Biblioteca palafoxiana
De Alejandría a angelópolis
Mapamundi que aparece en las Crónicas de Núremberg, verás
en el margen izquierdo unos seres marginados, que viven en los extremos más
externos del mundo, lugares inhabitables para personas de "humor equilibrado",
es decir, europeas.
Los dibujos son de "razas monstruosas" y no era
raro encontrarlas en mapas de la época.
De ahí"Hic sunt dracones" -Aquí hay
dragones- la conocida frase escrita en el Globo de Hunt-Lenox
(1503-07) para señalar territorios inexplorados o peligrosos.
En este caso, los monstruos son varios: el hombre con muchos
brazos, el hombre con seis dedos, el centauro, el hombre con cuatro ojos, la
persona hermafrodita, el hombre con cuello largo y pico.
Como si eso fuera poco, otra página muestra otros 14
representantes razas monstruosas imaginarias.
Las
fantasiosas criaturas debían su origen a historias de la antigüedad y servían
para expresar el temor a lo desconocido.
https://www.bbc.com/mundo/noticias-40458793
Es la biblioteca de Alejandría la figura mítica de la
biblioteca que busca reunir el saber universal: exhaustiva, probable pero
perdida, desmesurada y deseable. La describe Pedro Mexía en el capítulo III de
la tercera parte de su Silva de varia
lección, publicada en 1540 en Valladolid, y en un texto más completo,
publicado en Sevilla, en el que afirma:
“La librería de Alejandría, en Egipto, que el rey Ptolomeo Philadelpho hizo,
fue, cierto, la más yllustríssima de todas las del mundo por averse traído a
ella el Testamento y la Escriptura Sagrada por los 72 intérpretes y por la
multitud de loslibros que tenía. […] Aulo Gelio y Amiano Marcelino dizen que
tenía 700 000 libros la librería de Egypto”.
Considerando este número como plausible, Pedro Mexía sigue:
“Avía en esta librería libros buscados por todas las gentes y naciones del
mundo y, en todas las lenguas escrptos. Tenían varones notables y doctíssimos
muchos que los buscavan y tenían a cargo, uno de los libros poéticos, otros de
los históricos, y assí en todas las
facultades”. Más adelante añade que los libros de la biblioteca fueron quemados
por “la gente de Julio César” y que una parte fue trasladada a Roma, por “las
gentes bárbaras, que arrasaron la tierra, destruyeron y quemaron y deshazieron”
las bibliotecas de los antiguos.
Lograr una empresa semejante, con la ambición de reunir todos los libros
que existiesen, fue uno de los sueños que atravesó la historia de la civilización occidental.
Este deseo motivó la constitución de grandes librerías ya fueran reales,
eclesiásticas o privadas; justificó la búsqueda tenaz de los libros raros, de
las decisiones perdidas y de los textos desaparecidos, y obligó al hombre,
siglos después, a crear libros, también denominados bibliotecas, que procuraban
lograr un inventario bibliográfico
exhaustivo, y que pretendía superar cualquier colección particular,
siempre parcial e incompleta. Solamente estas bibliotecas, cuya materialidad la
da el papel –y no el espacio físico en el que son atesorados los volúmenes-,
lograron acercarse un poco más al ideal de Alejandría.
Aunque fue durante el siglo XVIII cuando los libreros editores publicaron
más profusamente estas colecciones bibliográficas, desde finales del siglo XV
aparecieron las primeras obras de esta índole. Estas publicaciones podían ser
catálogos de los autores nacidos en un mismo territorio nacional, como por
ejemplo en los libros de Johann Trithemius para Alemania (Cathalogus illustrium virorum Germaniae suis ingeniis et
lucubrationibus omnifariam exornanantium, Maguncia, 1495), o los de John
Bale para Gran Bretaña (Illustrium
maioris Britaniae scriptorum, hoc est Angliae, Cambriae, ac Scotiae summarium,
Ipswich, 1548), o bien catálogos de los autores que escribieron en una lengua
vulgar, entre los cuales podemos citar la Libraia
[…] Nella quale sono scritti tutti gl´Autori vulgari , de Anton Francesco
Doni (1550), la Bibliothèque d´Antoine
Du Verdier (1585).
Ya en el siglo XVII la palabra castellana “biblioteca” designaba
tanto a un lugar como a un libro. El
Diccionario de la Real Academia Española,
publicado en la década de 1730, define a la biblioteca como colección de
libros: “Bibliotheca. Nombre griego, que en su riguroso sentido
significa el parage donde se venden libros; pero aunque en nuestra
lengua se suele entender assi alguna vez, más comúnmente se toma por la
librería que junta algún hombre grande y erudito, y por las que hay en las comunidades religiosas, y
principalmente por las que son comunes para el beneficio público, de que hai
varias en Europa, y la tiene el rey nuestro señor en su real palacio”. La voz
asocia diversos elementos: el término etimológico que define, según el griego,
la biblioteca como librería y, según el latín, la librería como biblioteca, la relación entre la formación de
una biblioteca y la condición social (“hombre grande”), el saber (“hombre erudito”) y la fe católica (“las comunidades religiosas”) y,
finalmente, la noción de “beneficio público”, que indica la
apertura de las colecciones, monárquicas o particulares, a los lectores que lo
necesiten.
La entrada “librería” sugiere
una posible diferencia entre este
espacio y la biblioteca,
caracterizada por su uso público, mientras que la librería, considerada en su sentido antiguo –el de la librairie de Montaigne-, estaba ubicada
dentro del espacio de la privacidad. La distinción no está ligada con la
identidad, particular o colectiva, del poseedor de la biblioteca, sino con su
uso, exclusivamente privado o dirigido a lectores externos.
Botánico, Arte, Flores de jardín, Británico, John Hill, Grabados
antiguos, Londres, 1756-57
Antique Nepenthes and Drosera Print from 1757 Art Print by The Carnivore
Girl
Este Diccionario
añade una segunda definición: “Bibliotheca.
Se llama también así algunos libros, u
obras de algunos autores que han tomado el assunto de recoger y referir todos
los escritores de una nación que han escrito obras, de la cual tenemos en España la singular y tan
celebrado de don Nicolás Antonio”.
Algunos
años antes, en 1690, le Dictionnaire de
la lengua francesa de Furetière, después de las dos primeras definiciones de la
biblioteca como “lugar destinado a colocar en él los libros” y como “selección,
compilación de varias obras de la misma naturaleza o bien de autores que han
compilado todo aquello que puede decirse sobre un mismo tema”, indicaba que “se
denomina asimismo biblioteca a los libros que contienen los catálogos de los
libros de las bibliotecas”, lo que podía designar a una colección particular o
más bien, como lo muestran las referencias a las bibliotecas de Gesner,
Possevino y Photius, a todos los libros que fueron escritos en todas las
lenguas o por los autores de una nación particular. A su definición, Furetière añadía: “En Francia no
tenemos aún una biblioteca general de todos los autores. Las hay particulares
de Sieur La Croix du Maine y de Antoine du Verdier. Pero España tiene una en la
de Nicolás Antonio. También hay una Biblioteca
de España, de Peregrinus, o de André Schot de los Escritores Españoles en 1608”.
http://bauldechitiya.blogspot.com/2016/11/el-real-jardin-botanico-de-madrid.html
La
biblioteca así evocada por Furetière nos ubica ante la doble preocupación que
dio origen a estos catálogos
bibliográficos: por una parte, ya se han dicho, cada uno de estos libros
buscaba ofrecer un inventario de autores, idealmente exhaustivo; mientras por
la otra, intentaba preservar el marco nacional.
En España,
esta doble preocupación se dejaba ver desde 1611, en el Tesoro de la lengua castellana o española de Covarrubias, escrito
más de un siglo antes del Diccionario de
la Academia. En el Suplemento nunca
impreso de este texto, Covarrubias introduce los dos sentidos de biblioteca,
como lugar y como libro: “Vale tanto como lugar donde se han recogido gran
multitud de libros de diversas facultades […] Algunos han intitulado sus obras
con inscripción de bibliotecas. Bibliotheca
homiliarium et sermonum priscorum Ecclesiae patrum, Bibliothecae Sixti
Senensis, Bibliothheca Antoni Possevini y otras”. Por la importancia de
esta publicaciones, añade Covarrubias,
los varonnes doctos y estudiosos de los tiempos modernos deben hacer de nuevo
“copiosas y muy notables librerías en
los estudios y universidades, y en Roma, Florencia, Venecia y en otras partes
muchas; y se espera que cada día se
harán y yrán en crecimiento las hechas”.
https://efeverde.com/jardin-botanico-laminas-especies-plantas/
En 1611, en
su epístola dedicada a Felipe III, Covarrubias situó el proyecto de su Tesoro dentro de una perspectiva que
convierte el estudio etimológico de la “mezcla de tantas lenguas de las quales
consta la nuestra” en la presentación de un canon léxico que asocia
estrechamente la excelencia de la lengua
castellana, que se debe “igualarla
con la latina y la griega, y confessar ser muy parecida a la hebrea en
sus frasis y modos de hablar”, con la gloria
de la “nación española” y de su rey. Sesenta años después, en 1672, la Bibliotheca
Hispana de Nicolás Antonio, publicada en latín en Roma, desplazó el
proyecto desde el inventario de las palabras hacia un catálogo de todos los autores, una
“patria” que pertenece –o perteneció- a la monarquía española y que escribieron
en latín o en la lengua popular.
Harpía en una iluminación medieval. Imagen: Wikicommons
https://www.muyinteresante.com/historia/36405.html
Escrita en latín, pero con comentarios
en castellano y portugués, procurando referencias a libros redactados en ambas
lenguas, la Bibliotheca Hispana
delimitaba y alababa un patrimonio literario “nacional” cuya excelencia fue
presentada a la Europa letrada como un contrapunto intelectual a la decadencia
política y militar de la monarquía española. (De hecho, semejante proyecto
había conducido ya a la publicación de dos bibliotecas: la Hispaniae Bibliotheca, seu de academiis ac bibliothecis de Andreas
Schott –alias A.S. Peregrinus-, publicada en Frankfurt en 1608, escrita en
latín y dominada por las referencias a
obras en esta lengua, y el Epitome
de una Bibliotheca oriental i occidental, naútica y geográfica de Antonio
León Pinelo, editado en Madrid en 1629, con traducciones al castellano de los
títulos de obras escritas en 44 lenguas tanto en la península como en las
Indias.)
La Bibliotheca Hispana fue uno más de los instrumentos propuestos a
los lectores para que pudieran ordenar y componer a sus propias bibliotecas.
Para ayudar a la formación de las colecciones se utilizaron los repertorios de
autores y títulos tales como los libros de Schott o Pinelo, los catálogos de
bibliotecas que circulaban que circulaban en
ediciones impresas y los métodos para organizar cualquier colección de
libros, sea real o proyectada.
En España el
primer ejemplo impreso de tal libro fue el De
bene disponenda biblioteca, ad meliorem cognitionem loci et materiae,
qualistatisque librorum, litteratis perutile opusculum publicado por
Francisco de Araoz en Madrid en 1631, es decir, pocos años después del Advis pour desser une bibliothèque que
Gabriel Naudé dirigió en 1626 a Henri de
Mesmes, presidente del parlamento de París y gran coleccionista de libros. El
libro de Francisco de Araoz fue impreso
en el formato in-otavo “para poder tenerse más fácilmente a mano y
llevarse con la suficiente comodidad por
donde se quiera, mientras se trabaja en la formación de bibliotecas”. Esta publicación distribuía entre quince
categorías los títulos de los libros que, sin establecer un repertorio cerrado,
procuraban ejemplos para la constitución de una colección de libros “dignos de
ubicación, estudio y ponderación”.
Estos
instrumentos intentaron responder a dos
ansiedades contradictorias frente a la cultura escrita que caracterizaron la
época. La primera era el temor de la pérdida, de la desaparición, del olvido.
Esta preocupación fundamentó la búsqueda de los textos antiguos, la copia y la
impresión de los manuscritos, la constitución de las bibliotecas regias o
principescas que, como la Laurentina, debían abarcar todos los saberes y
encerrar dentro de sus muros y clases bibliográficas (64 en la biblioteca de El
Escorial) el universo mismo. Pero la acumulación de los libros antiguos y la multiplicación de los
nuevos gracias a la imprenta produjeron otra inquietud: el miedo frente a un exceso indomable, a una abundancia
confusa.
Tanto en
España como en otras partes de Europa, los catálogos, cualquiera que fuera su objeto (una colección particular, el
repertorio de los autores de una “nación”, la propuesta de una biblioteca
ideal) se convirtieron en herramientas que ayudaron a establecer un orden
moderno de los discursos.
La
biblioteca Palafoxiana, que no se sustrajo a estas inquietudes, recibió dentro
de sus muros, parte de este conjunto de bibliotecas de papel. Poseía las dos primeras ediciones de la Bibliotheca
Hispana de Nicolás Antonio, publicadas en Roma en 1672 y en 1796, cuyos ejemplares habían pertenecido
según los ex libris al Colegio de San Ildefonso y al Colegio de San Juan. De
las bibliotecas mencionadas por Covarrubias en su Suplemento, se encuentran en Puebla de los Ángeles ejemplares delas
ediciones de Frankfurt (1575) y Colonia (1576 y 1586) de la Blibliotheca sancta de Sixto de Siena,
que también pertenecieron a los colegios de la ciudad, y el ejemplar del Colegio
de San Juan de la edición romanna de 1593 de la Bibliotheca selecta qua agitur de ratione studiorum in historia, in
disciplinis, in salute ómnium procuranda de Antonio Possevino. Del mismo Colegio de San juan vinieron
ejemplares de las ediciones príncipe tanto del Epitome de León Pinelo (Madrid,1629) como del Bene disponenda biblioteca de Francisco
de Araoz (Madrid, 1631.)
Portadilla
del libro de Francisco de Quevedo y Villegas. Libro expurgado por su carácter
satírico e irónico que algunas veces
contradecía la moral de su tiempo.
https://www.cervantesvirtual.com/obra/obras-de-don-francisco-de-quevedo-villegas-tomo-tercero--0/
Gracias al obispo Francisco de Fabián y Fuero, la
colección dejada por Palafox fue incrementada y acogida en el espacio que es
todavía el suyo. Sobre sus estanterías se encontraban muchas bibliotecas
impresas que transformaron el mundo
cerrado de la biblioteca de Angelópolis en un universo infinito de
títulos y autores. Pero en el siglo XVII la defensa de la ortodoxia religiosa
impuso serios límites al proyecto de la
biblioteca sin muros. En el ejemplar de Puebla de la edición de 1586 de la Bibliotheca sancta de Sixto de Siena se
lee la anotación manuscrita siguiente: “Corregido por mandato del santo Oficio
conforme al expurgatorio del año 1632”. La censura católica no sólo prohibió
los libros condenados, sino también sometió a sus exigencias a las “bibliotecas
de papel”. La Bibliotheca de Sixto de
Siena no fue la única que sufrió la expurgación eclesiástica, tal como lo
muestra la censura de la edición de Ruán de 1653 del Myrobiblon sive Bibliotheca
librorum quos legit censuit Photius, el patriarca condenado por el concilio de
Constantinopla y cuyos libros (tanto los que había recogido como los que
había escrito) fueron quemados en 869. En la biblioteca de Palafox y Fabián y
Fuero no se encuentra edición alguna de la Bibliotheca
de Photius. La rigidez de las ortodoxias había destrozado el sueño de los
Ptolomeos de atesorar todo el saber del universo en un solo espacio.
https://www.memoriachilena.gob.cl/602/w3-article-8394.html
Chartier, Roger, “De Alejandría a Angelópolis, Bibliotecas
de piedra y bibliotecas de papel”, en Artes
de México, Edición Especial Biblioteca Palafoxiana, Diciembre de 2003,
Revista Libro núm. 68. Pp. 23-29
https://www.bbc.com/mundo/noticias-40458793
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