Errico Malatesta
Errico Malatesta
(Santa María Capua Vetere, Campania, 1853 – Roma, 1932) es uno de los más
importantes teóricos clásicos del anarquismo.
Cuando era un
joven estudiante en Nápoles, adhirió al republicanismo, al partido de la
revolución en el Risorgimento italiano. Sin embargo, bajo la
impresión de la Comuna de París en 1871 se volcó al socialismo, el naciente
evangelio de la redención social, que, en Italia, nació anarquista. Al año
siguiente Malatesta tuvo su primer encuentro con Bakunin en el congreso de St.
Imier, donde la fundación de la Internacional federalista marcó el nacimiento
del movimiento anarquista. En las siguientes seis décadas el nombre de
Malatesta estaría ligado a la historia de ese movimiento.
Vivió la mayor
parte de su vida adulta en el extranjero como exiliado y como obrero, en países
de fuerte migración italiana y presencia anarquista: Francia, Bélgica, Suiza, y
Egipto en 1878—1882; Argentina en 1885—1889; los Estados Unidos en 1899—1900; e
Inglaterra, más específicamente en Londres, en 1889—1897, 1900—1913, y
1914—1919. Pero por medio siglo fue protagonista de todos los inicios de lucha social
en Italia: el alzamiento de Benevento de 1877, una de las primeras instancias
de propaganda por el hecho y uno de los eventos más famosos y simbólicos en la
historia del movimiento anarquista; las revueltas del pan de 1898, que le
llevaron a la cárcel y luego a residencia forzada, de la que escapó en 1899; la
Semana Roja insurreccional en 1914, cuando las regiones Romaña y Marcas
permanecieron por días en manos de anarquistas, republicanos, y socialistas; y
el bienio rojo de 1919—1920, cuando la ocupación de fábricas pareció llevar a
Italia al borde de la revolución.
Malatesta murió en
Roma el 22 de Julio de 1932, bajo el talón del régimen fascista, en un estado
de arresto domiciliario no declarado.
Así fue Malatesta
retratado por su compañero de exilio en Londres Pedro Kropotkin a comienzos del
siglo veinte: «Malatesta era un estudiante de medicina, que hubo abandonado la
profesión médica y también su fortuna por el bien de la revolución; lleno de
fuego e inteligencia, un idealista puro, que en toda su vida — y ahora se está
acercando a la edad de cincuenta— nunca ha pensado si tendrá un pedazo de pan
para su cena y una cama por la noche. Sin siquiera más que un cuarto que él
denominaría suyo, vendía sorbete en las calles de Londres para tener para vivir,
y por la tarde escribía brillantes artículos para los diarios italianos. Preso
en Francia, liberado, expulsado, vuelto a ser condenado en Italia, confinado a
una isla, escapa, y de nuevo en Italia disfrazado; siempre en el candor de la
lucha, ya sea en Italia o donde sea, — ha perseverado en esta vida por treinta
años sucesivos. Y cuando lo encontramos nuevamente, liberado de una prisión o
escapado de una isla, le hallamos tal como lo vimos la última vez; siempre
renovando la lucha, con el mismo amor por la humanidad, la misma ausencia de
odio hacia sus adversarios y carceleros, la misma sonrisa de corazón para un
amigo, la misma caricia para un niño.»
Malatesta
contribuyó por igual al movimiento anarquista con su acción y con su
pensamiento, que no concebía separados. Sus panfletos Fra Contadini (Entre
Campesinos), L’Anarchia (La Anarquía), y Al Caffè (En
el Café) están entre los más grandes «best-sellers» anarquistas de todos los
tiempos, con incontables reimpresiones y traducciones. Sin embargo, su pensamiento
halló expresión sobre todo en la miríada de artículos repartidos en la prensa
anarquista alrededor del mundo y en los numerosos periódicos que editó: las dos
corridas de La Questione Sociale, publicada en Florencia en
1883—1884 y en Buenos Aires en 1885; L’Associazione, que marcó el
comienzo de su primer exilio en Londres, en 1889—1890; L’Agitazione,
publicada en Ancona en 1897—1898, hasta que las revueltas del pan
comenzaron; La Questione Sociale de Paterson, editada en
1899—1900 mientras estuvo en Estados Unidos; La Rivoluzione Sociale,
apareció en Londres en 1902—1903, durante el segundo exilio de Malatesta en
Londres;Volontà, también publicado en Ancona, en 1913—1914, hasta la
Semana Roja; el diario anarquista Umanità Nova, en 1920—1922;
y Pensiero e Volontà, editado en Roma en 1924—1926, ya en pleno
advenimiento del fascismo. Algunos de estos están entre los periódicos más
significativos en la historia del pensamiento anarquista.
En su escritura,
Malatesta posee la singular habilidad de ser tanto profundo como claro. Esto se
ilustra mejor en un ejemplo. En el panfleto Anarquía, que
reimprimimos en este volumen, Malatesta define la anarquía en una sola frase:
«La anarquía, en común con el socialismo, tiene como base, como punto de
partida, como ambiente esencial, la igualdad de condiciones; tiene
como faro la solidaridad y la libertad es su
método.» En su referencia a los valores estándar de la Revolución
Francesa, égalité, fraternité, y liberté, la
definición podría parecer un cliché. Pero, tras su engañosa simplicidad,
expresa una concepción cabal y original del anarquismo, que descansa sobre el
rol asignado a cada uno de esos valores estándar. La igualdad de condiciones
significa la propiedad común de los medios de producción, pues no puede haber
igualdad de condiciones cuando una clase monopoliza los medios de producción.
Por ende, se está describiendo aquí a una sociedad socialista. Pero el
socialismo no es un punto final; es solo un punto de partida para un proceso
cuyo final está abierto. El faro de ese proceso es la solidaridad. Al asignarle
el asiento del chofer de la evolución social a un valor intencionalmente
perseguido, Malatesta está expresando una visión voluntarista, en contraste con
el énfasis marxista en el desarrollo de las fuerzas productivas. Y al asignarle
ese asiento a la solidaridad está rechazando el individualismo. Finalmente, al
abogar por la libertad como método, Malatesta está reafirmando la iniciativa
libre en contraste con el socialismo autoritario. Malatesta está ofreciendo un
plan para la sociedad futura, mas su definición está fuertemente caracterizada
en términos de ese proceso: está describiendo una sociedad socialista abierta
experimentalista, pluralista.
Más aún, al
definir la anarquía en términos de un sentimiento y un método — la
solidaridad y la libertad — que los anarquistas ya practican aquí y ahora,
Malatesta está proponiendo la continuidad entre la sociedad presente y la
futura. Y ya que ese sentimiento y ese método son elecciones conscientes de
cada individuo, la de Malatesta es una visión gradualista de la anarquía:
mientras más personas abracen ese sentimiento y ese valor, más ampliamente será
realizada la anarquía. De hecho, inmediatamente después de la definición
anterior, Malatesta explica que la anarquía «no es la perfección, no es el
ideal absoluto que como el horizonte retrocede tan rápido como nos acercamos a
él; sino que es la vía abierta a todo progreso y a toda mejoría para el
beneficio de todos.»
Vemos aquí cómo la
coherencia entre fines y medios funciona en ambos sentidos para Malatesta.
Cuando los fines son tan abstractos como para no tener lazo alguno con nuestros
actos presentes, todos pueden concordar con seguridad respecto a esos fines. En
vez, Malatesta escribe, «es el método el que por sobre todo distingue entre las
partes y determina su importancia histórica.» Aparte del método, añade, «todos
hablan de querer el bienestar de la humanidad.» Por lo tanto, «uno debe
considerar la anarquía por sobre todo como un método.» El método distintivo que
los anarquistas tienen para ofrecer es el método de la libertad.
Malatesta
introdujo explícitamente conceptos como el gradualismo anarquista solo en sus
últimos escritos. Sin embargo, sus semillas pueden ser detectadas mucho antes.
Una coherencia profunda impregna toda la acción y pensamiento de Malatesta, a
la vez que tanto acción como pensamiento evolucionan bajo el impulso de la
experiencia.
https://www.elviejotopo.com/autor/errico-malatesta/
Democracia y Anarquía
En el
siguiente artículo de 1924, Errico Malatesta, mientras concuerda con que la
democracia es preferible a una dictadura, ofrece una crítica anarquista a la
democracia, y explica por qué es mejor la anarquía. Malatesta enfatiza que para
que la revolución social y la anarquía triunfen, los anarquistas deben ofrecer
soluciones prácticas a los problemas urgentes que el pueblo enfrenta.
Los descontrolados gobiernos dictatoriales en
Italia, España y Rusia, que despiertan tanta envidia y anhelo entre los
partidos más reaccionarios y pusilánimes alrededor del mundo, están
suministrando ‘democracia’ desposeída con una suerte de nueva virginidad. Así,
vemos reemerger – cuando no les falta arrojo – a criaturas de antiguos
regímenes, bien acostumbradas a las turbias artes de la política, y
responsables de la represión y las masacres del pueblo trabajador, presentarse
como hombres de progreso, buscando capturar el futuro cercano en nombre de la
liberación.
Y, dada la situación, podrían incluso
lograrlo.
Hay algo que decir de las críticas hechas a
la democracia de parte de los regímenes dictatoriales, y del modo en que
exponen los vicios y mentiras de la democracia. Recuerdo a aquel anarquista,
Hermann Sandomirski, un compañero de ruta Bolchevique con quien tuvimos
agridulce contacto en el tiempo de la conferencia de Génova, y quien está ahora
intentando asemejar a Lenin con Bakunin, nada menos; digo que recuerdo a
Sandomirski quien para defender al régimen ruso sacó su Kropotkin para
demostrar que la democracia no es la mejor forma imaginable de estructura
social. Su método de razonamiento, como ruso, me recordó – y creo que se lo
dije – al razonamiento hecho por algunos de sus compatriotas cuando, en
respuesta a la indignación del mundo civilizado ante el desnudamiento,
azotamiento y ahorcamiento de mujeres, argumentaron que si los hombres y las
mujeres tienen iguales derechos debiesen también aceptar iguales
responsabilidades. Esos defensores de la prisión y el cadalso recuerdan los
derechos de la mujer solo cuando sirven de pretexto para nuevas atrocidades! De
este modo, las dictaduras se oponen a los gobiernos democráticos solo cuando
descubren que hay una forma de gobierno que da aún mayor cabida al despotismo y
la tiranía para quienes se las arreglan en detentar el poder.
Para mí no hay duda de que la peor de las democracias
es siempre preferible, si es que quizás solo desde el punto de vista educativo,
que la mejor de las dictaduras. Por supuesto que la democracia, el así llamado
gobierno del pueblo, es una mentira; pero la mentira siempre ata levemente al
mentiroso y limita el grado de su poder arbitrario. Por supuesto que el ‘pueblo
soberano’ es un payaso de soberano, un esclavo con corona y cetro de papel
maché. Pero creerse libre, aun cuando no se es, es siempre mejor que saberse
esclavo y aceptar la esclavitud como algo justo e inevitable.
La democracia es una mentira, es opresión y
es, en realidad, oligarquía; esto es, el gobierno de los pocos para beneficio
de una clase privilegiada. Pero aún podemos combatirla en nombre de la libertad
y la igualdad, al contrario de quienes la han reemplazado o quieren
reemplazarla por algo peor.
No somos demócratas, pues, entre otras
razones, la democracia tarde o temprano conduce a la guerra y la dictadura. Así
como no somos defensores de las dictaduras, entre otras cosas, porque la
dictadura despierta un deseo por la democracia, provoca un retorno a la
democracia, y por ende tiende a perpetuar un círculo vicioso en el que la
sociedad humana oscila entre la tiranía abierta y brutal, y una libertad falsa
y embustera.
Así que, declaramos la guerra a la dictadura
y guerra a la democracia. ¿Pero qué ponemos en su lugar?
No todos los demócratas son como los
descritos antes – hipócritas que están más o menos conscientes de que en nombre
del pueblo desean dominar al pueblo y explotarle y oprimirle. Hay muchos,
especialmente entre los jóvenes republicanos, que tienen una creencia seria en
la democracia y la ven como el medio para obtener la libertad de desarrollo
total y completo para todos.
Estas son las personas jóvenes que
quisiéramos desengañar, persuadirles a no confundir una abstracción — ‘el
pueblo’ — con la realidad viva, que es mujeres y hombres con todas sus
distintas necesidades, pasiones y a menudo contradictorias aspiraciones.
No es nuestra intención aquí repetir nuestra
crítica al sistema parlamentario y a todos los medios pensados para tener
diputados que realmente representen la voluntad del pueblo, una crítica que,
después de cincuenta años de propaganda anarquista es al fin aceptada e incluso
repetida por aquellos escritores que más aparentan menospreciar nuestras ideas
(p.ej., Ciencia Política, del Senador Gaetano Mosca).
Nos limitamos a invitar a nuestros jóvenes
amigos a usar mayor precisión en el lenguaje, con la convicción de que una vez
que las frases se analicen minuciosamente verán por sí mismos cuán vacías son.
‘Gobierno del pueblo’, no, porque esto
presupone lo que no podría ocurrir nunca – la unanimidad completa de la
voluntad de todos los individuos que componen el pueblo.
Sería más cercano a la verdad decir, ‘gobierno
de la mayoría del pueblo’. Esto implica una minoría que deba o bien rebelarse o
someterse a la voluntad de los demás.
Pero nunca ocurre que los representantes de
la mayoría del pueblo concuerden en todos los asuntos; es necesario por ende
recurrir nuevamente al sistema de mayorías, y así, nos acercaremos más a la
verdad con: ‘gobierno de la mayoría de los elegidos por la mayoría de los
electores.’ Lo que ya comienza a tener una fuerte semejanza con el gobierno de
la minoría.
Y si uno luego toma en consideración el modo
en que se sostuvieron las elecciones, cómo se conforman los partidos políticos
y los grupos parlamentarios y cómo se fabrican las leyes, cómo se votan y
se aplican, es fácil comprender lo que ya ha sido comprobado por la experiencia
histórica universal: incluso en la más democrática de las democracias es
siempre una pequeña minoría la que gobierna e impone su voluntad y sus
intereses por la fuerza.
Por ende, quienes realmente deseen el
‘gobierno del pueblo’ en el sentido que cada quien pueda afirmar su propia
voluntad, ideas y necesidades, deben asegurar que nadie pueda gobernar sobre
los demás, ni mayoría ni minoría; en otras palabras, se debe abolir el
gobierno, es decir toda organización coercitiva, y reemplazarlo por la libre
organización de aquellos con intereses y propósitos en común.
Esto sería muy simple si todos los grupos y
todos los individuos pudiesen vivir aislados y por su cuenta, a su manera,
sustentándose independientes del resto, suministrándose sus propias necesidades
materiales y morales. Pero esto no es posible, y si lo fuera, no sería deseable
puesto que ello significaría el declive de la humanidad hacia la barbarie y el
salvajismo.
Si están determinados a defender su propia
autonomía, su propia libertad, todo individuo o grupo debe por lo tanto
comprender los lazos de solidaridad que les atan al resto de la humanidad, y
poseer un sentido medianamente desarrollado de simpatía y amor por su prójimo,
de modo de saber hacer voluntariamente aquellos sacrificios esenciales para la
vida en sociedad que traigan los máximos beneficios posibles en cada situación
dada.
Pero por sobre todo debe hacerse imposible
que algunos se impongan, y absorban, a la vasta mayoría mediante la fuerza
material.
Erradiquemos al gendarme, al hombre armado al
servicio del déspota, y de un modo u otro hemos de alcanzar el libre acuerdo,
pues sin tal acuerdo, libre o forzado, no es posible vivir.
Pero aún el libre acuerdo siempre beneficiará
más a quienes estén intelectualmente y técnicamente preparados. Nosotros
recomendamos por lo tanto a nuestros amigos y a quienes verdaderamente deseen
el bien de todos, estudiar los problemas más urgentes, aquellos que requerirán
una solución práctica el mismísimo día en que el pueblo sacuda el yugo que le oprime.
Pensiero e Volontà,
Marzo de 1924
https://www.elviejotopo.com/topoexpress/democracia-y-anarquia/
Por qué el fascismo vence
La
fuerza material puede prevalecer sobre la fuerza moral, también puede destruir
a la más elegante civilización si ésta no sabe defenderse con medios adecuados
contra los retornos ofensivos de la barbarie.
Toda bestia feroz puede devorar a un gentilhombre, también a un genio, un
Galileo o un Leonardo, si éste es tan ingenuo como para creer que puede frenar
a la bestia mostrándole una obra de arte o anunciándole un descubrimiento
científico.
Pero
la brutalidad difícilmente triunfa, y en todos los casos sus éxitos no han sido
nunca generales y duraderos, si no logra conseguir cierto consentimiento moral,
si los hombres civiles la reconocen por lo que es, y si además impotentes en
develarla la rehuyen como a una cosa inmunda y repugnante.
El fascismo que compendia en sí toda la reacción y reclama en vida toda la
ferocidad atávica dormida, ha vencido porque ha tenido el apoyo financiero de
la gran burguesía y la ayuda material de varios gobiernos que quisieron servir
contra la apremiante amenaza proletaria; ha vencido porque ha encontrado en su
contra una masa cansada, desengañada y vuelta cobarde por una propaganda
parlamentarista de cincuenta años; pero sobre todo ha vencido porque su
violencia y sus crímenes han provocado el odio y la venganza de los ofendidos,
pero no despertó la desaprobación, la indignación general, el horror moral que
nos parece que debió nacer espontáneamente en cada alma gentil.
Y lamentablemente no podrán éstas imponerse materialmente si antes no hay una
revuelta moral.
Digámoslo
francamente, por doloroso que sea el constatarlo. Fascistas también hay fuera
del partido fascista, hay en todas las clases y en todos los partidos: hay
gente de todo el mundo que no siendo fascistas, incluso siendo anti-fascistas,
tienen el alma fascista, el mismo deseo de abuso que distingue a los fascistas.
Ocurre,
por ejemplo, de encontrar hombres que se dicen y se creen revolucionarios e
incluso anarquistas que para solucionar una cuestión cualquiera afirman con
orgulloso ceño que actuarán fascistamente, sin saber, o sabiendo también, que
eso significa atacar, sin preocupación de justicia, cuando se está seguro de no
correr peligro, o porque se es mucho más fuerte, porque se está armado contra
un desarmado, o porque son varios contra uno, o porque se tiene la protección
de la fuerza pública o porque se sabe que al violentado le repugna la denuncia
— significa en fin actuar como camorrista y como policía. Lamentablemente es
cierto, se puede actuar, y a menudo se actúa fascistamente sin necesidad de
apuntarse entre los fascistas: y no son ciertamente los que actúan así, o se
proponen actuar fascistamente, los que podrán provocar la revuelta moral, el
sentido de disgusto que matará al fascismo.
¿No
vemos a los hombres de la Confederación, los D’Aragona, los Baldesi, los
Colombino, etcétera, lamer los pies de los gobernantes fascistas, y luego
seguir siendo considerados, también por sus adversarios políticos, como
gentilhombres?
Estas
consideraciones, que por lo demás hemos hecho muchas veces, que se vinieron a
la mente leyendo un artículo de “L’Etruria Nuova” de Grosseto, y que nos hemos
asombrado de ver cortésmente reproducido por “La Voce Repubblicana” del 22 de
agosto. Es un artículo de “su valeroso director”, el buen Giuseppe Benci, el
decano de los republicanos de la fuerte Maremma (para usar las palabras del “La
Voce”), que nos parece un documento de bajeza moral, que explica por qué los
fascistas han podido hacer en la Maremma lo que hicieron.
Son conocidas las hazañas de bandoleros de los fascistas en la desventurada
Maremma. Allí, más que en otros lugares, han ventilado sus pasiones malvadas.
Desde el asesinato brutal a golpes, de incendios y devastaciones, hasta
tiranías menudas, las pequeñas vejaciones que humillan, los insultos que
ofenden el sentido de dignidad humana, todo esto han cometido sin conocer
límite, sin respetar a nadie aquellos sentimientos que, además de ser condición
de todo vivir civil, son la base misma de la humanidad en cuanto se distingue
de la más ínfima bestialidad.
Y aquel fiero republicano de la Maremma habla en tono humilde y los trata de
“gente de fe” y mendiga para los republicanos su apoyo y casi su amistad,
aduciendo los méritos patrióticos de los mismos republicanos.
Él
“admite que el gobierno (el gobierno fascista) tiene el derecho a garantizarse
el libre desarrollo de su acción” y deja entender que cuando los republicanos
vayan al poder harán lo mismo. Y protesta que “nadie podrá admitir que de
nosotros (a Grosseto) el partido republicano haya intentado con acto alguno
obstaculizar la experiencia de la parte dominante” y se jacta de no haber
impedido para nada la acción del gobierno retrayéndose hasta de las luchas
electorales para esperar que el experimento se cumpla. Es decir, esperar que se
cumpla el experimento de dominación sobre toda Italia por parte de aquella
gente que ha torturado a la Maremma.
Si
el estado de ánimo del señor Benci correspondiera al estado de ánimo de los
republicanos y la suerte del gobierno fascista tuviera que depender de ellos,
tendría razón Mussolini cuando dice que se quedará en el poder treinta años. Se
podría también quedar trescientos.
https://www.elviejotopo.com/topoexpress/por-que-el-fascismo-vence/
Fascistas somos todos. Incluso Mussolini
¿Qué fascismo es ese al que se le puede vencer
por medio de los votos y no de los fusiles? El autor sostiene que el fascismo
omnipresente se ha convertido en un enemigo de mentira para una izquierda de
mentira.
«FORA FEIXISTES DE RUBÍ»
(«Fuera fascistas de Rubí») manifiesta un enorme grafiti en la ciudad
donde crecí, pintado sobre los muros del Centro de Alternativas Culturales, un
local que hace saber también, en su pared, su rebeldía ante el statu quo: «Algún
día no podremos más, y juntas lo podremos todo».
¿A
qué fascistas se refieren? –me pregunto. No hay en la ciudad sede alguna,
oficial o clandestina, del Partido Nacional Fascista de Benito Mussolini, o de
sus descendientes oficiales u oficiosos del Movimiento Social Italiano o de
Casa Pound. Tampoco se conocen oficinas del NSDAP (Partido Nacionalsocialista
Obrero Alemán). Y hasta donde llega mi conocimiento tampoco la Falange, en sus
múltiples variantes, dispone aquí de local, ni cuenta con ningún tipo de
delegación o de presencia social. Estat Català, por buscar la variedad local y
de proximidad, creo que sigue sin resucitar. Entonces, ¿quiénes son los
fascistas de la ciudad?
Vuelvo
a mirar el muro: se representa de forma estilizada una bandera morada y otra
roja, y no puedo evitar pensar en las argumentaciones antiautoritaristas de
Erich Fromm, y sus curiosas conexiones con lo que el Marqués de Sade escribió
un siglo y medio antes; pienso en la “revolución sexual” y la lucha contra la
“represión familiar”, y también en la “represión educativa” que se denunciaba
durante el Mayo francés; en la “teoría del agente” que sostiene que el fascismo
es un agente de la alta burguesía y que, por lo tanto, carece de agencia
propia; y me viene a la mente la ya viejísima máxima de Horkheimer: “Quien no
esté preparado para hablar del capitalismo, también debería guardar silencio
sobre el fascismo”.
El
caso es que, en los tiempos actuales, los fascistas ya no son Ernst Röhm o
Giovanni Gentile. Ahora el fascista es el padre autoritario que impone horarios
y normas en el seno del hogar. El profesor que, desde su púlpito académico de
autoridad, dicta la verdad y establece reglas y deberes a la clase. La influencer que
perpetúa cánones de belleza arbitrarios y opresivos. El o la coach o
nutricionista que tú mismo/a contrataste y se atreve a darte órdenes cual
sargento de instrucción. El rudo entrenador de baloncesto que, desconsiderado
para con las singulares condiciones físicas de tus hijos, les dice que “no
valen” para ello. También es fascista el policía cachas o no tan cachas, pero
igualmente emblema de coerción, que detiene a un joven extranjero de origen no
mencionado por los medios de comunicación.
Así
pues, ¿qué es hoy “fascismo”?
No
es, desde luego, el fenómeno histórico-político que nació en 1919 con las ideas
de Benito Mussolini y murió en 1945, en Berlin, bajo las botas del Ejército
Rojo. Si el fascismo realmente existente aún siguiera vivo,
sería absolutamente necesario combatirlo hasta derrocarlo definitivamente. El
“fascismo” actual es, más bien, un Mal absoluto siempre al acecho, como decía
Semprún; un conjunto de “instintos oscuros y pulsiones insondables” muchas
veces disfrazadas bajo traje de civil, como para Umberto Eco; un tipo de
personalidad; un auténtico síndrome derivado de la vivencia, en la infancia, de
una relación padre-hijo basada en la jerarquía y la autoridad (como
establecieran Adorno y Horkheimer, solo necesitamos darles más cariño a nuestros
niños/as y nunca volverá a haber más fascistas); una tendencia simultánea en el
individuo a pulsiones sádicas y masoquistas que debía solucionarse a través del
amor y la espontaneidad, como nos dijera ya hace 80 años Erich Fromm (y así lo
resumían, en forma de rap, los Chicos del Maíz: “En Fromm está la clave:
Follar se sale”). Debemos estar atentos, nos recuerdan autores como José Mª
Chamorro: El fascismo psicológico puede estar presente en los camaradas más
convencidos de ser antifascistas.
¡Por
supuesto, así sí! Así, las constantes referencias al fascismo cobran sentido Si
la Iglesia, la policía, la familia, la democracia burguesa, los ejércitos,
hasta la Razón misma –como argumentaran Horkheimer y Adorno en Dialéctica
de la Ilustración– son instituciones fascistas (o potencialmente fascistas)
no es porque lo fueran o lo sean auténticamente, es decir, porque
sean histórica o ideológicamente fascistas. No es de eso de lo que se les
acusa, y habría que ser muy obtuso al hacerlo habida cuenta de la evidencia
histórica reunida por autores como Bruno Groppo sobre el fascismo y el
antifascismo que realmente tuvo lugar en Europa occidental, y muy en particular
en Italia, cuna del fascismo original.
Ahora
recuperamos ese concento hegeliano llamado Geist, y al que podemos
traducir como espíritu, mente, genio, espectro, fantasma o sombra. Si asumimos
que existe (siquiera como herramienta de análisis) un Geist o
“espíritu” de las cosas que estaría en permanente descubrimiento y proceso de
auto-perfeccionamiento hacia formas más definitivas de sí mismo, y si en el
caso del fascismo ese Geist corresponde al «espíritu de la
represión y el autoritarismo», debemos concluir lo que nos dijo Augusto del
Noce ya en la década de los 70: Si “el fascismo no puede entenderse sino como
identificación con el «espíritu represivo y autoritario»”, entonces “toda forma
de represión y de autoridad se ha de interpretar como fascismo”.
Por
consiguiente, poco importan los parecidos o las diferencias, sean doctrinales o
prácticas, que respecto al fascismo pueda tener cada ideología o movimiento
político, cada institución, cada individuo concreto. Aquello relevante es que
el Geist del fascismo acecha a cualquier forma de autoridad,
fuerza o disciplina, de Margaret Thatcher al gobierno de China o Corea del
Norte, y más allá. De hecho, cualquier sistema político podría incurrir en el
fascismo. Y si ese sistema político se ha construido sobre una violencia
previa, como la República Francesa, no hay duda de que es fascista.
Como
sostienen Joan Antón y Marco Esteban, en el fondo no existiría diferencia entre
todas las tendencias políticas de derechas del siglo XIX, desde los
socialdarwinistas británicos del sufragio censitario (y partidarios de que la
población se regule sola a través del humanísimo método de la inanición) hasta
los Bismarcks del fuerte estado del bienestar semi-autoritario avant la
lettre, e incluso entre ellos y los curas, nobles y reyes del Antiguo
Régimen que apenas un siglo antes vinieran a sustituir. Todos ellos son la
misma cosa, pues participan de un mismo Geist: una sola y
larguísima cadena del “privilegio” (por supuesto un cuerpo homogéneo,
eternamente opresivo y tiránico en esencia en cada una de sus manifestaciones)
que “ante la decrepitud de la Iglesia y la monarquía, buscaría nuevos
protectores en los engendros pseudocientíficos de la socioevolución y la
genética social”, hasta desembocar, desesperado por el avance constante de “la
Razón”, que traía “un mundo de igualdad, libertad y justicia”, en el engendro
del nazismo.
A
día de hoy, académicos de primera y periodistas de trinchera como Dan
Hassler-Forest o Elisa Strauss permanecen vigilantes en la primera línea de
batalla, y han detectado que este esquivo Geist sigue presente
y manifestándose de forma subrepticia una vez más, infectando las mentes de
nuestros hijos a través de su presencia subliminal en películas infantiles
como El Rey León y Patrulla Canina. Por fortuna,
medios obreros concienciados como el Washington Post y la CNN se han hecho ya
eco de sus descubrimientos a fin de darlos a conocer al público general:
vigilen lo que les muestran a los niños, pues ahí podría encontrarse el
espíritu del fascismo.
Es
lógico pues el viraje hacia la lucha “superestructural” de los pensamientos,
las ideas, la cultura… Porque, como estamos viendo, el Geist del
fascismo también habita en los detalles.
Es
cierto que el 1% es más rico que nunca, y que como señala Piketty estamos en
niveles de desigualdad previos a la Revolución Francesa. Es cierto, como
reflexionan Hobsbawm o Fontana, que el endeudamiento de todos los estados
occidentales roza o supera la totalidad del PIB, tratando de mantener un estado
del bienestar lastrado por el estancamiento económico y la escasa tasa
impositiva efectiva sobre las élites económicas (hay quien dice “ingeniería
fiscal”, hay quien lo llama “robo”, pero yo no quiero participar en
linchamientos públicos a base de violencia verbal… pudiera ser fascismo). Y es
cierto que el desempleo se ha vuelto estructural hace ya al menos treinta
años.
Pero
no perdamos el foco. Estamos liberando la superestructura de la sociedad: los
valores, las creencias… Ya casi nadie cree en esos arcaicos conceptos de “orden
increado de valores”, “jerarquía del Ser” o “Tradición”. Hemos desenmascarado
como mentiras, gracias a Lyotard y a Foucault, entre otros pioneros, no sólo
todos los valores que existían, sino todos los que puedan existir: ¡Todos ellos
no son sino herramientas del poder y la opresión! Sigamos luchando contra toda
forma de autoridad y disciplina, no cejemos en nuestro empeño contra el Geist del
fascismo.
¡No
desfallezcamos, que el fascismo tiene muchas caras! Y cada año, puntualmente
para las elecciones, el fascismo vuelve encarnado bajo la máscara de algún
partido liberal-conservador, sistémico, no especialmente rupturista con el
marco político existente. Así que una vez más es necesario la lucha contra ese
enemigo de naturaleza omnímoda, a veces de apariencia sutil, que es el
fascismo.
Después
de esto, ya no será posible recurrir al tipo de relato mítico-heroico de
resistencia de la sagrada madre patria contra el invasor, el cual moviera,
realmente, históricamente, a millones y millones de ciudadanos y ciudadanas
soviéticos a tomar los fusiles y combatir a la Wehrmacht. Mientras que las
democracias burguesas occidentales sucumbieron fácilmente al nazismo, la Unión
Soviética sí pudo detenerlo y derrotarlo. Pero esta es una afirmación que puede
ser considerada como excesivamente militarista, y eso puede ser fascista
(quizá, como creyera Chamberlain, hay maneras de derrotar al fascismo sin usar
las armas). Y también puede ser fascista apelar a la madre patria. Así que
descartemos para siempre los patrióticos versos y discursos de un Pável Kogan,
de un Evaristo San Miguel o… del propio Lenin, que en su día afirmó “nosotros,
obreros rusos, impregnados de sentimiento de orgullo nacional…”.
Estamos
enfrentando al Mal absoluto, y aunque los soviéticos lo mirasen más de cerca y
nosotros no seamos siquiera testigos oculares, deben aceptar nuestro criterio
(sea este el último uso que se haga de la autoridad, pues la autoridad solo
puede desembocar en el fascismo a largo plazo): Hemos estudiado mucho, casi 80
años, desde el horror desatado por el nazismo y su paroxismo en los campos de
exterminio. Así que es comprensible si sobrerreaccionamos, aunque sea un
poquito, ante el paso de la oca prusiana, aun si lo realiza, en la plaza Roja
un 9 de mayo, el ejército que verdaderamente derrotó a los
nazis. Hay que estar siempre alerta, pues en cualquier lugar habita el
fascismo.
La organización
y la disciplina, fascismo. Además, Lenin y la conquista del Estado están ya más
que superados. Ahora lo que se lleva es cierta lectura de Gramsci, la
hegemonía, el sentido común… Empecemos por ahí y el control sobre el Estado ya
vendrá. Las revoluciones llevan tiempo, no se hacen así como así tomando un
palacio al asalto como hicieran aquellos bolcheviques: una panda de tíos mal
armados de un partido minoritario, muy cohesionado y motivado… Eso suena tan
fascista, violento y antidemocrático…
No
hagamos caso de lo que pueda decir al respecto un teórico como Roger Scrutton
cuando nos dice lo siguiente: “Considerad un aspecto cualquiera de la
herencia occidental del que nuestros antepasados se sentían orgullosos, y
encontraréis un curso universitario consagrado a su deconstrucción. Considerad
no importa qué aspecto positivo de nuestra herencia política y cultural, y
encontraréis esfuerzos, concertados a la vez por los medios y la universidad,
para ponerlo entre comillas y darle el aire de una impostura o superstición”.
Aun cuando pase inadvertido, esas palabras pueden ser propagandistas del
fascismo.
El
acervo milenario de la cultura occidental, justo donde autores como Luis
Racionero entienden que puede estar la respuesta a la barbarie capitalista de
raigambre protestante (tan reciente, tan superficial), esa tradición milenaria
que nos ha hecho ser quien somos, es en sí portadora de los mismos valores del
fascismo. Y eso avalaría derrumbar las estatuas de Platón y de Aristóteles.
¡Menudos referentes que tuvimos! Un par de hombres blancos poseedores de
esclavos que, con su actitud (pues “lo personal es político”) y en ocasiones
hasta en sus escritos, perpetuaban la injusticia y asentaban las bases sobre
las que posteriormente se produciría el Holocausto.
Ocurre
que, como bien señala Mark Fisher, para la barbarie capitalista, la que sí
vivimos de verdad, la actual izquierda no parece tener alternativa alguna.
Todos los esfuerzos de esa izquierda están orientados a luchar contra el Mal
absoluto del fascismo, y eso obliga a hacer concesiones al capitalismo. Así que
podemos hacernos aliados de los hijos y nietos de los Chicago Boys que
asesoraron a Pinochet, aunque trabajen en las Big Four o
participen de explotar el coltán del Congo o vendan armas en Ucrania, si es que
asumen una actitud antiautoritaria, defienden el sexo libre y llevan a cabo un
desenfadado estilo de vida.
Si
por algo debemos preocuparnos es por el mundo inundado de fascistas: Fascista
es Putin, y fascistas son los partidarios de Zelenski en Ucrania, que dice el
presidente ruso hay que desnazificar. Fascista fue el euromaidán,
alzado contra el fascista Yanukóvich. Fascista es Al-Assad, y fascistas
islámicos los muyahidines del ISIS que intentaban derrocarlo.
Fascista es tanto Thatcher como la Junta Militar que le disputara las Malvinas.
Fascistas teocráticos los talibanes, y fascistas los métodos de las fuerzas
invasoras del imperio norteamericano. Fascista el baazismo de Saddam y
“fascismo exterior” nuestra descarada injerencia en los asuntos de su país. La
violencia económica de los banqueros es fascista, pero más fascista todavía
sería expropiar sus assets por la fuerza y fascista debe ser
quien lo proponga (rescatar sus deudas a cambio de nada está mal, especialmente
si lo hace un gobierno supuestamente socialista, pero pedirles algo a cambio de
ese rescate con dinero público es coacción, y no podemos tolerar esos medios
propios de escuadristas). Fascista es Abascal, y fascista, claro, es también el
Frente Obrero.
Y
por supuesto que sí: Stalin, hoy, sería un fascista. Los desarrollos académicos
de los últimos 80 años, sumados a nuestra singular sensibilidad y aguda
–incluso “despierta” (woke para los anglos)– perspectiva, que no es
patología como argumenta Roger Griffin sino la locura de los genios, nos ha
permitido reconfigurar el espectro político entero.
“I was blind, but now I see”:
Fascistas somos todos. Incluso Mussolini. Y
ante el fascismo, de todo tipo y toda forma, en cualquier grado o dosificación,
sea de lejano parentesco o semejanza, ni un solo paso atrás. Con el
capitalismo, ya otro día si eso: cuando exorcicemos para siempre al Mal
absoluto de este mundo. Hasta entonces, hay una cruzada que librar. Ya Marx
reconocerá a los suyos.
https://www.elviejotopo.com/topoexpress/26934/
El doble objetivo del socialismo democrático
A medida que avanza el siglo XXI nos
enfrentamos a una doble crisis. Por un lado, es una crisis ecológica: el cambio
climático y otras presiones del Sistema Tierra están sobrepasando
peligrosamente los límites planetarios. Por otro lado, también es una crisis
social: varios miles de millones de personas carecen de acceso a bienes y
servicios básicos. Más del 40% de la población humana no puede permitirse
alimentos nutritivos; el 50% no dispone de instalaciones sanitarias gestionadas
de forma segura; el 70% no dispone de la atención sanitaria necesaria.
La privación es más extrema en la
periferia, donde la dinámica imperialista de ajuste estructural e intercambio
desigual sigue perpetuando la pobreza y el subdesarrollo. Pero también es
evidente en el centro: en Estados Unidos, casi la mitad de la población no
puede permitirse la atención sanitaria; en el Reino Unido, 4,3 millones de
niños viven en la pobreza; en la Unión Europea, 90 millones de personas se
enfrentan a la inseguridad económica. Estos patrones de privación están
atravesados por brutales desigualdades de raza y género.
Ningún programa político que prometa
analizar y resolver la crisis ecológica puede esperar tener éxito si no analiza
y resuelve simultáneamente –es decir, de un solo golpe– la crisis social.
Intentar abordar una sin la otra deja atrincheradas contradicciones
fundamentales y acabará dando lugar a monstruos. De hecho, ya están apareciendo
monstruos.
Es de vital importancia comprender
que la doble crisis socioecológica está siendo impulsada, en última instancia,
por el sistema de producción capitalista. Las dos dimensiones son síntomas de
la misma patología subyacente. Por capitalismo no entiendo simplemente los
mercados, el comercio y las empresas, como la gente suele suponer tan
fácilmente. Estas cosas existieron durante miles de años antes del capitalismo,
y son suficientemente inocentes por sí mismas. La característica clave que
define al capitalismo y que debemos afrontar es que, como condición para su
propia existencia, es fundamentalmente antidemocrático.
Sí, muchos de nosotros vivimos en
sistemas políticos electorales –por corruptos y capturados que sean– en los que
elegimos líderes políticos de vez en cuando. Pero aun así, cuando se trata del
sistema de producción, no entra ni la más superficial ilusión de
democracia. La producción está controlada abrumadoramente por el capital: las
grandes corporaciones, las grandes empresas financieras y el 1% que posee la
mayor parte de los activos invertibles. El capital ejerce el poder de movilizar
nuestro trabajo colectivo y los recursos de nuestro planeta para lo que quiera,
determinando qué producimos, en qué condiciones y cómo se utilizará y
distribuirá el excedente que generemos.
Y seamos claros: para el capital, el
objetivo primordial de la producción no es satisfacer necesidades humanas
específicas ni lograr el progreso social, y mucho menos alcanzar ningún
objetivo ecológico concreto. Más bien, el objetivo primordial es maximizar y
acumular beneficios.
El
resultado es que el sistema-mundo capitalista se caracteriza por formas
perversas de producción. El capital dirige las finanzas hacia productos
altamente rentables, como los vehículos utilitarios deportivos, la carne
industrial, la moda rápida, las armas, los combustibles fósiles y la
especulación inmobiliaria, al tiempo que reproduce la escasez crónica de bienes
y servicios necesarios como el transporte público, la sanidad pública, los
alimentos nutritivos, las energías renovables y la vivienda asequible. Esta
dinámica se produce dentro de las economías nacionales, pero también tiene
claras dimensiones imperialistas. La tierra, la mano de obra y las capacidades
productivas de todo el Sur Global se ven obligadas a abastecer las cadenas
mundiales de productos básicos dominadas por las empresas del Norte –plátanos
para Chiquita, algodón para Zara, café para Starbucks, teléfonos inteligentes para
Apple y coltán para Tesla, todo ello en beneficio del núcleo, todo ello a
precios artificialmente bajos– en lugar de producir alimentos, vivienda,
atención sanitaria, educación y bienes industriales para satisfacer las
necesidades nacionales. La acumulación de capital en el centro depende de la
extracción de mano de obra y recursos de la periferia.[1]
Por
lo tanto, no debería sorprendernos que, a pesar de los altísimos niveles de
producción agregada –y de los niveles de uso de energía y materiales que están
llevando las presiones ecológicas mucho más allá de los límites seguros y
sostenibles–, la privación siga siendo generalizada en la economía mundial
capitalista. El capitalismo produce demasiado, sí, pero tampoco
lo suficiente de lo necesario. El
acceso a los bienes y servicios esenciales está limitado por la
mercantilización; y como el capital busca abaratar la mano de obra en cada oportunidad,
especialmente en la periferia, el consumo de las clases trabajadoras está
restringido.
Peter
Kropotkin advirtió esta dinámica hace más de 130 años. En La conquista del pan,
observó que a pesar de los altos niveles de producción en Europa incluso en el
siglo XIX, la mayoría de la población vivía en la miseria. ¿Por qué? Porque en
el capitalismo, la producción se moviliza en torno a «lo que ofrece mayores
beneficios a los monopolistas». «Unos pocos hombres ricos», escribió,
«manipulan las actividades económicas de la nación». Mientras tanto, las masas,
a las que se impide producir para sus propias necesidades, «no tienen medios de
subsistencia ni para un mes, ni siquiera para una semana por adelantado.»
Consideremos,
decía Kropotkin, «todo el trabajo que se desperdicia: aquí, en mantener los
establos, las perreras y el séquito de los ricos; allí, en complacer los
caprichos de la sociedad y los gustos depravados de la muchedumbre de moda;
allí también, en obligar al consumidor a comprar lo que no necesita, o en
endilgarle un artículo inferior por medio de la fanfarronería, y en producir,
por otro lado, mercancías que son absolutamente perjudiciales, pero rentables
para el fabricante».[2]
Pero
toda esta actividad productiva podría organizarse para otros fines. «Lo que se
despilfarra de esta manera», escribió Kropotkin, «bastaría para duplicar la
producción de cosas útiles, o para llenar de maquinaria nuestros molinos y
fábricas de tal modo que pronto inundarían los comercios con todo lo que ahora
falta a dos tercios de la nación.» Si los obreros y campesinos tuvieran el
control colectivo de los medios de producción, podrían asegurar fácilmente lo
que Kropotkin llamaba «bienestar para todos». La pobreza masiva, las
privaciones y las escaseces artificiales que caracterizan al capitalismo
podrían acabar más o menos inmediatamente.
El
argumento de Kropotkin sigue siendo válido hoy en día. No haría falta mucho, en
proporción a la capacidad productiva mundial total, para garantizar una vida
digna a todos los habitantes del planeta. Pero con la realidad de la crisis
ecológica, también debemos enfrentarnos a un segundo reto, que Kropotkin no
podía apreciar en el siglo XIX: lograr el bienestar para todos y, al mismo tiempo, reducir
el uso agregado de energía y materiales (específicamente en el núcleo) para
permitir una descarbonización suficientemente rápida y devolver la economía
mundial dentro de los límites planetarios.[3] La
innovación tecnológica y la mejora de la eficiencia son cruciales para ello,
pero los países de renta alta también tienen que reducir las formas de
producción menos necesarias para reducir directamente el uso excesivo de
energía y materiales.[4]
Si
el capitalismo siempre ha sido incapaz de alcanzar el primer objetivo
(bienestar para todos), con toda seguridad no podrá alcanzar el segundo. Es una
imposibilidad estructural, ya que va en contra de la lógica central de la
economía capitalista, que consiste en aumentar indefinidamente la producción
agregada, para mantener las condiciones de la acumulación perpetua.
Está
claro lo que hay que hacer: debemos lograr el control democrático de las
finanzas y la producción, como defendía Kropotkin, y organizarlo ahora en torno
al doble objetivo del bienestar y la ecología. Esto requiere que
distingamos, como hizo Kropotkin, entre la producción socialmente necesaria que
claramente debe aumentar para el progreso social, y las formas de producción
destructivas y menos necesarias que deben reducirse urgentemente. Este es el
objetivo histórico-mundial revolucionario al que se enfrenta nuestra
generación.
¿Cómo
sería una economía así? Destacan varios objetivos clave.
Para
asegurar la base social, primero debemos ampliar y descomoditizar los servicios
públicos universales.[5] Con
esto me refiero a la sanidad y la educación, sí, pero también a la vivienda, el
transporte público, la energía, el agua, Internet, las guarderías, las
instalaciones recreativas y una alimentación nutritiva para todos. Movilicemos
nuestras fuerzas productivas para garantizar que todos tengan acceso a los
bienes y servicios necesarios para el bienestar.
En
segundo lugar, debemos establecer ambiciosos programas de obras públicas, para
construir capacidad energética renovable, aislar los hogares, producir e
instalar electrodomésticos eficientes, restaurar ecosistemas e innovar
tecnologías socialmente necesarias y ecológicamente eficientes. Se trata de
intervenciones esenciales que deben realizarse lo antes posible; no podemos
esperar a que el capital decida que merece la pena hacerlas.
En
tercer lugar, debemos introducir una garantía pública de empleo, que permita a
las personas participar en estos proyectos colectivos vitales, realizando un
trabajo significativo y socialmente necesario con democracia en el lugar de
trabajo y salarios dignos. La garantía del empleo debe ser financiada por el
emisor de la moneda, pero debe ser gobernada democráticamente en el nivel
adecuado de la localidad.
Considere
el poder de este enfoque. Nos permite alcanzar objetivos ecológicamente
necesarios. Pero también suprime el desempleo. Suprime la inseguridad
económica. Garantiza una buena vida para todos, independientemente de las
fluctuaciones de la producción agregada, desvinculando así el bienestar del
crecimiento. En cuanto al resto de la economía, las empresas privadas deben
democratizarse y someterse al control de los trabajadores y de la comunidad,
según proceda, y la producción debe reorganizarse en torno a los objetivos del
bienestar y la ecología.
A
continuación, al tiempo que aseguramos y mejoramos los sectores social y
ecológicamente necesarios, debemos reducir las formas de producción socialmente
menos necesarias. Los combustibles fósiles son obvios en este caso: necesitamos
objetivos vinculantes para reducir esta industria de forma justa y equitativa.[6] Pero
–como señalan los estudiosos del decrecimiento– también necesitamos reducir la
producción agregada en otras industrias destructivas (automóviles, aerolíneas,
mansiones, carne industrial, moda rápida, publicidad, armas, etc.), al tiempo
que ampliamos la vida útil de los productos y prohibimos la obsolescencia
programada. Este proceso debería determinarse democráticamente, pero también
basarse en la realidad material de la ecología y en los imperativos de la
justicia decolonial.[7]
Por
último, necesitamos recortar urgentemente el exceso de poder adquisitivo de los
ricos mediante impuestos sobre la riqueza y coeficientes máximos de ingresos.[8] Ahora
mismo, sólo los millonarios van camino de quemar el 72% del presupuesto de carbono
restante para mantener el planeta por debajo de 1,5 ºC de calentamiento.[9] Esto
es un atentado atroz contra la humanidad y el mundo vivo, y ninguno de nosotros
debería aceptarlo. Es irracional e injusto seguir desviando nuestra energía y
recursos para apoyar a una élite que consume en exceso en medio de una
emergencia ecológica.
Si,
después de tomar estas medidas, descubrimos que nuestra sociedad requiere menos
mano de obra para producir lo que necesitamos, podemos acortar la semana
laboral, dar a la gente más tiempo libre y repartir el trabajo necesario de
forma más equitativa, evitando así de forma permanente cualquier desempleo.
La
dimensión internacionalista de esta transición debe estar en primer plano. El
uso excesivo de energía y materiales debe disminuir en el centro para alcanzar
los objetivos ecológicos, mientras que en la periferia deben recuperarse,
reorganizarse y, en muchos casos, aumentarse las capacidades productivas para
satisfacer las necesidades humanas y alcanzar el desarrollo, con un rendimiento
que converja globalmente a niveles que sean suficientes para el bienestar
universal y compatibles con la estabilidad ecológica.[10] Para
el Sur Global, esto requiere poner fin a los programas de ajuste estructural,
cancelar la deuda externa, garantizar la disponibilidad universal de las
tecnologías necesarias y permitir a los gobiernos utilizar una política
industrial y fiscal progresiva para mejorar la soberanía económica. A falta de
una acción multilateral eficaz, los gobiernos del Sur pueden y deben tomar
medidas unilaterales o colectivas hacia un desarrollo soberano y deben recibir
apoyo para ello.[11]
Como
todo esto debería dejar claro, el decrecimiento –el marco que ha abierto la
imaginación de científicos y activistas en la última década– se entiende mejor
como un elemento dentro de una lucha más amplia por el ecosocialismo y el
antiimperialismo.
¿Es
asequible el programa descrito? Sí. Por definición, sí. Como reconoció incluso
el influyente economista capitalista John Maynard Keynes –y como siempre han
entendido los economistas socialistas–, todo lo que podemos hacer, en términos
de capacidad productiva, lo podemos pagar. Y cuando se trata de capacidad productiva,
tenemos mucho más que suficiente. Estableciendo un control democrático sobre
las finanzas y la producción, podemos simplemente desplazar el uso de esta
capacidad de la producción despilfarradora y la acumulación elitista a la
consecución de objetivos sociales y ecológicos.
Algunos
dirán que esto suena utópico. Pero resulta que estas políticas son
extremadamente populares. Servicios públicos universales, un empleo público
garantizado, más igualdad, una economía centrada en el bienestar y la ecología
más que en el crecimiento: las encuestas y sondeos muestran un fuerte apoyo
mayoritario a estas ideas, y las asambleas ciudadanas oficiales de varios
países han pedido precisamente este tipo de transición. Esto tiene el potencial
de convertirse en una agenda política popular y factible.
Pero
nada de esto sucederá por sí solo. Requerirá una gran lucha política contra
quienes se benefician tan prodigiosamente del statu quo. No es momento de
reformismos suaves, de retoques en los bordes de un sistema que falla. Es el
momento de un cambio revolucionario. Sin embargo, está claro que el movimiento
ecologista que se ha movilizado en los últimos años no puede ser el único
agente de este cambio. Aunque el movimiento ha conseguido situar los problemas
ecológicos en el primer plano del discurso público, carece del análisis
estructural y la influencia política necesarios para lograr la transición
necesaria. Los partidos verdes burgueses son particularmente atroces, con su
peligrosa falta de atención a la cuestión de los medios de subsistencia de la
clase trabajadora, la política social y la dinámica imperialista. Para superar
estas limitaciones, es urgente que los ecologistas establezcan alianzas con los
sindicatos, los movimientos obreros y otras formaciones políticas de la clase
trabajadora que tienen mucha más influencia política, incluido el poder de la
huelga.
Para
ello, los ecologistas deben poner en primer plano las políticas sociales que he
enumerado anteriormente, organizándose para abolir la inseguridad económica que
lleva a las comunidades de clase trabajadora y a muchos sindicatos a temer las
ramificaciones negativas que una acción ecológica radical podría tener en sus
medios de vida. Pero los sindicatos también tienen que moverse. No lo digo como
crítico desde fuera, sino como sindicalista de toda la vida. ¿Cómo hemos podido
dejar que los horizontes políticos del movimiento obrero se reduzcan a batallas
sectoriales sobre salarios y condiciones, dejando intacta la estructura general
de la economía capitalista? Debemos reavivar nuestras ambiciones originales y
unirnos en todos los sectores -así como con los desempleados- para garantizar
la base social para todos y lograr la democracia económica.
Por
último, los movimientos progresistas del centro deben unirse, apoyar y defender
a los movimientos sociales radicales y anticoloniales del Sur Global. Los
trabajadores y campesinos de la periferia aportan el 90% de la mano de obra que
alimenta la economía mundial capitalista, y el Sur posee la mayor parte de la
tierra cultivable y de los recursos críticos del mundo, lo que pone en sus
manos una influencia sustancial. Cualquier filosofía política que no ponga en
primer plano a los trabajadores y movimientos políticos del Sur como agentes
principales del cambio revolucionario, sencillamente está errando el tiro.
Para
ello es necesario el duro trabajo de organizarse, establecer solidaridades y
unirse en torno a reivindicaciones políticas comunes. Requiere estrategia y
requiere valentía. ¿Hay esperanza? Sí. Sabemos que es empíricamente posible
lograr una economía mundial justa y sostenible. Pero nuestra esperanza sólo
puede ser tan fuerte como nuestra lucha. Si queremos esperanza, si queremos
conquistar un mundo así, debemos construir la lucha
Notas
[1] Jason Hickel, Christian Dorninger, Hanspeter Wieland e Intan Suwandi,
«Imperialist Appropriation in the World Economy: Drain from the Global South
through Unequal Exchange, 1990-2015», Global Environmental
Change 73 (2020): 102467.
[2] Peter Kropotkin, La conquista
del pan (1892), marxists.org
[3] Jason Hickel, Daniel
W. O’Neill, Andrew L. Fanning y Huzaifa Zoomkawala, «National Responsibility
for Ecological Breakdown: A Fair-Shares Assessment of Resource Use,
1970-2017», Lancet Planetary Health 6, no. 4 (2022):
e342-e349; Jason Hickel, «Quantifying National Responsibility for Climate
Breakdown: An Equality-Based Attribution Approach for Carbon Dioxide Emissions
in Excess of the Planetary Boundary», Lancet Planetary Health 4, nº 9
(2022): e399-e404; Lorenz T. Keyßer y Manfred Lenzen, «1.5°C Degrowth
Scenarios Suggest the Need for New Mitigation Pathways», Nature
Communications 12, nº 1 (2021): 2676; Jason Hickel et al, «Urgent
Need for Post-Growth Climate Mitigation Scenarios,» Nature Energy 6,
no. 8 (2021): 766-68. El PDF gratuito de este artículo está
disponible en jasonhickel.org/research.
[4] Jason Hickel, «Sobre tecnología y
decrecimiento«, Monthly Review 75,
no. 3 (julio-agosto de 2023): 44-50; Jefim Vogel y Jason Hickel, «Is Green
Growth Happening? Achieved vs.
Paris-compliant CO2-GDP Decoupling in High-Income Countries», Lancet
Planetary Health (2023, de próxima publicación).
[5] Jason Hickel, «Servicios públicos
universales: The Power of Decommodifying Survival«, MR Online, 21 de abril de 2023.
[6] Véase, por ejemplo, la Iniciativa del Tratado de No Proliferación de Combustibles
Fósiles.
[7] Sabemos por las asambleas ciudadanas
del Reino Unido, Francia y España que la gente puede identificar rápidamente
las formas de producción menos necesarias y acordar su reducción. También
sabemos que, en condiciones experimentales, la gente trata de gestionar los
recursos de forma justa y ecológica (lo que confirma las investigaciones de
Eleanor Ostrom y otros sobre la gestión democrática de los bienes comunes);
véase Oliver P. Hauser, David G. Rand, Alexander Peysakhovich y Martin A.
Nowak, «Cooperating with the Future», Nature 511, nº 7508
(2014): 220-23. La democracia es un valor socialista clave, pero también lo son
la ciencia (es decir, las posturas deben ser empíricamente sólidas con respecto
a la realidad material y ecológica), la justicia y la solidaridad. Si las
personas del centro deciden democráticamente aumentar su uso de energía y
materiales de forma que se agrave el colapso ecológico y/o se perjudique a las
personas de la periferia, los socialistas deben oponerse y
argumentar/organizarse para cambiar el rumbo.
[8] Joel Millward-Hopkins y Yannick Oswald, «Reducing Global Inequality to
Secure Human Wellbeing and Climate Safety», Lancet Planetary
Health 7, no. 2 (2023): e147-e154. Véase también Jason Hickel, «How Much Should Inequality
Be Reduced?«, Al Jazeera,
14 de diciembre de 2022, aljazeera.com.
[9] Stefan Gössling y
Andreas Humpe, «Millionaire Spending Incompatible with 1.5°C Ambitions», Cleaner
Production Letters 4 (2023): 100027.
[10] Hickel, O’Neill, Fanning y Zoomkawala, «National Responsibility for Ecological
Breakdown»; Hickel, «Quantifying National Responsibility for Climate
Breakdown»; Keyßer y Lenzen, «1.5°C Degrowth Scenarios Suggest the Need for New
Mitigation Pathways»; Jason Hickel y Dylan Sullivan, «Capitalism, Global Poverty, and the Case for
Democratic Socialism«, Monthly
Review 75, no. 3 (julio-agosto de 2023): 99-113.
[11] Jason Hickel, «How to Achieve Full Decolonization«, New
Internationalist, 15 de octubre de 2021; Samir Amin, Delinking:
Toward a Polycentric World (Londres: Zed Books, 1980).
https://www.elviejotopo.com/topoexpress/el-doble-objetivo-del-socialismo-democratico/
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