Revolución mexicana y los batallones rojos:
aportes para
un debate
La formación de los batallones rojos fue uno de los grandes hechos que
marcaron la relación entre el constitucionalismo y el movimiento obrero, ya que
significó que miles de personas, muchos de ellos trabajadores activos, fueran
utilizados por el gobierno de Carranza para enfrentar al movimiento campesino.
El 17 de febrero de 1915 se firmó en la ciudad de Veracruz,
el acta de colaboración entre Venustiano Carranza y un sector de dirigentes de
la Casa del Obrero Mundial (COM), bajo el cual se formaron los “Batallones
Rojos” en el seno del Ejército Constitucionalista. Su finalidad era combatir a
la División del Norte encabezada por Francisco Villa. Así, esta ala de la COM
organizó a seis batallones (con un total de ocho mil combatientes) de los
cuales unos lucharían en El Ébano, San Luis Potosí y en otros puntos de la
Huasteca contra los villistas mientras que el resto en el Bajío participaron en
la crucial batalla de Celaya junto con Obregón. Aunque Carranza tomó la
precaución de ponerlos bajo las órdenes de generales adictos a él.
El constitucionalismo frente a la clase
obrera
El general Álvaro
Obregón convenció a Venustiano Carranza (quien previamente había tenido la
misma lectura de la situación) de implementar reformas sociales y una política
de cooptación de ciertos sectores de la clase trabajadora y las masas agrarias
mediante las mismas. Por lo que concentraron sus esfuerzos en ganarlos
utilizando medidas de corte social como el establecimiento del salario mínimo. [1] Así,
en 1915 se redactan las adiciones al Plan de Guadalupe para dar cabida a la
idea de esas reformas.
Tras la
toma de Aguascalientes por parte de Obregón, comenzó a construir consensos
mediante la repartición de bienes básicos, con lo que logró obtener una
importante simpatía de los sectores urbanos. De esa manera empezó el
acercamiento al sector de dirigentes de la COM más propenso a su política,
valiéndose incluso del otorgamiento de dinero y prebendas, como la donación de
instalaciones para que pudieran hacer sus reuniones. Gracias a esta política
consiguió la adhesión de miles de personas que conformarían los Batallones
Rojos, fundamentalmente desempleados.
El pacto del 17 de febrero no fue muy
bien recibido por los sectores más combativos del movimiento obrero, la mayoría
provenientes del anarquismo, dirigidos por españoles y estadounidenses que
encabezaban a ferroviarios con grandes simpatías por el magonismo, petroleros
directamente afiliados a los Industrial Workers of the World (IWW) y el ala más
radical de la COM con personajes como Octavio Jahn, Luis Méndez, Eloy Armenta y
Antonio Díaz Soto y Gama, quien a causa de estos eventos terminaría optando por
el zapatismo. [2]
Para imponerse, frente a esta tenaz
oposición, los dirigentes que acordaron el pacto, lo hicieron a espaldas de las
bases. El acuerdo fue aprobado únicamente por 67 miembros de la COM que sin
mandatos de una asamblea general tomaron la decisión, [3] y
se limitaron a realizar una “asamblea” secreta y sólo con sus partidarios.
Cuando esto fue conocido públicamente, intentaron presentar al carrancismo como
“ultra revolucionario” y comprometido con la lucha contra la “burguesía” y la
“reacción”, hablando de que “(…) se encuentra también aquí un frenazo al radicalismo
que a fuerzas de ser radical es retrógrada”, [4] en
evidente alusión a los liderazgos del campesinado insurgente referenciado con
Francisco Villa y Emiliano Zapata.
Esta acción fue parte de una importante
operación de cooptación política y social con un carácter fundamentalmente
propagandístico, para fortalecer al constitucionalismo frente a los ejércitos
campesinos, aunque sus consecuencias militares fueron más bien modestas. Además
de que fue un hito, al ser la primera experiencia de subordinación política de
una franja del movimiento obrero a una dirección burguesa, lo cual precedió a
la estatización de los sindicatos iniciada en la década de 1920 a partir de la
colaboración entre Calles y la CROM, lo cual a su vez encontraría su máxima
expresión en el cardenismo. Un conocido historiador lo plantea en estos
términos: “(…) la alianza de la clase obrera con el constitucionalismo no es
más que una farsa propagandística, eficaz en su momento y, sobre todo,
posteriormente, como parte del discurso legitimador del Estado
posrevolucionario”. [5]
Las
consecuencias serían funestas a largo plazo. El acuerdo comprometía a Carranza
a seguir llevando adelante las legislaciones que beneficiaban a la clase obrera
y a atender sus reclamos frente a los patrones, sin embargo, esto no será así,
y los asalariados no recibían beneficios materiales en concreto, porque el
Primer Jefe como fuerza conservadora buscaría en todo momento no cumplir con
estas promesas.
Las
reformas no eran originalmente parte de la política de Carranza, pero ante su
necesidad de fortalecerse frente a los ejércitos campesinos y por la influencia
de otros sectores del constitucionalismo, especialmente el de Obregón al que ya
nos referimos, es que leyó que era necesario dialogar con las masas obreras y
campesinas a fin de sustraerlas a la influencia del villismo y el zapatismo.
Por eso adoptó nuevas medidas en sus planes, de ahí que buscará tener
sindicalistas de su lado, por ello es que se fundó la Junta Revolucionaria de
Auxilios del Pueblo, encargada de operar este proyecto. Así, Obregón partió a
Orizaba con 4 mil soldados para concentrar sus fuerzas y enfrentar a Villa, en
acuerdo político y táctico-militar con Carranza.
Después
de la primera ocupación de la Ciudad de México por Villa y Zapata, los
ejércitos constitucionalistas tenían un dominio muy extendido, habiendo
historiadores que consideran que estaban estratégicamente mejor ubicados que
los convencionistas. Por otra parte, esa operación política realizada y a la
que nos referimos, les dio una fortaleza política en la medida que se
apropiaron de las demandas campesinas. Tenían un proyecto político nacional
cuyo objetivo principal era operar un cambio en las fracciones de clase las
dominantes (ante la destrucción del porfirismo) que van a reorganizar el Estado
burgués después de 1917-1920. Bajo esa perspectiva es que buscaron consolidar
su poder a nivel nacional, apostando incluso, a la cercanía de la Habana, o a
la posible intervención de la marina estadounidense, por si se vieran
necesitados.
Por su parte, a las fuerzas de Villa y
Zapata les resultará cada vez más difícil aprovechar la iniciativa conquistada
con la ocupación de la Ciudad de México para perseguirlos, y aunque se podía
suponer que buscarían acorralarlos en el puerto, ese no será el destino final
de la revolución. Además, tenían en contra la falta de recursos materiales, en
buena medida porque el hambre azotaba al país. En el caso de la capital “La
ciudad vivía una crisis, espejo de la crisis nacional, (…) producto de la
desarticulación del Estado porfirista y su sistema monetario de la afectación
de la producción agrícola en áreas cercanas a la Ciudad de México (…) el
virtual colapso de los sistemas de transporte y la voracidad y oportunismo de
los grandes comerciantes (…) Esta es quizá otra de las causas que retrasaron
–hasta hacerla inviable– la confluencia que venía dándose entre los obreros
organizados de la capital y el Ejército del Sur”, [6] esa
situación material también afectó a la División del Norte, lo que le
imposibilitó acudir en apoyo de Zapata en los meses siguientes.
Como
decimos arriba, la táctica del carrancismo era utilizar políticas como el
acuerdo con un sector de la COM como instrumento de legitimidad para ganarse a
las masas campesinas y trabajadoras y quitarles ese apoyo a Villa y Zapata. Por
eso, a la vez que propagaba la versión de que la COM se había volcado en apoyo
al bando carrancista, hacía pequeñas concesiones a este sector y por ello
también le pusieron el nombre de “Batallones Rojos” a sus milicias. Actuaban
con demagogia ante los asalariados, con el discurso de que “se les incluiría en
la revolución”, es decir, la promesa de reformas económicas y sociales.
Los conflictos dentro de la COM
Como
dijimos, la imposición del pacto de un sector de la dirección no fue un proceso
terso y libre de conflicto. Dentro de la COM la mayoría se opuso a la propuesta
que posteriormente se firmaría en Veracruz. Ello se expresó en una discusión
que se manifestó en una asamblea realizada el ocho de febrero de 1915, con la
asistencia de más de un millar de miembros que se encontraron en el Convento de
Santa Brígida.
También
las bases rechazaron el pacto, como fue en Puebla y Veracruz, donde los obreros
textiles resistieron al constitucionalismo, a pesar de la amenaza del ejército
carrancista que controlaba esas regiones, por lo que personajes como Rosendo
Salazar comenzaron a atacar a los anarcosindicalistas, declarando que habían
desaparecido para ser sustituidos por el sindicalismo. Apelando al
nacionalismo, que se encontraba muy enraizado en la clase trabajadora, lo que
expresaba una de las grandes debilidades del movimiento obrero de aquella
época.
Por esa
razón los dirigentes obreros constitucionalistas continuaron apelando a la
defensa de la patria, pero se encontraron con una decidida oposición de los
dirigentes anarcosindicalistas más combativos, por lo que personajes como el
pintor Gerardo Murillo (el Dr. Alt, correligionario ideológico de Carranza), un
sujeto completamente ajeno a la organización obrera en todos sus niveles
intervino, condenó a los “extremistas” que se oponían al pacto. Sus
declaraciones produjeron un gran escándalo entre los asistentes quienes
finalmente se levantaron; las cosas se decidieron en otra sesión secreta,
realizada el 10 de febrero para nuevamente imponer su decisión donde llegaron
sólo delegados sin la base.
Pero las
tendencias más consecuentes se opusieron nuevamente, Díaz Soto y Gama defendió
a Zapata de las calumnias en su contra por parte de los constitucionalistas
dentro de la COM, el problema fue que los dirigentes constitucionalistas ya
eran mayoría en esta nueva sesión hecha a espaldas de la base, con lo que
lograron por fin imponerse. Lo hicieron bajo el argumento de que para ser parte
de la repartición de los beneficios de la revolución carrancista, debían
sumarse a ella con las armas en la mano, así, la decisión de apoyar al
carrancismo fue aprobada el 11 de febrero de 1915, junto con el acuerdo de
clausurar la COM y los trabajos organizativos hasta alcanzar el triunfo de la
revolución.
Los dirigentes afines al pacto que
subordinaba a la clase trabajadora a la dirección constitucionalista y su
proyecto de reorganizar el país en una perspectiva burguesa, necesitaron de una
sesión secreta para terminar de pactar con el gobierno capitalista,
especialmente, porque desde California, Estados Unidos, recibían las críticas
del magonismo, que era el ala del anarquismo más congruente, pero
desgraciadamente, el Partido Liberal Mexicano (PLM) no podía hacer nada frente
a esta circunstancia. [7] Así,
estos se apoyaron en la American Federation of Labor,
para buscar romper con los IWW, con el fin de terminar con la perspectiva
anarcosindicalista y dar paso a un sindicalismo más conciliador con el Estado.
Los resultados del pacto
A la par
que ocurrían estas luchas políticas al interior de la COM, en ese mismo año de
1915, estallaron huelgas en las fábricas porque la burguesía insistía en negar
los aumentos salariales, ya que los trabajadores resentían los efectos de la
guerra expresado en que los productos de primera necesidad escaseaban a causa
de los esfuerzos bélicos. Fue así que tanto convencionistas como
constitucionalistas comenzaron a imprimir su propio dinero para gestionar y
atender el tránsito de mercancías en las zonas controladas por ellos, lo que
dificultaba e invalidaba el uso del dinero por usarlo fuera de aquellos
lugares.
Por otro
lado, la burguesía (entre ellos los industriales y funcionarios conservadores)
veía con recelo a los Batallones rojos, ya que después de todo una parte de los
mismos eran obreros armados y entrenados para el combate, lo cual consideraban
peligroso en medio de una situación de carestía, desempleo, gran inflación,
huelgas no autorizadas y manifestaciones públicas. Situación en la que la
actividad sindical se había intensificado producto de la revolución. El
resultado fue que la clase dominante comenzó a presionar para suprimirlos.
Frente a dicho contexto, el 13 de enero
de 1916 Carranza decretó la disolución de los Batallones rojos, desarmándolos y
regresándolos a sus hogares; cuando los obreros regresaron a casa, se encontraron
con que las promesas no se habían cumplido, finalmente muchos entraron
nuevamente en las filas del desempleo. [8] Así,
lo que lograron Carranza y Obregon fue presentar una alianza entre la clase
obrera y el constitucionalismo, cuyo valor era más político que militar, pues
marcó la división entre los asalariados y los ejércitos campesinos radicales.
Como no podía ser de otra manera, los
trabajadores comenzaron a presionar a los dirigentes de la COM y a otras
confederaciones sindicales para que exigieran derechos al gobierno carrancista.
Lo que dio origen a la huelga general de 1916, que sería sofocada con represión.
Por su parte, las fuerzas villistas y zapatistas una vez destruidas no podían
brindar un apoyo militar ni político a la clase trabajadora, que luchó
heroicamente, pero llegó en malas condiciones a esa pelea, además de que muchos
de los mejores elementos de la clase obrera habían sido relegados. [9]
Lecciones del proceso
Los
dirigentes anarcosindicalistas ciertamente eran combativos, pero un factor que
le jugó en contra —además del peso de la dirección constitucionalista— para
frenar el pacto fue la falta de un programa obrero que atendiera de forma
concreta las necesidades de su propia clase y apostara a la vez a la unidad con
las masas agrarias. Esto más allá de la consigna abstracta de la pura
revolución social, fracasó no por su falta de combatividad sino por las
debilidades estratégicas que arrastraban para poder derrotar a los sectores
pactistas. Por ejemplo, preferían apostar más a la organización espontánea que
a la construcción de sólidas asociaciones obreras centralizadas
programáticamente, lo que dio como resultado una gran fragilidad ideológica,
razón por la que no pudieron disipar la confusión sembrada por el carrancismo
con su propaganda.
También hay que decir, que la
imposición del pacto con Carranza era resultado de un movimiento obrero que se
encontraba muy atrasado en su desarrollo, además de que muchos de los
dirigentes revolucionarios no estaban presentes, algunos estaban detenidos,
otros deportados (al ser extranjeros) y otros más se habían marchado con Zapata
a Morelos. Por otra parte, es necesario apuntar que estos resultados obedecían
a la imposibilidad de las direcciones campesinas de incluir a los trabajadores
a su programa mediante un proyecto nacional. [10]
Por su parte, la postura
pro-constitucionalista de un pequeño sector de dirigentes de la COM se debía a
la combinación entre la subordinación política a la ideología burguesa —algo
que han destacado autores como José Revueltas— y una visión profundamente
sindicalista que los llevó a no compartir identidad con los explotados, lo cual
se mostraba en el rechazo a Villa y a Zapata con el pretexto de que sus tropas
“usaban estandartes religiosos” por lo que los acusaban de estar “ligados al
clero” y de reaccionarios. [11] Este
sector pactista creó confusión en torno al papel revolucionario que estaban
teniendo los ejércitos campesinos, coadyuvando así a la separación entre los
distintos sectores de explotados y oprimidos del campo y la ciudad.
Por otro lado, el movimiento obrero era
muy nacionalista, pese a los llamados de internacionalismo proletario por parte
de los anarcosindicalistas y de los entonces socialistas, esta sería la causa
del porqué del fracaso de la IWW sobre todo después de 1921. Ya que ambas
corrientes estaban dirigidas por extranjeros. Este sector de la COM también
sembró confusión al revolver a la revolución social con la revolución
constitucionalista, [12] situación
que los sectores que se le oponían no fueron capaces de revertir porque no
pudieron dialogar con las masas para desmentirlos.
Así, las
movilizaciones obreras, las tendencias a la unidad y a la organización que
surgen en medio de este proceso son desviadas por los constitucionalistas, ya
que, si bien sólo limitados sectores se sumaron al apoyo a la burguesía, como
fue el histórico Sindicato de Artes Gráficas, no podían terminar con el dominio
de los capitalistas sin la toma del Estado. En caso de haber existido un sector
que articulase la necesidad de la independencia del incipiente movimiento
obrero con la alianza con las masas agrarias insurgentes, eso hubiera sido un
hito que habría podido ser retomado, en el futuro y con mejores condiciones
objetivas en cuanto al desarrollo del capitalismo y la clase obrera, por una
organización revolucionaria de la clase trabajadora.
Trágicamente
fue Zapata quien llegaría a esta conclusión luego de enterarse y discutir con
su estado mayor las noticias acerca de la Revolución Rusa, lo que le llevó a
escribir una carta acerca de la unidad obrero-campesina, pero ya cuando la
revolución mexicana estaba en declive y el constitucionalismo se aprestaba a
restaurar el poder burgués cuestionado por el campesinado en armas. El
desarrollo del movimiento obrero mexicano no estuvo a la altura de la crisis de
un Estado capitalista en ciernes que se debatía entre someterse a la
dependencia del capital imperialista o encontrar una salida propia e
independiente del yugo imperialista estadounidense, ingente tarea reservada para
la lucha unificada de trabajadores y campesinos en la perspectiva de un
gobierno obrero y campesino.
Esta tarea aún sigue pendiente hasta la
fecha, incluyendo los vagos discursos de la 4T al respecto, como decimos desde
el trotskismo, lo que está planteado desde el proceso revolucionario
interrumpido y desviado por el restauracionismo burgués es retomar y culminar la obra de
Emiliano Zapata ofreciendo una
perspectiva revolucionaria al movimiento obrero que entonces objetiva y
subjetivamente no alcanzaba a asumir. Lo que era producto de: “La (…) carencia
de fuerzas sociales capaces de dar una resolución al conflicto de clases desde
la óptica de los explotados y oprimidos, fue la causa del ´gigantesco aborto de
la revolución´, como lo definió [Octavio] Fernández, expresado en el triunfo
del constitucionalismo de Carranza y Obregón, que reconstruyó el Estado burgués
e institucionalizó y expropió la revolución”. [13] Aun
así, reivindicamos la política de los sectores más radicales que llevaron
adelante en diversos momentos una perspectiva social y política que era
totalmente opuesta los sectores burgueses. [14]
NOTAS AL PIE
https://www.laizquierdadiario.mx/Revolucion-mexicana-y-los-batallones-rojos-aportes-para-un-debate
Retomar y culminar la obra de Emiliano Zapata
Cuando
concluíamos la primera edición de este libro, decíamos que nuestro objetivo era
realizar una reflexión crítica en torno a la Revolución Mexicana, una de las
gestas más importantes de los explotados y oprimidos de América Latina durante
el siglo XX. Considerábamos entonces que se trataba de una apuesta militante;
aportar a la reconstrucción de la tradición revolucionaria y —partiendo de una
relectura de esta experiencia—, a los fundamentos de una estrategia política
para el presente.
De allí
el título del epílogo, que decidimos mantener en esta edición actualizada y
corregida. Queremos resaltar el punto más alto alcanzado en la Revolución,
expresado en el desenvolvimiento de la fracción radical encabezada por Emiliano
Zapata, que durante esos años y en particular en la Comuna de Morelos, mostró
tendencias anticapitalistas. Estas experiencias, así como el conjunto del
proceso revolucionario, constituyen un punto de referencia ineludible. Por eso,
es conveniente reflexionar en torno a los debates del presente en torno a la
Revolución, y las transformaciones ocurridas en el país.
I
En 2010,
el año del centenario, vimos el intento de apropiación de la Revolución bajo un
gobierno de corte abiertamente neoliberal. En este tiempo, cuando publicamos
esta segunda edición, la gesta iniciada el 20 de noviembre de 1910 intenta ser
inscrita en el relato histórico-político del actual gobierno “progresista”.
Éste presenta la Revolución Mexicana como el tercer gran antecedente —después
de los movimientos de Independencia y de la Reforma—, de la Cuarta
Transformación propuesta por Andrés Manuel López Obrador. Estos tres
movimientos del pasado, cada uno de ellos fundamental en la historia nacional,
se pretenden conectar con el presente en una continuidad ideológica y apelando
a un discurso que es fundamentalmente iconográfico y con poca rigurosidad
histórica.
Sin
embargo, la dinámica de la Revolución fue muy distinta al proyecto que
representa López Obrador, quien con un discurso ideológico moralista y de “gobernar
para ricos y pobres” administra los intereses empresariales, con algunas
reformas puntuales que no ponen en cuestión el orden capitalista, mientras
pretende adormecer la lucha de clases. Por el contrario, si algo caracterizó al
proceso revolucionario iniciado en 1910 fue, como demostramos en este libro, el
profundo antagonismo de clase que se confrontó a las alas campesinas radicales
con los representantes del orden establecido, como Madero, Carranza y Obregón.
En ese
sentido, la única manera de encontrar una continuidad entre la Revolución y la
Cuarta Transformación es adecuando el relato. Aquella se convierte entonces en
capítulo de la larga marcha de la pugna entre conservadores y liberales,
expresada entonces en el porfiriato y la figura de Victoriano Huerta, de una
parte, frente a Francisco I. Madero y sus epígonos. El conflicto de clase
desaparece como motor revolucionario, obnubilado por el choque entre
reaccionarios y transformadores; estos últimos se constituyen en la encarnación
de la lucha por la “democracia” versus el autoritarismo.
Resurge
de tal forma, cual espectro, el viejo relato nacionalista revolucionario tan
propio del priismo, que pone en el mismo pedestal de los héroes a Carranza,
Obregón, Madero, Villa y Zapata. Pero ¿cómo el progresismo gobernante concilia
esto con la irrefutable evidencia de que existió una confrontación de clase,
que se expresó como guerra civil y recorrió desde las tierras de Morelos hasta
Aguascalientes y Celaya? Lo hace minimizando hechos de una cardinal importancia:
López Obrador afirmó, en una entrevista con Epigmenio Ibarra, que el problema
fue que Madero “no logró conservar su amistad con Zapata”. Pero lo subyacente
al quiebre irreversible entre el caudillo morelense y el llamado Apóstol de la
democracia, fue la negativa de éste a una verdadera y reforma agraria, su
intención de desarmar a las masas morelenses insurrectas y la ofensiva
represiva sobre Morelos, todo lo cual abonó a la radicalización política del
Ejército Libertador del Sur.
Hay que
decir que esta lectura oficial no es nueva. La intención de leer la Revolución
Mexicana bajo el prisma de una pugna entre conservadores y liberales echa mano
del discurso preponderante bajo el viejo priismo. Se mete así en la misma bolsa
a los adversarios que se enfrentaron militar y políticamente. Las alas
campesinas radicales son asimiladas a la burguesía constitucionalista que
pretendió contenerlas en defensa de la propiedad privada y que luego las
aniquiló, como fue el caso de la Comuna de Morelos o la División del Norte. Se
disuelve la diferencia evidente entre manifiestos políticos tan opuestos en sus
consecuencias como el Plan de Ayala, de Guadalupe o de San Luis Potosí.
El paso siguiente es entonces ocultar
el horizonte de la revolución y quitarle su carácter social, resignificarla
desde su resultado, el cual es convertido en un objetivo inmanente: realizar,
en la Constitución de 1917, la limitada reforma propugnada por el maderismo. Se
omite que aquella abrió la posibilidad de un trastocamiento radical de las
estructuras de opresión y explotación capitalista, lo cual estuvo en disputa en
los campos de batalla y en los programas políticos. Se la convierte, ahora sí,
en una Tercera Transformación limitada a “culminar reafirmando el laicismo del
estado, la igualdad de los ciudadanos y la garantía de sus derechos, el
principio democrático de sufragio efectivo y no reelección, el dominio
nacionalista del Estado sobre los recursos naturales y una justa repartición de
las tierras y la propiedad. Frente al exterior se consagraron los principios de
solución pacífica de controversias, no intervención y la Doctrina Estrada.” [1].
Entonces,
en un nuevo tributo al nacionalismo revolucionario, el movimiento iniciado en
1910 es identificado con los vencedores. La Carta Magna ya no es testimonio de
la contención política y social que la burguesía constitucionalista realizó de
la insurgencia campesina, después de aniquilar a su liderazgo radical.
Desaparece toda contradicción entre la dinámica revolucionaria que buscaba
tempestuosamente imponer desde abajo las aspiraciones de tierra y libertad, y
la forma, sin duda muy inteligente, en que los triunfadores —y en particular
Álvaro Obregón— incorporaron determinadas cuestiones sociales a la
Constitución, de forma parcial, limitada y desde arriba, con el objetivo de
desviar la revolución y a cambio de preservar los intereses de la clase
dominante.
Fue sobre
esta base que se puso en pie el sólido edificio del estado burgués
posrevolucionario, que con un poderoso discurso hegemónico estableció la
identidad entre dicho estado y la revolución campesina, ocultando el
antagonismo y la lucha de clases tras el dominio del Partido Nacional
Revolucionario y sus sucesores.
En
realidad, el relato lopezobradorista termina actualizando, desde un ángulo
"progresista y antineoliberal", este relato histórico que convirtió a
la revolución en el acontecimiento fundacional del moderno estado capitalista.
Y pretende además inscribirlo como el preámbulo del proyecto político
gobernante. Uno que —a diferencia de lo que planteó entonces como posibilidad
la acción de las masas insurgentes—, busca mantener incólume el orden social
establecido.
En las
páginas de este libro desplegamos una lectura radicalmente distinta. Para que
eso aporte a construir una perspectiva verdaderamente transformadora, debemos
considerar los cambios ocurridos desde entonces.
II
Ciento
diez años han pasado desde el estallido de la Revolución Mexicana. La
subordinación económica y política al imperialismo estadounidense, cuyo ciclo
inició con el porfiriato, llegó a su cúspide en el llamado periodo neoliberal.
La última gran crisis económica mundial, iniciada en 2008, abrió el camino para
nuevas tendencias en el terreno internacional, con mayores prácticas
proteccionistas, confrontaciones y roces comerciales y geopolíticos entre las
grandes potencias. Esto llevó, bajo la administración de Donald Trump, a un
nuevo acuerdo comercial -el Tratado México Estados Unidos Canadá- que sustituyó
al TLCAN y que implicó condiciones aún más desfavorables y leoninas para
México.
El
contexto de esto fue una profundización de la expoliación y la sujeción del
país al poderoso vecino del norte. Esto no se limitó a los sexenios
neoliberales, sino que continúa bajo el gobierno de López Obrador. Los límites
de su moderado progresismo se ven en que no sólo se mantuvieron mecanismos
fundamentales de saqueo como el pago de la deuda externa y se aceptaron las
imposiciones estadounidenses respecto al TMEC, sino también las exigencias
migratorias de la Casa Blanca, llevadas a cabo por la flamante Guardia Nacional
contra los migrantes centroamericanos. La coronación de esta situación fue la
reunión entre AMLO y Trump, donde aquel trató de “amigo de México” al xenófobo
y racista presidente estadounidense.
Los
procesos de integración productiva y comercial de México a Estados Unidos,
desplegados a través de los 3000 kilómetros de frontera, se han dado entonces
en un contexto de subordinación y dependencia cada vez mayor. La pandemia que
recorrió el mundo durante el 2020 aceleró las tendencias a la crisis económica,
cuyas consecuencias son aún más terribles en los países oprimidos por el
imperialismo.
Si en
1910 encarar las reivindicaciones planteadas por la Revolución implicaba poner
en cuestión los intereses de los capitalistas extranjeros, todo proceso serio
de transformación radical en la actualidad requiere concretar una verdadera y
efectiva independencia nacional, quebrando la dominación imperialista y
abordando los problemas que plantea la integración regional.
Esto
supone afectar los intereses del capital extranjero, sus propiedades en la
industria, en los servicios y en otras áreas de la economía. De igual forma,
ante la integración comandada por la Casa Blanca y sus acuerdos comerciales
como el T-MEC, surge como horizonte estratégico la necesidad de una integración
económica y política, en clave socialista y encabezada por la clase obrera de
la región.
La Revolución Mexicana tiene ejemplos
destacados de solidaridad internacionalista, allí está la experiencia entre los
wobblies (integrantes de la International Workers of de World) y los obreros
influidos por el magonismo en las minas de Sonora [2]. Hoy, en
pleno siglo XXI, la clase obrera mexicana tendrá que encontrar sus aliados
entre el proletariado multiétnico de Estados Unidos y entre los trabajadores
canadienses, que le permitan soldar una poderosa unidad internacionalista y
antiimperialista que cruce por encima de las fronteras.
III
La
lectura que realizamos de la Revolución Mexicana está contrapuesta a las
interpretaciones tradicionales y ciertamente a la que subyace en el discurso de
la Cuarta Transformación. Nuestra tesis es que la burguesía, aun en sus
variantes antiporfiristas y liberales, se limitó a exigir una mayor apertura
política al antiguo régimen, y jugó un papel reaccionario ante el incendio
campesino encabezado por Villa y Zapata.
En el
presente, la clase dominante asumió un rol similar respecto a las aspiraciones
históricas de la mayoría de la población. En un país con una alta explotación
de la fuerza de trabajo, precarización laboral y una pobreza estructural en
amplios sectores de las masas populares, se desarrolló una enriquecida gran
burguesía que se benefició de los ominosos capítulos de entrega -como las
privatizaciones o la reforma energética- cuya particularidad es que, mientras
es socia menor de los intereses imperialistas, expande su radio de influencia
no sólo en México, sino también en América Latina.
La noción
de que es posible gobernar para ricos y pobres, propugnada desde el gobierno
bajo un halo progresista, supone mantener el status quo imperante, limitándose,
a lo sumo, a algunas concesiones puntuales que, por otra parte, son cada vez
más limitadas por el contexto internacional y la propia dinámica de la economía
mexicana. Y, a la par, la continuidad de aspectos claves de la fase neoliberal,
como se verifica, por ejemplo, en el terreno de la política laboral y la
militarización.
Ante
ello, recobra importancia la idea de que la próxima Revolución Mexicana debe
sustentarse en una alianza de las clases explotadas y oprimidas que ponga en
cuestión el degradado capitalismo semicolonial, con una perspectiva claramente
socialista, lo cual implica un camino independiente no sólo de la derecha
conservadora y neoliberal, sino también respecto al partido de gobierno que hoy
regentea la estabilidad de las instituciones políticas y el régimen
capitalista.
IV
En el
presente surge una necesidad histórica similar a la que estuvo planteada en
1910. Una de las cuestiones que recorre este libro, orientado a analizar la
dinámica de la acción de las clases explotadas, fue que la debilidad y la
juventud de la clase obrera se combinó con una inmadurez política que le
impidió superar las concepciones anarcosindicalistas y la subordinación al
constitucionalismo. Esto se constituyó en una de las principales limitaciones
del proceso revolucionario y fue causa fundamental de que la tendencia
anticapitalista puesta en juego por el radicalismo plebeyo campesino no pudiera
llevarse hasta el final a través de una poderosa unidad obrera y campesina,
dejando finalmente el poder en manos de sus verdugos, quienes edificaron el
moderno estado mexicano. A diferencia de la incipiente clase obrera de
entonces, en el siglo XX y lo que va del presente, el desarrollo del
capitalismo nativo fue acompañado de la transformación de la estructura de
clases y en particular de la emergencia de un proletariado con enorme
relevancia social y política, que no sólo constituye la principal clase en
términos cuantitativos, agrupando a alrededor de 48 millones de asalariados,
sino que ocupa una posición estratégica en la lucha contra la clase dominante,
como resultado de su lugar en la producción y circulación capitalista.
Junto a
las amplias masas de campesinos e indígenas pobres, cuya explosividad
revolucionaria en la historia de nuestro país está fuera de duda, como mostró
la rebelión chiapaneca de 1994, la clase obrera se ha concentrado en las
grandes urbes y zonas industriales de México, las cuales reúnen ahora a la
mayor parte de la población del país.
La clase
trabajadora le da vida a las maquiladoras, las minas, las automotrices, los
servicios, el transporte y la industria en general y tiene además un importante
destacamento de proletarios agrícolas. Su desarrollo debe considerarse, en gran
medida, como una contraparte de la penetración imperialista, que se expandió en
las áreas centrales de la economía, y en particular en el despliegue de una
industria de exportación conducida por las grandes trasnacionales y sus socios
nativos. Esto dio a luz un proletariado altamente concentrado de varios
millones de personas, localizado no sólo en los estados del norte fronterizo, sino
también, por ejemplo, en el Bajío y otras entidades del país.
Las
transformaciones económicas y sociales implementadas bajo el neoliberalismo
provocaron cambios sustanciales respecto al “viejo” movimiento obrero de las
décadas pasadas. Sus filas están hoy divididas entre aquellos que aún conservan
algunas de las conquistas del pasado –como la sindicalización– y quienes sufren
más descarnadamente la precarización del trabajo. Sobre la actual clase obrera
se cierne cotidianamente el fantasma del desempleo —que en momentos como la
pandemia se vuelve una cruda realidad para millones—, con una alta proporción
de jóvenes y de mujeres, que junto a la explotación sufren la opresión
cotidiana, y que están llamados a jugar un rol de avanzada en los futuros procesos
revolucionarios. Si en 1910 la estructura capitalista descansaba sobre una base
mayoritariamente rural, hoy asistimos a la creciente concentración urbana de la
población, que ha generado la emergencia de una nueva masa de pobres que
pueblan los interminables cinturones de miseria en la periferia de las
ciudades. A la par de esta transformación en la estructura social, si las
características de la Revolución de 1910 hicieron que fuera catalogada como una
gran guerra campesina en la cual los combates del joven proletariado tuvieron
un lugar secundario, desde entonces y muy particularmente en lo que va de esta
centuria asistimos a renovadas muestras del protagonismo de los asalariados
urbanos, que echa por tierra aquellas teorías que propugnaban la extinción del
proletariado.
Nos
referimos, por ejemplo, a los procesos protagonizados por el magisterio
mexicano; desde la Comuna de Oaxaca, nombre que rinde homenaje a la experiencia
zapatista, hasta las movilizaciones y huelgas docentes durante los años
siguientes que mostraron la combatividad de este sector de la clase
trabajadora. Así como a los que llevaron adelante otros sectores de la clase
obrera, como la rebelión de los metalsiderúrgicos de Lázaro Cárdenas (2006).
Destaca
en ese sentido el proletariado maquilador del norte del país que, en años
recientes, comenzó a mostrar una renovada actividad en el terreno de la lucha
de clases. Ya en el 2016 se hizo sentir en las naves industriales de Ciudad
Juárez, Chihuahua, las mismas tierras que cien años antes recorrió el Centauro
del Norte. En los albores del 2019 fue el turno de Matamoros, Tamaulipas,
cuando 70,000 obreros maquiladores protagonizaron paros y huelgas durante
varias semanas.
Esta
joven clase obrera industrial, reconfigurada en las últimas décadas al calor de
la inversión extranjera y que pretendieron ocultar intelectuales y medios de
comunicación al servicio de la burguesía, juega un rol estratégico para el
funcionamiento del capitalismo, y por ende también para su trastocamiento
revolucionario: pone en funcionamiento una de las cadenas de valor global más
importante del orbe, que cruza el Río Bravo. Esta importancia también se
evidenció durante la pandemia, cuando para las grandes trasnacionales resultó
intolerable la suspensión de actividades en el sector maquilador y automotriz;
en tanto que surgieron nuevamente acciones de resistencia obrera contra las
condiciones criminales de trabajo.
También
durante la crisis sanitaria, se mostró la centralidad de otros destacamentos de
la clase trabajadora en el funcionamiento de la sociedad capitalista. Es el
caso de las y los trabajadores de la salud, de las apps y de los servicios,
mismos que protagonizaron huelgas y manifestaciones bajo las duras condiciones
pandémicas, a tono con las experiencias que en otros países llevaron adelante
quienes están en la primera línea de la lucha contra el COVID pero también
contra el capitalismo.
En cada
una de las páginas de la lucha de clases de las últimas décadas, se planteó la
necesidad de unificar las filas de la clase trabajadora, superando las
divisiones impuestas por la ofensiva capitalista —entre desempleados y
empleados, entre sindicalizados y precarizados, por ejemplo—, soldando el
frente único de la clase obrera, y, al servicio de eso, construyendo y
recuperando los sindicatos como herramientas de lucha, retomando la mejor
tradición del movimiento obrero y revolucionario, que es la democracia desde
las bases.
Otra de
las transformaciones ocurridas en el capitalismo mexicano, potenciada por la
creciente importancia de las urbes, es la emergencia de nuevos protagonistas de
la lucha de clases que son a la par potenciales aliados de la clase trabajadora
y que se suman así a las experiencias de rebeldía indígena y campesina en el
país. Destaca en particular las importantes movilizaciones sociales encabezadas
por la juventud —como fue la Huelga de 1999-2000 en la UNAM, el #yosoy132, o
las masivas movilizaciones por Ayotzinapa—. Es también el caso del movimiento
de mujeres, que en México surgió impetuoso como parte de un fenómeno
internacional, expresando de forma cruda que la llamada modernidad capitalista
vino de la mano de un recrudecimiento de la violencia contra las mujeres, de un
aumento de la precarización laboral y de la opresión que niega cuestiones
elementales como el derecho al aborto.
V
En la
experiencia histórica, así como en los combates de clase pretéritos y
presentes, debemos buscar las conclusiones necesarias para edificar una estrategia
política que permita arrancarles el poder a la burguesía y sus agentes
políticos.
Retomar y
culminar la obra de Emiliano Zapata -aquella frase que acuñó León Trotsky en
uno de sus escritos del exilio mexicano- significa, además de reconocer la
importancia de las facciones radicales de la insurgencia de 1910, establecer
cuáles son las condiciones y la estrategia para una transformación radical de
la sociedad en la actualidad.
En primer
lugar, como planteamos arriba, el despliegue de una clase obrera, cuya
reconfiguración está íntimamente vinculada a la industria de exportación y a la
propiedad de las transnacionales imperialistas, y que su emergencia política y
social puede, potencialmente, paralizar los centros neurálgicos del capitalismo
mexicano. La cual, a partir de soldar una poderosa alianza con las masas
rurales y el resto de los oprimidos urbanos, tiene la capacidad de reorganizar
el país sobre nuevas bases económicas y sociales, alternativas a las que
construyó la facción triunfante después de 1917.
Junto a
esto, si en la década de 1910 el proletariado era joven tanto en su desarrollo
objetivo como en su subjetividad de clase, la potencialidad que encierra como
clase bajo el moderno capitalismo, requiere de una estrategia socialista y
revolucionaria. Los procesos más avanzados del siglo XX y XXI, muestran una
tendencia a avanzar de clase en sí a clase para sí; esto es, de no limitarse a
padecer la explotación cotidiana, sino a salir a la lucha, adoptando métodos
radicalizados y nuevas formas de organización, enfrentando tanto a la burguesía
como a los gobiernos.
Sin
embargo, el resultado de muchos de los procesos de la lucha de clases,
desviados o empantanados, echan luz sobre el rol que tienen las direcciones
sindicales y políticas que actúan en la clase obrera y en los movimientos
sociales, bajo una estrategia política de corte reformista o directamente
burguesa, la cual es necesario superar si se pretende triunfar. Como recordarán
nuestros lectores, en la crítica que efectuamos en torno al magonismo e incluso
al anarcosindicalismo, estaban presentes la inmadurez política del movimiento
obrero a inicios de siglo, y de las corrientes que actuaban en su seno. El
presente del movimiento obrero y las lecciones de su acción durante el siglo XX
es muy distinto: en la labor de las direcciones sindicales se evidencia que las
mismas son verdaderos agentes de la burguesía en el seno de las organizaciones
obreras, que sólo procuran defender los privilegios que detentan a partir de la
administración de las mismas. El origen de esta dinámica puede rastrearse en el
periodo de la Revolución Mexicana y en particular en el surgimiento de un
sector reformista referenciado con la figura de Luis N. Morones. Durante las
décadas siguientes, se afianzó la estatización de las organizaciones obreras y
su subordinación a los partidos de la burguesía a partir del accionar del
charrismo sindical. Hoy es el gobierno de López Obrador el que busca continuar
esto, apostando incluso a la creación de una central sindical bajo su égida directa.
En ese
sentido, para volver fuerza material una perspectiva socialista, es
imprescindible la construcción de una organización revolucionaria inserta en la
clase obrera, que impulse la autoorganización de masas y que despliegue un
programa que, partiendo de las reivindicaciones inmediatas, movilice hacia la
lucha por el poder y la expropiación de las clases dominantes. Y que busque la
alianza revolucionaria entre la clase trabajadora y los distintos movimientos
que se levantan contra distintas formas de opresión. Esto, como parte de una
estrategia para la destrucción del viejo estado capitalista y la construcción
de un estado de nuevo tipo, basado en los organismos de las masas y en la
planificación democrática de la economía y la sociedad. En ese sentido, la
experiencia de 1910-1917 también enseña que, en los momentos de grandes
convulsiones sociales, la confrontación de programas, políticas y
organizaciones antagónicas que expresan intereses irreconciliables de clase, es
ineludible. En el presente, impulsar una estrategia revolucionaria como la que
planteamos, al interior del movimiento obrero, requerirá enfrentar la
influencia de las direcciones reformistas y burguesas. A la par que supone una
perspectiva alternativa a la que sostienen variantes autonomistas o populistas
en la izquierda, adversarias de la centralidad del proletariado —y por lo tanto
la imperiosa necesidad de la alianza obrera y popular— y de la lucha por el
poder.
Considerar
las condiciones para una nueva revolución implica entonces establecer la
importancia crucial de que los explotados y oprimidos de México cuenten con un
partido revolucionario que exprese sus intereses históricos y que sea capaz de
cambiar de una vez por todas la larga historia de derrotas. En esa tarea, la
perspectiva internacionalista y antiimperialista es crucial, considerando las
transformaciones del capitalismo internacional y en la región y la emergencia
de poderosos aliados en el proletariado del otro lado de la frontera norte, así
como hacia Centroamérica y el Caribe.
Parafraseando
a León Trotsky, retomar y culminar la obra de Emiliano Zapata, punto cúlmine de
un México en llamas que durante todo el siglo XX se grabó a fuego en la
conciencia de las masas, pasa por adoptar una estrategia socialista para que la
clase obrera, junto a los millones de desposeídos del campo y la ciudad,
encabecen y lleven al triunfo la segunda revolución mexicana. Al servicio de
ello, como un humilde aporte, está el presente libro, para que los heroicos
insurrectos de 1910 y las lecciones de su asalto del cielo, revivan y vuelvan a
caminar en las páginas de lucha que se escribirán en este siglo.
NOTAS AL PIE
https://www.laizquierdadiario.mx/Retomar-y-culminar-la-obra-de-Emiliano-Zapata
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