¿Quiénes son? ¿Por qué
crecen? ¿En qué creen?
Pentecostalismo y
política en América Latina
Los evangélicos se constituyeron en fuente inagotable de
enigmas, pánicos y pontificaciones y en un gran desafío para las fuerzas
progresistas. Su crecimiento pone de relieve que la secularización no funciona
como un muro capaz de anular los intercambios entre el mundo de la religión y
la política. Pero también muestra eficaces entronques teológicos con creencias
y sensibilidades populares, materializados en la «teología de la prosperidad» y
la guerra espiritual.
¿Quiénes son los evangélicos? ¿Cómo
hacen para que sus iglesias crezcan? ¿Cómo impacta su expansión en la vida
política en América Latina? Estas preguntas se plantean desde mediados de 1980,
cuando los evangélicos empezaron a hacerse visibles en las grandes urbes
latinoamericanas, y se repiten con insistencia a propósito de casos como el de
las últimas elecciones en Costa Rica o Brasil, que tuvieron a los evangélicos
como protagonistas de primer orden.
Ni invasión imperial ni ética
protestante como polinizadora de un nuevo capitalismo: los grupos evangélicos
tienen una densa historia de implantación y despliegue político de la que es
necesario dar cuenta, de manera panorámica, para entender tanto su presente
como la sensibilidad movilizada que alimenta a formaciones políticas de derecha,
o como las contingencias que en el pasado les permitieron un juego plural.
En lo que sigue, expondré de manera
general las características de las denominaciones evangélicas y su desarrollo
histórico en América Latina, poniendo un énfasis especial en los grupos
pentecostales, que son actualmente la mayoría de los evangélicos, para
referirme finalmente a su actuación en la vida política en distintos países de
la región. En este punto, trataré de mostrar que su influencia es creciente,
pero no se da de forma mecánica ni directa. Como conclusión, me permitiré una
muy breve reflexión sobre la cuestión de las relaciones entre religión y
política desde la perspectiva de las fuerzas progresistas.
El campo evangélico en América Latina
Lo que habitualmente llamamos «evangelismo»1 es
un rótulo genérico para captar el resultado de un proceso en el que surgieron e
interactúan distintos grupos religiosos herederos del cisma del siglo xvi: luteranos, metodistas, calvinistas, bautistas,
menonitas, presbiterianos y pentecostales, entre las denominaciones más
conocidas.
El protestantismo, que es el
antecedente y el marco histórico del conjunto de las iglesias evangélicas, es
un movimiento cristiano que, a diferencia del catolicismo, basa la autoridad
religiosa de forma exclusiva en la Biblia como instancia superior a la «sagrada
tradición» y se opone a la infalibilidad del papa (y por eso su religión es
evangélica, en lugar de apostólica, como el catolicismo). Desde este punto de
vista, ser evangélico no es una religión en el sentido de estar inscripto en
una burocracia o un ritual, sino en tanto encuentro personal con Jesús, el
Espíritu Santo y Dios Padre. De ese encuentro, todo creyente puede y debe dar
testimonio, y es por eso que todo creyente es, al mismo tiempo, sacerdote.
Las corrientes evangélicas
Las iglesias evangélicas no
reivindican una autoridad humana suprema al modo de un papado, ni practican el
culto a los santos o a la Virgen. Tampoco tienen una instancia centralizada de
dirección que las congregue a todas, pero sí existen liderazgos que surgen cada
tanto y resultan transversales a distintas ramas. En cada país existen
asociaciones de segundo grado que cumplen una función de representación
corporativa limitada de las distintas variedades de los grupos evangélicos. Sin
embargo, la mayor parte de las iglesias realiza sus actividades por fuera de
esas asociaciones, y las que sí pertenecen a algunas están lejos de ser completamente
controladas por ellas. En ciertas circunstancias sociales y políticas, estas
asociaciones se vuelven importantes como instancias unificadoras. También
existen articulaciones más contingentes. Por ejemplo, frente al despliegue de
las luchas por los derechos de género y diversidad sexual, emergió la conocida
organización «Con mis hijos no te metas», transversal al espacio evangélico y
católico.
En América Latina se pueden reconocer
al menos tres grandes tendencias evangélicas. En primer lugar, los protestantismos históricos, que llegaron a la región en
el siglo xix y quedaron
circunscriptos a las comunidades de migrantes, dada su poca vocación o eficacia
evangelizadora, pero también debido a que la íntima vinculación entre las
naciones de América Latina y el catolicismo se tradujo en una fuerte limitación
normativa y cultural a la pluralización del campo religioso desde el punto de
vista legal e institucional. Los protestantismos históricos incluyen sobre todo
a luteranos, metodistas y calvinistas, y debe resaltarse que, a pesar de su
débil expansión demográfica, tuvieron inserciones culturales muchas veces
privilegiadas y contribuyeron al caldo de cultivo de un liberalismo político
que luego se transformó en fuerte compromiso social, y en apoyo a proyectos
políticos de transformación y defensa de los derechos humanos en buena parte
del continente.
En segundo lugar, están las tendencias evangelicales originadas en Estados
Unidos, que llegaron a América Latina desde los inicios del siglo xx, con un fuerte sentido misional y proselitista
apuntalado en el literalismo bíblico. Eran, en consecuencia, profundamente
conservadoras en su rechazo a la ciencia y a cualquier pretensión de pluralismo
religioso. Una parte de las iglesias bautistas, presbiterianas y de los
Hermanos Libres forman parte de esta segunda camada de evangélicos. Estos
grupos promovían una conciencia de santificación entendida como apartamiento
del mundo, que también era un derivado del desarraigo social que caracterizaba
a los misioneros que llegaban a los distintos países con una exclusiva
aspiración: promover conversiones y comunidades de nuevos cristianos. Con el
correr del tiempo y con el surgimiento de un cuadro pastoral local, algunas de
estas corrientes evolucionaron hacia una especie de pensamiento social que pudo
conectar con las preocupaciones más progresistas de los protestantes
históricos. En otros casos, quizás la mayoría, estas corrientes transformaron
sus posiciones sociales y políticas en otro sentido con la llegada, el crecimiento
y la adaptación cultural de los distintos pentecostalismos latinoamericanos.
Los pentecostales conforman la tercera corriente de
grupos evangélicos. Esta rama del protestantismo se identifica por una posición
específica: la que sostiene la actualidad de los dones del Espíritu Santo. ¿Qué
significa esto? Esta corriente reivindicó, desde su nacimiento a principios del
siglo xx en el
Avivamiento espiritual de la calle Azusa, en la Iglesia Metodista Episcopal
Africana de California en 1906, hechos semejantes a los del Pentecostés
narrados en el Nuevo Testamento. En esas circunstancias, que tuvieron réplicas
en algunos países europeos y en Chile, los cristianos evangélicos tuvieron
señales y manifestaciones del Espíritu Santo. Este último, lejos de ser una
metáfora como solemos considerarlo desde una lógica secularizada, es una
entidad con agencia en sus propios términos: se manifiesta en el cuerpo como
una presencia y hace que las personas hablen en lenguas desconocidas, formulen
profecías, sanen sus enfermedades, mejoren las relaciones intrafamiliares y
tengan éxito personal en la vida cotidiana. La reivindicación de la posibilidad
de esa experiencia será la base tanto de la teología del pentecostalismo como
de su autonomización como rama evangélica y de su influencia posterior en otras
ramas evangélicas. También una parte del catolicismo, nucleada en el seno del
Movimiento de Renovación Carismática Católica (mrcc),
acogería esas nociones2.
Cabe destacar también que el impulso
pentecostal se nutre de una larga historia de corrientes protestantes que
desafiaban las posiciones teológicas que, como las del propio Calvino,
instauraron una separación absoluta entre los hombres y la divinidad; por eso
es posible sostener que el pentecostalismo representa un polo que busca
reencantar el mundo frente al impulso protestante clásico que, al decir de Max
Weber, lo desencantaba.
Los pentecostalismos
El crecimiento del pentecostalismo en
América Latina es una variante específica de un movimiento que ha mostrado en
los últimos 100 años una inédita capacidad de globalización. El pentecostalismo
produce conversiones y masas de fieles en China, Corea del Sur, Singapur, Filipinas
y varios países del continente africano. En todos estos casos, como en América
Latina, se verifica una constante: el movimiento posee una gran capacidad de
vincular su mensaje a las espiritualidades locales, así como de alentar formas
de organización, teología y liturgia flexibles, variadas y fácilmente
apropiables con las que se disemina entre los más diversos segmentos de
población de distintos contextos nacionales.
A principios del siglo xx, una de las vías de difusión del pentecostalismo fue la
migración de creyentes que se desplazaban con su fe y las primeras misiones
organizadas que, desde diversos países, especialmente eeuu, arribaron a casi todos los países del continente3.
Luego, desde las décadas de 1940 y 1950, continuaron las misiones, pero el
pentecostalismo también se desarrolló a partir de líderes locales que lo iban
adaptando a la situación social y cultural endógena. De esta forma, un pentecostalismo
autónomo, que privilegiaba la salvación terrenal y se basaba en la «cura
divina», se superponía al pentecostalismo originario, que enfatizaba la
santificación y el repudio del pecado. El pentecostalismo en expansión
dialogaba con las necesidades y creencias populares de una manera original,
como ninguna denominación protestante lo hizo nunca, y de ahí su éxito
diferencial. Hacia los años 50, los pentecostales ya conformaban un contingente
importante en diversos países latinoamericanos.
Más allá del porcentaje de población
que representaban, lo importante es que en esa época, en cada uno de los países
de la región, estaban dispuestos los liderazgos y semilleros de líderes locales
que conducirían el crecimiento de las décadas posteriores. Pero en esa misma
etapa también se incrementó la presencia de misiones provenientes de eeuu por una transformación geopolítica decisiva para
el rumbo de los pentecostales en América Latina: el triunfo de la Revolución
China y el cierre a la evangelización de su inmensa población habilitaron un
redireccionamiento de las vocaciones y las políticas evangelizadoras hacia una
América Latina tradicionalmente católica.
Hacia fines de los años 60 y
comienzos de los 70, y capitalizando todos estos antecedentes, comienza una tercera
etapa en la que se generalizan dos caminos de crecimiento pentecostal: el del
llamado «neopentecostalismo» y el de las iglesias autónomas. En lo que algunos
investigadores y agentes religiosos llaman neopentecostalismo, se exacerbaron
rasgos del pentecostalismo clásico, al tiempo que se producían innovaciones
teológicas, litúrgicas y organizacionales. Se pluralizaron y ganaron fuerza las
expresiones relativas a la presencia del Espíritu Santo (se incrementó y
sistematizó la apuesta por los milagros) y a la figura de los pastores como
sujetos privilegiados capaces de viabilizar esa bendición. En ese contexto,
surgieron dos articulaciones teológicas claves: la «teología de la prosperidad»
y la doctrina de la guerra espiritual.
La «teología de la prosperidad», que
polemizaba y antagonizaba con la teología de la liberación en un plano
práctico, sostenía que si Dios puede curar y sanar el alma, no hay razón para
pensar que no pueda otorgar prosperidad. La bendición es completa y la
contraparte de ella era un paso que afirmaba y profundizaba el de la oración:
el diezmo. El horror de analistas moldeados por la cultura secular o de
observadores cercanos al catolicismo, que santifica la pobreza frente a la
«mezcla» entre lo espiritual y lo económico, impedía percibir que este aspecto
de la oferta teológica pentecostal tiene muchos aires de familia con la
dimensión sacrificial que en los pueblos campesinos lleva a ofrecer animales y
cosechas a los dioses a cambio de prosperidad. Solo que, como corresponde a la
época del capitalismo, no puede materializarse de otra forma que no sea a
través del equivalente general de todas las mercancías: el dinero.
La doctrina de la guerra espiritual,
por su parte, introduce una ampliación y una variación en la lógica del
bautismo en el Espíritu Santo que está en los inicios del pentecostalismo. Si
el pentecostalismo originario sostiene que lo divino está en el mundo, la idea
de guerra espiritual también incluye la presencia del mal. De esta manera, el
demonio deja de ser una metáfora para convertirse en una fuerza espiritual
encarnada que amenaza la salud, la prosperidad y el bienestar, y esto da lugar
a una concepción de la experiencia religiosa y de la liturgia en la que la
expulsión de distintos demonios resulta central. Esta es, además, una clave de
la expansión pentecostal, ya que esa formulación le permite reconocer la
eficacia de las entidades espirituales de otras religiones y, al mismo tiempo,
denostarlas. Lo que otras religiones combaten como superchería, la guerra
espiritual lo combate como agencias espirituales negativas, en consonancia con
el marco interpretativo de los destinatarios de su discurso. Las iglesias
neopentecostales comenzaron a hacer un marcado uso de todas las innovaciones
comunicacionales disponibles y aplicaron también técnicas de «iglecrecimiento»
(church growth) que habían sido exitosas en Corea del
Sur. Todo este despliegue permitía, aconsejaba y posibilitaba el desarrollo de
megaiglesias. No obstante, el neopentecostalismo designa cada vez más una nueva
fase del desarrollo del pentecostalismo y cada vez menos un tipo de iglesia. El
neopentecostalismo prefiere las megaiglesias, pero no todas las megaiglesias
son neopentecostales ni los rasgos neopentecostales se hacen presentes
exclusivamente en las megaiglesias, que son a su vez una proporción ínfima del
conjunto de las iglesias pentecostales y evangélicas.
En las últimas décadas se produjo una
multiplicación de las pequeñas iglesias pentecostales. Este fenómeno ha sido
menos observado pero no es menos importante: la mayor parte de los convertidos
al pentecostalismo se terminan agrupando en pequeñas iglesias autónomas en sus
barrios, tras un paso por iglesias más grandes o más institucionalizadas.
Muchos de los pastores barriales obtienen en esas grandes iglesias el know how para armar nuevos templos en sus áreas de
residencia, a los que cada grupo de creyentes imprime el sello de la
particularidad de su experiencia. En una dinámica que es parecida a la de la
proliferación de bandas musicales, las pequeñas iglesias son la mayoría
silenciosa en que decanta la sensibilidad pentecostal. En esas pequeñas
iglesias, cualquier observador podrá encontrar casi todo aquello que se asegura
que es propio del neopentecostalismo.
El crecimiento pentecostal se
alimenta de las ventajas organizativas y discursivas de los evangélicos y de
los déficits católicos, y se da principalmente en aquellos espacios en que el
catolicismo, con su lenta logística, no alcanza a dar cuenta del proceso de
metropolitanización que caracteriza a la región: en cada barriada nueva donde
la Iglesia católica se plantear llegar, ya hay una o varias iglesias
evangélicas. Este proceso, además, se da desde el campo hacia la ciudad y desde
la periferia hacia el centro. Es por esta razón que las observaciones
periodísticas casi siempre confunden los efectos con las causas: las grandes
iglesias pentecostales, que son las más visibles, no solo no congregan
necesariamente a la mayoría de los fieles, sino que tampoco son las
disparadoras del fenómeno, pero asumen ese papel ante observadores
«metropolitanocéntricos». El conjunto de las iglesias evangélicas y
especialmente las pentecostales forjaron, además, distintos tipos de
agrupamientos educativos, deportivos, servicios mutuales y, especialmente,
instituciones de producción cultural masiva como editoriales, sellos musicales
e instituciones de formación teológica que, al tiempo que facilitan la
actividad proselitista, le dan densidad al mundo evangélico creando
denominadores comunes transversales.
En toda la región podemos ver una
tendencia bastante homogénea. Mientras que en los inicios del siglo xx la erudición y el rango social de los protestantes
históricos, junto con su mayor presencia demográfica respecto de evangelicales
y pentecostales, garantizaron su hegemonía en el mundo evangélico, hacia
finales del siglo xx nos encontramos
con que la supremacía demográfica y el prestigio de los métodos de
evangelización de los pentecostales hicieron de estos últimos, a pesar de su
pertenencia mayoritaria a un rango social inferior, el grupo prevalente en el
mundo evangélico de cada uno de los países de América Latina.
En la segunda década del siglo xxi, ya el campo evangélico en su conjunto se había
pentecostalizado por efecto de la presencia del pentecostalismo y del
neopentecostalismo. Tampoco está de más remarcar que esto pudo suceder porque
una parte de los grupos protestantes, los que hemos llamado evangelicales,
entendieron que debían profundizar sus alianzas con los pentecostales, aprender
de su capacidad de adaptación del mensaje evangélico y poner al servicio de esa
expansión su solidez institucional global y sus profusos recursos. Pero, al
mismo tiempo, es preciso señalar que en ese mismo camino se han erosionado las
fronteras entre grupos evangélicos para dar lugar a prácticas y creencias
transversales a las distintas denominaciones y oleadas de implantación y
desarrollo de iglesias evangélicas, lo que hizo emerger, en lugar de las viejas
identidades protestantes, una identidad evangélica y aún más genéricamente
«cristiana», que cada vez más tiende a ser el signo en que se reconocen los
protestantismos en América Latina.
¿Cuántos son los evangélicos en
América Latina?
El gráfico y el cuadro de las
próximas páginas permiten captar con bastante aproximación la situación
cuantitativa de los evangélicos en América Latina como región en su conjunto y
en los distintos países4.
En el gráfico, puede observarse la magnitud del cambio global en la región:
entre 1910 y 2014, los católicos pasaron de 94% a 69% de la población y los
evangélicos, de 1% a 19%. En el cuadro se muestra cómo se ha producido esa
transformación a lo largo del tiempo y en los distintos países, así como el
ritmo acelerado que manifiesta desde 1970, a través de un indicador indirecto
como el descenso de la población católica.
Veamos ahora las razones de esa
transformación en el campo religioso. La primera es que la noción de actualidad
de los dones del Espíritu Santo se conecta muy fácilmente con nociones propias
de la sensibilidad religiosa de la mayor parte de las poblaciones de sectores
populares de América Latina. Para estos sectores, es clave la categoría de
milagro, a la que la noción de «actualidad de los dones del Espíritu Santo» le
da traducción y potencia. El milagro, que en una mirada secularizada es algo
extraordinario y posterior a todas las razones, es en esta perspectiva
«popular» una posibilidad primaria y anterior a toda experiencia. Esta
sensibilidad encantada es mucho más interpelada por la perspectiva de la
teología pentecostal y sus adaptaciones locales y contemporáneas que por
cualquier teología católica, que hace enormes concesiones a la ciencia y a toda
una jerarquía de dominios eclesiales que son necesarios para reconocer como
milagro lo que en las iglesias pentecostales ocurre todo el tiempo. La segunda
característica, derivada de la pertenencia del pentecostalismo a la matriz
protestante, refiere a la universalidad del sacerdocio, que democratiza y facilita
el surgimiento de líderes religiosos. La universalidad del sacerdocio permite a
los pentecostales tener capilaridad logística y cultural para contener la
expectativa de milagros de las poblaciones en que se insertan y desarrollan.
Cada pastor y cada nueva iglesia recrean la buena nueva adaptándola a la
sensibilidad del territorio social y cultural con el que conviven y producen
así sintonías que el catolicismo no logra: prédicas, organizaciones y productos
culturales adaptados a los más diversos nichos sociales y culturales surgen así
desde esos mismos nichos, generados por sujetos que aprovechan la ubicuidad y
la gramaticalidad del pentecostalismo.
Esta dinámica verdaderamente
asombrosa implica que el pentecostalismo crece justamente por las mismas razones
por las que otros grupos tal vez no lo hacen: la universalidad del sacerdocio,
que recrea infinitas versiones del pentecostalismo, promueve un crecimiento por
fraccionamiento y no por agregación en unidades cada vez mayores. Es así como
religiones de fuerte intención proselitista pero de inquebrantable vocación
centralizadora y portadoras de una teología que no guarda las mismas
posibilidades de sintonía popular que el pentecostalismo, como los testigos de
Jehová o los mormones, registran un crecimiento casi nulo. Los pentecostales, a
su turno, muestran una capacidad de penetración territorial y cultural capaz de
atraer múltiples fragmentos sociales en gran número de hibridaciones de
pentecostalismo y diversas formas de cultura popular y masiva.
En contraste con esto, el catolicismo
demora lustros y décadas en renovar cuadros que son cada vez más escasos dado
el particular sistema de reclutamiento de líderes religiosos que posee y debido
a que, por ese mismo tipo de reclutamiento, esos líderes viven casi al margen
de las experiencias de los sujetos a los que pretenden guiar espiritualmente.
Esto, sin contar que las teologías católicas del Concilio Vaticano ii en adelante, poseedoras de un razonable afán
modernizante, son, por este mismo empeño, productoras de una gran distancia
cultural entre el catolicismo y su feligresía: no solo porque difieren de una
sensibilidad popular encantada al poner el acento no en el milagro sino en el
compromiso social, el rigor, el sacrificio, la penitencia, ¡el estudio!, sino
también porque su concepción subraya la división entre ordenados y laicos justo
allí donde el pentecostalismo recluta, de a montones y en los «peores lugares»
de la sociedad, a sus líderes.
El salto abrupto que se da a partir
de 1970 según el cuadro no debe entenderse de manera lineal en correlación
exclusiva con la sincronía de lo que sucedía política y socialmente en América
Latina en esa década, sino como el resultado de la acumulación de recursos
institucionales y humanos que, como una inversión desarrollada desde 1950, tuvo
su maduración en esa década. La suposición de que los pentecostales crecen por
sus machaconas campañas en horarios periféricos de los medios de difusión
ignora un dato evidenciado por decenas de trabajos antropológicos y sociológicos
realizados en los últimos 50 años: los pentecostales crecen por el boca a boca,
por cercanía, por redes; los espacios televisivos solo legitiman la posición
creyente y resuelven disputas de predominio entre iglesias. Las conversiones y
adhesiones se dan en la vida cotidiana cuando alguien tiene un problema y una
persona cercana le recomienda ir a una iglesia, y luego suceden cosas que hacen
que «todo funcione». El concepto de «iglesia electrónica» solo explica una
parte pequeña de los casos de conversiones: a menudo, el de los ancianos
aislados, dependientes de la televisión y angustiados en noches solitarias.
Para todos los demás (jóvenes, matrimonios en crisis, adultos y personas de
mediana edad en medio de todo tipo de problemas), hay siempre una iglesia cerca
y un amigo o vecino que recomienda acudir a ella. El pentecostalismo ha logrado
penetrar en las más diversas camadas sociales y los más variados estilos de
vida, pero es innegable que su éxito ha sido mayor en los sectores populares,
en áreas de la sociedad en las que ofrece de forma privilegiada las armas para
luchar contra el sufrimiento social y personal, como lo ha mostrado, entre
otras obras, la de Cecilia Mariz en Brasil5.
Una conclusión que se impone luego de
revisar este punto es que, independientemente de las direcciones que toma la
movilización de los pentecostales en el espacio público, su crecimiento,
comprobadamente más fuerte en los sectores populares, tiene efectos en términos
de poder social: el poder pasa de los sacerdotes a los pastores, de agentes
externos a las comunidades y a liderazgos locales; de nociones universalizadas
de cultura elaboradas por elites globales a nociones que, vehiculizadas por
industrias culturales, recogen más vívidamente las experiencias cotidianas de
millones de sujetos de las clases populares y las clases medias precarizadas de
toda la región.
Pentecostales y política en América
Latina
¿Qué consecuencias tienen en la vida
política y en la esfera pública las transformaciones en el campo religioso? La
tesis más general para captar la politización de los pentecostales y de buena
parte de los evangélicos en América Latina es que han desarrollado formas de movilización
política diversas y contingentes, que en los últimos lustros se han orientado a
la intervención política y lo han hecho de mano de las tendencias conservadoras6.
Pero en contraste con la afirmación impresionista de que se trata de una ola de
fascismo evangélico, cuyo destino estaba asegurado desde que el primer
pentecostal pisó un puerto latinoamericano, es preciso prestar atención a los
momentos y los modos de esa politización y a su interacción con el contexto
social más general, para discernir cuáles deben ser las tareas de las fuerzas
progresistas frente a los diversos rumbos que adoptan los evangélicos.
Los protestantismos históricos
impulsaron direcciones políticamente liberales y generaron una muy rica
tradición de compromiso social, pero su reclusión en determinados nichos
sociales, sumada a las derrotas históricas de los proyectos de la izquierda,
contribuyeron a su pérdida de relevancia relativa. Los evangelicales fueron más
conservadores, pero llegaron a desplegar algunos compromisos sociales en
tiempos ya lejanos. Finalmente, los pentecostales y, si se quiere, los
neopentecostales, que son, en conjunto, desde hace varias décadas, los evangélicos
más numerosos y más determinantes, también atravesaron varias etapas en sus
modos de relación con lo público y la política. A grandes rasgos, es posible
esquematizar una serie de cuatro momentos que se presentan en los distintos
países de América Latina.
El desarrollo inicial del
pentecostalismo en América Latina incluía la denuncia de lo que llamaban «el
mundo»; por lo tanto, la política que residía en él debía ser repudiada. En
esto pesaban también el origen extranjero de los pioneros, que no tenían capacidad
de vincularse plenamente a tramas ni a disputas políticas locales; el
anticomunismo de esos mismos pioneros, que igualaba a menudo «compromiso
político» y desobediencia; la situación minoritaria y estigmatizada de una
religiosidad que era vista como «disidente» y el hecho de que las primeras
camadas de creyentes locales pertenecían a poblaciones social, económica o
culturalmente marginadas. Con el correr del tiempo y con la generación de un
cuerpo de líderes endógenos vinculados a las sociedades locales, los
pentecostales inician una segunda etapa: los primeros pasos en busca de la
protección de sus derechos como minoría religiosa, que se dan, en general, a
partir de los años 70. En ese contexto, la politización adquiría el cariz de
una defensa limitada del pluralismo religioso, ya que los pentecostales
buscaron, en general, su reconocimiento a la par del catolicismo, pero no
pretendían que esto se extendiese a todos los grupos religiosos.
Posteriormente, el pentecostalismo presentó un atractivo tanto
para los políticos establecidos como para los emergentes emprendedores
evangélicos. Al número creciente de votantes evangélicos y la potencia de sus
redes, se sumaba el hecho de que los creyentes, con su presencia «santa»,
podían dar legitimidad específica y adicional a proyectos políticos de los más
variados signos que pretendían denunciar una política tomada por la corrupción.
Ello habilitó tentativas que fueron desde iniciativas destinadas a poner en pie
partidos confesionales –sin muchos resultados– hasta la postulación de
evangélicos en partidos no confesionales. Nos referimos a situaciones tan
diversas como la participación de los evangélicos en las campañas de Alberto
Fujimori en su primera elección en Perú, Fernando Collor de Mello en Brasil a
finales de los 80 o, en la estratégica Prefectura de Río de Janeiro, Benedita
da Silva, quien aun con las prevenciones de su iglesia, ganó las elecciones
reivindicando su carácter de «mujer, negra, favelada y pentecostal». En esta
etapa existieron compromisos políticos plurales y pragmáticos. Distintos grupos
pentecostales y evangélicos ingresaron en la actividad política usando sus
capitales de diferentes modos y construyendo distintos tipos de alianzas: en
Argentina, los pentecostales que se movilizaron políticamente lo hicieron de
forma relativamente cercana al peronismo, pero también integrándose a
propuestas de centroderecha. En Brasil, donde las denominaciones pentecostales
más poderosas apoyaron a Collor de Melo y a Fernando Henrique Cardoso ante el
«peligro comunista» del Partido de los Trabajadores (pt), pasaron luego a integrar el frente promovido por ese
mismo pt en las cuatro elecciones que ganó –con Luiz Inácio Lula da
Silva y Dilma Rousseff–, para luego dar su aval al proyecto de Marina Silva
(evangélica y ambientalista que fue ministra del primer gobierno de Lula y
luego encabezó una de sus primeras disidencias), y finalmente, corriendo detrás
de sus votantes, terminar apoyando la candidatura de Jair Messias Bolsonaro en
su raid final. Puede decirse que este momento de mayor involucramiento político
coincide con el de mayor expansión de la visión pentecostal entre todos los
grupos evangélicos. En ese contexto, los evangélicos no solo comenzaron a
participar en política electoral, sino que se transformaron en interlocutores
en diálogos sobre políticas públicas: su agilidad y su capilaridad territorial
los volvieron agentes claves para los procesos a través de los cuales los
Estados tomaban en cuenta, mediante múltiples instrumentos públicos, a
poblaciones excluidas o marginadas. El despliegue de dinámicas de violencia y
adicción introducidas por el narcotráfico constituyó un terreno donde los
agentes de las más diversas instancias de la sociedad civil y política veían a
los evangélicos como aliados.
Estas formas de movilización política y social contenían algo
que en un cuarto momento, de manera lógica, va a ser fundamental. Los líderes
de distintas iglesias y asociaciones evangelicales y pentecostales no tardaron
en pregonar de forma cada vez más intensa y clara algo que está lejos de la
fórmula canónica de la secularización (religión libre de Estado y Estado libre
de religión): la jerarquización de los evangélicos en sociedades donde eran discriminados
se ligaba a la jerarquización de sus concepciones en el espacio público. En
este momento, distintos aspectos de la experiencia evangélica no solo pueden
ser atractivos para políticos que los inviten o para que los evangélicos
intenten convertir el predicamento religioso en poder político, sino que se
esboza un proyecto relativo a la conquista de la sociedad por entero para los
valores cristianos. No se trata de valores aleatorios: en el contexto histórico
en que se da esta fuerte inversión política, los evangélicos pondrán el acento
en la oposición al matrimonio igualitario y a la legalización de la
interrupción voluntaria del embarazo, en ciertas limitaciones al pluralismo
religioso que deberían ejercerse contra las «sectas» y las religiosidades afroamericanas
e incluso, en algunos casos, en la procura de un proceso de regulación del
campo religioso que afectaría a las expresiones autónomas del pentecostalismo.
En el contexto de este desarrollo histórico, es posible señalar tres hechos que
ayudan a ceñir la actualidad de los mecanismos que actúan en las relaciones
entre los evangélicos y la política.
No hay voto confesional7. Es preciso desactivar una impresión que fácilmente se impone
luego de verificar el crecimiento de los evangélicos en las últimas décadas: es
imposible afirmar la existencia de un voto confesional en el caso de los
evangélicos. No solo se trata de que la identidad religiosa no genere
automáticamente una identidad política. El hecho de que no haya instancias de
unificación institucional y la propia dinámica de los grupos evangélicos,
competitiva y sometida a múltiples posibilidades de fraccionamiento, hacen
que algunos emprendimientos políticos que apelan a la identidad religiosa
tengan efectos muy distantes del buscado (que los creyentes voten creyentes),
ya que son vistos con desconfianza como tentativas de manipulación, control y
capitalización indebida de esfuerzos de unas denominaciones pentecostales por
otras. Además, en los distintos espacios nacionales, los evangélicos votan de
manera análoga a la que votan los católicos o los ciudadanos que adhieren a
otras religiones en sus respectivos estratos sociales. Los partidos evangélicos
tuvieron porcentajes de votos mucho menores que el porcentaje de población
evangélica en Perú (4% sobre 12%), en Chile (donde fracasaron tres partidos
evangélicos en la elección de 2017), en Argentina en 1991 y en 2001 (donde la
mayor parte de los evangélicos de los sectores populares vota al peronismo) o,
por dar un ejemplo más, en Guatemala, donde los evangélicos conforman el 40% de
la población y ya asumieron tres presidentes de esa religión, pero los partidos
evangélicos que apelan a la movilización política de los creyentes no logran
mayores éxitos (6% sobre 40%). Sin embargo, tampoco debe ignorarse que
distintos aspectos de la identidad evangélica o de su repertorio de acción
simbólica fortalecieron, por ejemplo, la candidatura triunfante de Bolsonaro en
Brasil. Pero incluso en ese caso, los evangélicos que se conciben como el
rebaño de Dios no votan como un rebaño: en una campaña polarizada en la que los
líderes de las denominaciones evangélicas más fuertes y de mayor extensión
territorial impulsaron el voto a Bolsonaro por indicación de sus propias bases,
las estadísticas posteriores a la elección mostraron que más de un tercio de
los evangélicos votó contra las orientaciones «oficiales»8.
¿El peso demográfico ayuda a la movilización evangélica? Algunos
autores sostienen que las potencialidades de la movilización política
evangélica tienen correlación con el peso demográfico de los pentecostales en
los distintos países: en aquellos países donde los pentecostales, junto con el
resto de los evangélicos, superan el 30% de la población, es más probable que
sean capaces de promover una alternativa política basada en la identidad
evangélica, mientras que en los países donde permanecen por debajo de 25%,
tienden a participar dentro del proyecto de otros partidos políticos y a
conformar una representación coordinada de los intereses comunes de todos los
evangélicos en niveles parlamentarios y en amplias movilizaciones sociales9. La hipótesis no es del todo desatinada, pero tampoco es
plenamente discriminante: debe considerarse que en los países de mayor
porcentaje de evangélicos hay casos como el de Guatemala, donde la religión
evangélica parece influir en la cultura política sin que haya voto confesional,
pero que en casos como los de El Salvador o Nicaragua la influencia y la movilización
evangélica no son notorias. En Costa Rica y Brasil, por su parte, los
porcentajes de población evangélica son relativamente menores que los de los
países antes citados y, sin embargo, la fuerza política y electoral de los
evangélicos lleva a que un partido de esta corriente (Restauración Nacional)
sea el principal desafiante de los partidos tradicionales (Costa Rica), o a que
aquellos sean parte del bloque electoral triunfante a través de partidos que no
representan a todas las denominaciones evangélicas pero que cuentan con la
movilización de algunas de las que cuentan con más reconocimiento, recursos
económicos y despliegue territorial (Brasil).
La erosión de las identidades políticas tradicionales y la
«agenda de género». La factibilidad de la formulación y el éxito de una
alternativa política evangélica pueden contener algo del factor «peso
demográfico», pero seguro dependen de la concurrencia de otras dos
circunstancias. Una de las situaciones que permiten la emergencia de fuerzas
políticas que apelan a la identidad evangélica es la erosión de las
alternativas políticas tradicionales, especialmente si este hecho se da en el
marco de crisis políticas generadas por causas de corrupción. En esos casos, la
estructura de atribuciones simbólicas que otorga a las religiones una especie
de honestidad a priori funge como garantía o, al menos, como
lavado de cara de fuerzas políticas que necesitan recursos extraordinarios de
legitimación. Como esto ocurre también en el contexto de transformaciones
sociales que alteran principios tradicionales de identificación (la localidad,
el trabajo, el catolicismo), lo evangélico contribuye a solidificar nuevos
principios de agregación. Este podría ser tanto el caso de Brasil como el de
Costa Rica o, más atrás en el tiempo, el de la identificación de Fujimori con
los evangélicos a inicios de los años 90. Hay otra circunstancia que contribuye
de forma indudable y decisiva al surgimiento, crecimiento y fortalecimiento de
los proyectos políticos evangélicos: el avance concreto y la diseminación de la
agenda de derechos de género y diversidad de las últimas décadas en América
Latina ha generado una reacción que ni analistas ni actores lograron prever y,
mucho menos, contener. En la medida en que estas transformaciones fueron avanzando,
muchas veces más rápidamente de lo que nunca se hubiera imaginado en el Estado
y en los partidos políticos, incluso en los de centro y los de izquierda, se
incubaron, en otros espacios de la sociedad y a espaldas del sentimiento de
progreso indefinido que asistía a los grupos reformadores, un murmullo y una
contrariedad subterráneos capitalizados en gran medida por los evangélicos. En
primer lugar, porque son los que estaban más cerca física e ideológicamente
respecto de esa reacción. En segundo lugar, porque el catolicismo estaba
impedido de hacerlo con coherencia y legitimidad, dada la combinación de su
heterogeneidad interna con la ilegitimidad que asiste para intervenir en este
tema a una jerarquía sumida en el oprobio por los casos de pedofilia. Así, el
despliegue de la agenda de derechos de género y diversidad generó una dinámica
en la que los evangélicos pudieron ser catalizadores y representantes de una
reacción que sumó potencia a sus proyectos políticos. Ese es el punto a partir
del cual los evangélicos dejaron de ser pragmáticos y se orientaron
sistemáticamente hacia la derecha.
La composición de la reacción catalizada por los evangélicos
permite entender mejor en qué sentido están siendo un factor dinámico de las
fuerzas de la derecha: más allá del aumento de la propensión evangélica a votar
por la derecha o de la derechización de sus candidatos y propuestas, es cierto
que, como no hay un voto confesional, los evangélicos no solo votan a la
derecha cuando sus líderes lo promueven. Ahí puede discernirse específicamente
la operatividad evangélica en la derechización contemporánea: no solo
representan la reacción contra la agenda de género y diversidad de sus propias
bases denominacionales, sino que su propio crecimiento conforma el ambiente político-ideológico
donde se gesta la densidad de las resistencias a esa agenda emancipadora. El
pentecostalismo influye de forma mucho más sólida a través de la transformación
cultural que implica su crecimiento que del direccionamiento de los votos de
los creyentes. No está de más decir que todo esto ocurre en un marco más amplio
y complejo: el giro hacia la derecha o la permanencia de la derecha en
distintos países latinoamericanos obedecen a muchas otras causas. Algunas, como
la percepción de un inestable clima de movilización y o de violencia, así como
de corrupción, fortalecen la necesidad de una referencia cristiana que los
evangélicos disputan y logran muchas veces encarnar mejor que nadie. Otras,
como el estancamiento económico o la desigualdad, pueden ser interpretadas en
lógica evangélica y así dinamizar cambios en el comportamiento político.
Reflexión final
Los evangélicos constituyen desde hace más de 30 años una fuente
inagotable de enigmas, pánicos y pontificaciones por parte de analistas,
políticos y todo tipo de actores/espectadores de la política contemporánea. Por
una parte, esto se debe a que el ánimo de las izquierdas y los progresismos
latinoamericanos teje en su reacción dos hilos no siempre afines: al
tradicional temor a la religión en tanto poder oscuro y alienante se suma, en
la formación de una santa alianza de nuevo tipo, la presunción traficada por el
catolicismo acerca del carácter «foráneo» que asiste a todos los
protestantismos. Todo esto ayudó a forjar una serie de reacciones que fueron
desde la afirmación a priori de lo que significaba la expansión de
estos movimientos, notable ya desde la mitad del siglo pasado, hasta el
desprecio por cualquier aproximación cognitiva o política que no fuese
militantemente contraria. En general, con importantísimas y notables
excepciones, se ha permanecido frente al fenómeno entre la condena y el
desconocimiento condenatorio, de manera tal que hoy el despertar de ese sueño
reactivo obliga a confrontarse con una realidad que es compleja, desafiante y ahora
sí amenazante, aunque plena de contingencias que todavía deben explorarse y
explotarse en esfuerzos de interpelación política que, como siempre y más que
nunca, exigirán hacer de tripas corazón.
Pero, por otra parte, esto también se debe a un mecanicismo
simétrico inverso. Si las izquierdas y el catolicismo veían en la expansión
evangélica una invasión imperial, algunos analistas estadounidenses veían con
optimismo la implantación de unas semillas que harían de América Latina,
estereotipada como un Macondo generalizado, un espacio de racionalidad,
individuación y acumulación virtuosa, como si los pentecostalismos, la fuerza
demográficamente más importante de esa expansión, estuviesen constituidos por
clones de los peregrinos del Mayflower y como si la América Latina del
siglo xx constituyera lo que desde esa imaginación histórica se
concibe como una tabula rasa. En el fondo, el caso de la expansión
evangélica es revelador de la precariedad de una certeza que debemos
cuestionar: la secularización difícilmente funcione como la interposición de un
muro capaz de anular más o menos perfectamente los intercambios entre el mundo
de la religión y la política. Lo que sucede más bien es que la moderna capacidad
de comprender la contingencia radical del mundo histórico social debe aplicarse
al caso de las religiones para entender que la modernidad, lejos de significar
el fin de las religiones, es un mecanismo que, al mismo tiempo que instituye
separadamente el dominio de la religión, articula transformaciones, porosidades
e intercambios que hacen que las religiones estén en constante cambio y siempre
«retornando».
NOTAS
·
1.
En
todo este artículo mantendremos la siguiente convención: utilizaremos los
términos «evangélicos» o «protestantes» para referirnos en general a todos los
grupos herederos de la tradición de la reforma protestante, y «evangelicales»
para referirnos específicamente a las corrientes fundamentalistas.
·
2.
El
MRCC pude ser reconocido y de hecho se percibe como un pentecostalismo
católico, al que muchos también llaman «neopentecostalismo»; mantiene todas las
diferencias que el catolicismo mantiene con el protestantismo en general, pero
afirma la actualidad de los dones del Espíritu Santo. Es, desde finales de los
años 60, uno de los movimientos que más crecen dentro del catolicismo.
·
3.
Una
visión panorámica de esta evolución puede leerse en José Luis Pérez Guadalupe y
Sebastian Grundberger (eds.): Evangélicos y poder en América Latina, Instituto de
Estudios Social Cristianos / Konrad-Adenauer-Stiftung, Lima, 2018. Para un
abordaje de esta cuestión en los países del Mercosur, v. Ari Pedro Oro y P.
Semán: «Pentecostalism in the Southern Cone Countries: Overview and
Perspectives» en International Sociology vol. 15 No 4, 12/2000.
Resulta excepcional un caso como el de Chile, que desde inicios del siglo xx
fue una de las cunas del movimiento.
·
4.
Los
datos fueron publicados en Pew Research Center, www.pewforum.org/2014/11/13/religion-in-latin-amer... y nuestra lectura sustituye críticamente el término
«protestante» del original en inglés por «evangélicos» y presupone que se trata
en su mayoría de pentecostales, de acuerdo con estimaciones de investigadores
que han relevado de distintas maneras los distintos casos nacionales.
·
5.
C. Loreto Mariz: Coping with
Poverty: Pentecostals and Christian Base Communities in Brazil,
Temple UP, Filadelfia, 1994.
·
6.
Nunca
se insistirá lo suficiente en la necesidad de subrayar la contingencia de esas
relaciones. V. para este tema Paul Freston: «Breve história do pentecostalismo
brasileiro» en Alberto Antoniazzi et al.: Nem anjos nem demonios.
Interpretações sociológicas do pentecostalismo, Vozes, Petrópolis,
1994.
·
7.
Sobre
este punto, entre otros, son claves los análisis de Pérez Guadalupe y
Grundberger que toman en cuenta el conjunto de la región. J.L. Pérez Guadalupe
y S. Grundberger (eds.): ob. cit.
·
8.
Las
iglesias que impulsaron esa política fueron, principalmente, la Unión de
Asambleas de Dios y la Iglesia Universal del Reino de Dios, que en realidad
habían pactado con otros candidatos y mutaron su política porque sus bases más
inmediatas se negaban a aceptarla. Tanto este último hecho como la falta de
apoyo a la redefinición de la estrategia electoral muestran hasta qué punto es
difícil alinear la identidad religiosa y la política.
·
9.
J.L.
Pérez Guadalupe y S. Grundberger (eds.): ob. cit.
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