domingo, 3 de diciembre de 2023

 

LA HISTORIA Y EL TERRORISMO*

Al parecer los primeros actos terroristas conocidos estuvieron inspirados por el fanatismo religioso. Entre los zelotes, un movimiento judío contrario a la dominación romana, surgieron, en el siglo I de nuestra era, la temible secta de los sicarios, cuyo nombre recuerda su habilidad mortal en el manejo de la sicauna daga con la que degollaban a los legionarios romanos. Como complemento a su actividad criminal, los sicarios quemaban tierras o envenenaban pozos que abastecían de agua a Jerusalén. De modo semejante, durante los siglos XI y XII la secta chií de los ismaelitas dio origen a la banda de los assassins (de ahí el nombre de asesino) caracterizada por sus actos violentos contra los cruzados cristianos y por la concepción de sus crímenes como auténticas operaciones de obediencia religiosa.

“La gloria es el halo de los muertos” escribió Balzac cuando intuyó la estrecha complicidad con la muerte que subyace a las ideologías y a los fervores suscitados por las patrias. Religión y muerte siempre han estado estrechamente vinculadas. La muerte ha aparecido en todo momento como la situación marginal por excelencia y por lo tanto necesitada de dotarse de un sentido. De ahí que para morir o para matar se precisara una legitimación religiosa. Es bien sabido que el fanatismo se convierte cómodamente en polizón de la religiosidad. Voltaire decía que el fanatismo era a la superstición lo que el delirio a la fiebre y añadía “El que toma sus ensueños por realidades es un entusiasta pero el que sostiene su locura visionaria con el asesinato es un fanático” Entre las primeras decisiones de ETA, en 1965, antes de empezar sus crímenes estuvo la de consultar a algunos sacerdotes nacionalistas sobre la licitud de la violencia.

El recurso al terror, junto con el intento de su justificación política ante la sociedad a la que se aterroriza, es lo que da un carácter específico a la violencia terrorista que la distingue de otros tipos de violencia. Los terroristas consideran al ser humano solo un medio para conseguir unos fines supuestamente superiores. Por ello, producen sufrimiento sin límite, golpeando las áreas más vulnerables y desprotegidas de la sociedad. El terrorismo, en sentido estricto, el terrorismo moderno aparece por vez primera durante la Revolución Francesa, cuando el gobierno jacobino encabezado por Robespierre implantó un régimen de terror, proliferando las ejecuciones sumarias con el fin de amedrentar y someter a la población.

A partir de entonces, numerosos Estados serían acusados de haber cometido actividades terroristas hasta el punto de poder haber sido considerados “Estados terroristas”. Según Hannah Arendt, los sistemas nazis y estalinista representan el más alto grado de Estado terrorista en el siglo XX. Regímenes caracterizados por su recurso sistemático al terror. Pero desde finales del siglo XIX hasta hoy el concepto de terrorismo más que a las prácticas estatales se ha aplicado con mayor frecuencia a actividades de insurgencia desarrolladas por distintas organizaciones violentas. El profesor Luis de la Corte ha dedicado un espléndido libro “La lógica del terrorismo” a mostrar la heterogeneidad del terrorismo, sus condicionamientos y detonantes sociales.

Uno de los más prestigiosos historiadores del terrorismo moderno Rapoport señala cuatro oleadas terroristas desde la primera con la Rusia zarista de 1880 hasta hoy, cuatro ciclos temporales, en los que el terrorismo fue una práctica violenta desplegada por diversos movimientos insurgentes en distintos países. La segunda oleada terrorista podría ser definida como oleada anticolonial: se inicia en 1917 y se concluiría en torno a 1965. Su justificación fundamental: la reivindicación del derecho de autodeterminación. La tercera oleada de la nueva izquierda nacionalista comienza con las agitaciones sociales en torno al 68 y se extiende hasta le década de 1980. Como fusión de determinadas aspiraciones nacionalistas preexistentes y las corrientes ideológicas de extrema izquierda podríamos analizar aquí ETA y el IRA que vendrían de la segunda oleada. El cuarto y último ciclo terrorista, en el que estamos todavía insertos se caracteriza por la proliferación de integrismos religiosos que buscan la expansión violenta de sus propios dogmas y la liquidación de aquellos considerados enemigos de su fe.

La historia más reciente, la historia de la recuperación de unas instituciones democráticas y una conciencia cívica basada en el ejercicio de la libertad, la historia que va de 1975 hasta ayer mismo ha coincidido en España con la actividad terrorista de ETA. Ningún otro lugar de Europa ha compartido la desgracia de contar, en todo ese tiempo, con la barbarie obstinada de un grupúsculo de fanáticos seducidos por el brillo político del crimen. Desde luego, ningún otro lugar de Europa, a excepción de Irlanda del Norte, ha estado dispuesto a sumar a los asesinatos la infamia de un discurso de justificación que convierte a los criminales en la encarnación de una Causa. Nadie, en ningún otro lugar de Europa, ni siquiera en el modo atenuado en que se hace en ciertos discursos oficiales, señala hoy que tales individuos expresaban una realidad nacional, ni que a través de ellos se manifestaba la voluntad de un pueblo. Aquí se ha matado en masa por un concepto aberrante de patria. Y se ha matado, en un periodo dilatado de tiempo, en nombre de un repudio de España, de un país al que se desea impugnar, destruir, negar.

En Europa, a mediados de los años ochenta, los criminales alucinados de las Brigadas Rojas o de la llamada Fracción del Ejército Rojo estaban muertos hacía tiempo o encerrados en las cárceles, marcados por la ignominia pública. Nadie con dos dedos de escrúpulo moral sentía ya ninguna simpatía por las soflamas retóricas del terrorismo de izquierdas, y salvo las mentes débiles o los fanáticos cegados por las causas perdidas, muy pocos estaban dispuestos a festejar sus consignas. Los vástagos violentos de las protestas estudiantiles del 68 eran simples criminales, y como tales debían ser perseguidos. Y lo mismo debía hacerse con quienes les proporcionaban cobertura ideológica y quizá algo más. Así se explica, en 1979, la detención en Italia de Toni Negri, profesor de la Universidad de Padua, quien había refrendado ataques violentos contra compañeros de la Universidad y, después del secuestro y asesinato de Aldo Moro, presidente de la Democracia Cristiana, ex presidente del Gobierno italiano y ex ministro de Asuntos Exteriores, había escrito, celebrando la “aniquilación del adversario”:

“El dolor de mi adversario no me afecta: la justicia proletaria tiene la fuerza productiva de la autoafirmación y la facultad de la convicción lógica.”    

La misma estética del “diálogo” –ahí seguimos sin originalidad ni progreso alguno– ha incluido una progresiva decantación hacia la definición de la violencia de ETA como algo que debía tener algún campo de negociación, aunque fuera a través de aliados del Gobierno con los que no se ha roto después de que hayan participado en contactos directos con la banda. Así lo ha exigido un sector de la población inclinada a normalizar el sintagma conflicto vasco, eufemismo trágico del puro y simple asesinato. La frase «ustedes que pueden, negocien», leída en el comunicado final de la manifestación de Barcelona tras el asesinato de Ernest Lluch, confirmó rotundamente la propagación de la cultura del diálogo también al ámbito del terrorismo, desdeñando el progresivo ahogamiento de ETA, su marginación de las instituciones, la posibilidad de su asfixia financiera y la eficiente tarea policial. Al mismo tiempo, proliferaron las alusiones al «modelo irlandés» y nunca se habló del modelo italiano —que podría resultar mucho más parecido a lo que tratamos aquí—, cuando todas las fuerzas del arco parlamentario, desde el Movimiento Social Italiano (MSI) hasta el Partido Comunista (PCI) cerraron filas entre 1969 y 1980, negándose a cualquier tipo de consideración política de los trescientos cincuenta asesinatos cometidos por la extrema derecha o la extrema izquierda.

En esas condiciones de permanente «disposición al diálogo», se manifiesta una farsante endeblez ideológica que transmite a la ciudadanía una carencia de seguridad en las propias posiciones. Porque lo que se ha llevado a los españoles no es la tolerancia, sino la carencia de identidad. El respeto a las ideas ajenas siempre supone las ideas propias. En cambio, los nacionalistas vascos y catalanes saben perfectamente lo que tienen que aparentar: la representación de naciones conscientes y orgullosas de sí mismas, seguras de su estatuto de soberanía, dispuestas a una dinámica de exigencias que concluya en la conquista de un Estado propio.

Por el contrario, lo que se ha hecho aquí es abrir una y otra vez un debate que, si no puede darse por cerrado mientras existan personas que impugnen la existencia de la nación española, quizá debería darse por zanjado por aquellos que tienen los medios y la obligación de protegerla.

Lo paradójico es que el temor a herir susceptibilidades ha tenido un efecto contrario: alimentar la sensibilidad de un espacio que está ahora en condiciones de movilizar a muchas más personas y de disponer de muchos más recursos para expresar la insoportable levedad de nuestra convivencia y la intolerable realidad de nuestra existencia como nación.

Pero ¡cuántas veces hemos permitido que nuestra convicción democrática se tomara como ausencia de convicciones! ¡Cuántas veces hemos tratado de ponernos en el lugar del otro hasta que esa perspectiva se ha confundido con la ausencia de lugar propio alguno! ¡Hasta qué punto hemos sido reticentes a la hora de enorgullecernos de ser miembros de una nación libre e históricamente definida, cuando ha sido más fácil aceptar el brebaje transaccional de considerar que este país, España, «estaba por hacer»! Y, en realidad, hemos aceptado “como nuestras” las ideas que siempre fueron las de otros y que han sido campo abonado para que el crimen encuentre su “actualidad”, “su congruencia”. Ninguna duda ha sobrevolado la proliferación de identidades colectivas salidas directamente de episodios burocráticos y pactos de elites locales. Ningún reproche se ha levantado contra la trampa bien urdida de que España no tiene la misma densidad nacional que cada una de sus comunidades integrantes. Sobre esa debilidad de nuestra conciencia nacional se ha alzado un discurso de separación, sobre la pérdida de lo que en nuestra larga historia junta habíamos llamado patriotismo.

¿Solo en España importaba en nombre de qué se asesinaba? Sólo en España, donde las motivaciones se han distinguido cuidadosamente de los métodos criminales para hacerse universalmente respetables e infatigablemente negociables, donde sufrimos en carne propia lo que en algunos frívolos ámbitos universitarios y políticos circula, paradójicamente, como un auténtico dogma emancipador: la primacía de los presuntos pueblos sobre los individuos reales, la sustitución del pluralismo civil por yuxtaposiciones de supuestas culturas nacionales o identidades colectivas que ni admiten ninguna diversidad en su interior ni toleran que se ponga en duda desde fuera la legitimidad de cada uno de sus actos o creencias. 

Sólo en el País Vasco, una tierra donde tanta gente lleva tantos años mirando hacia otro lado y callando, o hablando en voz baja, o no diciendo nada, haciendo que no ve y que no escucha mientras suenan muy cerca los disparos secos de las pistolas y los gritos de quienes aclaman a los criminales y celebran el derramamiento de sangre. La belle mort era solemnizada religiosamente cada vez que uno de esos héroes asesinos caía en combate y el impacto de los gestos y símbolos era muy grande en una comunidad sentimental y acrítica. El etarra herido del comando Vizcaya cuando era trasladado en una camilla al hospital se incorporó para gritar Gora Euzkadi Azkatuta y el hecho se recogió en distintos carteles de las carreteras vascas.

Sólo en el País Vasco, importaba en nombre de qué se asesinaba, solo en el País Vasco donde el río de sangre llevó tanto tiempo fluyendo bajo nuestros pies que ya se convirtió en una costumbre, en parte de una monstruosa normalidad en la que siempre ha estado incluido el desprecio o al menos la frialdad ante el dolor de las víctimas. Durante todo un largo tiempo de tinieblas la propia Iglesia demostró su absoluta incapacidad para hacer crítica y pedir perdón.

Se dirá que hoy la condena es unánime. Dejemos fuera de esa unanimidad a quienes nunca han rechazado la barbarie etarra. Pero ¿por qué no dejar fuera de ese supuesto consenso cívico también a quienes permiten que el terrorismo sea una deficiencia de nuestra democracia, en lugar de ser lo opuesto a la democracia? Demasiadas voces y demasiadas veces, quienes se llaman nacionalistas democráticos acompañan su condena con una inmediata reticencia por las medidas legales que se toman para evitar el desarrollo de las redes de los criminales, para expulsar de las instituciones a quienes les justifican, para evitar el insulto supremo de que sus amigos reciban un sueldo que procede de los propios bolsillos de las víctimas.

¿Puede resultarnos sorprendente el distinto énfasis que se observa a la hora de condenar el crimen, cuando la unidad efímera ante los despojos de las víctimas da paso a la adjudicación de culpas lanzadas contra quienes «se empeñan» en no ceder ante las reivindicaciones en cuyo nombre se ha ejercido la violencia? Sin que, claro está, nadie parezca comprender que el terrorismo no es solo un instrumento destinado a la obtención de un fin, sino una forma de vida, una concepción de la propia libertad de acción que incluye la abolición de la existencia que se considera ajena. ¿Importa en nombre de qué se mata? Solo en España: solo donde esas «motivaciones» se distinguen cuidadosamente de los «métodos» para hacerse universalmente respetables e infatigablemente negociables.

Estas reflexiones, el espectáculo obsceno de antiguos dirigentes etarras convertidos en personajes políticos, la halitosis moral del Gobierno Vasco con sus mentiras organizadas sobre la historia de ETA precipitan la pregunta:¿Ha sido realmente derrotada ETA? ¿Quiénes son los vencedores y quienes los vencidos? Nadie mejor que  el profesor Rogelio Alonso en su brillante ensayo “La derrota del vencedor” ha sabido responder a estas preguntas.

https://www.fundacionmgimenezabad.es/es/la-historia-y-el-terrorismo

 

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