miércoles, 26 de junio de 2024

 

Cronistas e historiadores

de la

Conquista de México

El documento fue impreso en Nuremberg, Alemania, y se encuentra resguardado en el centro de documentación estadunidense. Foto: archivo Gaceta UNAM.

file:///C:/Users/Familia/Pictures/SOLO%20FOTOS/descarga.htm

 

COMBATE POR LA HISTORIA

La historia es, de todas las ciencias, la que

Se acerca más a la vida. En esta relación

indestructible con la vida, reside para la historia

su debilidad y su fuerza. Hace variables

sus normas, dudosa su

incertidumbre; pero, al mismo tiempo, le da su

universalidad, su importancia, su gravedad.

J. HUIZINGA. **

 Nació Ramón Iglesia y Parga el 3 de julio  de 1905 en Santiago de Compostela (España).  Tras haber cursado el bachillerato universitario, estudios brillantes que terminó a los 15 años, inició los universitarios en la Sección de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid, los cuales concluyó antes e cumplir los 21 años. En  1925 inició sus primeras investigaciones con los profesores Dámaso Alonso y Antonio Ballesteros en el Centro de Estudios Históricos de Madrid, y se le confió, además, una cátedra en los  Cursos de Verano para  extranjeros, que organizaba cada  año el citado  centro. En 1928 sale de España para desempeñar el puesto de lector de español  en Gotenburgo (Suecia), y aprovecha, además, su  estancia en el extranjero para recorrer Francia, Alemania, Dinamarca y Noruega. Dio conferencias en Estocolmo, Oslo, Upsala, Copenhague y Berlín. Vuelto  a España en 1930, obtuvo un puesto facultativo en la Biblioteca Nacional de Madrid y reanudó  sus  trabajos en el Centro de Estudios Históricos, donde dirigió la  sección Hispanoamericana y  ocupó la secretaría de la revista Tierra Firme, órgano de dicha sección. La estancia  en el extranjero le permitió  a Ramón Iglesia no  solamente conocer y estudiar en los mejores centros europeos donde se cultivaba la investigación histórica, sino también perfeccionar lenguas: el francés y el inglés los conoció bien y  el alemán llegó a dominarlo con rara  perfección.

         De 1932 a 1936 trabajó preparando la edición crítica de la Historia Verdadera de la Conquista Verdadera de la Conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo; pero,, desgraciadamente, la sublevación militar-fascista contra la República legalmente constituida, y con el alzamiento de la devastadora y sangrienta secuela de la guerra civil (1936-1939) le impidió dar los últimos toques al erudito trabajo. Sin embargo, la obra  fue publicada en Madrid, una vez terminada la contienda, por el flamante Instituto Fernández de Oviedo (1940), emitiendo el nombre del editor. El trabajo de Ramón Iglesia fue aprovechado  casi íntegramente e incluso se utilizó buena parte del estudio preliminar, aunque violando en el mismo la intencionada orientación popularista del investigador. Su nombre, empero, no prestigiaba, como hemos dicho, la edición: la contrarrevolución cultural de la España franquista supo, en éste como en otros muchos casos, tras la embriaguez de la victoria, saquear a los “rojos” vencidos y aprovecharse sin rubor de los trabajos de los mejores intelectuales de la España transterrada o peregrina. Seguramente las autoridades  intelectuales de la España azul, imperial y lucerina, consideraron aquellos despojos como legítimo botín de guerra y, en cierto y  deformante modo, estaban en su derecho de hacerlo así, pues que la violencia victoriosa según se sabe, es legalizadora de desafueros y entuertos. Más lo que  no tiene nombre es que un prestigioso historiador, de cuyo nombre no  quiero acordarme, avalase un trabajo (el de la Iglesia) que de ningún modo le pertenecía.

         Al estallar la guerra  civil, Ramón Iglesia, como ciudadano leal a la República y representante fiel de su pueblo, se incorporó inmediatamente a los frentes de la guerra.  De un salto pasaba el sosegado historiador de su pacífico gabinete de trabajo, de sus libros, folios, fichas, tarjeteros y  facsímiles a las peligrosas eventualidades de la vida militar activa en los frentes del Norte y  de Madrid. En ellos, mandando hombres y cumpliendo órdenes, aprendió algo que, como él mismo dirá más tarde, no podría haber nunca aprendido en los libros y que luego le serviría para entender a los castellanos que en el siglo XVI, muchos de ellos soldados tan improvisado como el propio Iglesia, realizaron la asombrosa conquista de América y Filipinas. La guerra, la derrota de la República, víctima de la conspiración interna y externa, dejó en Ramón Iglesia profundas huellas traumáticas. No son sólo las manifestaciones psicosomáticas y somaticopsíquicas que dejan los prolongados y espantosos cañoneos y bombardeos aéreos, o los diezmadoramente sangrientos asaltos y  repliegues de posiciones, sino también las cicatrices profundas que dejan en el alma el injusto  vencimiento de una causa noble por la que se ha luchado y sacrificado todo. De estas últimas heridas espirituales Ramón Iglesia no  se curó jamás y ellas lo fueron orillando lenta más inexorablemente a su propia autodestrucción.

         Desembarca en Veracruz en junio de 1939 (Sinaia), la tragedia ha quedado atrás. Para principios del año siguiente encontramos a Ramón Iglesia instalado en esta su segunda  patria en compañía de su  abnegada y bella compañera Marina. Trae consigo Iglesia estrictamente lo puesto y, por todo bagaje intelectual, según nos lo cuenta Simpson en su nota luctuosa, sólo tres únicos libros salvados de la catástrofe de la guerra, de la derrota, de los  campos de concentración franceses y del destierro. Ha llegado aquí a la capital mexicana como tantos otros intelectuales españoles errabundos, a rehacer su  vida y a ser útiles a la nación generosa y hermana que les ha abierto los brazos y los ha acogido como a pródigos hijos suyos. En la Escuela de Verano de la Universidad Nacional se le ofrece una cátedra y reinicia así su abandonada actividad profesional con un curso excelente sobre Cervantes y El Quijote. En la Casa de España, fundida  muy  pronto en el Colegio  de México (1941), del  que asume la dirección el generoso humanista don Alfonso Reyes, comienza Ramón Iglesia a reintegrarse a sus abandonadas tareas de investigador profesional; es decir, a investigar para sí y a formar jóvenes investigadores, entusiastas especialistas, como él mismo lo era, interesados  en descubrirlos intrincados secretos  de Clío. Se  le encargó la cátedra de Introducción al Estudio de la Historia y, con toda la pasión noble de su exaltado temperamento, comenzó a disparar  sus primeras andanadas historiográficas contra el positivismo-objetivismo dominante en la historia por entonces. Para él era lanzarse, como escribe José Miranda en el artículo  cronológico que consagró a su desgraciado amigo, a una verdadera cruzada contra la historia cientificista, impugnando  sus fundamentos y su “cacareado objetivismo”.

         Algunos de sus antiguos alumnos, hoy día, y con muy pocas excepciones, sobresalientes historiadores (Ernesto de la Torre, Alfonso García Ruiz, Carlos Bosch García, Julio Le Riverend, Manuel carrera Estampa, Felipe Muro, Sol Arguedas, Fernando Sandoval, Hugo Díaz Tomé, etc.), coinciden en destacar los valores carismáticos que como profesor poseía Ramón Iglesia. Su entusiasmo e imaginación, su bondadosa comprensión, su llano trato y su sólida formación humanística procuraba proyectarlos y recrearlos sobre sus discípulos. Su rigor metodológico corría parejo con su rigor artístico, pues para el eficaz maestro la historia era científica en cuanto al método de investigación; pero era o  debía  ser también una obra de arte, tal y  como correspondía a su tradición y valores clásicos. Enseñaba que el nuevo quehacer histórico, el historicismo, se caracterizaba por procurar hallar un fresco contacto  con la vida y que, por consiguiente, el historiador debería esforzarse por alcanzar la mente de los lectores no especialistas mediante la vitalización o humanización de la tarea histórica. Asimismo el nuevo historiador debería poner la máxima atención y cuidado, en la forma, en la calidad y posible belleza de sus escritos. Ramón Iglesia no  sólo enseñaba a sus  alumnos a investigar, sino también a redactar; la misma apasionada entrega ponía en corregir errores interpretativos como en retocar  dislates estilísticos. Y todo ello realizado amorosa, pero bondadosa y humildemente, pues él mismo confesaba “que no se sentía superior a nadie, sino simplemente  diferente de aquellos que no comulgaban con sus ideas”.(1) Que una cosa era que él intentase señalar  la nueva meta e indicar  el camino apropiado para alcanzarla, y  otra distinta que él creyese que ya la había alcanzado. En suma, enseñaba a sus discípulos “que el estudio de la historia no era un trabajo de cal y canto sobre el cual habría de erigirse la Historia como una estructura inmutable, sino que  era más bien como un juego de perspectivas, o como haces de luz entre nubes, tras las cuales un aeroplano intenta ocultarse”. (2) Observe el lector la imagen bélica del ejemplo; metáforas brillantes, alusiones a la guerra, su guerra, con las que frecuentemente se matiza su  obra, toda  ella coloreada con el tembloroso e íntimo recuerdo de la contienda fraticida.

         A fines de la década de los treintas el panorama historiográfico de México presentaba fundamentalmente una interesante  trifurcación. Tres escuelas se disputaban la atención de los, lectores y dirimían, incluso en términos a veces ásperos, la cuestión de la primacía y validez de sus postulados: la tradicional, heredera de las tendencias de fines del siglo XIX y comienzos del XX, entre erudita y romántica, que estaba representada brillantemente, entre otros investigadores, por Federico Gómez de Orozco, Rafael García Granados y Pablo Martínez del Río; la positivista o moderna, a cuya  cabeza se encontraba Ramírez Cabañas, que de pronto se vio en extremo fortalecida por el joven historiador Silvio Zavala, que  recién llegado de Europa presto  se convirtió en el gonfaloniero de la más ascética y objetiva tendencia cientificista; (3) y la escuela filosófica, o mejor ontologista, y también vitalista e historicista representada por una combativa figura solitaria, por Edmundo O´Gorman el enfant terrible, según Francisco Larroyo, en congresos, mesas redondas y debates sobre historiografía de América. (4)

            La llegada de los intelectuales españoles a México (1939-1940); el arribo fundamentalmente de José Gaos y de Ramón Iglesia representó para O´Gorman el encuentro directo y  afectivo con las tendencias ratio vitalistas  de la historia que la Revista de Occidente, sus publicaciones  y el animador del proceso, Ortega y Gasset, propagaron desde España. La relación inmediata de O´Gorman con Iglesia no se hizo esperar, y desde el momento en que se conocieron llegaron a ser buenos amigos, colegas y colaboradores al alimón en congresos, mesas redondas y discusiones académicas en torno a la problemática  de la historia. Famoso fue, y aún se recuerda y comenta  en México, el encuentro o polémica que sostuvieron ambos, juntamente con Gaos, contra la escuela positivista representada  en dicho momento por Alfonso  Caso, Medina Echeverría (más sociólogo que  historiador) y sobre todo por Silvio Zavala. Desgraciadamente la sesión del 15de junio de 1945 no alcanzó el punto de ebullición que el ardoroso  público expectante  aguardaba, por causa de la ausencia de Zavala que se ausentó del país justamente aquel día. (5) La ponencia de Ramón Iglesia en aquella semifallida reunión reforzaba la idea de escribir la historia desde el punto de vista perspectivista y en estrecho contacto con las situaciones humanas. El lector interesado puede encontrar dicha ponencia en la publicación de El Colegio  de México intitulada Jornadas 51 y en la revista Filosofía y  Letras (núm. 20), 1945.

         Ramón Iglesia alternaba  su  trabajo de profesor en El Colegio de México con el de traductor, corrector de pruebas, orientador, consejero de publicaciones y Dios sabe cuántas cosas más en la editorial Fondo de Cultura Económica. Se encontraba allí, para  decirlo con la expresión consagrada por Rafael Sánchez de Ocaña, como galeote de la pluma; es decir, exceso de trabajo y parva  remuneración. Esta situación unida a cierta incomodidad que halló en el ambiente de El Colegio lo decidió dejar a México para trabajar en las universidades norteamericanas. Estuvo en Berkeley, Washington, Austin, Illinois y Wisconsin encontrando una cordial acogida y, sobre todo, persona aficionadas a su espíritu con las cuales, dado su característico extrovertismo, bien pronto intimó. Entre otras y muy esencialmente con Lesley Byrd Simpson, con el que reanudó  la amistad entrañable comenzada en México. Amistad también intelectual y hasta tal punto, que l propio historiador estadounidense confiesa que incluso hoy día él no  sabe cuándo ni  cómo “su pensamiento llega a ser mío, o el mío suyo”, (6) que a tal extremo llegó en ellos la noble intercomunicación y armonización de los pensamientos. A este respecto me veo yo asimismo en el caso obligado de declarar aquí, que no sé tampoco cuando me expreso por mí mismo o lo hago a través de las ideas y del material preparado por Simpson; porque a decir verdad, sin su traducción de los ensayos (“esas espirituales biografías” como  él delicadamente los llama) de Ramón Iglesia y sin el prefacio y notas del benemérito editor, que así quiso honrar “la memoria de un viejo amigo”, no sé cómo ni cuándo podría  haber comenzado ni  dado  fin a estos borrones y a los que siguen.

         En Madison, Wisconsin, en donde leyó lo que fue  su último trabajo, “The old and the new in the Spanish generation of 1899”, un desgraciado accidente acabó con la vida del historiador Ramón Iglesia el 5 de mayo de 1948, español por nacimiento, mexicano por amorosa adopción e hispanomexicano por su apasionada entrega a la historia de sus dos países.

II

…para nosotros, lo pasado es lo que vive

En la memoria  de alguien, y en cuánto  actúa

En una conciencia, por ende incorporada

a un presente, y en constante función

de porvenir. Visto así –y no es ningún absurdo

que así  lo veamos-, lo pasado es

materia de infinita plasticidad, apta

para recibir las más variadas formas.

 A. MACHADO, Juan de Mairena.*

El ensayo sintético de Ramón Iglesia sobre el popularismo historiográfico de Bernal Díaz del castillo, junto con el estudio que consagró a Colón, publicado en 1930 en la Revista de Occidente, manifiestan con precisión y claridad qué tipo de historia es la que él cultivaba y cultivaría hasta  su muerte. Su primer ensayo en serio, El hombre Colón, lo escribe cuando tiene 25 años, y a partir de este primer promisorio fruto de su talento, su investigación siempre estará dirigida, interesada fundamentalmente en comprender y hacer comprender la historia antes bien que en saber y juzgar de lo histórico.

         Desde ese lejano y brillante estudio de 1930, en el que ya predica con el ejemplo, el historiador compostelano se nos muestra interesado por esa nueva vía de la comprensión emocional; del hombre Colón de carne y hueso, aligerado del peso de la admiración romántica y  descendido, destatuizado, al nivel de la tierra, a la escala humana, sin pedestales ni monumentos mitificadores, heroizantes y deshumanizadores. Como escribe Simpson, el Colón de R. Iglesia “presenta un contraste tan acusado con el Gran Descubridor de nuestros textos escolares, o de nuestras historias románticas, que no han de faltar gritos de angustia en contra de tal concepción. Y sin embargo, el Colón de Iglesia, a pesar de su monomanía por encontrar oro y pese a su rechazo total a admitir que no  ha llegado a las proximidades occidentales de Asia, es un ser humano más comprensible y por el que podemos sentir más simpatía”. (7) De modo parecido podemos decir que el Bernal de Ramón Iglesia es un nuevo Bernal; menos patriótico e instrumentado que el que es común presentar en tanto que antagonista de Cortés. Se trata de un novedoso Bernal, ávido representante de la siempre insatisfecha neoaristocracia conquistadora. “Bajo este tratamiento –permítasenos utilizar nuevamente el juicio de Simpson-  el ciego, sordo, empobrecido y a la vez digno de lástima Bernal Díaz del folklore desaparece y es reemplazado por un agudo colérico y envidioso personaje, que emplea sus mejores cualidades para escribir la crónica más memorable de la Conquista. Y este retrato de Bernal Díaz, lejos de apartárnoslo, hace de él un hombre algo más atractivo e incluso admirable.” (8)

            Desde el punto de vista de Ramón Iglesia se trata de hacer una historia interesada en los significados humanos que poseen los hechos históricos. La pregunta  fundamental se refiere a la inteligibilidad del pasado;  se interpela en función del ente vivo  y cierto del pasado: el hombre. El objetivo del historiador es sólo uno y  esencial: comprender al hombre sin intentar enjuiciarlo. Acaso por esto el más brillante de los ensayos de Ramón Iglesia sea el que dedica a Cortés, en lo que concuerdan casi todos los críticos. El complejo caudillo se nos muestra y revela de cuerpo  entero; en su auténtica naturaleza moral y  física. Es como un bajorrelieve de carne viva, desprendido y conformado de la masa sólida de las Cartas de Relación y de la profusa correspondencia del victorioso capitán. Es un Cortés nuevo, redivivo; liberado del lenguaje empalagoso y repugnante de los aduladores y desembarazado asimismo de las diatribas nauseabundas de los detractores.

         Se exige del historiador no solamente sapiencia, que esto es tan sólo el comienzo, sino en especial simpatía y  comprensión, sin las cuales la historia se convierte  en mera  arqueología. Además, la justipreciación de los hechos dependerá de la peculiar perspectiva en que este situado el observador.. Este perspectivismo crítico-histórico de raíz orteguiana fue comprendido y aceptado por nuestro historiador, y él mismo, en más de una ocasión, aludirá a su procedencia, dándonos a entender que la tarea del historiador debe consistir en este punto en la aplicación del  perspectivismo filosófico de Ortega y Gasset al territorio  de la historia. El problema de nuestro tiempo será por consiguiente para Ramón Iglesia la observación de la realidad histórica desde una cierta perspectiva. Ésta, en tanto que  componente esencial de la realidad  será siempre cambiante, distinta; como distintos y cambiantes son los puntos  de vista o enfoques críticos-históricos. (9) El propio Iglesia, como veremos más adelante, nos ilustrará sobre este asunto con su propio caso; es decir, dándonos las razones circunstanciales y  espirituales por las cuales si antes en 1935 prefirió a Bernal por sobre Gómara, después en 1940 se decidió por el clérigo historiador a costa del cronista  soldado.

         Este radical y notable cambio de apreciación, este típico relativismo iglesiano, fueron posibles porque,, como el mismo autor escribe , “la verdad histórica no es una, sino múltiple, según los lugares y las épocas”. (10) Siendo como es la historia el conocimiento más cercano a la vida, síguese de aquí que será la ciencia más expuesta a los cambios, variaciones y  reflujos. (11) Este juicio de Ramón Iglesia se complementa con sus dos razones acerca de la imposibilidad para la historia de sustraerse al ambiente en que se la escribe: en primer lugar por  la inmersión del historiador en un ambiente que hoy  es distinto del que era ayer como también será distinto al de mañana; en segundo  lugar porque la tan apellidada y socorrida  imparcialidad histórica  no existe ni ha existido  jamás. (12) La imparcialidad escribe Iglesia, “no existe en el sentido absoluto en que se la concibe: el verdadero  concepto de imparcialidad es un mito”. (13) Cuando en abril de 1936 editaba Iglesia sus crónicas medievales, rompía  lanzas a favor de ellas combatiendo el punto de vista de la historiografía cientificista  de su tiempo, que desconfiaba de tales crónicas por la marcada parcialidad que las caracteriza. Y comenta Ramón Iglesia: “como si la parcialidad, el punto de vista, no fuera  factor ineludible en la apreciación  de los hechos humanos y, por lo tanto, en su relato que es la historia”. (14) Por otra  parte, el implacable crítico sabía muy bien que  todos los historiadores son, aunque afirmen lo contrario, parciales a su modo; verbigracia parcialistas vergonzantes, como cuando sin hacer pública profesión de su parcialidad, juzgan, pongamos por caso –y  el ejemplo es del propio Iglesia-, “que son más importantes las declaraciones de los testigos en el juicio de residencia seguido a Cortés, que las Cartas de Relación del propio Conquistador”. (15)

            Ramón Iglesia  sabía de sobra que todo historiador, incluido por supuesto él mismo, cuando escribe lo hace de un modo evidentemente parcial. Apoyado en esta realidad nuestro historiador rechaza la pretensión de la historiografía cientificista, única, que se puede alcanzar; de la que se infiere la pretendida imparcialidad.

         La personal ecuación de cada autor, la expresión es de Ranke, y  su  complejo de ideas y sentimientos condicionan su manera  de mirar las cosas, (16) y no nos garantizan en modo alguno la solicitada objetividad. Si la historia es vida y ésta  se presenta siempre como conflicto, lucha y tensión, se sobreentienden de suyo que la historia, que relata  tales crisis, tiene que ser apasionada, combativa y parcial. (17) Los hechos que el historiador selecciona, organiza, relaciona e interpreta de acuerdo con su propio juicio, se colorean y cambian a medida que cambian las épocas, países, culturas y hombres; porque cada generación busca una respuesta, un saber de sí misma, una  comprensión, supuesto que el pasado al que se interroga no es, ni más ni menos, que  su propio pasado, lo que la constituye. Dejando la palabra  precisa a O´Gorman, transcribiremos que “el pasado humano en lugar  de ser una realidad ajena a nosotros es nuestra realidad, y si concedemos que el pasado humano existe, , también tendremos que conceder que existe en el único sitio en que puede existir; en el presente, es decir, en nuestra  vida”. (18) Refiriéndose precisamente el citado crítico e historiador a las crónicas medievales reeditadas por Iglesia  en México (1940), (1940) expone con su acostumbrada agudeza lo que  sigue: el lector emprende un viaje al pasado para después regresar enriquecido  con la nostalgia de unas formas de vida al parecer muertas;  pero aparentes y actuales en tanto que despiertan el sentimiento  de que se vive no sencillamente de los pasado, y esto es decisivo del pasado, que no es un pasado cualquiera, sino que es un pasado propio. En esto  consiste  la experiencia vital de la historia; en esto radica la más profunda y, en realidad, única misión del saber histórico, porque gracias a  esa convicción, a ese sentir el pasado como algo propio es posible referir ese conocimiento a lo más íntimo y definitivo del sujeto, que es su ser”. (20)

 

III

La historia se hace, en primer término,

con el  sentido y el apasionamiento

por la historia.-

 LUCIEN FEBVRE, Combats pour l´histoire

 

En el prefacio con que Ramón Iglesia prepara, o mejor predispone al lector para entrar en materia, a saber, para motivar la atención y conducirla a la asimilación meditada y provechosa de la obra, la misma que  el lector tiene. No expresa, con el típico apasionamiento, que la historia es comprensión de los hechos y de los actores y relatores (cronistas) de tales acontecimientos. Entender, pues, a Bernal, a Gómara o al propio Cortés es, ante todo, procurar situarse en el punto  de vista, en la perspectiva de ellos, sin preocuparse porque tales enfoques, o  focos de la elipse histórica no sean precisamente los nuestros. En la historia o en la crónica, lo primordial y sin duda más interesante es preguntar por el sujeto que la escribió e indagar las circunstancias y el complejo de situaciones múltiples que le llevaron a escribir y a enjuiciar y describir como lo hizo. En suma, se ha de buscar al hombre y  hemos de interesarnos en averiguar qué motivos, que incitaciones e intenciones movieron su pluma; porque de hecho no se puede ir más allá de lo que él mismo presenció u oyó en relación con tales o cuales sucesos de su subjetivo relato.

         Ramón Iglesia nos confiesa con leal  ingenuidad e incluso creemos que con alegre  descargo, que en 1935 durante el XXVI Congreso de Americanistas celebrado en Sevilla “rompió una lanza en favor de Bedrnal” y que arremetió contra Gómara al que calificó de “panegirista de Cortés, adulador servil y no  [sabe] si algunas cosas más”. (21) Efectivamente,, Iglesia insistió más de una vez, a decir verdad desde que en 1930 preparaba su malograda edición de la HISTORIA VERDADERA, en las “falsedades del clérigo panegirista del caudillo”. Desde su gabinete de trabajo en Madrid y en tanto que daba los últimos toques a su edición de Bernal Díaz, la figura de éste, según la ve  en este momento Iglesia, “rebaja la grandeza señera y destacada del caudillo y convierte a la masa en agente principal de la epopeya. Es el pueblo mismo quien la lleva a cabo, es la masa misma la dotada de calidades extraordinarias y únicas. En las páginas de Bernal palpita de continuo este aliciente de todos, con el impulso de una meta común”. (22) Este juicio del historiador gallego adquiere su verdadero significado si tenemos en cuenta que se manifiesta  en momentos cruciales de la política ibérica, cuando la masa republicana, la izquierda española, vive momentos de exaltación patriótica y  de unidad preelectoral (1935) para constituir el famoso Frente Popular que en 1936 obtendría el triunfo en las elecciones de diputados a Cortes. El entusiasmo arrollador del pueblo republicano de izquierda, más que la habilidad de sus  dirigentes políticos, hizo posible la victoria frente a la formidable coalición de la derecha tradicionalista y conservadora. Nada tiene, pues, de extraño que el Bernal forjado por entonces responda al febril entusiasmo partidista del historiador republicano y frentepopulista que fue Ramón  Iglesia. Esta actitud suya proyectada sobre su Bernal, amén de las circunstancias trágicas de la propia guerra, impidieron que l historiador imprimiera y  respaldara con su  firma su amada edición: una dolorosa espina que siempre llevó muy hondamente clavada en el pecho el infortunado  autor.

         Ya en México Ramón Iglesia, y en tanto que  historiador transterrado, emprende nueva lectura de Gómara y se le iluminan pasajes antes oscuros  o mal comprendidos. Poco a poco  va aligerando la condena que pesaba sobre la Historia de la Conquista del capellán  de Cortes y  sin rebajar los  valores propios del soldado cronista procura  ahoira  elevar al clérigo a la altura misma de aquél. La explicación de éste se debe a que las circunstancias que rodean ahora a Iglesia  en México (1940) han cambiado respecto a lo que eran para él las de 1935. Sobre la carne  y  el espíritu del historiador han hecho presa y dejado honda huella la experiencia desalentadora de la derrota republicana y, sobre todo, las vivencias angustiosas del combatiente activo, valeroso, desesperado. La perspectiva ha cambiado diametralmente; la realidad mexicana en la que ahora  se halla inmerso, tan distinta a la de Madrid; la conciencia histórica popular de México, que vive aún la conquista española del siglo XVI, como si hubiera ocurrido  anteayer; el contacto fecundo del historiador con la intelectualidad de México, con nuevos colegas y  estudiantes, y, especialmente, su propia experiencia de militar improvisado le hacen considerar  y justipreciar en la admirable Historia de Gómara valores nuevos antes invisibles o desdeñados. El Cortés de la Conquista de México resplandece por sobre el casi apagado Cortés de la Historia verdadera; por el contrario  los soldados del medellinense heroico, casi tan desapercibidos de tan opacos  como aparecen en la obra de Gómara, brillan en la crónica de Bernal a costa de la opacidad  del caudillo. Y ramón Iglesia llega  a esta conclusión, según confiesa, “por haber leído  ahora a Gómara con mayor atención, (23), lo que le permitirá caballerescamente escribir un ensayo sobre Gómara que, por compensación, viene a ser una “lanza rota” a favor del capellán. Más al año  de haber escrito esto, Iglesia proporciona una pista mejor para comprender su propio cambio, su extraordinario giro relativista, su revalorización historiográfica: “Nosotros hemos pasado por el culto frenético de Bernal; también nos hemos indignado con quienes señalaban –no siempre con justicia- los defectos del libro; hoy lo vemos con mirada más tranquila, aleccionados por durísima experiencia(24). La durísima experiencia, como comprenderá el lector ya advertido no es otra sino la de la guerra civil española. Sobreponiéndose al comprensible pudor de no querer hablar en primera persona, Iglesia se siente emocionalmente compelido a hablarnos de su participación en la guerra como combatiente y a indicarnos las consecuencias historiográficas que para él tuvo la aventura guerrera: “Pero la guerra  estalló y me aprisionó y de este modo adquirí una experiencia viva y directa de los problemas militares, una experiencia que todos los libros de historia del mundo no me habrían dado. Vi de primera mano lo que es la guerra, una piedra de toque para todos los valores humanos, a causa de que en la guerra estamos siempre bajo la opresión de la muerte, la cual en tiempos normales está fuera de visión. Vi la parte jugada por los comandantes, que sabían cómo mandar, y la parte representada por los soldados que sabían cómo obedecer y morir. Y vi también la profunda necesidad de establecer la jerarquía y disciplina en un ejército, algo que habíamos olvidado, o acaso habíamos desdeñado en nuestra civilizada, liberal e individualizada sociedad. Y esto es lo que hizo renovar mi concepción total de cierto número de problemas históricos, incluyendo en éstos el libro de Bernal. Después de la guerra releí su libro y leí más cuidadosamente que antes el texto de Gómara. Comapré los dos y obtuve conclusiones… Aunque no acepto la exclusiva importancia que Gómara da a Cortés, reconozco  ahora que la parte de Cortés en la conquista fue mucho más significativa que la que le otorga Bernal.” (25)

            Creemos que con esta leal declaración (que hubiese resultado desacreditadora y ruinosísima para un historiador que no hubiera  sido Iglesia, es decir, para un historiador positivista) lo que él pretende es, ni más ni menos, ejemplificarnos su perspectivismo histórico. Él no canta la palidonia sino que nos da las razones que motivaron el cambio casi radical en su apreciación a  causa de su propia  experiencia vital, su Erlebnis,  como él mismo escribe. (26) No fue, por consiguiente, una simple acumulación de nuevos datos y de nuevas reflexiones y lecturas, “sino un cambio en [su] punto de vista”. (27)  La publicación de ambos textos, en la revista mexicana de ciencias sociales y letras Tiempo, el antiguo sobre Bernal y el nuevo sobre Gómara, fue para Ramón Iglesia la prueba palpable de que no existen verdades históricas inconmovibles para siempre; sintiéndolo así ofreció su propia experiencia como la mejor propedéutica historiográfica para  aquellos que se acercan por primera vez a la disciplina histórica. Significó asimismo para él un regocijante problema que pasó a la consideración de los historiadores cientificistas, con el decidido, terco y  fogoso empeño de despertarlos e interrumpirlos de su interminable siesta.

 

IV

Un historiador que rehúsa pensar el hecho

humano, un historiador que profesa la sumisión

pura y simple a los hechos, como si los hechos

no estuvieran fabricados por él, como si no

hubieran sido elegidos por él, previamente,

en todos los sentidos de la palabra “escoger”

(y los hechos no pueden ser escogidos por él),

es un ayudante técnico. Que puede ser excelente;

pero no es un historiador.-

LUCIEN FEBVRE, Combats pour l´historie

 

Las bêtes noirs contra  las que combatió siempre Ramón Iglesia, sin aflojar en esto un punto, fueron la historiografía cientificista (la culpable, según él, de haber estorbado el progreso de la historia de la historia) y el cultivador de la misma; esto es, el historiador positivo.

         En toda su producción historiográfica, del ensayo sobresaliente a la nota sencilla, carga la mano crítica contra estos dos enemigos; pero sobre todo la descarga con apasionada y  severa contundencia en dos ensayos prematuros de 1940 (La historia y sus limitaciones y Orientación actual de las ciencias históricas) y en un tercero, más redondo, más definitivo y  polémico, de 1945 (Consideraciones sobre el estado actual de los estudios históricos). En los tres estudios rechaza el vehemente censor el ideal deshumanizante de aquellos historiadores que en su escepticismo y desmesurado criticismo llegan, por ejemplo, a la monstruosidad  de rechazar un libro sobre Cortés porque el autor incluye los datos del propio conquistador. (28) Este estéril espíritu crítico está condenado  al fracaso porque, de acuerdo con la Iglesia, es imposible liberar a la crónica, a la historia, del elemento personal; es decir, “dela deformación de los hechos, deliberada  o no, que imprimen  a sus relatos quienes en ellos han sido actores o testigos”. (29) No menos absurda le parece a la  Iglesia la consigna  pseudolegalista de la escuela positiva de dejar que los hechos hablen por sí solos. Error mayúsculo  supuesto que el historiador cientificista “al asentar  este  enorme prejuicio dice que está libre de pre-juicios”. (30) Como la historia se piensa siempre en función del presente; verbigracia del presente de un determinado país al que pertenece el autor que la escribe, éste se acercará siempre al pasado con un caudal de ideas que, nolens volens, enturbiarán, subjetivizarán su visión de los hechos. (31) Es una contingencia interna a la que el historiador no podrá escapar a pesar de sus exhaustivas colecciones documentales y pese a asimismo a sus invocaciones de objetividad e imparcialidad. Para Ramón Iglesia los documentos, las fuentes, no hablan por sí mismos, pues “sus lenguas son múltiples según las personas que los manejan”. (32) La selección, el análisis, las relaciones, imbricaciones e interpretaciones de los hechos detectados en los documentos y demás fuentes son y deberán siempre ser claramente fijados de acuerdo con el rigor del método de investigación; empero antes y por debajo de este proceso se plantea la hipótesis científica que, a través de las manipulaciones euristicohermenéuticas, tendrá que ser comprobada o bien rechazada. Reunir  paciente, meticulosamente una abundante documentación (la materia prima) sobre no importa qué tema o institución para darse el gusto simplemente de imprimirla, es tan  sólo responder al vano afán de publicar documentos inéditos. Más aún, al actuar así, el compilador erudito no quiere tener en cuenta con su pretendido afán objetivista de que todo  documento lleva consigo el gravamen de su intencionalidad, de su personal subjetividad, por así decirlo,, y sin que se hurten a ella inclusive las columnas y concentraciones estadísticas: subjetividad interna del ordenador y subjetividad íntima de manipulador e intérprete. Dos a prioris a los que no escapan los documentos tenidos por más despersonalizados y objetivos, salvo quizás, arguye irónicamente la Iglesia, el directorio telefónico. (33) Querer asimismo hacer de la historia una ciencia semejante a las naturales lo juzga Ramón Iglesia un gran error; porque la normatividad y la exigencia perfeccionista en los estudios históricos –repite con Croce- constituye una de las muchas deformaciones que ha sufrido en su trayectoria. Esto podría justificarse cuando se confeccionaba la historia científica; pero no hoy. (34) La nueva-vieja  consigna del crítico es la vuelta a los clásicos de la historiografía buscando modelos que recrear: la Historia como obra de arte soldada  a la vida. Se  trata también de hallar en esa historia modelo o arquetípica al hombre, al autor que le dio vida y al tiempo que  la hizo posible. La historia, repitamos, es ciencia en función del método empleado para erigirla; empero  fundamentalmente, es un arte, una extraordinaria expresión artística a la que  todo historiador debe aspirar. Frente a la seca estilística de la historia científica opone Ramón Iglesia la fórmula luminosa de una historia bella, literariamente escrita, filosóficamente  formulada y humanísticamente entendida. Sólo así será posible situar a la historia en el horizonte cultural del hombre de hoy y se podrá rescatar a la ahuyentada masa de lectores que “alejada  por las excesivas complicaciones eruditas {ha} buscado alimento para si interés en sucedáneos híbridos del tipo de la historia novelada”. (35) Ramón Iglesia  soñaba con atraer a las personas de alta calidad moral e intelectual hacia el tema más apasionante de todos los tiempos: la historia.

         Otro motivo de grave preocupación para el crítico historiador es el relativo a la formación de los futuros  especialistas. La funesta influencia que los historiadores-profesores y fríos  eruditos ejercen sobre los jóvenes que se sienten atraídos por Clío, provoca también las críticas de Iglesia, que se muestra  indignado al observar las deformaciones que produce en los estudiantes la pobre acriba informativa de la que alardean sus mentores y guías. Los alumnos más idóneos y mejor dotados para el cultivo de la historia huyen de ésta o quedan convertidos, en el peor de los casos, en cazadores de documentos. (36) Los más dóciles y domesticables se transformarán en insoportables y especializados ratones de bibliotecas y archivos y una vez que ya están bien entrenaditos y  conformados (deformados) sólo  les queda aspirar al máximo  nivel de perfeccionamiento, que consiste en la acumulación impresionantemente ardillesca de datos y más datos, dejando siempre la interpretación y la síntesis, tal y  como lo realizaron sus maestros, para cuando hayan reunido los  materiales todavía faltantes; es decir, para nunca. Se le prepara asimismo a aceptar sin chistar el frívolo y falso supuesto de que la obra histórica publicada en 1925 queda  superada por la editada en 1940 (fecha en la que escribe estas críticas Iglesia), como si se tratara de un nuevo modelo de automóvil. (37) Y por si fuera poco –prosigue Iglesia- se les imbuye que el valor de un libro de historia depende exclusivamente de la cantidad  de autores citados, de la abundancia  de notas y registros bibliográficos, de la profusión de índices analíticos. Y  sumadas a estas aberraciones, acaso la mayor y  más monstruosa; ponerlos de espaldas a la filosofía, a la literatura, al arte…, a la vida. (38)

         Prosiguiendo por este camino crítico aconseja a los estudiantes de historia la lectura meditada, sostenida del estudio que Edmundo O´Gorman antepuso a su edición de la Historia Natural y Moral de las Indias del padre Acosta, puesto que dicho prólogo responde a las tendencias recientes (está  escribiendo Iglesia en 1940) de la cultura histórica, más filosófica hoy día que puramente científica y, por consiguiente, más interesada “en el esfuerzo  reflexivo sobre los datos ya  conocidos que en la simple acumulación de datos nuevos”. (39) Lo que es digno de admiración en este caso no es únicamente el modelo estimulante que presenta  a sus alumnos, sino también la discreción y mesura con que inhibe su propia obra para hacer resaltar los  valores poseídos por la de su amigo y colega. Ya a punto de terminar  su nota crítica insiste en el consejo final: “De aquí que su trabajo [el de O´Gorman] debe ser leído con atención especial por los jóvenes estudiosos de la historia, a quienes nunca se les recomendará lo bastante de que no se olviden que la rebusca minuciosa de nuevos datos y documentos jamás puede ser un fin en sí mismo, sino un medio para  elevarse a perspectivas superiores.(40) Bien es cierto que los materiales para construir la historia son frágiles, deleznables e inseguros; más pese a ello hay que esforzarse por alcanzar el conocimiento histórico. (41) En última instancia y dicho sea apelando a Vico, el conocimiento posible y casi único alcanzable por el hombre es el de su historia, es decir, el de los hechos realizados por él mismo y modelados por su propia voluntad.

 

V

Todo ha sido ya dicho; pero como nadie

presta atención a ello, tenemos siempre

que comenzar de nuevo desde el pricipio.

-ANDRÉ GIDE.

 

En nuestra edición de la obra de Ramón Iglesia, Cronistas e historiadores de la conquista de México, hemos conservado rigurosamente el texto del historiador y sólo nos hemos tomado la libertad de aligerar  en ciertos casos las largas citas que de las obras de los cronistas introducía el historiador para ilustrar su tesis y  fundamentar sus interpretaciones. Nos hemos tomado asimismo el trabajo de traducir las notas aclaratorias del libro para no privar al estudiante ni al lector medio, extraños acaso al inglés y al francés, de la posibilidad de relacionar comprensivamente algunas de las notas aclaratorias con el texto de Iglesia que las provocan. También hemos suprimido el apéndice del autor, incluido en la obra original para conocimiento y solaz de especialistas, porque la orientación y alcance de esta edición se ha pensado para un público-lector no especialista.

         No dejó éste una gran obra  detrás de él; su muerte en 1948, le impidió cumplir la labor fecunda que podía esperar de él, dado su  vigor, pasión, entusiasmo y dedicación profesional. Lo esencial de su producción queda registrado; más un estudio que aspirase a la totalidad requeriría una amplia y  meticulosa revisión de las revistas y diarios madrileños y mexicanos, donde Ramón Iglesia ha dejado sin duda pródigas huellas de su talento. Los periodos a revisar serían el español (de 1930 a 1936) y el mexicano de (de 1940 a 1948. Una investigación cuidadosa creemos que permitiría, obtener una buena cosecha pues sacaría a la luz algún ensayo inicial y desde luego noto y recensiones de indudable interés.

         Empezaremos con dos autores que basan directamente  su relato en las Cartas de Relación de Hernán Cortés. Son estos autores Pedro Mártir de Angleria y Gonzalo Fernández de Oviedo, porque ellos nos dan la primera  impresión del efecto producido en España por la conquista de México. No nos parece excesivamente aventurado suponer que las obras de Pedro Mártir y de Oviedo hubieron de influir en el ánimo del conquistador para que buscara  un cronista digno de sus hazañas: lo encontró en Francisco López de Gómara, cuya Historia de la conquista  de México fue el libro que dio a conocer en toda  Europa las empresas de Cortés en la Nueva España.

 Pedro Mártir de Anglería

Fue un clérigo mundano, un humanista. Nació en Italia en 1457. (1) Vivió en España desde 1487, desempeñando cargos importantes, muy metido en la vida de la corte, siendo testigo presencial de muchos de los grandes acontecimientos que señalan el tránsito de los siglos XV al XVI.

         Estaba en inmejorables condiciones para tener noticias de los nuevos descubrimientos y conquistas, pues ocupó un puesto en el Consejo de Indias; pero sus muchas ocupaciones y su temperamento curioso e impresionable hacen de él un esclavo de la novedad, que escribe atropelladamente y lanza sus noticias a los cuatro vientos apenas recibidas. De aquí que cultivara el género epistolar.  Sus cartas forman una especie de noticiario de la época, abigarrado e inconexo como todos los noticiarios.

         Igual carácter tienen sus décadas De Orbe Novo, cartas extensas en las que procura ceñirse al tema de los descubrimientos y conquistas llevados a cabo en el Nuevo Mundo. Las décadas som ocho, y fueron por primera vez editadas en su totalidad en Alcalá de Henares, en 1530. Están escritas en un latín enrevesado, “Algunos quisieran más que las escribiera en romance, o mejor y más claro”, diría años más tarde el cronista López de Gómara. (2)

         Pedro Mártir nos dice que terminó d escribir sus Décadas en 1526, y nos indica también que en dicho año, el 2 de febrero, cumplía los sesenta y nueve de edad. (3) Pero como  también nos dice que su memoria estaba muy  floja, hasta el punto de olvidársele todo lo que acababa de escribir, los eruditos han podido darse el gusto de discutir la fecha de su nacimiento. A nosotros nos interesa retener que Pedro Mártir estaba viejo y desmemoriado cuando se ocupa de Cortés y la conquista de la Nueva España, lo único que de su obra nos importa ahora.

         Desde luego, la base de su relato son las cartas de relación del conquistador. “Se han recibido cartas de Hernán Cortés, prefecto de la armada del César, escritas desde aquellas tierras que trataba de someter al poder de España, en las cuales se contienen cosas nuevas e inauditas, y sobremanera admirables”, dice al  comenzar la década quinta. Pero estas cosas nuevas, inauditas y admirables son tratadas por él a vuelapluma, y su relato no pasa de ser un extracto del de Cortés. Cuando éste habla de Ixtapalapa, Pedro Mártir comenta: “De estas cosas refiere muchas menudencias que ya me fatigan con su prodigalidad” (t. II, p. 180). Y al tratar de la llegada a la Nueva España de Pánfilo de Narváez indica que pasará por alto “muchas menudencias que los griegos y los judíos, como que siempre se vieron dentro de estrechos límites, insertarían en las historias si les hubieran sucedido a sus conciudadanos; pero nosotros, en medio de tal amplitud de asuntos, omitimos no pocas cosas” (t. III, pp. 259-260).

         Curiosa explicación. La grandeza del tema, en lugar de requerir una atención, mayor, justifica que se le trate atropelladamente. Lo que en realidad ocurre es que el buen deán de Granada estaba desbordado, que su eterna prisa no le daba vagar para un estudio más reposado y sereno. Sincero sí que lo era, pues en otra ocasión nos dice: “Todo lo que escribo deprisa y casi en confuso, cuando hay lugar; y no se puede guardar orden en estas cosas porque acontecen sin orden” (t. IV, p. 400)

         Este defecto de Pedro Mártir, esta precipitación y falta de madurez con que escribe, se convierte para nosotros en una ventaja, pues hace de su obra un aparato registrador en que se anotan las fluctuaciones de criterio, la desconfianza, con que desde España se guían los actos de Cortés después de conquistado México.

         Se  suceden en las dos últimas décadas los juicios contradictorios acerca del conquistador extremeño. Así, cuando nos habla Pedro Mártir de que muchos conquistadores han tenido  mal fin, observa que el único que tiene poder y riquezas es Cortés “pues manda en muchas ciudades y príncipes, en cuyos ríos y montañas hay  abundante oro, y no  faltan ricas cavernas de minas de plata; pero acaso acerca de él se verificará aquel proverbio vulgar: “De riquezas, fidelidad y talento, se encuentra en lo secreto mucho menos de lo que pregona la fama. El tiempo lo dirá” (t. IV, p. 134)

         A esta opinión desconfiada, de fondo desfavorable, sigue poco más adelante otra de signo contrario, cuando Pedro Mártir se resiste a creer que Cortés haga ostentación de un fausto excesivo mandando fundir dos cañones de oro: “o lo habrán fingido por envidia, pues sus ínclitas hazañas a toda hora son objeto de líbidos ataques” (t. IV, p. 136)

         Esta inseguridad hace que Pedro Mártir pregunte ávidamente a los que llegan de las Indias cuál es la verdadera actitud de Cortés, si se mantiene fiel a la Corona o está en rebeldía, como algunos sostienen. El alguacil Cristóbal Pérez, compañero de Francisco de garay, el desgraciado explorador de Pánuco, le da noticias sobre el género de vida de Cortés, y añade que “no tiene fundamento la sospecha popular de rebeldía contra  el César, concebida por nuestra gente de corte; que ni él ni nadie ha visto en él indicio de traición, y que se quedaron allí preparadas tres carabelas para enviarlas con tesoros al César, juntamente con el cañón que llaman culebrina, la cual declara que él examinó diligentemente, que le cabe una naranja, pero que, según su parecer, no tiene tanto oro como cuentan” (t. IV, p. 298).

         Un Santiago García que había salido  de Veracruz hacia primeros de abril de 1524, “sostiene asimismo que no se observa en Cortés indicio ninguno de rebelión contra  el César, como andan  murmurando muchos por envidia. Por la relación de éste y de otros, tenemos que no  cabe mayor sumisión a su rey que la de Cortés; que su  cuidado es reparar lo arruinado en la gran ciudad de la laguna en tiempos de guerras; que ha reconstruido los acueductos para hacer pasar sed a los sitiados de la ciudad, y que los puentes destruidos están ya arreglados, y renovadas muchas de las casas que se arruinaron; y que poco a poco recobra la ciudad su antiguo aspecto, y no psaran las ferias y mercados, y hay  la misma concurrencia que antes había de lanchas que van y vienen” (t. IV, p. 312).

         Hasta aquí todo va bien; pero lo que cuenta Lope Samaniego “que actualmente está en mi casa” suena de muy distinto modo. Y Pedro Mártir nos dice que se piensa proceder seriamente para resolver de plano este enigma de la conducta de Cortés. “Acerca de Cortés, y de sus malas artes de engañar y seducir, muy  diferente de lo  que muchos han contado; así mismo de las claras pruebas de que tiene acumulados montones inauditos de oro, piedras preciosas y platas, introducidos en parte por el pórtico de su inmenso palacio, y  en parte furtivamente, de noche, en fardos, por los esclavos de los caciques, sin que lo sepan los magistrados; así también de las ciudades opulentas, con sus municipios y villas innumerables; de las minas de oro y de plata, y del número y grandeza de las provincias y de otras muchas cosas, me reservo hablar en otro tiempo. Se  están meditando en secreto ciertos remedios. Sería en mí un delito descubrir cosa alguna al presente. Hasta que se acabe de tejer  esta tela que ahora  estamos urdiendo, quédense a un lado estas cosas y  digamos un poco de otras flotas” (t. IV, pp. 407-408).

         Pasa el tiempo. Van y vienen las naves a  Indias. Van y vienen noticias contradictorias. Llegan nuevas cartas de Cortés. En ellas se queja de las dificultades que tiene para construir barcos que han de explorar la mar del Sur, de los gastos exorbitantes de la empresa. Pero “vienen asimismo cartas particulares y secretas del contador Albornoz, secretario del rey, escritas en caracteres desconocidos, que llaman cifras, que se le dieron a Albornoz al tiempo  de partir, porque ya entonces sospechábamos de las intenciones de Cortés. Estas cartas se han escrito contra los astutos manejos de Cortés, su ardiente avaricia y casi manifiesta voluntad de alzarse con el mando. Pero si todas estas cosas son verdad, o solo se han urdido con ánimo de congraciarse, como acontece muchas veces, lo habrá de decir el tiempo; pues se han elegido ya varones graves que serán enviados para averiguarlo” (t. IV, p. 420).

         Este es el secreto de la tela que se estaba urdiendo. El envío de varones graves. Realmente Pedro Mártir, y con él los demás consejeros de Indias, tenían motivos sobrados para  no saber a qué carta quedarse. Su inquietud aumenta cuando se cree que Cortés ha muerto en el viaje a las Hibueras. Y envían para que investigue la conducta del conquistador a don Luis Ponce de León, “varón modesto y de esclarecido ingenio, de cuyas disposiciones esperamos que ha de resultar que aquella nave cesárea tan fluctuante ha de ser llevada, bajo felices auspicios del César, a puerto tranquilo. Lleva también orden de atraerse a Cortés si le encuentra vivo, con mil halagos, y de reducirle a la debida fidelidad, de la cual, sin embargo, no se separó jamás claramente, sospechamos no  sé qué por conjeturas y acusaciones de muchos. Hombre de carácter altivo, siempre deseó obtener nuevos honores. Ya hace tiempo consiguió los títulos de Gobernador General y Adelantado de todas aquellas amplísimas regiones que se comprenden bajo en nombre de Nueva España. Hace poco pidió la insignia de Santiago de la Espada, que ya se lleva el citado Ponce para dársela. Pronto marchará; ya ha sido despachado por el César y saldrá con una flota de veintidós naves. Más si se encuentra con que ha  fallecido Cortés, habrá de obrar de distinta forma: ninguno de los otros se atreverá  a erguirse. Con tal que encuentre a los indígenas sin novedad de sublevaciones, todo saldrá bien…” (t. IV, p. 444).

         Con  este signo de interrogación deja Pedro Mártir de ocuparse de Hernán  Cortés. Y poco después concluyen sus décadas.

 

** - Epígrafe utilizado por el propio Ramón Iglesia en su “Bernal Díaz del castillo y  el popularismo en la historiografía española”, publicado en Madrid, Tierra Firme, núm. 4, 1935. Reeditado también en México, Tiempo, núm. 6, junio de 1940.

 

Iglesia, Ramón, Cronistas e historiadores de la conquista de México, El ciclo de Hernán Cortés, Prólogo de Juan A. Ortega y Medina, México, El Colegio de México, SEP/SETENTAS: 1972, pp. 150-328.

 

1.- Prefacio de la edición de L. B. Simpson, Columbus, Cortes and Other Essays, University of California Press, Berkeley-Los Ángeles, 1960, p. 5.

2.- Ibídem, p. 4.

3.- Propiamente  existía una cuarta  escuela ´pseudomarxista, encabezada por Rafael Ramos Pedrueza, Alfonso  Teja Zabre y Luis Chávez Orozco; pero el método era positivista (cientificista) aunque montado sobre  un mal dirigido materialismo histórico, razón por la cual no la hemos incluido como escuela aparte.

4.- Francisco Larroyo, La filosofía americana, México, UNAM, 1953, p. 250.

5.-El relato de lo ocurrido esta recogido en el  trabajo de Carmen Ramos, “Edmunndo O´Gorman como polemista”, publicado en Conciencia y autencidad históricas, México, UNAM, 1968, pp. 49-67.

6.- “Prefacio del traductor”, op. cit., p. VIII.

*.- Epígrafe impreso por Iglesia, que precede a su breve ensayo sobre “El estado actual de los estudios históricos”, apud Jornadas 51, op. cit., p. 8.

7.- Ibídem.

8.- Ibídem.

9.- Cf. “La historia y sus limitaciones”, apud edición de Simpson, op. cit., p. 116.

10.- Jornadas-51, op. cit., p. 18.

11.- Cf. “Orientación actual de las ciencias históricas”, apud, Educación y cultura, pp. 319-325.

12.- Ibídem.

13.- Apud Simpson, op. cit., p. 115 (“La historia y sus  limitaciones”).

14.- Cf. Baraja de crónicas castellanas del siglo XIV, México, Editorial Séneca, 1940 (febrero). Recogido  también el el número 31.

15.- “Orientación actual de las ciencias históricas”, México, Educación y Cultura, VI, 1940.

16.-La Historia y sus limitaciones. [Dos conferencias pronunciadas en la Universidad de Guadalajara, Jal., en mayo de 1940. Cit. L. B. Simpsón (infra Mo. 39), quien las traduce, pero no indica la procedencia. Provienen, sin embargo, del Hombre colón y otros ensayos, en donde se hallan incluidas.]

17.- Cronistas e historiadores (Edición 1945), p. 141.

18.-Cf. Edmundo O´Gorman, “Consideraciones sobre la verdad en historia”, Filosofía y letras No. 20 (oct-dic.), 195, p. 249.

19.- El Victorial y baraja  de crónicas castellanas. Editorial Séneca, 1940.

20.- Recensión (“Dos obras de ramón Iglesia”) en Letras de México (marzo-abril), 1940.

21.-Apud Cronistas e historiadores (Ed. 1945), p. 139.

22.-“Dos estudios sobre el mismo tema: “Bernal Díaz y el popularismo en la Historiografía española” y “Las críticas de Bernal Díaz del Castillo a la Historia de la conquista de México de López de Gómara”, México, Tiempo, núms. 6-7 y VI, 1940. Incluidos también en El hombre  Colón y otros ensayos.

23.- Cf. Cronistas e historiadores (Ed. 1945), op. cit., p. 139.

24.- Cf.- “Introducción al estudio de Bernal  Díaz del Castillo y de su Verdadera historia”, México, Filosofía y  Letras, Núm. 1 (I-III), 1941.

25.- “Dos estudios sobre el mismo tema” (prefacio), Tiempo, Núm. 6. También en la edición de Simpson, op. cit., p. 37. Asimismo en El hombre Colón y  otros ensayos.

26.- Ibídem, 38.

27.- Ibíd.

28.- Cronistas e historiadores, op. cit., p. 153.

29.- “Orientación actual”, op. cit.,

30.- Cf. Jornadas-51, p. 11.

31.- “Orientación actual”, op. cit.,

32.- Cf. Jornadas-51, p. 15.

33.- Ibíd., 18.

34.- Ibid.

35.- Cf. “Baraja de…”, op. cit., p.11.

36.- Cf. Jornadas-51, p. 17.

37.- Cf. “Orientación actual…”, p´. cit.

38.- Cf. “Jornadas-51, op. cit., pp. 12 y 14.

39.- “Un estudio histórico de Edmundo O´Gorman” [Prólogo a la HISTORIA NATURAL  Y MORAL DE LAS INDIAS, del padre Acosta], México, Letras de México, Núm. 15, III, 1940.

40.- Ibídem.

41.- Cf. “Orientación actual…”, op cit.

 

 

Pedro Mártir de Anglería

1.- Para datos sobre Pedro Mártir y su  obra pueden consultarse la Biblioteca Americana Vetustissima de Henry Harrise, Nueva York, 1866, p. 123, y el prólogo de la traducción española de las Décadas publicada por don Joaquín Torres Asensio con motivo del cuarto centenario del descubrimiento de América, con el título Fuentes históricas sobre Colón y América, Pedro Mártir de Anglería, Madrid, 1892, 4 vols. Vol. I, pp. XXVIII, ss. Véase también la Introducción a la traducción inglesa de F. A. Mac Nutt, De Orbe Novo, The Eigth Decades of Peter Martyr D´Anghera, Nueva York, 1912, 2 vols.

2.- He manejado las Décadas en la traducción española de don Joaquín Torres Asensio, a la que se refieren las indicaciones de tomo y página que siguen a las citas de Pedro Mártir.

3.- “Pues el año setenta de mi edad, en que entraré el 2 del próximo febrero del año 1526, restregándome la memoria con su esponja, me la ha borrado de tal modo, que apenas la pluma ha escrito un periodo, si alguno me preguntare qué he puesto, le responderé que no lo sé, en particular por venir a mis manos estas cosas anotadas en diferentes tiempos y  de varias personas”. (t. IV, pp. 377-368).

 

Continuará….

 

 



No hay comentarios:

Publicar un comentario

  LA CUARTA CRUZADA: la conquista latina de Constantinopla y el escándalo de la cristiandad Enrico Dandolo. Domenico Tintoretto (Public ...