Representar las cruzadas de
Tierra Santa y las órdenes militares en las crónicas reales latinas de Castilla
y León (siglos xii-xiii)
TEXTE INTÉGRAL
1Hoy todavía, las cruzadas de Tierra Santa se siguen considerando
de poco interés para la historia del Occidente hispánico1. En la segunda mitad del siglo xx, era común escribir que Portugal, León o Castilla no
habían desempeñado ningún papel en el Oriente latino2. Esta perspectiva no ha desaparecido por completo, y es
frecuente encontrarla en los mismos términos que hace treinta o cuarenta años.
Sin embargo, el estado de la reflexión histórica ha progresado de forma
sustancial. Desde hace algo más de un decenio, las investigaciones sobre el
tema son cada vez más frecuentes y provienen de ámbitos intelectuales y
geográficos muy diversos. Han permitido a los reinos occidentales de la
Península Ibérica hacerse un sitio en la historia de las cruzadas de Tierra
Santa, aquélla misma que hasta una fecha reciente no les había considerado sino
de una forma marginada. Es evidente que en esta materia mucho trabajo queda por
hacer, aunque se ha dado paso a una cierta evolución historiográfica3. Los soportes de la reflexión son extremadamente diversos. Son
los textos narrativos los que han llamado primero la atención de los
investigadores4. La documentación archivística, publicada o inédita, queda en
cambio en gran parte por explotar, aunque Nikolas Jaspert haya señalado hace
algunos años ya toda la utilidad que pudiera tener5. La epigrafía o las fuentes no textuales, tal como la
iluminación o la arquitectura, abren también perspectivas muy ricas, de las
cuales para Portugal los estudios de Mário Jorge Barroca proporcionan una muestra
magnífica6. Entre estos diferentes soportes —algunos autores lo han
subrayado muy bien7—, hay uno que es absolutamente esencial: la historiografía. Es
sobre ella que el presente trabajo se centra, buscando de esta forma estudiar
la imagen que tuvieron las cruzadas de Tierra Santa y las órdenes militares en
el Occidente de la Península Ibérica, y de forma más especial en el espacio
castellanoleonés, entre mediados del siglo xii y
mediados del siglo xiii. La
crónica real, en efecto, es interesante por dos motivos, por lo que dice y por
lo que no dice, por lo que pone en escena y por lo que esconde. Tal y como
Daniel Baloup ha manifestado en un trabajo común que hicimos con ocasión de un
encuentro que se celebró en abril del 2004 en la Casa de Velázquez, la cruzada
de Oriente presenta en los reinos hispánicos occidentales «une
ambiguïté qui ne manque pas de faire problème»8. Con objeto de ilustrar esta ambigüedad, sobre la cual quisiera
reflexionar, se puede tomar un ejemplo que subraya cómo la institución de las
cruzadas de Tierra Santa planteaba problemas en la Castilla de los siglos xii y xiii. Es conocida la figura del arzobispo de Toledo Rodrigo
Jiménez de Rada, y es público también que él mismo fue actor y testigo en el
asunto que ahora nos ocupa. Dudo, sin embargo, que se sepa suficientemente que
el prelado tuvo un hermano que murió en Ultramar9. Dudo también que se recuerde que fue en Castilla el primer
cronista real que relató la conquista latina de Jerusalén en el verano de 109910. Ninguno de sus homólogos se había referido antes a tal suceso,
aunque éste último fuese bien conocido y figurase en los textos analísticos
peninsulares desde el siglo xii11. Hay que plantearse por qué. Es imposible pretender aquí
contestar de forma completa a esta pregunta, pero la cuestión lleva a que
reflexionemos sobre la imagen que las crónicas castellanoleonesas dieron de los
eventos de Tierra Santa y, de manera subsidiaria, de las órdenes militares ya
que, de los unos tanto como de las otras, estos textos transmitieron una
representación interesada, de la cual los historiadores, hoy en día, tienen
todavía dificultad para desprenderse. Para llegar a la meta, consciente de las
limitaciones de espacio en un artículo como éste, decidí proceder en dos
tiempos distintos, apoyándome primero en un ejemplo, en un caso concreto —o de
forma más exacta en dos— para reflexionar luego de manera más general sobre la
visión de las cruzadas y de las órdenes militares que ofrecen las crónicas
reales latinas del Occidente peninsular12.
DOS ALTOS NOBLES CASTELLANOS FRENTE A
LA CRUZADA
2En los siglos xii y xiii, las crónicas del Occidente ibérico
manifiestan por Tierra Santa una atención cierta, cuyo desarrollo, aunque
discontinuo, ha sido persistente13. Durante el reinado de Fernando III, caracterizado entre
1220 y 1250 por una producción historiográfica sin precedentes (la obra de
Lucas de Túy y, aún más, las de Juan de Osma y de Rodrigo Jiménez de Rada lo
avalan), el tema del Oriente latino y de las cruzadas aparece en varias ocasiones
pero, al mismo tiempo, se hace referencia únicamente al proyecto de un
castellano de viajar a Ultramar. Se trata de un representante mayor de la
sociedad política del momento, Rodrigo Díaz de Cameros, que proporciona un
ejemplo rico en enseñanzas14.
3Ampliamente posesionado en la parte oriental de Castilla, en los
confines de Aragón, Rodrigo Díaz de Cameros era uno de los nobles más
importantes de las cortes de Enrique I y Fernando III15. Pertenecía a esta élite restringida y poderosa cuyos miembros
reciben de los historiadores del rey el nombre de principes y,
dentro de esta, su linaje no tenía menos honor que los Lara y los Haro16. Miembro de las altas esferas de la sociedad política, Rodrigo
Díaz de Cameros hizo voto de cruzarse en una fecha que desconocemos. Rodrigo
Jiménez de Rada, que relata sin datarla la revuelta del magnate en contra de
Fernando III, lo dice expresamente, situando aquel levantamiento en un
tiempo durante el cual el rebelde debía cumplir su promesa, «licet
esset cruce signatus in subsidium Terre Sancte»17. Al hablar también del conflicto entre Rodrigo Díaz de Cameros
y el rey, Juan de Osma menciona esta misma voluntad de investirse en favor del
Oriente latino y precisa que era antigua en la época de la revuelta ya que el
magnate «erat enim cruce signatus a multis retro diebus»18. Sin embargo, ni Rodrigo Jiménez de Rada ni Juan de Osma, que
le sirvió de modelo, se preocupan por el voto de Rodrigo Díaz de Cameros, por
su empeño en socorrer la Tierra Santa en una época que era la de la quinta
cruzada, dirigida por el legado Pelayo, del cual Lucas de Túy, en su crónica,
recuerda su origen hispano19. En 2004, Ana Rodríguez López ha pretendido oponer las razones
alegadas por Juan de Osma y Rodrigo Jiménez de Rada par dar cuenta de la
revuelta de Rodrigo Díaz de Cameros20, que fechó, como en trabajos anteriores suyos, entre 1220 y
122121. Un año antes, sin embargo, Francisco Javier Hernández había
propuesto para el levantamiento una fecha más tardía, situándola como muy
pronto en 1221 y, de manera más verosímil, en 1223-122422, en relación con un grueso conjunto de documentación conservado
en los Archivos Nacionales de Francia, que atestigua que varios nobles
castellanos, entre los cuales estaba Rodrigo Díaz de Cameros, no dudaron en
proponer a Luis VIII en nombre de su hijo, el futuro san Luis, nacido de
la infanta Blanca, la herencia real de Alfonso VIII y de su efímero
sucesor Enrique I23. El intervalo propuesto por Francisco Javier Hernández es
interesante ya que, de hecho, entre abril de 1221 y junio de 1224, Rodrigo Díaz
de Cameros no figura entre los confirmantes de los diplomas de
Fernando III24. Es claro que esta ausencia puede explicarse por el
levantamiento contra el rey, pero también es posible que resulte, por lo menos
en parte, de una estancia en Ultramar. Ana Rodríguez López rechaza tal
hipótesis25, pero nada impide creer en esta posibilidad, sabiendo además lo
que el franciscano Tommaso de Celano, refiriéndose a la quinta cruzada, dice de
la intervención hispánica26, en la cual distintos nobles castellanos, como por ejemplo
Pedro González de Marañón, sublevado al lado del señor de Cameros27, bien pudieron participar28. Tanto si Rodrigo Díaz de Cameros llevó a cabo su proyecto de
combatir en Oriente como si no, la imagen que Juan de Osma y Rodrigo Jiménez de
Rada dieron de él es muy negativa29. Para el primer cronista, no es más que un sedicioso, un
rebelde a su rey, y el hecho de haber manifestado el deseo de cruzarse no
cambia nada al asunto30; para el segundo, que pormenoriza más las modalidades de la
revuelta, la enseñanza es la misma: descritos como injuriæ,
los desórdenes causados por Rodrigo Díaz de Cameros en las tierras que el rey
le había concedido parecen suficientemente graves para que se le pida dar
cuenta delante de la curia, a pesar de su estatuto de
cruzado, que, como señala el autor, hubiera debido sustraerle a toda autoridad
que no fuera la de la sede pontificia31. De un cruzado es muy difícil imaginar un retrato más oscuro, y
uno podría asombrarse de una representación tal como esta si no coincidía con
la que la historiografía real castellanoleonesa, dos o tres generaciones antes,
había impuesto ya para Rodrigo González de Lara.
4Pese a su oscuridad, el retrato de Rodrigo Díaz de Cameros no
carecía de precedentes en la cronística del Occidente peninsular. En torno a
1150 la Chronica Adefonsi imperatoris, que
constituye un vibrante elogio de Alfonso VII escrito por un clérigo
cercano a la corte32, ya había pintado a un cruzado castellano oriundo de la más
alta sociedad política bajo una luz negativa: se trata del conde Rodrigo
González de Lara que, frecuentemente utilizado para estudiar la nobleza del
siglo xii33, no ha suscitado por desgracia ningún trabajo monográfico. La
imagen que se le da en el relato es tanto más interesante porque la Chronica
Adefonsi imperatoris es la primera gesta real
castellanoleonesa en dejar un sitio a las cruzadas de Tierra Santa34. Las referencias al Oriente, tres en el conjunto del texto, no
obedecen a una lógica fortuita: giran en torno a las figuras de dos comandantes
militares famosos, Rodrigo González de Lara y Muño Alfonso, que el texto,
apoyándose en un común deseo de investirse al servicio de Jerusalén, opone casi
de forma perfecta35. Enemistado con Alfonso VII, que le había neutralizado
militarmente36, Rodrigo González de Lara pasa en el texto por haber salido a
Ultramar cuando se percató de su probable desgracia37. En cambio, es después de sus éxitos en la defensa de Toledo,
que el monarca le había encargado38, cuando Muño Alfonso hubo proyectado un compromiso semejante39. Su resolución, inspirada por el asesinato de su hija, culpable
de haberse dejado seducir40, no tiene nada que ver con la huida precipitada a la cual
la Chronica Adefonsi imperatoris asimila la marcha de su
antecesor; está presentada, en cambio, como la emanación de un arrepentimiento
profundo que debía encontrar en las orillas del Tajo, más que en Jerusalén, el
lugar idóneo para expresarse41. Hasta en la muerte, el cronista opone Rodrigo González de
Lara, que se cruzó, a Muño Alfonso, que finalmente eligió combatir en las
fronteras de al-Andalus; al primero, la desaparición lejana, solitaria e
ignominiosa, durante su segunda estancia en Ultramar42, al segundo, un ocaso en combate que respira apoteosis43. Con este discurso hay que tener cuidado, ya que la crónica
real es una construcción memorial. El retrato que ofrece de Rodrigo González de
Lara establece un contraste fuerte con lo que se sabe de las dos estancias del
conde en Tierra Santa. De una parte, según el testimonio de don Juan Manuel,
posterior en casi dos siglos pero bien informado, la muerte del magnate fue
bastante rodeada, y los tres vasallos que le habían acompañado en su último
viaje se ocuparon de traer sus huesos a Castilla44. De otra parte, sobre todo, Rodrigo González de Lara recibió
diferentes elogios durante su primera estancia en Tierra Santa hasta el punto
de verse dedicado el De locis sanctis Terre Jerusalem,
escrito a mediados del siglo xii por
Rorgo Fretellus45. Este autor manifiesta que el conde castellano, recientemente
llegado a Oriente, había combatido al lado de los templarios, a los cuales dejó
luego el castillo del Torón que había edificado entre Jaffa y Jerusalén46; es difícil imaginar una expresión que contraste más con el
vocabulario de la Chronica Adefonsi imperatoris que
la de «impiger Macchabeorum commilito» que se emplea para
describir al magnate47. A la luz de este texto y en contraste con él, el proyecto de
la crónica real castellanoleonesa revela todo su sentido: su propósito es hacer
de Rodrigo González de Lara un antimodelo, un repoussoir —diría
el francés48—, ya que su compromiso asistencial con Tierra Santa,
supuestamente influido por la rebelión en contra de Alfonso VII, está
considerado como perjudicial a la obra de reconquista, a la cual los cristianos
hispánicos debían consagrarse detrás del monarca49.
5Hasta mediados del siglo xiii,
el cruzado, las pocas veces que aparece en las crónicas reales
castellanoleonesas, está siempre desvalorizado. A casi un siglo de distancia,
los retratos de Rodrigo González de Lara y Rodrigo Díaz de Cameros llaman la
atención por sus similitudes. El hecho me parece tanto más notable cuanto que
no existe ninguna filiación directa entre estas dos visiones50. Las similitudes observadas pertenecen pues a una razón más
profunda que tiene que ver con la representación por lo menos ambigua que las
crónicas reales del Occidente peninsular ofrecen de las cruzadas de Tierra
Santa y, también, de las órdenes militares.
CRUZADA Y ÓRDENES MILITARES EN LA
CRONÍSTICA CASTELLANA
6De las luchas contra los musulmanes de Oriente, en las cuales
tanto castellanos y leoneses como portugueses participaron en mayor medida de
lo que se cree51, y de las órdenes militares, que fueron un instrumento esencial
de este combate52, las crónicas reales del Occidente ibérico dan una imagen
sesgada53. En esta materia como en otras, el discurso que emana de ellas
no es evidentemente neutro54. Aquí, por razones de espacio, no se puede demostrar este
proceso de escritura tal como se debería, pero —a la espera de hacerlo algún
día en un libro— quisiera adelantar algunas reflexiones que quizás permitan
enriquecer las enseñanzas sacadas de los dos ejemplos de Rodrigo González de
Lara y de Rodrigo Díaz de Cameros.
7Después de la redacción de la Chronica Adefonsi
imperatoris, que fue pionera en abrir la historiografía real
castellanoleonesa a los eventos de Ultramar, la mayoría de las crónicas
procedentes del Occidente peninsular se preocuparon también por las cruzadas.
Uno no debe pensar que la tendencia haya sido unánime. La Chronica
Naierensis, escrita en los años 1170 como muy temprano55, no manifiesta ningún interés por Tierra Santa56; la única referencia a Jerusalén que se integra en un contexto
medieval consta de un relato sacado de la Historia Silensis,
que presenta a un peregrino griego, algo incrédulo, llegado a Compostela desde
la Ciudad Santa, que, por lo tanto, aparece bajo una luz poco grata en una
época donde, sin embargo, recogía las aspiraciones del pueblo cristiano57. A eso de 1235, con el Chronicon mundi, Lucas de Tuy muestra
que en la Península Ibérica era todavía posible escribir una crónica real sin
referirse apenas a los acontecimientos de Oriente58. Claro es que Juan de Osma y Rodrigo Jiménez de Rada proceden
de una forma completamente distinta pero, si tratan de las cruzadas de Tierra
Santa, lo hacen templando e incluso quebrando la fuerza de atracción que estas
expediciones tenían, procurando esconder su carácter paradigmático para no
perjudicar la ideología de reconquista que exaltan59. Los dos cronistas hablan mucho más que sus predecesores
ibéricos del empeño latino en el Mediterráneo oriental y, mejor aún, defienden,
sobre todo el primero60, el principio de equivalencia espiritual entre cruzada y
reconquista que el Papado, al menos desde el primer concilio de Letrán, había
intentado en vano imponer a los monarcas hispánicos61. Sin embargo, acercar no significa en absoluto confundir62. El proceso de fusión presenta unos límites y, sobre todo, en
la mente de Juan de Osma y de Rodrigo Jiménez de Rada, funciona solo en sentido
único para el beneficio exclusivo de los reyes. El tratamiento cronístico de la
campaña de 1212, que llevó a la victoria cristiana de Las Navas de Tolosa es
célebre, y hoy en día sabemos hasta qué punto influyó para ocultar la
intervención militar de los francos y devaluar el papel activo de
Inocencio III con el fin de reservar a Alfonso VIII y a los
combatientes peninsulares el prestigio del éxito cosechado: «soli
Hispani» llegó a escribir Rodrigo Jiménez de Rada, con desdeño
de la verdad histórica63, como lo ha señalado Damian Smith en un artículo donde, con
cierta gracia, añadía a la expresión del arzobispo toledano un punto de
interrogación64. Siempre en las crónicas reales castellanoleonesas, incluso en
Juan de Osma o en Rodrigo Jiménez de Rada, que le dedican un espacio desusado,
las cruzadas de Tierra Santa están tratadas según lo que se quiere decir de la
Reconquista65. La mejor prueba se desprende sin duda alguna del mérito
espiritual que el hecho de marcharse a Ultramar vale a un guerrero a menos de
que proceda de la Península Ibérica. Al estudiar el caso de Rodrigo Díaz de
Cameros, he subrayado cómo para un castellano el deseo de cruzarse está
presentado de manera negativa por la historiografía; por contraste, se pueden
mencionar los retratos que Rodrigo Jiménez de Rada ofrece de Raimundo de San
Gil o bien de Teobaldo de Champaña, cuya toma de la cruz les vale una
consideración elogiosa66. La cruzada, por lo tanto, no es en absoluto estigmatizada en
las crónicas reales castellanoleonesas, pero sí es criticada —si llega el caso
de forma muy dura— cuando está en condiciones de interferir con la Reconquista
y de desviar a los guerreros de la Península Ibérica de la frontera de
al-Andalus67.
8Las órdenes militares, ligadas íntimamente a la cruzada y
consustanciales a la representación de esta última, no han recibido en la
historiografía real del Occidente hispánico un interés que procediera de
principios distintos68. Claro es que, a diferencia de los eventos de Tierra Santa, no
aparecen en la cronística antes de principios del siglo xiii pero cuando se les descubre,
la lógica del relato del que participan recuerda aquella que preside a la
representación de la cruzada. Aquí también, el número de referencias varía con
arreglo a los textos. Lucas de Tuy menciona solamente una vez las órdenes
militares con ocasión de la resistencia opuesta por los freiles de Calatrava al
asedio de Salvatierra emprendido por los almohades en 1211 y, por lo demás,
relaciona solo con el rey la iniciativa de luchar contra al-Andalus69. En contraste, Juan de Osma y Rodrigo Jiménez de Rada parecen
casi prolijos, multiplicando las referencias, muchas de ellas elogiosas70. Son numerosos los historiadores que han subrayado la alabanza
de las milicias por los dos cronistas: Derek Lomax o Robert Burns han utilizado
las palabras del arzobispo de Toledo para mostrar que al principio los freiles
fueron apoyados por el fervor de los fieles71. «Persecutor Arabum moratur ibi et incola eius
defensor fidei», la continuación es demasiado célebre para que
tenga alguna utilidad proseguir el panegírico que Rodrigo Jiménez de Rada
dedica a los santiaguistas72. De estos últimos y de sus semejantes, el prelado ofrece un
encomio vibrante al relatar su participación en la batalla de Las Navas de
Tolosa73, y el De rebus Hispaniæ, como bien se sabe,
es la única fuente cronística que aclara la fundación de la orden de Calatrava,
aun cuando sobre este punto se revela parcial en los dos sentidos de la palabra74. A pesar de numerosas, las referencias a las órdenes militares
en las obras de Juan de Osma y Rodrigo Jiménez de Rada no deben aparecer por lo
que no son, o sea el testimonio de un especial interés. Siempre, en el relato,
las milicias figuran en situación subordinada con respecto al rey75. Para convencerse de esto, basta evocar cómo el arzobispo de
Toledo informa de la conquista castellana de los castillos de Dueñas y
Eznavexore y de su donación el uno a Calatrava y el otro a Santiago:
«Et congregato exercitu eodem anno, mense Februario, [Ferdinandus] castrum
Dominarum impugnatum machinis occupavit et restituit, quorum fuerat, fratribus
Calatrave. Et inde
procedens cepit castrum quod Eznavexore dicitur, et milicie Sancti Iacobi dedit
illud»76. La cita deja muy claro, según un
proceso de escritura empleado también por Juan de Osma77, que el rey es verdaderamente el que conquista por la fuerza de
las armas la fortaleza enemiga, que concede, solo en un segundo tiempo, a la
orden de su elección, a la cual de este modo significa la sumisión natural que
se le debe78. Dentro de esta perspectiva, el elogio de los santiaguistas que
se acaba de mencionar es en primer lugar un encomio que se dirige a
Alfonso VIII, que encarna para Rodrigo Jiménez de Rada el buen rey por
excelencia79. No es casualidad si el capítulo en el cual figura la alabanza
se llama «Item de magnalibus et piis operibus nobilis Aldefonsi»80 y si éste, como el anterior, «De insigniis nobilis
Aldefonsi et captione Conche»81, exalta los grandes hechos del monarca que, en 1177, devolvió
Cuenca al dominio cristiano82. El panegírico de los freiles es un elemento más de la «laus
regis»83, y nada lo puede expresar mejor que el comentario del arzobispo
de Toledo a propósito del desarrollo de los calatravos: «Multiplicatio
eorum gloria regia et disciplina eorum corona principis»84.
9Las crónicas reales castellanoleonesas se preocupan por las
órdenes militares porque estas últimas constituyen unos instrumentos preciosos
al servicio de la autoridad monárquica en la misión de restaurar la España
cristiana. En el momento en el que los freiles, poco o mucho, se apartan de
esta lógica, de inmediato, el relato cronístico pasa su papel por alto, como
algunos historiadores, todavía poco escuchados, lo han subrayado sobre la base
de fuentes escritas fuera del marco hispánico85. No hay aquí nada sorprendente cuando se sabe como, a gran
escala, las cruzadas de Tierra Santa han sido objeto de una imagen muy sesgada
en la historiografía del Occidente ibérico, que buscaba fervientemente exaltar
la Reconquista por encima de todo.
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10La atención prestada a las órdenes militares y, de forma más
amplia, a las cruzadas de Oriente en la cronística castellanoleonesa hasta
mediados del siglo xiii depende
de la que se dedique al rey, con el cual todo elogio está prioritariamente
relacionado86. De un sesgo como éste, los historiadores se deben poner a
salvo para no equivocarse. Según sirvan al monarca o bien, al contrario, según
puedan empañar la gloria del trono, las órdenes militares están representadas
por los historiadores oficiales de forma más o menos elogiosa, cuando, en el
segundo caso, no son meramente pasadas por alto. La imagen de las cruzadas en
el Mediterráneo oriental está sometida a las mismas pautas. Durante el siglo
que siguió la redacción de la Chronica Adefonsi imperatoris, la
apertura de las crónicas reales a los acontecimientos de Tierra Santa progresó
bastante, pero uno no debe engañarse. Si Juan de Osma y Rodrigo Jiménez de Rada
evocan el Ultramar más que sus antecesores lo habían hecho nunca, defienden en
primer lugar la cruzada que en la Península Ibérica conducían los reyes de Castilla
y León, con ayuda de una nobleza que invitan a no extraviarse lejos del solar
hispano, como lo demuestra el caso de Rodrigo Díaz de Cameros. Para los
historiógrafos oficiales, la cruzada, del mismo modo que las órdenes militares,
deben estar al servicio del monarca. Con este fin captan su ideología, durante
mucho tiempo rival del ideal reconquistador87; la desvían en cierta manera para dar al príncipe luchando en
contra de al-Andalus los caracteres del perfecto cruzado. La evolución, notable
ya en el retrato que las crónicas reales ofrecen de Alfonso VIII, afecta
sobre todo a la imagen que dan de Fernando III88. Es este el primer rey que ha entendido todo el partido que
podía sacar de esta imagen, utilizándola tanto a nivel peninsular para afirmar
la hegemonía castellana89, como en el resto del Occidente donde, lo dice Mateo París90, pretendía introducirse de forma más completa que sus
antepasados en el círculo de los monarcas cristianos91. Más que nunca en la Península Ibérica, la cruzada era un
instrumento de poder.
NOTAS
1Así
en 2004 lo apuntó con acierto Jaspert,
2004, p. 490; «Eine konsequente und breit angelegte Studie zu den
Bezügen zwischen den Kreuzfahrerherrschaften des Vorderen Orients und den
iberischen Reichen steht noch immer aus». Hoy la constatación sigue
siendo en buena parte válida, como se deprende del reciente balance
historiográfico de Rodríguez García,
2013, en especial p. 393.
2Apoyándose
bastante en el análisis pionero de Fernández
de Navarrete, 1816, reed. 1986 en particular pp. 21-26 y
31-37, Torres Sevilla-Quiñones de León, 1999a, p. 63, no
ha podido hacer mucho más que volver sobre la constatación que se había
desdibujado a principios del siglo xix,
la única obra de algún peso escrita mientras tanto es la de Goñi Gaztambide, 1958.
3Jaspert,
2001, pp. 104-105 y 110, Id.,
2003, p. 312, y Baloup, Josserand, 2006a, pp. 278-280.
4Baloup,
2002, Id., 2006, y Rodríguez López, 2004.
5Jaspert,
1999, pp. 192-193 e Id.,
2015.
6Barroca,
1996-1997, e Id., 2000c.
7Josserand,
2003a, Rodríguez de la Peña,
2004, y Baloup, 2006.
8Baloup, Josserand, 2006a, p. 296.
9Archivo
Histórico Nacional (en adelante AHN), cód. 996B, fos 32vº-33rº,
reg. Hernández, Los
cartularios de Toledo, p. 480, doc. 479. No se llega a
conocer en absoluto la condición de cruzado de Pedro Jiménez, que sin embargo
mencionó Gorosterratzu, 1925,
p. 20.
10Jiménez de Rada, Historia de Rebvs Hispanie sive Historia Gótica,
lib. VI, cap. 20, p. 202.
11O’Callaghan, 2003, pp. 33 y 231, n. 32.
12Un primer análisis en este campo se puede consultar en Josserand, 2011, del cual es
profundamente deudor el presente trabajo.
13Lomax,
1984, p. 135, y Baloup, Josserand, 2006a, pp. 281 y
302-303.
14Ibid., p. 297.
15Álvarez Borge, 2008, pp. 202 y 207.
16Rodríguez López, 1993, pp. 843-845.
17Jiménez de Rada, Historia de Rebvs Hispanie sive Historia Gótica,
lib. IX, cap. 11, p. 291.
18Chronica latina regum Castellae, part. 41, p. 84.
19Lucas Tudensis, Chronicon mundi, lib. IV,
cap. 95, p. 335.
20Rodríguez López, 2004, pp. 136-137.
21Ead.,
1993, p. 850, Ead., 1994,
pp. 200 y 249, Ead.,
1999, pp. 110 y 117, y Ead.,
2004, p. 136.
22Hernández, 2003, pp. 115-116.
23Considerado como «una invención de algunos nobles en enemistad
con San Fernando» por Mansilla Reoyo, Iglesia
castellano-leonesa y curia romana en los tiempos del rey San Fernando,
pp. 15-16, n. 25, y meramente ignorado por González, 1980-1983-1986, el expediente archivístico,
conservado bajo la signatura J 599, ha sido reevaluado por Rodríguez López, 1993,
pp. 250-251, y Ead.,
1999, y dos de los documentos que lo componen han sido publicados por Hernández, 2003, pp. 141-142.
24González, 1983, t. II, pp. 158-160, doc. 132, y
pp. 233-234, doc. 193. Ausente por primera vez en un documento real
el 7 de abril de 1221, el magnate continúa permaneciéndolo hasta 1224, donde
aparece nuevamente en un acto del 6 de junio.
25Rodríguez López, 1994, p. 202, Ead., 1999, p. 124, y Ead., 2004, p. 138.
26Tommaso de Celano, Vita (II) S.
Francisci, cap. 30, p. 471. Desconocido por quienes se
interesan hoy en día por la participación hispana en las cruzadas, el texto sin
embargo ha sido objeto de algunos comentarios por parte de Goñi Gaztambide, 1958, p. 137,
y Tolan, 2007a,
pp. 119-121.
27Rodríguez López, 1994, p. 251, y Hernández, 2003, p. 143.
28Del voto de cruzada de Pedro González de Marañón que Rodríguez López, 1999, p. 125,
y Ead., 2004,
p. 138, considera haber sido un mero proyecto, se tiene testimonio sin
embargo en un documento de Honorio III, conservado en el fondo de Bujedo
de Campanares, hoy en Madrid (AHN, Clero, carp. 174, doc. 10). Unos
ejemplos contemporáneos han sido listados por Rodríguez López, 2004, pp. 132-134.
29Baloup, Josserand, 2006a, p. 297.
30Chronica
latina regum Castellae, part. 41,
p. 84.
31Jiménez de Rada, Historia de Rebvs Hispanie sive Historia Gótica,
lib. IX, cap. 11, p. 291: «Post modicum uero
temporis, propter iniurias quas Rodericus Didaci de Camberis in terra sibi
credita exercebat, licet esset cruce signatus in subsidium Terre Sancte, rex
Ferdinandus citauit eum ut ad curiam ueniens satisfaceret de obiectis».
32Atribuido a menudo al obispo Arnaldo de Astorga, monje
cluniacense de origen francés, el texto podría ser obra de un clérigo catalán
según Ubieto Arteta, 1957.
Más allá de la controversia, se suele considerar que el autor, fuera quien
fuera, debía residir desde hace muchos años en la corte imperial de León cuando
escribió su obra (Baloup, Josserand, 2006a, p. 291, n. 97).
33García Pelegrín, 1991, pp. 123-124, Barton, 1997, pp. 292-293, y Torres Sevilla-Quiñones de León, 1999b, pp. 223-225.
34Baloup, Josserand, 2006a, pp. 290-293.
35Baloup, 2002, pp. 461-463.
36Chronica
Adefonsi imperatoris, lib. I, cap. 22, pp. 160-161.
37Ibid.,
lib. I, cap. 47, p. 172. La
fecha de 1134, que el relato atribuye a la salida del conde, ha sido corregida
de tres años gracias a Grassotti,
1969, t. II, p. 958, y a Torres
Sevilla-Quiñones de León,
1999a, p. 76, y Ead.,
1999b, p. 224.
38Chronica
Adefonsi imperatoris, lib. II, cap. 48-49, pp. 217-218, y
cap. 69-72, pp. 227-229.
39Baloup, 2002,
pp. 462-463.
40Chronica
Adefonsi imperatoris, lib. II, cap. 90, p. 237.
41Baloup, 2002,
p. 461, y Josserand,
2004, p. 592.
42Chronica
Adefonsi imperatoris, lib. I, cap. 48, p. 172: «Sarraceni
dederunt ei poculum et factus est leprosus. Sed postquam cognouit quod corpus
esset mutatum, iterum abiit in Hierosolymam et fuit ibi usque ad diem mortis
sue».
43Ibid.,
lib. II, cap. 90, p. 237.
44Don Juan Manuel, El
Conde Lucanor, ed. de Sotelo,
exemplo XLIV, pp. 261-262: «El conde, seyendo gafo e veyendo que non podía
guaresçer, fuesse para la Tierra Santa en romería para morir allá. E commo
quier que él era muy onrado e avía muchos buenos vassallos, non fueron con él
sinon estos tres cavalleros dichos […] E
passando con el conde su señor tal vida, fincaron con él fasta que el conde
murió. E porque ellos tovieron que les sería mengua de tornar a Castiella sin
su señor, vivo o muerto, non quisieron venir sin él […] E
metieron los huesos en una arqueta, e traíenlo a veces a cuestas».
Los diplomas de mediados del siglo xii conservan
la huella de dos de los vasallos del conde citados por Juan Manuel, Pedro Núñez
de Fuente Almexir y Ruy González de Ceballos.
45Hiestand, 1994, pp. 26-30.
46Chronica
Adefonsi imperatoris, lib. I,
cap. 48, p. 172, y Ehrlich,
2015.
47Rorgo Fretellus, De locis sanctis Terre Jerusalem,
p. 54.
48Aquí discrepo con Escalona
Monge, 2004, pp. 114-116.
49Rucquoi, 1992, pp. 68-69, y Baloup,
2006, p. 419.
50Maya Sánchez, 1990, p. 115.
51Josserand, 2003a, p. 76, Henriet,
2003, p. 110, y Josserand (en
prensa).
52Josserand, 2001, en especial pp. 91-101, e Id., 2004, pp. 594-609.
53Baloup, Josserand,
2006a.
54Demostrado sobre el plan general por Martin, 1992, e ilustrado desde finales
del siglo xx por
numerosos trabajos, el hecho no se ha tenido suficientemente en cuenta en la
materia que aquí se estudia (Josserand,
2004 pp. 166-167).
55Lomax,
1974-1979, y Estévez Sola,
1995.
56Baloup, Josserand,
2006a, pp. 283-284.
57Chronica
Naierensis, lib. III, cap. 7, pp. 158-159.
58Lucas Tudensis, Chronicon mundi, lib. IV,
cap. 95, p. 335.
59Baloup, Josserand, 2006a, p. 301.
60Baloup, 2004,
pp. 95-96, y Bautista,
2006, pp. 4-5.
61O’Callaghan, 2003, pp. 34 y 38.
62Baloup, Josserand, 2006a, p. 300.
63Jiménez de Rada, Historia de Rebvs Hispanie sive Historia Gótica,
lib. VIII, cap. 6, p. 266.
64Smith,
1999.
65Baloup, Josserand,
2006a, p. 299.
66Jiménez de Rada, Historia de Rebvs Hispanie sive Historia Gótica,
lib. V,
cap. 24, pp. 173-174, y lib. VI, cap. 20, p. 202.
67Baloup, Josserand, 2006a, p. 297.
68Josserand, 2002, Id.,
2003b, e Id., 2012.
69Lucas Tudensis, Chronicon mundi, lib. IV,
cap. 87, pp. 327-328: «Uenit rex barbarus cum tanta Sarracenorum
multitudine et cum tanto bellico apparatu, quod non posset aliquatenus
explicari, et obsedit castrum quod dicitur Saluaterra. Cumque milites
Cisterciensis ordinis Sarracenis in ipso castro fortiter resistissent, Mauri
uiriliter accedentes machinis fregerunt murum, multis ex illis occisis».
70Josserand, 2003b, pp. 127-129.
71Lomax, 1965,
p. 23, y Burns, 1967, t.
I, p. 177.
72Jiménez de Rada, Historia de Rebvs Hispanie sive Historia Gótica,
lib. VII, cap. 27, pp. 249-250: «Persecutor Arabum
moratur ibi et incola eius defensor fidei. Vox laudancium auditur ibi et
iubilus desiderii ilarescit ibi. Rubet ensis sanguine Arabum et
ardet fides caritate mentium. Execratio est cultori demonum et uita honoris
credenti in Deum».
73Ibid.,
lib. VIII, cap. 3, p. 262. Un
comentario del extracto ha sido procurado por Josserand, 2003b, p. 129, e Id., 2012, p. 357.
74Jiménez de Rada, Historia de Rebvs Hispanie sive Historia Gótica,
lib. VII, cap. 14, pp. 234-236. Al estudio clásico de O’Callaghan, 1959 (reed. 1975),
pp. 178-183, dos análisis se han añadido hace algunos años (Vann, 1998, y Villegas Díaz, 2001), sin que el
problema se pueda considerar como zanjado.
75Josserand, 2003b, pp. 130-131.
76Jiménez de Rada, Historia de Rebvs Hispanie sive Historia Gótica,
lib. VIII,
cap. 13, p. 277.
77Chronica
latina regum Castellae, part. 48,
p. 92.
78Josserand, 2002, pp. 189-190, n. 33, e Id., 2003b, pp. 127-128 y 130.
79Rucquoi, 2000, pp. 215-216, Rodríguez
de la Peña, 2000a, pp. 759-760, y Arizaleta, 2003, pp. 167-169.
80Jiménez de Rada, Historia de Rebvs Hispanie sive Historia Gótica,
lib. VII, cap. 27, pp. 249-250.
81Ibid., lib. VII, cap. 26,
pp. 248-249.
82La importancia de la división en capítulos de la obra ha sido
bien demostrada por Fernández-Ordóñez,
2003, pp. 203-205.
83Josserand, 2002, p. 190, Id.,
2003b, p. 131, y Rodríguez de
la Peña, 2004, p. 149.
84Jiménez de Rada, Historia de Rebvs Hispanie sive Historia Gótica,
lib. VII,
cap. 27, p. 250.
85Lomax, 1988,
p. 44, Hernández, 2003,
p. 127, y Josserand,
2004, p. 142, n. 280
86Baloup, Josserand, 2006a, pp. 292 y 299.
87Josserand, 2003a, pp. 83-84, e Id. (en prensa)
88Jean-Marie, 2005, pp. 274-276, y Bautista,
2006, pp. 6-7.
89Ayala Martínez, 2003a, p. 97.
90Para el año 1252, el monje benedictino inglés da constancia de
la muerte del rey de Castilla, que nombra de forma errónea Alfonso, subrayando
la importancia de sus conquistas y pidiendo un escrito que relatara aquellas
últimas. Matthaeus Parisiensis, Chronica
majora, t. IV, p. 313: «Illustris rex
Castellae Andefulsus, qui dicitur propter sui eminentiam rex Hispaniae totius,
post praeclara gesta sua et super infideles Hispaniae conquisitiones maximas,
quae diffusos et speciales tractatus exigerent, viam universae carnis est
ingressus».
91Lomax, 1988,
pp. 45-46.
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