La
guerra de dos mundos
¡Otra vez la
expedición de Cortés y la conquista de México! Volver a este evento tantas
veces descrito y estudiado parecería redundante, considerando la inmensa
bibliografía dedicada al tema. Se podría pensar que ya se dijo casi todo y se
comentó detalladamente el choque brutal de dos mundos opuestos, y las consecuencias
de la irrupción de los conquistadores en Mesoamérica. La caída abrupta y
trágica de la triple alianza, destruida por un "puñado" de
aventureros, dio pie a una cantidad inconmensurable de libros, artículos y
novelas más o menos serios.
¿Un "puñado" de aventureros?
En la inmensa mayoría de esos estudios, casi
siempre se hace hincapié en el número reducido de los conquistadores, siendo la
cifra de 508 hombres la más comúnmente mencionada. El mismo Gómara (19851986)
habla de 550, incluyendo a los marineros. Aún ciertos trabajos recientes
(Elliott, en McEwan y López Luján, 2009) reducen este número a 450. Ya sea para
glorificarlos o para subrayar su inconsciencia en función con la visión del
autor consultado, esta cifra reducida pone en relieve el carácter increíble de
su éxito. Escasos son los autores que toman en consideración la totalidad de
los españoles disponibles. Herren (1992), por ejemplo, es uno de los pocos que
menciona a los marineros: "Las cifras de los efectivos varían notablemente
según los cronistas: desde 508 soldados y un centenar de marineros que cita
Bernal Díaz del Castillo, hasta los 500 hombres de los que habla la Carta
de relación del cabildo de Veracruz (Cortés, 1970)." De acuerdo
con los distintos cronistas, el contingente consistía en 11 naves, con 518
infantes, 16 jinetes, 13 arcabuceros, 32 ballesteros, 110 marineros, y unos 200
indios de Cuba y africanos como auxiliares de tropa (Martínez Montiel, 1997 y
2009), o sea más de 850 hombres. La presencia de caribeños y de esclavos
africanos queda comprobada por el descubrimiento reciente de Calpulalpan,
Tlaxcala (Histórica.com 2006; com.pers. Grunberg, 2009) donde se identificaron
los vestigios óseos de algunos de ellos. Por supuesto, la mayoría servían como
cargadores y/o sirvientes, pero no se puede ignorar su capacitad para pelear,
y, salvo tal vez los indígenas de Cuba, no cabe duda que a los ojos de los
mexicas, todos los demás pertenecían a la categoría de seres extraños.
No es nuestro propósito discutir sobre la
audacia o la inconsciencia de los conquistadores frente a los miles de
guerreros que podían movilizar los mexicas, aun si las cifras mencionadas por
Cortés (136 000 guerreros tlaxcaltecas y una cifra comparable para la armada
mexica) son producto de su imaginación. Más seriamente, se presentaron varios
argumentos para explicar o justificar la victoria española. Unos de los más
relevantes sería la superioridad tecnológica española, con sus armas (corazas
de piel o de metal, ballestas, arcabuces), o sus técnicas de combate: buscan
matar o eliminar a sus adversarios, mientras los mexicas quieren cautivarlos
vivos, para sacrificarlos después. Por el contrario, los que deploran la
conquista ponen en relieve la brutalidad de los españoles y sus atrocidades
durante el sitio de Tenochtitlan. Por otro lado, muchos autores subrayan el
papel de los caballos en los combates, y el terror que habrían inspirado a los
mexicas, olvidándose muchas veces del rol de los perros (Varner y Varner,
1983). Según esos autores, aun si resulta imposible estimar el número de canes,
éstos debieron ser numerosos, y jugaron un papel importante como armas de
batalla y como delatores para revelar la presencia de enemigos. Además del
miedo que inspiraban entre los mexicas, cabe subrayar su capacidad para eludir
los golpes, ya que muchos de ellos, a diferencia de los caballos, sobrevivieron
a los desastres de la Noche Triste (Varner y Varner, 1983). En lo que
naturalmente todos los autores coinciden es en la importancia fundamental de
las enfermedades como la viruela y el sarampión, que debilitaron mucho la
defensa mexica sin experiencia sobre este tipo de padecimiento. A nivel de las
ideas, se hizo hincapié en las creencias religiosas, y el mito del regreso de
Quetzalcóatl (Soustelle, 1955; Elliott en McEwan y López Luján, 2009). El mismo
Cortés lo menciona a menudo en sus cartas (1970).
Finalmente, muchos autores insistieron en la
fragilidad de la triple alianza, entonces en proceso de formación y considerada
como una estructura inadaptada por su falta de control centralizado (Soustelle,
1955). Por el contrario, los trabajos recientes (Sergheraert, 2009) demuestran
que la hegemonía de la triple alianza era el producto de una estrategia militar
precisa. A pesar de esto, varios pueblos, entre ellos los totonacas,
aprovecharon la llegada de los invasores para rebelarse contra el dominio de
los mexicas y sus aliados. Sin el apoyo permanente de sus aliados indígenas, es
muy poco probable que los españoles hubieran podido vencer. De inmediato, miles
de guerreros totonacas y tlaxcaltecas se enlistaron en las filas de ejército
español, contribuyendo significativamente a la caída de la triple alianza. Su
importancia numérica y su capacidad bélica inspiraron a los conquistadores un
respeto que, a veces, confina a la prudencia (Díaz del Castillo, 1984). Más
tarde, los conquistadores contaron también con el apoyo de guerreros mexicas,
zapotecas, mixtecos o tarascos (Matthew y Oudjik, 2007), para sus expediciones
en el área maya o en Nueva Galicia. En cierto respecto, se puede hasta
considerar que los indígenas aprovecharon la presencia española para completar
la integración mesoamericana (Matthew y Oudjik, 2007).
Cada uno de esos argumentos ha sido
ampliamente discutido, y todos son válidos. Otras explicaciones se consideran
menos relevantes, a pesar de su interés. La cuestión de la lengua es un ejemplo
muy pertinente. En este encuentro entre dos mundos, comunicarse resulta
fundamental para enterarse de las ideas y de los proyectos adversos. A este
respecto, los españoles llevan ventaja por tener a su lado varios intérpretes
como Aguilar y Marina. Posteriormente, otros conquistadores aprendieron
rudimentos de náhuatl. Cabe mencionar a Orteguilla, el paje que Cortés ofreció
al tlatoani, cuya presencia discreta al lado de Moctezuma, que
ignoraba su papel de espía, le permitía enterarse de los proyectos mexicas en
contra de los invasores e informar a éstos. Por el contrario, ninguna fuente
indica que los mexicas dispusieran de tales facilidades aún si colocaron
informantes en el campamento español (Taladoire, 1987).
Un
choque psicológico inconcebible
El tremendo impacto psicológico consecutivo a
la intrusión continua y rápida de seres desconocidos es muchas veces ignorado,
aunque se puede deducir de los textos de los protagonistas (Aguilar, 1977;
Cortés, 1963; Díaz del Castillo, 1984, López de Gómara, 1985-1986; Conquistador
Anónimo, 1986). La conmoción suscitada por estos personajes de procedencia
misteriosa sería comparable al pánico provocado por la llegada de marcianos en
las películas populares.
En menos de una generación (1492-511), el
continente americano, aislado durante más de 10 000 años, enfrentó la llegada
del "otro", el desconocido. Para Mesoamérica, el fenómeno resulta
todavía más brutal: en menos de cuatro años (1517-1521), pasaron de rumores
aislados sobre enormes casas que flotan en el mar, a la primera visita de
Grijalva a las costas de Veracruz y después a la destrucción completa del
imperio más poderoso del área, de su cultura y hasta de su pueblo. Una crisis
mental de tal amplitud resulta muy difícil de evaluar.
Varios documentos indican que la llegada de
los españoles fue anunciada por presagios, entre otros, un cometa en el cielo
de México, voces femeninas extrañas que se hacen audibles por la noche, incendios
inexplicables en residencias y templos de la ciudad, especialmente el de Toci o
la efervescencia de las aguas del lago de Texcoco (Carrasco, 2000; Graulich,
1994). El último de estos presagios fue el descubrimiento de un espejo en la
cabeza de una grulla ceniza encontrada en los alrededores de México. En dicho
objeto, el mismo tlatoani percibió extraños guerreros armados
y montados sobre animales parecidos a venados gigantes (Olivier, 2006). Tales
presagios son considerados como premonitorios de la caída próxima del imperio o
del regreso peligroso de Quetzalcóatl.
El estudio detallado de las fechas asociadas
con tales presagios permite situar su primera ocurrencia alrededor de 1510, o
sea el año del primer naufragio español en las costas de Yucatán (Graulich,
1994; Gruzinski, 1988). Pero la mayoría de los malos augurios tuvo lugar
después de 1517, el año de la primera expedición de Francisco Hernández de
Córdoba que llegó hasta Tabasco, donde fue derrotada por los mayas. La segunda
expedición, la de Grijalva, se llevó a cabo en 1518 y llegó hasta las costas de
Veracruz. Es indudable que los mexicas, que mantenían contactos estrechos con
esas dos áreas, se enteraron rápidamente de esos eventos excepcionales
(Taladoire, 1989). Según Durán (1967), Moctezuma mandó observadores a la costa
de Veracruz para vigilar el regreso de los invasores. En otras palabras, aunque
eran incapaces de prever las consecuencias del fenómeno, los mexicas estaban
mejor informados que los españoles, y esperaban con angustia su llegada. Los
presagios constituyen, sin ninguna duda, una tentativa de racionalización del
fenómeno para integrarlo y enfrentarlo (Aimi, 2002; León-Portilla, 1992;
Olivier, 2006).
Las bases del razonamiento español y mexica
de la época se encuentran en los mitos fundadores respectivos. Entre los
primeros está su creencia en la Biblia, la creación y el papel de los santos
como Santiago "marchando" delante de ellos, sin insistir, además,
sobre la astrología y la nigromancia, y el papel de las predicciones de Blas Botello
(Turner Ródriguez, 2000; Olivier, 2006). Resulta natural que los mexicas, en su
esquema temporal cíclico, hayan recurrido al mito popular del regreso de
Quetzalcóatl o de sus seguidores (Soustelle, 1955; Florescano, 1993;
León-Portilla, 1992). Los españoles no serían entonces
"extraterrestres", sino los enviados del antiguo dios, en cierto
respecto "miembros" de la comunidad. No se debe exagerar tampoco la
importancia de la confusión entre conquistadores y seres divinos, ya que, como
lo nota Grunberg (1987), ni los mayas, ni los totonacos, ni los mismos
tlaxcaltecas cayeron en una ilusión comparable. Es cierto que las bases
religiosas y míticas de los pueblos mencionados difieren notablemente, pero,
salvo las cartas de Cortés (1970), no disponemos de muchas fuentes para
comprobar esta asimilación. Los mexicas recurrieron tal vez a esta hipótesis
para facilitar la integración rápida del fenómeno a su cosmovisión. De
cualquier manera, es probable que, frente a la vulgaridad de los españoles, a
su ignorancia y a su falta de higiene, la ilusión se haya desvanecido
rápidamente. Hasta Moctezuma, que según varios autores, favoreció esta teoría,
se habría decepcionado al contacto con los soldados y su burdo comportamiento
cotidiano (Díaz, 1984 y 1987; Graulich, 1992; León-Portilla, 2009). Además, el
desdén que los españoles mostraban por los regalos mexicas, simbólicos de
Quetzalcóatl, resulta un motivo que pone en duda su carácter divino.
Seres
mortales
Se puede uno preguntar, entonces, por qué los mexicas tardaron
tanto tiempo para combatir esta intrusión. Al parecer la respuesta fue
desorganizada, pues Cortés mismo menciona en sus cartas (1970) la existencia de
una resistencia local, incluso proveniente de la familia imperial mexica. En
segundo lugar, los mexicas parecían sinceramente impresionados por los
españoles y su aspecto de guerreros experimentados y disciplinados, veteranos
de muchos combates. Los recién llegados disponían además de técnicas militares
novedosas que combinaban armas de metal de largo alcance (arcabuces, ballestas)
con espadas y picas para el combate cuerpo a cuerpo. Esas mismas técnicas
habían propiciado las victorias españolas en Italia frente al ejército francés.
Muchos de los capitanes de Cortés participaron en la guerra de Italia. Por el
contrario, la inferioridad numérica de los conquistadores es indudable y una
resistencia organizada y encarnizada hubiera podido conducir a los mexicas y
sus aliados a la victoria.
La amplitud de las pérdidas españolas durante los combates sugiere
que los soldados de la triple alianza hubieran podido vencerlos. Díaz del
Castillo menciona que, durante los combates de Hernández de Córdoba contra los
mayas de Tabasco, los españoles perdieron 57 hombres, entre ellos, su jefe. Ni
López de Gómara ni el Conquistador Anónimo (1989) proporcionan datos precisos
para los primeros enfrentamientos durante la marcha hacia Tenochtitlan, pero
este último autor menciona dos caballos abatidos por guerreros mexicas, lo que
confirma, indirectamente, que el temor que los indígenas sentían hacia los
caballos no fue de larga duración.
Desgraciadamente, las cifras proporcionadas por el mismo Cortés
resultan fantasiosas, a veces casi surrealistas. En su tercera carta (Cortés,
1970), menciona por ejemplo que, en Tlaxcala, antes de empezar el sitio de
Tenochtitlan, dispone de 500 soldados de infantería, divididos en 9 unidades de
60 hombres cada una, o sea un total de 540: ¡cuarenta hombres más! Exagera las
fuerzas enemigas, y reduce las pérdidas españolas: en el combate contra los 100
000 guerreros tlaxcaltecas de Xicoténcatl, sólo reconoce algunos heridos. De la
misma manera que en Tabasco habla de sólo unos veinte heridos. Finalmente, en
los duros enfrentamientos previos a la Noche Triste, reconoce la desaparición
de cinco o seis hombres y estima que durante la retirada, 150 soldados y 45
caballos fueron abatidos por los mexicas: "En este desbarato, se halló por
copia que murieron ciento y cincuenta españoles y cuarenta y cinco y caballos
[...]" (Cortés 1970, p. 96). Siguiendo sus estimaciones, la sumisión de la
triple alianza no le hubiera costado más de 200 muertos.
A pesar de las dudas expresadas por autores como Graulich (1996)
acerca del valor testimonial de la obra de Díaz del Castillo, sus datos son más
relevantes que los de Cortés, y sobre todo, coherentes. Según Díaz del Castillo
(1984, 1987), el ejército español en Cozumel contaba con 508 infantes, a los
cuales se debe añadir la tripulación de los once barcos, o sea 109 marineros,
unos 30 jinetes con sus caballos, varios sirvientes, y tal vez algunos indios
aliados originarios de Cuba. Poco tiempo después, el barco de un tal Saucedo se
une al ejército con diez hombres además de la tripulación. O sea que, al llegar
a Veracruz, los conquistadores son más de 650 sin hablar de sus sirvientes y
aliados. Díaz del Castillo menciona la presencia, alrededor del Pánuco, de por
lo menos cuatro barcos enviados por Francisco de Garay, lo que implica unos 270
españoles más al mando de Álvarez de Pineda, sin incluir a los marineros. Cortés,
en su segunda carta (1970), confirma la existencia de esos cuatro barcos sin
dar más detalles. Los mexicas no pueden ignorar esta amenaza adicional, aun si
pudieran dudar de los lazos entre los dos grupos.
Cualquiera que sea la cifra exacta del ejército español, no cabe
duda de que sobrepasa los 508 hombres que se mencionan usualmente. Pero, en su
texto, Díaz del Castillo (1984, 1987), a diferencia de Cortés, insiste sobre
los difíciles combates, las pérdidas, los heridos, los enfermos. Después de las
batallas contra los tlaxcaltecas en septiembre de 1519, escribe: "Y desque
amaneció, y nos vimos todos heridos á dos y á tres heridas, y muy cansados, y
otros dolientes y entrapajados, y Xicotenga [Xicoténcatl] que siempre nos
seguía, y faltaban ya sobre cincuenta y cinco soldados que se habían muerto en
las batallas y dolencias y fríos [...]" Esta cifra resulta mucho más
importante que los escasos heridos de la carta de Cortés.
Siguiendo a Díaz del Castillo, entonces, el ejército español
hubiera perdido, desde antes de llegar a Tenochtitlan cerca del 10% de sus
efectivos. Es imposible suponer que los mexicas, que tenían informantes en el
campamento español, hubieran ignorado este fenómeno. Poco tiempo después,
comprobaron por ellos mismos la vulnerabilidad de los españoles. En la breve
batalla de Nautla contra la pequeña guarnición de Veracruz, que Cortés estima
en 150 hombres, los guerreros de Cuauhpopoca mataron a seis o siete soldados,
incluido el alguacil mayor, Juan de Escalante. Se apoderaron además de otro
español llamado Arguello, al que le cortaron la cabeza, para mandarla al tlatoani como
prueba indudable del carácter perecedero de los invasores. Eso se podría llamar
experimentación directa, para acabar con el mito del carácter divino, o por lo
menos invulnerable, de los españoles, que no eran semidioses y que podían ser
vencidos. Por supuesto, en el modo de pensar de los mexicas, también los dioses
pueden morir. De cualquier modo, eso puso fin a su falta de intenciones
bélicas.
Una
fuente inagotable
La situación empezó a cambiar con la llegada
del ejército de Pánfilo de Narváez. Mandado para reprimir la rebelión de
Cortés, Narváez dispone de 19 barcos (con su tripulación) y de mil hombres,
según Cortés, 1 400 según Díaz. Como todos sabemos, Cortés logra integrar los
hombres de Narváez a su ejército. Considerando las pérdidas anteriores, los
conquistadores disponen, antes de la Noche Triste, de más de 2 000 hombres:
unos se encuentran en Veracruz, otros fueron enviados en expediciones de exploración
y el resto radica en Tenochtitlan. No es relevante aquí insistir sobre los días
de sitio de la capital mexica y la Noche Triste, ni tampoco sobre la batalla de
Otumba, sino para subrayar una vez más las discrepancias entre Díaz del
Castillo y Cortés. Como se mencionó arriba, Cortés deplora la muerte de 150
hombres, lo que, si calculamos bien, significa que dispondría todavía de más de
1 800 almas. Díaz del Castillo, al contrario, menciona que de los 1 400 hombres
presentes en la capital mexica, perecieron 860, o sea mucho más de la mitad, lo
que es más congruente con la situación de los españoles al regresar a Tlaxcala.
Resulta entonces obvio que los mexicas
estaban perfectamente conscientes del bajo número de miembros del ejército
español, aun si los tlaxcaltecas les seguían siendo fieles. En Tenochtitlan,
los partidarios de la guerra, encabezados por el nuevo tlatoani Cuitláhuac
y después Cuauhtémoc, llegaron al poder. Habían derrotado a los invasores,
aunque no lograron destruirlos. Los ejes de comunicación de los españoles con
Veracruz resultaron, si no cortados, por lo menos amenazados por los guerreros
mexicas. ¿Por qué, en este contexto, los mexicas no utilizaron su ventaja para
acabar con los conquistadores? Nuevamente, se propusieron varias hipótesis para
explicar esta falta de agresividad. Es indudable que, a pesar de su victoria,
los mexicas sufrieron bajas importantes, tanto durante la Noche Triste como en
Otumba. Necesitaban tiempo para recuperar sus fuerzas. Además, las enfermedades
empezaban a ocasionar pérdidas importantes, como la muerte del nuevo tlatoani, Cuitláhuac.
También se propuso que los mexicas, obnubilados por su victoria, pensaran que
la huida de los españoles fuera definitiva. Finalmente, siempre resulta posible
que la práctica de la Guerra Florida no hubiera preparado a los mexicas al tipo
de enfrentamiento a muerte que los españoles utilizaban.
Cada una de esas explicaciones tiene
fundamentos comprobables, pero no resultan coherentes con otros fenómenos.
Mientras los españoles descansaban en Tlaxcala, los mexicas trataron, sin
éxito, de obtener por lo menos una tregua, pero preferentemente una alianza,
con sus viejos enemigos tarascos. Reclutaron sistemáticamente nuevos guerreros,
mandaron refuerzos a sus guarniciones aisladas y desarrollaron trabajos
intensos de fortificación y de abastecimiento de Tenochtitlan para alistarse
contra el regreso de los conquistadores. Los mexicas esperan obviamente una
nueva ofensiva española. En su tercera carta, después de Otumba, Cortés (1970,
99) menciona que varios españoles habían sido "asesinados" en los
caminos, mientras trataban de reunirse con el ejercito. Escribe "que los
indios de Culua los habían muertos en el camino a todos, y tomado lo que
llevaban; y asimismo supe que habían muerto otros muchos españoles por los
caminos, los cuales iban a la dicha ciudad de Temixtitán, creyendo que yo
estaba en ellos pacífico, y que los caminos estaban, como yo antes los tenia,
seguros." Añade después:
He dicho como había sabido que por muerte de Muteczuman
habían alzado por señor a su hermano que se dice Cuetravacin [Cuauhtémoc], el
cual aparejaba muchos géneros de armas y se fortalecía en la gran ciudad y en
otras ciudades cerca de la laguna [...] El dicho Cuetravacin ha enviado sus
mensajeros por todas las tierras y provincias y ciudades sujetas a aquel
señorío a decir y certificar a sus vasallos que él le hacia gracia por un año
de todos los tributos y servicios que son obligados a le hacer [...] en tanto
que por todas las maneras que pudiesen hiciesen muy cruel guerra a todos los
cristianos, hasta los matar o echar de toda la tierra... (Cortés 1970: 109). En
la misma carta, precisa: "dije como había sabido que los de la provincia
de Méjico y Temistitán, aparejaban muchas armas, y hacían por toda su tierra
muchas cavas y albarradas y fuerzas para nos resistir la entrada [...] (Cortés
1970: 117).
Esta última frase, tanto como la recuperación
de armas de metal por parte de los mexicas, implica que, lejos de toda ilusión,
tratan de modernizar sus técnicas guerreras y de adaptarlas al nuevo tipo de
combate que tendrán que sostener.
Un hallazgo arqueológico en la zona de
Tlaxcala, en Teocaque, revela que miembros de la tropa de Pánfilo de Narváez,
bajo el mando de Juan de Alcántara, murieron sacrificados y martirizados en
rituales indígenas (Histórica.com 2006). De acuerdo con los descubrimientos y
la información proporcionada por el mismo Cortés (1970), en junio de 1520, una
caravana compuesta por 550 personas entre españoles, indígenas, negros, mulatos
y mestizos cayó en manos de guerreros del reino de Texcoco. Numerosos hombres,
mujeres y niños terminaron sacrificados en rituales mexicas. Se ha logrado
identificar entre quienes fueron sacrificados a unos veinte españoles (ocho
mujeres y doce hombres), siete negros y dos mulatas según los estudios
realizados por Carlos Serrano (Histórica.com 2006). Los hallazgos incluyen
elementos como huesos humanos hervidos, lo que hace pensar que los integrantes
de la caravana capturada fueron víctimas de canibalismo ritual. Otros de los
restos como las calaveras fueron exhibidos por los mexicas y texcocanos a
manera de mensaje de advertencia para los invasores. Otro ataque causó poco más
de veinte bajas: se trataba de algunos hombres de Narváez que eran conducidos a
la cuenca de México. Nunca llegaron a su destino, pues fueron sorprendidos por
guerreros mexicas en Quecholac.
Es entonces indudable que los partidarios de
la guerra, en Tenochtitlan, estaban realizando esfuerzos tremendos para
organizarse, prepararse a una resistencia mortal, y reconstituir sus fuerzas.
Sin embargo, no lograron atraer a su lado la mayoría de los pueblos de la
cuenca de México, que cada día se sumaban más del lado de los invasores; los
mexicas sólo podían contar con sus propias fuerzas. Pero otro factor muy poco
mencionado ha de ser considerado entonces.
Los mexicas, a pesar de sus tentativas, no
logran impedir el flujo continuo de invasores que vienen reforzando el ejército
español. En los dos años que separan la primera llegada de Cortés de la caída
de Tenochtitlan, barcos españoles arriban de manera regular, aumentado el
peligro. Ya se mencionaron los 1 400 hombres de Narváez. Como vimos
anteriormente, el mismo Cortés menciona el desembarco de soldados y marineros
de las naves de Garay: treinta hombres de la primera, 120 de la segunda y un
número desconocido de la tercera. Cortés (1970) proporciona la cifra total de
200 soldados y, hablando más tarde de otro barco, menciona "30 ó 40
soldados, además de los marineros". Eso confirma de forma indirecta, que
en los cálculos oficiales, siempre se olvida contabilizar la tripulación. Díaz
del Castillo, como siempre, resulta más preciso (Díaz del Castillo 1984, 1987).
Según él, el primer capitán sería Pedro Barba, de Cuba, con trece hombres que
deciden unirse a Cortés, con la tripulación. Después llegan sucesivamente
López, con ocho hombres; Camargo con sesenta, muchos de ellos enfermos; Díaz de
Auz (o Díez de Aux), con unos cincuenta, y Francisco Ramírez, "el
Viejo", con cuarenta soldados. Estos capitanes, al evaluar la situación,
también decidieron unirse a las fuerzas de Cortés. La mayoría de ellos
pertenecen a la tropa de Garay, pero se trata en realidad de cinco barcos, y no
tres, como lo menciona Cortés (1970). Cabe señalar que, según Díaz, el mismo
Garay mandó, efectivamente, dos expediciones consecutivas, una ya mencionada,
compuesta de cuatro barcos, al mando de Álvarez de Pineda y la segunda de tres
naves, bajo el mando de Diego de Camargo, con aproximadamente 160 soldados, y
por supuesto la tripulación. Eran siete barcos en total, o sea que, descontando
los barcos naufragados, los que se reunieron en Veracruz con la tropa de Cortés
corresponden bien a la cifra proporcionada por Díaz del Castillo. De cualquier
manera, eran mucho más de 200 hombres, sin mencionar a los marineros, que
vienen añadirse al ejército español. Grunberg (1987) confirma el fenómeno y,
además de Narváez y de los hombres de Garay, añade los nombres de Alderete,
Salceda (tal vez el Saucedo de Díaz) y Ponce de León, con sus efectivos
respectivos. Otras fuentes incluyen además una embarcación capitaneada por
Rodrigo Morejón, otra al mando de Juan de Burgos y, desde Sevilla, el barco de
Juan de Salamanca.
Aunque resulta difícil evaluar esos
refuerzos, es evidente que llegaban continuamente: al momento de empezar su
marcha hacia Tenochtitlan, Cortés disponía de un ejército más numeroso que al
principio de la conquista. El 28 de abril de 1521, la tropa contaba con 86
caballos, y por supuesto los jinetes, 700 infantes y 118 arcabuceros, o sea más
de 900 hombres, sin mencionar los estacionados en Veracruz, Tlaxcala, etcétera.
A pesar de sus esfuerzos, los mexicas, no lograron impedir la llegada de los
invasores, y además, les resultó totalmente imposible estimar el número y el
origen de sus enemigos. Entre más españoles mataban, más crecía el ejército
enemigo. Además, sus antiguos aliados o sujetos pasaban continuamente del lado
de los españoles, mientras sus propias fuerzas, ya diezmadas, no podían contar
con ninguna ayuda externa. En este contexto, y sin minimizar su voluntad de
pelear, les resultó imposible no caer en un cierto fatalismo. Estaban librando
una lucha mortal y sabían perfectamente que no vencerían. Su resistencia era
inútil, desesperada, ya que no controlaban lo que sucedía, y esta falta de
control los privó de las bases de su pensamiento. No les quedó nada más que
pelear y morir con su mundo.
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