martes, 12 de marzo de 2024

 

Biblioteca palafoxiana

Ordenadores del Universo

"Teseo vencedor del Minotauro", fresco que decoraba una de las paredes de la Casa de Gavio Rufo, en Pompeya, considerada una de las obras maestras del cuarto estilo. De clara influencia helénica, el héroe aparece representado completamente desnudo. Teseo fue el gran héroe de la región del Ática que consiguió entre muchas otras hazañas, y con la ayuda de Ariadna, vencer al monstruo de cabeza de hombre y cuerpo de toro.
Este fresco podemos verlo en la actualidad en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles.

https://palios.wordpress.com/2016/05/10/teseo-y-el-minotauro/

 

La ciudad de Alejandría fue fundada por Alejandro Magno, en el año de 331 a.C. Quinto Curcio Rufo, historiador romano que vivió cuatro siglos después, durante el reinado de Claudio, señaló en su Historia de Alejandro que la fundación tuvo  lugar justo después de la visita del héroe al santuario del dios egipcio Amón, “el Oculto”, donde el sacerdote se dirigió a Alejandro como “hijo de Júpiter”. En aquel estado de gracia recién adquirido, Alejandro eligió para  su nueva ciudad la franja de tierra comprendida entre el lago Mareotis y el mar, y ordenó a sus súbditos que emigraran desde las ciudades vecinas a la nueva metrópoli. “Hay un relato que cuenta –escribió Tufo- que después de que el rey cumpliera con la costumbre macedonia de trazar con harina de cebada los límites de las futuras murallas, bandadas de pájaros se abalanzaron sobre la harina para comérsela. Muchos lo consideraron de mal agüero, pero el veredicto de los adivinos fue que la ciudad disfrutaría de abundante población inmigrante y proporcionaría medios de subsistencia a muchos países”.

         Gente de numerosos países se reunió efectivamente en la capital, pero fue una inmigración distinta la que finalmente hizo famosa a Alejandría. En el  año 323, a la muerte del rey, la ciudad se había convertido en lo que hoy denominaríamos una “sociedad multicultural”, dividida  en politeumata o corporaciones basadas en la nacionalidad, bajo el cetro de la dinastía ptolemaica. De  esas nacionalidades, la más importante, si  se exceptúa la nativa egipcia, era la griega, para la cual la palabra escrita se había convertido en símbolo de conocimiento y poder. “Quienes saben leer ven dos veces mejor”, escribió el poeta ático Menandro en el siglo IV a. C.

         Aunque tradicionalmente los egipcios habían recogido por escrito gran parte de su actividad administrativa, quizá fue la influencia de los griegos, convencidos de que la sociedad requería un registro preciso y sistemático de sus transacciones, la que transformó a la ciudad  de Alejandría en un estado intensamente burocratizado. Para  mediados del siglo III a.C., el flujo de documentos en esta metrópoli empezó a ser difícil de manejar. Recibos, presupuestos, declaraciones y permisos se hacían por escrito.

https://bibliotecahistoricausal.wordpress.com/2020/07/24/los-manuscritos-iluminados-historia-produccion-y-descripcion/

Hay ejemplos de documentos para cada clase de tarea, por insignificante que fuera: guardar cerdos, vender cerveza, comprar lentejas tostadas, regentar unos baños, pintar una casa. Un documento fechado en 258-257 a. C. muestra que el servicio de contabilidad de Apolonio, ministro de finanzas, recibió 434 rollos de papiros en 33 días. La pasión por los papeles no implica amor por los libros, pero la familiaridad de la palabra escrita acostumbró a los ciudadanos de Alejandría al acto de leer.

         Si los gustos de su fundador pueden servirnos de indicador, Alejandría estaba destinada a ser una ciudad  aficionada a la lectura. El padre de Alejandro, Filipo de Macedonia, contrató a Aristóteles como tutor de su hijo, y gracias a sus enseñanzas Alejandro llegó a ser “un entusiasta de toda clase de saberes y lecturas”; de hecho, era tan aficionado a la lectura que rara vez estaba sin un libro. En una ocasión, en un viaje por Asia, “desprovisto de nuevos libros”, ordenó  a uno de sus comandantes que le enviara varios; a su debido tiempo recibió la Historia de Filisto, varias obras de Eurípides, Sófocles y Esquilo, así como poemas de Telestes y Filoxeno.

https://es.m.wikipedia.org/wiki/Archivo:Biblia_sacra.jpg

 

         Quizá fue Demetrio Faléreao –erudito  ateniense, compilador de las fábulas de Esopo, crítico de Homero y alumno del celebrado Teofrasto (también alumno y amigo de Aristóteles)- quien sugirió al sucesor de Alejandro, Ptolomeo I, que fundara la biblioteca que haría famosa a Alejandría, tan famosa que 150 años después de su destrucción, Ateneo de Naucratis consideró superfluo describírsela a sus lectores: “Y acerca del número de libros, de la creación de bibliotecas y de la colección en la sala de las musas,  ¿qué puedo decir, puesto que están en la memoria de todos los hombres”? Es una verdadera lástima, porque carecemos de respuestas satisfactorias a preguntas como dónde estaba exactamente la biblioteca, cuántos libros albergaba, como se regía y a quién corresponde la responsabilidad de su destrucción.

https://houghtonlib.tumblr.com/post/97648673962/biblia-sacra-hebraicae-chaldaice-graece-et

         Hacia finales del primer siglo a. C., el geógrafo griego Estrabón describió Alejandría y  su museo con cierto detalle, pero nunca mencionó la biblioteca. Según el historiador italiano Luciano Canfora,”Estrabón no menciona la biblioteca sencillamente porque no era una habitación o edificio autónomos”, sino más bien un espacio adjunto al templo de Serapis, en Rhakotis, el antiguo barrio egipcio. Cuando consideramos que, antes de la invención de la imprenta, la biblioteca papal de Aviñón era la única de Occidente cristiano que superaba los 2 000  volúmenes, empezamos a vislumbrar la importancia de la colección de Alejandría.

         Había que acumular un gran número de libros, dado que la ambiciosa finalidad de la biblioteca era abarcar la totalidad del saber humano. Para Aristóteles reunir libros formaba parte de las tareas del sabio, puesto que se los necesitaba “a manera de memorandos”. La biblioteca de la ciudad que fundara su discípulo era sencillamente una versión más amplia de esa idea: la memoria del mundo. Según Estrabón, la colección de libros de Aristóteles pasó a manos de Teofrasto; de él a su pariente y alumno Neleo de Escepsis y de este a Ptolomeo II, quien la adquirió para Alejandría.

Portadilla con ex libris manuscrito: “De la librería del Colegio del Espíritu Santo”.

 

Ya en la época de Ptolomeo III ninguna persona podría haber leído toda la biblioteca. Por decreto  real, los barcos que atracaban en Alejandría tenían que entregar los libros que llevaran a bordo, los cuales eran copiados, y los originales (a veces las copias) devueltos a sus propietarios, mientras que los duplicados (a veces los originales) se incorporaban a la biblioteca. Gracias a los buenos oficios de sus embajadores, fueron prestadas a  los Ptolomeos, para ser copiadas con gran esmero, las obras oficiales o definitivas de los grandes dramaturgos griegos, conservadas en Atenas. No todos los libros eran auténticos; los falsificadores, que sabían del interés apasionado con el que los Ptolomeos coleccionaban los clásicos, les vendieron trabajos aristotélicos apócrifos, cuya falsedad pudo demostrarse después de siglos de investigación erudita. En ocasiones los eruditos mismos  llegaron a producir falsificaciones.

Portada alegórica, en grabado xilográfico, ambas del libro de Atanasio  Kirchher, Mundus  subterraneus

Utilizando el nombre de un contemporáneo de Tucídides, el erudito Cratipo escribió un libro llamado Todo lo que Tucídides no llego a decir, en el que se sirvió con éxito de la prosopeya y el anacronismo, citando, por ejemplo, a un autor que había vivido 400 años después de la muerte de Tucídides.

El Vesubio. Grabado xilográfico en el libro de Atanasio Kircher, Mundus. Sin duda subterraneus

         La acumulación de saber no es saber. El poeta  galo Décimo Magno Ausonio, varios siglos después, se burló en  sus Opúsculos de la confusión de ambas tareas:

Has comprado libros y llenado estantes,

oh, amante de las musas.

¿Significa eso que ya eres sabio?

Si compas hoy  cuerdas para  instrumentos,

plectro y lira:

¿Crees que mañana será tuyo el reino de la música?

 

         Era evidente la necesidad de un método que ayudara al público a hacer uso de aquel tesoro libresco: un método que permitiera a cualquier lector encontrar el libro específico al que le llevara su interés. Sin duda, Aristóteles tenía un sistema personal para encontrar en su biblioteca los libros que necesitaba (un sistema del que, desgraciadamente, nada sabemos). Pero el número de ejemplares conservados en la biblioteca de Alejandría hacía imposible que un lector encontrase un determinado título, excepto por verdadera casualidad. La solución –y una nueva serie de problemas- apareció bajo la forma de un nuevo bibliotecario, el epigramista y erudito Calímaco de Cirene.

El sol. Grabado xilográfico en el libro de Atanasio Kircher, Mundus subteraneus.

         Calímaco nació en África del Norte hacia comienzos del siglo III a.C., y vivió en la ciudad de Alejandría la mayor parte  de su vida, primero ejerciendo la docencia y después trabajando  en la biblioteca. Fue escritor, crítico, poeta y  enciclopedista extraordinariamente prolífico. Inició un debate aún inconcluso en nuestra época: creía que la literatura había de ser concisa y sin adornos, y denunciaba a quienes todavía escribían epopeyas a la antigua usanza, a quienes llamaban gárrulos (persona muy  habladora) y obsoletos. Sus enemigos lo acusaban de ser incapaz de escribir largos poemas y de mostrarse irremediablemente árido en los cortos. (Siglos después, aún continuaba el debate de los modernos contra los antiguos, de los románticos contra los clásicos, de los grandes novelistas norteamericanos contra los minimalistas). Su mayor enemigo era su superior en la biblioteca: el bibliotecario jefe, Apolonio  de Rodas, cuyo poema épico de 6 000 versos, la Argonáutica, es un buen ejemplo de todo lo que Calímaco detestaba. (“Libro grande, gran aburrimiento”, fue su lacónico resumen.) Ninguno de los dos ha encontrado gran eco entre los lectores modernos, aunque la Argonáutica todavía se recuerda. Ejemplo del arte de Calímaco sobrevive apenas en una traducción de Catulo (“El rizo de Berenice”, utilizada por Pope en su Rape of the Lock).

         Sin duda bajo el ojo vigilante de Apolonio, Calímaco (no sabemos si llegó a ser alguna vez bibliotecario director) inició la ardua tarea de catalogar la biblioteca en continuo crecimiento. La catalogación es un oficio antiguo; hay  ejemplares de otros ordenadores del universo (nombre que le daban los sumerios) entre los restos de las bibliotecas más antiguas. Así, por ejemplo, el catálogo de una “casa de libros” egipcia, del segundo milenio a.C., procedente de las excavaciones de Edfu, empieza por enumerar otros catálogos: El libro de lo que encuentra en el templo, El libro de los dominios, La lista de todos los libros grabados en madera, El libro de la estaciones del sol y de la luna, El libro de los lugares y de lo que hay  en ellos, etc.

         El sistema que Calímaco eligió para Alejandría, más que en una enumeración ordinaria de las posesiones de la biblioteca, parece basado en una formulación preconcebida del mundo. Toda  clasificación es, en último término, arbitraria. La que propuso Calímaco parece serlo un poco menos, dado que se atiene a la visión del mundo aceptada por los intelectuales y eruditos de la época, herederos de la filosofía griega. Calímaco  dividió la biblioteca en estanterías o tablas distribuidas de acuerdo con ocho géneros o temas: drama, oratoria, poesía lírica, legislación, medicina, historia, filosofía y miscelánea. Separó las obras más voluminosas y las hizo copiar en varias secciones más breves llamadas libros, para tener así rollos más pequeños que fuesen de más fácil manejo.

         Calímaco no llegó a concluir su gigantesca empresa, completada por los bibliotecarios que le sucedieron El conjunto de las pinakoi, o catálogo completo, cuyo título oficial era Tablas de aquellos que se distinguieron en todas las fases de la cultura, junto con sus escritos tenía, al parecer, una extensión de 120 rollos. A Calímaco debemos también un mecanismo de catalogación que llegaría a ser habitual: la costumbre de ordenar los volúmenes por orden alfabético. Según el críptico francés Christian Jacob, la biblioteca de Calimaco fue el primer ejemplo de “un lugar utópico para la crítica, donde era posible comparar los textos, abiertos unos al lado de otros”. Con Calímaco la biblioteca se convirtió en un espacio organizado para la lectura.

         Todas las bibliotecas que he conocido son un reflejo de aquella otra de la antigüedad. La oscura biblioteca del Maestro en Buenos Aires, la exquisita Huntington Library de Pasadena, en California, rodeada, como una villa italiana, por jardines geométricos; la venerable British Library, donde hay un sillón, donde estuvo sentado Karl Marx cuando escribía Das Kapital; la biblioteca con tres estanterías de la aldea de Djanet, en el Sahara argelino, donde entre los libros en árabe vi un misteriosos ejemplar del Candide de Voltaire en francés; la  Bibliothéque Nationale de París, donde a la sección reservada a la literatura erótica se le llama Infierno; la hermosa Metro Toronto Reference Library, donde se ve caer la nieve sobre los cristales inclinados mientras se lee: todas estas reflejan, con variaciones, la visión sistemática de Calímaco.

La biblioteca de Alejandría y sus catálogos se convirtieron primero en el modelo de las bibliotecas de la Roma imperial, más tarde en el de la Europa cristiana. En de Doctrina Christiana, obra escrita poco después de su conversión en el año 387, San Agustín, todavía bajo la influencia del pensamiento  neoplatónico, argumentaba que cierto número de palabras de los clásicos griegos y romanos eran compatibles con la doctrina cristiana, puesto que  autores como Aristóteles y Virgilio habían “poseído injustamente  la verdad” (lo que Plotino llamaba “el espíritu” y Jesucristo el “verbo”o logos). Con ese mismo espíritu ecléctico, la primera biblioteca de la Iglesia romana de la que se tiene noticia, fundada en los años ochenta del siglo IV por el papa Dámaso I en la Iglesia de San Lorenzo, contenía no sólo los libros cristianos de la Biblia, sus  comentarios y una selección de apologistas griegos, sino también varios autores clásicos griegos y  latinos. (La aceptación de los autores antiguos, sin embargo, estaba todavía sujeta a discriminación; a mediados del siglo V, al hacer un comentario sobre la biblioteca de un amigo, Sidonio Apolinar se queja de que los autores paganos se separasen de los cristianos: los primeros cerca de los asientos reservados para  los caballeros, los segundos en los reservados para las damas.)

¿Cómo  debían ser catalogados escritos tan diversos? Los encargados de las primeras bibliotecas cristianas hacían listas de las estanterías para registrar sus  libros. Las biblias venían en primer lugar. Luego las glosas, las obras de los padres de la Iglesia –san Agustín a la  cabeza-, y a continuación los textos de filosofía, derecho y gramática. Los libros sobre medicina se incluían a veces al  final. Puesto que mucho de los libros carecía de título, se les daba uno para designarlos. A veces el alfabeto servía como clave para encontrar los volúmenes. En el siglo X, por ejemplo, en Persia, el visir al-Sahib ibn Abbad Abd al-Quasim Ismail, con el  fin de no separarse de su colección de 117 000 volúmenes cuando  viajaba, hacía que los transportara una caravana de 400 camellos adiestrados para caminar sin romper el orden alfabético de los libros.

         El ejemplo más antiguo de catalogación por temas en la Europa medieval quizá sea el de la biblioteca de la catedral de Le Puy en el siglo XI, aunque durante mucho tiempo ese tipo de catálogo no fue la norma. En muchos casos, la división de los libros sólo respondía a razones prácticas. En Canterbury, en los primeros años del siglo XIII, los libros de la biblioteca del arzobispo estaban ordenados de acuerdo con las facultades que más utilizaban. En 1120, Hugo de San Víctor propuso  un sistema de catalogación que consistía en anotar brevemente el contenido de cada libro –como en los catálogos editoriales modernos-, y colocarlos después según la división tripartita de las artes liberales: teorías, prácticas y  mecánicas.

 

1570 | 43 años
Theatrum orbis terrarum
Material cartográfico impreso.
The Library of Congress. Washington

https://www.epdlp.com/pintor.php?id=2921

         En 1250, Richard de Fournival ideó un sistema  de catalogación que se basaba en un modelo hortícola. Al comparar su  biblioteca con un jardín “donde sus conciudadanos podían recoger los frutos del saber”, la dividió en tres arriates –correspondientes a la filosofía, las artes lucrativas y la teología- y los arriates, a su vez, en varias secciones menores o areolae, cada una con un índice o tabula (semejante a las pinakoi de Calímaco) de los temas de cada sección. Las “ciencias lucrativas”, situadas en el  segundo arriate, sólo  contenían dos areolae, la medicina y el derecho. El tercer arriate se reservaba para la teología.

         Dentro de las aerolae, a cada tabula se asignaba una cantidad de letras igual al número de libros incluidos, para poder asignar una letra a cada uno de ellos, que se anotaba en la cubierta del libro. Para evitar la  confusión de que varios libros fueran identificados con la misma letra. Fournival utilizaba variaciones tipográficas y cromáticas para cada letra: un libro de gramática se identificaba con una A mayúscula de color rojo rosado, mientras que  otro mediante una A uncial de color rojo  amapola.

Indiae Orientalis, Insularumque Adiacientium Typus”, del “Theatrum Orbis Terrarum de Abraham Ortelius”, edición latina de 1603 (Foto: Wikimedia Commons dominio público)

https://mymodernmet.com/es/abraham-ortelius/

         Aunque la biblioteca de Fournival estaba dividida en tres arriates, las tabulae no se asignaban necesariamente a las subcategorías por orden de importancia, sino a partir del número de volúmenes que cada una poseía. A la dialéctica, por ejemplo, se le había  asignado toda  una tabula porque la biblioteca poseía más de una docena  de libros sobre este tema; la geometría y la  aritmética, sólo representadas por seis libros cada una, compartían una sola tabula.

Mapa de “Islandia” por Abraham Ortelius, 1590 (Foto: Wikimedia Commons dominio público)

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         Alrededor de un siglo antes de que Fournival propusiera su sistema, otros estudiosos como  Graciano, el padre del derecho canónico, y el teólogo  Pedro Lombardo habían sugerido  nuevas divisiones del saber basadas en una revisión de las doctrinas de Aristóteles, cuya propuesta sobre la jerarquía universal de la existencia encontraban sumamente atractiva, pero sus ideas no se tomaron en cuenta hasta muchos años después. Sin embargo, hacia mediados del siglo XIII, la cantidad de obras de Aristóteles que había empezado a inundar Europa (traducidas al latín a partir del árabe, al que  previamente se habían traducido  del griego por hombres tan sabios como Miguel Escoto y Hermann Alemán) obligó  a los eruditos a reconsiderar la revisión que Fournival encontrara tan lógica. A partir de 1251, la Universidad de París incorporó oficialmente las obras de Aristóteles que habían  sido meticulosamente editadas y  anotadas por sabios musulmanes como Averroes y Avicena, sus principales intérpretes en Occidente y Oriente.

         La adopción de Aristóteles por los árabes empieza como un sueño. Una noche, a comienzos del siglo IX, el  califa Ma´mun hijo del casi legendario Harun al-Rashid, soñó que mantenía una conversación con un individuo pálido, de ojos azules, frente  amplia, ceño fruncido y porte real, sentado en un alto trono. Aquel personaje era  Aristóteles, y las palabras que los dos intercambiaron en secreto lo inspiraron a ordenar a los eruditos de la academia de Bagdad que, a partir de aquella noche, consagraran sus esfuerzos a traducir las obras del filósofo griego.

         Bagdad no fue la única academia dedicada  a coleccionar las obras de Aristóteles y los otros clásicos griegos. En El Cairo, la biblioteca Fatimí albergaba, antes de ser expurgada por los suníes en 1175, más de 1 100 000 volúmenes, catalogados por materias. (Los cruzados, exagerando con envidioso asombro, aseguraron que los infieles poseían más de tres millones de libros.) Siguiendo el modelo alejandrino, la biblioteca fatimí contaba además con un museo, un archivo y un laboratorio. Eruditos cristianos como Juan de Gorza se trasladaron al  sur para utilizar aquellos recursos inapreciables. En la España islámica también hubo numerosas bibliotecas de importancia; Andalucía sola contaba con más de 70, entre las que la califal de Córdoba disponía de 400 000 volúmenes durante el reinado de Al-Hakam II (961-976).

         Roger Bacon, hombre de ciencia que estudió matemáticas, astronomía y  alquimia en París, el primer europeo que describió con detalle la fabricación de la pólvora (aunque no se utilizaría para armas de fuego hasta el siglo siguiente) y que previó  cómo, gracias a la energía del sol, algún día sería posible disponer de naves sin remeros, de carruajes sin caballos y de máquinas capaces de volar, a comienzos del siglo XIII también criticó los nuevos sistemas de catalogación procedentes de traducciones de segunda mano del árabe que, en su opinión, contaminaban los textos de Aristóteles con las enseñanzas del Islam. Bacon acusó  a eruditos como Alberto Magno y Tomás de Aquino de afirmar que habían leído a Aristóteles sin saber griego, aunque reconocía que se podía aprender algo de los comentaristas árabes (Avicena, por ejemplo, contaba con su aprobación y, como hemos visto, estudiaba asiduamente las obras de Alhacén), consideraba esencial que los lectores basaran sus opiniones en los textos originales.

         En tiempos de Bacon, las sietes artes liberales se colocaban alegóricamente bajo la protección de la Virgen María, tal como están representadas en el tímpano sobre el pórtico occidental de la catedral de Chartres. Para lograr  esta reducción teológica, el verdadero erudito –según Bacon- necesitaba estar plenamente familiarizado con la ciencia y el lenguaje: para lo primero era indispensable el estudio de las matemáticas, y para lo segundo el estudio de la gramática. En el sistema de catalogación de Bacon (que el filósofo se proponía detallar en una enorme Opus principale enciclopédica que nunca llegó  a terminar), la ciencia de la naturaleza era una subcategoría de la ciencia de Dios. Con ese convencimiento, Bacon luchó durante años para lograr  que se reconociera plenamente la enseñanza de la ciencia como parte del currículum universitario, pero en 1268 la muerte del papa Clemente IV, protector del sabio, acabó con su plan.  Durante el resto de su vida Bacon fue  desdeñado por sus colegas intelectuales; varias de sus teorías científicas se incluyeron en la condena de París de 1277, y permaneció en prisión hasta 1292. Se cree que murió poco después, sin imaginar que los historiadores del futuro le darían el título de Doctor Mirabilis, reconociéndolo como el sabio para quien todo libro tenía un sitio, y para quien todo aspecto del conocimiento humano pertenecía a una categoría erudita que lo circunscribía.

Las categorías que un lector aporta a la lectura y las categorías en las que se sitúa la lectura misma –las culturas categorías sociales y políticas y las categorías físicas en las que se divide una biblioteca- se influyen constantemente de manera que parecen, a lo largo de los años, más o menos arbitrarias o más o menos imaginativas.

https://lamitologiagriega.fandom.com/es/wiki/Quir%C3%B3n

Toda biblioteca es una biblioteca de preferencias, y toda categoría elegida implica una exclusión. Después de la disolución de la Compañía de Jesús en 1733, los libros almacenados en la casa que la Compañía poseía en Bruselas se enviaron a la Biblioteca Real Belga, aunque por falta de espacio suficiente para acogerlos, los libros se guardaron en una iglesia vacía. Como el recinto sagrado estaba invadido de ratones, los bibliotecarios tuvieron que elaborar un plan para proteger los libros. Se encargó  al Secretario de la Sociedad Literaria Belga que seleccionara los libros mejores y más útiles, y que fueran colocados sobre las estanterías en el centro de la nave, mientras que el resto se depositó en el suelo. Creían que los ratones irían royendo la periferia, y dejarían  el núcleo intacto.

         Existen incluso bibliotecas cuyas categorías no corresponden con la realidad. El escritor francés Paul Masson, que había sido magistrado en las colonias francesas, advirtió que la Bibliotéque Nationale de París apenas disponía de libros, del siglo XV en latín e italiano. Decidió remediarlo preparando una lista de libros, en la cual sólo figuraban títulos inventados, reunidos dentro de un nuevo apartado, que pusieron a salvo el prestigio del catálogo. Cuando  Colette, amiga suya de muchos años, le preguntó para que servía una lista de libros que no existían, la indignada respuesta de Masson fue: “¡Caramba! ¡No se me puede pedir que piense en todo!”

         Una sala configurada a partir de categorías artificiales, como es el caso de una biblioteca, sugiere un universo lógico, en el que  todo tiene su sitio y su definición proviene del sitio que ocupa. En un famoso  relato, Borges llevó el razonamiento de Bacon a sus últimas consecuencias, e imaginó una biblioteca tan vasta como el universo. En esa biblioteca no hay dos libros idénticos. Puesto que sus estanterías contienen todas las combinaciones posibles del alfabeto y, por consiguiente, hileras e hileras de indescifrables galimatías, todos los libros reales e imaginarios están presentes: “la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de estos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de las Basílides, el comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpretaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y nunca  escribió) sobre  la mitología de los sajones, los libros  perdidos de Tácito”. Al final, el narrador de Borges vagando por  los  corredores que nunca se acaban, imagina que la biblioteca es parte de otra  abrumadora categoría de bibliotecas, y que la casi infinita colección de libros es, en realidad, ilimitada y  periódica. Si un eterno  viajero la atravesara  en cualquier dirección, comprobaría, al paso de los siglos, que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden. “Mi soledad”,  concluye Borges, “se alegra  con esa elegante esperanza”.

         Salas, corredores, estanterías fichas y catálogos informatizados dan por sentado que los temas que ocupan nuestros pensamientos son entidades reales y, debido a ese supuesto, se puede atribuir un determinado tono y valor a cierto libro. Catalogada dentro  de “ficción”, Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, es una novela humorística de aventuras; en “sociología”, es un estudio  satírico de la Inglaterra del siglo XVIII; en “literatura  infantil”, una  fábula sobre  enanos, gigantes y caballos que hablan; en “fantasía”, un precursor de la ciencia-ficción; en “viajes”, una expedición imaginaria; en “clásicos”, una parte del canon de la literatura occidental. Las categorías son exclusivas; la lectura no lo es, o no debería de serlo. Sea  cual  fuere la clasificación elegida, toda biblioteca tiraniza el acto de leer y fuerza al lector –al lector curioso, al lector atento- a rescatar el libro de la categoría a la que ha  sido  condenado.

 

 

Manguel, Alberto, “Ordenadores del Universo”, en Artes  de México, Edición Especial Biblioteca Palafoxiana, Diciembre de 2003, Revista Libro núm. 68. Pp. 9-19.

www.artesdemexico.com

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