LA
CATEDRAL
DE MÉXICO
Y EL
SAGRARIO METROPOLITANO,
SU HISTORIA, SU TESORO, SU ARTE
INTRODUCCIÓN
Las catedrales imponen el sentimiento de la confianza, de
la seguridad, de la paz; ¿cómo? Por la armonía.” (1)
Así se expresa uno de los más grandes
artistas de nuestra época: Rodin. Sus palabras sugieren un mundo de ideas
acerca de estas grandes creaciones. La catedral y la confianza. La confianza
surge de un monumento que nos acoge con la más amplia de las benevolencias, que
nos brinda en sus naves anchurosas la tranquilidad, el reposo, el bienestar que
sólo pueden conseguirse cuando las obras humanas han logrado equipararse a las
grandes obras de Dios. La seguridad nos tranquiliza por la fuerza que esos
edificios implican en su construcción titánica, que nos parece obra de siglos,
que nos imaginamos producto de esfuerzos de gigante. El poder destructor de los
años, sumándose a la furia que a veces enloquece a los hombres, no han podido
derribar estas enormes construcciones del esfuerzo humano; por eso nos sugieren
seguridad absoluta. La paz. Encontramos en la catedral la expresión máxima de
la paz porque el magno monumento se abre para recibirnos siempre con un
espíritu de bondad, de misericordia hacia nuestras flaquezas, de reconciliación
con los principios del bien. La catedral, santuario máximo de Dios, no puede
albergar sino la paz. La paz, ese don de las almas privilegiadas que han sabido
equilibrar en sí mismas la vida externa, mundanal y pasajera, con la esperanza
de una vida sin límite, sin asechanzas, sin dolores. Dice Rodin que estas ideas
surgen por la armonía. Es que la armonía es el principio fundamental de toda
arquitectura, así sea en las obras más arcaicas y primitivas, como en las más
modernas y audaces. La armonía debe imperar como ley en todo monumento arquitectónico digno de ser así llamado. La
armonía de la catedral se encuentra en
su plano sobriamente trazado, en forma de cruz inscrita en un rectángulo
y limitado por capillas en la periferia. Las dos grandes torres son como atalayas que vigilan los contornos del
edificio. La nave central parece destinada a los escogidos. En las naves
procesionales los fieles se acurrucan en muchedumbre. El altar de los Reyes
preserva un sitio al gobernante que debe representar a Dios en la tierra. El
crucero sirve de desahogo al interior y, en el centro, la cúpula vuela como una
imagen anticipada de la gloria eterna. Tal es el esquema la estructura de
una catedral. El equilibrio entre las
partes y el todo, el engace que
llamaban los viejos arquitectos; la armonía entre esas mismas partes, sostenida
por las sabias proporciones, produce ese sentimiento de reposo espiritual que
hace del monumento la creación más intensa y más fecunda de toda la
arquitectura eclesiástica.
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Para el arte de las colonias españolas de América, la
construcción de las grandes catedrales significa la máxima altura a que podía
llegar el esfuerzo arquitectónico de cada país, a la vez que la expresión del
criterio artístico más ortodoxo, más apegado a las formas europeas. La primera
gran catedral de América, la de Santo Domingo, fue comenzada en 1515 por el
arquitecto Alonso Rodríguez, maestro mayor que había sido de la catedral de
Sevilla, según lo afirma Llaguno. (2) Hoy la crítica niega que Alonso Rodríguez haya pasado a
América; parece que fue un convenio que no se llevó a cabo. Sea como fuere, el
templo nos muestra un interior gótico de tres naves, cubiertas con bóvedas de
crucería sostenidas por gruesas columnas. Las nervaduras penetran directamente
en el fuste, pues no existe capitel: apenas un anillo de pomas marca el límite; todo ello es característico de la
arquitectura del siglo XV. En el exterior vemos dos portadas: una aparece reciamente
fortificada, en tanto que la otra, de pleno Renacimiento, pone un destello de
gracia en la vetustez del edificio.
La primera
gran catedral de la Nueva España fue –aparte del enorme esfuerzo de don Vasco
de Quiroga lastimosamente fracasado para construir una gran catedral en
Pátzcuaro (3) – la
de Mérida de Yucatán, concluida por Juan Miguel de Agüero, arquitecto al
parecer montañés, después de reconocida la fábrica con Gregorio de la Torre,
entre los años de 1574 y 1578. “En atención a los buenos servicios que
contrajo en esta obra y en la
fortificación de La Habana –de donde se le ordenó pasase a Mérida-, el
Gobernador de Mérida de Yucatán le concedió la asignación anual de doscientos
pesos de oro de minas, doscientas fanegas de maíz y cuatrocientas gallinas”. (4) La conclusión de esta catedral tuvo lugar en
1598, como podía leerse en la inscripción que aparecía en el anillo de la
cúpula. (5) La
catedral de Mérida olvida el sistema ojival de bóvedas con nervaduras, para
cubrir sus tramos con bóvedas decoradas con casetas ajedrezadas, es decir, ya
en espíritu de pleno Renacimiento. Su exterior, desgraciadamente, no fue
concluido conforme a los planos del arquitecto primitivo. (6)
La catedral de Puebla
fue comenzada un poco después que la de México; pero su conclusión tuvo
lugar antes, gracias a la actividad y energía de aquel hombre extraordinario
que se llamó don Juan de Palafox y Mendoza. Su arquitecto, Francisco Becerra,
había proyectado una gran iglesia de tipo salón, como la actual catedral de
Cuzco, en el Perú, en la que sin duda intervino el mismo maestro. (7) Sin embargo,
cuando el señor Palafox reanudó la obra,
la Catedral de México iba tan adelantada en su fábrica que influyó sobre
su hermana de Puebla y así la nave central, que era de la misma altura de las
colaterales como en todas las iglesias de tipo salón, fue levantada como en la
de México. Por eso ambas catedrales parecen gemelas. No obstante, el hecho de
que la catedral de Puebla fuese terminada en el relativamente corto período de
tiempo que gobernó la mitra poblana el señor Palafox, hace que el edificio
presente un estilo más homogéneo que el de la catedral de México en su
exterior. Ese estilo es mucho más cercano al desornamentado de Juan de Herrera.
Parte hay en el templo, como las torres,
que, salvo los remates barrocos de ladrillo y azulejo, que son muy posteriores,
recuerdan vivamente el Escorial.
La Catedral
de México resume en sí misma todo el arte de la Colonia. Su construcción tardó
casi tres siglos, de manera que en ella se compendian todos los estilos, desde
las bóvedas ojivales de sus primeros tiempos, el severo herreriano de sus
portadas del lado norte, de las de la sala capitular y la sacristía, hasta el
neoclásico de Ortiz de Castro y el Luis XVI de Tolsá, pasando por el barroco de
las demás portadas y el churrigueresco coruscante del altar de los Reyes. Acontece en ella lo mismo que en sus grandes hermanas
españolas: cada época le imprime un tono
en el estilo que impera. Lo admirable es haber conseguido la unidad dentro
de lo diverso; unidad espiritual si se quiere, ya que no visual, pero al
fin unidad. No podemos menos de pensar que aquellos hombres, que sentían el
arte de modo diverso de como lo habían sentido sus antecesores, obraban
inspirados por un mismo espíritu, aunque el resultado de su creación fuese
distinto. Por eso sería absurdo pretender artificialmente que el templo
regresase a una unidad estilística que nunca tuvo. Debemos respetarlo en su
variedad pintoresca de estilos. Sólo cuando los agregados son de nula calidad o
de escaso valor artístico, es permitido suprimirlos para buscar una mayor
armonía.
La Catedral
de México representa, como las demás catedrales de América, la continuación de
la serie magnífica de catedrales españolas. Su parentesco no es simplemente el
que implica una semejanza de conjunto. Viene de más hondas raíces: al ser
construida, sus autores tuvieron presentes las catedrales españolas que habían
sido edificadas antes. La idea primordial fue construir una catedral semejante
a la de Sevilla y aun parece que el templo fue trazado así, pero tan loca
ambición, por grandiosa, era desproporcionada: el arzobispo Montúfar hubo de
contentarse con edificar un templo semejante
a la catedral nueva de Salamanca o a la de Segovia. Su estructura es muy parecida a la de estos últimos templos, pero
también influyó no poco la de Jaén. (8)
Desde el punto de
vista social, la historia de la Catedral
de México nos enseña cómo las grandes creaciones son obra en este país del
esfuerzo personal, a la inversa de las viejas catedrales europeas, nacidas,
como lo prueba Violet-Le-Duc (arquitecto y escritor) del esfuerzo del pueblo
coligado con la clerecía y el poder recio contra el feudalismo. La Catedral de México debe su existencia
a determinadas personas: los arzobispos que se dieron cuenta de la necesidad de
la obra y la solicitaron con toda energía; los Reyes de España que ordenaron
sus construcción; los virreyes que pusieron en obedecer el mismo entusiasmo que
en crear y los artífices que levantaron el edificio muchas veces con su propia
sangre. Estas voluntades, ideas fuerza de la obra, eran fecundadas y servidas
por los maestros, los aparejadores y los millares de indígenas que, a veces
contra su voluntad, a veces de buena gana, consagraron su esfuerzo a la fábrica
material del templo. La sociedad mexicana puede decirse que en aquella época, a
mediados del siglo XVI, aún no existía. La Colonia era un campamento de
guerreros y la iglesia viene a sumar sus esfuerzos evangelizadores a la
situación aún militar y bélica del momento. Buena prueba de ello son los
grandes templos fortalezas que se construyeron hacia esa época, algunos con una
estrategia militar tan perfecta como el de San Francisco en Tepeaca, que
parece, más que iglesia, castillo. Hábil idea política fue la del primer virrey
don Antonio de Mendoza, que hizo que, en vez de construir fortalezas en cada
pueblo, se levantasen templos fortificados: así, los indios no sentían el yugo
del conquistador; era en el mismo seno de la iglesia que los protegía y les
daba el alimento espiritual donde existía el símbolo guerrero de la dominación,
en las almenas, pasos de ronda y garitones que lo coronaban; pero, a la vez, de
protección contra los indios aún rebeldes. Al transcurrir de los años la obra
de la Catedral se impone como una necesidad
latente, a la cual hay que
consagrar todo el esfuerzo. Y no faltaron contradictores a la obra: toda obra
grandiosa suscita rivalidades; mientras más grandiosa es, mayores son éstas,
como lo prueba el magno proyecto de don Vasco de Quiroga para su catedral de
Pátzcuaro. La fuerza de voluntad de quienes se consideraban obligados a llevar
adelante la obra venció todas las dificultades, y así pudo desarrollarse
lentamente, sin más interrupciones que las necesarias: los años de hambre o
cuando la inundación asolaba terriblemente a la capital.
Naturalmente, la edificación exigió enormes cantidades de
indios y no siempre se les trató con la justicia debida. Los frailes, siempre protectores de
sus neófitos, elevaron más de una ocasión su protesta contra la obra. Puede
haber habido en el fondo cierta rivalidad hacia una iglesia que tal vez jugaban
innecesaria, puesto que ellos tenían numerosas iglesias conventuales, pero
no debe dejar de mencionarse el hecho
para justicia de unos como para desdoro
de otros. Así, aunque con palpable exageración, fray Jerónimo de Mendieta
escribía en 1591: “Más si a la iglesia mayor de México le bastan para entender
en su edificio ciento o doscientos indios, ¿por qué han de llevar allí millares
dellos con tanta violencia y pesadumbre
para darlos el repartidor a quien se le antojare (o a quien el virrey lo
madare)? (9) Es
evidente que fray Jerónimose ofusca cuando afirma que semejante obra podía ser
construida con cien o doscientos indios, pero no podemos menos de alabar su
celo cuando se queja con toda justicia de que los indios destinados a la
Catedral eran enviados a otras obras.
El esfuerzo
de los virreyes que concluyeron la Catedral demuestra que casi era el asunto
más importante que en su gobierno desarrollaban. Verdadera emulación surge
entre los gobernantes de Nueva España para ver quien cerraba más bóvedas de
la naciente Catedral. En verdad puede afirmarse que, en la historia que va a
leerse, cada piedra lleva inscrito un nombre.
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Debemos considerar el significado de la Catedral desde el
punto de vista religioso. Cuando se erigen los obispados de Nueva España se
encuentra ésta, en lo que a religión toca, bajo el dominio exclusivo de las
órdenes religiosas. Los apostólicos franciscanos, los dominicos, los agustinos
se han repartido el país para evangelizar a los indios y administrar los
sacramentos. Cada convento es una
parroquia y los frailes gozan de prerrogativas especiales, concedidas en vista
de la necesidad por los Papas, para la administración parroquial, sin tener que
dar cuenta a ningún obispo. La obra de los misioneros está ya definitivamente
juzgada. (10)
Aquellos hombres
heroicos no vacilaron muchas veces en afrontar el martirio para propagar la fe
de Cristo entre los indios indómitos; pero otros, más heroicos quizás,
interpusieron sus débiles armas entre la tiranía feroz de conquistadores y
encomenderos y la debilidad vencida de los indios. Más es indudable que, una
vez consumada la conquista, incorporado el nuevo país a la cultura de
occidente, así en sus manifestaciones del pensamiento como del espíritu, era
necesario que la organización religiosa se encontrase en consonancia con la
organización del clero secular europeo.
Que no hubo
la menor intención por parte de los
reyes de España de perjudicar a los frailes, así en su obra como en su instituto, nos lo demuestra el
hecho de que los primeros obispos fueron escogidos entre miembros de las
órdenes mendicantes. Don fray Juan de Zumárraga, varón extraordinario, primer
obispo y arzobispo de México, fue franciscano. Y que no sólo aprovechaba las
actividades de sus hermanos de hábito, sino que existía una colaboración íntima
entre los franciscanos y la mitra.
A este
primer periodo de colaboración mutua entre prelados y frailes sigue una época
que los obispos porque los indios, agradecidos por el bien que les habían
otorgado desde un principio, se declaraban sin discusión en que, por incomprensión
de algunos o por intolerancia de otros, no reina ya semejante armonía. El carácter enérgico del señor
Montúfar, que tuvo que obrar con rectitud para corregir los males que invadían
la Colonia; los privilegios concedidos por el Vaticano o el rey a los frailes,
siempre en vigor, aunque en demérito muchas veces de la autoridad episcopal,
produjeron choques inevitables. La culpa quizá no haya sido de los mismos
actores, sino más bien de las autoridades que no supieron armonizar la obra de
los frailes con las necesidades de los obispos y su régimen perfectamente
organizado. Los privilegios concedidos a aquéllos, que bien merecidos los
tenían, eran causa, a veces, de que, espiritualmente, fuesen mucho más
poderosos que los obispos porque los indios, agradecidos por el bien que les
habían otorgado desde un principio, se declaraban sin discusión partidarios de
los frailes y de sus conventos y
enemigos de los clérigos.
Llegó un
momento, cuando la evangelización puede decirse que había terminado en el núcleo
del país y sólo era necesaria en las regiones más lejanas, en que se imponía
una modificación a la organización eclesiástica de la Nueva España; los frailes
deberían volver a su vida contemplativa, propiamente monástica, con su
clausura, y dejar la administración de las parroquias a los señores obispos que
designaban sus clérigos. Tal hecho fue convirtiéndose en realidad
paulatinamente, pero por desgracia no fue implantado siempre en una forma
pacífica y amistosa, sino que hubo
choques lamentables, y los señores obispos, fundándose en el derecho
indudablemente, se excedieron un tanto en la secularización de las parroquias.
Para el siglo XVII esta secularización
es completa; las órdenes religiosas se encuentran en decadencia en tanto que
los obispados florecen, cada vez mejor organizados. Parece que aquel esfuerzo
heroico de los frailes para arrebatar
del mal a las almas de los indios, era lo que
les daba la grandeza, la energía y
el espíritu que tanto admiramos en ellos durante el siglo XVI. Continúa
la evangelización; todavía hay hombres que sufren el martirio por
propagar la fe de Cristo más allá de las
fronteras habituales de la Nueva España. Su labor, desde el punto de vista del
espíritu y de la religión, es no menos
grandiosa, peros los tiempos habían cambiado, los países en que trabajaban era
de suma pobreza y, así, no puede compararse nunca la obra extraordinaria de los
frailes en la Nueva España durante el siglo XVI, con la que produce esta
evangelización posterior, no menos santas, pero sí mucho menos creadora en lo
que al arte se refiere.
HISTORIA CANÓNICA
DE LA
CATEDRAL
DE MÉXICO
El obispado de México fue el segundo que se erigió en el
territorio llamado la Nueva España. En un principio habíase pensado en una gran
diócesis con el título de Carolense o Carolina, establecida desde 1519, pero
que no vino a ser erigida canónicamente
sino en 1526, en Tlaxcala, por su primer obispo don fray Julián Garcés, de la
Orden de Santo Domingo. El obispado de México se fundó por la presentación que
hizo Carlos V, el 12 de diciembre de 1527, de don fary Juan de Zumárraga para
obispo de una nueva diócesis. Las
condiciones políticas que reinaban en Europa impedían que el nuevo obispado
adquiriese una forma legal durante mucho tiempo, pues el emperador se
encontraba en guerra con la Santa Sede y así no era posible obtener las bulas
que legalizaban la existencia de la nueva diócesis. Pero como la situación de
la Nueva España era cada día más confusa, el emperador determinó que el nuevo
obispo pasase a su sede antes de recibir
sus documentos legales. El señor
Zumárraga llegó a México en compañía de los oidores de la primera Audiencia.
Frente a aquel grupo de hombres desalmados que sólo procuraban medrar para sí
mismos, el obispo no oponía más armas que su cargo episcopal, reducido a la
categoría de “electo”, y el nombramiento de Defensor de los Indios que le diera
Carlos V, que aprovechó en una forma verdaderamente heroica, para oponerse a
los desmanes de esa camarilla de pícaros que con el título de oidores
estuvieron a punto de destruir toda la obra edificada por Hernán Cortés y sus
colaboradores.
Las paces
entre el Papa y el emperador fueron firmadas el 29 de junio de 1529 en
Barcelona, y entonces a petición de Carlos V, Clemente VII expidió la Bula Sacri Apostolatus, de fecha 2 de
septiembre de 1530, por la cual erigía el obispado de México y al mismo tiempo
aquélla en que nombraba primer obispo de la nueva diócesis a don fray Juan de
Zumárraga, y las complementarias para instituir la nueva sede como sufragánea
del arzobispado de Sevilla..
Como el
prelado había hecho el viaje a la Nueva España desde 1528, llegando a Ulúa al
mismo tiempo que los oidores de la primera Audiencia, su posición legal ofrece un curioso problema. No
podía ser obispo electo puesto que la elección era facultad exclusiva del Papa,
pero tenía la seguridad de serlo por la prerrogativa que el mismo Pontífice
concediera a los reyes de España. Don Fray Juan de Zumárraga usó en todas sus
providencias obispales el título de “electo”; en realidad no lo era, ni tampoco
podía ser “presentado”, porque la anormalidad que reinaba entre la Corte de
España y el Papado impedía que Carlos V pudiese hacer una presentación formal.
En consecuencia hay que aceptar que, fundándose en las prerrogativas concedidas
a priori, se aceptaban un tanto
arbitrariamente las consecuencias que iban a obtenerse a posteriori.
Sea como
fuere, el señor Zumárraga desempeñó su cargo legal o ilegalmente, pero con un
espíritu verdaderamente apostólico. Traía entre sus despachos, como hemos
dicho, el nombramiento de Protector de
los Indios, acaso más importante en aquellos tiempos turbulentos que las
bulas episcopales. Y ese cargó fue
llevado a término por el prelado en tal forma, que puede decirse que a él se
debe que todo el cúmulo de tiranías y crímenes cometidos por esa infausta primera
Audiencia, cuyo nombre sólo parece una mácula en el gobierno de Carlos V, fuese
corregido, castigado en lo posible y remediado hasta donde se podía con el
nombramiento de los integérrimos varones que constituyeron la segunda Audiencia
de la Nueva España.
Todo ello
se debe a Zumárraga, a su famosa carta del 27
de agosto de 1529 que es, el documento más notable para la historia de
ese periodo en nuestro país.
Los
enemigos del obispo no habían estado ociosos; sus acusaciones contra él, presentadas por los buenos valedores que
tenían en la corte; hicieron que fuese llamado a España, para donde partió el
año de 1532. Su presencia y su actitud, desbarataron todos los cargos y fue
entonces cuando su diócesis quedó formalmente establecida. En efecto, fue allí
consagrado el 27 de abril de 1533, en la capilla mayor del convento de San
Francisco de Valladolid, por el señor obispo de Segovia, don Diego de Rivera.
El 2 de agosto del mismo año despachó Carlos V las ejecutoriales u órdenes para
cumplir las bulas, dirigidas a la Audiencia de la Nueva España. El 27 de diciembre del mismo año el bachiller
Alonso López, que se dice canónigo y provisor, y Bernardino de Santa Clara,
vecino prominente de México, presentaron estos documentos que la Audiencia
mandó que fuesen obedecidos y, asi, el 28 de diciembre del mismo año 1533
tomaron posesión los apoderados del señor Zumárraga en la iglesia mayor de
México. (11)
Una vez consagrado obispo escribió con aquel espíritu
seráfico que inspiró todos los actos del
santo varón, una exhortación llatina dirigida a los frailes francisco y de Santo Domingo, para que en su compañía recogiesen los frutos que les
brindaba la cosecha riquísima que se les ofrecía en el nuevo mundo.
Poco más de
un año permaneció en España el señor Zumárraga negociando asuntos de su
obispado, y a principios de 1534 redacto la erección de su iglesia, documento
importantísimo en el cual se ve cómo estaba organizada la diócesis de México.
Antes de
que demos noticia acerca de esta organización, conviene señalar los territorios
que comprendía el obispado de México. Eran ellos los que hoy ocupan el Distrito
Federal, los Estados de México, Hidalgo, Querétaro, y Morelos en su totalidad;
la Huasteca potosina, es decir, los antiguos partidos de Tancanhuitz, Valles y
Tamazunchale, de San Luís Potosí; la Huasteca Veracruzana, o sea, los viejos
cantones de Ozuluama y Tantoyuca, en Veracruz; dos distritos según la
organización antigua del Estado de Guanajuato: Iturbide, antes Casas Viejas, y
Victoria, anteriormente llamado Xichú; y
cinco de los antiguos distritos del
Estado de Guerrero: Alarcón, o sea
Tasco, Aldama, que era Teloloapam, Bravos o Chilpancingo, Hidalgo, antes
Iguala, y Taberes, que corresponde a Acapulco. (12)
La erección
de la iglesia de México, inspirada en la de la de Sevilla y que sirvió de
modelo a las de muchas otras catedrales, organiza en un todo el servicio
eclesiástico; para ello designa desde luego a los miembros que han de formar su
Cabildo: al deán, que es la primera dignidad después de la pontifical; al
arcediano, a quien corresponde el examen de los ordenandos, la administración
de la ciudad y de la diócesis, aparte de la visita de la misma si el prelado se
la encargare; un chantre, que debe de ser instruido y perito en música o a lo
menos en canto llano, ya que su oficio es cantar en el facistol y enseñar a
cantar a los servidores de la iglesia, y llevar la administración del coro. Un
maestrescuela, que debe de enseñar gramática a los clérigos y a los servidores
de la iglesia, así como a los fieles de la diócesis que quieran oír sus
lecciones. Un tesorero, al que corresponde hacer cerrar y abrir el templo,
tocar las campanas, guardar todos los utensilios eclesiásticos, lámparas y
candiles, cuidar del incienso, de la cera, del pan y vino y de las demás cosas
para celebrar, y finalmente vigilar los réditos de la fábrica de la iglesia,
dando cuenta del todo al Cabildo para qué él de su acuerdo. Diez cargos de
canónigos y prebendas, que deberían ser independientes de las dignidades antes
mencionadas. Seis raciones íntegras y
seis medias raciones. El número de rectores necesarios para el servicio
de la Catedral. Seis acólitos. Un sacristán. Un organista. Un pertiguero. UN
mayordomo o procurador de la fábrica de la iglesia y hospital, el cual
presidirá a los arquitectos, albañiles, carpinteros y otros oficiales que
trabajen para edificar las iglesias. Un consiliario o notario, y finalmente un
perrero que debe de echar a los perros
de la iglesia y limpiarla todos los sábados y en víspera de cualquier fiesta
que tenga vigilia y cada vez que le sea mandado por el tesorero.
Con un
personal tan numeroso en una iglesia nuevamente erigida, era difícil que se
obtuviesen los elementos necesarios para sostenerla. Puede decirse que el señor
Zumárraga erige su iglesia pensando en el futuro, cuando la diócesis de México
llegue a ocupar la importancia que el nuevo país le reclama. En la actualidad,
los frailes ocupan la mayor parte de la administración; por tanto, debe hacerse
una limitación provisional en el número de dignidades, canónigos y raciones.
Así, en la misma erección, suspende por de pronto la dignidad de tesorero,
cinco canónigos y todas las raciones y medias raciones. Y además procura
mejorar las retribuciones.
Así se
distribuían tales emolumentos:
Al deán,
ciento cincuenta libras “llamadas vulgarmente aquellas regiones pesos”; al
arcediano, ciento treinta pesos; a cada uno de los canónigos, cien pesos; a los
racioneros, setenta pesos; a los medio racioneros, treinta y cinco; a los
capelanes, veinte; a cada acólito, doce; al organista y al notario, dieciséis;
lo mismo al pertiguero; al mayordomo, cincuenta, y al perrero, doce. (13)
Viene enseguida la distribución de los diezmos, la
organización de las parroquias y una disposición especialmente valiosa para la
historia de la Catedral: el apartado 31 de la erección, que en su parte final dice: “Aplicamos también perpetuamente
con la misma autoridad a la fábrica de la iglesia catedral de María Santísima
de nuestra diócesis dicha, todos y cada uno de los diezmos de un parroquiano de
la misma iglesia, y de todas las otras iglesias de toda la ciudad y diócesis;
con tal de que el tal parroquiano no sea el mayor o el más rico de dicha
nuestra iglesia catedral y de las otras iglesias de nuestra referida diócesis,
sino el segundo después del primero”. (14) Es decir, que aparte de lo que de los fondos de fábrica
estaba destinado para la obra de la iglesia, se dedican los diezmos de un feligrés, de los más ricos, no
el primero, sino el que le seguía.
La
advocación de la santa iglesia Catedral debía ser la de la Asunción de la
Virgen María, y agrega: “Asignamos por parroquianos de la dicha iglesia, las
casas, habitantes y moradores y vecinos, tanto los que dentro de la ciudad,
como los que en los suburbios de ella habitan y moran de presente, y en lo
futuro habitasen y morasen, hasta que en dicha ciudad se haga por Nos y por
nuestros sucesores cómoda división de parroquias, a la cual también tengan
obligación de pagar derechos de iglesia parroquial, diezmos, primicias y hacer
oblaciones…” (15)
El último apartado de la erección prescribe para el
obispo y sus sucesores la facultad de establecer en lo sucesivo aquellas cosas
que convinieren y termina con los párrafos necesarios para ratificar en todas
sus partes la erección. La fecha dice: “Dada en Toledo en el año de la
Natividad del Señor de 1534.”
Regresó don
fray Juan a México a continuar su misión
apostólica ayudado, ahora sí, por los funcionarios de la segunda Audiencia. La
vida colonial seguía su marcha, sin más contratiempos que discusiones ociosas
en aquellos tiempos en que la necesidad imponía prácticas que tenían por fuerza
que apartarse de las costumbres aceptadas. Tal aconteció con la discusión
acerca del bautismo de los indios, que, claramente se comprende,, no podía
constar de todas las ceremonias prescritas por la iglesia, puesto que muchas
veces tenía que hacerse en forma colectiva. La discusión llegó a tal punto que
hubo que acudir a una autoridad superior, y
así se organizó una Junta con la Audiencia, obispos y prelados de las
Órdenes, que tampoco llegó a ningún acuerdo. Turnado el asunto a España, el Consejo de Indias y el arzobispo de Sevilla determinaron que se continuase en
la forma que se había hecho, hasta
consultar con su Santidad. El Papa Paulo
III expidió el primero de junio de 1537 la bula Altitudo divini consilii, que resolvía claramente este problema y
otros muchos que se habían suscitado.
Con el
transcurso del tiempo se fundaron nuevas diócesis en la Nueva España, de manera
que la situación eclesiástica de México requería otra organización: era necesario que existiese una
Metropolitana de la cual dependieran todas estas diócesis en calidad de sufragáneas, en vez de tener que depender
de la Catedral de Sevilla, mucho más lejana. “Por eso, en consistorio secreto
de 11 de febrero de 1546, y a instancias del emperador separó el señor Paulo
III la iglesia de México erigiéndola en Metropolitana, y dándole por
sufragáneas las de Oaxaca, Michoacán, Tlaxcala, Guatemala y Ciudad Real de
Chiapas. Nombró por primer arzobispo al mismo señor Zumárraga y el 8 de julio
de 1547 le envió la bula del palio, que no
llegó a recibir.” (16)
El señor Zumárraga se encontraba en el pueblo de Ocuituco, que se le había
dado en encomienda para sostener con sus tributos el Hospital del Amor de Dios,
cuando recibió la noticia que lo sobresalto en forma inexplicable, porque se
juzgaba indigno de ser obispo y más aún del arzobispo. Regresó a México y fue a
consultar el caso con su íntimo amigo fray Domingo de Betanzos, que se
encontraba en su convento de Tepetlaóztoc; hizo el viaje
secretamente, en un asno, y tanto la preocupación que le agobiaba como la
fatiga que le causó haber confirmado a catorce mil quinientos indios,
acompañado por el padre Betanzos, en donde, a pocos días, murió el 3 de junio
de 1548. (17)
De este modo cambió la organización del obispado, pasando
el de Nueva España a la calidad de
Metropolitano y los demás a la de sufragáneos.
Más tarde
la Provincia Mexicana se subdividió en diversos arzobispados, haciendo que
fueran sufragáneos de cada uno de ellos los nuevos obispados que se iban
fundando en el transcurso del tiempo; así, la Iglesia mexicana consta en la
actualidad de una metropolitana que a la vez es provincia y tiene por
sufragáneas a las diócesis de Veracruz, Tulancingo, Chilapa y Cuernavaca.
La
Provincia de Oaxaca, con Tehuantepec y Chiapas por sufragáneas.
La Provincia
de Guadalajara, con Zacatecas, Tepic y Colima,
La de
Linares (Monterrey), con San Luís Potosí, Saltillo y Tamaulipas.
La de
Michoacán, con Zamora, León, Querétaro y Tacámbaro.
La de
Durango, con Sinaloa, Sonora y la vicaría apostólica de Baja California.
La de
Puebla, con Huajuapan de León.
Y la de
Yucatán, con Campeche y Tabasco.
Consta la
Iglesia mexicana en la actualidad de treinta y un obispados, la vicaría apostólica de la Baja California y la
Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, que tiene abad mitrado y cabildo y
puede considerarse, en consecuencia como otra catedral.
CONCILIOS PROVINCIALES MEXICANOS
La llegada a México de la bula de que antes hemos
hablado, originó una junta de los señores obispos que a la sazón existían,
junta ordenada por el emperador y hecha
efectiva por el primer virrey don Antonio de Mendoza, la cual ha sido
considerada como el Primer Concilio
efectuado en Nueva España.
Antes, en
1524, los frailes franciscanos que habían llegado a México, los clérigos que existían
y tres o cuatro letrados seculares se reunieron para estudiar los problemas
relacionados con la propagación de la fe. Las resoluciones adoptadas fueron las
siguientes: que se administrara el bautismo dos veces por semana: domingos en
la mañana y martes en la tarde; en esos días debía imponerse el Crisma a los
que habían sido bautizados sin él; que los enfermos crónicos pudieran
confesarse dos veces al año y que para los neófitos sanos el cumplimiento del
precepto eclesiástico comenzase en la dominica de septuagésima; que ninguno
pudiera casarse sin haber sido antes examinado de la doctrina cristiana y haber
ejecutado la confesión.
La junta de
1539 casi puede considerarse como un Concilio. Asistieron a ella, además del
señor Zumárraga, don Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán; don Juan López de
Zárate, obispo de Oaxaca; fray Juan de Granada, comisario general de la orden
de San Francisco; fray Pedro Delgado,
provincial de la orden de Santo Domingo; fray Antonio de Ciudad Rodrigo,
provincial de la orden de San Francisco; fray Jerónimo Jiménez, vicario y
provincial de la orden de San Agustín; fray Jorge (¿de Ávila?), prior de la
dicha orden; fray Francisco de Soto, guardián; fray Cristóbal de Zamora,
Franciscano; fray Domingo de la Cruz, prior de Santo Domingo; fray Nicolás de
Agreda, de la orden de San Agustín y otros letrados religiosos de las tres
órdenes. Pueden leer en los apéndices de la biografía del señor Zumárraga,
escrita por don Joaquín García Icazbalceta, las conclusiones a que llegaron estos
venerables varones. Todas ellas se refieren casi a hechos materiales del culto,
a organización eclesiástica y a impedir en lo posible que, so color de hacer
más suntuosas las ceremonias, los indios no incurriesen en sus prácticas de
idolatría, en sus bailes o areytos de que tanto gustaban. Sea como fuere, los
veinticinco capítulos de que constan las resoluciones de esta junta deben ser
consideradas como la primera disposición tomada colectivamente por los prelados
y los dirigentes de las órdenes religiosas que existían en México a la sazón. (18) Otras dos juntas
se verificaron en México en 1532 y en 1544, pero en ellas, más que de asuntos
religiosos, se trató de asuntos de índole social, sobre todo en la de 1544,
convocada por el visitador Sandoval y que tuvo por objeto discutir el arduo
problema que originó la promulgación de las Nuevas Leyes. (19)
Vamos a tratar ahora de las reuniones más importantes
para la historia de la Iglesia en México, convocadas por la autoridad máxima de
ella, el arzobispo de México. Cinco son los concilios que se han efectuado en
México; su importancia no puede negarse, no sólo por lo que atañe a la
organización eclesiástica, sino a la conducta general que debían seguir los
habitantes de Nueva España. La
importancia de los concilios no ha sido bien apreciada por los historiadores de
la Colonia, pero algunos de aquéllos, por ejemplo el tercero en que colaboraron
los hombres más sabios y distinguidos que existían en la Nueva España, es
indispensable para conocer íntegramente la organización del país en la época.
Todo se halla reglamentado, todo está
perfectamente resuelto.
Los dos
primeros concilios fueron obra del segundo arzobispo, don fray Alonso de
Montúfar. El tercero revela la energía y actividad de don Pedro Moya de
Contreras. El cuarto fue obra de aquel distinguidísimo arzobispo que se llamó
el señor Lorenzana y el quinto se efectuó bajo la dirección de don Próspero
María Alarcón y Sánchez de la Barquera.
El primer
concilio se efectuó en 1555; sus resoluciones fueron publicadas por el célebre
Juan Pablos, primer impresor de México. El segundo tuvo lugar en 1565, para la
aceptación y cumplimiento del Concilio de Trento. El tercero se celebró en
1585, siendo arzobispo y virrey el señor Moya de Contreras, que indudablemente
aprovechó el hecho de reunir en su mano los dos mayores poderes de la Nueva
España para efectuarlo. No fue publicado sino en 1622. El cuarto concilio se
reunió en 1771. No fue aprobado por la Santa Sede, quizás por no haberse
solicitado dicha aprobación; pero que llenó todos los requisitos necesarios
para un concilio lo demuestra el hecho de que el último concilio celebrado en
México se designa como V. El decreto de promulgación del V concilio fue
expedido en México, el 12 de octubre 1898.
Aunque
resulta un poco fuera de lugar, y además el autor carece de autoridad y
criterio necesarios para estudiar estos temas, consideramos que la historia de
la Iglesia de México resultaría incompleta en su parte canónica sino se
hiciesen algunas consideraciones acerca de tan importantes documentos. Debe
notarse que hablamos desde el simple punto de vista del historiador, sin que
llevados de la audacia lleguemos a criticar o juzgar de las labores de esos
beneméritos varones. Además, muchas veces los concilios se relacionan
directamente con la historia del arte; por eso es necesario tenerlos en cuenta,
para que así el trabajo resulte lo más completo posible.
El primer
concilio tuvo lugar, como ya dijimos, en 1555. Comenzó el día de San Pedro y
San Pablo, o sea el 29 de junio; lo presidía don fray Alonso de Montúfar y
asistieron don Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán; don fray Martín de Hoja
Castro, obispo de Tlaxcala (después llamado de Puebla); don fray Tomás
Casillas, obispo de Chiapas; don Juan de Zárate, obispo de Oaxaca que murió
durante la celebración del concilio, y don fray Francisco Marroquín, obispo de
Guatemala, enviando como representante suyo con poder competente al arcediano
de su catedral; asistieron también representantes de los cabildos eclesiásticos
de México, Puebla, cuya catedral tenía el título oficial de Tlaxcala,
Guadalajara y Yucatán. Los prelados de las religiones y todas las personas que
tenían derecho a figurar en esa junta.
Las
conclusiones de ese primer concilio constan en noventa y tres capítulos, a
través de los cuales puede verse el celo apostólico que inspiraba a aquellos
prelados. Algunos capítulos se refieren directamente a la historia del arte,
por ejemplo el XXIII, que ordena que no se vendan sepulturas ni enterramientos;
el XXIV, que prohíbe que en las iglesias se hagan sepulcros altos ni tumbas, en
lo cual debe verse la causa de la escasez de la escultura funeraria en la Nueva
España; el XXXIV, que ordena terminantemente: “Sancto aprobante Concilio
estatuimos y mandamos que ningún español ni indio pinte imágenes ni retablos en
ninguna iglesia de nuestro arzobispado y provincia ni venda imágenes sin que
primero el tal pintor sea examinado y se le dé licencia por Nos o por nuestros
provisores para que pueda pintar…” (20) el XXXV, que ordena “que ninguno edifique iglesia,
monasterio ni ermita sin licencia”; y el LXI, en que prescribe cómo deben de
ser los monasterios. Todo el gobierno eclesiástico está reglamentado en este
concilio: las fiestas que se deben guardar; el arancel a que deben sujetarse
los honorarios de los párrocos; los requisitos que deben llenar los que quieran
ordenarse; todo aquello, en fin, que convenía saber y seguir para el buen
gobierno de la iglesia.
El segundo
concilio, efectuado, como hemos dicho, en 1565, no tiene la importancia que el
primero, porque se trataba simplemente de recibir y jurar el Concilio de
Trento. Asistieron a él, además del Señor Montúfar que lo presidió, don fray
Tomás Casillas, obispo de Chiapas; don Fernando de Villagómez, obispo de
Tlaxcala con residencia en Puebla; don fray Francisco Toral, obispo de Yucatán;
don fray Pedro de Ayala, obispo de Nueva Galicia; don fra Bernardo de
Alburquerque, obispo de Oaxaca; el procurador del obispo de Michoacán, los
pprelados de las órdenes religiosas, el visitador general de la Nueva España,
los miembros de la Real Audiencia y los personajes que tenían derecho a asistir
a él.
No fue
publicado en su época y se conoce por la edición que hizo en 1769 el señor
Lorenzana. Consta de veintiocho capítulos, en que se adapta a la Nueva España
la parte fundamental de las disposiciones ordenadas en el Concilio de Trento.
Así, el primer capítulo ordena que los prelados guarden y manden guardar lo
ordenado y mandado por dicho Santo Concilio. Las demás disposiciones vienen
a ser un complemento y adaptación, como
hemos dicho.
El tercer
concilio fue convocado el 1° de febrero de 1584, por el señor arzobispo y
virrey don Pedro Moya de Contreras. Se abrió con una procesión solemne el 20 de
enero de 1585 y concluyó el 14 de septiembre del propio año. Asistieron a él,
además del señor Moya, don fray Gómez Fernández de Córdoba, obispo de
Guatemala; don fray Juan de medina
Rincón, obispo de Michoacán; don Diego
Romano, obispo de Tlaxcala; don fray Gregorio Montalvo, obispo de Yucatán; don
fray Domingo Arzola, obispo de Nueva Galicia, y
don fray Bartolomé de Ledesma, que lo era de Oaxaca. El prelado de
Chiapas, en su camino para México cayó
de la mula en que cabalgaba y se rompió una pierna; por tanto, tuvo que
enviar a un procurador. Y el
obiispo de Comayagua se excusó porque
tenía necesidad de ir a España, y el
primer obispo de Manila, que no pudo asistir en persona a causa de la distancia
y por estar entendiendo en asuntos de su diócesis, nombró igualmente
procurador.
Para la
celebración del concilio fue renovada casi en su integridad la catedral vieja,
a pesar de que ya la nueva iba bastante adelantada en su construcción. Las
cuentas de esta reparación, que se conservan en el Archivo General junto con
algunas de la nueva obra, aportan preciosas informaciones para la historia de
ambos monumentos, las cuales, como se verá a su debido tiempo, procuramos
aprovechar.
El tercer
concilio mexicano ha sido considerado por todos los autores como el más notable
que se verificó en la Nueva España. Toda la vida religiosa y social está
reglamentada en sus disposiciones. Los mismos términos en que comienza son
edificantes: “El Santo Concilio Provincial Mexicano, recta y canónicamente
congregado en México, Metrópoli de la Nueva España de las Indias Occidentales
del Mar Océano; para guardar y cumplir los estatutos de los sagrados cánones, y
principalmente los decretos del Concilio General Tridentino: para la
propagación de la fe católica y el aumento del culto divino, para la reforma
del clero y del pueblo y, finalmente, para la común utilidad en lo espiritual y
temporal de la Provincia Mexicana poco ha engendrada en el Evangelio y acabada
de nacer en Cristo Señor Nuestro.” (21) El editor del Concilio,
el ilustrado padre Basilio Arrillaga, S.J., en su prólogo a la edición mexicana
se expresa en los siguientes términos: “Observará el reflexivo lector que este
Concilio es una obra maestra que, lejos de divagarse en síntesis y discursos
que mirasen solamente a lo especulativo se ordenó y dirigió a lo práctico, con
tanto acierto, que no sólo contribuyó a lo que de primeras bases y fundamentos
pudiera necesitar una iglesia de pocos años, sino que aún dio reglas de mucha
perfección cuales pudiera apetecer en su mayor aprovechamiento; de manera que,
si fue útil y conveniente para su fundación, lo fue igualmente para su reforma.
Sus cánones respiran la moral más pura, el celo más acendrado, la prudencia más
circunspecta.” (22) Este concilio fue aprobado “con la más alta
recomendación” por Sixto V en 1589, el 28 de octubre.
Largos años
transcurrieron sin que volviese a celebrarse en México nuevo Concilio: parecía
que las disposiciones emanadas y reconocidas universalmente en el de 1585
hacían innecesario uno nuevo. Sin embargo, en 1771 se celebró el cuarto
concilio. Fue convocado por don Francisco Antonio Lorenzana, arzobispo de
México, el 10 de enero de 1770 y sus
labores comenzaron el 13 de enero del siguiente año, para ser clausurado el 26
de octubre; su promulgación tuvo lugar en la catedral de México los días 5, 6,
7, 8 y 9 de noviembre. Asistieron a él, aparte del señor Lorenzana, don Miguel
Álvarez Abreu, obispo de Oaxaca; don fray Antonio Alcalde, de Yucatán; don
Francisco Fabián y Fuero, obispo de
Puebla; don fray José Díaz de Bravo, de Durango; don Pedro Sánchez de Tagle, de
Michoacán, representado por el doctor don Vicente de los Ríos, doctoral de su
iglesia. La sede vacante de Nueva Galicia estaba representada por el doctor don
José Mateo de Arteaga, su doctoral.
“Este
concilio no fue aprobado por la Santa Sede, y se ha dicho que debido a las
ideas jansenistas del Ilustrísimo señor Lorenzana, pero es inexacta la especie,
pues el hecho fue que las actas nunca fueron siquiera remitidas a Roma, sino
que se quedaron archivadas en España. Para explicar esto se ha dicho también
que fue debido a que en dicho concilio no campeaba todo el regalismo que los
miembros del Consejo de Indias hubieran querido, pero creo que también esto es
inexacto y que el hecho de haberse quedado archivadas las actas fue debido no
más que a las circunstancias de los tiempos. En efecto ocupada por entonces la
Corte de España en el escandalosísimo negocio de la expulsión de los jesuitas y
extinción de la Compañía; trasladado el señor Lorenzana a la Sede Primada de
Toledo, elevado a la púrpura cardenalicia y mandado después a Roma en honroso
destierro, primero no tuvo tiempo y
después no tuvo humor de agitar este negocio, y pasada, con el transcurso de
los años, la oportunidad, no había ya para qué ocuparse en la revisión de unos
decretos que, en parte al menos, deberían estar articulados.” (23)
Los asuntos tratados en el cuarto concilio provincial
mexicano pueden conocerse gracias a los extractos que publica el señor Vera, en
su libro acerca de los concilios. (24) Aunque en la portada sólo menciona el tercer concilio, en
su texto de la página 9 a la 76 estudia con bastante detalle el cuarto
concilio. Comienza por reseñar el famoso Tomo
Regio, como se llamó el volumen que
contenía las resoluciones de dicho
concilio: “La colección del Concilio IV Mexicano está formada del “Romo
Regio” expedido en San Ildefonso el 21 de agosto de 1769, el cual contiene
veinte capítulos, y de los documentos que refiere el fiscal don Pedro de Piña y
Lazo en su respuesta fiscal sobre la aprobación del Cuarto Concilio Provincial
Mexicano.” (25)
Aparte de los prelados, asistieron al concilio
representantes de todas las organizaciones civiles y eclesiásticas del país
y es indudable que ellos, considerándose
ya como miembros de una nueva nacionalidad, estatuyeron disposiciones más
apegadas a la realidad mexicana de lo
que fuera conveniente para el gobierno español.
Se dio
principio al concilio el 13 de enero de 1771, cantando misa de pontifical y
predicando el señor Lorenzana. Enseguida el virrey marqués de Croix arengo
“oportuna y respetuosamente” a los señores obispos. Le contestó el señor
Lorenzana, recordando la asistencia del rey Recaredo al concilio de Toledo. Las
sesiones tuvieron lugar desde el 14 de enero hasta el 23 de octubre, en que
clausuró la asamblea el virrey Bucareli. Del 5 al 9 de noviembre se celebraron
cinco funciones solemnes con misa de pontifical y sermón y en ellas se leyeron
al público las actas de las sesiones. Al
día siguiente, 10, salió de México comisionado para llevar a España dichas
actas el licenciado don Gabino
Balladares, juez de obras pías que murió siendo obispo de Barcelona. (26)
No habiendo recibido la
aprobación de la Santa Sede, el Concilio
no fue impreso sino muchos años después por el señor obispo de Querétaro
don Rafael Sabás Camacho. (27)
Después de
la Independencia de México el primer concilio celebrado tuvo lugar en Oaxaca y
fue convocado y presidido por el señor arzobispo Gillow y en él tomaron parte
sus sufragáneos, o sea los señores obispos de Yucatán, Chiapas, Tabasco y
Tehuantepec, el último por procurador. Celebróse del 8 de diciembre de 1892 al
12 de marzo de 1893.
La catedral
de México, como cabeza de una provincia, celebró un concilio que ha sido
aceptado como el quinto concilio mexicano, que adoptó en su edición y cánones
el dictado de quinto a pesar de que, como hemos dicho, el cuarto no fue
aprobado por la santa Sede. Convocó a este quinto concilio el señor arzobispo
Alarcón y sus trabajos tuvieron lugar el 23 de agosto de 1896 al 1° de
noviembre del mismo año. Fue promulgado en México el 12 de octubre de 1898 y la
aprobación y revisión de las correcciones necesarias hechas por la Santa Sede
llevan fecha de 19 de agosto de 1899.
El quinto
concilio provincial mexicano se adapta en su estructura a sus antecesores,
sobre todo al tercer concilio de 1585, como el más notable que se había
verificado en México. Consta de cinco partes: la primera trata de la
administración del magisterio eclesiástico; la segunda, de la administración
del gobierno eclesiástico; la tercera, de la administración del culto divino y
de los sacramentos; la cuarta, de los bienes eclesiásticos y de su
administración, y la quinta, de los juicios y de las penas. Un último apartado,
que se refiere a los decretos del concilio, declara que son nulos y sin ningún
valor los estatutos del tercer concilio que no estén aprobados expresamente en
el quinto concilio.
Tal es, a
grandes rasgos descrita, la historia de los concilios efectuados en México. La
Catedral Metropolitana, como madre
amorosa no sólo de sus sufragáneas sino de todos los fieles, acogía
benévolamente a sus prelados que, llenos de un amor verdaderamente apostólico,
propugnaban el mejoramiento de la salud espiritual y social de los fieles.
CONCILIOS EUCARÍSTICOS
Desde el
siglo XIX surgió la idea de celebrar congresos católicos. El congreso es una
reunión a la que asisten delegados representativos de ciertas actividades, que
discuten los problemas que se refieren a esas actividades y determinan, por
medio de ponencias que son aprobadas o rechazadas, las mejores medidas que
deben tomarse para el éxito de sus actividades.
Se dice que
el señor Labastida dio los pasos para celebrar el Primer Congreso Católico,
pero que la muerte impidió que se realizasen sus deseos. (28) En 1900 el señor
Ramón Ibarra y González propuso la celebración de un congreso católico en su
obispado de Chilapa, pero tampoco pudo realizarse. El primero que se celebró en
la República se debió a los esfuerzos
del mismo reconocidamente famoso y activo
señor Ibarra, ya obispo de Puebla, y tuvo lugar del 20 de febrero al 1° de
marzo de 1902.
Después
surgió la idea de celebrar congresos eucarísticos; en ellos se trata del
fomento de la fe, del mejoramiento de las costumbres y de todo aquello que atañe
a la religión, ensalzando y propagando el Misterio y práctica de la Eucaristía.
El primer Congreso Eucarístico celebrado en México tuvo lugar en nuestra
Catedral, que fue especialmente arreglada para ello el año de 1924. La asamblea
constituyó un hecho de resonancia nacional, así por el número de asistentes
como por la calidad de los congresistas. El ejemplo dado en México ha servido
para que en diversos lugares de la República se hayan celebrado asambleas
semejantes.
https://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Visita_del_Virrey_a_las_obras_de_Catedral.jpg
Proyecto
para la fachada de la Catedral por José Damián Ortiz de Castro.
Proyecto
para la fachada de la Catedral por Isidoro Vicente de Balvás
https://www.esteticas.unam.mx/revista_imagenes/anotaciones/ano_garcia_barragan.html
Interior
de la Catedral en la coronación de Iturbide, se ve el ciprés churrigueresco, en
su interior el sagrario de plata y dentro de él el tabernáculo del siglo XVI.
https://es.m.wikipedia.org/wiki/Archivo:Coronamiento_Iturbide.JPG
NOTAS
Toussaint, Manuel, La Catedral de México y El Sagrario Metropolitano, su historia, su
tesoro, su arte, México, Editorial Porrúa, S.A., 1973.
1.- Rodin, Auguste, Les Cathédrales de France, París, 1921, p. 1. 2.- Llaguno, y Amírola, D. Eugenio, Noticias de los Arquitectos y arquitectura
de España, desde su restauración, Madrid, 1829, I, pp-139-41. 3.- Toussaint, Manuel, Pátzcuaro, México, 1942. 4.- Llaguno, III, p. 67. 5.- Confirma esta fecha, Fray Diego
Cogolludo (cronista), p. 210. 6.- Puede verse un excelente estudio acerca
de esta catedral por el arquitecto José García Preciat en el número 31 de la
revista Archivo Español de Arte y
Arqueología. 7.- Llaguno, III, p. 57. 8.- Angulo Iñiguez, Diego, Las Catedrales Mexicanas del siglo XVI, Madrid,
1943. En el “Boletín de la Real
Academia de la Historia.” 9.- Códice Mendieta, p. 121. 10.-Ricard,
Robert, La Conquista Espiritual de
México, México, 1947. 11.- García Icazbalceta, D. Joaquín, Don Fray Juan de Zumárraga, primer obispo
y arzobispo de México. Estudio
biográfico y bibliográfico, México, 1881, p. 82. 12.-Paso y Troncoso, Francisco del, Epistolario de Nueva España (1505-1818).México,
1939-1942, 16 vols. División geográfica
citada por García Gutiérrez, Pbro. Jesús, Apuntamientos de historia eclesiástica mejicana, México, Añp
MCMXXII. 13.- El señor Marroquí supone erróneamente
que estas asignaciones eran mensuales. En realidad eran anuales. Muy pronto surgió el pleito, porque tanto
dignidades como canónigos, consideraron muy corta la retribución. 14.- Arrillaga, S.J., Basilio, Concilio III Provincial Mexicano celebrado
en México el año de 1585, confirmado en Roma por el Papa Sixto V y mandado
observar por el Gobierno español en diversas reales órdenes. Publicado por Mariano Galván Rivera,
México, 1859, p. XXXV. 15.- Arrillaga, 39. 16.- Icazbalceta, Zumárraga, p. 193. 17.- Refiere todos estos detalles el padre
Mendieta, libro V, parte primera, cap.
29. 18.- Icazbalceta, Zumárraga, documentos, núm. 26. 19.- Icazbalceta, Zumárraga, p. 186, trae las conclusiones de esta junta, 20.-CONCILIOS PROVINCIALES I y II,
celebrados en la Muy Noble y Muy Leal ciudad de México presidiendo el Illmo.
Rmo. Señor D. F. Alonso de Montúfar en los años 1555 y 1565. Dálos a luz el
Illmo. Sr. D. Francisco Antonio Lorenzana, Arzobispo de esta Santa Metropolitana
Iglesia. México, 1769, pp. 91-92. 21.- Arrillaga, p. 7. 22.- Arrillaga, III-IV. 23.-García Gutiérrez, pp. 62-63. 24.- Vera, Fortino Hipólito, Compendio histórico del Concilio III°
Mexicano, Amecameca, 1879. 25.- Vera, p. 8. 26.- Vera, p. 31. 27.- Puede verse una reseña bibliográfica
de este Concilio en el Boletín del
Instituto Bibliográfico Mexicano, Artículo quinto. “Apuntamiento
bibliográfico sobre el Cuarto Concilio Mexicano”, por el doctor N. León,
México, 1902. 28.-García Gutiérrez, p. 125. |
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CONTINUARÁ……
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