Mapa de España y Portugal de
Tomás López (1804)
Así se ha organizado España a través de los siglos
Analizamos
la evolución del mapa de España a lo largo de los siglos, desde los tiempos
prerromanos, cuando no existía España como entidad, hasta la actualidad. Aún
cuando la integridad territorial de España es discutida continuamente por el
nacionalismo periférico (nacionalismo catalán, vasco o gallego) lo cierto
es que España como territorio tiene una historia común que le ha llevado a
organizarse de diferentes formas a lo largo del tiempo.
Siempre ha
convivido una tendencia centralizadora, especialmente acusada con los primeros
borbones y una visión más regionalista, que empieza a tomar fuerza a partir del
siglo XIX con la aparición de los citados nacionalismos, un fenómeno
decimonónico común a muchas otras zonas de Europa.
Profundizamos
en la construcción del mapa de
España a través de los siglos. Buscamos aclarar y poner luz, en
la medida de lo posible, a las raíces históricas que hay tras nuestras
«fronteras» interiores.
La organización
prerromana de la Península Ibérica
La
península Ibérica fue ocupada en origen por pueblos de distintas procedencias
que no llevaron a cabo
ninguna división administrativa.
No se
trataba por tanto de una organización territorial, sino de una serie de pueblos
asentados en diferentes territorios, sin una organización del territorio
específica ni diferencial.
Por ello,
siendo rigurosos, debe utilizarse el nombre de «pueblos ibéricos» y no de
«pueblo ibérico», ya que nunca constituyeron una unidad política o una entidad
socialmente organizada.
Pueblos
prerromanos de la Península Ibérica
La
historiografía tradicional ha identificado a los pueblos indígenas prerromanos
de la península ibérica con las categorías «iberos y celtas«. Aunque obsoleta en cuanto
a determinados extremos que se han demostrado erróneos, la clasificación sigue
teniendo validez genérica.
Organización en tribus de las sociedades ibéricas
Las
sociedades ibéricas se organizaban en tribus agrupadas en torno a familias
poderosas lideradas por un régulo, príncipe o jefe militar. Junto a la
aristocracia militar y propietaria, convivían campesinos y artesanos vinculados
a ésta por lazos de dependencia económica.
Los celtas
se establecen en el centro y norte de la península procedentes de centroeuropa
hacia el 1200 a.C. Lo hacen como clanes guerreros organizados gentiliciamente.
Existía entre ellos una fuerte jerarquización social y económica en torno a la
función militar.
Distribución del territorio peninsular
entre los principales pueblos y grupos de pueblos citados en las fuentes
clásicas.Funete: Wikipedia.
El mapa anterior muestra la distribución del
territorio peninsular entre los principales pueblos y grupos de pueblos citados
en las fuentes clásicas. A grandes rasgos, sigue un criterio
étnico-lingüístico.
En naranja, los pueblos
«preindoeuropeos-iberos», a los que hay que añadir, en azul claro, la zona
turdetana. Estos dos pueblos son los que mayor contacto tendrían con los
pueblos colonizadores.
La zona centro, oeste y sur aparece
diferenciada entre los pueblos «indoeuropeos-celtas» (en color claro), los
pueblos «indoeuropeos-preceltas» (en color rosado) y los pueblos «aquitanos o
protovascos», que son lingüísticamente preindoeuropeos, como los iberos,
mientras que culturalmente son más similares a los de la zona septentrional.
Pueblos colonizadores de la Península Ibérica
Durante el I milenio a. C. se produjo un intenso contacto,
especialmente en el este y sur peninsular, entre los pueblos «autóctonos» y los
colonizadores históricos provenientes del Mediterráneo oriental. Se trató
fundamentalmente de fenicios, griegos y cartagineses.
Los
fenicios y la cultura tartésica
El primer pueblo mediterráneo en aparecer en la península fueron
los fenicios.
Lo hicieron hacia el S. VIII a.C. Con su llegada introdujeron técnicas
metalúrgicas y de alfarería que contribuyeron al surgimiento de la cultura tartésica.
La zona de influencia
de la cultura tartésica
Tartessos fue un reino del suroeste peninsular surgido de la síntesis de
las culturas autóctonas y la de los colonizadores mediterráneos (griegos y
fenicios). Su riqueza estaba en el control de los yacimientos minerales y su
auge se produjo en el S. VII y parte del VI a.C., hasta que los cartagineses
arrasaron los asentamientos urbanos de Tartessos.
Griegos y
cartagineses en la Península
Durante el S. VI a.c., los foceos (jonios de Asia menor, griegos)
fundaron colonias en el norte del mediterráneo occidental (en la zona de
Ampurias). Posteriormente, los cartagineses comenzaron su expansión por la
península fundando diversas colonias.
Ni la colonización griega ni la fenicia trasladaron a la península sus
instituciones político-administrativas ni su ordenamiento jurídico. Se
limitaban a fundar factorías con fines económicos y reclutar mercenarios.
Desde el S. III a.c. aparecen ya en la Península Ibérica los grandes
poblados u «oppida» con cierto grado de desarrollo urbanístico. Son evidentes
ya signos de intercambio o fusión entre las culturas ibérica y celta, hasta el
punto de que el mundo grecolatino acuñó el término «celtíbero».
El
mapa de España en tiempo de los romanos
Los romanos realizaron diversas divisiones de la península Ibérica a lo
largo de la historia de su Imperio. La primera organización
político-administrativa del territorio peninsular se remonta a los comienzos
del siglo II a.C.
Hispania
Citerior e Hispania Ulterior, en torno a 197 a. C.
La Hispania Citerior y la Hispania Ulterior
En el año 197 a.C. se crearon dos provincias, Hispania Citerior (con
capital en Tarraco, comprendía desde el Valle del Ebro y el litoral
mediterráneo) e Hispania
Ulterior (con capital en Corduba, el Valle del
Guadalquivir). Las provincias se encomendaban cada una a un pretor, que ejercía
de gobernador provincial.
Mapa de
la conquista de Hispania simplificado. Fuente.
Tras un intenso proceso de romanización y con la conquista efectiva de
la mayor parte de la Península, César Augusto aprovechó su estancia en Tarraco
en el invierno del 27-26 a.C. para reorganizar de nuevo la vieja división de la
Península.
La
división de la Hispania Citerior
El nuevo emperador decidió dividir definitivamente Hispania en tres
circunscripciones, tres provincias llamadas Ulterior Baetica (con
capital en Corduba), Ulterior
Lusitania (con capital en Emérita Augusta) y la Hispania Citerior (con
capital en Tarraco), que sería después llamada Tarraconense.
División
de Hispania con Augusto
La subdivisión en conventus
Las provincias
estaban subdivididas en ‘conventus’,
algo que podría equipararse a nuestras modernas provincias. En la época
republicana los conventos no habían tenido estrictamente una acepción
territorial.
Con la
llegada del Imperio la reorganización territorial augústea cada convento estaba
dotado de una capital conventual. En la capital de cada uno de los conventus se
centralizaba normalmente la administración de justicia, la recaudación de
impuestos y el culto imperial. A través de los conventos se elaboraba también
el censo.
Gracias
a la Historia Natural de Plinio el Viejo, redactada a mediados del siglo I
d.C., disponemos de una detallada relación de todos los conventos peninsulares.
División
conventual de España en el Alto Imperio Romano. Fuente: Pablo Ozcáriz Gil, Los
conventus de la Hispania citerior.
Cartaginense y Gallaecia
Ya a finales del siglo III, cuando el imperio estaba en caída libre, el
empreador Diocleciano lo divide en dos entidades independientes, una en
Occidente y otra en Oriente.
Del mismo modo, propone en 298 d.C. una nueva división administrativa
para todo el imperio. Afecta a Hispania en la creación de dos nuevas
provincias: la provincia Cartaginense y la provincia de Gallaecia.
Hispania romana dividida en 5
provincias. Fuente.
La
península Ibérica en tiempo de los visigodos
Con la caída del Imperio romano, en el siglo V, los visigodos ocuparon
la mayor parte de la Península. Mantuvieron la división administrativa
provincial romana bajo el nombre de «ducados». Incluso crearon nuevos ducados
como el de Asturias y Cantabria y la provincia de Celtiberia y Carpetania.
Así, la Hispania visigoda puede considerarse en muchos sentidos una
prolongación de la Hispania romana. No hay que olvidar que los visigodos
constituían una minoría asentada entre una inmensa mayoría de población hispanorromana
a la que debían gobernar.
Recreación
de la división administrativa del reino visigodo. Fuente.
Otra de las notas definitorias del reino visigodo es la estrecha
relación entre los poderes civil y religioso, lo que suponía que las diócesis
cobraban importancia más allá de las cuestiones religiosas.
La organización de los ducados visigodos
Siguiendo a Manuel Torres López, estudioso del derecho y las instituciones
visigóticas, las divisiones administrativas se agrupaban en dos. Por un lado se
encontraban las provincias
del tipo «ducado», que coincidían con las antiguas
provincias romanas.
Al frente se colocaba a un dux (nombrado de entre los grandes magnates).
Tenía atribuciones militares y de administración de justicia, con varios condes
(comes) bajo su autoridad.
Sedes
episcopales visigóticas. Agustín UBIETO, Génesis y desarrollo de España, II.
Diapositivas, Instituto de Ciencias de la Educación, Zaragoza, 1984 (Colección
Materiales para la clase, nº 3, vol. 2)
Se mantenían así las provincias existentes en la época romana:
Tarraconense, Cartaginense, Bética, Lusitania, y Gallaecia. A estas se añadió
una provincia al sur de las Galias y en la zona norte de los Pirineos:
Narbonense o Septimania.
Los condados visigodos
Los conflictos bélicos con los pueblos del norte debieron justificar una
frontera militar alrededor de la cual surgiría una provincia o territorio
militar en Cantabria. Otra provincia fue la Asturiense acabando el S.VII.
Por otro lado estaban las provincias
del tipo «condados» procedentes de los territoria o
terrenos circundantes a las ciudades. Integraban varias fincas rústicas que con
el tiempo se independizan de las mismas.
Al frente estaba un ‘comes territorii’ o ‘comes civitatis’. Eran por
tanto territorios dentro de las provincias-ducados, compuestos por latifundios
de la Corona o los particulares.
La
organización territorial de al-Ándalus
Tras la conquista musulmana de la península ibérica en 711, la conocida
como al-Ándalus pasó por varias etapas. Primero se integró en la provincia
norteafricana del Califato Omeya. Más tarde se convertiría en el Emirato de
Córdoba y después, con Abd al-Rahman III, en el Califato de Córdoba.
Sobre la organización territorial de al-Ándalus, desde su conquista
hasta Abd al-Rahman III, las fuentes escritas no hablan claro. No se sabe si
perduró la antigua distribución territorial hispano-visigoda o sólo subsistió
su estructura administrativa.
Al
Andalus en 732 dC. Funete: Wikipedia.
Los yund-s y los kuras
Los yund-s (distritos militares)
son una de las primeras referencias que tenemos de la distribución territorial
andalusí. Se pueden diferenciar hasta seis yund-s diferentes en la actual Andalucía.
Son el yund ubicado
en Ilbira (Granada),
el de Ixbilia (Sevilla),
el de Yayyan (Jaén),
el de Rayya (Málaga),
el de Siduna (Medina
Sidonia) y el de Tudmir (Murcia) y el Algarve.
Desde Abd al-Rahman I, cuando comenzó verdaderamente a organizarse el
territorio, al-Ándalus quedó distribuida en dos grandes unidades geográficas.
La primera era la era la kura, la división administrativa básica.
Su término geográfico podía coincidir con las antiguas diócesis o
condados visigodos. Cada kura podía fragmentarse en aqalim (distritos), centralizados en los husûn, que se subdividían
en ayza (partidos).
Las
coras de Al-Ándalus en el siglo X. Fuente.
Los tagr o marcas fronterizas
Otra unidad territorial era el tagr, una marca fronteriza con los Reinos cristianos
del norte. Se pudieron diferenciar al menos tres en época califal. Se trata
de al-tagr al-aqsa (frontera Superior o Marca de Zaragoza), al-tagr al-wasat (frontera Media o
Marca de Toledo) y al-tagr al-Adna (Marca Inferior, en la actual Extremadura).
Al frente de las taifas se colocaba a un jefe militar. Gozaba de poder e
independencia, lo que supuso en algunas ocasiones que estos gobernadores
llegasen a oponer resistencia al gobierno central. Incluso en llegaron a
declararse independientes.
Los reinos de taifas
Con la disolución del Califato de Córdoba en 1031, el territorio se
dividió en los primeros reinos de taifas, período al que sucedió la efímera
etapa de los almorávides, los segundos reinos de taifas, la etapa de los
almohades y los terceros reinos de taifas.
Más tarde, según el poder del Emirato de Córdoba iba decayendo, las
coras se independizaron, creándose los reinos de taifas.
Reinos
de Taifas hacia 1080. Wikipedia.
La
organización de almorávides y almohades
Con la llegada y ocupación de los almorávides se mantuvo la división
territorial en kuwar y
se respetaron sus funciones político-administrativas. Es lo que se desprende
del testimonio del geógrafo hispanomusulmán al-Idrisi.
Con los almohades, se trasladó la capital a Sevilla y, según el geógrafo
Ibn Said al-Maghribi, se dividió el territorio en los reinos de Córdoba,
Sevilla, Málaga, Jaén, Granada y Almería. También reordenaron y fortificaron el
territorio para defenderse de la amenaza cristiana.
Mapa del
reino de Granada
Por último, según Ibn al-Jatib, el reino nazarí de Granada ocupó los
territorios de las antiguas Kuwar de
Elvira (Granada), Rayya (Málaga)
y Pechina (Almería). Se estructuró en 33 aqalim centralizados en algún núcleo de
población relevante.
Sin embargo, en algunas zonas, como en la Alpujarra, se produjeron
estructuras territoriales propias como la taha, que era un distrito administrativo que se
mantuvo hasta la época cristiana.
La organización
territorial de los reinos cristianos
La conocida como «Reconquista» es el periodo histórico que corre
paralelo a la presencia de los munsulmanes en la península Ibérica. Duró casi ochocientos años, desde la Batalla
de Covadonga en 722 a la Toma de Granada en 1492.
Pero durante todo este tiempo no siempre hubo
enfrentamientos de manera continua. Sumados todos los años en que hubo guerras
no fueron ni cien. Menos aún si tenemos en cuenta que únicamente se luchaba
durante el buen tiempo (primavera-verano).
Mapa
detallado de la Reconquista (en inglés).
Durante este periodo, más allá de las
batallas, tiene lugar la repoblación y la organización del territorio
reconquistado. Mediante ellas se irán configurando las bases de los reinos
peninsulares.
Los reinos cristianos adquieren su forma
Así, los reinos cristianos fueron adquiriendo
su forma en torno a lo que terminaron por ser cuatro cinco grandes núcleos en
el siglo XII. El Reino de Portugal (ya independiente desde 1143), el Reino de
León (que se uniría posteriormente a Castilla), el Reino de Castilla, el Reino
de Navarra y el Reino de Aragón.
Reinos
cristianos y Al-Ándalus en 1162
Los primeros esquemas de organización territorial en los núcleos
políticos de la reconquista se redujeron a la creación de pequeños distritos
militares. El proceso de territorialización en todos los reinos fue confuso
debido a la existencia de señoríos que contaban con su propia organización.
Organización
en condados
Hasta el S. XII el territorio de la «España» (entendida como una unidad
para simplificar) cristiana se ordenó de manera general mediante condados (comitatus)
de extensión variable, con diversas particularidades.
Así, en Asturias-León aparecieron
pronto las mandaciones
de límites inseguros, que en algunos casos coincidían con
comarcas naturales. Sus encargados (mandans) actuaban en nombre del rey.
Posteriormente se empezó a hablar de condes que contaban con una dignidad
personal superior, aunque no ligada siempre al gobierno de un condado.
Expansión del reino de Asturias del siglo VIII al
X.
Castilla fue en
origen un condado al sur del reino astur-leonés, con numerosas fortalezas, y
que arrancó su historia como reino en el siglo XI.
En los núcleos del Pirineo oriental, la
influencia del Imperio Carolingio y sus esquemas feudales explican la temprana
organización del territorio en condados. Allí los condes tenían delegados
(vicarios y bayles) pero no se delimitaron claramente distritos en cada
condado.
Condados
pirenaicos en torno al siglo X, en tiempo del Califato.
Posteriormente, en Aragón
y Navarra las demarcaciones encomendadas a los magnates
fueron conocidas como honores y
su gobierno conferido en beneficio. Ya partir del siglo XII, la organización
territorial se hizo más compleja en todos los reinos hispánicos debido al ritmo
de la reconquista y a la afirmación de las monarquías.
La organización en Castilla y Navarra
En Castilla, en la Baja Edad Media, el territorio seguía ordenado en los
condados o tenencias, a cuyo frente el rey situaba como tenente a un noble. A
lo largo de los siglos XII y XIII se consolidaron los reinos cristianos de la
Península Ibérica.
Llegaron a conquistar la mayoría de los reinos musulmanes con la
excepción de Granada. En el siglo XIII se produjo también la unión definitiva
de los reinos de Castilla y de León bajo el nombre de la Corona de Castilla.
Las merindades y los merinos mayores
En Castilla y Navarra aparecieron las merindades, a cuyo frente
se situaba un merino. Esta figura experimentó un importante incremento de
funciones. Concretamente, en Navarra, las merindades se crean en el siglo XIII
bajo el reinado de Teobaldo II (1253-1270).
De este modo, el territorio del reino de Navarra queda dividido en
cuatro merindades más la tierra de Ultrapuertos que no se configuró como tal. A
su vez el Valle era una confederación de aldeas y villas bajo la autoridad de
uno o varios bayles menores a las órdenes del Merino.
Merindades
de Navarra en el siglo XIII. Wikipedia.
En el lado castellano, también en el siglo XIII, durante el reinado de
Fernando III, se instituyó la figura del merino mayor. Los territorios
comprendidos por los reinos de León, Castilla y Galicia (unidos por la corona),
al que posteriormente se añadió Murcia, quedaron ordenados en cuatro grandes circunscripciones
territoriales o distritos. Al frente de cada uno se
encontraba un merino mayor.
Los adelantamientos
mayores
Alfonso X comenzó a poner al frente de los territorios reconquistados
o adelantamientos a
un adelantado de la frontera y posteriormente un adelantado mayor. Los
adelantados mayores fueron delegados del rey que rigieron los distritos
fronterizos con amplias competencias gubernativas, judiciales, militares y
económicas.
A partir de 1230 ya hay merinos mayores en los reinos de León y
Castilla, a los que Femando III añade otro en Galicia y Alfonso X otro más en
Murcia, en 1252, a la par que crea, al año siguiente, el Adelantamiento Mayor
de la Frontera o Andalucía.
Desde 1258, los merinos mayores son sustituidos por adelantados mayores
en Castilla, León y Murcia. Mientras que en Murcia y Andalucía se consolidaron
los adelantamientos mayores, en Castilla, León y Galicia se observa durante
los siguientes decenios una alternancia algo confusa entre adelantados mayores
y merinos mayores.
Enrique II concluyó con aquella situación, al establecer que Castilla,
León, Galicia, Andalucía y Murcia tendrían adelantados mayores. Se puede
suponer que el ámbito teórico de acción de los Adelantados de León y
Castilla comprendería también las respectivas zonas en la submeseta Sur y en
las extremaduras.
Alcaldes y
corregidores
Esta organización territorial se alteró pronto al ser sustituidos los
adelantados por los alcaldes mayores y por los corregidores. La nueva
organización, que comenzó a ser implantada desde el siglo XIV, tuvo carácter
político.
Trajo consigo grandes repercusiones ya que suponía la posibilidad de
administrar el territorio con criterios centralizadores que favorecían los
intereses de la Corona. Las ciudades con voto en Cortes se erigieron como
unidades de ordenación territoriales eficaces y manejables.
Organización de la Corona de Aragón
En la Corona de
Aragón, la administración territorial no fue uniforme.
Durante la Alta Edad Media el territorio se dividía en pequeños Honores o
Tenencias vitalicias entregadas por el rey a gentes de confianza, apareciendo
posteriormente los merinatos.
Así, en la Baja Edad Media las circunscripciones territoriales eran las
Honores, las Gobernaciones, las Universidades (municipios) y las Merindades
(circunscripciones fiscales).
Además los municipios se asociaron para defender el orden público
constituyendo juntas con jurisdicción sobre el territorio global de los
confederados. Hubo también merinos con funciones análogas a las que en Cataluña
tenían los bayles.
Expansión
peninsular del reino de Aragón. Fuente.
La diversidad de los reinos que formaban la Corona de Aragón y su
dispersión geográfica impuso que el monarca designara a representantes
investidos de amplias facultades.
Tenían poder sobre todo en el orden judicial, denominados genéricamente
procuradores y procuradores generales o lugartenientes cuando eran el alter ego
del monarca.
Los
condados catalanes
En los condados
catalanes, que no se unieron a Aragón hasta 1150, la
articulación y administración del territorio descansó durante mucho tiempo en
las estructuras feudales.
Estaban centradas en la existencia de 14 ó 15 condados. Algunos de ellos
no tenían conde propio. Los batlles o bayles en principio eran simples
administradores de zona por encargo de los condes y señores. En el siglo XII se
afianzan ya como oficiales públicos, jueces locales y agentes fiscales.
Los
condados catalanes en el siglo XI.
Tras la emancipación del imperio carolingio en el S. XII, en lo que hoy
es Cataluña aparecen como nuevas demarcaciones territoriales las Baylías.
Ostentaban una acumulación de competencias locales, acumulando funciones de
policía, paz pública, jefatura de tropas, represión de crímenes y recaudación
de tributos.
Por encima de los Bayles estaba el Bayle general. La función
administrativa propiamente dicha corresponde a las vegerías desde el siglo XII
y a sus titulares, los vegueres.
Cataluña, Valencia y Mallorca ya formaban en la Baja Edad Media tres
Baylías a cuyo frente se encontraban, en cada una, un bayle general que, como
administrador del monarca y alto magistrado territorial, recibía de él por
delegación toda clase de poderes.
Los
orígenes de España: los Reyes Católicos
Desde 1479,
Isabel de Castilla y Fernando de Aragón inauguraron la unión dinástica de dos
coronas sobre la base de una gran heterogeneidad territorial y social.
Tal y como
explica Juan Carlos Rodríguez Mateos, «el dinamismo y transformación progresiva
de las demarcaciones en instituciones territoriales castellanas contrastará con
el inmovilismo en las aragonesas y con su resistencia frente a la construcción
de una monarquía autoritaria centralizada».
La heterogeneidad de Aragón y Castilla
A grandes rasgos, la corona de Castilla se se dividía en 13 provincias
con derecho a representación en Cortes además de 5 reinos: Toledo, Cuenca,
Sevilla, Córdoba, Jaén y Granada.
La corona de Aragón se componía de 4 reinos: Aragón, Cataluña, Valencia,
Mallorca, cada uno de ellos con diferentes entidades territoriales más
pequeñas.
Los Reyes tendieron a gobernar sus territorios desde Castilla y
eligieron virreyes o lugartenientes en cada uno de esos territorios.
Unión de
los reinos que conformaron España con los Reyes Católicos
Así las
cosas, lo Reyes Católicos llevaron a cabo ciertas transformaciones
territoriales en el lado castellano como la supresión de la autonomía municipal
y de los adelantamientos. También la extensión de la figura de los corregidores
reales para administrar las ciudades y los distritos o corregimientos.
Chancillerías
y virreyes
En
Castilla se configurará una nueva organización político-judicial superior al
corregimiento. Estaba basada en chancillerías (con
sede en Valladolid y Granada; ambas chancillerías separadas por la línea del
Tajo) y en audiencias.
Aragón
no llegó a aplicar nunca un programa político similar. Sólo se crearon ciertas
instituciones como los virreyes (representantes
del poder real en cada uno de los territorios de la Corona de Aragón).
También
el Consejo de Aragón que, con sede en Castilla, servía de nexo con esos
territorios. Las demarcaciones territoriales aragonesas permanecieron igual que
a fines de la Edad Media.
La organización
territorial de España en tiempo de los Austrias
Con
Carlos I de España llega la dinastía de los Austrias a España, en el año 1516.
Reinó en todos los reinos y territorios de España con el nombre de Carlos I
desde 1516 hasta 1556. Unió así por primera vez en una misma persona las
Coronas de Castilla —el Reino de Navarra inclusive— y Aragón. Asimismo fue
emperador del Sacro Imperio Romano Germánico como Carlos V de 1520 a 1558.
Hijo de Juana I de Castilla y Felipe I el Hermoso, fue nieto por vía
paterna de Maximiliano I de Habsburgo y María de Borgoña. De ellos heredó los
patrimonios borgoñones, los territorios austriacos y el derecho al trono
imperial. Por vía materna era nieto de los Reyes Católicos, de quienes heredó
Castilla, Navarra, las Indias, Nápoles, Sicilia y Aragón.
La
herencia de Carlos I. Fuente: Carlos Pérez Torregrosa.
Administración separada de los reinos
Carlos I se titulará rey de España, pero mantendrá la estructura de
reinos independientes en la península. De este modo, bajo su reinado perduraron
las aduanas, las instituciones y la administración separada de todos los
reinos.
Castilla contaba con unas Cortes, mientras que Navarra y el reino de
Aragón tenían las suyas por separado.
Así, en esta época, que un reino estuviera unido significaba que tenía
un heredero común, por lo que la monarquía se erigía como un elemento
aglutinador. Los reyes debían respetar las leyes vigentes en cada lugar. No
obstante y en virtud del carácter autoritario de los reyes de la Edad Moderna, progresivamente se irá unificando la legislación y las diferencias
disminuirán.
La organización de Monarquía hispánica
España era una monarquía compuesta, denominada Monarquía
hispánica o Monarquía Católica. Estaba organizada
a través de un sistema en el que cada uno de los reinos retenía sus
peculiaridades institucionales.
Se constituía como un conjunto de territorios con sus propias
estructuras institucionales y ordenamientos jurídicos. Eran diferentes y
particulares, gobernados por el mismo soberano, el monarca español, a través de
un sistema polisinodial de Consejos.
De este modo, el soberano español actuaba como rey según la constitución
política de cada reino y su poder variaba de un territorio a otro. No obstante,
reinaba como monarca de forma unitaria sobre todos sus territorios.
Con todo, el respeto de las jurisdicciones territoriales no impidió un
refuerzo de su autoridad y poder regio del monarca en cada reino en particular.
A pesar del respeto y autonomía jurisdiccional, existía una política o
directriz común que había que obedecerse. Estaba encarnada por la diplomacia y
la defensa. La Corona de Castilla ocupaba la posición central y preeminente
sobre los demás.
La Monarquía incluía las coronas de Castilla (ya con el reino de Navarra
y los territorios de Ultramar) y Aragón (con Sicilia, Nápoles, Cerdeña y el
Estado de los Presidios). También Portugal entre 1580 y 1640, los territorios
del Círculo de Borgoña, el ducado de Milán y el marquesado de Finale.
Felipe II y el equilibrio entre dos fuerzas
Felipe II será quien busque un equilibrio entre el centralismo
autoritario de la monarquía y la tendencia separatista de la periferia. Había
recibido, en 1580, la herencia de Portugal y su imperio.
De este modo, la península en su conjunto estaba unificada bajo una sola
corona. La unión sólo durará sesenta años, hasta 1640, cuando Felipe IV pierde Portugal
y mantiene una guerra con Cataluña.
Bajo este sistema, Castilla se lleva la mejor parte de los beneficios de
la conquista de América, pero también los mayores gastos. Cuando caen los
beneficios y comienzan las guerras europeas, la Corona, a través del
conde-duque de Olivares, tratará de repartir las cargas entre todos los reinos.
El triunfo del
foralismo o la España asimétrica
Es en este momento cuando surgirán los conflictos, ya que esto suponía
terminar con la separación por reinos y mezclar los vasallos. Una situación que
atentaba contra el concepto de naturaleza y extranjería, el nombramiento de
cargos públicos, la recaudación de impuestos, el servicio de armas y las leyes
tradicionales (fueros).
Al final, triunfa el foralismo, impidiendo hacer de España una monarquía
eficaz con un gobierno y una administración más «racional» (al estilo francés).
La atomización de los
territorios
La división en reinos acabó por sucumbir. Había 19 merindades y 17
distritos, cuyos límites coincidían con los de los obispados. Las Cortes se
reunían por ciudades. Estas se convocaban para aprobar los impuestos
extraordinarios, por lo que había que delimitar las circunscripciones fiscales.
La
España de Felipe II en 1590.
En el siglo XVII se va fragmentando la estructura territorial. Esto
provoca que aparezcan toda una serie de enclaves o varíe la estructura de los
reinos.
La organización
territorial en la España borbónica del XVIII
El sistema de ordenación del territorio de los Austrias se revelaba como
demasiado complejo y poco eficaz para un Estado moderno del siglo XVIII. La
España borbónica tendría que hacer frente a este desafío de la organización
territorial.
En 1701, tras la muerte sin descedencia de Carlos II «El
Hechizado», Felipe V, un Borbón, accedió al trono. Con su llegada se
desató la llamada Guerra de Sucesión (1701-1713).
La Guerra de Sucesión, una guerra civil internacionalizada
Fue un conflicto internacional (Francia y algunos ducados alemanes de un
lado, Austria, Gran Bretaña u las Provincias Unidas de otro) pero también una
guerra civil.
Las potencias internacionales en la
Guerra de Sucesión española
La Corona
de Castilla y Navarra se mantuvieron fieles al candidato borbónico (Felipe V).
En cambio, la mayor parte de la Corona de Aragón prestó su apoyo al candidato
austriaco (Carlos VI).
Los Borbones, que salieron victoriosos tras 12 años de conflicto, eran
más centralistas que los Austrias y trataron de hacer de su monarquía un Estado
absolutista. Para ello necesitaban una ordenación del territorio diferente, más
racional. Más francesa.
Los decretos de Nueva Planta
Era imperativo terminar con las diferentes legislaciones y las
peculiaridades de cada reino. Y no era tarea fácil. La labor uniformizadora se
llevó a cabo por medio de los Decretos
de Nueva Planta. Se aplicaron a la Corona de Aragón y en
general a todos los territorios que lucharon en contra de Felipe V en la guerra
de Sucesión.
En este documento el rey declara «abolidos y derogados todos los
referidos fueros, privilegios, práctica y costumbre hasta aquí observados en
los referidos reinos de Aragón y Valencia».
Y prosigue: «siendo mi voluntad que éstos se reduzcan a las leyes de
Castilla, y al uso, práctica y forma de gobierno que se tiene y ha tenido en
ella y en sus tribunales sin diferencia alguna en nada».
En 1711 se impone en Aragón el Decreto de Nueva Planta, en 1715 en
Mallorca, en 1716 en Cataluña. Con ellos desaparecen las instituciones
tradicionales y los fueros de los reinos. En 1717 se intentan suprimir las
aduanas internas, pero la rebelión en el País Vasco lo impide, por lo que las
fronteras volverán al interior.
El Nomenclátor de Floridablanca
Durante el siglo XVIII la necesidad perentoria de la organización
territorial de España se convierte en un tema central. Está muy relacionado con
el de la «decadencia» del Imperio. La fuente documental que marca la división
territorial española del S XVIII es el Nomenclátor
de Floridablanca 1789.
Elaborado ya bajo el reinado de Carlos IV, en él se realiza un
inventario de todas las entidades locales, con el propósito ilustrado de
mejorar la administración.
Las Intendencias de Floridablanca
Las intendencias como órgano administrativo
La España borbónica trae consigo la creación de las intendencias, que
reúnen todas las atribuciones administrativas. Esto sin duda supone un
importante paso centralizador
La característica de las provincias e intendencias en este siglo se
resumen en dos: desigualdad
de tamaños e irregularidades en los límites.
Hay provincias enormes como son las de la Corona de Aragón, Cuenca, La
Mancha, Toledo, Burgos, León, Galicia, Extremadura, Sevilla, Granada y Murcia
en un extremo. Enfrente estaban las pequeñas provincias Vascongadas, las de
Nuevas Poblaciones y las provincias castellanas de Madrid, Palencia, Toro y
Zamora.
Provincias e intendencias de España en 1789 sobre el mapa
de Comunidades actual.
A pesar del esfuerzo uniformador, no se pudo reintegrar a todos
los señoríos, para dotarlos de una nueva organización. De este
modo, se mantuvieron muchas peculiaridades.
Estas peculiaridades tendrán especial importancia en la recaudación de
impuestos. Habrá provincias exentas, como Navarra y el País Vasco,
y fiscalidad diferenciada para la Corona de Aragón.
A finales del siglo XVIII la España peninsular cuenta con cuatro
territorios forales, 21 provincias correspondientes al resto de la Corona de
Castilla y 3 reinos en la Corona de Aragón. Esto suma, en total, 28 provincias.
La función de éstas en la Corona de Aragón era sinónima a los reinos. En
la Corona de Castilla tenían una función fiscal y representativa de Cortes,
pero no política o judicial, pues de ello se encargaba el corregidor.
Las nuevas provincias de finales del XVIII
Con todo, este sistema se sigue demostrando como muy irracional y no
permite un gobierno eficaz. Los ilustrados tratarán de remediar la situación.
En 1799, Miguel Cayetano Soler como superintendente de Hacienda
propondrá la creación de otras seis provincias para equiparar la extensión de
todas.
Así, Soler creó las provincias marítimas de Alicante (separada de
Valencia), Asturias (de León), Cádiz (de Sevilla), Málaga (de Granada) y
Santander (de Burgos), que perduran en la actualidad.
También creó la provincia de Cartagena (segregada de Murcia), que quedó
en el olvido, salvo para algunos cartageneros que aún la reclaman.
En 1804, Godoy crea la provincia de Sanlúcar de Barrameda, con partidos
judiciales provenientes de Sevilla, pero no tiene continuidad histórica. Entre
1801 y 1805 se intenta otra división, para facilitar la recaudación de
impuestos. Pero no tiene éxito. La invasión napoleónica detiene el proceso.
La organización
territorial de la España napoleónica
Noviembre de 1807. Más de 20.000 soldados franceses entran a
España con la misión de reforzar al ejército hispano para atacar Portugal.
Lo hacían tras el engañoso pacto alcanzado entre Napoleón y Carlos IV para
-supuestamente- conquistar Portugal y repartírselo. Pero los planes de Napoleón
eran otros: el control de la península Ibérica.
En un primer momento, los españoles no opusieron resistencia y
permitieron el libre tránsito del ejército galo.
Pero hacia febrero de 1808, los auténticos planes de Napoleón comenzaron
a desvelarse y comenzaron los primeros brotes de rebeldía en varias partes
del país, como Zaragoza. Esta oposición se agudizaría en toda España y
sería especialmente beligerante en Madrid, con el levantamiento del 2 de mayo.
Mapa de
la Guerra de la Independencia
Con este panorama, José Bonaparte fue proclamado Rey de España el 6 de
junio, una vez Carlos IV y su hijo Fernando VII se encontraban ya fuera del
país.
Era la llegada de la España napoleónica, el territorio español dominado
por las autoridades napoleónicas en el transcurso de la guerra de la
Independencia Española (1808-1813). Fue establecido como un Estado
satélite del Primer Imperio francés, para descontento de los españoles.
Francia marcaba sus reglas. La extensión del modelo de departamentos era
una práctica habitual en todos aquellos territorios bajo la administración
napoleónica.
El Estatuto de Bayona: 38 departamentos
Se quería transmitir la imagen de un nuevo Estado, racional y armónico,
sin condicionantes históricos. En definitiva, Napoleón ansiaba la homogeneización
político-cultural de los territorios conquistados.
El Estatuto de Bayona de 1808 fija implícitamente las directrices que ha
de seguir la reorganización territorial. Establecía que la representación
española -colonias aparte- en Cortes era de 40 diputados. Uno por Baleares,
otro por canarias y 38 diputados para la península. Los diputados se elegían
con un umbral de unos 300.000 habitantes.
Por lo tanto, la división más lógica sería la que dividiera la península
en 38 departamentos con similar cifra de población. Esto hacía necesario
una profunda separación con el modelo territorial anterior. Un modelo que
estaba caracterizado por las distintas cifras poblacionales: Galicia pasaba del
millón de habitantes, Álava no superaba los 70.000.
Mapa de
prefecturas de 1811. Se puede ver en alta calidad Fuente.
La nueva organización departamental francesa
En 1808 se encarga a Francisco Amorós una división en departamentos.
Desde una óptica afrancesada, se veía la resistencia al dominio napoleónico
como un fenómeno de carácter provincial. Por eso, la división departamental
intenta diluir las expresiones de particularismo encarnadas en las provincias.
Amorós presenta un proyecto de 38 departamentos, designados por sus
capitales. De las antiguas capitales se suprimen Ávila, Guadalajara y Palencia.
Confirma las capitales marítimas de Alicante, Asturias, Málaga y Santander.
También cambia la capital de Cádiz a Jerez y unifica las tres provincias
vascas en una sola con capital en Vitoria. De las antiguas provincias más
extensas, divide Galicia en Santiago, Lugo, Orense y Tuy; Extremadura en
Badajoz y Plasencia. Además crea el departamento de La Rioja. Elige nuevas
capitales en la Corona de Aragón: Huesca, Segorbe, Solsona y Tortosa.
El
modelo de prefecturas españolas de Lanz
El siguiente proyecto es el de José María Lanz, que aunque nacido
español, fue nacionalizado francés. De formación matemática y cartográfica, con
el gobierno napoleónico le fue encargado el profundizar en la división en
departamentos. De manera provisional, el gobierno napoleónico había adoptado la
división clásica, incluyendo las provincias marítimas.
Lanz elabora la propuesta a partir de las notas de Amorós, manteniendo
el número de departamentos (prefecturas) en la cifra de 38. Las principales
novedades son que en Cataluña se sustituye Solsona por Lérida y Tortosa
por Tarragona o Reus y se crea un departamento en Gerona.
También se prefiere Teruel en vez de Segorbe. Por otro lado, se llevó a
cabo un cambio de capitales en Extremadura: Cáceres por Plasencia y Mérida
por Badajoz. Se suprimen los departamentos de Logroño, Segovia y Zamora y se
crean los de Ciudad Rodrigo, Guadalajara y Palencia.
También se traslada la capitalidad de Jaén a La Carolina, de Santiago de
Compostela a La Coruña. Se preveía asimismo un posible traslado de Orense a
Monterrey, de León a Astorga, de Jerez de la Frontera a El Puerto de Santa
María y de Vitoria a Bilbao.
Primer gran proyecto de división
territorial española
Si bien la propia estructura departamental de Lanz pasará inadvertida,
ya que en algunos territorios ni siquiera pudo ponerse en práctica, fue
el primer gran proyecto
de división territorial española, lo cual asentó las bases para
posteriores reorganizaciones. Así, por ejemplo, el número de prefecturas y el
de provincias posteriores es el mismo en Aragón, Cataluña, Extremadura o
Galicia.
Al mismo tiempo, el de unir o no las tres provincias vascas fue todo un
debate en medio del proceso provincializador. Si bien algunos límites son poco
coherentes, hay algunas provincias cuya delimitación sigue siendo la misma.
Por su carácter pionero, el sistema francés fue un revulsivo para la anticuada
estructura provincial, ya que los nuevos mapas de prefecturas
traían la imagen de modernidad y racionalidad, sin enclaves, ni límites
irregulares, con el uso de líneas rectas, de accidentes naturales.
Además, alertó a las élites de las ciudades para que lucharan por las
capitalidades provinciales, ya que se veía como un proyecto que mejoraría los
servicios, daría una mayor área de influencia y una dinamización económica. Por
todo ello, la división provincial alcanzó el rango de precepto constitucional.
Organización
territorial en las Cortes de Cádiz
La necesidad de una nueva división provincial era ya a comienzos del
siglo XIX imperativa. En este sentido, durante la ocupación francesa, los
invasores se esforzarán por poner en marcha un modelo racional al estilo
napoleónico.
En el lado español, los políticos de cualquier tendencia también estaban
de acuerdo: había que organizar el modelo para una racionalización del Estado.
Los nuevos aires del liberalismo flotaban en el ambiente y bajo este influjo,
una organización del Estado se hacía absolutamente necesaria.
El poder constituyente de Cádiz
En ausencia del monarca que los españoles consideraban legítimo,
Fernando VII, durante la ocupación francesa se organizaron Juntas provinciales
y una junta central, que tras las dorrotas militares (tras la derrota en Ocaña
-Toledo- en 1809) se retiró a Cádiz. La ciudad gaditana albergaría a las
cortes, «depositarias del poder de la Nación» y que, por tanto, se erigían como
poder constituyente.
La Constitución de Cádiz de 1812 enumera los territorios y reinos
históricos. Se trata de Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva,
Cataluña, Córdoba, Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia,
Navarra, Provincias Vascongadas, Sevilla, Valencia y las islas Baleares y
Canarias, así como las posesiones de África, América y Filipinas.
La provincia
adquiere un sentido político
Frente
al concepto de provincias del Antiguo Régimen, donde se basaban en los órganos
de gestión económica, la Constitución de Cádiz da a la provincia un sentido
político. Está basado en dos instituciones: la Diputación y el Gobernador. Cada
uno tiene sus funciones, pero se tutelan mutuamente.
Es un
modelo de autonomía y centralización, reflejo del sentir de la época, pues
había diputados de posición centralista y otros autonomistas. La controversia
se resuelve a favor de los provincialistas, al ponerse en práctica las
diputaciones. La representación de cada provincia -circunscripción- en Cortes
sería proporcional a la población, según el censo más reciente, de 1797.
La propuesta de provincias de Ranz y
Espiga
Pero la
Carta Magna dejaba por determinar las provincias constitucionales. Así las
cosas, la primera propuesta llega en el mismo 1812, elaborada por Antonio Ranz y José Espiga
Esta
división pone de manifiesto que centralismo y división provincial no eran lo
mismo. Estos autores eran partidarios de reducir el margen de actuaciones de
las diputaciones.
Al
tiempo, tendían a una agrupación provincial (o «regional») en entidades
administrativas mayores. Preservaban así los antiguos grandes reinos. El
patrón de referencia era el tomar como base las entidades más extensas y
pobladas e igualar por arriba.
Esta
división despierta críticas, en especial de los diputados de las provincias que
se extinguen.
El plan de organización de España de
Felipe Bauzá
El
siguiente paso fue la fragmentación de los grandes reinos. En junio de 1813,
con la salida de José I, las Cortes entendieron que ya era momento de comenzar
a realizar la división provincial, de forma que la Regencia encargó al marino,
cosmógrafo y geodesta Felipe
Bauzá un proyecto de división.
En él
establecía una curiosa jerarquía administrativa entre provincias de primera, de segunda y de
tercera, intentando combinar los reinos tradicionales con las
entidades de nueva creación.
La categorización
de las provincias
Según
Bauzá serían «provincias de primera» Aragón, Cataluña, Valencia, Granada,
Extremadura, Toledo, Madrid, León, Provincias Vascongadas y Galicia.
Las
«provincias de segunda» serían Asturias, Santander, Navarra, Soria, Cuenca,
Murcia, Jaén, Málaga, Cádiz, Córdoba, La Mancha, Salamanca, Valladolid, Burgos,
Segovia, Islas Baleares e Islas Canarias. Las provincias «de tercera» o
subalternas serían dependientes de las de primera. El mapa de España quedaba
formado por 21 provincias en total.
Un
reparto equilibrado de la población
El
objetivo básico de esta división era el reparto equilibrado de población entre
las provincias, aunque admitiendo que era incompatible con la igualación
territorial -porque las densidades de población diferían de unos lugares a
otros-.
Para la
elaboración de su propuesta, Bauzá emplea las cifras de población de 1797,
corregidas por el tiempo pasado. La media de población era de 250.000
habitantes, con poca diferencia entre unas provincias y otras.
No
obstante, la metodología deja algo que desear, pues en muchos casos se basa en
simples reglas de proporcionalidad, sin corregir por las densidades
demográficas.
Límites provinciales que existían en
un 60%
En
comparación con el proyecto de Lanz, el de Bauzá más conservador en la
delimitación, pues los límites propuestos existían con anterioridad en un 60%.
Hay
muchas gobernaciones cuyos límites apenas cambian, como es el caso de Álava,
Jaén, Murcia, Soria o Santander, y otros en los que se respetan en su
totalidad, como Aragón, Asturias, Córdoba, Galicia, Navarra y Sevilla.
El
proyecto fue remitido a las Cortes para su examen a últimos de abril de 1814.
Pero apenas habría tiempo para revisarlo, ya que diez días después, Fernando
VII derogaba la Constitución de Cádiz y disolvía las Cortes.
La vuelta del
absolutismo y el trienio liberal
Fernando
VII, el por entonces Deseado, que había pasado la Guerra de
Independencia Española retenido en Francia. A su vuelta a España rechazó jurar
la Constitución española de 1812. Restaurado en el trono, como rey absoluto
comenzó una dura represión de los liberales. Eran muy numerosos en el ejército
e intentaron una serie de pronunciamientos militares fracasados entre 1816 y
1820.
El 1 de
enero de 1820 se produce la sublevación o pronunciamiento del
coronel Rafael de Riego, en Las Cabezas de San Juan (Sevilla). Apoyado por
otros oficiales como Antonio Quiroga proclamó la Constitución.
Esperó a recibir apoyos del resto del ejército y de las ciudades más
importantes.
Las
tropas de Riego fueron avanzando por Andalucía sin decidirse a emprender una
marcha clara en dirección a Madrid. Encontraron poco apoyo y la intentona
parecía que iba a terminar con el mismo fracaso que sus predecesoras.
Revolución
de 1820 en España
A
comienzos de marzo, mientras se iban dispersando las tropas de Riego, estalló
una insurrección liberal en Galicia. Se expandió por todo el país en lo que se
convirtió en una verdadera revolución. Una muchedumbre rodeó el Palacio Real de
Madrid el día 7 de marzo.
Fernando
VII, viéndose acorralado, esa misma noche firmó un decreto por el que se
sometía a la voluntad general del pueblo. Tres días más tarde
juró finalmente la Constitución de Cádiz. Allí incluyó la famosa frase: «Marchemos
francamente, y yo el primero, por la senda constitucional». Poco tardaría
en arrepentirse.
La España de Bauzá y Larramendi
Restablecida
la Constitución en 1820 el Gobierno liberal encarga a dos técnicos, Joaquín
Bauzá y José Agustín de Larramendi, el estudio de la división provincial, que
ya había sido frustrada varias veces.
En marzo
de 1821 se anuncia en las Cortes la presentación del proyecto de división
provincial, que constaba de 47 provincias más Canarias. Todas las provincias
tenían igualdad jurídica, es decir, eran independientes entre sí. También se
acompañaba una división judicial y militar.
El
proyecto de Bauzá y Larramendi de 1821 poco tiene que ver con el proyecto del
mismo Bauzá de 1812. Cambia el número de provincias, su organización
jerárquica, los límites y es mucho más preciso en su descripción, con las
capitales y el cálculo de la población.
Propuesta
de Bauzá-Larramendi de 1821
La tramitación del proyecto en las
Cortes de 1822
La comisión
parlamentaria constituida para abordar la división provincial contó con
reclamaciones. Un buen número de peticiones fueron asumidas por la
Comisión. De este modo, hubo importantes revisiones en la división en Castilla,
Cataluña, León, Valencia y Provincias Vascongadas, tal que se aumentaron las
provincias de 48 a 51.
Así
queda el proyecto de Bauzá y Larramendi tras pasar por las cortes
Así, en
Castilla se reimplanta la provincia de Palencia, al estilo tradicional, y se
devuelve la capitalidad a Soria. Las provincias de Álava y Guipúzcoa se unían,
segregándose Vizcaya de ellas tal como prefería esa Diputación.
En
Cataluña, los diputados catalanes proponían suprimir la provincia de Seo de
Urgel y sustituirla por otra vertebrada por el río Segre, con capital en Lérida
-al estilo de su propuesta de 1820-.
En
capitalidades, se conserva la tradicional de Guadalajara, y se prefiere
Villafranca del Bierzo a Ponferrada; Huelva a Valverde del Camino o a Moguer,
Almería a Baza -lo que provoca un nuevo deslinde de estas provincias-, y
Chinchilla a Albacete. Como capital canaria se propuso La Laguna.
Sobre la
denominación, se propusieron nombres genéricos para las demarcaciones, que si
bien era correcto para algunas (Asturias, La Rioja, Mancha Alta, Extremadura Alta,
Navarra), resultaba equívoco en otras (Cataluña se aplicaba sólo a la provincia
de Barcelona, Castilla a Burgos, Aragón a Zaragoza, y Guipúzcoa a la provincia
con capital en Vitoria).
Las Cortes aprueban el proyecto
En enero
de 1822 las Cortes aprueban el Decreto. Un primer problema fue la correcta
delimitación de las provincias, la interpretación de los límites señalados en
el decreto.
Todavía
se seguía usando la ya por entonces anticuada cartografía de Tomás López, que
adolecía de una localización errónea de muchas localidades, ausencia de otras,
a lo que se unían contradicciones y errores por la sucesiva reelaboración de
los límites. Esto obligó a pactar los deslindes entre Diputaciones.
El
proyecto no pudo llevarse a cabo por la insurrección absolutista de julio de
1822, y finalmente, por la invasión de los Cien mil hijos de San Luis en abril
de 1823. En octubre de 1823, Fernando VII declaraba nulos y de ningún valor
todos los actos del Gobierno durante el llamado Trienio Liberal, volviendo a
regir la vieja división de intendencias.
Pese a
ello, el mapa de España de Bauzá y Larramendi marcará notablemente los
proyectos posteriores de organización territorial de España. Sin duda, supondrá
un antes y un después.
El
nacimiento de las provincias españolas actuales
No fue
hasta el segundo tercio del siglo XIX cuando el proyecto de división provincial
de España al fin tomó forma. El gobierno formado en octubre de 1832 conservó la
intención de continuar en el proyecto de división provincial y abandonar
definitivamente la estructura de intendencias.
El Rey
Fernando VII fallece en septiembre de 1833 y la Reina Regente decide continuar
con las reformas administrativas. A tal efecto, en octubre de ese año, nombra
ministro de Fomento a Javier de Burgos, que sería el máximo responsable de
llevar a cabo la ansiada división provincial.
El proyecto de Javier De Burgos
De
Burgos se encuentra con el plan de división territorial de Larramendi, quien
junto a Bauzá se puede considerar el verdadero precursor de la división
administrativa contemporánea de España. Conocía a Larramendi y veía su plan
como muy correcto en lo fundamental, si bien ponía peros a algunos aspectos.
Para De
Burgos, el proyecto contaba con más provincias de las que deseaba (40) y la
mayoría de ellas no alcanzaban los 300.000 habitantes que creía idóneos.
También había criticado algunas capitalidades y a su juicio los límites eran
poco ajustados a la naturaleza y demasiado a la historia. También echaba de
menos los distritos o «subprefecturas».
El
Consejo de Gobierno no puso ninguna objeción al plan en sí. No obstante, apoyó
a instancias del Ayuntamiento de Huesca, la capitalidad de esta ciudad en
detrimento de Barbastro. Esto sucedía cuatro días antes de la promulgación del
célebre Decreto de 30 de noviembre de 1833, por la
que se divide España administrativamente en 49 provincias.
División en partidos judiciales
Tras la
división administrativa, llegó el turno de la judicial, que se ajustaba a este
esquema provincial. En enero de 1834 se publicó la nueva división de audiencias y
en abril de ese mismo año quedó aprobada la división en partidos judiciales de
todas las provincias, salvo las forales, que inmersas en las guerras carlistas
retrasaron su implantación hasta 1841.
El único
aspecto que no se
llevó a cabo fue la completa reforma del mapa municipal.
Este punto, mucho más pegado a la tradición, suscitaba la frontal oposición de
muchos territorios y las consecuencias de la supresión generalizada de
ayuntamientos en una época políticamente delicada.
No
obstante, en 1836 se procedió a agrupar a las parroquias gallegas en municipios
mayores. Un plan que se hubiera querido extender al resto del Estado. En enero
de 1845 se publicó la ley de ayuntamientos, que suprimió los municipios con
menos de 30 vecinos.
Desde
entonces no se han realizado más modificaciones en el número de ayuntamientos,
aunque en 1867 se pretendió suprimir los ayuntamientos de menos de 200
habitantes, algo que no se llevó a cabo.
La provincia como símbolo del
sistema liberal
Aunque
Javier de Burgos sólo estampó su firma en un proyecto ya realizado -del cual
conocía su proceso-, ha pasado como el impulsor definitivo de la reforma
provincial.
Así, el proyecto de división provincial
realmente se remonta al de Bauzá y Larramendi de 1821. Un
proyecto debatido en la propuesta de Cortes de 1822 y retomado sin grandes
modificaciones en 1829 por Larramendi reproduciendo casi todas las provincias y
capitales.
No hubo
una oposición generalizada a este proyecto provincial. En las
elecciones de mayo de 1834 ya se usan las nuevas provincias como
circunscripción electoral, según las disposiciones del Estatuto Real.
Ya en
1835 se instauran de manera efectiva las diputaciones provinciales. En pocos
meses, la provincia pasó a ser un símbolo del régimen liberal.
El nuevo
modelo se puso en conocimiento de la sociedad mediante la publicación de
una cartografía
actualizada en 1834 y 1836, que divulgó la nueva división.
Mapa de
la provincia de Toledo en 1834.
El
camino hacia el mapa de la España de las Autonomías
Una vez
asentada por fin una organización más racional del territorio a través de las
provincias a lo largo del XIX y con su mapa definitivo dibujado, llegó el turno
de las regiones a lo largo del siglo XX.
Sabido
es que la España contemporánea se ha caracterizado por una «pugna» entre el
centralismo y el regionalismo/nacionalismo. No es de extrañar que, tras el
desastre del 1898 y en una España vista por muchos «en descomposición» de lo
que algún día fue, los movimientos regionalistas comenzaran a arraigar.
La mancomunación de Maura
El
primer proyecto de organización territorial del siglo XX fue el de Antonio
Maura, en 1907. Suscitó una larga discusión parlamentaria en su principal
aspecto, la mancomunación de Diputaciones (y de provincias).
La
mancomunación era voluntaria, pero por una parte, se vio insuficiente por los
grupos catalanistas, y por otra parte, era vista como una imposición catalana
al resto del Estado.
Así las
cosas, la posibilidad de formar mancomunidades fue bloqueada en las Cortes
hasta que se aprobó en diciembre de 1913, por el gobierno de Eduardo Dato. La
de Cataluña fue la única mancomunidad que se estableció, en 1914.
No se
logró el consenso para aplicar las mancomunidades a Galicia y a Valencia -por
la oposición de Alicante-, lo cual fue visto como un triunfo del
provincialismo. Otras mancomunidades se debatieron, pero sin llegar a más, como
el caso de Aragón o de la Alta Andalucía.
Las
regiones de Primo de Rivera
Primo de
Rivera, antes de asumir el poder, había manifestado su intención de suprimir
las 49 provincias, para crear de 10 a 14 regiones dotándolas de múltiples
competencias. Pero una vez en el cargo negó ese carácter regionalista: disolvió
la mancomunidad de Cataluña en julio de 1925.
Como
alternativa, la dictadura optó por el fortalecimiento de la provincia,
promulgando un Estatuto provincial, que configuraba a la provincia como entidad
local, aparte de ser la circunscripción electoral.
Además,
se promueve una regionalización natural. Estaba basada en parámetros naturales
de relieve, clima y otros factores y daba alternativas a las regiones
históricas. Estas regiones naturales eran: la meseta norte (cuenca del Duero),
la meseta sur (las actuales Castilla-La Mancha, Extremadura y Madrid), la
región andaluza, la región gallega, la cantábrica (provincias de Oviedo,
Santander, Vizcaya y Guipúzcoa), la aragonesa (cuenca del Ebro, esto es, Álava,
Aragón, Lérida, Logroño y Navarra); la región levantina (actuales Comunidad
Valenciana y Murcia), y la región catalana (provincias de Barcelona, Gerona y
Tarragona).
La reactivación
de los regionalismos en la II República
Es en la
Segunda República cuando se reactivan los regionalismos y se cuestiona
nuevamente la organización provincial. Durante este periodo, hubo una
diversidad de actitudes.
Oscilaron
desde las posiciones más unitarias, hasta las federales, pasando por las
autonomistas. Muchos regionalistas lo eran sólo por el hecho de la
insatisfacción que generaban las provincias.
La
Constitución de 1931 no implantaba una estructura regionalizada, pero
posibilitaba la formación de regiones autónomas, como una vía intermedia entre
el Estado federal y el unitario. Esto vendría a ser un precedente de las
Comunidades Autónomas actuales.
Mapa de la Segunda República
No
obstante, hubo un primer proyecto que propugnaba incluir la definición en 14
regiones en la misma Constitución. Éstas eran: Andalucía, Aragón, Asturias,
Baleares, Canarias, Castilla la Nueva, Castilla la Vieja, Cataluña,
Extremadura, Galicia, León, Murcia, Valencia y Vasco-Navarra.
Cada una
elaboraría su propio estatuto. Incorporaba las regiones expresamente por temor
a incongruencias geográficas en un posible mapa político regional. Esta
enmienda fue rechazada.
Generalización del
«hecho regional»
Aunque
la normativa regionalista republicana se creó para satisfacer las
reivindicaciones catalanistas, el hecho regional fue generalizándose a toda
España. De hecho, había una disposición constitucional que requería la
existencia de regiones en todo el Estado.
Así, el
Tribunal de Garantías requería un miembro de cada región. Las 50 provincias se
agrupaban en 15 regiones, las mismas que figuraban en el decreto de 1833.
El Estatuto
de Autonomía para Cataluña se sometió a referéndum incluso antes de la
aprobación de la Constitución de 1931. Una vez adaptado a ésta, se aprobó en
septiembre de 1932. En el Estatuto vasco, Navarra se descolgó de este proceso
-porque así lo decidieron la mayoría de sus ayuntamientos, incluido Pamplona-.
Las provincias Vascongadas ratificaron su Estatuto en 1933.
El
gobierno de la CEDA paralizó el proceso autonómico y cuando se retomó, Galicia
plebiscitó afirmativamente su proyecto autonómico en junio de 1936. Otras
regiones no pudieron refrendarlas por la situación de guerra civil.
Desde
1933, el estatuto para Andalucía estaba en discusión y en mayo de 1936, se
elaboró un estatuto para Aragón. Estos Estatutos preveían una organización
territorial alternativa a la provincia.
Retorno al sistema de provincias en
el Franquismo
La
derrota republicana supuso la vuelta al viejo esquema administrativo de
provincias y diputaciones. En el caso de las regiones durante la dictadura
franquista, nos encontramos con una división que ni siquiera tiene una
significación administrativa.
Por ello
podemos hablar de unas regiones «inexistentes». De las actuales Comunidades,
las únicas que tenían en los mapas del colegio su configuración anterior y
denominación fueron Galicia, Asturias, Extremadura, Andalucía, Canarias,
Baleares, Navarra, Cataluña y Aragón.
España
«regionalizada» en 1976
También
hay casos en los que se mantiene la configuración pero no su denominación, como
es el caso de Valencia (ahora Comunidad Valenciana) y Vascongadas (hoy Euskadi
o País Vasco). En el resto de España cambian las denominaciones y la
distribución de provincias.
De este
modo, donde hoy situamos Castilla y León, en el Franquismo se distinguía entre
Castilla la Vieja y León, con la exclusión de Santander (hoy comunidad autónoma
de Cantabria) y Logroño (hoy La Rioja).
Murcia
es, actualmente, una comunidad autónoma uniprovincial, a diferencia de lo que
sucedía en el franquismo, donde Albacete formaba parte de la región. Albacete
más las provincias que conformaban Castilla la Nueva, forman en la actualidad
Castilla-La Mancha, excluyendo a Madrid. Ceuta y Melilla, que en el principio
eran municipios dependientes de las provincias de Cádiz y Málaga, se convierten
en ciudades autónomas.
El nacimiento del
Estado de las Autonomías
Pero es
entre 1977 y 1983 cuando se configura el actual mapa autonómico en España. Y lo
hace con una clara base provincial. La Constitución
española de 1978 se abstuvo de establecer un mapa regional de España, ordenando
la instauración de Comunidades autónomas en todos los territorios que la
integran.
La Carta Magna se limitaba a reconocer a «las provincias limítrofes con
características históricas, culturales y económicas comunes, los territorios
insulares y las provincias con entidad regional histórica (artículo 143.1) el
derecho de acceder a su autogobierno y constituirse en Comunidades autónomas
con arreglo a la Constitución y a lo dispuesto en sus respectivos Estatutos de
autonomía».
Así las
cosas, se corrían dos peligros. Por un lado, la proliferación de Comunidades
Autónomas uniprovinciales (7 de las 17 lo son). También el que algunas
provincias con personalidad más ambigua quedasen descolgadas de las autonomías
vecinas.
El
precedente de la Constitución de 1931 hizo que se prefiriese no mencionar las
regiones en la Constitución y que las autonomías se fueran constituyendo
progresivamente.
Las 17 Comunidades Autónomas
españolas
Tras los
pactos autonómicos de 1981 y 1992, España queda organizada en 17 comunidades
autónomas, incluyendo una comunidad foral (Navarra). Además contaba con dos
ciudades autónomas (Ceuta y Melilla). Cada comunidad autónoma está formada por
una o varias provincias hasta un total de 50 en todo el territorio nacional.
Mapa de
la España autonómica
La provincia ante la división
autonómica
Las
provincias siguen siendo compatibles con las regiones. De hecho, la
Constitución otorga a la provincia un cuádruple carácter. Por un lado es ámbito
con iniciativa en el proceso autonómico, división territorial del Estado,
circunscripción electoral y base para la demarcación de un ente intermedio, la
diputación.
De este
modo, las 10 Comunidades Autónomas pluriprovinciales han reforzado a la
provincia como circunscripción electoral para sus respectivos parlamentos o asambleas
y para el ámbito de la administración autonómica periférica.
La
constitución de 1978 quiso cerrar capítulo, con la creación del «Estado de las
Autonomías». Se trataba de un modelo inédito, no federal, pero que otorgaba a
las regiones unas competencias que a la postre se han visto superiores a las de
muchos estados federados del planeta.
Pero ese
capítulo, esa pugna, nunca está zanjada en España. La constante redefinición
del modelo territorial es parte constituyente de nuestro país.
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