Muertos
sin corona. Brasillach, un amigo de España
Fusilado por los “liberadores” de Francia
La conmemoración de la gesta del Alcázar de Toledo recordará a
cierto número de franceses y de españoles el escritor francés que celebró la
heroica guarnición de la vieja fortaleza frente a las fuerzas que la asediaban.
Robert Brasillach escribió con Henri Massis “Los cadetes del Alcázar” en el
momento mismo en que todo el mundo tenía puestos los ojos con pasión en la
guerra de España. Esa pasión, la compartía. No se trataba para él de establecer
con vistas a las generaciones futuras el número de raciones de que disponían
los sitiados ni la temperatura de los sótanos de la plaza fuerte. Brasillach
vibró intensamente al seguir las peripecias de una lucha desigual en la que un
puñado de guardias civiles, de cadetes y de paisanos, mandados por un gran
militar, hacía frente a enemigos incomparablemente más numerosos.
En la Francia de 1936, desgarrada por el espíritu de partido, en la
Europa en que imperaba ya el ánimo de guerra civil que había de provocar la
mortal locura de 1939, el Alcázar había adquirido valor de símbolo. Se estaba a
favor de los milicianos rojos o de los soldados de Moscardó. Al girar el botón
del aparato de radio o al abrir el periódico, el europeo medio quería saber qué
estaba pasando en Toledo y, según fueran las noticias, fruncía el ceño o
respiraba más a gusto.
La encarnación simbólica de España
Brasillach de uniforme
Brasillach -lo mismo que Paul Claudel, Henri Bordeaux o Drieu la
Rochelle, lo mismo que el actual comunista Claude Roy, quién, meses más tarde,
lucía un pañuelo con los colores nacionales españoles, y lo mismo que tantos
otros- estaban con los sitiados. En su librito ardiente de pasión expresó su
admiración por unos héroes:
“Los defensores del Alcázar pertenecen ante todo a España, de la que son
una encarnación simbólica, tan admirable como la de los héroes de la
Reconquista y del caballero enterrado en Burgos (el Cid): pero tan altas
virtudes pueden servir de ejemplo a todos». “Los hombres de nuestro tiempo
habrán hallado en España el lugar de todas las audacias, de todas las grandezas
y de todas las esperanzas. “Coloquemos la efigie de los héroes de Toledo en el
frontón de nuestro Panteón ideal saludando ahí la nobleza de España y su misión
eterna”.
Más adelante, en 1939, partiendo de datos más contrastados que los
despachos de las agencias de prensa de 1936, había de rehacer su obra con el
título de “El sitio del Alcázar” y escribir, en colaboración con Mauricio
Bardeche, una “Historia de la guerra de España”, inteligente ya que no
completa. Al final de su novela “Les sept couleurs” volvía de nuevo sobre el
drama español, en el que se jugaron valores en los que creía.
Ese interés por España se debía acaso a la ascendencia española de aquel
hijo de Perpiñán. “España, desde siempre, ha sido el país de nuestro corazón y,
en definitiva, sólo seis generaciones de hombres me separaban de mis
antepasados españoles”, escribía en “Nôtre avant-guerre”. Efectivamente aquel
muchacho moreno, de redonda cabeza y ojos negros que chispeaban de malicia
detrás de sus abultadas gafas circulares, se parecía notablemente a los
muchachos con que se cruza uno en las Ramblas de Barcelona o en la Ciudad
Universitaria de Madrid. Tal vez debíase también su hispanofilia a su vasta
cultura clásica. A través de los tiempos, franceses y españoles, como todos los
pueblos vecinos, tan pronto se han combatido como han colaborado en obras de
paz. Las corrientes culturales de uno a otro país han sido constantes. Un
francés culto no puede ignorar la influencia que la literatura del “siglo de
oro” español tuvo en el pensamiento francés del “gran siglo”: el Cid de
Corneille, el don Juan de Molière y el Gil Blas de Lesage lo demuestran. Por
ese motivo, el joven alumno de la Escuela Superior, que desde sus primeros
artículos en la Acción francesa se impuso como maestro de la crítica literaria
y que temía ver hundirse en la crisis de 1936 los valores esenciales de España,
tomó apasionadamente partido en favor de quienes querían salvarlos.
La tentación del fascismo
Hasta entonces, Brasillach no había sido un militante en el sentido
propio de la palabra. Lo arrebataba la literatura y el teatro, y estimo que
concedía mucha mayor importancia a una representación de los Pitoeff que los
austeros debates de los congresos políticos (cuyos actos, después de la sesión
final, eran, por supuesto, menos austeros). Tenía ideas políticas, ciertamente.
Hijo de un oficial caído en Marruecos, miembro de una familia católica, estaba
apegado a la tradición francesa y predispuesto por ello a recibir la influencia
de Maurras.
La crítica exhaustiva que el jefe de la Acción francesa había hecho de
la democracia sedujo a Brasillach, así como a muchos jóvenes de su generación.
En aquel tiempo, gran parte del “Quartier latin” desechaba a la III República
(francesa) decadente y -con frecuencia a falta de algo mejor- se aferraba a la
idea de restablecer la Monarquía para rehacer la unidad francesa, rota por los
partidos. Sin embargo, era evidente que hacer aceptar la Monarquía por los
franceses, a quienes una enseñanza un tanto tendenciosa había acostumbrado a
despreciar el Antiguo Régimen o, en el mejor de los casos, a considerarlo como
un arcaísmo, era una utopía. Cualquiera que fuera el precio e incluso
cualquiera que fuera la admiración que pudiera tenerse por los escritores de
talento que fueron Maurras, Daudet o Bainville, preciso era admitir en 1936 que
su doctrina no siempre respondía a las aspiraciones de los franceses y a las
transformaciones de la sociedad. No ver en el Frente Popular sino un movimiento
de metecos subvencionados por el extranjero, como lo profesaba la Acción
francesa en 1936, parecía un poco elemental.
De novelista a escritor político
Los jóvenes nacionalistas tenían tendencia a buscar soluciones nuevas.
Ahora bien, más allá de las fronteras triunfaban los movimientos
revolucionarios nacionales: Italia, Portugal y Alemania recurrían a fórmulas
autoritarias que pretendían sustituir la democracia desintegradora con un
Estado capaz de imponer su ley a los partidos y a los grupos de presión y
realizar grandes designios. Brasillach se preguntaba si Francia podía, también
ella, hacer esa revolución para barrer un parlamentarismo corrompido en el que
los escándalos político-financieros se producían cada año y salvar los frutos
de una frágil victoria lograda en 1918 a costa de un millón y medio de muertos.
Ese joven escritor, del que sus mismos enemigos no han discutido ni el talento
ni la finura, se vio seducido por el impulso, el optimismo y la alegre exaltación
de aquellas juventudes que avanzaban codo con codo, cantando y riendo hacia un
destino que se imaginaban grande. A los treinta años de distancia, después de
El Alamein y de Stalingrado, tales ilusiones pueden suscitar la ironía. Me
figuro que parecen increíbles a un joven de 1967 modelado por el martillo
propagandístico de los herederos de los comités de vigilancia antifascista y
por las películas de Hollywood sobre la guerra. Sin embargo, aquello fue.
Pierre Gaxotte
Tal estado de ánimo explica por qué Brasillach consideró el 18 de julio
como un acontecimiento capital. Un país se alzaba contra la impotencia
democrática y la tiranía comunista. Era preciso apoyarlo con tanto mayor dos
cuanto que todas las fuerzas que el escritor condenaba se desencadenaban contra
aquél. Así fue como el novelista del “Marchan d’oiseaux”, el ensayista de
“Corneille” y de “Virgile”, se transformó en escritor político. El editor de
derecha Fayard había fundado un semanario político, “Je Suis Partout”, que
dirigía el historiador Pierre Gaxotte. Éste había reunido en torno a él a
jóvenes periodistas, brillantes, agresivos o irónicos, que no respetaban ni la
democracia ni sus bonzos. Gaxotte estimaba que la guerra germano-rusa era muy
probable. Y recomendaba a las potencias conservadoras, Francia e Inglaterra,
que siguieran el ejemplo de Richelieu y permanecieran neutrales mientras sus
eventuales adversarios se agotaran, interviniendo entonces para dictar su paz.
A este título, “Je Suis Partout” sostenía duras polémicas con el partido de la
guerra preventiva. No tuvo éxito. Entonces fue cuando Gaxotte, prudentemente,
se fue del semanario de puntillas.
Brasillach ocupó su puesto de redactor jefe. La cuestión de la guerra
que se avecinaba lo dominaba todo. Si Hitler la preparaba para conquistar su
espacio vital en el Este, otros, en Londres, en París y en Washington, querían
romperle el espinazo al tercer Reich. Y Stalin trataba de desviar hacia el
Occidente la tormenta que se le venía encima. Brasillach y sus amigos
denunciaban a los demagogos que para lograr que el pueblo aceptara la guerra
aseguraban que el III Reich se derrumbaría tras el primer choque. Fueron
acusados de hitlerianos. Sin embargo, en septiembre de 1939, mientras Maurice
Thorez desertaba cuando la guerra había estallado, el teniente de la reserva
Brasillach, persuadido de la victoria final francesa, iba a ocupar su puesto en
las casamatas de la línea Maginot.
Se sabe lo que advino. En 1940, la ofensiva alemana barría a los
ejércitos de la coalición e hizo cientos de miles de prisioneros. Brasillach
figuraba entre ellos. Estando en un “oflag” se enteró de la caída de la III
República francesa, de la llegada al poder del mariscal Pétain, de la agresión
inglesa a Mers el Kebir y, posteriormente, de Montoire y del acercamiento
franco-alemán. Creyó que la Francia vencida y humillada, pero que conserva
todavía bazas como su flota, su imperio y el prestigio de su anciano jefe,
podía levantarse de nuevo y ocupar un puesto en la Europa que Hitler convidaba
a sus vasallos y sus vencidos a constituir en torno al III Reich. Puesto en
libertad -como Bidault y como Sartre- volvió a Francia y se posesionó
nuevamente de su cargo en “Je Suis Partout”, lo que motivó su ruptura con
Maurras, enemigo mortal del germanismo y que pesaba con toda su autoridad sobre
Vichy para que la colaboración no fuera más que una comedia destinada a ganar
tiempo. Brasillach jugaba limpio. Dado que Inglaterra atacaba las colonias
francesas, había que responder a cañonazos. Dado que Alemania luchaba contra el
bolchevismo ruso, había que ayudar y hacer de hecho la política que se exponía
en teoría. Ello le suscitó innumerables enemigos. Arrebatado por la acción, no
se prevenía.
La batalla perdida
Hasta el día en que todo se derrumbó. En noviembre de 1942, los
norteamericanos desembarcan en el norte de África sin que Vichy reaccionara.
Los alemanes ocupaban la zona Sur. La flota francesa se afondaba. La
gerontocracia de Vichy estaba en quiebra de la misma manera que lo estuvo la
gerontocracia de la III República, mientras que la juventud europea se
desangraba en los campos de batalla. Finalmente, la caída de Mussolini (1943)
inició la muerte del mismo fascismo.
De cuanto Brasillach había amado, solo quedaban ruinas. Entonces, ¿para
qué seguir escribiendo y sosteniendo polémicas?, ¿para qué rebajarse a una
propaganda intensiva y falaz que había condenado en los periodistas de 1940? Se
separó de sus compañeros de “Je Suis Partout” -y aquella ruptura le fue
particularmente dolorosa-; escribió todavía algunos artículos, por “pundonor”,
pero, sobre todo, volvió a lo que había amado en su juventud: la literatura, el
teatro, el cine, los largos paseos a través de París. Así esperaba serenamente
la muerte.
Adiós a la vida
Lo vi por última vez en la trastienda de una librería de la orilla
izquierda del Sena, donde un grupo de amigos -escritores, periodistas y actores
de teatro- se reunían para hablar de literatura. Aquella tarde se leían poemas
de su antología griega. Él mismo leyó la despedida de Antígona: Más de todos
abandonada y bajo el fardo de mis penas, hacia las tumbas de los muertos en
vida me voy.
No había en él ningún histrionismo, pero parecía que aquel adiós a la
vida fuera el suyo, que no se hacía ilusiones en cuanto a su suerte.
Me figuro que le hubiera sido fácil trasladarse a algún país neutral o a
Italia, donde tantas personas escaparon de las persecuciones de los vencedores
de la guerra civil gracias a la protección de la Iglesia, a la generosidad del
pueblo italiano y a la… comprensión del Gobierno de Roma. No lo hizo. Acaso por
laxitud, acaso por optimismo. Tenía preparado un escondite en el “Barrio
Latino”. Allí vivió mientras gaullistas y comunistas andaban a la caza de los
“colaboracionistas”, etiqueta que encubría a barullo a escritores, a políticos,
a militantes, a prostitutas y a esbirros de la Gestapo.
Posteriormente supo que la Policía había detenido a su madre y que le
devolvería la libertad sólo si él se entregaba. Así lo hizo. Se organizó un
proceso sumarísimo y se le condenó a muerte. Esa sentencia de odio se les
antojo inconcebible a numerosos escritores. Muchos pidieron el indulto.
Algunos, como Colette y Camus, después de vacilar, firmaron. La pareja
Sartre-Simone de Beauvoir, cuyos grandes corazones sangran por las injusticias
de que son objeto los bambaras y los ainos, se negaron. Claude Roy, su amigo,
los imitó. François Mauriac y el antiguo ministro radical François Albert
intercedieron personalmente cerca del general de Gaulle. Éste prometió hacer
cuanto pudiera. Sus interlocutores anunciaron que el condenado estaba salvado.
Más tarde los periódicos les informaron que a Robert Brasillach lo habían
fusilado el 6 de febrero (1945). La razón de Estado había actuado. Los comunistas
querían liquidar a sus adversarios. El general los necesitaba. Les arrojaba las
cabezas que pedían y que junto a aquéllos pedían los neo-jacobinos obsesionados
con el recuerdo de la guillotina.
Pero ¿se mata a un escritor de talento? Mientras que, vestido de burda
estameña y con los pies arrojados, Brasillach esperaba la muerte, escribió en
Fresnes unos poemas que habían de conmover a muchos franceses. Había sido un
crítico de gran lucidez, un novelista brillante capaz de escribir un ejercicio
de virtuosismo como “Les sept couleurs”, en el que empleaba todos los
procedimientos de la novela. A punto de dejar la vida, abandonaba sus
artificios literarios para expresar en términos de emocionante sencillez su
resignación y su esperanza de que sus compatriotas pusieran término a sus
discordias.
Sepultura de Brasillach
Era aquel tiempo en que los partidos victoriosos establecían listas de
escritores malditos a quienes se les prohibía la radio, los periódicos y las
editoriales y en que se reducía a silencio todo un sector del pensamiento
francés, desde Maurras y Chardonne hasta Montherlant y Anouilh. Los “poemas de
Fresnes” empezaron a circular a escondidas. Posteriormente se publicaron
ediciones clandestinas. Hoy en día, se leen públicamente, como toda la obra del
escritor. Bajo la presidencia de Pierre Favre, se ha fundado en Lausana una
asociación de amigos de Robert Brasillach. Tiene secciones en el extranjero.
Publica unos Cuadernos que gozan de bastante amplia difusión. Las obras
completas de Robert Brasillach están en curso de publicación. “El libro de
Bolsillo” ha reeditado sus novelas “Comme le temps passe” y “Les sept
couleurs”, así como su “Histoire du cinema”. Los jóvenes franceses que tienen
tendencia a mandar al mundo de los pelmazos a los maestros de las anteriores
generaciones, lo leen todavía, como leen a Drieu la Rochelle y a Malraux. Me
imagino que en cierto modo descubren en sus libros a su hermano mayor -tierno e
irónico-, que sienten próximo a ellos por muchos rasgos. Brasillach hubiera
preferido seguramente esa fidelidad de la juventud a los elogios a los
académicos y de los sesudos profesores.
https://www.xn--elespaoldigital-3qb.com/muertos-sin-corona-brasillach-un-amigo-de-espana/
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