De cuerpos y contiendas: el cadáver como reliquia, desecho y
fetiche en México (siglo XIX)
Se analiza la evolución del tratamiento póstumo durante el
siglo XIX en el
territorio del actual México (y particularmente desde el obispado de Chiapa y
Soconusco), a partir de antecedentes tanto del pasado mesoamericano, como del
régimen colonial español. Fuentes bibliográficas y algunos documentos de
archivo permiten examinar el concepto de “cadáver” según tres distintos
aspectos: como objeto reverencial de sacralización (reliquia), como temida
fuente de impureza y contaminación (desecho) y como símbolo patriótico cada vez
más festivo (fetiche). ¿De qué manera intervinieron esas fases conceptuales en
los procesos de conquista, colonización y formación del Estado-nación mexicano?
¿Qué papel jugó en cada una de ellas la noción de “piedad”?
Todos, a la verdad,
criticamos, afeamos y
ridiculizamos los abusos
de las naciones extranjeras,
al mismo tiempo que o no
conocemos los nuestros o,
si los conocemos, no nos
atrevemos a desprendernos de ellos.
El Pensador
Mexicano, El
Periquillo Sarniento [1817]
El culto a los muertos es rasgo universal de la especie humana.
Sin importar época o geografía, sobran referencias sobre la necesidad constante
que han mostrado y siguen mostrando hombres y mujeres de conmemorar a sus
congéneres fenecidos. El objetivo de las siguientes líneas es resaltar vínculos
históricos entre dos aspectos que deben seguirse bajo una necesaria perspectiva
de larga duración: el primero es la evolución del tratamiento post mortem del
cuerpo humano en México; el segundo es la implicación de dichos cambios en
cuanto a procesos políticos y socioculturales de mayor trascendencia.
Revisaré aquí el manejo ideológico del cadáver, al ser éste un
importante catalizador individual y social de atributos afectivos, religiosos y
escatológicos. Dos precisiones son necesarias: si bien refiero el término
“religiosidad” para indicar las prácticas y el cumplimiento de preceptos de la
antigüedad mesoamericana (previa al siglo XVI), dicho término no debe
confundirse con la expresión “religiosidad popular”, especialmente en el
contexto novohispano del siglo XVIII (menos aún, con una connotación relativa
reductoramente al “pueblo bajo”). La segunda precisión es que esta revisión
aborda pasajes sobre la Capitanía General de Guatemala y en particular sobre el
obispado de Chiapa y Soconusco, ya que éste dependió del arzobispado de México
desde el siglo XVI (salvo durante el periodo de 1743 a 1833, en que fue
sufragáneo del arzobispado de Guatemala).
Tres palabras y sendos conceptos de transición guían esta lectura
transversal de procesos: 1) Con
“reliquia” me refiero al carácter reverencial y sagrado que puede darse a los
despojos humanos bajo premisas sensibles o compasivas, como induce
dominantemente la noción cristiana de “piedad”. 2) Con “desecho”
señalo los cambios en cuanto al cadáver como fuente de riesgos, enfermedades y
contagios para la población viva, según la noción cientificista del
higienismo. 3) Por
último, con “fetiche” indico el proceso de desacralización y a la vez la
creciente representación festiva del esqueleto y la calavera humanos con fines
nacionalistas que así granjearon la antigua postración católica en aras de
patriotismo.
Este rastreo triconceptual se entrecruza a la vez con tres épocas
convencionales en la historia de México, llamadas comúnmente “prehispánica”,
“colonial” y “nacional”. De tal modo, los cambios habidos tanto en las
mentalidades como en las prácticas en torno a los muertos permiten analizar
sendas pugnas político-ideológicas de dichas épocas, así como transformaciones
institucionales y socioculturales derivadas de ellas. Sugiero que la manera de
considerar el cadáver ha sido causa y efecto de reconfiguraciones por un lado
en el sistema de creencias y, por otro, de ajustes político-espaciales operados
en la organización social (véase la tabla
1)
Tabla 1 Cambios en el tratamient o post mortem en
México (siglos XVI-XIX)
Cadáver como |
Época |
Creencia en detrimento |
Creencia de reemplazo |
Concepto transicional |
Cambios de espacialidad |
Reliquia |
Declive mundo mesoamericano y principios de periodo
colonial (s. xvi-xvii) |
Bagaje cultural mesoamericano |
Religión católica |
Piedad |
Condena a entierros en sitios naturales
sacralizados según la religiosidad mesoamericana (pluralidad de entierros) |
Desecho |
Del periodo colonial a inicios del periodo
independiente (s. xviii-xix) |
Piedad popular |
Popular reformada |
Higienismo |
Comienza censura a predominio eclesiástico en
materia de defunciones. En lugar de entierros dentro o alrededor de iglesias,
se promueven cementerios fuera de centros de población. |
Fetiche |
Porfiriato y periodo posrevolucionario
(s. XIX-XX) |
Dominio clerical sobre defunciones |
Secularización de la muerte |
Patriotismo |
Se consolidan “panteones” como espacios
secularizados de inhumación, gestionados por municipios. Se erigen monumentos
patrios en centros urbanos. |
Fuente: Bermúdez H.,
“¡Viva la patria (chica)!”.
Estudios sobre la muerte en México
Dado el limitado espacio disponible, trazaré aquí un brevísimo
recorrido de estudios sobre la muerte y el culto post mortem en nuestro país.1 Los
primeros aparecieron en la década de 1940, principalmente sobre temas
artísticos e iconográficos de la época virreinal, así como posteriormente
aquellos del pasado prehispánico.2 Ambas
vías se nutrieron con el legado fecundo de la escuela francesa, que también
arrancó a mediados del siglo XX.3
A partir de esos antecedentes, el incremento de enfoques
funerarios en México fue evidente desde 1980 y se ha intensificado en el
presente siglo sobre cuatro ejes principales: 1) la historia de cementerios en
la capital mexicana y otras ciudades del país; 2) los procesos históricos a
partir de tumbas de la época colonial y del siglo XIX; 3) las
prácticas y mentalidades sobre la muerte en el contexto novohispano, así como
su emblemática representación en el arte mexicano, y 4) las
creencias y costumbres sobre la muerte por medio de hallazgos arqueológicos,
así como observaciones etnográficas y antropológicas.4
Desde luego, el futuro de estos temas es prometedor debido al
cruce diverso de interpretaciones y perspectivas, en cuyas periodizaciones se
incluye cada vez más nuestro presente. Del mismo modo, al uso de fuentes
históricas tanto documentales como edificadas, visuales y orales, se suman
nuevas lecturas al acervo bibliográfico de tipo eclesiástico, filosófico,
político y patrimonial. A la luz de estos factores, las aristas por explorar se
multiplican.
En esta ocasión, busco trazar una apretada línea general sobre
tres visiones que pueden rastrearse en torno al cadáver en el actual territorio
mexicano, a partir de fuentes secundarias y a la luz de las investigaciones
realizadas. Las concepciones del cadáver como reliquia, como desecho y como
fetiche confluyeron en el siglo XIX; de ahí que sea pertinente observar aun someramente
tanto los antecedentes de la antigüedad mesoamericana, como los de la llamada
época colonial (sobre la cual, por cierto, existen estudios más abundantes y
detallados).5
Reliquia
Lamentablemente, la información disponible sobre las costumbres
funerarias mesoamericanas se concentra en las culturas del altiplano mexicano;
particularmente en la civilización mexica, que estaba en plena pujanza a la
llegada de los conquistadores españoles a principios del siglo XVI. Sin
embargo, de acuerdo con dichas crónicas y escritos del centro de México, así
como lo que ha llegado a conocerse -y sigue descubriéndose- de otras culturas
mesoamericanas por medio de la arqueología y la antropología, puede decirse que
una creencia mayor del culto funerario en tan vasta área geográfico-cultural
fue la reintegración de la energía vital según diferentes planos cósmicos. Para
tal fin, el ceremonial al cadáver humano consistió en diversos actos de
veneración interconectados; dedicados primeramente a los dioses, después a las
fuerzas sobrenaturales asociadas a los primeros; en seguida a los antepasados
y, finalmente, al propio difunto que se conectaba así a la dimensión ultraterrena.6
Una de las primeras obras sobre las antiguas costumbres funerarias
en Mesoamérica -escrita en castellano y náhuatl hacia 1560- fue la del
franciscano Bernardino de Sahagún.7 Ésta
se retomó desde principios del siglo XVII y a casi un siglo de la caída de
México-Tenochtitlan, Juan de Torquemada volvió a referir el desarrollo y los
significados del ritual mortuorio nahua. Ese otro notable franciscano declaró
inicialmente que los antiguos mexicas “concertaron con otras naciones del mundo
[y] en parte [fueron] conforme a la verdad católica que profesamos”, pero
enseguida marcó fuertes diferencias entre el destino póstumo según la
cosmovisión indígena y el imaginario católico.8 Torquemada
indicó particularmente que los mexicas desconocían nociones como “purgatorio” y
“resurrección”; así como que en lugar de la bóveda celeste como único destino
paradisíaco y de gloria ultraterrena del catolicismo, la cosmovisión nahua
concebía cuatro posibilidades post
mortem a las que los individuos acudían no tanto por los actos
cometidos en vida, sino principalmente por las causas específicas de muerte.9 De
hecho, aunque la interpretación franciscana sí distorsionó la representación
del Mictlán -el
inframundo mexica-, no logró igualarlo del todo con el infierno y sus terribles
condenas eternas.
Ahora bien, las evidencias arqueológicas marcan la diversidad de
entierros en Mesoamérica.10 Independientemente
de tratarse de entierros privilegiados o comunes, existió un contraste
significativo entre el proceso natural de descomposición y desaparición del
cadáver y, por otro lado, las continuas ceremonias ante la creencia de
reintegración de la vida humana al gran ciclo vital. Es decir que, en aras de
esta última, la población viva celebró constantes ritos de conmemoración a cada
difunto y a la sucesión de éstos para nutrir una fuerza ancestral remota,
anónima y acumulativa. En general, las prácticas funerarias mesoamericanas
honraron a la muerte como parte esencial e indisoluble del ciclo vital.
Asimismo, a través de su culto se forjaron potentes vínculos afectivos,
generacionales e históricos en un amplio sentido. En tanto base de pertenencia
e identidad, el recuerdo de los muertos tejió las relaciones interétnicas de
las sociedades mesoamericanas hasta principios del siglo XVI.
Tal estado de cosas sufrió una profunda alteración con el arribo
español. A sus respectivas llegadas, franciscanos (1524), dominicos (1526) y
agustinos (1537) introdujeron en Nueva España la noción cristiana de “piedad”
(del latín pietas)
como el máximo amor y obediencia debido a Dios. Con dicho sentimiento se impuso
una nueva jerarquía de devoción, así como un nuevo sentido de comunidad, a la
vez terrenal y divino. Por la inculcación de este concepto los indios debieron
postrarse primeramente ante Dios -representado por la Santísima Trinidad
(particularmente la figura de Cristo)- y casi a la par ante un séquito de
vírgenes, ya que el culto mariano tuvo gran arraigo para afianzar la
evangelización. Siguió la devoción a santos, mártires y demás fieles
reconocidos oficialmente por la Iglesia como ejemplos de fervor cristiano. Bajo
supervisión eclesiástica, algunos de los nuevos católicos pudieron finalizar
tal cadena de fe y afecto con el recuerdo de sus propios fallecidos, siempre y
cuando éstos hubiesen sido bautizados y concluido sus días abrazando el
catolicismo. La misma condición aplicó para su autorizada inclusión en las
conmemoraciones litúrgicas de difuntos.
Si bien muy distintas, puede notarse cierta aproximación entre la
piedad católica y la reverencia mesoamericana. Primeramente, en ambas se operan
vínculos sagrados en los que los humanos tejen redes de remembranza identitaria
e intergeneracional. Después, las dos infieren respectivamente la necesidad de
procurar entierro y memoria a los muertos como rasgo elevado de humanidad. Sin
embargo, puesto que estas semejanzas entorpecían la imposición del catolicismo,
desde el siglo XVI el clero desconoció cualquier rasgo piadoso -o insinuativo
de dicha virtud- en el culto mesoamericano. Por el contrario, lo condenó como
obra del demonio y procuró su rechazo negándole características de compasión y
benevolencia.
Para evitar cualquier ambigüedad entre los dos sistemas de
creencias, los españoles destacaron precisamente las expresiones más
despiadadas de la religiosidad mesoamericana; especialmente los sacrificios
humanos. Sin indagar sobre sus circunstancias y fines, censuraron la crueldad y
malignidad de tales rituales, amén de insistir en su dedicación a dioses
“sedientos” de sangre y víctimas humanas. Tal estigmatización permitió que la
Iglesia monopolizara la piedad como cualidad exclusiva e inconfundible del
cristianismo. Manipulando un antagonismo catolicismo-piadoso vs. paganismo
mesoamericano-impío, el clero novohispano ponderó al primero como única
salvadora y “verdadera” religión, cuyo sentimiento piadoso se intensificó a
través del culto de reliquias y otras conmemoraciones contrarreformistas, en
particular la de los fieles difuntos que introdujeron exitosamente los jesuitas
entre 1572 y 157811.
Se infiere así la “impiedad” como signo de diferenciación y
sobajamiento utilizado por el sistema colonial español. Sólo tres siglos
después llegaría la noción decimonónica de “barbarie” nuevo parámetro para
señalar la supuesta inferioridad del Otro americano (“el indio”), con el fin de
justificar la dominación y explotación de tan numerosa población.
Los entierros coloniales contribuyeron a parámetros de
jerarquización y segregación cultural, económica y social. Para ello, el clero
novohispano aprovechó el despliegue de poder y riqueza que por dicha vía
acumuló la Iglesia en el occidente medieval desde el siglo IV d. n. E.12 Doce
siglos después, a mediados del XVI, los frailes doctrineros en Nueva España
también inculcaron la salvación en el más-allá como efectivo discurso para
introducir el nuevo culto funerario y promover herencias a favor de la
institución eclesiástica.13 Así,
las órdenes religiosas promovieron las llamadas “donaciones piadosas”, que el
mencionado Torquemada calificó desde principios del siglo XVII como una
práctica “muy santa y pía”.14 No
obstante, tal y como ocurrió en la organización señorial medieval, las
donaciones piadosas del contexto virreinal americano también se desviaron hacia
aspiraciones meramente terrenales. En las décadas siguientes, poderosos
donantes a la Iglesia ya no sólo buscaron su salvación post mortem;
también quisieron imitar la ostentosidad de exequias reales y perpetuar su
propio renombre con excepcionales entierros en altares y otros lugares
eclesiásticos exclusivos.15 Al
final, las donaciones piadosas en la América española -como ocurrió en Europa-
adquirieron un creciente sentido lucrativo que transmutó la importancia
ideológica de la “piedad” en crecientes recursos económicos en manos del clero.16
Dado el peso de la Iglesia en el sistema colonial novohispano, a
través suyo también se crearon estrictas jerarquías político-culturales. En
todos los estratos sociales, la piedad fue un estado íntimo de conciencia que
además debía ostentarse ante el conjunto social. Tal paradoja provocó no pocas
confusiones entre la voluntad y la obligación de los sentimientos píos, así
como entre su concientización (privada) y su exhibición (pública). Las
inconsistencias se intensificaron a fines del periodo virreinal. Por ejemplo,
en 1771 el IV Concilio Mexicano autorizó un catecismo cuyo primer mandamiento
era respeto y obediencia a las autoridades públicas, empezando por el rey de
España. Es decir que, bajo el argumento del monarca como la mayor encarnación
de la piedad-virtud católica en sus dominios, los fieles debían reverenciarlo
(o, en su defecto, a su representación) de manera similar a la genuflexión
mostrada ante la imaginería católica.17
Por medio del acaparamiento del imaginario post mortem, la
Iglesia reguló las exigencias y especulaciones del comportamiento piadoso para
regir la realidad novohispana. Aun así y si bien el clero procuró encuadrar y
legitimar el tratamiento y culto a los difuntos, las diversas respuestas de la
población incluyeron el rechazo o la aceptación del catolicismo, así como la
adaptación de éste a prácticas mesoamericanas. En la diócesis de Chiapa y
Soconusco fue recurrente un deficiente proceso de evangelización, evidenciado
con la incorporación de aspectos culturales indígenas al catolicismo.
Preocupado por tal falta de ortodoxia, especialmente en asuntos de defunciones,
entre los siglos XVII y XVIII, el obispo dominico Núñez de la Vega llegó a
amenazar a los curas con que “los castigaremos si no cumplieren [la impartición
de últimos sacramentos] so pena de reclusión por un mes y de que diga doce
misas por el alma del difunto que falleciere por culpa de algún cura sin este
socorro y santa medicina”.18
Como ejemplo de la diversidad funeraria mesoamericana, puede
citarse lo dicho por el criollo guatemalteco Francisco Antonio Fuentes y Guzmán
a fines del siglo XVII, sobre los suntuosos homenajes póstumos rendidos a los antiguos
señores mayas de los Cuchumatanes y el Petén.19 Según
su narración, dichos cuerpos fueron profusamente purificados, vestidos con
joyas y plumas preciosas, así como depositados -sin embalsamar- en grandes
ollas que a su vez se enterraban para formar encima un “cerrillo [de tierra]
más o menos alto, según la calidad del difunto” (en los casos más notables pudo
colocarse alguna estatuilla).20 Por
otro lado, para el caso concreto de Chiapas, vale también mencionar el sepulcro
del rey Pacal (615-683 n. E.), descubierto en 1954, dentro de la pirámide
conocida como Templo de las Inscripciones de Palenque. Dicha construcción
testimonia el arte funerario monumental alcanzado por tan prolífica y longeva
civilización antigua.
En términos generales, los entierros mesoamericanos corres pon dieron
a una religiosidad multiespacial que concedió especial importancia al paisaje y
a las fuerzas naturales como manifestación de divinidad; una visión que sufrió
un revés desde las primeras incursiones de españoles. Antes de en buena parte
del actual México, la imposición de entierros católicos en el actual estado de
Chiapas inició en 1529; cuando los hombres de armas que trasladaron Villa Real
a las montañas de Los Altos seguramente acataron una cédula de 1525 sobre el
establecimiento de poblaciones que causaran “admiración, temor y respeto entre
los indios”.21 Para
lograr dicho efecto fue estratégica la estrecha proximidad entre vivos y
muertos en torno a la pequeña iglesia central de la fundación, ya que con ella
se disturbaron profundamente las nociones de territorialidad y sacralidad
mesoamericanas. Después del enclave español, desde 1545 siguieron las
congregaciones dominicas con poblaciones mayas, zoques y chiapanecas en el
resto del obispado. En aquellos llamados “pueblos de indios”, los entierros se
dispusieron asimismo a partir de iglesias construidas centralmente.22
Hoy en día también puede observarse que el monoteísmo católico
introdujo una visión antropocéntrica en creciente ruptura e indiferencia
respecto a lo que hoy llamamos “ecología”, mientras la noción individualizada
-e individualizante- del “alma” y su salvación eterna fue el potente medio
doctrinal que desgarró la colectividad y el anonimato de la ancestralidad
mesoamericana. De tal modo, con los entierros eclesiásticos se minó la
sacralidad previamente marcada con inhumaciones en lugares como cuevas, cenotes
y ojos de agua, así como (para el caso de restos exhumados) dentro de casas,
milpas y solares.23 Así
como la censura al paganismo de algún modo desconectó el respeto inferido por
el panteón mesoamericano al medio natural en cambio, el culto católico recurrió
a sus propias devociones para afrontar las calamidades humanas (como ocurrió
con san José como abogado de “la buena muerte” desde el siglo XVI).24
Aun así, en zonas marginales y con alta población indígena, como
Chiapas, las imposiciones del catolicismo se adaptaron veladamente a las
costumbres previas. De hecho, si bien la evangelización dominica que inició en
la región en 1545 fue reconocida desde 1616 por el también dominico Antonio de
Remesal -quien afirmó que la cristianización de los indios de Chiapa no
presentó desde 1548 “ficción alguna”-, el mismo cronista también tuvo que
reconocer que en las primeras quemas de objetos que los predicadores realizaron
desde esos primeros años para afirmar el catolicismo, tampoco faltaron algunos
indios que rescataron sigilosamente “de la misma hoguera […] algún idolillo
para no menester”.25
A partir de esas contradicciones respecto a la fidelidad católica
de los indios de Chiapas, hubo continuas dudas al respecto. Así ocurrió desde
fines del mismo siglo XVI en la región de Ocozocuautla, ante la celebración de
“bailes de animales que son sus dioses [de los indios] e los celebran en los
cerros y en el propio pueblo”.26 Un
siglo después, a fines del XVII y principios del XVIII, en la Audiencia de
Guatemala el clero constató la “persistente idolatría” de los indios a través
de un culto asociado a la muerte y a la figura del lego franciscano Pascual
Bailón (beatificado en 1618 y canonizado en 1690).27 Casi
simultáneamente, el franciscano Antonio Margil de Jesús indicó que los indios
de Suchitepéquez (Guatemala) seguían realizando ceremonias en lugares naturales
e incensaban “los huesos de sus difuntos atados en la cruz central de la iglesia”.28 Del
mismo modo, entre 1682 y 1706, el ya mencionado obispo Núñez de la Vega
denunció e intentó destruir en su diócesis de Chiapa y Soconusco las
“supersticiones de los indios en dar culto al Demonio”; muy especialmente las
realizadas en cuevas y montes en donde “estaban las ollas de los huesos de sus
primitivos gentiles, a quienes hasta hoy dan culto como a santos”.29 Este
prelado también fue encargado de intensificar la venta de sufragios por las
almas del purgatorio como una medida para terminar con los rituales que
proseguían en cuevas, montañas y ojos de agua (aunque se quejó, junto con el
obispo de Guatemala, de lo difícil que resultaba vender bulas de difuntos a los
indios, a pesar del “módico” precio que a ellos se ofrecía especialmente).30 La
continuidad de entierros en ambientes naturales de la antigua sacralidad
mesoamericana continuó en ese siglo y todavía a mediados del XIX.31
Estos sucesos muestran que la población indígena novohispana
recreó a su manera el catolicismo a través de la veneración y conmemoración de
difuntos. Por su clandestinidad y a la vez íntima afectividad, tales prácticas
no sólo demostraron el fracaso evangelizador. Para las autoridades
eclesiásticas y políticas, el culto clandestino a los muertos significó también
la transmisión y perpetuación de un sistema de creencias y saberes considerados
sediciosos y que, por tanto, resultaban altamente subversivos al sistema
español en general. Entre estos conocimientos se encontraban métodos de
datación y la reivindicación de linajes culturales que, por consiguiente,
referían una historicidad alterna y más antigua que el dominio hispánico.32
Entre 1742 y 1744, el papa Benedicto XIV expidió las bulas Ex quo singulari y Omnium solicitudinum,
con las cuales se esperó reglamentar el culto funerario católico del contexto
extraeuropeo. En buena medida, tales bulas fueron respuesta a las controversias
que suscitaba la acción jesuita por complacer la creciente demanda de honras
memoriales a ancestros no cristianizados, especialmente en Asia.33 El
tema también tuvo incumbencia entre las poblaciones americanas de amplia
mayoría indígena, ya que incluso tras la expulsión jesuita de los dominios de
la corona española, en ese mismo año de 1767, siguió exigiéndose el
cumplimiento de dichas bulas que establecían las condiciones para conceder
autorización excepcional de culto y memoria a fallecidos ajenos al gremio
católico. En el caso de Chiapas, el cabildo eclesiástico prohibió además el uso
de altares domésticos y “portátiles” en todo el obispado para evitar cualquier
acto no autorizado o en lugares inapropiados para la Iglesia.34
Estos hechos muestran que mientras la Ilustración en Europa
promovía la libertad confesional y el auge del individualismo, en España y sus
dominios siguió una vigilancia eclesiástica mucho más conservadora. Bajo ella
culminó la expresión barroca del contexto colonial hispánico; de ahí que a
fines del siglo XVIII también creciera la crítica a este estilo artístico y
sociocultural, considerado excesivo y rebuscado para la mirada neoclásica. Fue
entonces cuando se enfrentaron dos tipos de culto, tanto en la metrópoli como
en las colonias españolas en América. Progresivamente atacado, el primer tipo
fue una piedad “popular” (producto a su vez de la previa pugna -y adecuación-
de elementos mesoamericanos y católicos desde el siglo XVI). En cambio, el
segundo tipo, favorecido por el despotismo ilustrado, fue una virtud más
interiorizada, austera y recatada. De tal modo, la piedad “razonada” o
“reformada” fue el recurso con el que el despotismo borbónico intentó minimizar
derroches de tiempo, gastos y dedicación; o en todo caso canalizar tales
recursos en beneficio de las arcas reales.
La religiosidad española de fines del siglo XVIII se inclinó por
formas que, sin dejar de ser reverenciales, debían disminuir tanto en carácter
popular (potencialmente levantisco), como en ornamentación exagerada y
grandilocuente (costosa). En 1765, el visitador José de Gálvez instó a una
piedad austera mediante una serie de medidas de racionalización económica en
los territorios americanos. Dentro de tal política de reactivación de riquezas,
un objetivo central fue disminuir el indiscutible poder político y económico
que ya poseía la Iglesia, especialmente las órdenes religiosas a cargo de
poblaciones indígenas, tales como los dominicos en Centroamérica o, más
ampliamente, la Compañía de Jesús hasta su expulsión dos años después.
Por otro lado, en 1781, el consejero real Gaspar Melchor de
Jovellanos propuso el cese de entierros dentro de poblados. Según explicó dicho
jansenista, tal práctica no sólo era un foco de enfermedad y contaminación para
la población viva, también había llevado al olvido las “razones de piedad” de
la Iglesia primitiva, así como perdido su congruencia con la utilidad pública.35 Bajo
tales argumentos, el rey Carlos III emitió en 1788 una real cédula sobre la
creación de “cementerios comunes” en sus vastos dominios. El monarca sustentó
la medida con la sencillez y profundidad teológica de los primeros entierros de
la cristiandad, aclarando que el “revivir” de aquellas formas antiguas, lejos
de contravenir, afirmaba un cristianismo más auténtico en materia de decesos.
Por otro lado, la nueva espacialidad funeraria en España y sus
territorios sí fue parte decisiva de la reactivación económica al centro del
proyecto reformista del monarca. Por ello el regalismo español, tanto en la
metrópoli como en el contexto ultramarino, fue concomitante con la
secularización de cementerios, una mayor injerencia en asuntos eclesiásticos
(más notoria desde la expulsión jesuita) y el repliegue de la omnipresencia de
la muerte en términos urbanos y sociales. Por su parte el clero, que había alcanzado
amplias posesiones en España y los dominios americanos a través de su gestión
ideológica de la muerte, se opuso a la secularización -significativamente en el
ámbito funerario- hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XIX.
Desde ese último tercio del siglo XVIII, el auge de la salud
pública comenzó a adecuar el concepto de “piedad”, más allá de la virtud
consabida, a acciones edificantes para la población viva. Ello repercutió en el
declive del cuidado y el culto que hasta entonces se había conferido al
cuerpo post
mortem. En ese sentido, el propio Carlos III, por un lado, ordenó
sus propias exequias austeras, haciendo por otro lado gala de su papel de
soberano al ordenar la creación de academias de arte, hospitales, orfanatos,
escuelas y otras instituciones de beneficio público. Se reveló así aún más la
condición corruptible y repugnante del cadáver, señalándosele además como causa
directa en la propagación de epidemias que continuaron hasta el siglo XIX. El
más allá también comenzó a perder importancia, a cambio de placeres y logros
deseablemente alcanzados en la vida terrenal. Muestra de dicha transición en
Nueva España fue el libro La
portentosa vida de la muerte, publicado en 1792 por fray Joaquín
Bolaños. Ya que, si bien el michoacano quiso recordar la severidad de la muerte
para alejar a los mortales del pecado, la popularidad de su obra acabó en los
grabados quizá involuntariamente jocosos sobre las peripecias de “la huesuda”
(como se comentará después).36
A la par de esta reorientación sociocultural, también fue ganando
fuerza la rendición de honores póstumos a quienes fallecían defendiendo con
amor y valentía a la patria; nueva representación de amor y entrega por la
tierra de los ancestros. Dicha propuesta, fomentada por el convencionalismo
francés desde 1792, fue abrazada por los incipientes nacionalismos del entre
siglo XVIII-XIX; entre ellos el de México y demás países latinoamericanos
independizados de España en las primeras décadas decimonónicas.
En el contexto colonial español hubo vertientes propias que
previamente nutrieron los honores patrióticos. Desde fines del siglo XVII, los
jesuitas fueron los primeros en promover dicha “muerte virtuosa”, así como el
derecho a sepulturas de privilegio para aquellos cuyos actos personales
hubiesen beneficiado a la colectividad.37 Enseguida,
durante la disputa por la sucesión al trono español en 1700, el Vaticano
reiteró que la muerte en guerra era una vía rápida para liberar el paso del
alma por el Purgatorio.38 Por
otro lado, desde 1737, la recién creada Real Academia Española se basó en la
antigua legislación visigoda para (re)definir a la piedad como la “virtud que
mueve e incita a reverenciar, acatar, servir y honrar a Dios nuestro Señor, a
los Padres y a la Patria”.39 Dicha
significación fue preponderante para forjar lazos comunes de identidad en los
dominios de la España borbónica. De tal modo, si entre 1763 y 1780 comenzó la
formación de milicias bajo el ofrecimiento de gloria celestial, para 1808, la
invasión napoleónica y la imposición de José Bonaparte detonó el alistamiento
espontáneo de numerosos hombres dispuestos a morir en España y América “en
defensa de la religión, de Dios y de la patria [puesto que] españoles somos
todos, porque todos somos hijos y vasallos del amabilísimo rey”.40
No obstante, el concepto de “patria” llevaba tiempo suscitando
sentimientos peculiares en los nacidos en América. Particularmente entre los
criollos, quienes, al verse en continua desventaja para acceder a las cúpulas
gubernamentales, eclesiásticas y militares, comenzaron a forjar su filiación
colectiva con relación a “la tierra” americana; es decir, el lugar en donde
habían nacido o crecido, así como donde eventualmente morirían y serían
enterrados. La potente carga afectiva y vivencial de dicho vínculo crecía junto
con el rencor por el favoritismo a los “peninsulares” -los recién llegados de
España-. Precoz, el sentimiento hispanoamericano de patria se tejió entre
complejos de discriminación, fatalidad y mutua solidaridad desde la desventaja.41 Con
dichos (re)sentimientos, el dominico chiapaneco Matías de Córdova y Ordóñez
pronunció en 1797 a América como “nuestra patria” para los americanos.42
A pesar de los enconos latentes, los discursos de hermandad entre
“europeos” y “americanos” persistieron en las primeras décadas del siglo XIX.
Todavía en 1809, el mercedario chiapaneco Luis García pronunció una oración en
memoria de los fallecidos durante la guerra contra Francia por la liberación de
Fernando VII. El entonces comendador del convento en Guatemala destacó que,
gracias a dicho sacrificio patriótico, la corona española había logrado “la
conservación de sus leyes, la integridad de sus vírgenes, la libertad de sus
hijos y la posesión pacífica de sus bienes”.43 Por
lo mismo, el futuro obispo de Chiapas entre 1833-1834 (el único chiapaneco en
la historia del obispado) exhortó a reconocer a aquellas almas “cristianas y
fidelísimas [por] la subsistencia de nuestros templos y de nuestros cultos con
que adoramos a Dios”, mostrando como muestra de agradecimiento la creación de
“sagrados monumentos que recordarán a todas las generaciones españolas y
americanas que a vosotros debemos tan insignes beneficios”.44
En medio de la piedad reformada y la visión higienista, el culto
funerario de excepción al inicio del siglo XIX aprovechó la antigua reverencia
católica y la revistió con la novedosa selectividad del heroísmo patriótico.
Tal dimensión simbólica se reforzó con las luchas americanas de independencia,
extendiéndose a los demás estratos de la sociedad. De hecho, la idea de
“nuestra patria” americana cobró fuerza a partir de 1813, cuando al ansiado
regreso de Fernando VII, éste respondió con su desconocimiento y abolición de
la Constitución gaditana. El tiránico gesto del soberano reavivó los rencores
contra el sistema español, definiendo tanto el curso de las independencias,
como el reforzamiento de los patriotismos nacionalistas en las décadas
siguientes.
La creciente identificación americana que avivó la independencia
de las colonias de España contrastó con la carga emotiva de añejas pugnas locales
que a la larga condicionaron las fronteras nacionales del subcontinente durante
el siglo XIX.45 En
México -al cual Chiapas se federó definitivamente en 1824-, la muerte heroica
se convirtió en elemento central de discursos de unidad nacional, en los cuales
se enalteció el ejemplo de aquellos (“vuestros padres”) que no dudaron en
sacrificar su vida para conseguir el fin del dominio español.46 La
muerte patriótica se ponderó como prueba máxima de amor ciudadano, así como
fundamento para superar colectivamente tanto las heridas del pasado, como las
divisiones del momento y los desafíos venideros.
El argumento patrio también permeó la lucha entre el Estado
mexicano y la Iglesia. Dos momentos destacados ocurrieron en 1833 y 1859,
cuando los gobiernos liberales lideraron la secularización del país al compás
del cólera-morbo. En esos años, el tema del cese de entierros eclesiásticos
dentro de poblados adquirió tintes dramáticos por el alto número de muertos a
causa de sequías, malas cosechas, enfermedades y guerras civiles. Ante una
muerte obviamente indiferente a las facciones políticas o el estatus social, la
respuesta de los liberales fue retomar tanto las razones higienistas como las
teorías utilitaristas “del mayor bien para el mayor número”.47 En
cambio, la Iglesia y los grupos conservadores del joven México se opusieron a
la desaparición de los antiguos cementerios eclesiásticos y, con éstos, la de
sus propios fueros y privilegios.
En Chiapas, las pugnas de la lucha nacional repercutieron en
viejas rencillas y enfrentamientos internos. Secundando el incipiente culto
patrio nacional, el gobierno estatal de 1848 construyó “un panteoncito” a la
memoria del primer gobernador liberal fallecido en batalla diez años atrás,
Joaquín Miguel Gutiérrez.48 Por
otro lado, dado que el territorio fue jurisdicción política de la capitanía
general de Guatemala hasta 1821, los chiapanecos se vieron compelidos a probar
su mexicanidad con redoblados esfuerzos. El envío de tropas en defensa de la
nueva patria fue un imperativo de lealtad. Así ocurrió en Puebla en 1856, en
Tehuantepec y Tabasco en 1858, y de nuevo en Puebla el 5 de mayo de 1862,
cuando un contingente de 400 chiapanecos combatió en la conocida Batalla de
Puebla contra la invasión francesa. Por el papel de la sección Chiapas en esa
significativa victoria para el nacionalismo mexicano, sus soldados recibieron
la “alta honorífica” de hacer guardia los días 8 y 9 de septiembre al cadáver
del general Ignacio Zaragoza, entonces caído heroicamente en acción. Si bien
aquel triunfo no impidió el establecimiento del Segundo Imperio Mexicano en los
siguientes cinco años, sí ayudó a afianzar al “tan pobre y lejano Estado de
Chiapas cuanto patriota y amante de la independencia y gloria de México”.49
En esos años que siguieron, Maximiliano de Habsburgo fue
precisamente quien comenzó la conmemoración de la independencia como símbolo de
unidad en México. Para desagrado del partido conservador que propició su
llegada, el entonces emperador de México fue también quien comenzó la
adecuación del sentido religioso que hasta entonces había tenido dicha
conmemoración, propiciando una festividad más cívica en los espacios públicos a
lo largo y ancho del país. En 1867, al final de aquel Segundo Imperio Mexicano,
se definió finalmente el cambio de administración de cementerios a cargo de las
autoridades municipales, de modo que en lugar de los viejos camposantos
coloniales surgieron plazas, glorietas y jardines destinados a cultivar el
heroísmo cívico, por medio de estatuas y cenotafios de aquellos cuyas acciones
todavía hoy se nombran como paradigma patriótico del país.
El festejo patrio se consolidó como vía de unidad e identidad
nacional entre el último tercio del siglo XIX y la primera década del XX. Nutrido
por el liberalismo y el republicanismo, el régimen de Porfirio Díaz adecuó, por
un lado, el catolicismo anclado en la población mexicana, mientras adoptó una
visión positivista y cientificista para valorar el pasado prehispánico como
fundamento de nación. A través de esas diferentes posturas, el porfiriato hizo
confluir esos distintos aspectos históricos, con el fin de cimentar la
progresiva identificación de un país tan extenso y heterogéneo en términos
geográficos, económicos y socioculturales. En aras de una originalidad mexicana
por demás mítica, el culto funerario de la época cuajó el antiguo fervor
religioso al cadáver con la sublimación selectiva de la memoria heroica
ejemplar.
Fue entonces cuando el patriotismo mexicano comenzó la adecuación
de sus vertientes cultuales antagónicas -la antigüedad mesoamericana, el
catolicismo colonial y el republicanismo mexicano- bajo el simbolismo pueril
del esqueleto humano hecho juguete.
En efecto, para entonces cobraron nueva vida los grabados del
libro de Bolaños de 1792, realizados por Francisco Agüera Bustamante con
simpáticas representaciones de la muerte en diversas situaciones terrenales;
como también se intensificó la venta de dulces, marionetas, panes, máscaras y
otras formas de calaveritas especialmente los días 1 y 2 de noviembre (días de
difuntos).50 En
1880, dicha popularidad también circulaba por medio de los panfletos de la
editorial de Antonio Vanegas Arroyo, con diseños de “calaveritas” representando
a los mexicanos según distintas clases y contextos. Tales grabados
costumbristas también fueron una manera de exponer y denunciar públicamente las
desigualdades e inconformidades sociales que atravesaba el país. Sin embargo,
ese mensaje fue encausado por la imagen de “orden y progreso” que deseaba
mostrar el régimen porfirista. Como también lo hizo con la antigua solemnidad
religiosa de los días de muertos, ya que el 1 de noviembre 1893 (día de Todos
Santos) fue declarado el día de la fiesta del comercio, al cual se reconocía
como “motor de la vida en el mundo civilizado”.51 Desde
entonces, la secularización del culto funerario en México no sólo consistió en
despojarlo de sentido religioso, sino en moldearlo como veneración
crecientemente festiva y comercial.
En 1910, las injusticias sociales reveladas por las calaveritas
estallaron en una revolución armada que dio fin a la dictadura de Díaz. En más
de una década, las muertes volvieron a multiplicarse por enfrentamientos
revolucionarios, hambruna, insalubridad, movilidad forzada y otras causas de
pobreza indirectamente imputables.52 Los
esfuerzos posrevolucionarios de reunificación mexicana correspondieron
particularmente al periodo presidencial del general Lázaro Cárdenas (1934-1940).
En el caso del culto funerario, en esos años volvieron a retomarse los días de
difuntos como la ocasión ideal de un festejo “muy mexicano” a la vez oficial y
popular, capaz de cristalizar un renovado sentido de civismo e identidad
nacional en México. De la mano de la intelectualidad mexicana de la época, las
calaveritas prosiguieron como el motivo ideal para inventar un sentido de
mexicanidad por su combinación de dolor y alegría; de arte y folclor; de
tradición y modernidad; religiosidad y comercio.53 Las
graciosas representaciones de calaveritas siguen tocando tales fibras hasta
nuestros días, esperando trascienda también su crítico mensaje social todavía
silenciado.54
Las líneas anteriores constituyen una breve revisión, desde la
historia de México, de la utilización del concepto de la muerte y aspectos del
culto post
mortem a favor de mecanismos coercitivos y reguladores, tanto
de las prácticas como de las mentalidades que van creando estructuras y
sentidos de pertenencia nacional.
Hemos observado cómo, desde el inicio de la época colonial, se
negó estratégicamente cualquier semejanza entre la piedad cristiana (relativa a
la inspiración y los profundos sentimientos de reverencia, amor y memoria
mostrados a la divinidad y los ancestros) y la antigua reverencia funeraria mesoamericana.
A partir del siglo XVI, el culto a los difuntos pasó por el filtro sacramental
y de la práctica del catolicismo. Del mismo modo, los sitios de inhumación en
lugares naturales -sacralizados por la antigua religiosidad mesoamericana-
cambiaron por entierros autorizados -santificados, benditos y consagrados-
exclusivamente por la Iglesia.
En Nueva España y la capitanía de Guatemala, como en el resto de
la América española, también se exhortaron cuantiosas donaciones piadosas a
cambio de exequias favorecidas en capillas, iglesias y conventos, así como
entierros recubiertos con lápidas y monumentos para “obligar a hacer memoria”.55 Con
el tiempo, el interés por ostentar “el lustre” (es decir, el renombre social,
político y económico) por medio del culto funerario se avivó por generaciones
que así defendieron también sus derechos heredados de excepcionalidad y
privilegio. Sin embargo, al desvirtuarse el sentimiento de piedad, el
despotismo ilustrado de la segunda mitad del siglo XVIII empezó a imponer un
culto piadoso austero, con cuya base ilustrada buscó evitar desbordes
populares. El reinado de Carlos III en España retomó un cristianismo “primitivo”
como principal argumento para emprender reformas a favor de su proyecto
centralista. La racionalización del culto piadoso fue también un signo claro
contra el predominio clerical, obvio tanto en la metrópoli como principalmente
en el contexto ultramarino.
Desde la época colonial española se gestó asimismo un primer
patriotismo que, a partir del sentimiento piadoso llevado al límite del
sacrificio personal, culminó en los nacionalismos del siglo XIX. Desde entonces
se siguen rindiendo homenajes póstumos a quienes literalmente entregaron su
vida por la tierra de los ancestros y en pos de futuras generaciones. El
cadáver, que para entonces ya se había revelado como desecho contaminante,
volvió a ser vía de excepción y recompensa memorial para aquéllos contados
“hijos de la Patria”, cuya valentía y espíritu libertario se instauraron como
modelo a seguir en cada mexicano, en defensa apasionada y altruista de la
soberanía nacional.
El culto funerario se instauró como vía continua de catarsis y
unidad social, así como la emocionalidad ante la muerte se instrumentalizó a
través de la religiosidad mesoamericana, la piedad católica y el patriotismo
nacionalista. Para la segunda mitad del siglo XIX, el culto a los muertos se
había fraguado como un pacto intergeneracional de nación y también como un
emblema homogenizante de las marcadas diferencias socioculturales de los
mexicanos. En un país como México, el culto a los difuntos ha sido objeto de
legitimación y continuidad histórica; por tanto, su adecuación bajo nuevos
imperativos no deja perder una parte esencial del fervor de antaño.56
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NOTAS
1Para
referencias más detalladas sobre estudios funerarios en México, véase Bermúdez
Hernández, “Ville des Morts”, pp. 22-24 y 336-365.
2 Toussaint,
“La escultura”; Maza, Las piras y “La
tumba”; Fernández
Ledesma, “El triunfo”; Piña
Chan, Breve estudio; Ruz
Lhuillier, “Tombs” y Costumbres; Matos
Moctezuma, “La muerte”.
3 Ariès,
“Attitudes” y Vovelle,
“Les attitudes”.
4Me
limito a trabajos pioneros o relevantes: Noriega,
“Un sepulcro”; Obregón
G., “Un sepulcro”; Luján
M., “La devosción”; Staples,
“La lucha”; Viqueira,
“El sentimiento”; Berlin
y Luján M., Los túmulos; De
la Fuente (coord.), Arte funerario; Ruz,
“Del Xibalbá”; Bazarte
y Malvido, “Los túmulos”; Lugo
O., En torno; Brandes,
“Sugar”; Von
Wobeser, Vida eterna; Zárate, Los nobles.
5Por
sólo indicar dos ejemplos: Rubial,
“Nueva España” y Mínguez,
“Tumbas”.
6 López-Austin,
“Misterios de la vida”, p. 9.
8 Torquemada, Monarquía,
pp. 308-309.
9Los
cuatro destinos ultraterrenos nahuas son: Tlalocan o lugar del dios Tláloc, cuyas
abundantes aguas y vegetación son destinadas a los fallecidos por rayo,
ahogados o por enfermedades “de agua” (estos cuerpos no se incineran); Tonatiuhichan o
lugar del sol (Tonatiuh),
a donde acuden hombres muertos en combate y mujeres fallecidas durante el
parto; Mictlán, ya
mencionado, lugar subterráneo al que van los fallecidos por vejez o por
enfermedades comunes, y Chichihuacuauhco,
un gran árbol cósmico con senos femeninos para alimentar a recién nacidos o
infantes fallecidos a muy corta edad. Sahagún, Historia,
pp. 260-265.
10Como
muestra de esta diversidad, véase Benavides
y Armijo (eds.), Prácticas.
11 Urtasun
Irisarri, Cuaresma y Pascua, p. 279; Eguiarte,
“Las imágenes”, p. 57. Sobre la religiosidad popular de los
siglos XVII y XVIII, véase Bouza
A., Religiosidad.
12 Brown, The Cult.
13 Lauwers, La mémoire, pp. 182-184.
14 Torquemada, Monarquía,
p. 296.
15 Cervantes
de Salazar, México en 1554, p. 201.
16 Baschet, La civilización,
pp. 181-196.
17 Luque
Alcaide, “Debates”, pp. 22-24.
18 Núñez, Constituciones,
pp. 405-407.
19 Fuentes
y Guzmán, Historia.
20 Fuentes
y Guzmán, Historia, p. 366.
21Cédula
al gobernador de Tierra Firme (1525), en Calvo,
“Una adolescencia”, p. 103.
22 Bermúdez
Hernández, “Ville des morts”, pp. 47, 144-150.
23 Bermúdez
Hernández, “¡Viva la Patria!”, pp. 45-73; Vidal
L. “Tumbas”, p. 236.
24 Heyden, Mitología,
p. 77; Gómez
Sántiz, J-iloletik, p. 111; Carrasco
Casco y Flores Osorto, “Arte, culto y devoción”.
26 Navarrete,
“La relación”, p. 372.
27 Navarrete, San Pascualito Rey; Ruz,
“Del Xibalbá”, p. 13; Bermúdez
H., “Interpretaciones”, p. 59.
28AGI,
Memorial, 1704; Ruz,
“Del Xibalbá”, p. 10.
29 Ruz, Chiapas colonial,
p. 116.
30AGI,
Al obispo de Chiapa, 1685. Sobre la queja de los obispos para vender bulas a
los indios, véase Ruz,
“Del Xibalbá”, p. 10.
31 Lara, ¿Ignorancia
invencible? Actos similares también fueron vigilados
y denunciados en México hasta la segunda mitad del siglo XIX (y aún después).
Todavía en 1861, el francés De Valois constató “el gran número de pueblos donde
se celebra secretamente el culto a ídolos”, agregando que esto ocurría a pesar
-“o, quizá en razón”- de los esfuerzos del clero. De
Valois, Mexique, p. 408.
32En
el obispado de Chiapa, Núñez de la Vega declaró destruir numerosos objetos
“idolátricos”, entre ellos un cuadernillo que describió como similar al
“calendario de la Iglesia”, por contener nombres de distintos antepasados a los
que se rendía conmemoración. Véase Ruz, Chiapas colonial,
p. 116.
33The
Editors of Encyclopaedia Piña
Chan, Breve estudio sobre la funeraria de Jaina, “Benedict
XIV”, en 29 abril 2020 Encyclopedia (ttps://www.britannica.com/biography/Benedict-XIV-popeh.
Consulta el 27 de enero de 2021).
35 Jovellanos,
“Reflexiones”, p. 478.
36 Bermúdez
Hernández, “That Beautiful”.
38Cabe
indicar que, si bien pasó inadvertida por autoridades novohispanas, tanto
eclesiásticas como políticas, esta promesa pudo activar de algún modo la
creencia mesoamericana del Tonatiuhichan;
es decir, el honorable destino post
mortem que los antiguos nahuas destinaron a guerreros
sucumbidos y sacrificados en combate, así como a mujeres fallecidas en parto
(ver nota 4). Por otro lado, quien inició la estrategia católica de
recompensar post
mortem para animar al mayor número de hombres a la guerra fue
el papa Urbano II para las primeras cruzadas, en 1095. Kantorowicz,
“Pro Patria”, p. 480.
40 Lugo
Olín, “La Bula”, p. 90.
41 González
Angulo, “El criollismo”, pp. 75-77; Anderson, Comunidades,
p. 91.
42 Bermúdez
H., “¡Viva la Patria!”, p. 49. La idea de América como una
patria común para las naciones latinoamericanas fue aún más sentida a fines del
siglo XIX, cuando el imperialismo estadounidense se sintió como una seria
amenaza para el proceso de independencia de Cuba. Véanse los distintos textos
que en ese sentido escribió José Martí, tales como “Respeto de nuestra América”
(1883); “Madre América” (1889), y finalmente “Nuestra América” (1891).
45 Kantorowicz,
“Pro Patria”, pp. 476-477.
46Este
proceder fue común en los nacionalismos de la época. En Estados Unidos, el
presidente Abraham Lincoln pronunció en 1863 su célebre discurso de
inauguración del famoso cementerio militar de Gettysburg, enalteciendo el honor
rendido a aquellos que en ese mismo lugar habían “dado sus vidas para que la
nación pudiera vivir”. Lincoln, The Gettysburg,
p. 441.
47Consigna
filosófica del utilitarismo, iniciada a fines del siglo XVIII por Jeremy
Bentham y retomada en 1863 por John Stuart Mill.
48 Bermúdez
H., “¡Viva la Patria!”, p. 54.
49 Nandayapa
Sánchez, Biografía, p. 91.
50 Viqueira,
“La ilustración”, p. 16; Luján
Muñoz, “La devoción”, p. 20.
51 Eguiarte,
“Las imágenes”, p. 59.
52Algunas
estimaciones oscilan entre 1.9 y 3.5 millones de personas; otras entre medio
millón y más de dos millones, indicando el censo nacional de 1910 un total de
15 millones de habitantes en México. Véase McCaa,
“Los millones”; México desconocido, “¿Cuántas
personas?”.
53 Galí
Boadella, “El proceso”.
54 Bermúdez
Hernández, “That Beautiful”.
55 Torquemada, Monarquía,
p. 295.
56 Prost,
“Les monuments”, p. 204.
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