LA HISTORIA Y EL TERRORISMO*
Al parecer los primeros actos terroristas
conocidos estuvieron inspirados por el fanatismo religioso. Entre los zelotes,
un movimiento judío contrario a la dominación romana, surgieron, en el siglo I
de nuestra era, la temible secta de los sicarios,
cuyo nombre recuerda su habilidad mortal en el manejo de la sica, una
daga con la que degollaban a los legionarios romanos. Como complemento a su
actividad criminal, los sicarios quemaban tierras o envenenaban pozos que
abastecían de agua a Jerusalén. De modo semejante, durante los siglos XI y XII
la secta chií de los
ismaelitas dio origen a la banda de los assassins (de ahí el
nombre de asesino) caracterizada por sus actos violentos contra los cruzados
cristianos y por la concepción de sus crímenes como auténticas operaciones de
obediencia religiosa.
“La gloria es el halo de los muertos”
escribió Balzac cuando intuyó la estrecha complicidad con la muerte que subyace
a las ideologías y a los fervores suscitados por las patrias. Religión y muerte
siempre han estado estrechamente vinculadas. La muerte ha aparecido en todo
momento como la situación marginal por excelencia y por lo tanto necesitada de
dotarse de un sentido. De ahí que para morir o para matar se precisara una
legitimación religiosa. Es bien sabido que el fanatismo se convierte
cómodamente en polizón de la religiosidad. Voltaire decía que el fanatismo era
a la superstición lo que el delirio a la fiebre y añadía “El que toma sus ensueños
por realidades es un entusiasta pero el que sostiene su locura visionaria con
el asesinato es un fanático” Entre las primeras decisiones de ETA, en 1965,
antes de empezar sus crímenes estuvo la de consultar a algunos sacerdotes
nacionalistas sobre la licitud de la violencia.
El recurso al terror, junto con el intento de
su justificación política ante la sociedad a la que se aterroriza, es lo que da
un carácter específico a la violencia terrorista que la distingue de otros
tipos de violencia. Los terroristas consideran al ser humano solo un medio para
conseguir unos fines supuestamente superiores. Por ello, producen sufrimiento
sin límite, golpeando las áreas más vulnerables y desprotegidas de la sociedad.
El terrorismo, en sentido estricto, el terrorismo moderno aparece por vez
primera durante la Revolución Francesa, cuando el gobierno jacobino encabezado
por Robespierre implantó un régimen de terror, proliferando las ejecuciones
sumarias con el fin de amedrentar y someter a la población.
A partir de entonces, numerosos Estados
serían acusados de haber cometido actividades terroristas hasta el punto de
poder haber sido considerados “Estados
terroristas”. Según Hannah Arendt, los sistemas nazis y estalinista
representan el más alto grado de Estado terrorista en el siglo XX. Regímenes
caracterizados por su recurso sistemático al terror. Pero desde finales del
siglo XIX hasta hoy el concepto de terrorismo más que a las prácticas estatales
se ha aplicado con mayor frecuencia a actividades de insurgencia desarrolladas
por distintas organizaciones violentas. El profesor Luis de la Corte ha
dedicado un espléndido libro “La lógica del terrorismo” a mostrar la
heterogeneidad del terrorismo, sus condicionamientos y detonantes sociales.
Uno de los más prestigiosos historiadores del
terrorismo moderno Rapoport señala cuatro oleadas terroristas desde la primera
con la Rusia zarista de 1880 hasta hoy, cuatro ciclos temporales, en los que el
terrorismo fue una práctica violenta desplegada por diversos movimientos
insurgentes en distintos países. La segunda oleada terrorista podría ser
definida como oleada anticolonial: se inicia en 1917 y se concluiría en torno a
1965. Su justificación fundamental: la reivindicación del derecho de
autodeterminación. La tercera oleada de la nueva izquierda nacionalista
comienza con las agitaciones sociales en torno al 68 y se extiende hasta le
década de 1980. Como fusión de determinadas aspiraciones nacionalistas
preexistentes y las corrientes ideológicas de extrema izquierda podríamos
analizar aquí ETA y el IRA que vendrían de la segunda oleada. El cuarto y
último ciclo terrorista, en el que estamos todavía insertos se caracteriza por
la proliferación de integrismos religiosos que buscan la expansión violenta de
sus propios dogmas y la liquidación de aquellos considerados enemigos de su fe.
La historia más reciente, la historia de la
recuperación de unas instituciones democráticas y una conciencia cívica basada
en el ejercicio de la libertad, la historia que va de 1975 hasta ayer mismo ha
coincidido en España con la actividad terrorista de ETA. Ningún otro lugar de
Europa ha compartido la desgracia de contar, en todo ese tiempo, con la
barbarie obstinada de un grupúsculo de fanáticos seducidos por el brillo
político del crimen. Desde luego, ningún otro lugar de Europa, a excepción de
Irlanda del Norte, ha estado dispuesto a sumar a los asesinatos la infamia de
un discurso de justificación que convierte a los criminales en la encarnación
de una Causa. Nadie, en ningún otro lugar de Europa, ni siquiera en el modo
atenuado en que se hace en ciertos discursos oficiales, señala hoy que tales
individuos expresaban una realidad nacional, ni que a través de ellos se
manifestaba la voluntad de un pueblo. Aquí se ha matado en masa por un concepto
aberrante de patria. Y se ha matado, en un periodo dilatado de tiempo, en
nombre de un repudio de España, de un país al que se desea impugnar, destruir,
negar.
En Europa, a mediados de los años ochenta,
los criminales alucinados de las Brigadas Rojas o de la llamada Fracción del
Ejército Rojo estaban muertos hacía tiempo o encerrados en las cárceles,
marcados por la ignominia pública. Nadie con dos dedos de escrúpulo moral
sentía ya ninguna simpatía por las soflamas retóricas del terrorismo de
izquierdas, y salvo las mentes débiles o los fanáticos cegados por las causas
perdidas, muy pocos estaban dispuestos a festejar sus consignas. Los vástagos
violentos de las protestas estudiantiles del 68 eran simples criminales, y como
tales debían ser perseguidos. Y lo mismo debía hacerse con quienes les
proporcionaban cobertura ideológica y quizá algo más. Así se explica, en 1979,
la detención en Italia de Toni Negri, profesor de la Universidad de Padua,
quien había refrendado ataques violentos contra compañeros de la Universidad y,
después del secuestro y asesinato de Aldo Moro, presidente de la Democracia
Cristiana, ex presidente del Gobierno italiano y ex ministro de Asuntos
Exteriores, había escrito, celebrando la “aniquilación del adversario”:
“El dolor de mi adversario no me afecta: la
justicia proletaria tiene la fuerza productiva de la autoafirmación y la
facultad de la convicción lógica.”
La misma estética del “diálogo” –ahí seguimos
sin originalidad ni progreso alguno– ha incluido una progresiva decantación
hacia la definición de la violencia de ETA como algo que debía tener algún
campo de negociación, aunque fuera a través de aliados del Gobierno con los que
no se ha roto después de que hayan participado en contactos directos con la
banda. Así lo ha exigido un sector de la población inclinada a normalizar el
sintagma conflicto
vasco, eufemismo trágico del puro y simple asesinato. La frase
«ustedes que pueden, negocien», leída en el comunicado final de la
manifestación de Barcelona tras el asesinato de Ernest Lluch, confirmó
rotundamente la propagación de la cultura del diálogo también al ámbito del
terrorismo, desdeñando el progresivo ahogamiento de ETA, su marginación de las
instituciones, la posibilidad de su asfixia financiera y la eficiente tarea
policial. Al mismo tiempo, proliferaron las alusiones al «modelo irlandés» y
nunca se habló del modelo italiano —que podría resultar mucho más parecido a lo
que tratamos aquí—, cuando todas las fuerzas del arco parlamentario, desde el
Movimiento Social Italiano (MSI) hasta el Partido Comunista (PCI) cerraron
filas entre 1969 y 1980, negándose a cualquier tipo de consideración política
de los trescientos cincuenta asesinatos cometidos por la extrema derecha o la
extrema izquierda.
En esas condiciones de permanente
«disposición al diálogo», se manifiesta una farsante endeblez ideológica que
transmite a la ciudadanía una carencia de seguridad en las propias posiciones.
Porque lo que se ha llevado a los españoles no es la tolerancia, sino la
carencia de identidad. El respeto a las ideas ajenas siempre supone las ideas
propias. En cambio, los nacionalistas vascos y catalanes saben perfectamente lo
que tienen que aparentar: la representación de naciones conscientes y
orgullosas de sí mismas, seguras de su estatuto de soberanía, dispuestas a una
dinámica de exigencias que concluya en la conquista de un Estado propio.
Por el contrario, lo que se ha hecho aquí es
abrir una y otra vez un debate que, si no puede darse por cerrado mientras
existan personas que impugnen la existencia de la nación española, quizá
debería darse por zanjado por aquellos que tienen los medios y la obligación de
protegerla.
Lo paradójico es que el temor a herir
susceptibilidades ha tenido un efecto contrario: alimentar la sensibilidad de
un espacio que está ahora en condiciones de movilizar a muchas más personas y
de disponer de muchos más recursos para expresar la insoportable levedad de
nuestra convivencia y la intolerable realidad de nuestra existencia como
nación.
Pero ¡cuántas veces hemos permitido que
nuestra convicción democrática se tomara como ausencia de convicciones!
¡Cuántas veces hemos tratado de ponernos en el lugar del otro hasta que esa
perspectiva se ha confundido con la ausencia de lugar propio alguno! ¡Hasta qué
punto hemos sido reticentes a la hora de enorgullecernos de ser miembros de una
nación libre e históricamente definida, cuando ha sido más fácil aceptar el
brebaje transaccional de considerar que este país, España, «estaba por hacer»!
Y, en realidad, hemos aceptado “como nuestras” las ideas que siempre fueron las
de otros y que han sido campo abonado para que el crimen encuentre su
“actualidad”, “su congruencia”. Ninguna duda ha sobrevolado la proliferación de
identidades colectivas salidas directamente de episodios burocráticos y pactos
de elites locales. Ningún reproche se ha levantado contra la trampa bien urdida
de que España no tiene la misma densidad nacional que cada una de sus
comunidades integrantes. Sobre esa debilidad de nuestra conciencia nacional se
ha alzado un discurso de separación, sobre la pérdida de lo que en nuestra
larga historia junta habíamos llamado patriotismo.
¿Solo en España importaba en nombre de qué se
asesinaba? Sólo en España, donde las motivaciones se han distinguido
cuidadosamente de los métodos criminales para hacerse universalmente
respetables e infatigablemente negociables, donde sufrimos en carne propia lo
que en algunos frívolos ámbitos universitarios y políticos circula,
paradójicamente, como un auténtico dogma emancipador: la primacía de los
presuntos pueblos sobre los individuos reales, la sustitución del pluralismo
civil por yuxtaposiciones de supuestas culturas nacionales o identidades
colectivas que ni admiten ninguna diversidad en su interior ni toleran que se
ponga en duda desde fuera la legitimidad de cada uno de sus actos o
creencias.
Sólo en el País Vasco, una tierra donde tanta
gente lleva tantos años mirando hacia otro lado y callando, o hablando en voz
baja, o no diciendo nada, haciendo que no ve y que no escucha mientras suenan
muy cerca los disparos secos de las pistolas y los gritos de quienes aclaman a
los criminales y celebran el derramamiento de sangre. La belle mort era
solemnizada religiosamente cada vez que uno de esos héroes asesinos caía en
combate y el impacto de los gestos y símbolos era muy grande en una comunidad
sentimental y acrítica. El etarra herido del comando Vizcaya cuando era
trasladado en una camilla al hospital se incorporó para gritar Gora Euzkadi Azkatuta y
el hecho se recogió en distintos carteles de las carreteras vascas.
Sólo en el País Vasco, importaba en nombre de
qué se asesinaba, solo en el País Vasco donde el río de sangre llevó tanto
tiempo fluyendo bajo nuestros pies que ya se convirtió en una costumbre, en
parte de una monstruosa normalidad en la que siempre ha estado incluido el
desprecio o al menos la frialdad ante el dolor de las víctimas. Durante todo un
largo tiempo de tinieblas la propia Iglesia demostró su absoluta incapacidad
para hacer crítica y pedir perdón.
Se dirá que hoy la condena es unánime. Dejemos
fuera de esa unanimidad a quienes nunca han rechazado la barbarie etarra. Pero
¿por qué no dejar fuera de ese supuesto consenso cívico también a quienes
permiten que el terrorismo sea una deficiencia de nuestra democracia, en lugar
de ser lo opuesto a la democracia? Demasiadas voces y demasiadas veces, quienes
se llaman nacionalistas democráticos acompañan su condena con una inmediata
reticencia por las medidas legales que se toman para evitar el desarrollo de
las redes de los criminales, para expulsar de las instituciones a quienes les
justifican, para evitar el insulto supremo de que sus amigos reciban un sueldo
que procede de los propios bolsillos de las víctimas.
¿Puede resultarnos sorprendente el distinto
énfasis que se observa a la hora de condenar el crimen, cuando la unidad
efímera ante los despojos de las víctimas da paso a la adjudicación de culpas
lanzadas contra quienes «se empeñan» en no ceder ante las reivindicaciones en
cuyo nombre se ha ejercido la violencia? Sin que, claro está, nadie parezca
comprender que el terrorismo no es solo un instrumento destinado a la obtención
de un fin, sino una forma de vida, una concepción de la propia libertad de
acción que incluye la abolición de la existencia que se considera ajena.
¿Importa en nombre de qué se mata? Solo en España: solo donde esas
«motivaciones» se distinguen cuidadosamente de los «métodos» para hacerse
universalmente respetables e infatigablemente negociables.
Estas reflexiones, el espectáculo obsceno de
antiguos dirigentes etarras convertidos en personajes políticos, la halitosis
moral del Gobierno Vasco con sus mentiras organizadas sobre la historia de ETA
precipitan la pregunta:¿Ha sido realmente derrotada ETA? ¿Quiénes son los
vencedores y quienes los vencidos? Nadie mejor que el profesor Rogelio
Alonso en su brillante ensayo “La derrota del vencedor” ha sabido responder a
estas preguntas.
https://www.fundacionmgimenezabad.es/es/la-historia-y-el-terrorismo
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