lunes, 18 de noviembre de 2024

 

DERECHO CANÓNICO

https://matergloriosa.wordpress.com/2016/06/30/historia-del-derecho-canonico-el-primer-milenio/

HISTORIA DEL DERECHO CANÓNICO

Cuanta más importancia conceda el hombre moderno a la personal inteligencia de los dominios especiales de la fe y de la vida creyente que se dan en la forma institucional de la Iglesia tal como Dios la quiere, tanto menos puede él mirar la h. del d.c. como mero saber recóndito de unos cuantos especialistas, sin contacto con la realidad. De hecho, la historia del derecho es indispensable para la más profunda inteligencia de todo derecho y de toda relación jurídica vigente, pues éstos son resultado de una evolución orgánica, a menudo secular, determinada por los más varios factores y necesidades de la vida común y social. Además, sin duda no hay otro terreno como el derecho que sea imagen tan inmediata y, por ende, genuina de los factores operantes en cada caso y de las necesidades vigentes en la vida social. Finalmente, la h. del d.c. es de modo particularísimo expresión de la vida común y organizada de la Iglesia, es decir, de la vida de la Iglesia visible. La dimensión externa de la comunidad eclesiástica está ligada en la manera más estrecha a las verdades de la fe y hasta penetra en la fe misma. Con ello la h. del d.c, se convierte en una imprescindible fuente de conocimiento de la historia general de la Iglesia, no menos que de los campos particulares de sus sucesivas formas de vida y páginas de su destino; p. ej., las formas de organización interna y externa, de la disciplina, del culto público, de sus dificultades, luchas y escisiones, de los fenómenos de decadencia y los esfuerzos de reforma. La fuerte parte jurídica que hay en todas estas manifestaciones exige conocimiento e inteligencia del derecho y de su evolución en la Iglesia. Pero también las relaciones de ésta con su mundo circundante, p. ej., en el terreno de las instituciones políticas, de la convivencia social, de las uniones interestatales, de la historia de la religión, de la ciencia en el más amplio sentido de la palabra, del arte, de la actividad benéfica y hasta de la economía, llevan consigo que un conocimiento a fondo y a veces la misma inteligencia recta de estos terrenos sólo se logra por medio de la h. del d.c. No hay sino echar una mirada a las colecciones de normas eclesiásticas en el curso de los siglos, para convencerse del amplio campo de influencia del derecho de la Iglesia.

Partiendo de estos supuestos intentemos trazar las líneas capitales que facilitan una visión general y panorámica.

La h. del d.c. se divide en tres dominios que, por razón de su objeto y en parte también de su método propio, pueden considerarse como autónomos y como tales deben ser tratados: la historia de las fuentes formales o de las recopilaciones legales, la historia de la ciencia canónica y la historia de las instituciones canónicas particulares. La división en períodos dentro de la evolución histórica de estos tres sectores es mejor intentarla, contra la opinión tradicional, por cada uno separadamente, pues ello da mejor cuenta de su peculiaridad, siquiera a veces los límites coincidan para dos y aun tres terrenos.

I. Historia de las fuentes

Esta historia estriba sobre dos pilares básicos: el Corpus iuris canonici y el -> Codex iuris canonici (CIC). El milenio anterior a aquél debe su múltiple actividad recopiladora no sólo a la necesidad de tener recogidas y a mano las normas obligatorias para el uso práctico, sino también, y más aún, a otros fines y aspiraciones, entre los que se destacan dos como más estimulantes: el deseo de reducir a sano equilibrio y, por ende, a posible unidad las centrífugas normas particulares, que resultaban dañosas para la estructura unitaria de la Iglesia universal; y los esfuerzos por reformar la vida eclesiástica, que se hallaba en estado de decadencia o peligro en sus diversos planos. La multiplicidad y diferencia y hasta contrariedad en fondo y forma de estas colecciones, eran una y otra vez un elemento perturbador en el conocimiento y la aplicación de las normas auténticas de la Iglesia, y apremiaban a establecer un equilibrio externo e interno y a la unificación de las muchas colecciones y, a través de éstas, de las normas mismas. Esta obra, exigida por la naturaleza misma de la cosa, la llevó a cabo el monje camaldulense Graciano, con su Concordia discordantium canonum (h. 1142), que vino a ser base y primera parte del Corpus iuris canonici. Las restantes partes del mismo, que se compusieron por la armónica cooperación entre la legislación central del papa (Decretales) y la ciencia universal, son la colección de Gregorio IX (Liber Extra, 1234), la de Bonifacio viri (Liber Sextus, 1298), la de Juan XXII (Clementinas, 1317) y dos colecciones de Extravagantes que se añadieron posteriormente. Este «Corpus» contiene las normas esenciales del derecho canónico hasta el CIC.

La posterior actividad recopiladora se limitó a ediciones más o menos críticas de las normas de los concilios, de las decretales de los papas mismos y de las más varias disposiciones de los órganos del gobierno central pontificio, así como de otras normas particulares. Pero esas normas nunca se reunieron en una colección única, y en ellas encontramos también disposiciones anticuadas, cambiadas y hasta contradictorias. A fin de remediar esta renovada multiplicidad y la dificultad ahí implicada de conocer las normas vigentes, así como la inseguridad del derecho que eso llevaba consigo; la autoridad central de la Iglesia, después de diversos ensayos privados, acometió la «codificación» del derecho vigente en la Iglesia universal, es decir, la tarea de ordenarlo nuevamente y editarlo en nuevo molde lingüístico a estilo de los modernos códigos legales. Esto acaeció en pentecostés de 1917. La reforma de ese CIC que dispuso el papa Juan XXII, no atañe tanto a la forma cuanto al contenido legal mismo, que en muchos puntos debe adaptarse a los nuevos hechos y puede ya apoyarse en las disposiciones y directrices disciplinares emanadas del concilio Vaticano II, y por ellas debe orientarse.

II. Historia de la ciencia del derecho canónico

Esta comprende no sólo la elaboración sistemática y metódica de la doctrina jurídica de la Iglesia, en sus principios y en sus leyes especiales, sobre la interpretación, aplicación y motivación del derecho, sino también la exposición de los métodos, de los géneros literarios de la investigación y exposición, de la vida y obras de los canonistas particulares, de la organización del estudio y de los institutos docentes, de las corrientes doctrinas especiales, así como de las relaciones con otras ciencias. En los primeros siglos de la Iglesia no había una ciencia canónica propiamente dicha; hubo que esperar hasta Graciano (al que conocemos ya por la historia de las fuentes), el cual, al tratar los textos y problemas canónicos entonces existentes y vigentes según los principios de un método jurídico y como un campo autónomo, puso el fundamento de una ciencia del derecho canónico en sentido estricto. La escuela de los decretistas nacida de su obra y la de los decretalistas ligados a ella, que elaboró la legislación de las decretales pontificias, forman el primer gran punto culminante del desarrollo de la ciencia canónica, que produjo el derecho canónico clásico y por ello se llama, acertadamente, la canonística clásica. Ésta, en su actividad, que duró unos 200 años (1150-1350) e irradió desde centros internacionales -sobre todo Bolonia, en parte también París y Renania, y los territorios de soberanía anglonormanda -, formó un sistema perfecto en sus líneas esenciales, científicamente bien pensado y ordenado, a saber el derecho decretal (así llamado sobre todo por las fuentes principalmente elaboradas, las Decretales), que es aún hasta ahora la piedra fundamental y la medula del vigente derecho canónico.

Sigue un período de unos 200 años de epígonos, los llamados posglosadores o consiliatores que sólo crearon algo nuevo en resúmenes propios y en la aplicación del derecho. El nuevo período, cuyo fundamento puso el concilio de Trento y su reforma disciplinar, se llama período neoclásico o áureo. Se produjeron entonces los grandes comentarios, caracterizados a veces también por nuevos métodos libres de exposición, que todavía hoy debe conocer y explotar todo canonista profesional, según la regla de interpretación del can. 6; e igualmente se produjeron breves exposiciones (Institutiones), introducciones, estudios monográficos y obras históricas. Estas últimas sobre todo, juntamente con las obras que, a incitación de los tratados de derecho civil, versan sobre el derecho «público y privado» de la Iglesia, y junto con las exposiciones del derecho eclesiástico-civil, debieron su nacimiento a las corrientes anticlericales de las Iglesias nacionales y estatales, a la -ilustración y a los sistemas filosóficos ligados a ésta, así como a las controversias dentro de la Iglesia, como el -> episcopalismo, y a los trabajos apologéticos que dichas controversias provocaron. Si la substancia de la doctrina canónica sufrió en muchos casos bajo estas influencias, en cambio ganó la penetración científica del derecho canónico, sobre todo merced a la profundízación de los componentes históricos y filosóficos y, en gran parte también, por el influjo de los progresos, en fondo y forma, de la jurisprudencia civil. El periodo de postración de la ciencia canónica en el pasado siglo, en que dominaron la confusión y multiplicidad de los más varios sistemas, sobre todo expositivos, agravado todo ello por la situación extraordinariamente difícil en lo relativo a las fuentes y a la posibilidad de su conocimiento, tuvo fin con la edición del único código legal de la Iglesia. Hasta ahora, no se ha producido una nueva edad de oro de la ciencia canónica, que se ha quedado más o menos estancada en la exégesis. La jurisprudencia eclesiástica también espera un nuevo y fuerte impulso de la reforma que se halla en marcha, la cual afecta a la substancia misma del derecho.

III. La historia de las instituciones jurídicas

Este tercer sector de la h. del d.c. abarca la evolución del contenido de las normas eclesiásticas mismas; por eso se llama historia interna del derecho. Trata de la evolución de las instituciones jurídicas especiales y de los complejos de normas de la Iglesia, que constituyen en sí un todo cerrado en virtud de un determinado objeto, en los terrenos del derecho constitucional, de la legislación, de la jurisprudencia, del gobierno de los miembros de la Iglesia, de las medidas de coacción, de la administración de las cosas eclesiásticas en el amplísimo sentido de esta expresión canónica, es decir, aun de los sacramentos, de las acciones litúrgicas, de la predicación, etc.

Sobre los períodos de este desenvolvimiento no hay aún unanimidad. Sin embargo, en el estado actual de la ciencia, la división más adecuada parece seguir siendo la propuesta por U. Stutz, matizada o modificada por otros en contenido y finalidad, pero conservada en lo esencial cronológicamente: 1) un desarrollo jurídico de la primitiva Iglesia en los tres primeros siglos; 2) un segundo desarrollo que se extiende del siglo IV al VII, bajo la influencia determinante del derecho romano; 3) un tercero, de los siglos VII-VIII al XII, que está bajo el importante influjo de los ordenamientos jurídicos germánicos; 4) otro período de elaboración y sistematización científica del ordenamiento jurídico de la Iglesia por la ciencia clásica y por la actividad legislativa de los papas (siglos XII-XIV); 5) una quinta época bajo la influencia de la legislación reformadora sobre todo del concilio de Trento y de los órganos de gobierno universal de los papas que la ejecutaron y continuaron (siglos XV-XVIII); 6) la época de las normas provocadas y condicionadas por diversas corrientes antieclesiásticas y antirreligiosas del siglo XVIII hasta la actualidad. 7) Hoy podemos ya decir que, con los decretos del Vaticano II y la reforma, ya en marcha, del código de derecho canónico, ha comenzado un nuevo período, seguramente importante, en la evolución del derecho canónico.

La exposición de esta evolución interna del derecho canónico mismo presenta grandes dificultades. La abundancia del material, la riqueza de las instituciones, su cambio por asimilación, exclusión o eliminación, la preparación de nuevas ediciones, exigirían mucho más espacio si se quisiera dar un conocímiento siquiera sumario de toda la organización jurídica de la Iglesia y de sus partes especiales. Sin embargo, aún presenta una dificultad mayor el hecho de que largos trechos de dicha evolución no han sido aún en absoluto investigados y, por ende, todavía no puede darse un conocimiento seguro, para lo cual habría que disponer de estudios especiales sobre las principales instituciones. Si, a pesar de todo, se intenta aquí un breve esbozo, ello no puede hacerse en forma monográfica, sino, solamente, caracterizando los períodos especiales en sus grandes líneas fundamentales, y además con la reserva que impone la falta de un exacto conocimiento de la evolución de las instituciones particulares.

1. El desarrollo del concepto de d. c. en la Iglesia primitiva

En el primer período de la Iglesia primitiva podemos comprobar la aparición de las líneas fundamentales constitutivas: como el carácter público y jurídico de la organización eclesiástica por medio de la jerarquía, del episcopado monárquico; la subdivisión de la unidad de la Iglesia, unidad mantenida siempre conscientemente, en diócesis y provincias; la cristalización de los elementos divinos y de las determinaciones apostólicas, a las que se juntan cada vez más las ordenaciones jurídicas positivas de los distintos representantes de la autoridad de la Iglesia.

Lentamente se transforman en leyes las normas de derecho consuetudinario y se abren paso las instituciones jurídicas privadas. Al faltar la influencia de la ordenación jurídica del Estado, pues éste era hostil a la religión cristiana y la negaba esencialmente, la Iglesia podía desarrollar su ordenación jurídica partiendo de su propia esencia, aunque tomara de fuera, según criterio libre y sin violencia, lo que le parecía viable.

2. La influencia del derecho romano

La libertad lograda por la Iglesia del siglo IV, no menos que su fuerza conquistadora, le da la posibilidad de desarrollar en todos los aspectos su forma jurídica y hacer que ésta sea reconocida. El derecho romano, perfecto en muchos aspectos, se le ofrece en esa tarea como ayuda y modelo, y hasta se le impone en cierta medida, particularmente en oriente. Esta influencia determina de tal manera la evolución jurídica de la Iglesia, que el derecho por ella creado para sus propios órdenes puede ser llamado derecho canónico de cuño y color romano, si bien siempre era eclesiástico en el sentido de que toda obligación eclesiástica, en la conciencia de la Iglesia sólo procedía de su propia autoridad, como se ve claro por más de una institución. El derecho matrimonial puede presentarse como ejemplo convincente de ello. En este período se desarrolló sobre todo, en gran parte según modelo romano, la organización territorial y la administración, el derecho procesal y penal, el derecho de personas y cosas; y, por cierto, todo eso se desarrolló en forma de autoridad monárquica, en parte también bajo influencia del derecho romano, el cual, desde luego, coincidía aquí con la primigenia institución jurídica de la Iglesia, parcialmente incluso de derecho divino. Decimos en «forma monárquica», pues ésta fue desplazando a segundo término los elementos democráticos que aún se conservaban. Todo el gobierno de la Iglesia apareció además con marcado centralismo, en torno al obispo como único superior ordinario en la diócesis, en torno al metropolita en la provincia eclesiástica, alrededor del patriarca en el patriarcado y alrededor del primado del papa romano en la Iglesia universal. Muy fuertemente se acentuó también el carácter público de toda la vida eclesiástica, que por eso tenía marcado tono comunitario, lo cual se manifestaba incluso en las dimensiones más profundas, como en el culto, en la administración y en la recepción de los sacramentos (un ejemplo particularmente bello es la disciplina penitencial = sacramento de la penitencia) y hasta en la vida de oración. Eso confería también un acento especial a la autoridad como tal y al concepto abstracto de función en lo relativo a los ministerios eclesiásticos. En esta concepción jurídica toma también parte todo el derecho patrimonial de la Iglesia, con su clara finalidad pública.

3. La influencia del derecho germano

Aun después de la desaparición del imperio romano, que, por providencia de Dios, ofreció a la Iglesia la base para su primera propagación, la comunidad eclesiástica continuó viviendo según el derecho romano en las distintas comunidades étnicas germánicas que habían surgido de nuevo. Sólo a partir de los siglos VII-VIII los ordenamientos jurídicos germánicos fueron tiñendo también el campo eclesiástico, por razón de las conversiones en masa de los pueblos germánicos junto con sus jefes, por la estrecha unión de ambos poderes y la doble función de los superiores eclesiásticos, que eran a par príncipes seculares, por la estrecha unión de las dos autoridades supremas, el papa y el emperador, no menos que por la larga impotencia del pontificado y la ausencia de una ciencia eclesiástica que hubiera vigilado desde dentro la evolución jurídica y la hubiera dirigido eliminando oportunamente todos los elementos extraños a la Iglesia. Un influjo innegable se debe también a la Iglesia de Irlanda, Inglaterra y partes del norte de Francia, gracias a sus misioneros que convirtieron el continente aún pagano o arriano.

Con estos factores de influencia, el derecho canónico admitió múltiples elementos, algunos de ellos extraños, que modificaron en muchos puntos esenciales la ordenación jurídica de la Iglesia. Se ha afirmado, en muchos aspectos con razón, que bajo este influjo el derecho de la Iglesia quedó materializado, en el sentido de que, por medio del derecho feudal y beneficial - el cual comenzó a penetrar y dominar cada vez más no sólo todo el derecho patrimonial, sino también el de los oficios eclesiásticos y el de personas ligado con él-, el elemento «real» del patrimonio y del bien material atrajo a sí el oficio eclesiástico y sus funciones, órdenes esencialmente espirituales de la vida de la Iglesia. Con lo cual, se sigue afirmando, quedó invertida la relación entre principal y accesoria, entre fin y medio, y así toda la vida de la Iglesia recibió un carácter temporal, secular y material, el sujeto fue puesto al servicio del objeto, los representantes seculares de la autoridad y los laicos recibieron un influjo indebido e incluso decisivo en la Iglesia, influjo que aprovecharon para sus intereses temporales y materiales, y el clero mismo se hizo mundano. De ahí que el ordenamiento jurídico de la Iglesia, precisamente a causa de todos esos elementos y factores decisivos de origen no eclesiástico, en este período ofrezca una faz poco eclesiástica y, en comparación con su matiz anterior, bajo muchos aspectos se haya cambiado en lo contrario o, en todo caso, aparezca encubierto bajo muchos elementos nuevos. La organización diocesana se afloja por medio del corepiscopado, del arcedianado, del arciprestazgo, del decanato, y por los beneficios sustraídos a la colación episcopal; la autoridad episcopal queda en cierto modo repartida y dividida, o limitada por entidades con derecho autónomo, como en el caso de los cabildos y de las exenciones e inmunidades, y hasta la autoridad permanente toma color germánico (bannus). Así, en lugar del centralismo autoritario y monárquico, se descentraliza todo el gobierno de la Iglesia, no sólo por la multiplicidad ya dicha de autoridades espirituales, sino sobre todo por su independencia, condicionada a su vez por el derecho patrimonial; lo cual dio pie a que, junto a la autoridad y al oficio episcopales, surgieran tantas autoridades ordinarias cuantos eran los oficios. La organización metropolitana misma estuvo sujeta a este proceso de disolución, y no pudo contener ni absorber la evolución diocesana.

En este clima decae cada vez más el carácter comunitario de la vida de la Iglesia, en favor de una subjetivación e individualización de la misma, y su faceta pública y jurídica, tan resaltada en el periodo anterior, va dejando paso a la dimensión del derecho privado, que se impone progresivamente. La idea de la soberanía popular, fuertemente acentuada en el derecho germánico, y el instinto de la asociación privada hicieron florecer distintas formas democráticas, como los ya mentados cabildos, y luego las hermandades, asociaciones piadosas, órdenes religiosas, etc. Sobre el carácter personal de las leyes se fundaba también la ordenación jurídica de los distintos grupos: derecho cortesano, derecho de vasallos, derecho de ministeriales, derecho de ciudades, etc., lo que fomentó naturalmente aún más el particularismo jurídico de la Iglesia. También en el derecho procesal penetraron elementos germánicos, como el uso extenso del juramento, las ordalías o juicios de Dios, determinados modos de testimonio, la publicidad del proceso; en el derecho penal se unió la excomunión eclesiástica con la proscripción civil, se introdujo la sustitución de la pena por dinero o por la expiación de otras personas, etc. Aparte de la total transformación del derecho patrimonial, debemos también a este período los distintos tributos o estipendios con ocasión de funciones y servicios espirituales, como los derechos de estola y otras tasas, el derecho de espolios y regalías, etcétera. Naturalmente, en muchos casos también evolucionaron en este sentido la administración y la recepción de los sacramentos (penitencia privada, impedimentos matrimoniales, etc.), la participación en el culto público y la vida de piedad. El derecho de personas sigue en gran parte determinado por el ya mentado derecho de oficios, bajo el influjo de la categoría de «cosa», pero, por otra parte, se transforma y enriquece por las nuevas formas del derecho eclesiástico de asociación (cabildos, hermandades, órdenes religiosas, asociaciones piadosas).

Aunque puede decirse que, en este período, entraron en la Iglesia gran riqueza y variedad de formas e instituciones jurídicas nuevas, igualmente claro es que por ellas sufrió la disciplina y la vida entera de la Iglesia, pues no todas se asimilaron orgánicamente, y en parte no podían siquiera ser asimiladas, por demasiado extrañas al espíritu eclesiástico y a su constitución y tradición. El estado de cosas así creado sólo podía remediarlo la suprema autoridad de la Iglesia, el primado universal del papa, que, superada la impotencia de que había adolecido e íntimamente fortalecido, emprendió la reforma conocida con el nombre de gregoriana, la cual, vista precisamente desde el derecho, tuvo raíces más hondas y ramificadas, tuvo mayor importancia para toda la Iglesia de lo que ordinariamente se piensa.

Gracias a ella, por desgracia en muchos casos de forma violenta, lo cual ocasionó también mucho daño a la Iglesia, se eliminó lo absolutamente extraño, y se aceptó y asimiló definitivamente lo que era tolerable de algún modo.

4. La evolución del derecho canónico desde el siglo XII al XIV

La interna fusión orgánica de todos estos elementos, de lo nuevo y de lo antiguo, en un sistema unitario y equilibrado, en que las instituciones particulares se armonizaran entre sí, el que éstas fueran reconocidas en su esencia, en sus formas y en su función, y a la vez se las equilibrara, reformara y transformara, se las ordenara y fijara en un conjunto ordenado; todo eso se debió a la ciencia, la cual, tomada al principio como auxiliadora, fue, a su vez, apoyada por la universal actividad legislativa de los papas, y recibió luego de éstos una dirección determinante. Esa elaboración y construcción sistemática de la ordenación jurídica de la Iglesia en todas sus partes es el contenido de la evolución del derecho canónico entre el siglo XII y el XIV. Este ordenamiento jurídico de la Iglesia, llamado simplemente «derecho decretal», no sólo estaba científicamente pensado a fondo, limpio de todas las discordancias u oscuridades esenciales y armonizado para su uso universal, a pesar de proceder de los más diversos tiempos, naciones y circunstancias, no sólo estaba fijado su obligatoriedad legal según se tratara de derecho general o especial, o de excepción y privilegio, sino que se hallaba también asegurado por la distinción entre partes inmutables (el derecho natural y el positivo divino) y mudables, así como por el exacto conocimiento y definición de los órganos legislativos, en su interpretación auténtica y en su ulterior evolución viva. Por razón de la universal competencia del papa, ya activamente eficaz y doctrinalmente reconocido sin discusión, este derecho universal de la Iglesia era a par derecho papal.

La eficacia mediata e inmediata de este derecho papal se ve por otro factor, con fuerza creadora y transformadora en el campo jurídico, que aparece cada vez más fuertemente a partir del siglo XIII: el derecho de las nuevas comunidades religiosas, sobre todo de las órdenes mendicantes. Su organización de tendencia tanto democrática como centralista y su actividad apostólica trascendieron al ordenamiento jurídico general de toda la Iglesia, en cuanto, por sus líneas directrices unitarias y en virtud de poderes papales, en cierto modo como clero del papa, entraron en directa relación pastoral con los fieles particulares. Con ello la anterior exención interna, local y pasiva de monasterios y monjes quedó ampliada y transformada en una exención externa, personal y activa, y así se hizo trizas el resto de centralismo diocesano que aún pervivía en la centralización parroquial. Esto aconteció no sólo por obra de la transitoria cura de almas de algunos religiosos particulares, sino también por la vinculación permanente de muchos laicos a una orden, a través de la organización de la tercera orden, de las hermandades y de otras asociaciones piadosas, bajo la dirección de los religiosos. En virtud del gobierno central y unitario ya mentado y de los poderes papales, precisamente gracias a las órdenes religiosas y al derecho creado con ellas, se restableció de nuevo el destruido centralismo diocesano y territorial, de cuño particularista, en el plano superior del centralismo universal del papa, que podía apoyarse en el primado de jurisdicción de institución divina. Con ello quedaba preparado el camino para la reforma que, no obstante los retrocesos del gobierno central de la Iglesia (decadencia del pontificado en el período aviñonés, en el cisma de occidente, en la teoría conciliarista), sólo por éste podía ser llevada a cabo.

5. Legislación reformadora (concilio de Trento)

La reforma y, por ende, una nueva evolución del ordenamiento jurídico de la Iglesia se hizo necesaria no sólo por razón de la disolución del orden social y político de la edad media, que creó situaciones completamente nuevas, sino también por las grandes conmociones y trastornos dentro de la Iglesia, que, provocados por herejías de carácter práctico más bien que especulativo, determinaron todo el futuro posterior con los movimientos de apostasía respecto a la Iglesia universal. Al mismo tiempo, a la verdad, tuvo la Iglesia una compensación en las tierras recién descubiertas, en que se desarrolló una viva actividad misional, que le planteó también nuevos problemas.

Las tentativas de reforma de la Iglesia antigua hallaron finalmente expresión eficaz en el concilio de Trento. Éste, además de resolver cuestiones dogmáticas, estableció también los principios fundamentales de la reforma y reorganización de la vida creyente. Restableció eficazmente la autoridad central de los obispos por medio de la autoridad universal del papa; se puso sobre base sólida y oportuna la elección, la formación y el gobierno del clero regular y secular mediante nuevas disposiciones; la actividad ministerial del clero se adaptó a las necesidades del tiempo, y esto en todos los órdenes, en la organización, en la administración de los sacramentos, en la instrucción, en el gobierno y la administración patrimonial. Precisamente en los beneficios se atacaron decididamente los abusos que aún cabían según el derecho decretal y que por eso irrumpían a tiempo, y se cuidó de que efectivamente se atendiera y respetara la primacía del ministerio y la finalidad secundaria de los bienes eclesiásticos. Se aflojó el formulismo entorpecedor del derecho procesal por medio de fórmulas más sencillas (reducción del colegio de jueces, proceso sumario, proceso o disposición ex in f ormata conscientia) y por la supresión de retardadoras posibilidades de apelación, por cuanto el obispo juzgaba como legado del papa y tampoco en la jurisdicción administrativa se podía ya simplemente saltar por encima de la instancia del ordinario. Estos principios fundamentales fueron llevados a la práctica y ulteriormente desarrollados por las autoridades permanentes del poder central pontificio después del concilio, con lo que se miró por la necesaria unidad y universalidad interna y externa. Principal sujeto de esta actividad ha sido la congregación del concilio, así llamada por su relación al concilio de Trento, la cual aún subsiste, aunque renovada.

La actividad misionera de la Iglesia abrió un nuevo gran complejo de problemas al desarrollo del derecho canónico. Tanto los territorios separados de la unidad de la Iglesia como los pueblos recién descubiertos, provocaron una viva actividad de reconciliación y conversión que era nueva en su especie y fue primeramente obra dispersa de las nuevas órdenes religiosas, con o sin la ayuda de los señores seculares; luego, empero, la tomó en sus manos la misma sede apostólica y la dirigió a través de la congregación de propaganda fide. Mientras que en las tierras conquistadas por los reyes de España y Portugal, principalmente en América, muchas veces se aplicó, por medio del derecho de patronato, la ordenación jurídica vigente en la Iglesia antigua; la congregación de propaganda fide formó en los territorios que le estaban directamente sometidos un derecho misional propio que tenía en cuenta las circunstancias de lugar, grado de civilización, carácter del pueblo, etc., y creó así una legislación que se diferencia, en muchos puntos, del derecho de las decretales y de sus ulteriores formas. Como la actividad de los misioneros, cuyos superiores jerárquicos existían y actuaban en nombre de la santa sede, estaba organizada unitariamente, las normas jurídicas vigentes se configuraron totalmente de cara a la Iglesia, en forma central, unitaria y móvil, se ajustaron a las necesidades inmediatas del apostolado, desligándolas de toda vinculación material o de todo predominio del derecho patrimonial; así podía resolverse inmediatamente todo problema por medio de la autoridad central, según lo exigieran la evolución armónica y las nuevas necesidades. Esta nueva legislación tenia necesariamente que dejar sentir sus efectos sobre el viejo derecho decretal y sus posteriores formas postridentinas; primero, porque la misma autoridad central suprema dirigía ambas actividades y, sobre todo, porque los países y territorios de misión que ya estaban maduros para ser sometidos a la administración eclesiástica ordinaria fueron incorporados a ésta, y aquí naturalmente no puede olvidarse su anterior ordenación jurídica. Así, lentamente, el derecho misional fue penetrando, en no pocos puntos, el derecho decretal.

6. La historia del derecho canónico en la era de la ilustración (siglo XVIII) y en el tiempo siguiente

Las nuevas teorías -con su profunda repercusión en la vida- de la ilustración, del -racionalismo, del liberalismo, así como del naturalismo y del positivismo jurídicos, e igualmente los fenómenos políticos del absolutismo extremado y de la subsiguiente democratización del Estado y de toda la vida pública; no pudieron menos de ejercer honda influencia sobre la vida eclesiástica, ora en lo que atañe a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, ora en lo que afecta a la actitud general del hombre moderno ante la fe, la Iglesia y la vida eclesiástica. Las manifestaciones concretas de estas nuevas actitudes fueron: el cesarismo estatal con relación a lo eclesiástico aun en los países que habían permanecido católicos (así en el galicanismo y el -> josefinismo); el progresivo alejamiento y por fin la separación entre la Iglesia y el Estado; los conflictos dentro de la Iglesia, como el moderno episcopalismo y febronianismo, juntamente con las corrientes de Iglesias nacionales y tendencias particularistas. Esta actitud espiritual individualista, unida a los elementos de reacción democrática, infligió graves perjuicios a la disciplina eclesiástica, sobre todo, a la autoridad de la Iglesia y a su reconocimiento práctico, y exigió mucha mayor libertad, p. ej., en la administración y recepción de los sacramentos, así como una ulterior evolución en el derecho de los religiosos, en el derecho penal, etc.; y, por otra parte, también eligió la defensa de los derechos de la Iglesia, de la fe y de la auténtica vida de fe de los miembros de la Iglesia. Ésta trató de adaptarse a las nuevas circunstancias por una activa legislación mediante concordatos bilaterales, por una nueva intensificación de la cura de almas en el clero alto y bajo, por el fomento de la vida de piedad en el clero y el pueblo, por una espiritualización aún más rigurosa del derecho patrimonial eclesiástico y del derecho penal. En este empeño, muchas prescripciones rigurosas y formales del derecho fueron sustituidas por otras más móviles, más adaptadas y fáciles de adaptar a las nuevas circunstancias. De todos modos, esta transformación y reordenación de las relaciones dentro y fuera de la Iglesia, con miras a la propia defensa y estructuración, trajo como consecuencia, por necesidad interna, una nueva acentuación del centralismo.

Dentro de la misma línea, las congregaciones religiosas que se van fundando experimentan también una nueva evolución en el sentido de una mayor centralización jerárquica y monárquica, con acentuación muy particular de la actividad apostólica en la cura de almas, en las escuelas, en el cuidado de los enfermos y en otras obras de cristiano amor al prójimo, así como en la actividad misional. Esto trajo naturalmente consigo la correspondiente igualación de la legislación sobre religiosos, que dejó a su vez sentir sus efectos sobre el derecho canónico general. Dentro de esa evolución, lo mismo que en períodos anteriores, la Iglesia pudo y debió sufrir la influencia positiva y negativa del derecho romano, aceptado casi en todas partes, así como de las ordenaciones jurídicas de los Estados modernos, que se fueron codificando progresivamente a partir del siglo XVIII. En conjunto puede, sin duda, decirse que la espiritualización de toda la ordenación jurídica de la Iglesia, movimiento iniciado desde el período tridentino, ha ido avanzando en fuerte escasa.

7. El segundo concilio Vaticano

El concilio Vaticano II ha iniciado un período totalmente nuevo en la h. del d.c. Concilio pastoral por todo su espíritu, ha emitido con relación a todos los campos de la vida de fe, si no leyes formuladas con técnica jurídica, sí principios y directrices que afectan a la substancia jurídica, los cuales han quedado consignados en las constituciones, los decretos y las declaraciones particulares y deben marcar la pauta para la ya comenzada reforma del código, y, con él, de toda la legislación de la Iglesia. Basta aludir brevemente a los aspectos constitucionales del texto relativo a la Iglesia, al consejo episcopal, particularmente a las conferencias episcopales y a las importantes disposiciones sobre: el ministerio episcopal en la Iglesia; la vida y acción de los sacerdotes; los diáconos como oficio independiente; los religiosos; el puesto y apostolado de los laicos; la formación y educación de los sacerdotes; la actividad misional y la relación con los otros ritos; la relación con los otros hermanos cristianos separados y con las religiones no cristianas; la libertad religiosa; el culto público; los sacramentos y su administración, y los medios de comunicación social. Además, la superación del sistema beneficial en el derecho patrimonial y de oficios dentro de la Iglesia, y las decisiones (que en muchos casos afectan también al derecho) sobre la relación de la Iglesia con los problemas de la sociedad, la cultura y la civilización modernas, tendrán una repercusión particularmente fuerte. Aquí aparecerá con singular claridad la importancia del conocimiento de la h. del d.c. para la ordenación jurídica vigente.

https://www.mercaba.org/Mundi/2/derecho_canonico_2.htm

 

 

 

DERECHO CANÓNICO 2




1.Preliminares

Si mediante una metonimia lícita llamamos «derecho objetivo» al conjunto de leyes eclesiásticas, comienza a llamarse «canónico» a partir del s. VIII. Ya sin embargo, desde el Concilio de Nicea (325) se distinguen los cánones (kanones o reglas) de las leyes (nomoi), que se aplican, más bien, a las civiles. En las fuentes primitivas aparece repetida una razón interesante: los cánones «persuaden», más que obligan coactivamente.

El Derecho Canónico se llamó ius divinum, ius sacrum, ius pontificium y hasta la Reforma ius ecclesiasticum. Esta denominación ofrece hoy diversas acepciones y matices (Derecho Público Eclesiástico). 


En los cánones de los Concilios solían distinguirse canones fidei, canones morum y canones disciplinares, sin que, dada la unidad de toda la ciencia teológica de entonces, puedan identificarse, respectivamente, con cánones dogmáticos, cánones morales y cánones jurídicos. Hasta Graciano el Derecho Canónico no aparece separado de la Teología. Todavía en la celebérrima obra de Pedro Lombardo El Maestro de las Sentencias (Libri quattuor Sententiarum), texto de teología durante más de tres siglos y comentado, entre otros, por San Alberto Magno, San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino, el Derecho Canónico aparece estrechamente unido a la Teología y todas las fuentes teológicas son fuentes canónicas. 


Desde el Decreto de Graciano (1140) hasta Trento comienza las llamadas aetas aurea, en la que se va perfilando la ciencia canónica. Desde Trento hasta el Codex de 1917 discurre el período de las Institutiones Canonicae entre las que merecen destacarse las de Pirhing, Reiffenstuel y Schmalzgrueber. Publicado el Codex comienza el período de los grandes Comentarios. Para el estudio de la ciencia canónica y de su específica metodología tiene especial importancia la Constitución de Pío XI Deus scientiarum Dominus (24 V 1931, AAS [23], 1931, 241 s).


2. El Derecho Canónico


Sólo un incorregible positivista puede olvidar que el Derecho Civil y el Canónico son Derecho por su juridicidad esencial (Derecho) y no por ser civil o canónico. Antes de la ciencia jurídica existe una filosofía jurídica y Derecho de todos los derechos positivos. No se pueden calibrar debidamente las diferencias específicas de ambos ordenamientos, civiles y canónicas, si no se parte del género común esencial: el Derecho. Ubi homo, ibi ius. Pero ni siquiera es tan claro que se trate de dos derechos específicamente distintos, al menos en su origen. El Derecho es originariamente «creacional» y la Creación no es natural, sino libre y gratuita. La Creación es, objetivamente, exclusivamente cristiana. Cristo es el único modelo concreto de esta creación concreta y de la historia que inaugura. 


La Creación y el Evangelio no divide a los hombres en dos partes: Iglesia y Mundo. Las dos grandes Constituciones dogmáticas del Vaticano II, Lumen Gentium y Dei Verbum, y especialmente la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, la Gaudium et Spes, lo han visto muy bien. Incluso en la Declaración sobre la libertad religiosa, Dignitatis humanae, en el n. 14 se lee: «Pues por voluntad de Cristo, la Iglesia Católica es la maestra de la verdad, y su misión es exponer y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y al mismo tiempo declarar y confirmar con su autoridad los principios del orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana». 


El derecho creacional no sólo garantiza una correcta fundamentación metafísica del Derecho, sino que inicia el diálogo fundamental y la irrompible síntesis dinámica entre naturaleza y gracia. Sólo dentro de este diálogo inicial y cada vez más progresivo y lúcido hasta llegar a la Encarnación del Verbo, se puede entender la universalidad de la Iglesia «fuera de la cual no hay salvación». 

Es peligrosa, además, esa exagerada separación que establecen tantos canonistas entre el Derecho civil y el canónico, porque, por una parte, parece condenar, al menos implícitamente, al Derecho civil como si no fuera instrumento sincero de justicia y como si, incluso a veces, no tuviera en algunos puntos una más fina sensibilidad práctica hacia el hombre, que la que pudo existir en algunos institutos canónicos; por otra parte, existe el peligro de tipificar lo canónico de tal suerte, que parece todo menos auténtico derecho. De esta forma se puede caer en la imprecisión de algunos dogmáticos y, especialmente, de bastantes pastoralistas. 


Como saber relativamente autónomo, lo Canónico tiene que especificarse por su objeto formal. En cuanto al objeto material, el misterio de la Iglesia, es claro que coincide con la teología. Su aspecto formalmente jurídico lo distingue de la teología dogmática y de la teología moral y de cualquier otra rama teológica, pero lo que parece excesivo es, precisamente y sólo por este objeto formal, desligarle de la teología. Esto es todavía menos lógico en todos aquellos que insisten en todas las notas específicas e individuantes de lo canónico en cuanto tal. Resulta, por lo visto, que aunque se trata de un derecho muy peculiar, sagrado, sacramental, etc. su aspecto jurídico es irreconciliable con lo teológico. Históricamente se configura lo canónico como una parte de la teología y recibe durante casi once siglos el nombre de Teología Práctica. Su total autonomía posterior no supone un desligarse de la teología, lo cual me parece imposible, sino de otras ramas de la teología, especialmente de la moral con la cual vivió en estrecho y pacífico maridaje. Una separación excesiva, fuera del ámbito de lo metodológico, entre teología y Derecho hace muy poco inteligible al segundo y, desde luego, injustificable. Un método puramente exegético convierte al canonista-legalista en absolutamente incapaz para abordar temas doctrinales de envergadura y para tomar conciencia de la profundidad que subyace en el Codex.

Lo primero que tiene que tener en cuenta lo Canónico es lo humano. Una bien entendida centralidad del hombre constituye un dato previo, un verdadero existencial filosófico, teológico y jurídico. Un Derecho Canónico sin sentido para el hombre no es canónico, porque no es cristiano. Un Derecho Canónico que no respete y no asuma los derechos fundamentales de la persona en cuanto tal, no es canónico, porque no es humano. Ya desde el principio, pues, la vocación canónica es humana y busca esa estructura esencial de cada persona, que es en sí meta-ideológica y que descubre el Derecho auténtico, anterior a toda posible división en civil y canónico.

No puede entenderse lo Canónico, si no es parte de la única y universal mediación de Cristo y si no tiene en cuenta que Cristo es el único mediador de todo sentido. Por eso el Derecho Canónico tiene que ser:

a) Derecho sacramental y esta sacramentalidad radical no puede entenderse más que a la luz del misterio de la Encarnación, del misterio de Cristo como Sacramento primario de salvación y del misterio de la Iglesia sacramento universal de salvación.

La unión hipostática tiene que traducirse en una neta superación en lo canónico tanto de un excesivo «monofisitismo» con la casi desaparición de la naturaleza humana cuanto de un excesivo «nestorianismo» con la casi desaparición de la naturaleza divina. El Verbo de Dios y Cristo son una misma y única realidad. Por eso la legislación canónica debe lograr la máxima cohesión humano-cristiana de la comunidad. De la gracia capital de Cristo, sin la que no se entienden los caracteres sacramentales, brota la única potestad sacra de la Iglesia. Sin la configuración óntica del hombre cristiano por el carácter del Bautismo, de la Confirmación y del Orden en sus tres grados, y todo centrado en la S. Eucaristía (canon 897) no se entiende lo canónico, que no se ve cómo puede ser no-teológico.

El Derecho Canónico tiene que ser evangélico, inspirado en el Evangelio. Y este esencial carácter evangélico exige evitar defectos y excesos; evitar el gravísimo defecto, posible en toda legislación positiva, de establecer lo que Jesús prohibe, y el exceso de convertir en universalmente obligatorio lo que para Jesús es potestativo y libre.

El espíritu evangélico exige también la concepción y la práctica de la autoridad como servicio de tal manera que no se apacienten mejor los pastores que el rebaño.

El espíritu evangélico exige al Derecho Canónico una especial connotación de libertad, porque es la libertad característica esencial del Espíritu Santo motor de toda la actividad eclesial. Esta presencia viva del Espíritu en el espíritu canónico hace que la máxima libertad posible constituya una verdadera presunción fundamental, saltem iuris a cuya luz debe interpretarse el canon 18. Ya Pablo VI en la Allocutio ad praelatos Auditores S. Romanae Rotae (291 1970: AAS, 62, [1970] 115) afirmaba que en la Iglesia libertad y autoridad son valores que se integran mutuamente. Libertad y fe configuran los derechos subjetivos del bautizado, dato fundamental para entender la verdadera sacramentalidad por ejemplo en el caso concreto del Matrimonio. Sin libertad y fe el sacramento se vuelve una realidad automática, y las leyes, puras fuerzas automáticas, pura legalidad externa, tan ajena al espíritu de lo canónico.

El Papa Juan Pablo II en la Const. Sacrae disciplinae leges insiste luminosamente en el carácter sagrado-teológico del Código, que, lejos de sustituir a la fe, a la gracia y principalmente a la caridad, debe establecer un orden que atribuya la parte principal (praecipuas tribuens partes) al amor, a la gracia y a los carismas del Espíritu Santo y que los favorezca. Bajo este aspecto también el Derecho Canónico está imbuido de espíritu carismático, porque debe hacer más fecunda y fácil la vivencia comunitario-social de los carismas, que siempre son también ad alteros, ad aedificationem Corporis Christi. Insiste también el Papa en la realidad fundamental de la communio ecclesialis y ésta constituye un criterio constante para concertar justamente las tensiones y tendencias del uno y múltiple Pueblo de Dios. Este carácter evangélico-eclesial obliga y permite al Derecho Canónico a establecer y a respetar la verdadera jerarquía de los valores y las preferencias en favor de los «evangélicamente pobres».

Promulgado el Código, éste puede ser llamado con toda razón conciliar. Juan Pablo II en la citada Const. Sacrae Disciplinae Leges lo expresa muy bien: «El Codex es un instrumento que corresponde de lleno a la naturaleza de la Iglesia, especialmente como la presenta el magisterio del Concilio Vaticano II en general, y de modo particular su doctrina eclesiológica». Y añade algo que evidencia el mismo estudio de los cánones: «más aún: en cierto sentido, este nuevo Codex podría entenderse como un gran esfuerzo por traducir al lenguaje canónico esta doctrina misma, la eclesiología conciliar».

El Derecho Canónico es, pues, un medio que, basado en el derecho divino natural y positivo, organiza racionalmente todos los elementos eclesiales, según justicia, para que la Iglesia pueda cumplir más eficazmente los fines que su divino Fundador le señaló y que en definitiva están ordenados a la salvación de los hombres, «que en la Iglesia debe ser siempre la ley suprema» (canon 1752). Lo canónico, que, como jurídico es relación de relaciones, ayuda a la armonización justa de todas las demás fuerzas y relaciones eclesiales orientándolas al bien común y a crear los ámbitos de libertad cristiana más amplios y protegidos al servicio del amor. Lo canónico, en cuanto jurídico, clarifica la realidad eclesial haciéndola más justamente solidaria, de tal manera que el amor quede bien repartido y que no se desperdicien fuerzas ni se desorienten. Esta organización de medios según justicia constituye en sí misma un alto valor pastoral del que debe aprovecharse y se aprovecha la pastoral concreta.

Lo canónico, derecho verdaderamente singular, síntesis de elementos filosóficos (naturales) y de elementos teológicos (sobrenaturales), mientras intenta realizar el valor de la justicia tanto en el fuero interno como en el externo, fomenta la libertad de los hijos de Dios y respeta la suprema libertad del Espíritu Santo.

El Derecho Canónico no es, por voluntad de Cristo, democrático, sino sabia y correctamente paterno en cuanto que traduce la paternidad de Dios de la que participan de modo diverso, pero siempre como servicio de amor y obediencia, los investidos en autoridad pública y todos los miembros del Pueblo de Dios con sus diversas funciones y carismas, para construir la gran familia de los hijos de Dios. Este sentido sagrado de la fecundidad paterna por una parte y, materna, por otra, ya que la Iglesia es Madre, explica incluso humanamente la solidez y armonía de la sociedad eclesial frente al cambio continuo de otras sociedades políticas. Todo se debe, en definitiva, al Espíritu Santo, pero este derecho especialísimo, que constituye lo canónico es, justamente interpretado, un instrumento precioso de cohesión eclesial y encierra una vieja y siempre actual sabiduría

 

Diccionario de Derecho Canónico, Madrid 2000, Voz: DERECHO CANÓNICO (Ius canonicum), Luis Vela Sánchez (páginas 218-221).

 

https://ec.aciprensa.com/wiki/Derecho_Can%C3%B3nico_II
























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