domingo, 25 de agosto de 2024

 

LA

CATEDRAL DE MÉXICO

Y EL

SAGRARIO METROPOLITANO,

SU HISTORIA, SU TESORO, SU ARTE

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INTRODUCCIÓN

Las catedrales imponen el sentimiento de la confianza, de la seguridad, de la paz; ¿cómo? Por la armonía.” (1) Así se expresa uno de los más grandes artistas de nuestra época: Rodin. Sus palabras sugieren un mundo de ideas acerca de estas grandes creaciones. La catedral y la confianza. La confianza surge de un monumento que nos acoge con la más amplia de las benevolencias, que nos brinda en sus naves anchurosas la tranquilidad, el reposo, el bienestar que sólo pueden conseguirse cuando las obras humanas han logrado equipararse a las grandes obras de Dios. La seguridad nos tranquiliza por la fuerza que esos edificios implican en su construcción titánica, que nos parece obra de siglos, que nos imaginamos producto de esfuerzos de gigante. El poder destructor de los años, sumándose a la furia que a veces enloquece a los hombres, no han podido derribar estas enormes construcciones del esfuerzo humano; por eso nos sugieren seguridad absoluta. La paz. Encontramos en la catedral la expresión máxima de la paz porque el magno monumento se abre para recibirnos siempre con un espíritu de bondad, de misericordia hacia nuestras flaquezas, de reconciliación con los principios del bien. La catedral, santuario máximo de Dios, no puede albergar sino la paz. La paz, ese don de las almas privilegiadas que han sabido equilibrar en sí mismas la vida externa, mundanal y pasajera, con la esperanza de una vida sin límite, sin asechanzas, sin dolores. Dice Rodin que estas ideas surgen por la armonía. Es que la armonía es el principio fundamental de toda arquitectura, así sea en las obras más arcaicas y primitivas, como en las más modernas y audaces. La armonía debe imperar como ley  en todo monumento  arquitectónico digno de ser así llamado. La armonía de la catedral se encuentra en  su plano sobriamente trazado, en forma de cruz inscrita en un rectángulo y limitado por capillas en la periferia. Las dos grandes torres son como  atalayas que vigilan los contornos del edificio. La nave central parece destinada a los escogidos. En las naves procesionales los fieles se acurrucan en muchedumbre. El altar de los Reyes preserva un sitio al gobernante que debe representar a Dios en la tierra. El crucero sirve de desahogo al interior y, en el centro, la cúpula vuela como una imagen anticipada de la gloria eterna. Tal es el esquema la estructura de una  catedral. El equilibrio entre las partes y el todo, el engace que llamaban los viejos arquitectos; la armonía entre esas mismas partes, sostenida por las sabias proporciones, produce ese sentimiento de reposo espiritual que hace del monumento la creación más intensa y más fecunda de toda la arquitectura eclesiástica.

 

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         Para el arte de las colonias españolas de América, la construcción de las grandes catedrales significa la máxima altura a que podía llegar el esfuerzo arquitectónico de cada país, a la vez que la expresión del criterio artístico más ortodoxo, más apegado a las formas europeas. La primera gran catedral de América, la de Santo Domingo, fue comenzada en 1515 por el arquitecto Alonso Rodríguez, maestro mayor que había sido de la catedral de Sevilla, según lo afirma Llaguno. (2) Hoy la crítica niega que Alonso Rodríguez haya pasado a América; parece que fue un convenio que no se llevó a cabo. Sea como fuere, el templo nos muestra un interior gótico de tres naves, cubiertas con bóvedas de crucería sostenidas por gruesas columnas. Las nervaduras penetran directamente en el fuste, pues no existe capitel: apenas un anillo de pomas marca  el límite; todo ello es característico de la arquitectura del siglo XV. En el exterior vemos dos portadas: una aparece reciamente fortificada, en tanto que la otra, de pleno Renacimiento, pone un destello de gracia en la vetustez del edificio.

        La primera gran catedral de la Nueva España fue –aparte del enorme esfuerzo de don Vasco de Quiroga lastimosamente fracasado para construir una gran catedral en Pátzcuaro (3) – la de Mérida de Yucatán, concluida por Juan Miguel de Agüero, arquitecto al parecer montañés, después de reconocida la fábrica con Gregorio de la Torre, entre los años de 1574 y 1578. “En atención a los buenos servicios que contrajo  en esta obra y en la fortificación de La Habana –de donde se le ordenó pasase a Mérida-, el Gobernador de Mérida de Yucatán le concedió la asignación anual de doscientos pesos de oro de minas, doscientas fanegas de maíz y cuatrocientas gallinas”. (4) La conclusión de esta catedral tuvo lugar en 1598, como podía leerse en la inscripción que aparecía en el anillo de la cúpula. (5) La catedral de Mérida olvida el sistema ojival de bóvedas con nervaduras, para cubrir sus tramos con bóvedas decoradas con casetas ajedrezadas, es decir, ya en espíritu de pleno Renacimiento. Su exterior, desgraciadamente, no fue concluido conforme a los planos del arquitecto primitivo. (6)

            La catedral de Puebla  fue comenzada un poco después que la de México; pero su conclusión tuvo lugar antes, gracias a la actividad y energía de aquel hombre extraordinario que se llamó don Juan de Palafox y Mendoza. Su arquitecto, Francisco Becerra, había proyectado una gran iglesia de tipo salón, como la actual catedral de Cuzco, en el Perú, en la que sin duda intervino el mismo maestro. (7) Sin embargo, cuando el señor Palafox reanudó la obra,  la Catedral de México iba tan adelantada en su fábrica que influyó sobre su hermana de Puebla y así la nave central, que era de la misma altura de las colaterales como en todas las iglesias de tipo salón, fue levantada como en la de México. Por eso ambas catedrales parecen gemelas. No obstante, el hecho de que la catedral de Puebla fuese terminada en el relativamente corto período de tiempo que gobernó la mitra poblana el señor Palafox, hace que el edificio presente un estilo más homogéneo que el de la catedral de México en su exterior. Ese estilo es mucho más cercano al desornamentado de Juan de Herrera. Parte hay  en el templo, como las torres, que, salvo los remates barrocos de ladrillo y azulejo, que son muy posteriores, recuerdan vivamente el Escorial.

        La Catedral de México resume en sí misma todo el arte de la Colonia. Su construcción tardó casi tres siglos, de manera que en ella se compendian todos los estilos, desde las bóvedas ojivales de sus primeros tiempos, el severo herreriano de sus portadas del lado norte, de las de la sala capitular y la sacristía, hasta el neoclásico de Ortiz de Castro y el Luis XVI de Tolsá, pasando por el barroco de las demás portadas y el churrigueresco coruscante del altar  de los Reyes. Acontece  en ella lo mismo que en sus grandes hermanas españolas: cada  época le imprime un tono en el estilo que impera. Lo admirable es haber conseguido la unidad dentro de lo diverso; unidad espiritual si se quiere, ya que no visual, pero al fin unidad. No podemos menos de pensar que aquellos hombres, que sentían el arte de modo diverso de como lo habían sentido sus antecesores, obraban inspirados por un mismo espíritu, aunque el resultado de su creación fuese distinto. Por eso sería absurdo pretender artificialmente que el templo regresase a una unidad estilística que nunca tuvo. Debemos respetarlo en su variedad pintoresca de estilos. Sólo cuando los agregados son de nula calidad o de escaso valor artístico, es permitido suprimirlos para buscar una mayor armonía.

        La Catedral de México representa, como las demás catedrales de América, la continuación de la serie magnífica de catedrales españolas. Su parentesco no es simplemente el que implica una semejanza de conjunto. Viene de más hondas raíces: al ser construida, sus autores tuvieron presentes las catedrales españolas que habían sido edificadas antes. La idea primordial fue construir una catedral semejante a la de Sevilla y aun parece que el templo fue trazado así, pero tan loca ambición, por grandiosa, era desproporcionada: el arzobispo Montúfar hubo de contentarse con edificar  un templo semejante a la catedral nueva de Salamanca o a la de Segovia. Su estructura es muy  parecida a la de estos últimos templos, pero también influyó no poco la de Jaén. (8)

            Desde el punto  de vista  social, la historia de la Catedral de México nos enseña cómo las grandes creaciones son obra en este país del esfuerzo personal, a la inversa de las viejas catedrales europeas, nacidas, como lo prueba Violet-Le-Duc (arquitecto y escritor) del esfuerzo del pueblo coligado con la clerecía y el poder recio contra  el feudalismo. La Catedral de México debe su existencia a determinadas personas: los arzobispos que se dieron cuenta de la necesidad de la obra y la solicitaron con toda energía; los Reyes de España que ordenaron sus construcción; los virreyes que pusieron en obedecer el mismo entusiasmo que en crear y los artífices que levantaron el edificio muchas veces con su propia sangre. Estas voluntades, ideas fuerza de la obra, eran fecundadas y servidas por los maestros, los aparejadores y los millares de indígenas que, a veces contra su voluntad, a veces de buena gana, consagraron su esfuerzo a la fábrica material del templo. La sociedad mexicana puede decirse que en aquella época, a mediados del siglo XVI, aún no existía. La Colonia era un campamento de guerreros y la iglesia viene a sumar sus esfuerzos evangelizadores a la situación aún militar y bélica del momento. Buena prueba de ello son los grandes templos fortalezas que se construyeron hacia esa época, algunos con una estrategia militar tan perfecta como el de San Francisco en Tepeaca, que parece, más que iglesia, castillo. Hábil idea política fue la del primer virrey don Antonio de Mendoza, que hizo que, en vez de construir fortalezas en cada pueblo, se levantasen templos fortificados: así, los indios no sentían el yugo del conquistador; era en el mismo seno de la iglesia que los protegía y les daba el alimento espiritual donde existía el símbolo guerrero de la dominación, en las almenas, pasos de ronda y garitones que lo coronaban; pero, a la vez, de protección contra los indios aún rebeldes. Al transcurrir de los años la obra de la Catedral se impone como una necesidad  latente, a la cual hay  que consagrar todo el esfuerzo. Y no faltaron contradictores a la obra: toda obra grandiosa suscita rivalidades; mientras más grandiosa es, mayores son éstas, como lo prueba el magno proyecto de don Vasco de Quiroga para su catedral de Pátzcuaro. La fuerza de voluntad de quienes se consideraban obligados a llevar adelante la obra venció todas las dificultades, y así pudo desarrollarse lentamente, sin más interrupciones que las necesarias: los años de hambre o cuando la inundación asolaba terriblemente a la capital.

        Naturalmente,  la edificación exigió enormes cantidades de indios y no siempre se les trató con la justicia  debida. Los frailes, siempre protectores de sus neófitos, elevaron más de una ocasión su protesta contra la obra. Puede haber habido en el fondo cierta rivalidad hacia una iglesia que tal vez jugaban innecesaria, puesto que ellos tenían numerosas iglesias conventuales, pero no  debe dejar de mencionarse el hecho para justicia de unos como para  desdoro de otros. Así, aunque con palpable exageración, fray Jerónimo de Mendieta escribía en 1591: “Más si a la iglesia mayor de México le bastan para entender en su edificio ciento o doscientos indios, ¿por qué han de llevar allí millares dellos con tanta violencia y  pesadumbre para darlos el repartidor a quien se le antojare (o a quien el virrey lo madare)? (9) Es evidente que fray Jerónimose ofusca cuando afirma que semejante obra podía ser construida con cien o doscientos indios, pero no podemos menos de alabar su celo cuando se queja con toda justicia de que los indios destinados a la Catedral eran enviados a otras obras.

        El esfuerzo de los virreyes que concluyeron la Catedral demuestra que casi era el asunto más importante que en su gobierno desarrollaban. Verdadera emulación surge entre  los gobernantes de Nueva  España para ver quien cerraba más bóvedas de la naciente Catedral. En verdad puede afirmarse que, en la historia que va a leerse, cada  piedra lleva  inscrito un nombre.

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         Debemos considerar el significado de la Catedral desde el punto de vista religioso. Cuando se erigen los obispados de Nueva España se encuentra ésta, en lo que a religión toca, bajo el dominio exclusivo de las órdenes religiosas. Los apostólicos franciscanos, los dominicos, los agustinos se han repartido el país para evangelizar a los indios y administrar los sacramentos. Cada convento  es una parroquia y los frailes gozan de prerrogativas especiales, concedidas en vista de la necesidad por los Papas, para la administración parroquial, sin tener que dar cuenta a ningún obispo. La obra de los misioneros está ya definitivamente juzgada. (10)

            Aquellos  hombres heroicos no vacilaron muchas veces en afrontar el martirio para propagar la fe de Cristo entre los indios indómitos; pero otros, más heroicos quizás, interpusieron sus débiles armas entre la tiranía feroz de conquistadores y encomenderos y la debilidad vencida de los indios. Más es indudable que, una vez consumada la conquista, incorporado el nuevo país a la cultura de occidente, así en sus manifestaciones del pensamiento como del espíritu, era necesario que la organización religiosa se encontrase en consonancia con la organización del clero secular europeo.

        Que no hubo la menor intención por  parte de los reyes de España de perjudicar a los frailes, así en su obra  como en su instituto, nos lo demuestra el hecho de que los primeros obispos fueron escogidos entre miembros de las órdenes mendicantes. Don fray Juan de Zumárraga, varón extraordinario, primer obispo y arzobispo de México, fue franciscano. Y que no sólo aprovechaba las actividades de sus hermanos de hábito, sino que existía una colaboración íntima entre los franciscanos y la mitra.

        A este primer periodo de colaboración mutua entre prelados y frailes sigue una época que los obispos porque los indios, agradecidos por el bien que les habían otorgado desde un principio, se declaraban sin discusión en que, por incomprensión de algunos o por intolerancia de otros, no reina ya semejante  armonía. El carácter enérgico del señor Montúfar, que tuvo que obrar con rectitud para corregir los males que invadían la Colonia; los privilegios concedidos por el Vaticano o el rey a los frailes, siempre en vigor, aunque en demérito muchas veces de la autoridad episcopal, produjeron choques inevitables. La culpa quizá no haya sido de los mismos actores, sino más bien de las autoridades que no supieron armonizar la obra de los frailes con las necesidades de los obispos y su régimen perfectamente organizado. Los privilegios concedidos a aquéllos, que bien merecidos los tenían, eran causa, a veces, de que, espiritualmente, fuesen mucho más poderosos que los obispos porque los indios, agradecidos por el bien que les habían otorgado desde un principio, se declaraban sin discusión partidarios de los frailes y de sus conventos y  enemigos de los clérigos.

        Llegó un momento, cuando la evangelización puede decirse que había terminado en el núcleo del país y sólo era necesaria en las regiones más lejanas, en que se imponía una modificación a la organización eclesiástica de la Nueva España; los frailes deberían volver a su vida contemplativa, propiamente monástica, con su clausura, y dejar la administración de las parroquias a los señores obispos que designaban sus clérigos. Tal hecho fue convirtiéndose en realidad paulatinamente, pero por desgracia no fue implantado siempre en una forma pacífica y amistosa, sino  que hubo choques lamentables, y los señores obispos, fundándose en el derecho indudablemente, se excedieron un tanto en la secularización de las parroquias. Para el siglo XVII esta  secularización es completa; las órdenes religiosas se encuentran en decadencia en tanto que los obispados florecen, cada vez mejor organizados. Parece que aquel esfuerzo heroico de los frailes para  arrebatar del mal a las almas de los indios, era lo que  les daba la grandeza, la energía y  el espíritu que tanto admiramos en ellos durante el siglo XVI. Continúa la evangelización; todavía  hay  hombres que sufren el martirio por propagar  la fe de Cristo más allá de las fronteras habituales de la Nueva España. Su labor, desde el punto de vista del espíritu y  de la religión, es no menos grandiosa, peros los tiempos habían cambiado, los países en que trabajaban era de suma pobreza y, así, no puede compararse nunca la obra extraordinaria de los frailes en la Nueva España durante el siglo XVI, con la que produce esta evangelización posterior, no menos santas, pero sí mucho menos creadora en lo que al arte se refiere.

HISTORIA CANÓNICA

DE LA

CATEDRAL DE MÉXICO

 

El obispado de México fue el segundo que se erigió en el territorio llamado la Nueva España. En un principio habíase pensado en una gran diócesis con el título de Carolense o Carolina, establecida desde 1519, pero que no vino  a ser erigida canónicamente sino en 1526, en Tlaxcala, por su primer obispo don fray Julián Garcés, de la Orden de Santo Domingo. El obispado de México se fundó por la presentación que hizo Carlos V, el 12 de diciembre de 1527, de don fary Juan de Zumárraga para obispo de una nueva  diócesis. Las condiciones políticas que reinaban en Europa impedían que el nuevo obispado adquiriese una forma legal durante mucho tiempo, pues el emperador se encontraba en guerra con la Santa Sede y así no era posible obtener las bulas que legalizaban la existencia de la nueva diócesis. Pero como la situación de la Nueva España era cada día más confusa, el emperador determinó que el nuevo obispo pasase a su  sede antes de recibir sus documentos legales. El  señor Zumárraga llegó a México en compañía de los oidores de la primera Audiencia. Frente a aquel grupo de hombres desalmados que sólo procuraban medrar para sí mismos, el obispo no oponía más armas que su cargo episcopal, reducido a la categoría de “electo”, y el nombramiento de Defensor de los Indios que le diera Carlos V, que aprovechó en una forma verdaderamente heroica, para oponerse a los desmanes de esa camarilla de pícaros que con el título de oidores estuvieron a punto de destruir toda la obra edificada por Hernán Cortés y sus colaboradores.

         Las paces entre el Papa y el emperador fueron firmadas el 29 de junio de 1529 en Barcelona, y entonces a petición de Carlos V, Clemente VII expidió la Bula Sacri Apostolatus, de fecha 2 de septiembre de 1530, por la cual erigía el obispado de México y al mismo tiempo aquélla en que nombraba primer obispo de la nueva diócesis a don fray Juan de Zumárraga, y las complementarias para instituir la nueva sede como sufragánea del arzobispado de Sevilla..

         Como el prelado había hecho el viaje a la Nueva España desde 1528, llegando a Ulúa al mismo tiempo que los oidores de la primera Audiencia, su  posición legal ofrece un curioso problema. No podía ser obispo electo puesto que la elección era facultad exclusiva del Papa, pero tenía la seguridad de serlo por la prerrogativa que el mismo Pontífice concediera a los reyes de España. Don Fray Juan de Zumárraga usó en todas sus providencias obispales el título de “electo”; en realidad no lo era, ni tampoco podía ser “presentado”, porque la anormalidad que reinaba entre la Corte de España y el Papado impedía que Carlos V pudiese hacer una presentación formal. En consecuencia hay que aceptar que, fundándose en las prerrogativas concedidas a priori, se aceptaban un tanto arbitrariamente las consecuencias que iban a obtenerse a posteriori.

         Sea como fuere, el señor Zumárraga desempeñó su cargo legal o ilegalmente, pero con un espíritu verdaderamente apostólico. Traía entre sus despachos, como hemos dicho, el nombramiento de Protector de los Indios, acaso más importante en aquellos tiempos turbulentos que las bulas episcopales. Y  ese cargó fue llevado a término por el prelado en tal forma, que puede decirse que a él se debe que todo el cúmulo de tiranías y crímenes cometidos por esa infausta primera Audiencia, cuyo nombre sólo parece una mácula en el gobierno de Carlos V, fuese corregido, castigado en lo posible y remediado hasta donde se podía con el nombramiento de los integérrimos varones que constituyeron la segunda Audiencia de la Nueva España.

         Todo ello se debe a Zumárraga, a su famosa carta del 27  de agosto de 1529 que es, el documento más notable para la historia de ese periodo en nuestro país.

         Los enemigos del obispo no habían estado ociosos; sus acusaciones contra  él, presentadas por los buenos valedores que tenían en la corte; hicieron que fuese llamado a España, para donde partió el año de 1532. Su presencia y su actitud, desbarataron todos los cargos y fue entonces cuando su diócesis quedó formalmente establecida. En efecto, fue allí consagrado el 27 de abril de 1533, en la capilla mayor del convento de San Francisco de Valladolid, por el señor obispo de Segovia, don Diego de Rivera. El 2 de agosto del mismo año despachó Carlos V las ejecutoriales u órdenes para cumplir las bulas, dirigidas a la Audiencia de la Nueva España. El 27  de diciembre del mismo año el bachiller Alonso López, que se dice canónigo y provisor, y Bernardino de Santa Clara, vecino prominente de México, presentaron estos documentos que la Audiencia mandó que fuesen obedecidos y, asi, el 28 de diciembre del mismo año 1533 tomaron posesión los apoderados del señor Zumárraga en la iglesia mayor de México. (11)

            Una vez consagrado obispo escribió con aquel espíritu seráfico que inspiró  todos los actos del santo varón, una exhortación llatina dirigida a los frailes francisco y  de Santo Domingo, para que en  su compañía recogiesen los frutos que les brindaba la cosecha riquísima que se les ofrecía en el nuevo mundo.

         Poco más de un año permaneció en España el señor Zumárraga negociando asuntos de su obispado, y a principios de 1534 redacto la erección de su iglesia, documento importantísimo en el cual se ve cómo estaba organizada la diócesis de México.

         Antes de que demos noticia acerca de esta organización, conviene señalar los territorios que comprendía el obispado de México. Eran ellos los que hoy ocupan el Distrito Federal, los Estados de México, Hidalgo, Querétaro, y Morelos en su totalidad; la Huasteca potosina, es decir, los antiguos partidos de Tancanhuitz, Valles y Tamazunchale, de San Luís Potosí; la Huasteca Veracruzana, o sea, los viejos cantones de Ozuluama y Tantoyuca, en Veracruz; dos distritos según la organización antigua del Estado de Guanajuato: Iturbide, antes Casas Viejas, y Victoria, anteriormente  llamado Xichú; y cinco  de los antiguos distritos del Estado de  Guerrero: Alarcón, o sea Tasco, Aldama, que era Teloloapam, Bravos o Chilpancingo, Hidalgo, antes Iguala, y Taberes, que corresponde a Acapulco. (12)

         La erección de la iglesia de México, inspirada en la de la de Sevilla y que sirvió de modelo a las de muchas otras catedrales, organiza en un todo el servicio eclesiástico; para ello designa desde luego a los miembros que han de formar su Cabildo: al deán, que es la primera dignidad después de la pontifical; al arcediano, a quien corresponde el examen de los ordenandos, la administración de la ciudad y de la diócesis, aparte de la visita de la misma si el prelado se la encargare; un chantre, que debe de ser instruido y perito en música o a lo menos en canto llano, ya que su oficio es cantar en el facistol y enseñar a cantar a los servidores de la iglesia, y llevar la administración del coro. Un maestrescuela, que debe de enseñar gramática a los clérigos y a los servidores de la iglesia, así como a los fieles de la diócesis que quieran oír sus lecciones. Un tesorero, al que corresponde hacer cerrar y abrir el templo, tocar las campanas, guardar todos los utensilios eclesiásticos, lámparas y candiles, cuidar del incienso, de la cera, del pan y vino y de las demás cosas para celebrar, y finalmente vigilar los réditos de la fábrica de la iglesia, dando cuenta del todo al Cabildo para qué él de su acuerdo. Diez cargos de canónigos y prebendas, que deberían ser independientes de las dignidades antes mencionadas. Seis raciones íntegras y  seis medias raciones. El número de rectores necesarios para el servicio de la Catedral. Seis acólitos. Un sacristán. Un organista. Un pertiguero. UN mayordomo o procurador de la fábrica de la iglesia y hospital, el cual presidirá a los arquitectos, albañiles, carpinteros y otros oficiales que trabajen para edificar las iglesias. Un consiliario o notario, y finalmente un perrero que debe de echar  a los perros de la iglesia y limpiarla todos los sábados y en víspera de cualquier fiesta que tenga vigilia y cada vez que le sea mandado por el tesorero.

         Con un personal tan numeroso en una iglesia nuevamente erigida, era difícil que se obtuviesen los elementos necesarios para sostenerla. Puede decirse que el señor Zumárraga erige su iglesia pensando en el futuro, cuando la diócesis de México llegue a ocupar la importancia que el nuevo país le reclama. En la actualidad, los frailes ocupan la mayor parte de la administración; por tanto, debe hacerse una limitación provisional en el número de dignidades, canónigos y raciones. Así, en la misma erección, suspende por de pronto la dignidad de tesorero, cinco canónigos y todas las raciones y medias raciones. Y además procura mejorar las retribuciones.

         Así se distribuían tales emolumentos:

         Al deán, ciento cincuenta libras “llamadas vulgarmente aquellas regiones pesos”; al arcediano, ciento treinta pesos; a cada uno de los canónigos, cien pesos; a los racioneros, setenta pesos; a los medio racioneros, treinta y cinco; a los capelanes, veinte; a cada acólito, doce; al organista y al notario, dieciséis; lo mismo al pertiguero; al mayordomo, cincuenta, y al perrero, doce. (13)

            Viene enseguida la distribución de los diezmos, la organización de las parroquias y una disposición especialmente valiosa para la historia de la Catedral: el apartado 31 de la erección, que en su parte  final dice: “Aplicamos también perpetuamente con la misma autoridad a la fábrica de la iglesia catedral de María Santísima de nuestra diócesis dicha, todos y cada uno de los diezmos de un parroquiano de la misma iglesia, y de todas las otras iglesias de toda la ciudad y diócesis; con tal de que el tal parroquiano no sea el mayor o el más rico de dicha nuestra iglesia catedral y de las otras iglesias de nuestra referida diócesis, sino el segundo después del primero”. (14) Es decir, que aparte de lo que de los fondos de fábrica estaba destinado para la obra de la iglesia, se dedican los  diezmos de un feligrés, de los más ricos, no el primero, sino el que le seguía.

         La advocación de la santa iglesia Catedral debía ser la de la Asunción de la Virgen María, y agrega: “Asignamos por parroquianos de la dicha iglesia, las casas, habitantes y moradores y vecinos, tanto los que dentro de la ciudad, como los que en los suburbios de ella habitan y moran de presente, y en lo futuro habitasen y morasen, hasta que en dicha ciudad se haga por Nos y por nuestros sucesores cómoda división de parroquias, a la cual también tengan obligación de pagar derechos de iglesia parroquial, diezmos, primicias y hacer oblaciones…” (15)

            El último apartado de la erección prescribe para el obispo y sus sucesores la facultad de establecer en lo sucesivo aquellas cosas que convinieren y termina con los párrafos necesarios para ratificar en todas sus partes la erección. La fecha dice: “Dada en Toledo en el año de la Natividad del Señor de 1534.”

         Regresó don fray Juan  a México a continuar su misión apostólica ayudado, ahora sí, por los funcionarios de la segunda Audiencia. La vida colonial seguía su marcha, sin más contratiempos que discusiones ociosas en aquellos tiempos en que la necesidad imponía prácticas que tenían por fuerza que apartarse de las costumbres aceptadas. Tal aconteció con la discusión acerca del bautismo de los indios, que, claramente se comprende,, no podía constar de todas las ceremonias prescritas por la iglesia, puesto que muchas veces tenía que hacerse en forma colectiva. La discusión llegó a tal punto que hubo que acudir a una autoridad superior, y  así se organizó una Junta con la Audiencia, obispos y prelados de las Órdenes, que tampoco llegó a ningún acuerdo. Turnado el asunto  a España, el Consejo de Indias y el arzobispo  de Sevilla determinaron que se continuase en la forma que  se había hecho, hasta consultar con su  Santidad. El Papa Paulo III expidió el primero de junio de 1537 la bula Altitudo divini consilii, que resolvía claramente este problema y otros muchos que se habían suscitado.

         Con el transcurso del tiempo se fundaron nuevas diócesis en la Nueva España, de manera que la situación eclesiástica de México requería otra  organización: era necesario que existiese una Metropolitana de la cual dependieran todas estas diócesis en calidad  de sufragáneas, en vez de tener que depender de la Catedral de Sevilla, mucho más lejana. “Por eso, en consistorio secreto de 11 de febrero de 1546, y a instancias del emperador separó el señor Paulo III la iglesia de México erigiéndola en Metropolitana, y dándole por sufragáneas las de Oaxaca, Michoacán, Tlaxcala, Guatemala y Ciudad Real de Chiapas. Nombró por primer arzobispo al mismo señor Zumárraga y el 8 de julio de 1547 le envió la bula del palio, que no  llegó a recibir.” (16)

            El señor Zumárraga se encontraba  en el pueblo de Ocuituco, que se le había dado en encomienda para sostener con sus tributos el Hospital del Amor de Dios, cuando recibió la noticia que lo sobresalto en forma inexplicable, porque se juzgaba indigno de ser obispo y más aún del arzobispo. Regresó a México y fue a consultar el caso con su íntimo amigo fray Domingo de Betanzos, que se encontraba  en su  convento de Tepetlaóztoc; hizo el viaje secretamente, en un asno, y tanto la preocupación que le agobiaba como la fatiga que le causó haber confirmado a catorce mil quinientos indios, acompañado por el padre Betanzos, en donde, a pocos días, murió el 3 de junio de 1548. (17)

            De este modo cambió la organización del obispado, pasando el de Nueva España a la calidad  de Metropolitano y los demás a la de sufragáneos.

         Más tarde la Provincia Mexicana se subdividió en diversos arzobispados, haciendo que fueran sufragáneos de cada uno de ellos los nuevos obispados que se iban fundando en el transcurso del tiempo; así, la Iglesia mexicana consta en la actualidad de una metropolitana que a la vez es provincia y tiene por sufragáneas a las diócesis de Veracruz, Tulancingo, Chilapa y Cuernavaca.

         La Provincia de Oaxaca, con Tehuantepec y Chiapas por sufragáneas.

         La Provincia de Guadalajara, con Zacatecas, Tepic y Colima,

         La de Linares (Monterrey), con San Luís Potosí, Saltillo y Tamaulipas.

         La de Michoacán, con Zamora, León, Querétaro y Tacámbaro.

         La de Durango, con Sinaloa, Sonora y la vicaría apostólica de Baja California.

         La de Puebla, con Huajuapan  de León.

         Y la de Yucatán, con Campeche y Tabasco.

         Consta la Iglesia mexicana en la actualidad de treinta y un obispados, la vicaría  apostólica de la Baja California y la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, que tiene abad mitrado y cabildo y puede considerarse, en consecuencia como otra catedral.

CONCILIOS PROVINCIALES MEXICANOS

La llegada a México de la bula de que antes hemos hablado, originó una junta de los señores obispos que a la sazón existían, junta  ordenada por el emperador y hecha efectiva por el primer virrey don Antonio de Mendoza, la cual ha sido considerada como  el Primer Concilio efectuado en Nueva España.

         Antes, en 1524, los frailes franciscanos que habían llegado a México, los clérigos que existían y tres o cuatro letrados seculares se reunieron para estudiar los problemas relacionados con la propagación de la fe. Las resoluciones adoptadas fueron las siguientes: que se administrara el bautismo dos veces por semana: domingos en la mañana y martes en la tarde; en esos días debía imponerse el Crisma a los que habían sido bautizados sin él; que los enfermos crónicos pudieran confesarse dos veces al año y que para los neófitos sanos el cumplimiento del precepto eclesiástico comenzase en la dominica de septuagésima; que ninguno pudiera casarse sin haber sido antes examinado de la doctrina cristiana y haber ejecutado la confesión.

         La junta de 1539 casi puede considerarse como un Concilio. Asistieron a ella, además del señor Zumárraga, don Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán; don Juan López de Zárate, obispo de Oaxaca; fray Juan de Granada, comisario general de la orden de San Francisco;  fray Pedro Delgado, provincial de la orden de Santo Domingo; fray Antonio de Ciudad Rodrigo, provincial de la orden de San Francisco; fray Jerónimo Jiménez, vicario y provincial de la orden de San Agustín; fray Jorge (¿de Ávila?), prior de la dicha orden; fray Francisco de Soto, guardián; fray Cristóbal de Zamora, Franciscano; fray Domingo de la Cruz, prior de Santo Domingo; fray Nicolás de Agreda, de la orden de San Agustín y otros letrados religiosos de las tres órdenes. Pueden leer en los apéndices de la biografía del señor Zumárraga, escrita por don Joaquín García Icazbalceta, las conclusiones a que llegaron estos venerables varones. Todas ellas se refieren casi a hechos materiales del culto, a organización eclesiástica y a impedir en lo posible que, so color de hacer más suntuosas las ceremonias, los indios no incurriesen en sus prácticas de idolatría, en sus bailes o areytos de que tanto gustaban. Sea como fuere, los veinticinco capítulos de que constan las resoluciones de esta junta deben ser consideradas como la primera disposición tomada colectivamente por los prelados y los dirigentes de las órdenes religiosas que existían en México a la sazón. (18) Otras dos juntas se verificaron en México en 1532 y en 1544, pero en ellas, más que de asuntos religiosos, se trató de asuntos de índole social, sobre todo en la de 1544, convocada por el visitador Sandoval y que tuvo por objeto discutir el arduo problema que originó la promulgación de las Nuevas Leyes. (19)

            Vamos a tratar ahora de las reuniones más importantes para la historia de la Iglesia en México, convocadas por la autoridad máxima de ella, el arzobispo de México. Cinco son los concilios que se han efectuado en México; su importancia no puede negarse, no sólo por lo que atañe a la organización eclesiástica, sino a la conducta general que debían seguir los habitantes  de Nueva España. La importancia de los concilios no ha sido bien apreciada por los historiadores de la Colonia, pero algunos de aquéllos, por ejemplo el tercero en que colaboraron los hombres más sabios y distinguidos que existían en la Nueva España, es indispensable para conocer íntegramente la organización del país en la época. Todo se halla reglamentado, todo  está perfectamente resuelto.

         Los dos primeros concilios fueron obra del segundo arzobispo, don fray Alonso de Montúfar. El tercero revela la energía y actividad de don Pedro Moya de Contreras. El cuarto fue obra de aquel distinguidísimo arzobispo que se llamó el señor Lorenzana y el quinto se efectuó bajo la dirección de don Próspero María Alarcón y Sánchez de la Barquera.

         El primer concilio se efectuó en 1555; sus resoluciones fueron publicadas por el célebre Juan Pablos, primer impresor de México. El segundo tuvo lugar en 1565, para la aceptación y cumplimiento del Concilio de Trento. El tercero se celebró en 1585, siendo arzobispo y virrey el señor Moya de Contreras, que indudablemente aprovechó el hecho de reunir en su mano los dos mayores poderes de la Nueva España para efectuarlo. No fue publicado sino en 1622. El cuarto concilio se reunió en 1771. No fue aprobado por la Santa Sede, quizás por no haberse solicitado dicha aprobación; pero que llenó todos los requisitos necesarios para un concilio lo demuestra el hecho de que el último concilio celebrado en México se designa como V. El decreto de promulgación del V concilio fue expedido en México, el 12 de octubre 1898.

         Aunque resulta un poco fuera de lugar, y además el autor carece de autoridad y criterio necesarios para estudiar estos temas, consideramos que la historia de la Iglesia de México resultaría incompleta en su parte canónica sino se hiciesen algunas consideraciones acerca de tan importantes documentos. Debe notarse que hablamos desde el simple punto de vista del historiador, sin que llevados de la audacia lleguemos a criticar o juzgar de las labores de esos beneméritos varones. Además, muchas veces los concilios se relacionan directamente con la historia del arte; por eso es necesario tenerlos en cuenta, para que así el trabajo resulte lo más completo posible.

         El primer concilio tuvo lugar, como ya dijimos, en 1555. Comenzó el día de San Pedro y San Pablo, o sea el 29 de junio; lo presidía don fray Alonso de Montúfar y asistieron don Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán; don fray Martín de Hoja Castro, obispo de Tlaxcala (después llamado de Puebla); don fray Tomás Casillas, obispo de Chiapas; don Juan de Zárate, obispo de Oaxaca que murió durante la celebración del concilio, y don fray Francisco Marroquín, obispo de Guatemala, enviando como representante suyo con poder competente al arcediano de su catedral; asistieron también representantes de los cabildos eclesiásticos de México, Puebla, cuya catedral tenía el título oficial de Tlaxcala, Guadalajara y Yucatán. Los prelados de las religiones y todas las personas que tenían derecho a figurar en esa junta.

         Las conclusiones de ese primer concilio constan en noventa y tres capítulos, a través de los cuales puede verse el celo apostólico que inspiraba a aquellos prelados. Algunos capítulos se refieren directamente a la historia del arte, por ejemplo el XXIII, que ordena que no se vendan sepulturas ni enterramientos; el XXIV, que prohíbe que en las iglesias se hagan sepulcros altos ni tumbas, en lo cual debe verse la causa de la escasez de la escultura funeraria en la Nueva España; el XXXIV, que ordena terminantemente: “Sancto aprobante Concilio estatuimos y mandamos que ningún español ni indio pinte imágenes ni retablos en ninguna iglesia de nuestro arzobispado y provincia ni venda imágenes sin que primero el tal pintor sea examinado y se le dé licencia por Nos o por nuestros provisores para que pueda pintar…” (20) el XXXV, que ordena “que ninguno edifique iglesia, monasterio ni ermita sin licencia”; y el LXI, en que prescribe cómo deben de ser los monasterios. Todo el gobierno eclesiástico está reglamentado en este concilio: las fiestas que se deben guardar; el arancel a que deben sujetarse los honorarios de los párrocos; los requisitos que deben llenar los que quieran ordenarse; todo aquello, en fin, que convenía saber y seguir para el buen gobierno de la iglesia.

         El segundo concilio, efectuado, como hemos dicho, en 1565, no tiene la importancia que el primero, porque se trataba simplemente de recibir y jurar el Concilio de Trento. Asistieron a él, además del Señor Montúfar que lo presidió, don fray Tomás Casillas, obispo de Chiapas; don Fernando de Villagómez, obispo de Tlaxcala con residencia en Puebla; don fray Francisco Toral, obispo de Yucatán; don fray Pedro de Ayala, obispo de Nueva Galicia; don fra Bernardo de Alburquerque, obispo de Oaxaca; el procurador del obispo de Michoacán, los pprelados de las órdenes religiosas, el visitador general de la Nueva España, los miembros de la Real Audiencia y los personajes que tenían derecho a asistir a él.

         No fue publicado en su época y se conoce por la edición que hizo en 1769 el señor Lorenzana. Consta de veintiocho capítulos, en que se adapta a la Nueva España la parte fundamental de las disposiciones ordenadas en el Concilio de Trento. Así, el primer capítulo ordena que los prelados guarden y manden guardar lo ordenado y mandado por dicho Santo Concilio. Las demás disposiciones vienen a  ser un complemento y adaptación, como hemos dicho.

         El tercer concilio fue convocado el 1° de febrero de 1584, por el señor arzobispo y virrey don Pedro Moya de Contreras. Se abrió con una procesión solemne el 20 de enero de 1585 y concluyó el 14 de septiembre del propio año. Asistieron a él, además del señor Moya, don fray Gómez Fernández de Córdoba, obispo de Guatemala; don fray  Juan de medina Rincón, obispo  de Michoacán; don Diego Romano, obispo de Tlaxcala; don fray Gregorio Montalvo, obispo de Yucatán; don fray Domingo Arzola, obispo de Nueva Galicia, y  don fray Bartolomé de Ledesma, que lo era de Oaxaca. El prelado de Chiapas, en su  camino para México cayó de la mula en que cabalgaba y se rompió una pierna; por tanto, tuvo que enviar  a un procurador. Y el obiispo  de Comayagua se excusó porque tenía necesidad  de ir a España, y el primer obispo de Manila, que no pudo asistir en persona a causa de la distancia y por estar entendiendo en asuntos de su diócesis, nombró igualmente procurador.

         Para la celebración del concilio fue renovada casi en su integridad la catedral vieja, a pesar de que ya la nueva iba bastante adelantada en su construcción. Las cuentas de esta reparación, que se conservan en el Archivo General junto con algunas de la nueva obra, aportan preciosas informaciones para la historia de ambos monumentos, las cuales, como se verá a su debido tiempo, procuramos aprovechar.

         El tercer concilio mexicano ha sido considerado por todos los autores como el más notable que se verificó en la Nueva España. Toda la vida religiosa y social está reglamentada en sus disposiciones. Los mismos términos en que comienza son edificantes: “El Santo Concilio Provincial Mexicano, recta y canónicamente congregado en México, Metrópoli de la Nueva España de las Indias Occidentales del Mar Océano; para guardar y cumplir los estatutos de los sagrados cánones, y principalmente los decretos del Concilio General Tridentino: para la propagación de la fe católica y el aumento del culto divino, para la reforma del clero y del pueblo y, finalmente, para la común utilidad en lo espiritual y temporal de la Provincia Mexicana poco ha engendrada en el Evangelio y acabada de nacer en Cristo Señor Nuestro.” (21) El editor del Concilio, el ilustrado padre Basilio Arrillaga, S.J., en su prólogo a la edición mexicana se expresa en los siguientes términos: “Observará el reflexivo lector que este Concilio es una obra maestra que, lejos de divagarse en síntesis y discursos que mirasen solamente a lo especulativo se ordenó y dirigió a lo práctico, con tanto acierto, que no sólo contribuyó a lo que de primeras bases y fundamentos pudiera necesitar una iglesia de pocos años, sino que aún dio reglas de mucha perfección cuales pudiera apetecer en su mayor aprovechamiento; de manera que, si fue útil y conveniente para su fundación, lo fue igualmente para su reforma. Sus cánones respiran la moral más pura, el celo más acendrado, la prudencia más circunspecta.” (22) Este  concilio fue aprobado “con la más alta recomendación” por Sixto V en 1589, el 28 de octubre.

         Largos años transcurrieron sin que volviese a celebrarse en México nuevo Concilio: parecía que las disposiciones emanadas y reconocidas universalmente en el de 1585 hacían innecesario uno nuevo. Sin embargo, en 1771 se celebró el cuarto concilio. Fue convocado por don Francisco Antonio Lorenzana, arzobispo de México, el 10 de enero de 1770 y  sus labores comenzaron el 13 de enero del siguiente año, para ser clausurado el 26 de octubre; su promulgación tuvo lugar en la catedral de México los días 5, 6, 7, 8 y 9 de noviembre. Asistieron a él, aparte del señor Lorenzana, don Miguel Álvarez Abreu, obispo de Oaxaca; don fray Antonio Alcalde, de Yucatán; don Francisco Fabián  y Fuero, obispo de Puebla; don fray José Díaz de Bravo, de Durango; don Pedro Sánchez de Tagle, de Michoacán, representado por el doctor don Vicente de los Ríos, doctoral de su iglesia. La sede vacante de Nueva Galicia estaba representada por el doctor don José Mateo de Arteaga, su doctoral.

         “Este concilio no fue aprobado por la Santa Sede, y se ha dicho que debido a las ideas jansenistas del Ilustrísimo señor Lorenzana, pero es inexacta la especie, pues el hecho fue que las actas nunca fueron siquiera remitidas a Roma, sino que se quedaron archivadas en España. Para explicar esto se ha dicho también que fue debido a que en dicho concilio no campeaba todo el regalismo que los miembros del Consejo de Indias hubieran querido, pero creo que también esto es inexacto y que el hecho de haberse quedado archivadas las actas fue debido no más que a las circunstancias de los tiempos. En efecto ocupada por entonces la Corte de España en el escandalosísimo negocio de la expulsión de los jesuitas y extinción de la Compañía; trasladado el señor Lorenzana a la Sede Primada de Toledo, elevado a la púrpura cardenalicia y mandado después a Roma en honroso destierro, primero no  tuvo tiempo y después no tuvo humor de agitar este negocio, y pasada, con el transcurso de los años, la oportunidad, no había ya para qué ocuparse en la revisión de unos decretos que, en parte al menos, deberían estar articulados.” (23)

            Los asuntos tratados en el cuarto concilio provincial mexicano pueden conocerse gracias a los extractos que publica el señor Vera, en su libro acerca de los concilios. (24) Aunque en la portada sólo menciona el tercer concilio, en su texto de la página 9 a la 76 estudia con bastante detalle el cuarto concilio. Comienza por reseñar el famoso Tomo Regio, como se llamó el volumen  que contenía las resoluciones de dicho  concilio: “La colección del Concilio IV Mexicano está formada del “Romo Regio” expedido en San Ildefonso el 21 de agosto de 1769, el cual contiene veinte capítulos, y de los documentos que refiere el fiscal don Pedro de Piña y Lazo en su respuesta fiscal sobre la aprobación del Cuarto Concilio Provincial Mexicano.” (25)

            Aparte de los prelados, asistieron al concilio representantes de todas las organizaciones civiles y eclesiásticas del país y  es indudable que ellos, considerándose ya como miembros de una nueva nacionalidad, estatuyeron disposiciones más apegadas a  la realidad mexicana de lo que fuera conveniente para el gobierno español.

         Se dio principio al concilio el 13 de enero de 1771, cantando misa de pontifical y predicando el señor Lorenzana. Enseguida el virrey marqués de Croix arengo “oportuna y respetuosamente” a los señores obispos. Le contestó el señor Lorenzana, recordando la asistencia del rey Recaredo al concilio de Toledo. Las sesiones tuvieron lugar desde el 14 de enero hasta el 23 de octubre, en que clausuró la asamblea el virrey Bucareli. Del 5 al 9 de noviembre se celebraron cinco funciones solemnes con misa de pontifical y sermón y en ellas se leyeron al  público las actas de las sesiones. Al día siguiente, 10, salió de México comisionado para llevar a España dichas actas el licenciado don Gabino  Balladares, juez de obras pías que murió siendo obispo de Barcelona. (26)

            No habiendo recibido la  aprobación de la Santa Sede, el Concilio no fue impreso sino muchos años después por el señor obispo de Querétaro don Rafael Sabás Camacho. (27)

         Después de la Independencia de México el primer concilio celebrado tuvo lugar en Oaxaca y fue convocado y presidido por el señor arzobispo Gillow y en él tomaron parte sus sufragáneos, o sea los señores obispos de Yucatán, Chiapas, Tabasco y Tehuantepec, el último por procurador. Celebróse del 8 de diciembre de 1892 al 12 de marzo de 1893.

         La catedral de México, como cabeza de una provincia, celebró un concilio que ha sido aceptado como el quinto concilio mexicano, que adoptó en su edición y cánones el dictado de quinto a pesar de que, como hemos dicho, el cuarto no fue aprobado por la santa Sede. Convocó a este quinto concilio el señor arzobispo Alarcón y sus trabajos tuvieron lugar el 23 de agosto de 1896 al 1° de noviembre del mismo año. Fue promulgado en México el 12 de octubre de 1898 y la aprobación y revisión de las correcciones necesarias hechas por la Santa Sede llevan fecha de 19 de agosto de 1899.

         El quinto concilio provincial mexicano se adapta en su estructura a sus antecesores, sobre todo al tercer concilio de 1585, como el más notable que se había verificado en México. Consta de cinco partes: la primera trata de la administración del magisterio eclesiástico; la segunda, de la administración del gobierno eclesiástico; la tercera, de la administración del culto divino y de los sacramentos; la cuarta, de los bienes eclesiásticos y de su administración, y la quinta, de los juicios y de las penas. Un último apartado, que se refiere a los decretos del concilio, declara que son nulos y sin ningún valor los estatutos del tercer concilio que no estén aprobados expresamente en el quinto concilio.

         Tal es, a grandes rasgos descrita, la historia de los concilios efectuados en México. La Catedral Metropolitana, como madre  amorosa no sólo de sus sufragáneas sino de todos los fieles, acogía benévolamente a sus prelados que, llenos de un amor verdaderamente apostólico, propugnaban el mejoramiento de la salud espiritual y social de los fieles.

 

CONCILIOS EUCARÍSTICOS

         Desde el siglo XIX surgió la idea de celebrar congresos católicos. El congreso es una reunión a la que asisten delegados representativos de ciertas actividades, que discuten los problemas que se refieren a esas actividades y determinan, por medio de ponencias que son aprobadas o rechazadas, las mejores medidas que deben tomarse para el éxito de sus actividades.

         Se dice que el señor Labastida dio los pasos para celebrar el Primer Congreso Católico, pero que la muerte impidió que se realizasen sus deseos. (28) En 1900 el señor Ramón Ibarra y González propuso la celebración de un congreso católico en su obispado de Chilapa, pero tampoco pudo realizarse. El primero que se celebró en la República  se debió a los esfuerzos del mismo  reconocidamente famoso y activo señor Ibarra, ya obispo de Puebla, y tuvo lugar del 20 de febrero al 1° de marzo de 1902.

         Después surgió la idea de celebrar congresos eucarísticos; en ellos se trata del fomento de la fe, del mejoramiento de las costumbres y de todo aquello que atañe a la religión, ensalzando y propagando el Misterio y práctica de la Eucaristía. El primer Congreso Eucarístico celebrado en México tuvo lugar en nuestra Catedral, que fue especialmente arreglada para ello el año de 1924. La asamblea constituyó un hecho de resonancia nacional, así por el número de asistentes como por la calidad de los congresistas. El ejemplo dado en México ha servido para que en diversos lugares de la República se hayan celebrado asambleas semejantes.

https://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Visita_del_Virrey_a_las_obras_de_Catedral.jpg


https://relatosehistorias.mx/nuestras-historias/sorprendente-fotografia-de-1884-un-instante-de-historia-en-la-catedral-de-la


Proyecto para la fachada de la Catedral por José Damián Ortiz de Castro.

https://coatepecver.wordpress.com/2015/06/25/jose-damian-ortiz-de-castro-arquitecto-coatepecano-constructor-de-las-torres-de-la-catedral-de-mexico/


Proyecto para la fachada de la Catedral por Isidoro Vicente de Balvás

https://www.esteticas.unam.mx/revista_imagenes/anotaciones/ano_garcia_barragan.html


Interior de la Catedral en la coronación de Iturbide, se ve el ciprés churrigueresco, en su interior el sagrario de plata y dentro de él el tabernáculo del siglo XVI.

https://es.m.wikipedia.org/wiki/Archivo:Coronamiento_Iturbide.JPG

 

NOTAS

Toussaint, Manuel, La Catedral de México y El Sagrario Metropolitano, su historia, su tesoro, su arte, México, Editorial Porrúa, S.A., 1973.

 

 

1.- Rodin, Auguste, Les Cathédrales de France, París, 1921, p. 1.

2.- Llaguno, y Amírola, D. Eugenio, Noticias de los Arquitectos y arquitectura de España, desde su restauración, Madrid, 1829, I, pp-139-41.

3.- Toussaint, Manuel, Pátzcuaro, México, 1942.

4.- Llaguno, III, p. 67.

5.- Confirma esta fecha, Fray Diego Cogolludo (cronista), p. 210.

6.- Puede verse un excelente estudio acerca de esta catedral por el arquitecto José García Preciat en el número 31 de la revista Archivo Español de Arte y Arqueología.

7.- Llaguno, III, p. 57.

8.- Angulo Iñiguez, Diego, Las Catedrales Mexicanas del siglo XVI, Madrid, 1943. En el “Boletín de la Real Academia de la Historia.”

9.- Códice Mendieta, p. 121.

10.-Ricard, Robert, La Conquista Espiritual de México, México,  1947.

11.- García Icazbalceta, D. Joaquín, Don Fray Juan de Zumárraga, primer obispo y  arzobispo de México. Estudio biográfico y bibliográfico, México, 1881, p. 82.

12.-Paso y Troncoso, Francisco del, Epistolario de Nueva España (1505-1818).México, 1939-1942, 16 vols. División geográfica citada por García Gutiérrez, Pbro. Jesús, Apuntamientos de historia eclesiástica mejicana, México, Añp MCMXXII.

13.- El señor Marroquí supone erróneamente que estas asignaciones eran mensuales. En realidad  eran anuales. Muy  pronto surgió el pleito, porque tanto dignidades como canónigos, consideraron muy corta la retribución.

14.- Arrillaga, S.J., Basilio, Concilio III Provincial Mexicano celebrado en México el año de 1585, confirmado en Roma por el Papa Sixto V y mandado observar por el Gobierno español en diversas reales órdenes.  Publicado por Mariano Galván Rivera, México, 1859, p. XXXV.

15.- Arrillaga, 39.

16.- Icazbalceta, Zumárraga, p. 193.

17.- Refiere todos estos detalles el padre Mendieta, libro V, parte  primera, cap. 29.

18.- Icazbalceta, Zumárraga, documentos, núm. 26.

19.- Icazbalceta, Zumárraga, p. 186, trae las conclusiones de esta junta,

20.-CONCILIOS PROVINCIALES I y II, celebrados en la Muy Noble y Muy Leal ciudad de México presidiendo el Illmo. Rmo. Señor D. F. Alonso de Montúfar en los años 1555 y 1565. Dálos a luz el Illmo. Sr. D. Francisco Antonio Lorenzana, Arzobispo de esta Santa Metropolitana Iglesia. México, 1769, pp. 91-92.

21.- Arrillaga, p. 7.

22.- Arrillaga, III-IV.

23.-García Gutiérrez, pp. 62-63.

24.- Vera, Fortino Hipólito, Compendio histórico del Concilio III° Mexicano, Amecameca, 1879.

25.- Vera, p. 8.

26.- Vera, p. 31.

27.- Puede verse una reseña bibliográfica de este Concilio en el Boletín del Instituto Bibliográfico Mexicano, Artículo quinto. “Apuntamiento bibliográfico sobre el Cuarto Concilio Mexicano”, por el doctor N. León, México, 1902.

28.-García Gutiérrez, p. 125.

 

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CONTINUARÁ……













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