sábado, 30 de marzo de 2024

 

LA MUY NOBLE Y LEAL

CIUDAD DE MÉXICO

La sociedad novohispana de la ciudad de México


El ensordecedor y agobiante tañer de las campanas, los gritos de los vendedores ambualantes, las picardías de los mestizos y mulatos y las conversaciones náhuatl, en angoleño y en castellano llenaban, día a día,las plazas, los canales y las calles de la ciudad de México. Hombres y mujeres, vestidos de acuerdo con su condición étnica y social, deambulaban por ella paseando sus odios, sus amores, sus esperanzas, sus deseos y sus frustraciones. Los caballeros españoles, vestidos a la usanza de la península, llevaban ricas casacas y sombreros y portaban espadas, más por adorno que por protección; sus damas, con amplios y estorbosos vestidos, paseaban siempre en lujosos palanquines cargados por esclavos enjoyados o en carruajes. Mestizas y mulatas, al no estar sujetas a la moda española, se vestían con alegres colores, con faldas de grandes vuelos y corpiños de atrevidos escotes; sus hombres, buscando parecerse a los españoles, usaban ropa que imitaban a la de éstos. Los indios, en cambio, llevaron siempre los pantalones y camisas de manta que les impusieron los frailes desde el siglo XVI, mientras que sus mujeres, con sus hupiles y refajos, cargaban a los niños a la espalda con sus rebozos. En una sociedad como la novohispana, el vestido era sólo uno de los muchos símbolos que denotaban la necesidad de remarcar las diferencias y los estratos. La estabilidad y el mantenimiento del orden y de las jerarquías dependían de la conservación de esos símbolos.

         En las fiestas religiosas y civiles, en las procesiones, en las ceremonias dentro de las iglesias y en algunos espectáculos como las corridas de toros, las diferencias entre los distintos grupos sociales se hacían aún más evidentes. En la procesión del día del Corpus Christi, por ejemplo, abrían el cortejo los gremios y cofradías en orden de importancia, seguidos por las órdenes religiosas, los miembros del tribunal de la Inquisición, los representantes del cabildo civil, del Consulado de Comerciantes y de la universidad; el arzobispo y su Cabildo, el virrey y sus oídores de la Audiencia, representantes de la autoridad, cerraban el cortejo y representaban la cabeza de ese cuerpo de Cristo que era la sociedad. La desigualdad, el orden jerárquico y la estabilidad eran considerados no sólo elementos socialmente útiles, sino también cualidades impuestas por Dios tanto al hombre como al universo.

         La vida cotidiana manifestó así los criterios que definieron la estratificación social en la ciudad de México, y en general en la Nueva España, a lo largo de los siglos coloniales: el jurídico-teológico, el racial y el económico.

         El primer elemento de diferenciación, sancionado por las leyes civiles y religiosas, era el estamental. Desde la Edad Media, el Estado y la Iglesia consideraron que Dios había instituido tres órdenes sociales inmutables: clérigos, nobles y campesinos. Con el tiempo el término “orden” comenzó a definirse a partir de los privilegios, con los que los trabajadores fueron desplazados y en su lugar se colocaron los nuevos ricos, los burgueses. El Estado protegió a los estamentos privilegiados con leyes especiales, fueros, exenciones tributarias y, a veces, juzgados propios.

         Además del criterio estamental, la sociedad colonial, como la medieval, se regía a partir del Corporativismo. Las corporaciones era el medio por el cual los individuos podían hacer valer sus derechos ante el Estado y recibir asistencia social. El gremio, la cofradía, el consulado, la orden religiosa, el cabildo o la comunidad indígena eran las instancias de representación social. Mediante ellas, las autoridades podían vigilar el cumplimiento de obligaciones fiscales y legales, dirimir disputas y vigilar la observancia de estatutos internos. Quien no pertenecía a una o varias corporaciones estaba marginado del orden social.

         Paralelamente a las estructuras jurídicas medievales, y con el mismo peso que ellas, funcionaron en la sociedad novohispana los criterios étnicos, nacidos desde el momento mismo de la Conquista. Desde principios del siglo XVI los misioneros y la corona española pusieron en práctica una política racial segregacionista al crear dos repúblicas autónomas e independientes entre sí, sujetas a distintas leyes, tribunales y autoridades religiosas y civiles: de indios y la de españoles. La protección de los primeros contra los abusos y el mal ejemplo de los segundos fue el pretexto para tal separación y, aunque pronto tal afán paternalista se vio frustrado, la sociedad colonial quedó marcada por el prejuicio racial. La existencia de esas dos “repúblicas” se marcó incluso en la geografía urbana en dos distintas zonas de habitación. En la ciudad de México-Tenochtitlan los españoles recibieron los solares del centro mientras que a los indios se les confinó en los cinco barrios periféricos.

         El paso del tiempo mostró lo absurdo de esa separación pues las dos repúblicas se mezclaron y ambos grupos invadieron mutuamente sus áreas urbanas. Por otro lado la llegada de esclavos negros y filipinos y las mezclas raciales crearon situaciones no contempladas por la primera política separatista. Finalmente, en el siglo XVIII, una nueva distribución en cuarteles y la desaparición de las “parroquias de indios” terminaron con una distinción legal que hacía mucho tiempo había dejado de ser real. No obstante, el prejuicio racial siguió siendo una parte integrante de la conciencia colectiva y el color de la piel marcó a menudo, como había sucedido desde el siglo XVI, la condición social.

         En la base de la pirámide étnica se encontraban los indios; sus comunidades, sujetas durante el siglo XVI a los trabajos, al alcoholismo y a las epidemias que las diezmaron brutalmente, sufrieron en el siglo XVII los embates disgregadores de las haciendas que absorbieron sus tierras comunales. Masas de emigrantes de distintas regiones (mixtecos, huastecos, otomíes, mazahuas, entre otros), llegaban a la ciudad de México en busca de mejores condiciones de vida y se sumaban a los numerosos indios de habla náhuatl, descendientes de los antiguos mexicas, que la habitaban. El proceso de ladinización, es decir de asimilación de la lengua y de la cultura de los españoles, fue homogeneizando a los distintos grupos, aunque algunos, como los mixtecos, lograron mantener su identidad, e incluso consiguieron la creación de una parroquia especial para ellos en la Iglesia de santo Domingo y bajo la tutela de un tribunal especial en la Audiencia. Sin embargo, su situación real era deplorable. Las leyes paternalistas les prohibían usar armas, anduviera caballo y vestirse a la española, con lo que se acentuaba y remarcaba su situación de miseria y la explotación.

         En apariencia, los esclavos africanos y asiáticos estaban en peor situación que los indios, pues llegaron a América en calidad de mercancía. Sin embargo, por su alto costo, en las ciudades vivían una situación real mucho más privilegiada. Como capataces, artesanos o trabajadores domésticos, los esclavos disfrutaban de libertades e incluso del derecho de quejarse a las autoridades por malos tratos. Por medio del ahorro o gracias al testamento de un amo dadivoso, muchos fueron liberados y procuraron asimilarse al resto de la población. Este proceso se vio favorecido, además, porque a partir de la segunda mitad del siglo XVII, a raíz de la guerra con Portugal, el tráfico de africanos se redujo notablemente.

         La disminución de negros y filipinos, al igual que la de los indios, tuvo también otra causa: el mestizaje. Desde el siglo XVI, la falta de mujeres blancas y la escasez de esclavas negras propiciaron una intensa comunicación sexual con las mujeres indígenas. En la mayoría de los casos, los hijos nacidos de esas relaciones eran ilegítimos, por lo que el término mestizo fue usado como sinónimo de bastardo. Tal ilegitimidad propició una serie de prohibiciones hacia afromestizos e indomestizos (como recibir las órdenes sacerdotales, ocupar cargos públicos, desempeñar algunos oficios, sobre todo los que manejaban metales, etc.) y mucha discriminación. A menudo se les denominaba con el epíteto gente vil y despreciable y se les daban nombres infamantes como mulato, coyote, salta atrás, no te entiendo. Tal discriminación motivó que muchos mestizos biológicos se definieran a sí mismo como españoles, cuando el color de su piel o el reconocimiento de su progenitor se los permitía; o bien se asimilaban a la comunidad idígena de sus madres.

         En la cúspide de la pirámide étnica se encontraban los blancos. Entre ellos, sin embargo, también había marcadas diferencias; la principal procedía del lugar de nacimiento que los clasificaba en criollos, los blancos nacidos en América, y peninsulares, aquellos emigrantes de España y Portugal. Desde fines del siglo XVI el número de criollos había aumentado considerablemente y los peninsulares comenzaron a atacarlos tachándolos de relajados, jugadores, ineptos y flojos; por su prejuicio racial atribuían todo esto a la convivencia con los indios y a que sus nodrizas indígenas les transmitían esas características con la leche que los amamantaban: Pero más que la discriminación verbal, a los criollos les afectaba la marginación de los puestos rectores de la política, sobre todo de las alcadías mayores y corregimientos, mediante los cuales se controlaba la mano de obra y el tributo indígena. Sin embargo, al pertenecer al grupo blanco, los criollos tenían todos los privilegios y los derechos de los españoles, entre otros el de la educación. A mediados del siglo XVI, los criollos comenzaron a desarrollar una actitud de resentimiento contra la corona y sus funcionarios porque les estaban quitando los privilegios y encomiendas que habían heredado de sus padres, los conquistadores. A fines del siglo un incipiente orgullo patrio los llevó a exaltar su tierra y a sus habitantes y a exigir ser considerados españoles de primera. A lo largo del siglo XVII y en el XVIII ese sentimiento se convirtió en una conciencia de ser diferentes, reforzada por la grandeza del pasado azteca y los prodigios realizados en su territorio por las imágenes milagrosas y de varones y mujeres santos.

         A pesar del crecimiento incesante del grupo criollo, los peninsulares nunca llegaron a desaparecer. En un flujo constante arribaron a Nueva España a lo largo de los tres siglos de dominación española. Algunos, sobre todo los extremeños, los andaluces y los castellanos, terminaron por asimilarse a la sociedad colonial y a mezclarse con ella. Otros, como los vascos y los portugueses (judíos conversos y criptojudíos en su mayoría) formaron unidades muy cerradas. Finalmente, la población blanca de la ciudad de México se redondeaba con un reducido número de europeos, casi todos procedentes de las zonas dominadas por España, como Italia y Flandes, o de algún país católico. Clérigos, comerciantes y profesionales de esas regiones podían pasar a América tan sólo si traían un permiso especial de la corona.

         En 1570 la ciudad de México tenía alrededor de ochenta mil habitantes. De ellos dieciocho mil eran de origen europeo, un número casi igual de procedencia africana y unos treinta mil indígenas; estos cálculos nos dan un poco más de diez mil personas mestizas. Para principios del siglo XIX, más del 70 por ciento de los ciento treinta y siete mil habitantes que tenía la capital del virreinato pertenecían a este grupo. La ciudad de México era un crisol del mestizaje, modelo de lo que había pasado en todo el territorio a lo largo de trescientos años.

         Los criterios jurídico y étnico se remarcaban con un tercer elemento de diferenciación social: el económico. El estatus y las manifestaciones externas del lujo que daba la posesión de riqueza contrastaban con las condiciones de miseria y los niveles mínimos de subsistencia de grandes sectores de la población urbana.

         La principal fuente de riqueza que caracterizó desde el siglo XVI a lo que llamaremos la aristocracia blanca fuer la propiedad territorial y el control de la mano de obra indígena. Al principio, los beneficiados fueron los conquistadores y sus descendientes que gracias a las mercedes de tierras y a las encomiendas de indios se convirtieron en el grupo dominante. Sin embargo, de ellos tan sólo unos pocos lograron mantener ese estatus; la corona, con sus leyes restrictivas y con la creación de una burocracia de corregidores, pasó a manos de ellos el control de las comunidades indias. Poco a poco los encomenderos fueron sustituidos por una nueva clase terrateniente de hacendados descendientes de colonos y funcionarios. Convertidos, gracias al acaparamiento de haciendas, en los principales proveedores de granos, pulque, azúcar y carne a las ciudades, la nueva clase terrateniente ingresó pronto en las filas de la aristocracia. Criollos en su mayoría, los terratenientes estuvieron marginados de los puestos de control político, auque pudieron ejercerlo por medio del cabildo y de las alianzas y relaciones con la burocacia virreinal. Sobre todo a través del Ayuntamiento de la ciudad de México, este grupo encontró no solo una forma de representación y un ámbito de poder, sino también un medio de controlar el abasto urbano.

         Con el fin de evitar la fragmentación del patrimonio y conservar sus linajes, los terratenientes se sometieron a la institución del mayorazgo. Con sólo demostrar que se poseían tierras suficientes, que la sangre familiar no tenía antecedentes judíos o musulmanes y pagando los derechos correspondientes, la corona se comprometía a mantener la herencia de las propiedades familiares en el hijo mayor y, a falta der él, en sus hermanos menores o en el pariente colateral más cercano.

         A fines del siglo XVII, poco más de un centenar de familias criollas en toda Nueva España acaparaban las tierras más fértiles y afianzaba su patrimonio a los linajes por medio del mayorazgo. De estas familias tan sólo unas cuantas obtuvieron un título condal o un marquesado. A fines del siglo XVI únicamente había dos de esos títulos; el marqués del Valle de Oaxaca y el Conde de Santiago de calimaya; para fines del XVII su número se había elevado a dieciocho y eran ya más de sesenta para principios del XIX. Estos títulos, que otorgaba la corona por servicios prestados al rey y a la comunidad, traían  aparejada una serie de privilegios como el de usar un escudo de armas y tener un lugar destacado en los actos públicos; pero también conllevaban gastos como los pagos por derecho de lanzas a cambio de no tener que ir a España a luchar al lado del rey. Esta alta nobleza criollas, desmilitarizada y con un fuerte sentimiento del honor y de la pureza de sangre, pretendía remontar sus linajes hasta los visigodos, aunque sus oscuros orígenes no daban para mucho. Su carácter nobiliario no estaba reñido, sin embargo, con un cierto gusto por los negocios, y algunos no tenían incluso escrúpulos en alquilar accesorias en sus palacios o en vender directamente los productos de sus haciendas. Para el siglo XVIII hasta hubo terratenientes mineros que se convirtieron en prósperos empresarios.

         La segunda actividad que generó enormes fortunas en Nueva España fue el comercio. Para el siglo XVI, las actividades mercantiles difícilmente encajaban en la mentalidad aristocrática de los terratenientes lo que a fines de la centuria un grupo de emigrados de orígenes modestos comenzó a provecharse de la necesidad de abastecer de artículos europeos a la capital y otras ciudades, sobre todo a los reales de minas. Al principio funcionaron como representantes de las casas comerciales de Sevilla, pero muy pronto se independizaron de ellas. La apertura de la ruta del pacífico y el control del comercio asiático a partir de 1570, junto con el régimen de monopolio que la corona fomentaba, propiciaron su rápido enriquecimiento; así como la creación del Consulado de Comerciantes de la Ciudad de México en 1592, los mercaderes novohispanos desplazaron muy pronto a los andaluces en el manejo de artículos de importación y exportación. Al crecer las demandas de mercancías y los controles fiscales –como la prohibición de comerciar con el Perú-, los comerciantes buscaron otras vías de aprovisionamiento –como el contrabando-, lo que aumentó aún más sus fortunas.

         En las feria de Jalapa y Acapulco, estos mercaderes conseguían artículos de Europa, sobre todo vino, aceite y textiles y los objetos suntuarios del Oriente; a cambio de ellos plata, cueros y tintes, como la cochinilla, salían hacía los centros económicos capitalistas. Por medio de agentes en las ciudades del interior y en los reales de minas los comerciantes enviaban herramientas, bastimentos al norte y textiles novohispanos a Guatemala y a Perú; asimismo, recibían objetos de lujo, como muebles laqueados de Michoacán, huipiles de Oaxaca, imágenes estofadas de Guatemala o cacao de Maracaibo. Propietarios o accionistas de embarcaciones transoceánicas y dueños de recuas de mulas, eran los principales transportistas; gracias al manejo del dinero y de libranzas, se convirtieron en los más importantes prestamistas y abastecedores de crédito; con el centro de la armada de barlovento, creada para proteger los galeones españoles de los ataques piratas, se apropiaron del comercio del caribe. Durante varias décadas del siglo XVII, el comercio tuvo que hacer frente a una profunda crisis, reflejo de la que vivía el sistema capitalista naciente en Europa; esto obligó a los comerciantes a buscar nuevas formas de aplicar sus capitales; se convirtieron en socios capitalistas de empresas mineras y textiles, y aplicaron sus fortunas a la compra de tierras. Los comerciantes tuvieron también acceso al poder político mediante el soborno y, por medio de los corregidores y alcaldes mayores, al control de los mercados indígenas.

         A partir de la segunda mitad del siglo XVII, a raíz del crecimiento minero y de la recuperación comercial, algunos mercaderes de la ciudad de México se dedicaron a la compra de lingotes de plata en los centros mineros y los convertían en moneda en la Casa de Moneda de la capital. Al mismo tiempo abastecían de mercancías y de capitales a la minería y se convertían en los primeros empresarios.

         Finalmente, gracias al apoyo en armas y dinero que daban para aplacar las continúas rebeliones indígenas en el norte y el sureste, obtuvieron nombramientos de capitanes de milicias. Para el siglo XVIII, con la creación de un ejército regular y de una clase militar profesional, los comerciantes tuvieron que compartir este privilegio con los militares de carrera.

         A pesar de sus logros y riqueza, la profesión de comerciante no fue considerada como un oficio noble sino hasta fines del sigloXVII. Por un lado, los terratenientes criollos veían como advenedizos a estos peninsulares nuevos ricos; por otro lado, las fortunas comerciales rara vez sobrevivían a dos generaciones y fue difícil afianzarlas a linajes; finalmente, un buen número de comerciantes pertenecían a grupos cerrados como los vascos o los judíos portugueses, que no estaban interesados en mezclarse con los criollos. De hecho la comunidad judía, perseguida y casi exterminada por el tribunal del Santo Oficio desde mediados del siglo XVII, tuvo que ocultar su origen.

         No fue sino hasta el siglo XVIII, con el triunfo del espítitu burgués e ilustrado, del que fue un reflejo las Reformas Borbónicas, que los comerciantes llegaron a tener un ascendente en la aristrocacia y comenzaron a emparentar con los terratenientes y a adquirir títulos nobiliarios.

         El tercer sector aristocrático novohispano procedía de las esferas de la alta burocracia. Desde mediados del siglo XVI la corona española creó un cuerpo de funcionarios para enfrentar a los encomenderos, cuyos intereses eran muy distintos a los del rey. En un principio, los cargos más altos fueron conferidos a hombres destacados por su nobleza o sus conocimientos y pericia en los asuntos de gobierno. Virreyes y oídores, enviados siempre desde España, ocuparon sus cargos temporalmente y no echaron raíces en los territorios coloniales. Sin embargo, con el tiempo los funcionarios menores comenzaron a ser necesarios en las esferas de gobierno, justicia y hacienda, y para su elección empezaron a intervenir otros elementos distintos a los méritos, como eran el pago de favores o de servicios y las necesidades financieras de la corona.

         En efecto, a partir de Felipe II la venta de cargos se convirtió en un monopolio de la corona, un medio más de enfrentar la atroz bancarrota en la que estaba sumida España después de sus interminables guerras europeas.

         En su época, los cargos de escribanía, policía, municipio y casas reales de moneda fueron arrebatados a las aristocracias locales y puestos a subasta pública; con ello se evitaba que virreyes y gobernadores los utilizaran como premios para sus partidarios, pero también se introducía la corrupción y la venalidad; quien compraba un cargo buscaba desquitar su costo, y esto no se podía hacer con los míseros salarios que daba la corona, sino con los negocios y la venta de favores auspiciados por la función pública. Con el tiempo muchos cargos de las oficinas de gobernación, incluso la Secretaría Mayor, de Justicia y de Hacienda se pusieron a la venta. A partir de 1670 se subastaron los corregimientos y alcaldías mayores, encargados de cobrar los tributos en las comunidades indígenas. En el XVII el sistema se había hecho tan extenso que se creaban cargos con el único objetivo de venderlos, siendo muchos de ellos meramente honoríficos.

         Al principio, los cargos vendidos eran vitalicios, pero después algunos se convirtieron en heredables y fueron transmitidos por testamento como parte del patrimonio. Además, como los cargos podían renunciarse en favor de otra persona, la venta privada de éstos se convirtió en una práctica común, así como el oficio de corredor de cargos. Para comprar uno, muchos echaban mano de préstamos, que a menudo eran cobrados con favores.

         Para muchos segundones de la aristocrascia, la compra de cargos públicos se convirtió en una buena salida, sobre todo en un medio en el que las opciones se reducían a las que daba la carrera eclesiástica. Así, muchos criollos tuvieron acceso a un ámbito de poder.

         Para todos los grupos de la aristocracia era fundamental demostrar la nobleza de su linaje a través de un fuerte  sentimiento de honor. En España ese sentimiento estaba muy relacionado con la pureza de sangre, es decir, con el orgullo de no tener antepasados cercanos de origen judío, musulmán o pagano. Pero el honor no bastaba para ser aristócrata, era necesario también mostrar un nivel de vida acorde con el papel social que se tenía. Era propio del estatus aristocrático tener un palacio urbano y una casa de campo en San Agustín de las Cuevas (Tlalpan), en san Ángel o en Tacubaya; poseer esclavos y sirvientes, carruajes y palanquines, ropa suntuosa, joyas y objetos de lujo; ser titular de una capilla funeraria familiar en algún templo y del patronazgo de un convento; dotar huérfanas y ayudar con limosnas a hospitales y orfanatos por medio de cláusulas testamentarias; pertenecer a las instituciones más destacadas del virreinato y a las cofradías más exclusivas; obtener un título de cualquiera de las órdenes de caballería españolas, Santiago, Calatrava o Alcántara, o un nombramiento de capitán de milicias; ocupar un lugar de honor en los oficios religiosos, en el teatro y en los otros; practicar la equitación o la caza; invitar y ser invitado a tertulias, banquetes,bailes, paseos y saraos; sostener un numeroso séquito, una clientela, de parientes y allegados, los llamados paniaguados. (Persona que servía en una casa y recibía del dueño de ella habitación, alimento y salario)

         El estatus se mantenía además con una buena política matrimonial, mediante la cual no solo se entablaban realciones familiares con los otros miembros del grupo, sino también se afianzaba el futuro del linaje. El único matrimonio válido era el eclesiástico y sólo los hijos de la unión bendecida por la Iglesia eran considerados legítimos.

         El papel de la mujer dentro del medio aristocrático era  el de una pieza en el juego de las relaciones y los compromisos. Matrimonio y convento eran sus únicas opciones; el recato, la piedad y la sumisión sus mayores valores. Su encerrada rutina doméstica sólo se rompía con la salida a misa y a ciertas diversiones. Considerada como menor de edad, la mujer no podía entrar a la universidad ni ocupar cargos públicos y tenía restringidos sus derechos jurídicos. Desde temprana edad su padre elegía el estado que debía tomar, y en todos los casos estaba obligado a pagar una dote, que entre la aristocracia solía sobrepasar los 5 000 pesos. Como casada, estaba sujeta a su marido, y como monja al obispo; tan sólo las viudas gozaban de una cierta independencia.

         Los hijos, varones y hembras, estaban también sujetos a la autoridad absoluta del padre, quien decidía en dónde y qué debían estudiar sus vástagos; la instrucción primaria estaba a cargo de maestros privados o de escuelas amigas; los varones tenían la opción de seguir una carrera estudiando primero en los bachilleratos de los jesuitas y después en la universidad; a las mujeres se les daba una preparación en las tareas manuales que las haría buenas amas de casa, a menudo en un convento bajo el cuidado de alguna parienta monja. Del padre de la familia aristócrata dependía también una numerosa clintela de ahijados, sobrinos, hijos bastardos y paniaguados.

         Además del matrimonio, la aristocracia afianzaba sus vínculos a través del compadrazgo y de la entrada de alguno de sus miembros a las instituciones eclesiásticas. Pero sobre todo se cohesionaba imitando el modelo social que era la corte virreinal: Con la llegada de un nuevo virrey y de su consorte, y con la primera recepción en palacio, se desplegaba toda una gama de valores estéticos y morales y normas de comportamiento. Las modas en el vestido, en el peinado, en las joyas, las formas de comer y bailar, la poesía y el teatro, todo se veía afectado por la corte. Esta aristocracia provinciana, que jamás había conocido las cortes europeas, podía probar en este espejo un reflejo de lo que nunca llegaría a  ser, pero que se esforzaba denodadamente en conseguir.

         Para proveer los artículos de lujo y los servicios que requería el estatus de la aristocracia y las necesidades de la Iglesia se movilizaba un considerable número de personas, muchas de las cuales pertenecían a lo que denominaremos las capas medias. A ellas pertenecían grupos de procedencia, intereses y actividades muy heterogéneas, por lo que no constituían propiamente una clase. Además, a diferencia de la aristocracia, formada exclusivamente por blancos, en estos grupos había criollos, mestizos y mulatos.

         El sector más extendido de estas capas era el de los comerciantes minoristas de todo tipo, propietarios de un negocio. En el siglo XVII había en la ciudad de México una docena de panaderías, numerosas tiendas de ropa y tabernas, varios expendios de alimentos (cacahueterías donde se vendía chocolate, almuercerías, pulperías o tiendas de abarrotes), tres imprentas, una librería y una tienda de anteojos.

         Un segundo sector lo formaban los artistas y artesanos de lujo. Maestros pintores, escultores y arquitectos, sastres, guanteros, orfebres, doradores, sombrereros, entre otros. Varios de ellos llegaron a tener bajo su mando un número considerable de oficiales asalariados, de aprendices y de esclavos. Algunos diversificaron sus actividades, compraron casas y talleres y se convirtieron en empresarios asociándose con comerciantes y burócratas, con lo que ascendieron socialmente. Los más, sin embargo, mantuvieron una situación desahogada pero sin traspasar las barreras de su clase, aunque la mayoría promovía a sus hijos hacia otras profesiones mejor remuneradas o hacia la Iglesia.

         Toda actividad artesanal estaba regulada por statutos gremiales que estipulaban quienes podían obtener el grado de maestros para pertenecer a estas corporaciones; los gremios controlaban la cantidad, la calidad y el precio de los productos y, los artículos de lujo, limitaban la incorporación de nuevos miembros por medio de elevados costos para los exámenes de maestría y otros requisitos económicos. Además, sólo aquellos que poseían un taller podían pertenecer a un gremio, con lo cual el número de agremiados se reducía aún más. Todo esto, y una cerrada trama de vínculos familiares y de compadrazgos, impedían a muchos el acceso a estos gremios. Sin embargo, aunque al principio el artesanado de lujo estuvo controlado por los europeos, que influyeron en la misión de leyes que segregaban a los grupos de color, con el tiempo todos los gremios llegaron a tener gente de origen mestizo y mulato.

         Un tercer sector de las capas medias era el de los profesionales liberales, médicos, abogados y miembros de la baja burocracia, muchos sacerdotes regulares y seculares y egresados de la Facultad de Teología o de los colegios de religiosos y numerosas monjas. Finalmente formaban este grupo los medianos propietarios y arrendadores de tierras eclesiásticas y la llamada nobleza indígena, cuyos miembros para el siglo XVIII eran ya, casi todos, plebeyos y mestizos.

         En general, las capas medias tendían a imitar las formas de vida, valores y comportamientos de la aristocracia, aunque sus ingresos eran a menudo una limitación para poder sostener tal estatus. Así, el matrimonio eclesiástico era considerado una necesidad social, pero las dotes no pasaban de 500 pesos; en las funciones religiosas, en los toros y en el teatro debían conformarse con ocupar un lugar secundario; sólo ingresaban a las cofradías gremiales, asistenciales o profesionales cuyas cuotas módicas podían pagar sin sacrificio y que les permitieran participar en las celebraciones religiosas y civiles y obtener los beneficios de seguridad social y gastos funerarios que ellas ofrecían; finalmente sus casas, mobiliario y vestido correspondían al monto de sus ingresos.

         Aunque había artistas, artesanos, comerciantes y nobles indígenas que poseían una casa propia, en general las familias de las capas medias habitaban en casas de vecindad, en apartamentos arrendados a maestros de arquitectura o a conventos de monjas o de religiosos o en accesorias que bordeaban las partes bajas de hospitales, conventos y colegios. Conforme crecía la ciudad, las casas de vecindad se fueron extendiendo por los barrios indígenas y se convirtieron en centros de convivencia de todas las etnias y grupos sociales. En ellas alternaban las capas medias con los grupos marginados.

         Sin embargo, los que habitaban en un cuarto de azotea o en los patios interiores de una vecindad no eran los miembros más miserables de las capas modestas. Casi todos eran artesanos de artículos de primera necesidad (zapateros, carpinteros, talabarteros), cuya casa funcionaba como habitación, taller y tiernda, y que disfrutaban de la estabilidad que les daba el conocimiento de un oficio... Otros eran oficiales asalariados que trabajaban para un artesano de lujo o vendedores ambulantes, mujeres en su mayoría, que vivían de la venta de comida en los puestos del mercado; madres solteras o amancebadas que mantenían a sus hombres desempleados o alcohólicos; hechiceras, curanderas, parteras, prostitutas empleadas en los burdeles oficiales; guardias de los regimientos de mulatos ocupados en la vigilancia y el control de las rebeliones. Fuera de ellos, la mayor parte de los marginados eran desempleados o subempleados: peones asalariados de la construcción, albañiles, carpinteros o canteros, jornaleros esporádicos en las obras públicas, en el desagüe y en la limpieza de las acequias; asalariados en los obrajes de Mixcoac, en los molinos, en las panaderías; aprendices en talleres artesanales que recibían como pago de su trabajo techo y comida; servidumbre masculina y femenina de las casas de los ricos y de los conventos; vendedores de pan duro, de ropa usada sustraída a menudo a los cadáveres de los cementerios, ladrones y mendigos; gente, en fin, que deambulaban entre el desempleo y la ocupación esporádica, que vivía en chozas de adobe en los barrios indígenas de Santiago Tlatelolco y San Juan Tenochtitlan, en casuchas de madera levantadas contra los muros de las iglesias y conventos o a la interperie. Los más afortunados, los sirvientes y los aprendices, tenían un techo seguro en las casas de sus amos.

         Existía demás una numerosa población flotante que, sujeta a los vaivenes de la agricultura, se trasladaba desde los pueblos aledaños a la ciudad y deambulaba por sus calles ofreciendo de puerta en puerta petates, tierra para las macetas, leña, chichicuilotes.

         Para principios del siglo XIX, más del 70 % de la población de la ciudad pertenecía a estos grupos marginales. Sujetos al azote continuo de las epidemias y del hambre y acosados por las riñas callejeras, los asesinatos, la embriaguez y la violencia institucional, blancos y mestizos, negros e indios pobres se rebelaron en 1624 y en 1692 contra las autoridades virreinales y quemaron los edificios públicos de la Plaza Myor. Para paliar la miserias la Iglesia y el Estado crearon alhóndigas, hospitales y orfanatos y distribuyeron en los momentos difíciles alimentos y ropa entre los necesitados. Sin embargo el problema rebasaba los límites, y también los intereses, de la caridad pública y privada.

         Los valores y el comportamiento de estos grupos distaban mucho de los que tenía la aristocracia y las capas medias. Sin patrimonios ni linajes que mantener, el matrimonio por la Iglesia no constituía una necesidad, por lo que eran comunes el amancebamiento, la bigamia y los hijos ilegítimos. Aunque había cofradías de mulatos y artesanales, la mayor parte de los marginados no participaban de los beneficios corporativos. En cuanto a las diversiones, los bailes nocturnos, las fiestas públicas, religiosas y civiles, los juegos de azar y las peleas de gallos eran las principales formas de esparcimiento. A cambio del sentido del honor y de la moral religiosa, los marginados poeseían una rica cultura mágica: la magia curativa les daba soluciones para las necesidades del presente, la magia erótica y adivinatoria les proporcionaba esperanzas para el porvenir.

         El terreno de la magia fue uno de los ámbitos de comunicación donde los diversos grupos sociales encontraron un lenguaje común. La vida cotidiana de los aristócratas y de las capas medias se vio influida profundamente por una cultura popular que tenía sus raíces en el mundo indígena y africano. Junto con la magia, la comida de sabor fuerte, la música rítmica y un español cargado de nauatlismos fueron algunos de los elementos populares que permearon todos los grupos sociales.

         Este fenómeno fue posible gracias a una intensa convivencia cotidiana. La nodriza mestiza que trasmitía tradiciones indígenas a los niños criollos; el patrón que apadrinaba al hijo de su obrero; el ama que hacía uso de un remedio mágico facilitado por la curandera india; el rico señor que daba empleo a los hijos tenidos con su amante mulata. En esos ámbitos, en lo doméstico, en lo emotivo, las diferencias jurídicas, étnicas y económicas se hacían a un para dar lugar a los vínculos  afectivos. Al final todos, ricos y pobres, compartían un espacio común, un espacio que sufrían y disfrutaban, un espacio que era su ciudad, la muy grande y leal México-Tenochtitlan.

 

BIBLIOGRAFÍA

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