DERECHO CANÓNICO
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HISTORIA DEL DERECHO CANÓNICO
Cuanta más importancia conceda el hombre moderno a
la personal inteligencia de los dominios especiales de la fe y de la vida
creyente que se dan en la forma institucional de la Iglesia tal como Dios la
quiere, tanto menos puede él mirar la h. del d.c. como mero saber recóndito de
unos cuantos especialistas, sin contacto con la realidad. De hecho, la historia
del derecho es indispensable para la más profunda inteligencia de todo derecho
y de toda relación jurídica vigente, pues éstos son resultado de una evolución
orgánica, a menudo secular, determinada por los más varios factores y
necesidades de la vida común y social. Además, sin duda no hay otro terreno
como el derecho que sea imagen tan inmediata y, por ende, genuina de los
factores operantes en cada caso y de las necesidades vigentes en la vida
social. Finalmente, la h. del d.c. es de modo particularísimo expresión de la
vida común y organizada de la Iglesia, es decir, de la vida de la Iglesia
visible. La dimensión externa de la comunidad eclesiástica está ligada en la
manera más estrecha a las verdades de la fe y hasta penetra en la fe misma. Con
ello la h. del d.c, se convierte en una imprescindible fuente de conocimiento
de la historia general de la Iglesia, no menos que de los campos particulares
de sus sucesivas formas de vida y páginas de su destino; p. ej., las formas de
organización interna y externa, de la disciplina, del culto público, de sus
dificultades, luchas y escisiones, de los fenómenos de decadencia y los
esfuerzos de reforma. La fuerte parte jurídica que hay en todas estas
manifestaciones exige conocimiento e inteligencia del derecho y de su evolución
en la Iglesia. Pero también las relaciones de ésta con su mundo circundante, p.
ej., en el terreno de las instituciones políticas, de la convivencia social, de
las uniones interestatales, de la historia de la religión, de la ciencia en el
más amplio sentido de la palabra, del arte, de la actividad benéfica y hasta de
la economía, llevan consigo que un conocimiento a fondo y a veces la misma
inteligencia recta de estos terrenos sólo se logra por medio de la h. del d.c.
No hay sino echar una mirada a las colecciones de normas eclesiásticas en el
curso de los siglos, para convencerse del amplio campo de influencia del
derecho de la Iglesia.
Partiendo de estos supuestos intentemos trazar las
líneas capitales que facilitan una visión general y panorámica.
La h. del d.c. se divide en tres dominios que,
por razón de su objeto y en parte también de su método propio, pueden
considerarse como autónomos y como tales deben ser tratados: la historia de las
fuentes formales o de las recopilaciones legales, la historia de la ciencia
canónica y la historia de las instituciones canónicas particulares. La división
en períodos dentro de la evolución histórica de estos tres sectores es mejor
intentarla, contra la opinión tradicional, por cada uno separadamente, pues
ello da mejor cuenta de su peculiaridad, siquiera a veces los límites coincidan
para dos y aun tres terrenos.
I. Historia de las fuentes
Esta historia estriba sobre dos pilares básicos:
el Corpus iuris canonici y el -> Codex iuris canonici
(CIC). El milenio anterior a aquél debe su múltiple actividad
recopiladora no sólo a la necesidad de tener recogidas y a mano las normas
obligatorias para el uso práctico, sino también, y más aún, a otros fines y
aspiraciones, entre los que se destacan dos como más estimulantes: el deseo de
reducir a sano equilibrio y, por ende, a posible unidad las centrífugas normas
particulares, que resultaban dañosas para la estructura unitaria de la Iglesia
universal; y los esfuerzos por reformar la vida eclesiástica, que se hallaba en
estado de decadencia o peligro en sus diversos planos. La multiplicidad y
diferencia y hasta contrariedad en fondo y forma de estas colecciones, eran una
y otra vez un elemento perturbador en el conocimiento y la aplicación de las
normas auténticas de la Iglesia, y apremiaban a establecer un equilibrio
externo e interno y a la unificación de las muchas colecciones y, a través de
éstas, de las normas mismas. Esta obra, exigida por la naturaleza misma de la
cosa, la llevó a cabo el monje camaldulense Graciano, con su Concordia
discordantium canonum (h. 1142), que vino a ser base y primera parte
del Corpus iuris canonici. Las restantes partes del mismo, que
se compusieron por la armónica cooperación entre la legislación central del
papa (Decretales) y la ciencia universal, son la colección de Gregorio IX (Liber
Extra, 1234), la de Bonifacio viri (Liber Sextus, 1298), la
de Juan XXII (Clementinas, 1317) y dos colecciones de Extravagantes que
se añadieron posteriormente. Este «Corpus» contiene las normas esenciales
del derecho canónico hasta el CIC.
La posterior actividad recopiladora se limitó a
ediciones más o menos críticas de las normas de los concilios, de las
decretales de los papas mismos y de las más varias disposiciones de los órganos
del gobierno central pontificio, así como de otras normas particulares. Pero
esas normas nunca se reunieron en una colección única, y en ellas encontramos
también disposiciones anticuadas, cambiadas y hasta contradictorias. A fin de
remediar esta renovada multiplicidad y la dificultad ahí implicada de conocer
las normas vigentes, así como la inseguridad del derecho que eso llevaba
consigo; la autoridad central de la Iglesia, después de diversos ensayos
privados, acometió la «codificación» del derecho vigente en la Iglesia
universal, es decir, la tarea de ordenarlo nuevamente y editarlo en nuevo molde
lingüístico a estilo de los modernos códigos legales. Esto acaeció en
pentecostés de 1917. La reforma de ese CIC que dispuso el papa
Juan XXII, no atañe tanto a la forma cuanto al contenido legal mismo, que en
muchos puntos debe adaptarse a los nuevos hechos y puede ya apoyarse en las
disposiciones y directrices disciplinares emanadas del concilio Vaticano II, y
por ellas debe orientarse.
II. Historia de la ciencia del derecho canónico
Esta comprende no sólo la elaboración sistemática y
metódica de la doctrina jurídica de la Iglesia, en sus principios y en sus
leyes especiales, sobre la interpretación, aplicación y motivación del derecho,
sino también la exposición de los métodos, de los géneros literarios de la
investigación y exposición, de la vida y obras de los canonistas particulares,
de la organización del estudio y de los institutos docentes, de las corrientes
doctrinas especiales, así como de las relaciones con otras ciencias. En los
primeros siglos de la Iglesia no había una ciencia canónica propiamente dicha;
hubo que esperar hasta Graciano (al que conocemos ya por la historia de las
fuentes), el cual, al tratar los textos y problemas canónicos entonces
existentes y vigentes según los principios de un método jurídico y como un
campo autónomo, puso el fundamento de una ciencia del derecho canónico en
sentido estricto. La escuela de los decretistas nacida de su obra y la de los
decretalistas ligados a ella, que elaboró la legislación de las decretales
pontificias, forman el primer gran punto culminante del desarrollo de la
ciencia canónica, que produjo el derecho canónico clásico y por ello se llama,
acertadamente, la canonística clásica. Ésta, en su actividad, que duró unos 200
años (1150-1350) e irradió desde centros internacionales -sobre todo Bolonia,
en parte también París y Renania, y los territorios de soberanía anglonormanda
-, formó un sistema perfecto en sus líneas esenciales, científicamente bien
pensado y ordenado, a saber el derecho decretal (así llamado sobre todo por las
fuentes principalmente elaboradas, las Decretales), que es aún hasta ahora la
piedra fundamental y la medula del vigente derecho canónico.
Sigue un período de unos 200 años de epígonos, los
llamados posglosadores o consiliatores que sólo crearon algo
nuevo en resúmenes propios y en la aplicación del derecho. El nuevo período,
cuyo fundamento puso el concilio de Trento y su reforma disciplinar, se llama
período neoclásico o áureo. Se produjeron entonces los grandes comentarios,
caracterizados a veces también por nuevos métodos libres de exposición, que
todavía hoy debe conocer y explotar todo canonista profesional, según la regla
de interpretación del can. 6; e igualmente se produjeron breves
exposiciones (Institutiones), introducciones, estudios
monográficos y obras históricas. Estas últimas sobre todo, juntamente con las
obras que, a incitación de los tratados de derecho civil, versan sobre el
derecho «público y privado» de la Iglesia, y junto con las exposiciones del
derecho eclesiástico-civil, debieron su nacimiento a las corrientes
anticlericales de las Iglesias nacionales y estatales, a la -ilustración y a
los sistemas filosóficos ligados a ésta, así como a las controversias dentro de
la Iglesia, como el -> episcopalismo, y a los trabajos apologéticos que
dichas controversias provocaron. Si la substancia de la doctrina canónica
sufrió en muchos casos bajo estas influencias, en cambio ganó la penetración
científica del derecho canónico, sobre todo merced a la profundízación de los
componentes históricos y filosóficos y, en gran parte también, por el influjo
de los progresos, en fondo y forma, de la jurisprudencia civil. El periodo de
postración de la ciencia canónica en el pasado siglo, en que dominaron la
confusión y multiplicidad de los más varios sistemas, sobre todo expositivos,
agravado todo ello por la situación extraordinariamente difícil en lo relativo
a las fuentes y a la posibilidad de su conocimiento, tuvo fin con la edición
del único código legal de la Iglesia. Hasta ahora, no se ha producido una nueva
edad de oro de la ciencia canónica, que se ha quedado más o menos estancada en
la exégesis. La jurisprudencia eclesiástica también espera un nuevo y fuerte
impulso de la reforma que se halla en marcha, la cual afecta a la substancia
misma del derecho.
III. La historia de las instituciones jurídicas
Este tercer sector de la h. del d.c. abarca la
evolución del contenido de las normas eclesiásticas mismas; por eso se llama
historia interna del derecho. Trata de la evolución de las instituciones
jurídicas especiales y de los complejos de normas de la Iglesia, que
constituyen en sí un todo cerrado en virtud de un determinado objeto, en los
terrenos del derecho constitucional, de la legislación, de la jurisprudencia,
del gobierno de los miembros de la Iglesia, de las medidas de coacción, de la
administración de las cosas eclesiásticas en el amplísimo sentido de esta
expresión canónica, es decir, aun de los sacramentos, de las acciones
litúrgicas, de la predicación, etc.
Sobre los períodos de este desenvolvimiento no hay
aún unanimidad. Sin embargo, en el estado actual de la ciencia, la división más
adecuada parece seguir siendo la propuesta por U. Stutz, matizada o modificada
por otros en contenido y finalidad, pero conservada en lo esencial
cronológicamente: 1) un desarrollo jurídico de la primitiva Iglesia en los tres
primeros siglos; 2) un segundo desarrollo que se extiende del siglo IV al VII,
bajo la influencia determinante del derecho romano; 3) un tercero, de los
siglos VII-VIII al XII, que está bajo el importante influjo de los
ordenamientos jurídicos germánicos; 4) otro período de elaboración y
sistematización científica del ordenamiento jurídico de la Iglesia por la
ciencia clásica y por la actividad legislativa de los papas (siglos XII-XIV);
5) una quinta época bajo la influencia de la legislación reformadora sobre todo
del concilio de Trento y de los órganos de gobierno universal de los papas que
la ejecutaron y continuaron (siglos XV-XVIII); 6) la época de las normas
provocadas y condicionadas por diversas corrientes antieclesiásticas y
antirreligiosas del siglo XVIII hasta la actualidad. 7) Hoy podemos ya decir
que, con los decretos del Vaticano II y la reforma, ya en marcha, del código de
derecho canónico, ha comenzado un nuevo período, seguramente importante, en la
evolución del derecho canónico.
La exposición de esta evolución interna del derecho
canónico mismo presenta grandes dificultades. La abundancia del material, la
riqueza de las instituciones, su cambio por asimilación, exclusión o
eliminación, la preparación de nuevas ediciones, exigirían mucho más espacio si
se quisiera dar un conocímiento siquiera sumario de toda la organización
jurídica de la Iglesia y de sus partes especiales. Sin embargo, aún presenta
una dificultad mayor el hecho de que largos trechos de dicha evolución no han
sido aún en absoluto investigados y, por ende, todavía no puede darse un
conocimiento seguro, para lo cual habría que disponer de estudios especiales
sobre las principales instituciones. Si, a pesar de todo, se intenta aquí un
breve esbozo, ello no puede hacerse en forma monográfica, sino, solamente,
caracterizando los períodos especiales en sus grandes líneas fundamentales, y
además con la reserva que impone la falta de un exacto conocimiento de la
evolución de las instituciones particulares.
1. El desarrollo del concepto de d. c. en la
Iglesia primitiva
En el primer período de la Iglesia
primitiva podemos comprobar la aparición de las líneas fundamentales
constitutivas: como el carácter público y jurídico de la organización
eclesiástica por medio de la jerarquía, del episcopado monárquico; la
subdivisión de la unidad de la Iglesia, unidad mantenida siempre
conscientemente, en diócesis y provincias; la cristalización de los elementos
divinos y de las determinaciones apostólicas, a las que se juntan cada vez más
las ordenaciones jurídicas positivas de los distintos representantes de la
autoridad de la Iglesia.
Lentamente se transforman en leyes las normas de
derecho consuetudinario y se abren paso las instituciones jurídicas privadas.
Al faltar la influencia de la ordenación jurídica del Estado, pues éste era
hostil a la religión cristiana y la negaba esencialmente, la Iglesia podía
desarrollar su ordenación jurídica partiendo de su propia esencia, aunque
tomara de fuera, según criterio libre y sin violencia, lo que le parecía
viable.
2. La influencia del derecho romano
La libertad lograda por la Iglesia del siglo IV, no
menos que su fuerza conquistadora, le da la posibilidad de desarrollar en todos
los aspectos su forma jurídica y hacer que ésta sea reconocida. El derecho
romano, perfecto en muchos aspectos, se le ofrece en esa tarea como ayuda y
modelo, y hasta se le impone en cierta medida, particularmente en oriente. Esta
influencia determina de tal manera la evolución jurídica de la Iglesia, que el
derecho por ella creado para sus propios órdenes puede ser llamado derecho
canónico de cuño y color romano, si bien siempre era eclesiástico en el sentido
de que toda obligación eclesiástica, en la conciencia de la Iglesia sólo
procedía de su propia autoridad, como se ve claro por más de una institución.
El derecho matrimonial puede presentarse como ejemplo convincente de ello. En
este período se desarrolló sobre todo, en gran parte según modelo romano, la
organización territorial y la administración, el derecho procesal y penal, el
derecho de personas y cosas; y, por cierto, todo eso se desarrolló en forma de
autoridad monárquica, en parte también bajo influencia del derecho romano, el
cual, desde luego, coincidía aquí con la primigenia institución jurídica de la
Iglesia, parcialmente incluso de derecho divino. Decimos en «forma monárquica»,
pues ésta fue desplazando a segundo término los elementos democráticos que aún
se conservaban. Todo el gobierno de la Iglesia apareció además con marcado
centralismo, en torno al obispo como único superior ordinario en la diócesis,
en torno al metropolita en la provincia eclesiástica, alrededor del patriarca
en el patriarcado y alrededor del primado del papa romano en la Iglesia
universal. Muy fuertemente se acentuó también el carácter público de toda la
vida eclesiástica, que por eso tenía marcado tono comunitario, lo cual se
manifestaba incluso en las dimensiones más profundas, como en el culto, en la
administración y en la recepción de los sacramentos (un ejemplo particularmente
bello es la disciplina penitencial = sacramento de la penitencia) y hasta en la
vida de oración. Eso confería también un acento especial a la autoridad como
tal y al concepto abstracto de función en lo relativo a los ministerios
eclesiásticos. En esta concepción jurídica toma también parte todo el derecho
patrimonial de la Iglesia, con su clara finalidad pública.
3. La influencia del derecho germano
Aun después de la desaparición del imperio romano,
que, por providencia de Dios, ofreció a la Iglesia la base para su primera
propagación, la comunidad eclesiástica continuó viviendo según el derecho
romano en las distintas comunidades étnicas germánicas que habían surgido de
nuevo. Sólo a partir de los siglos VII-VIII los ordenamientos jurídicos
germánicos fueron tiñendo también el campo eclesiástico, por razón de las
conversiones en masa de los pueblos germánicos junto con sus jefes, por la
estrecha unión de ambos poderes y la doble función de los superiores
eclesiásticos, que eran a par príncipes seculares, por la estrecha unión de las
dos autoridades supremas, el papa y el emperador, no menos que por la larga
impotencia del pontificado y la ausencia de una ciencia eclesiástica que
hubiera vigilado desde dentro la evolución jurídica y la hubiera dirigido
eliminando oportunamente todos los elementos extraños a la Iglesia. Un influjo
innegable se debe también a la Iglesia de Irlanda, Inglaterra y partes del
norte de Francia, gracias a sus misioneros que convirtieron el continente aún
pagano o arriano.
Con estos factores de influencia, el derecho canónico
admitió múltiples elementos, algunos de ellos extraños, que modificaron en
muchos puntos esenciales la ordenación jurídica de la Iglesia. Se ha afirmado,
en muchos aspectos con razón, que bajo este influjo el derecho de la Iglesia
quedó materializado, en el sentido de que, por medio del derecho feudal y
beneficial - el cual comenzó a penetrar y dominar cada vez más no sólo todo el
derecho patrimonial, sino también el de los oficios eclesiásticos y el de
personas ligado con él-, el elemento «real» del patrimonio y del bien
material atrajo a sí el oficio eclesiástico y sus funciones, órdenes
esencialmente espirituales de la vida de la Iglesia. Con lo cual, se sigue
afirmando, quedó invertida la relación entre principal y accesoria, entre fin y
medio, y así toda la vida de la Iglesia recibió un carácter temporal, secular y
material, el sujeto fue puesto al servicio del objeto, los representantes
seculares de la autoridad y los laicos recibieron un influjo indebido e incluso
decisivo en la Iglesia, influjo que aprovecharon para sus intereses temporales
y materiales, y el clero mismo se hizo mundano. De ahí que el ordenamiento
jurídico de la Iglesia, precisamente a causa de todos esos elementos y factores
decisivos de origen no eclesiástico, en este período ofrezca una faz poco
eclesiástica y, en comparación con su matiz anterior, bajo muchos aspectos se
haya cambiado en lo contrario o, en todo caso, aparezca encubierto bajo muchos
elementos nuevos. La organización diocesana se afloja por medio del corepiscopado,
del arcedianado, del arciprestazgo, del decanato, y por los beneficios
sustraídos a la colación episcopal; la autoridad episcopal queda en cierto modo
repartida y dividida, o limitada por entidades con derecho autónomo, como en el
caso de los cabildos y de las exenciones e inmunidades, y hasta la autoridad
permanente toma color germánico (bannus). Así, en lugar del
centralismo autoritario y monárquico, se descentraliza todo el gobierno de la
Iglesia, no sólo por la multiplicidad ya dicha de autoridades espirituales,
sino sobre todo por su independencia, condicionada a su vez por el derecho
patrimonial; lo cual dio pie a que, junto a la autoridad y al oficio
episcopales, surgieran tantas autoridades ordinarias cuantos eran los oficios.
La organización metropolitana misma estuvo sujeta a este proceso de disolución,
y no pudo contener ni absorber la evolución diocesana.
En este clima decae cada vez más el carácter
comunitario de la vida de la Iglesia, en favor de una subjetivación e
individualización de la misma, y su faceta pública y jurídica, tan resaltada en
el periodo anterior, va dejando paso a la dimensión del derecho privado, que se
impone progresivamente. La idea de la soberanía popular, fuertemente acentuada
en el derecho germánico, y el instinto de la asociación privada hicieron
florecer distintas formas democráticas, como los ya mentados cabildos, y
luego las hermandades, asociaciones piadosas, órdenes religiosas, etc. Sobre el
carácter personal de las leyes se fundaba también la ordenación jurídica de los
distintos grupos: derecho cortesano, derecho de vasallos, derecho de
ministeriales, derecho de ciudades, etc., lo que fomentó naturalmente aún más
el particularismo jurídico de la Iglesia. También en el derecho procesal
penetraron elementos germánicos, como el uso extenso del juramento, las
ordalías o juicios de Dios, determinados modos de testimonio, la publicidad del
proceso; en el derecho penal se unió la excomunión eclesiástica con la
proscripción civil, se introdujo la sustitución de la pena por dinero o por la
expiación de otras personas, etc. Aparte de la total transformación del derecho
patrimonial, debemos también a este período los distintos tributos o
estipendios con ocasión de funciones y servicios espirituales, como los
derechos de estola y otras tasas, el derecho de espolios y regalías, etcétera.
Naturalmente, en muchos casos también evolucionaron en este sentido la
administración y la recepción de los sacramentos (penitencia privada,
impedimentos matrimoniales, etc.), la participación en el culto público y la
vida de piedad. El derecho de personas sigue en gran parte determinado por el
ya mentado derecho de oficios, bajo el influjo de la categoría de «cosa», pero,
por otra parte, se transforma y enriquece por las nuevas formas del derecho
eclesiástico de asociación (cabildos, hermandades, órdenes religiosas,
asociaciones piadosas).
Aunque puede decirse que, en este período, entraron
en la Iglesia gran riqueza y variedad de formas e instituciones jurídicas
nuevas, igualmente claro es que por ellas sufrió la disciplina y la vida entera
de la Iglesia, pues no todas se asimilaron orgánicamente, y en parte no podían
siquiera ser asimiladas, por demasiado extrañas al espíritu eclesiástico y a su
constitución y tradición. El estado de cosas así creado sólo podía remediarlo
la suprema autoridad de la Iglesia, el primado universal del papa, que,
superada la impotencia de que había adolecido e íntimamente fortalecido,
emprendió la reforma conocida con el nombre de gregoriana, la cual, vista
precisamente desde el derecho, tuvo raíces más hondas y ramificadas, tuvo mayor
importancia para toda la Iglesia de lo que ordinariamente se piensa.
Gracias a ella, por desgracia en muchos casos de
forma violenta, lo cual ocasionó también mucho daño a la Iglesia, se eliminó lo
absolutamente extraño, y se aceptó y asimiló definitivamente lo que era
tolerable de algún modo.
4. La evolución del derecho canónico desde el siglo
XII al XIV
La interna fusión orgánica de todos estos
elementos, de lo nuevo y de lo antiguo, en un sistema unitario y equilibrado,
en que las instituciones particulares se armonizaran entre sí, el que éstas
fueran reconocidas en su esencia, en sus formas y en su función, y a la vez se
las equilibrara, reformara y transformara, se las ordenara y fijara en un
conjunto ordenado; todo eso se debió a la ciencia, la cual, tomada al principio
como auxiliadora, fue, a su vez, apoyada por la universal actividad legislativa
de los papas, y recibió luego de éstos una dirección determinante. Esa
elaboración y construcción sistemática de la ordenación jurídica de la Iglesia
en todas sus partes es el contenido de la evolución del derecho canónico entre
el siglo XII y el XIV. Este ordenamiento jurídico de la Iglesia, llamado
simplemente «derecho decretal», no sólo estaba científicamente pensado a fondo,
limpio de todas las discordancias u oscuridades esenciales y armonizado para su
uso universal, a pesar de proceder de los más diversos tiempos, naciones y
circunstancias, no sólo estaba fijado su obligatoriedad legal según se tratara
de derecho general o especial, o de excepción y privilegio, sino que se hallaba
también asegurado por la distinción entre partes inmutables (el derecho natural
y el positivo divino) y mudables, así como por el exacto conocimiento y definición
de los órganos legislativos, en su interpretación auténtica y en su ulterior
evolución viva. Por razón de la universal competencia del papa, ya activamente
eficaz y doctrinalmente reconocido sin discusión, este derecho universal de la
Iglesia era a par derecho papal.
La eficacia mediata e inmediata de este derecho
papal se ve por otro factor, con fuerza creadora y transformadora en el campo
jurídico, que aparece cada vez más fuertemente a partir del siglo XIII: el
derecho de las nuevas comunidades religiosas, sobre todo de las órdenes
mendicantes. Su organización de tendencia tanto democrática como centralista y
su actividad apostólica trascendieron al ordenamiento jurídico general de toda
la Iglesia, en cuanto, por sus líneas directrices unitarias y en virtud de
poderes papales, en cierto modo como clero del papa, entraron en directa
relación pastoral con los fieles particulares. Con ello la anterior exención
interna, local y pasiva de monasterios y monjes quedó ampliada y transformada
en una exención externa, personal y activa, y así se hizo trizas el resto de
centralismo diocesano que aún pervivía en la centralización parroquial. Esto
aconteció no sólo por obra de la transitoria cura de almas de algunos
religiosos particulares, sino también por la vinculación permanente de muchos
laicos a una orden, a través de la organización de la tercera orden, de las
hermandades y de otras asociaciones piadosas, bajo la dirección de los
religiosos. En virtud del gobierno central y unitario ya mentado y de los poderes
papales, precisamente gracias a las órdenes religiosas y al derecho creado con
ellas, se restableció de nuevo el destruido centralismo diocesano y
territorial, de cuño particularista, en el plano superior del centralismo
universal del papa, que podía apoyarse en el primado de jurisdicción de
institución divina. Con ello quedaba preparado el camino para la reforma que,
no obstante los retrocesos del gobierno central de la Iglesia (decadencia del
pontificado en el período aviñonés, en el cisma de occidente, en la teoría
conciliarista), sólo por éste podía ser llevada a cabo.
5. Legislación reformadora (concilio
de Trento)
La reforma y, por ende, una nueva evolución del
ordenamiento jurídico de la Iglesia se hizo necesaria no sólo por razón de la
disolución del orden social y político de la edad media, que creó situaciones
completamente nuevas, sino también por las grandes conmociones y trastornos
dentro de la Iglesia, que, provocados por herejías de carácter práctico más
bien que especulativo, determinaron todo el futuro posterior con los
movimientos de apostasía respecto a la Iglesia universal. Al mismo tiempo, a la
verdad, tuvo la Iglesia una compensación en las tierras recién descubiertas, en
que se desarrolló una viva actividad misional, que le planteó también nuevos
problemas.
Las tentativas de reforma de la Iglesia antigua
hallaron finalmente expresión eficaz en el concilio de Trento. Éste, además de
resolver cuestiones dogmáticas, estableció también los principios fundamentales
de la reforma y reorganización de la vida creyente. Restableció eficazmente la
autoridad central de los obispos por medio de la autoridad universal del papa;
se puso sobre base sólida y oportuna la elección, la formación y el gobierno
del clero regular y secular mediante nuevas disposiciones; la actividad
ministerial del clero se adaptó a las necesidades del tiempo, y esto en todos
los órdenes, en la organización, en la administración de los sacramentos, en la
instrucción, en el gobierno y la administración patrimonial. Precisamente en
los beneficios se atacaron decididamente los abusos que aún cabían según el
derecho decretal y que por eso irrumpían a tiempo, y se cuidó de que
efectivamente se atendiera y respetara la primacía del ministerio y la
finalidad secundaria de los bienes eclesiásticos. Se aflojó el formulismo
entorpecedor del derecho procesal por medio de fórmulas más sencillas
(reducción del colegio de jueces, proceso sumario, proceso o disposición
ex in f ormata conscientia) y por la supresión de retardadoras
posibilidades de apelación, por cuanto el obispo juzgaba como legado del papa y
tampoco en la jurisdicción administrativa se podía ya simplemente saltar por
encima de la instancia del ordinario. Estos principios fundamentales fueron
llevados a la práctica y ulteriormente desarrollados por las autoridades
permanentes del poder central pontificio después del concilio, con lo que se
miró por la necesaria unidad y universalidad interna y externa. Principal
sujeto de esta actividad ha sido la congregación del concilio, así llamada por
su relación al concilio de Trento, la cual aún subsiste, aunque renovada.
La actividad misionera de la Iglesia abrió un nuevo
gran complejo de problemas al desarrollo del derecho canónico. Tanto los
territorios separados de la unidad de la Iglesia como los pueblos recién
descubiertos, provocaron una viva actividad de reconciliación y conversión que
era nueva en su especie y fue primeramente obra dispersa de las nuevas órdenes
religiosas, con o sin la ayuda de los señores seculares; luego, empero, la tomó
en sus manos la misma sede apostólica y la dirigió a través de la congregación
de propaganda fide. Mientras que en las tierras conquistadas
por los reyes de España y Portugal, principalmente en América, muchas veces se
aplicó, por medio del derecho de patronato, la ordenación jurídica vigente en
la Iglesia antigua; la congregación de propaganda fide formó
en los territorios que le estaban directamente sometidos un derecho misional
propio que tenía en cuenta las circunstancias de lugar, grado de civilización,
carácter del pueblo, etc., y creó así una legislación que se diferencia, en
muchos puntos, del derecho de las decretales y de sus ulteriores formas. Como
la actividad de los misioneros, cuyos superiores jerárquicos existían y
actuaban en nombre de la santa sede, estaba organizada unitariamente, las
normas jurídicas vigentes se configuraron totalmente de cara a la Iglesia, en
forma central, unitaria y móvil, se ajustaron a las necesidades inmediatas del
apostolado, desligándolas de toda vinculación material o de todo predominio del
derecho patrimonial; así podía resolverse inmediatamente todo problema por
medio de la autoridad central, según lo exigieran la evolución armónica y las
nuevas necesidades. Esta nueva legislación tenia necesariamente que dejar
sentir sus efectos sobre el viejo derecho decretal y sus posteriores formas
postridentinas; primero, porque la misma autoridad central suprema dirigía
ambas actividades y, sobre todo, porque los países y territorios de misión que
ya estaban maduros para ser sometidos a la administración eclesiástica
ordinaria fueron incorporados a ésta, y aquí naturalmente no puede olvidarse su
anterior ordenación jurídica. Así, lentamente, el derecho misional fue
penetrando, en no pocos puntos, el derecho decretal.
6. La historia del derecho canónico en la era de la
ilustración (siglo XVIII) y en el tiempo siguiente
Las nuevas teorías -con su profunda repercusión en
la vida- de la ilustración, del -racionalismo, del liberalismo, así como del
naturalismo y del positivismo jurídicos, e igualmente los fenómenos políticos
del absolutismo extremado y de la subsiguiente democratización del Estado y de
toda la vida pública; no pudieron menos de ejercer honda influencia sobre la
vida eclesiástica, ora en lo que atañe a las relaciones entre la Iglesia y
el Estado, ora en lo que afecta a la actitud general del hombre moderno ante la
fe, la Iglesia y la vida eclesiástica. Las manifestaciones concretas de estas
nuevas actitudes fueron: el cesarismo estatal con relación a lo eclesiástico
aun en los países que habían permanecido católicos (así en el galicanismo y el
-> josefinismo); el progresivo alejamiento y por fin la separación entre la
Iglesia y el Estado; los conflictos dentro de la Iglesia, como el moderno episcopalismo
y febronianismo, juntamente con las corrientes de Iglesias nacionales y
tendencias particularistas. Esta actitud espiritual individualista, unida a los
elementos de reacción democrática, infligió graves perjuicios a la disciplina
eclesiástica, sobre todo, a la autoridad de la Iglesia y a su reconocimiento
práctico, y exigió mucha mayor libertad, p. ej., en la administración y
recepción de los sacramentos, así como una ulterior evolución en el derecho de
los religiosos, en el derecho penal, etc.; y, por otra parte, también eligió la
defensa de los derechos de la Iglesia, de la fe y de la auténtica vida de fe de
los miembros de la Iglesia. Ésta trató de adaptarse a las nuevas circunstancias
por una activa legislación mediante concordatos bilaterales, por una nueva
intensificación de la cura de almas en el clero alto y bajo, por el fomento de
la vida de piedad en el clero y el pueblo, por una espiritualización aún más
rigurosa del derecho patrimonial eclesiástico y del derecho penal. En este
empeño, muchas prescripciones rigurosas y formales del derecho fueron
sustituidas por otras más móviles, más adaptadas y fáciles de adaptar a las
nuevas circunstancias. De todos modos, esta transformación y reordenación de
las relaciones dentro y fuera de la Iglesia, con miras a la propia defensa y
estructuración, trajo como consecuencia, por necesidad interna, una nueva
acentuación del centralismo.
Dentro de la misma línea, las congregaciones
religiosas que se van fundando experimentan también una nueva evolución en el
sentido de una mayor centralización jerárquica y monárquica, con acentuación
muy particular de la actividad apostólica en la cura de almas, en las escuelas,
en el cuidado de los enfermos y en otras obras de cristiano amor al prójimo,
así como en la actividad misional. Esto trajo naturalmente consigo la
correspondiente igualación de la legislación sobre religiosos, que dejó a
su vez sentir sus efectos sobre el derecho canónico general. Dentro de esa
evolución, lo mismo que en períodos anteriores, la Iglesia pudo y debió sufrir
la influencia positiva y negativa del derecho romano, aceptado casi en todas
partes, así como de las ordenaciones jurídicas de los Estados modernos, que se
fueron codificando progresivamente a partir del siglo XVIII. En conjunto puede,
sin duda, decirse que la espiritualización de toda la ordenación jurídica de la
Iglesia, movimiento iniciado desde el período tridentino, ha ido avanzando en
fuerte escasa.
7. El segundo concilio Vaticano
El concilio Vaticano II ha iniciado un período totalmente
nuevo en la h. del d.c. Concilio pastoral por todo su espíritu, ha emitido con
relación a todos los campos de la vida de fe, si no leyes formuladas con
técnica jurídica, sí principios y directrices que afectan a la substancia
jurídica, los cuales han quedado consignados en las constituciones, los
decretos y las declaraciones particulares y deben marcar la pauta para la ya
comenzada reforma del código, y, con él, de toda la legislación de la Iglesia.
Basta aludir brevemente a los aspectos constitucionales del texto relativo a la
Iglesia, al consejo episcopal, particularmente a las conferencias episcopales y
a las importantes disposiciones sobre: el ministerio episcopal en la Iglesia;
la vida y acción de los sacerdotes; los diáconos como oficio independiente; los
religiosos; el puesto y apostolado de los laicos; la formación y educación de
los sacerdotes; la actividad misional y la relación con los otros ritos; la
relación con los otros hermanos cristianos separados y con las religiones no
cristianas; la libertad religiosa; el culto público; los sacramentos y su
administración, y los medios de comunicación social. Además, la superación del
sistema beneficial en el derecho patrimonial y de oficios dentro de la Iglesia,
y las decisiones (que en muchos casos afectan también al derecho) sobre la
relación de la Iglesia con los problemas de la sociedad, la cultura y la
civilización modernas, tendrán una repercusión particularmente fuerte. Aquí
aparecerá con singular claridad la importancia del conocimiento de la h. del
d.c. para la ordenación jurídica vigente.
https://www.mercaba.org/Mundi/2/derecho_canonico_2.htm
DERECHO CANÓNICO 2
1.Preliminares
Si mediante una metonimia lícita
llamamos «derecho objetivo» al conjunto de leyes eclesiásticas, comienza a
llamarse «canónico» a partir del s. VIII. Ya sin embargo, desde el Concilio de
Nicea (325) se distinguen los cánones (kanones o reglas) de las leyes (nomoi),
que se aplican, más bien, a las civiles. En las fuentes primitivas aparece
repetida una razón interesante: los cánones «persuaden», más que obligan
coactivamente.
El Derecho Canónico se
llamó ius divinum, ius sacrum, ius
pontificium y hasta la Reforma ius ecclesiasticum. Esta denominación ofrece
hoy diversas acepciones y matices (Derecho Público Eclesiástico).
En los cánones de los
Concilios solían distinguirse canones
fidei, canones morum y canones disciplinares, sin que, dada la unidad de
toda la ciencia teológica de entonces, puedan identificarse, respectivamente,
con cánones dogmáticos, cánones morales y
cánones jurídicos. Hasta Graciano el Derecho Canónico no aparece separado
de la Teología. Todavía en la celebérrima obra de Pedro Lombardo El Maestro de
las Sentencias (Libri quattuor Sententiarum),
texto de teología durante más de tres siglos y comentado, entre otros, por San
Alberto Magno, San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino, el Derecho Canónico
aparece estrechamente unido a la Teología y todas las fuentes teológicas son
fuentes canónicas.
Desde el Decreto de
Graciano (1140) hasta Trento comienza las llamadas aetas aurea, en la que se va perfilando la ciencia canónica. Desde
Trento hasta el Codex de 1917 discurre el período de las Institutiones
Canonicae entre las que merecen destacarse las de Pirhing, Reiffenstuel y
Schmalzgrueber. Publicado el Codex comienza el período de los grandes
Comentarios. Para el estudio de la ciencia canónica y de su específica
metodología tiene especial importancia la Constitución de Pío XI Deus scientiarum Dominus (24 V 1931, AAS
[23], 1931, 241 s).
2. El Derecho Canónico
Sólo un incorregible
positivista puede olvidar que el Derecho Civil y el Canónico son Derecho por su
juridicidad esencial (Derecho) y no por ser civil o canónico. Antes de la
ciencia jurídica existe una filosofía jurídica y Derecho de todos los derechos
positivos. No se pueden calibrar debidamente las diferencias específicas de
ambos ordenamientos, civiles y canónicas, si no se parte del género común
esencial: el Derecho. Ubi homo, ibi ius.
Pero ni siquiera es tan claro que se trate de dos derechos específicamente
distintos, al menos en su origen. El Derecho es originariamente «creacional» y
la Creación no es natural, sino libre y gratuita. La Creación es,
objetivamente, exclusivamente cristiana. Cristo es el único modelo concreto de
esta creación concreta y de la historia que inaugura.
La Creación y el
Evangelio no divide a los hombres en dos partes: Iglesia y Mundo. Las dos
grandes Constituciones dogmáticas del Vaticano II, Lumen Gentium y Dei Verbum, y especialmente la Constitución
pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, la Gaudium et Spes, lo han visto muy bien. Incluso en la
Declaración sobre la libertad religiosa, Dignitatis
humanae, en el n. 14 se lee: «Pues por voluntad de Cristo, la Iglesia
Católica es la maestra de la verdad, y su misión es exponer y enseñar
auténticamente la Verdad, que es Cristo, y al mismo tiempo declarar y confirmar
con su autoridad los principios del orden moral que fluyen de la misma
naturaleza humana».
El derecho creacional
no sólo garantiza una correcta fundamentación metafísica del Derecho, sino que
inicia el diálogo fundamental y la irrompible síntesis dinámica entre
naturaleza y gracia. Sólo dentro de este diálogo inicial y cada vez más
progresivo y lúcido hasta llegar a la Encarnación del Verbo, se puede entender
la universalidad de la Iglesia «fuera de la cual no hay salvación».
Es peligrosa, además,
esa exagerada separación que establecen tantos canonistas entre el Derecho
civil y el canónico, porque, por una parte, parece condenar, al menos
implícitamente, al Derecho civil como si no fuera instrumento sincero de
justicia y como si, incluso a veces, no tuviera en algunos puntos una más fina
sensibilidad práctica hacia el hombre, que la que pudo existir en algunos
institutos canónicos; por otra parte, existe el peligro de tipificar lo
canónico de tal suerte, que parece todo menos auténtico derecho. De esta forma
se puede caer en la imprecisión de algunos dogmáticos y, especialmente, de
bastantes pastoralistas.
Como saber
relativamente autónomo, lo Canónico tiene que especificarse por su objeto
formal. En cuanto al objeto material, el misterio de la Iglesia, es claro que
coincide con la teología. Su aspecto formalmente jurídico lo distingue de la
teología dogmática y de la teología moral y de cualquier otra rama teológica,
pero lo que parece excesivo es, precisamente y sólo por este objeto formal,
desligarle de la teología. Esto es todavía menos lógico en todos aquellos que
insisten en todas las notas específicas e individuantes de lo canónico en
cuanto tal. Resulta, por lo visto, que aunque se trata de un derecho muy
peculiar, sagrado, sacramental, etc. su aspecto jurídico es irreconciliable con
lo teológico. Históricamente se configura lo canónico como una parte de la
teología y recibe durante casi once siglos el nombre de Teología Práctica. Su
total autonomía posterior no supone un desligarse de la teología, lo cual me
parece imposible, sino de otras ramas de la teología, especialmente de la moral
con la cual vivió en estrecho y pacífico maridaje. Una separación excesiva,
fuera del ámbito de lo metodológico, entre teología y Derecho hace muy poco
inteligible al segundo y, desde luego, injustificable. Un método puramente
exegético convierte al canonista-legalista en absolutamente incapaz para
abordar temas doctrinales de envergadura y para tomar conciencia de la
profundidad que subyace en el Codex.
Lo primero que tiene que tener en cuenta lo Canónico es lo humano. Una
bien entendida centralidad del hombre constituye un dato previo, un verdadero
existencial filosófico, teológico y jurídico. Un Derecho Canónico sin sentido
para el hombre no es canónico, porque no es cristiano. Un Derecho Canónico que
no respete y no asuma los derechos fundamentales de la persona en cuanto tal,
no es canónico, porque no es humano. Ya desde el principio, pues, la vocación
canónica es humana y busca esa estructura esencial de cada persona, que es en
sí meta-ideológica y que descubre el Derecho auténtico, anterior a toda posible
división en civil y canónico.
No puede entenderse lo Canónico, si no es parte de la única y universal
mediación de Cristo y si no tiene en cuenta que Cristo es el único mediador de
todo sentido. Por eso el Derecho Canónico tiene que ser:
a) Derecho sacramental y esta sacramentalidad radical no puede
entenderse más que a la luz del misterio de la Encarnación, del misterio de
Cristo como Sacramento primario de salvación y del misterio de la Iglesia
sacramento universal de salvación.
La unión hipostática tiene que traducirse en una neta superación en lo
canónico tanto de un excesivo «monofisitismo» con la casi desaparición de la
naturaleza humana cuanto de un excesivo «nestorianismo» con la casi
desaparición de la naturaleza divina. El Verbo de Dios y Cristo son una misma y
única realidad. Por eso la legislación canónica debe lograr la máxima cohesión
humano-cristiana de la comunidad. De la gracia capital de Cristo, sin la que no
se entienden los caracteres sacramentales, brota la única potestad sacra de la
Iglesia. Sin la configuración óntica del hombre cristiano por el carácter del
Bautismo, de la Confirmación y del Orden en sus tres grados, y todo centrado en
la S. Eucaristía (canon 897) no se entiende lo canónico, que no se ve cómo
puede ser no-teológico.
El Derecho Canónico tiene que ser evangélico, inspirado en el Evangelio.
Y este esencial carácter evangélico exige evitar defectos y excesos; evitar el
gravísimo defecto, posible en toda legislación positiva, de establecer lo que
Jesús prohibe, y el exceso de convertir en universalmente obligatorio lo que
para Jesús es potestativo y libre.
El espíritu evangélico exige también la concepción y la práctica de la
autoridad como servicio de tal manera que no se apacienten mejor los pastores
que el rebaño.
El espíritu evangélico exige al Derecho Canónico una especial
connotación de libertad, porque es la libertad característica esencial del
Espíritu Santo motor de toda la actividad eclesial. Esta presencia viva del
Espíritu en el espíritu canónico hace que la máxima libertad posible constituya
una verdadera presunción fundamental, saltem iuris a cuya luz debe
interpretarse el canon 18. Ya Pablo VI en la Allocutio ad praelatos Auditores S. Romanae Rotae (291 1970: AAS,
62, [1970] 115) afirmaba que en la Iglesia libertad y autoridad son valores que
se integran mutuamente. Libertad y fe configuran los derechos subjetivos del
bautizado, dato fundamental para entender la verdadera sacramentalidad por
ejemplo en el caso concreto del Matrimonio. Sin libertad y fe el sacramento se
vuelve una realidad automática, y las leyes, puras fuerzas automáticas, pura
legalidad externa, tan ajena al espíritu de lo canónico.
El Papa Juan Pablo II en la Const.
Sacrae disciplinae leges insiste luminosamente en el carácter sagrado-teológico
del Código, que, lejos de sustituir a la fe, a la gracia y principalmente a la
caridad, debe establecer un orden que atribuya la parte principal (praecipuas tribuens partes) al amor, a
la gracia y a los carismas del Espíritu Santo y que los favorezca. Bajo este
aspecto también el Derecho Canónico está imbuido de espíritu carismático,
porque debe hacer más fecunda y fácil la vivencia comunitario-social de los
carismas, que siempre son también ad
alteros, ad aedificationem Corporis Christi. Insiste también el Papa en la
realidad fundamental de la communio
ecclesialis y ésta constituye un criterio constante para concertar
justamente las tensiones y tendencias del uno y múltiple Pueblo de Dios. Este
carácter evangélico-eclesial obliga y permite al Derecho Canónico a establecer
y a respetar la verdadera jerarquía de los valores y las preferencias en favor
de los «evangélicamente pobres».
Promulgado el Código, éste puede ser llamado con toda razón conciliar.
Juan Pablo II en la citada Const. Sacrae Disciplinae Leges lo expresa muy bien:
«El Codex es un instrumento que corresponde de lleno a la naturaleza de la
Iglesia, especialmente como la presenta el magisterio del Concilio Vaticano II
en general, y de modo particular su doctrina eclesiológica». Y añade algo que
evidencia el mismo estudio de los cánones: «más aún: en cierto sentido, este
nuevo Codex podría entenderse como un gran esfuerzo por traducir al lenguaje
canónico esta doctrina misma, la eclesiología conciliar».
El Derecho Canónico es, pues, un medio que, basado en el derecho divino
natural y positivo, organiza racionalmente todos los elementos eclesiales,
según justicia, para que la Iglesia pueda cumplir más eficazmente los fines que
su divino Fundador le señaló y que en definitiva están ordenados a la salvación
de los hombres, «que en la Iglesia debe ser siempre la ley suprema» (canon
1752). Lo canónico, que, como jurídico es relación de relaciones, ayuda a la
armonización justa de todas las demás fuerzas y relaciones eclesiales
orientándolas al bien común y a crear los ámbitos de libertad cristiana más
amplios y protegidos al servicio del amor. Lo canónico, en cuanto jurídico,
clarifica la realidad eclesial haciéndola más justamente solidaria, de tal
manera que el amor quede bien repartido y que no se desperdicien fuerzas ni se
desorienten. Esta organización de medios según justicia constituye en sí misma
un alto valor pastoral del que debe aprovecharse y se aprovecha la pastoral
concreta.
Lo canónico, derecho verdaderamente singular, síntesis de elementos
filosóficos (naturales) y de elementos teológicos (sobrenaturales), mientras
intenta realizar el valor de la justicia tanto en el fuero interno como en el
externo, fomenta la libertad de los hijos de Dios y respeta la suprema libertad
del Espíritu Santo.
El Derecho Canónico no es, por voluntad de Cristo, democrático, sino
sabia y correctamente paterno en cuanto que traduce la paternidad de Dios de la
que participan de modo diverso, pero siempre como servicio de amor y
obediencia, los investidos en autoridad pública y todos los miembros del Pueblo
de Dios con sus diversas funciones y carismas, para construir la gran familia
de los hijos de Dios. Este sentido sagrado de la fecundidad paterna por una
parte y, materna, por otra, ya que la Iglesia es Madre, explica incluso
humanamente la solidez y armonía de la sociedad eclesial frente al cambio
continuo de otras sociedades políticas. Todo se debe, en definitiva, al
Espíritu Santo, pero este derecho especialísimo, que constituye lo canónico es,
justamente interpretado, un instrumento precioso de cohesión eclesial y
encierra una vieja y siempre actual sabiduría
Diccionario de Derecho Canónico, Madrid
2000, Voz: DERECHO CANÓNICO (Ius canonicum), Luis Vela Sánchez (páginas
218-221).
https://ec.aciprensa.com/wiki/Derecho_Can%C3%B3nico_II
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