taller de Silos. Se verán aquí sus características específicas como son: una escasa gama cromática a base de combinación de distintos tonos de verde y azul con rojos y blancos. Sobresale el hecho de que las cabezas no se realizan en esmalte plano, sino en piezas de cobre con alto relieve, lo que hace cobrar más vida plástica a toda la larga extensión de la pieza.


Imposible detallar la extensa colección de piezas existentes, sus variaciones y diferencias. Se trata de dejar constancia de la existencia de uno de los principales elementos de las artes suntuarias, de las que la Iglesia casi agota en sus posibilidades, pero que atrajo hacia sí como fundamento principal de los tesoros de las catedrales, canónicas y monasterios.


EBORARIA

El Arte Románico tuvo en la eboraria, escultura de objetos de marfil, uno de sus mejores resultados como arte suntuaria. Sobresalió en la confección de pequeñas figuras, como adecuación al material con el que se realizaba, colmillos de animales, que no permitían grandes elaboraciones. A pesar de esta dificultad se lograron piezas de gran riqueza, pues la habilidad de los artesanos y el colorido del marfil proporcionaron texturas y formas de gran hermosura.

La talla en marfil, por la propia composición de su materia, se realiza de forma diferente a la escultura tradicional. El poco volumen, la gran dureza, y la delicadeza necesaria en esos diminutos trazos hace que su elaboración se realice con limas, buriles, sierras; del mismo modo que se operaba en la marquetería más delicada.

La técnica resultaba de una gran finura por la minuciosidad de los trazos en superficies que, aunque amplias, constreñían su campo de actuación en los imperceptibles detalles faciales, anatómicos, o en los pliegues de los vestidos. Por otro lado la carestía de la materia prima, que no se encontraba generalmente en una zona geográfica cercana, provocaba una carestía importante del producto, que debía ser transportado desde tierras lejanas.

Todo ello hacía que esta arte suntuaria alcanzase precios y valores de estimación muy altos, pues en muchos casos se necesitaban varias piezas de marfil para elaborar un solo objeto, aunque lo general es que se desarrollase en volúmenes de pequeño tamaño. También existía escultura de bulto redondo que necesitaba mayor expansión física, complicando su ejecución con ensamblaje de trozos distintos, como ocurría en los Cristos de gran tamaño, lo que llevaba aparejada dificultad añadida en la homologación de tonos y texturas. Las placas no siempre se realizaban en pequeños tamaños, y corrían la misma suerte de dificultad que las grandes piezas, aunque su plástica difiriese mucho de las figuras anteriores.

La eboraria románica es deudora de la gran tradición cordobesa de la España musulmana de entonces. No es, pues, de extrañar que uno de los mejores talleres del siglo XI radicara en el territorio musulmán de Cuenca, que encarnaba la herencia de las técnicas del califato del siglo X, que logró obras de gran perfección, a la que estaban acostumbrados sus depositarios árabes, ofreciéndolas en muchos casos como apreciado regalo a los monarcas hibos, u objeto de botín en sus conquistas.

Es en ese taller conquense donde se realiza la Arqueta con los restos de Santo Domingo de Silos ejecutada por Muhammad ibn Zayyan en el año1026, que después fue reformada hacia los años 1140-1150 para arqueta en la que ubicar los restos del santo, añadiéndole en esmalte la efigie del titular del monasterio flanqueada por dos ángeles. Pertenece al mismo taller el Relicario de San Antolín en la catedral de Palencia, que es reutilizada del mismo modo que la arqueta anterior en torno a los años 1049-1150. Asimismo es una pieza de extraordinario valor la Arqueta de Leyre que acogió los restos de las santas Alodia y Nunilo.


Cristo de Carrizo

De los talleres hibos destaca el taller de León que florece en el torno del monasterio de San Isidoro. El primer patrocinio se debe a la influencia del rey Fernando I y su esposa doña Sancha, que tanto habían de influir en el reverdecer de los artes hibas. A ese taller se debe la realización de la Arqueta de las reliquias de San Juan y San Pelayo con chapas de oro y piedras preciosas, aparte de 25 placas de marfil. De las mismas manos salió el Arca de las Bienaventuranzas, que fue un posible relicario. De estructura prismática mantiene sus laterales decorados con placas de marfil que ilustran las bienaventuranzas. Como detalle de dificultad, pero como gran elemento plástico, las pupilas de los personajes son de azabache. El Crucifijo de Fernando y Sancha, realizado hacia el año 1063, es una obra de gran tamaño en el que parecen trabajar dos artistas diferentes, pero de igual alta cualificación. Uno de ellos se aplica a los relieves de la cruz, que en ambos lados informan de la historia de la salvación. El otro se dedicó a la figura de Cristo que, al modo bizantino, mantiene los ojos abiertos, cuatro clavos, ligera descripción de la anatomía, y el paño de pureza. Resulta una obra de incalculable valía, no sólo por el gran tamaño que alcanzó, sino por la perfección con que fue desarrollada. Otra obra insigne del taller leonés es el Cristo de Carrizo, procedente del monasterio leonés cercano a la villa. Su cronología puede cifrarse a finales del siglo XI con una iconografía clásica respecto de los Cristos románicos. Es pieza de menor tamaño que la anterior, pero de indudable aprecio, como se puede comprobar en el detalle que ofrecemos en la fotografía.

El tercer taller del que salieron piezas de enorme interés fue el de San Millán de la Cogolla, que realizó su producción en la segunda mitad del siglo XI. Entre ellas destaca el Arca de San Millán, elaborada entre los años de 1060 a 1080. Expoliada de joyas y metales, todavía quedan los marfiles, a pesar del robo de algunos de ellos. Su construcción es de forma prismática con cubierta a doble vertiente y más de 29 placas con episodios de la vida del santo, así como de la propia realización de la arqueta y el traslado de las reliquias, representantes de la realeza, monjes y artesanos que la construyeron. Otra obra importante del taller riojano es el Arca de San Felices, que también fue expoliada por los franceses en 1809. La mayoría de las placas siguen en su lugar, pero en una estructura de arca moderna. Las escenas a las que hace referencia el programa iconográfico se concretan en episodios bíblicos.

THEOTOKOS, LA MADRE DE DÍOS

El Arte Románico generó una hermosa y prolífica estatuaria de carácter monumental, pero muy poca escultura de bulto redondo, aunque la existente se comportó iconográficamente del mismo modo que lo hacían la de los tímpanos, pórticos y capiteles.


Theotokos significa “la Madre de Dios” en lengua griega (
θεος - Dios y τοκας - madre), que era el título con el que los primeros cristianos denominaban a María. Orígenes, hacia la mitad del siglo III, fue el primero que utilizó la expresión. El esmalte consiste en la aplicación de color a las piezas metálicas que le sirven de soporte y lecho. Su confección es a base de materiales pulverizados, como el plomo, sílice, o bórax, que mezclados con distintos óxidos metálicos van a proporcionarle el brillante color que lo caracteriza. El óxido de hierro daría el color rojo, el antimonio, plomo, y plata proporcionarían el amarillo, el cobalto agregaría intensos azules, el cromo incrementaría las distintas tonalidades de verde.

No tuvo representación en los albores del cristianismo porque no se empleó la representación de imágenes, aunque sí dos siglos después. Obedeció el cambio al deseo de recurrir a la efigie como medio de interpretación y visualización. Tropezó al principio con rechazo por tratar de corporalizar la idea en ídolos, interacción del mundo clásico, y equiparación a las esculturas de los dioses y emperadores del mundo romano. San Justino las refería como: “fruto de la imaginación de los poetas”.


Pronto hubo más tolerancia teológica y libertad artística a causa de una mayor madurez doctrinal. A finales del siglo III sólo obtenían rechazo las que ofrecían connotaciones claramente paganas. Después del año 313, con Constantino como legalizador de la fe cristiana, se abre el enorme abanico del arte cristiano.

Las imágenes marianas más antiguas hay que buscarlas en las catacumbas después del siglo III con la representación de la Virgen sentada con el Niño en el regazo. En el siglo. VII la Theotokos se extendía ya por todo el orbe cristiano. Todavía había de superar la iconoclasia del siglo VIII para que se instalara definitivamente en la iconografía cristiana.


La Theotokos se incorpora al nuevo mundo formal solucionando brillantemente la lucha entre lo trascendente y lo orgánico con formas sencillas, llenas de gracia y armonía rústica, como demuestran los modelos de las imágenes románicos conservados.


Tuvo gran proliferación debido a: su barato coste, fácil reproducción, escultura seriada de fácil copia, importancia concedida al presidir los altares mayores, devoción mariana de la época, presencia en todas las pequeñas capillas rurales o por la atracción humana, representativa de la imagen madre.


Llenó Europa en los siglos XII y XIII de pequeñas tallas de madera con pocas variaciones en su iconografía, pero con una fuerza más de simple imaginería que de valor escultórico. Bajo el fenómeno artístico se ocultaba un fenómeno teológico inducido de enorme devoción Mariara desencadenada por las personalidades del momento.

La oferta de los imagineros era grande. Iban de pueblo en pueblo ofreciendo sus imágenes. Si bien hay obras de encargo, rara vez se conoce el nombre del artista. Eran productos de fácil y rápida colocación debido a los factores antes mencionados. Muchas se constituían en copias de ermitas cercanas, pero que hilvanaban la continuidad histórica de generaciones, pues compartían sus vidas, y a la vez, se trataba de vírgenes milagreras aparecidas a pastores y niños del pueblo, o al hortelano que la descubre en la tierra escondida tras la invasión árabe, o halladas en fuentes, cuevas y páramos.


Uno de los factores del éxito radica en la leyenda milagrosa de sus hallazgos, pero también por la forma física en que estaban resueltas. Traducen admiración, afecto del corazón cristiano por su Niño, que es Dios, como complicidad diaria humanizada por la biología materna del parto, la crianza y su preocupación; aparte de la familiaridad en la disposición de poseer en el regazo al Hijo, cuestión de común receptación por cualquier madre.


Imágenes románicas de la Theotokos en el museo de la catedral de León

La mayoría, junto con el Hijo, están coronadas, como circunstancia de la realeza del árbol genealógico humano de Cristo, consecuentemente al título teológico de Reina, ya otorgado por Justiniano. La constatación de Regina se establece cuando Gregorio IX manda cantar la Salve Regina en todos los templos de Roma los viernes después de Vísperas. También en 1135 Pedro el Venerable lo había impuesto a los monjes de Cluny en procesiones claustrales. San Bernardo la nombra continuamente como: Soberana y Señora. No se debe olvidar la gran nominación en himnos marianos: Ave Regina Coelorum, Regina Coeli laetere.

Sostienen, generalmente, las imágenes románicas de nuestra intención una esfera entre los dedos, a modo de manzana del Paraíso, como atribución redentora del pecado, segunda Eva, dentro de la más pura doctrina tradicional. El Niño puede aparecer en simetría o asimetría con la Madre, y portar un libro en representación figurada de la Ley, del Evangelio, del libro de la vida, de la palabra y de la redención. A veces sujeta una esfera como indicación de la totalidad, de la perfección.


Es un prototipo que aparece en el mundo románico plena de madurez y rigor, que irá desgranando en miles de imágenes que hoy custodian como verdaderas joyas los museos de Cataluña, León, Astorga, Valladolid, Palencia, como resumen esquemático de un fenómeno explosivo en la historia del Arte Románico español, y que la fácil enajenación ha mermado considerablemente. Todavía en las obras existentes podemos contemplar el mundo vivo de las Theotokos medievales, aquellas ante las que rezaron nuestros antepasados, y que languidecen las salas museísticas a la espera de la fiesta del pueblo, cuando los lugareños las recuperan y ponen en el altar mayor de su iglesia, recobrando así el lugar que los siglos le habían otorgado.

Libros iluminados: LOS BEATOS

El Arte Románico no sólo derrochó talento y esplendor en la construcción y decoración de sus iglesias, sino que reflejó también su belleza en los libros iluminados por los copistas e iluminadores de los monasterios. Unos estaban destinados directamente a las funciones litúrgicas, como Biblias y Evangeliarios. Otros a la instrucción de los monjes.

Entre estos últimos podemos reconocer a los que modernamente se reconocen como Beatos, por ser una asignación específica a un nombre propio y una comarca, (Beato de) la Liébana, como posible inductor de una reconocida familia de libros iluminados, que comenzó en la Alta Edad Media, pero que tuvo pleno desarrollo en la época del Arte Románico, configurando una de las mayores glorias de la historia del arte hibo, digna de ser reconocida como Patrimonio de la Humanidad.

Beato es nombre medieval de varón, el masculino de Beatriz que pasó a nuestra onomástica como Beatriz, mientras que el de Beato quedó sin uso. Fue un personaje histórico que vivió como monje en un monasterio de la comarca asturiana medieval de los valles de la Liébana, hoy perteneciente a Cantabria, como lo atestiguan diferentes fuentes documentales. Escribió en el año 785 un libro, el Apologético, en contra del arzobispo de Toledo defendiendo la paternidad carnal de Cristo y no por adopción, como reclamaba su opositor Elipando. Se le atribuye también la confección hacia el año 776 de uno de los libros más famosos de la Edad Media española, Comentarios al Apocalipsis de San Juan, en el que desgrana instrucción y comentarios al famoso tratado del profeta.

El libro está compuesto de una serie de piezas, no en todos los Beatos igual, aunque sean unitarios en la posesión de las más importantes, como es la presencia continua del Comentario, y otras afines. Todos están escritos sobre pergamino en dos columnas con iluminaciones a un cuarto de página, página entera y doble página. Para exponer sus comentarios al texto del título se utilizan en forma de sentencias breves diversos autores de la literatura eclesiástica antigua, como: Jerónimo, Agustín, Ambrosio, Eulogio, Gregorio Magno, Apringio, Isidoro, Ticonio, Ireneo, entre otros.

Pero la fama no la ganaron Beato y su libro por la avidez en refundir y comentar textos anteriores, que vendría a ser una obra de profunda transformación espiritual, de edificación y elevación moral, sino por las iluminaciones que acompañaban dichas explicaciones. La primera edición del Comentario, hoy inexistente, debió ver la luz en el año 776, sería el primer Beato conocido que llevarían ya las iluminaciones que después sirvieron de copia a los demás.

El tiempo haría que pasase a otros monasterios y por la atracción de las pinturas, sumada a la utilidad del texto, fuese copiado en numerosas ocasiones respetando en lo posible el texto y reproduciendo las iluminaciones del primer manuscrito con la distinta habilidad y capacidad de los iluminadores que se atenían al modelo original, pero adaptándose al momento de su reproducción, de ahí que podamos hablar de Beatos de estirpe mozárabe, románica y protogótica.


Hoy se guardan, enteros o en partes, 25 ejemplares que adquieren indistintamente el nombre del monasterio donde se copió, del donante, del copista, o el lugar de su actual pertenencia y reposo. Así podemos hablar del Beato de Fernando y Sancha o Facundo, del Beato de Londres o de Silos, del Beato Morgan o de San Miguel de la Escalada, del Beato de Valcavado o de Valladolid, etc.

Resulta extraño que un lugar tan apartado de la geografía y del cosmopolitismo cultural pudiera ser el receptáculo de pinturas tan hermosas. Al principio no estaban enmarcadas y no tendrían fondos de colores. 

Beato de Fernando y Sancha. Los cuatro jinetes del Apocalipsis

Después aparecerían con un enorme colorido de tonos fuertes en bandas paralelas. Llama poderosamente la atención la eliminación de toda sugerencia de volumen o ilusión espacial, por el predominio de la línea y el color. Se desarrollan con prioridad absoluta de la figuración plana e intensidad colorista, que se reproducen en los aproximadamente 300 folios de los libros mejor conservados, en los que habría unas 100 iluminaciones. La plástica se somete a la habilidad del iluminador para dar figuraciones diferentes del mismo modelo, que varían mucho desde los primeros a los últimos.

Las iluminaciones se atenían directamente a los párrafos del texto de San Juan, que Beato después comentaba según su conocimiento y saber. Las pinturas no refieren más que lo que el profeta tuvo como visión, representando un testimonio gráfico de lo por él relatado. Se realizó tal labor en forma de comic, con expresiones comunes y claras de los elementos textuales, con frases escritas que todavía pudieran aclarar más la relación del texto profético y la iluminación.

Resulta imposible extenderse más en las explicaciones debido a lo complicado del asunto y las infinitas posibilidades de los distintos comentarios y pinturas, por lo que vamos a cerrarlo con un texto evangélico del Apocalipsis de San Juan ilustrado en el Beato de Fernando y Sancho, también llamado Facundo por el nombre de su iluminador, copiado en el año 1047 que actualmente se encuentra en la Biblioteca nacional de Madrid, y que es representativo del modelo de los Beatos románicos.

LA VISIÓN DE LOS CUATRO JINETES.

Lib. 6, 1-8. “Miré y vi aparecer un caballo blanco. El que lo montaba tenía un arco; se le dio una corona y marchó victorioso, dispuesto a vencer... y salió otro caballo de color rojo. Al que lo montaba se le entregó una gran espada con poder para arrancar la paz de la tierra y hacer que los hombres se degollaran unos a otros... Miré y vi aparecer un caballo negro. El que lo montaba tenía una balanza en la mano... Miré y vi aparecer un caballo amarillento. El que lo montaba tenía por nombre Muerte y el Abismo lo seguía. Y se les dio poder sobre la cuarta parte de la tierra para causar la muerte por medio de la espada, el hambre, la peste y las fieras terrestres”

A MODO DE CONCLUSIÓN

El Arte Románico nos ha permitido realizar un recorrido intelectual y cultural a través de una amplia cronología de la Edad Media analizando la arquitectura, la escultura y la pintura de las iglesias de la época.

Esos tres elementos dan la medida de todo el entramado social y artístico de los hombres que las soñaron, las promovieron, las pagaron, las hicieron y las habitaron. Porque no sólo se trataba de estructuras y de decoración, sino de una forma de entender el universo, la religión y la relación entre los hombres, siempre dirigida y promocionada por las enseñanzas evangélicas que de sus formas de construir y decorar se derivaban.

El centro de la vida de las gentes del medioevo estaba determinado por las dos clásicas estructuras de poder: la regia y la divina. Cada una de esas esferas cuidaba de no perder dominio ni autoridad. Estaba sometido el poder regio al divino, por facultad de éste de encargarse a modo vicarial del reino de Dios en la tierra y para poder ser favorecido con la titulación de “por gracia de Dios”, como sucedió hasta hace muy poco en las monedas de curso legal. Era por ello deudor de la gracia divina representada más directamente en la tierra por el poder eclesiástico, que se podía ejercer desde los tronos papales, episcopales, abaciales, o simplemente desde el presbiterio de la iglesia de la villa.

No quedaba mucho espacio para el humilde servidor que tenía que atender a las voraces necesidades del rey o noble y a las exigencias morales derivadas de las enseñanzas de los presbíteros. Todo se ve reflejado en las huellas de ese pasado que ofrecen la arquitectura, la escultura y la pintura. Porque la historia del hombre es la historia de sus artefactos, que nunca mejor expresada la palabra para hacer alusión a sus realidades fácticas, para explorar a través de ellos su vida personal.

La historia de las gentes es la historia de sus necesidades, de las victorias sobre sus dificultades sociales y económicas, pero también de sus símbolos, de aquello que sin formar parte de lo táctil configura una enorme porción de sus vidas. Lo que queda en la soledad del hombre después de su pobreza o su riqueza, de la salud o la enfermedad, del llanto o de alegría.

El hombre medieval se regía, al igual que el moderno, por los símbolos, porque sólo así podía elevarse de la baja condición humana sujeta a las miserias de las realidades cotidianas. Si la religión llegó a ser el punto central de la vida medieval fue porque era el distintivo de la pretendida variación de su condición, que no se la ofrecía el poder terrenal y sí el celestial.

El intento de promesa de mejora que significaba ese mundo futuro, fuera de la órbita de los poderosos, fue lo que le alentó a perseverar en las ideas simbólicas que le proporcionaban las tareas artísticas de la religión, encauzadas en la arquitectura, escultura y pintura de las iglesias románicas. Si había otro mundo, había que buscarlo a través de las revelaciones alegóricas de los signos evangélicos que los artistas ponían a su disposición.

Para ello era fundamental que se percibiese el mensaje con total unidad de criterio, a lo que estaban dispuestos los que manejaban los hilos de la sociedad de entonces, ofreciendo programas de relación social dirigidos desde las alturas eclesiásticas siempre en el mismo sentido y a través de todas las geografías conocidas. Ese criterio unificador tenía como origen el fundamento de la realidad religiosa que emanaba de la autoridad del sucesor de Cristo, que era el Papa o de los servidores que por delegación lo ejercían. La misma directriz de dirigismo unitario se formulaba para los eclesiásticos cuando se decidían cambios fundamentales para el estamento religioso, como fue la supresión de las liturgias nacionales en favor de la emergente romana.

Caminaba, pues, el hombre medieval por un camino pensado por otros, pero que le obligaron a construirlo con sus propias manos y pagarlo con sus dineros. Ese camino estaba sembrado de iglesias, de esculturas y de pinturas que reflejaban los afanes y desvelos de la mayor clase social del momento: los laboratores.

Nada que no se pueda contemplar hoy en día, donde los estados, las entidades financieras y los poderes fácticos obligan a caminar por senderos parecidos. Cuando haya que estudiar la historia del hombre moderno habrá que hacerlo en el rastreo de sus artefactos, de sus coches, pisos, cines, teléfonos, de sus realidades que asombraron al mundo con tanto invento. Después habrá que analizar su influencia sobre la sociedad y a quiénes beneficiaba tanto artefacto.


La catedral de Santiago, según dibujo de Arturo Franco Taboada

Esos son los símbolos de nuestro tiempo. Por eso quiere este cronista finalizar su relato del mundo románico medieval con una realidad artística que se construyó para la eternidad por todas esas clases sociales que el obispo Adalberón de Laon había avanzado: bellatores, oratores, pero sobre todo de laboratores. Me refiero a la mayor joya del mundo románico, a la catedral de Santiago que ofrecemos en la fotografía.

Lleva casi mil años contemplando las virtudes y defectos de las sociedades que le sucedieron, de las ansias y las oraciones de sus peregrinos, de las intrigas políticas o eclesiásticas de los poderosos que dominaron su construcción y de las peleas para ejercer el poder temporal y eclesiástico. Las del obispo Diego Peláez, de Alfonso VI, del arzobispo Gelmírez, de doña Urraca, de nobles, infantes y clérigos que hasta el día de hoy se sirvieron de ella para ejercer su poder en la tierra.

De todo ello informa la historia de su existencia, de su arquitectura, de su escultura, de su pintura, de los hombres que bajo ella se afanaron para construir sus bóvedas y representar con símbolos un mundo que no podían concretar con las realidades del momento.

Con la belleza y la perdurabilidad de su estructura y la placidez de su visión nos retiramos de la historia medieval para continuar el paseo por nuestra mundana vida moderna, habiendo comprendido la perenne fragilidad del ser humano. Como decía Bertrand Russel: la vida del hombre ha variado muy poco desde el año cero.

 

 

 

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