Non sine cordis amaritudine et dolore
“No es sin dolor y amargura en el corazón”: Clemente V y la
supresión de la Orden del Temple
Ensayo que es una análisis de la bula papal Vox in excelso (1312), de la
actuación del papa Clemente V en el proceso de los templarios, además de un
breve resumen de los acontecimientos que llevaron a la supresión de la Orden y
la quema de muchos caballeros y su maestro, Jacques de Molay.
La
condena de los templarios en Francia, bajo la presencia del rey Felipe, el Hermoso. Iluminación Royal 14 E
V, f. 492v (siglo XV). La fuerza (auctoritas)
de la monarquía francesa es representada por el tamaño desproporcional del
cetro. ¿Dónde está la presencia de la Iglesia delante la muerte de los suyos?
El fin de los templarios es uno de los temas más conocidos de la
Historia Medieval, y por eso, también uno de los más polémicos. La bibliografía
es inconmensurable, las opiniones, divergentes, la mitología abundante y las
pasiones, extremadas. Por eso, es un tanto delicado retornar al tema,
especialmente en un ambiente editorial propicio a la simpatía por la Orden y
también por los desgraciados últimos caballeros templarios condenados en
Francia bajo la implacable persecución del rey Felipe IV, el Hermoso (1268-1314).
Pero la Historia no puede tener aficionados como el fútbol. La Historia debe
ser tratada por espíritus maduros, serenos, contemplativos. La Historia es
conocimiento, conocimiento y madurez. Así pues y dicho esto, (pienso que ya
llegué a mi madurez), creo que estoy psicológicamente preparado para poder dar
mi interpretación de las bulas papales que decretaron la supresión del Temple.
Sin embargo, debo caminar con cautela, pues me arriesgaré a hacer
un análisis sobre una de las bulas más conocidas de la cancelaría papal:
la Vox in excelso (Voz de las
alturas, de 1312), además de ofrecer un breve resumen histórico-analítico
de la supresión de los templarios, vista por los ojos de uno de los protagonistas
de esa tragedia medieval: el papa Clemente V (1264-1314), el primer papa con
una mentalidad moderna.
I. La Iglesia, protagonista indirecta de la
gestación de la Modernidad
De hecho, el pontificado de Clemente V nació bajo la influencia
francesa: la elección hecha en el cónclave de Perugia (Umbría), lugar de la
muerte de Benedicto XI, se demoró casi once meses (1304-1305), ya que había por
aquel entonces dos grupos enfrentados entre los cardenales. Uno, el de los
“bonifacianos”, defendía un papa italiano que protegiese la memoria de
Bonifacio VIII (c.1235-1303); el otro, defendía que hubiese un papa francés que
fuese favorable a Felipe el Hermoso. Al fin,
venció el “grupo francés”, pues fue escogido el arzobispo de Burdeos
(Aquitania), Bertrand de Got, aparentemente neutral, ya que no despertaba
sospechas entre los “bonifacianos” y era simpático a los franceses.
Un engaño. Bertrand fue coronado como Clemente V en Lyon
(noviembre de 1305), lugar propuesto por Felipe IV. Fue la primera vez que el
papa no era coronado en Roma. O sea, un papa francés, con el apoyo del rey
francés (y que ya había peleado duramente con la Iglesia durante el pontificado
de Bonifacio VIII), y coronado en territorio francés.
Una de las características de la Modernidad fue el vaciamiento del
universalismo católico medieval, idea ya defendida por Dante (1265-1321): los
reyes, a partir de entonces (y cada vez más, por lo menos desde Federico II
(1194-1250)) pasaron a no admitir el arbitraje del papa en los conflictos
“internacionales”. En ese aspecto, la figura de Felipe el Hermoso es
la más paradigmática del nacimiento de esa idea de nación. Y los
templarios, los primeros mártires del naciente nacionalismo.
Sin embargo, para el suceso de los efervescentes nacionalismos,
para la derrota de la Christianitas, era necesario un papa de
personalidad débil: el filósofo José Luis Villacañas (1955- ) ya destacó la
importancia, en la Edad Media, del carisma para
la afirmación del poder, ya sea político, o religioso. En otras palabras, el
tiempo histórico de los medievales fue, en esencia, un péndulo que osciló entre
hombres débiles y resolutos, entre el poder feudal y la monarquía. La actitud
personal era determinante. Esto es debido a que estos hombres tenían siempre
que probar su valor delante de los suyos. Tenían que ser resolutos. Y en ese
punto, Clemente V era un apocado, un servil, pues tenía una actitud casi
rastrera, titubeante. Y se comportará así delante de Felipe el Hermoso, un rey
de personalidad abarcadora, y dominadora, toda una tragedia para la Iglesia.
Dos psicologías opuestas. Veamos pues…
II. Clemente V, pastor sanza legge, y los rumores, desde Esquiu de
Floyran
Clemente
V, representado en un retrato posterior con todas sus insignias papales,
incluso su corona (a la derecha).
Dante Alighieri (c. 1265-1321) hizo una profecía en su Divina
Comedia: Clemente, cuando muriese, iría a parar al Infierno, y su cuerpo
cubriría el del papa Nicolás III (c. 1215-1280), quien ya sufría su pena en la
séptima zanja infernal, lugar de los simoníacos (“ché dopo lui verrà di piú
laida opra, di ver ponente, un pastor sanza legge, / tal che convien che lui e
me ricuopra.”, Canto XIX, 82-84).
De hecho, Clemente no es que fuera un pastor sin ley, pero sí un
mal pastor dentro de la ley. Pues la influencia de la corona de Francia fue,
desde el primer día de su pontificado, más que excesiva. Luego, después de ser
coronado en Lyon, Clemente tuvo un coloquio con Felipe, que, además de otras
cosas, le pidió la supresión de los Templarios, pero ese asunto no volvió a ser
tratado hasta 1307, año en que Felipe ordenó el aprisionamiento de los
Templarios en Francia.
Así pues, en su ansia de fortalecimiento político, la monarquía
francesa se encontraba con una piedra en su camino. La Orden del Temple debía
satisfacciones solamente al papado, y eso ocasionaba algunas tensiones, es
decir, los privilegios y prerrogativas que la orden tenía en territorio
francés.
Sin embargo, hay muchas fantasías con respecto al poder financiero
del Temple, incluso más interpretaciones y elucubraciones que hechos
documentados. Un buen ejemplo de esto es la supuesta veracidad de la historia
de Joan de Tour, tesorero del Temple de París. De Tours prestó cuatrocientos
mil florines de oro a Felipe (sin la autorización del maestre Jacques de
Molay), quien entonces lo expulsó de la orden. Felipe quedó muy irritado por
ello y pidió al maestre que perdonase a Juan de Tour. Molay se recusó. Felipe
se dirigió al papa, quien anuló la sanción contra de Tour. Muy contento con
ello, de Tour fue personalmente a entregar a Molay la carta de perdón del papa.
Rabioso, Molay lanzó la misiva al fuego.
Pues bien. Con su hábil análisis de las fuentes, el historiador
Alain Demurger (1939- ) ya probó que esa historia es enteramente
fantasiosa. Esta consta en la Crónica del templario de Tiro (Gestes de
Chiprois). Se trata de un historiador del siglo XIV de inestimable valor
histórico, pero, no en este caso, pues ¡él no estaba en Francia en aquellos
momentos, ya que se encontraba en Chipre! Además, esta historia no consta en
ninguna otra fuente de la época, y, como afirma Demurger, si fuese verdadera,
las crónicas favorables a la monarquía francesa habrían utilizado más de una
vez este “facto” para macular la imagen de la orden.
Sin embargo, hay más. Nuevos rumores de los vicios de los
templarios empezaron a ser difundidos con más intensidad por Esquiu de Floyran,
quien tendría escuchado en la prisión (pues estaba detenido) muchas acusaciones
a los templarios por parte de uno de ellos, también detenido. Después de ser
liberado, Floyran divulgó esas acusaciones, incluso al rey Jaume II de Aragón
(1267-1327).
A continuación, hizo lo mismo con Felipe el Hermoso, quien
confió a Guillermo de Nogaret la verificación de esas informaciones. Fue cuando
un dossier contra los templarios fue abierto por la monarquía francesa, y
entregado a Guillermo de Nogaret (c. 1260-1314), quizás el burócrata real más
insidioso y adulador de la Edad Media. Por lo tanto, los rumores, el caso de
los templarios, de hecho, ya “comenzó” en 1305.
III.
Acumulación de informaciones, falsas o no
Nogaret, muy conocido por haber participado en el Atentado de
Agnani (1303), se dedicó a dicho asunto con todo su celo. Llenó su
dossier con declaraciones de templarios que abandonaron la Orden o que fueron
expulsos por sus faltas. Mientras tanto, el propio Jacques de Molay solicitó al
papa que instaurase una investigación oficial para absolver su orden de todas
las acusaciones que se multiplicaban en los rumores. Así, el papa Clemente
escribió una carta a Felipe, avisándole de lo que iba a hacer:
¿Recuerdas tú lo que dijiste a
nosotros en Lyon y Poitiers con respecto de los templarios? Aquello nos pareció
a nosotros increíble, imposible. Después quedamos informados de cosas
inauditas, pero somos obligados a hesitar y actuar de acuerdo con los consejos
de nuestros hermanos.
El
gran-maestro y los comendadores de la Orden protestaron y suplicaron que
procediésemos a una investigación. Pidieron la absolución si fuesen inocentes,
y la condenación si fuesen culpados (…) De acuerdo con la opinión de nuestros
hermanos cardenales, no podríamos rehusar a los templarios lo que ellos piden.
De hecho, esta misiva precipitó las cosas. Violando el derecho
canónico y las prerrogativas papales, el rey Felipe el Hermoso, con la
ayuda del inquisidor de Francia, dominico y confesor del rey, Guillermo de
Paris, además de algunos de sus asesores, emitió la orden de prisión de los
templarios en territorio francés (14 de septiembre de 1307). Doscientos treinta
y dos caballeros, ciento treinta y ocho en París y noventa y cuatro en el
interior. Las principales acusaciones fueron: negar y escupir sobre la cruz;
besos obscenos, sodomía, idolatría, enriquecimiento ilícito, y ausencia de
caridad. Una patraña, tal y como dijo el historiador Ricardo García-Villoslada
(1901-1991). Se puede notar claramente la influencia de Nogaret en la
construcción de estas acusaciones, pues son muy semejantes a las hechas contra
Bonifacio VIII algunos años antes.
Escribió Clemente V una carta a Felipe, reprochándole por ello, y
diciéndole que el rey no tenía competencia para juzgar en materia de religión:
“Pero tú, hijo carísimo, lo decimos con dolor, despreciando toda regla y a
pesar de que nosotros estábamos tan cerca (para que nos consultases), has puesto
tu mano sobre las personas y los bienes de los templarios”.
Tuvo Alain Demurger un mejor entendimiento de ese affaire: ¡esto
confirió un color muy sombrío al reinado de Felipe el Hermoso! Pues su
brazo derecho, Nogaret, al unir magia, herejía y brujería en su dossier, tenía
esperanzas de obtener la victoria – maquiavélica, de hecho – de su rey en ese
proceso contra los templarios, basándose en las creencias populares de su
tiempo y compartidas por prácticamente todos. En ese sentido, el proceso de los
templarios fue un funesto presagio de lo que la Humanidad conocería doscientos
años más tarde, en el “bello siglo XVI” del historiador Fernand Braudel
(1902-1985): la caza a las brujas.
En los primeros interrogatorios, realizados del 19 de octubre al
24 de noviembre de 1307 y hechos bajo la Inquisición, de los 138 templarios que
comparecieron ante el inquisidor general, sólo cuatro se declararon inocentes.
Incluso Jacques de Molay confesó haber renegado de Cristo y haber escupido
sobre la cruz. Aún peor: envió una carta a todos los templarios exhortándoles a
confesar sus crímenes. Sin embargo, cuando llegaron a París los dos cardenales
enviados por el papa, los templarios, encarcelados, declararon que habían
confesado por miedo a la muerte, y protestaron por su inocencia.
Después de esto, y a partir de entonces, la principal actitud de
la Iglesia fue consistente con la flaqueza personal y subordinante de su líder
con la monarquía francesa: retraso, dudas, indecisiones. Nadie parecía tener
prisa. Pasan dos años, hasta que Clemente, quizás presionado, pero oficialmente
“impaciente” con el retraso de las investigaciones, presionó las comisiones
diocesanas y ordenó la utilización de la tortura.
Pero antes de detenernos en las palabras de Clemente V en su
bula Vox in excelso, tratemos brevemente sobre los
trabajos de la comisión de investigación en París, centro de todo. La comisión
estaba formada por ocho interrogadores presididos por Gilles Aycelin, arzobispo
de Narbona. Se reunieron por primera vez el 12 de noviembre de 1309, aunque el
primer templario se presentó para declarar el día 22; Jacques de Molay se
presentó el día 26. De Molay no tenía mucha formación: muchos textos
necesitaron ser traducidos para él. Su posición fue resoluta: solamente
hablaría delante el papa:
Yo soy un
pobre caballero sin letras; sólo delante del papa diré lo que pueda por el
honor de Cristo y de la Iglesia (…) Por aliviar mi conciencia, yo os diré tres
cosas: la primera es que no conozco ninguna religión cuyas capillas e iglesias
posean más hermosos ornamentos que las del Templo; sólo las catedrales nos
superan; la segunda, que yo no conozco religión que haga más limosnas que la
nuestra; la tercera, que nadie ha derramado tanta sangre como los templarios
por la fe cristiana.
Una voz le interrumpió: “Eso, sin la fe, de nada sirve para la
salvación”. Presionado, el mismo Molay replicó: “Así es, pero yo creo en Dios,
en la santa Trinidad, en toda la fe católica, un Dios, una fe, una Iglesia”. De
Molay se presentó una última vez el 2 de marzo de 1310, cuando silenció
definitivamente.
Mientras tanto, ocurría una súbita alteración en el curso de los
acontecimientos: ¡más de quinientos caballeros, decididos, querían defender a
su orden, y se presentaban delante de los interrogadores! La comisión no tuvo
más remedio que ordenar que fueran escogidos representantes entre ellos,
“abogados”, pues se veían incapaces de tomar todos los testimonios. Los
trabajos se acumulaban. El papa se veía obligado a retrasar el concilio de
Vienne por este motivo. La defensa del Temple pasaba a la ofensiva, incluso de
modo agresivo contra el rey y el papa.
Uno de los testimonios más interesantes fue el de Ponsard de Gisi.
Declaró que las declaraciones ante la Inquisición eran inválidas. Cuando le
preguntaron si había sido torturado, él contestó:
Sí, tres meses antes de mi
confesión me ataron las manos a la espalda tan apretadamente que me saltaba la
sangre por las uñas, y sujeto con una correa me metieron en una fosa. Si me
vuelven a someter a tales torturas, yo negaré todo lo que ahora digo y diré
todo lo que quieran.
Estoy
dispuesto a sufrir cualquier suplicio con tal que sea breve; que me corten la
cabeza o me hagan hervir por el honor de la Orden, pero yo no puedo soportar
suplicios a fuego lento como los que he padecido en estos dos años de prisión.
Es entonces cuando Felipe el Hermoso interviene,
y de modo decisivo. Felipe Presiona al papa para nombrar a Felipe de Marigny,
arzobispo de Cambray, arzobispo de Sens. De Marigny es hermanastro de
Enguerrand de Marigny (1260-1315), gran chambelán del rey. El nuevo arzobispo
de Sens bruscamente convoca el concilio de su provincia en París para el 11 de
mayo. Su propósito es confundir los procedimientos jurídicos. Aunque las
investigaciones diocesanas de su provincia habían terminado, Felipe de Marigny
envía a la hoguera a cincuenta y cuatro templarios de Sens que habían sido
detenidos en París y defendido su orden delante de la comisión pontifical.
Trece templarios más fueron quemados en los días siguientes. El
impacto psicológico fue tremendo. Tras estos hechos, la defensa jurídica de la
orden se debilitó. Muchos incluso huyeron. Los propios abogados antes escogidos
para la defensa desaparecieron. La comisión pontificia amplió sus plazos en un
mes. Fue cuando más de doscientos templarios depusieron, y con miedo, cambiaron
sus declaraciones a favor de la orden, reconociendo entonces casi todas las
acusaciones.
Templarios
en la hoguera. Conocidísima iluminación francesa del siglo XIV (Grandes Chroniques de France o de St. Denis (British Library
Royal 20 C. VII, f. 48r.). Observe la forma de la isla donde se queman los dos
templarios: es la representación de la Isla de la Cité, en el corazón de Paris,
local de las ejecuciones. Los caballeros muertos son Jacques de Molay y
Godofredo Charney (preceptor de Normandía), los únicos que decidieron reafirmar
su inocencia (y de la Orden) después de confesado que eran culpables.
Sin embargo, después de que las sesiones pontificias empezaran, el
primer testigo, el caballero Aimerico de Villiers-le-Duc, de la diócesis de
Langres, espantó a todos:
Yo he
confesado algunos artículos a causa de las torturas que me infligieron
Guillermo de Marcilli y Hugo de la Celle, caballeros del rey, pero todos los
errores atribuidos a la Orden son falsos. Al mirar ayer cómo eran conducidos a
la hoguera 54 freiles por no reconocer sus supuestos crímenes, he pensado que
yo no podré resistir al espanto del fuego. Lo confesaré todo si quieren,
incluso que he matado a Cristo.
¡Aimerico tenía cerca de cincuenta años, veintiocho como
templario!
Su testimonio impactó tanto a los comisarios pontificios, que
éstos interrumpieron las sesiones durante meses. Finalmente, la comisión cerró
sus trabajos el día 26 de mayo de 1311. El resultado fue un dossier de doscientos
diecinueve folios, resumido por otra comisión ad hoc para
su lectura en el concilio de Vienne, encuentro ecuménico abierto por el papa el
día 16 de octubre de 1311.
El dominico y obispo de Torcello, Tolomeo de Lucca (c. 1236-1326),
en su Historia ecclesiastica, nos cuenta que:
Los
prelados fueron llamados a discutir con los cardenales con respecto de los
templarios. Los documentos fueron leídos (…) el pontífice les preguntó si los
templarios deberían ser admitidos para presentar su defensa. Todos los prelados
– excepto los de Italia, de España, de Alemania, de Suecia, de Inglaterra, de
Escocia y de Irlanda tuvieron esa opinión. Del mismo modo los franceses, a
excepción de tres metropolitanos, los de Reims, Sens y Ruan – estuvieron de
acuerdo.
Clemente V se encuentra entonces en medio de una difícil situación
política, debido a las discusiones “simpáticas” a los templarios en el concilio
y a las constantes presiones del rey (quien sustituyó a Guillermo de Nogaret
por Enguerrand de Marigny en el acompañamiento del caso, quizás impresionado
por la “eficiencia” de su hermanastro con la quema de los templarios). Para
empeorar la situación, el día 20 de marzo Felipe el Hermoso anuncia
que irá a Vienne.
Así, abruptamente, el papa decide una “tercera vía”: publica la
bula Vox in excelso y suprime los templarios.
IV. Non sine
cordis amaritudine et dolore
Las palabras. Mentirosas, verdaderas o no, son ellas las que nos
revelan, nos desvelan, nos manifiestan el pasado. Ya nos enseñó Georges Duby
(1919-1996) que meditar las palabras es el métier par
excellence del historiador.
Las palabras de Clemente V no son fáciles de estructurar. El papa
empieza su discurso de modo resonante, casi apocalíptico – quizás para ocultar
todo el drama de su época, encubrir toda esa tragedia que marcó el fin de la
Edad Media.
Esta edición de Abacus aporta
una importante contribución académica: las traducciones al español de las bulas
papales Vox in excelso (22 de marzo de
1312), Ad providam (02 de mayo), Considerantes (06
de mayo), Nuper in concilio (16 de mayo) y Licet dudum (18
de diciembre), todas a cargo de D. Antonio Galera Gracia. Haremos pues los
comentarios de nuestra interpretación histórica de Vox in
Excelso a partir de esta bella traducción.
En Vox in excelso, Clemente clama a los cielos.
Inicia su bula de modo retumbante, quizás para disfrazar el drama de los
caballeros, el drama de su Iglesia, sojuzgada por la monarquía, por los poderes
laicos. Nuestro “mundo moderno”, empieza con estas palabras: “He oído una voz
que ha venido de lo alto, llena de lamentaciones y gemidos amargos, diciendo
que el tiempo está cerca, y he oído cómo el Señor se quejaba a través de su
profeta”. Retórica pura después de conocer los meandros de la política papal y
monárquica francesa del siglo XIV…
De cara, Clemente acepta todas las acusaciones – satanismo,
homosexualidad, apostasía, etc. – y demuestra estupefacción. Además, se pone
claramente bajo el poder del rey francés, llamándolo “nuestro hijo querido en
Cristo, Felipe, el rey ilustre de Francia”, y eso después de todo el caso de
Bonifacio VIII, cuyos detalles escapan del estudio de este texto: “Él ardía con
el celo de la fe ortodoxa, siguiendo los pasos bien marcados de sus
antepasados. Él obtuvo tanta información como legalmente pudo. Y para aportar
más luz a este tema, nos envió información muy valiosa a través de sus correos
y de sus cartas”.
Ninguna palabra al respecto de la prisión ilegal, ninguna queja
por los encarcelamientos indebidos. De hecho, estamos delante de la completa
subordinación del poder espiritual al poder material, cosa que, doscientos años
antes, haría arder de pasión a un Bernardo de Claraval (1090-1153) o a un
Inocencio III (c. 1161-1216). Clemente alude al testimonio de Esquiu de
Floyran, y miente:
Lo hizo
incluso con uno de los caballeros, hombre de sangre noble y con mucha
reputación en la orden, que atestiguó secretamente y bajo juramento en nuestra
presencia, que en su recepción el caballero que lo recibió le ordenó que
renegara de Cristo en presencia de otros caballeros del Templo.
De Floyran, como sabemos, fue expulso de la Orden: ¡no es posible
que el papa no supiese de su condición! Sin embargo, en dos pasajes de Vox in
excelso Clemente hace alusión al ambiente político de esos difíciles
tiempos. Por ejemplo, cuando afirma que habló personalmente con caballeros
templarios y les dijo que ellos no tenían nada que temer y podrían decir la
verdad (“les hicimos saber que estaban en un lugar seguro y conveniente en
donde no tenían nada que temer a pesar de las confesiones que antes habían
hecho a otros”).
Y más adelante, cuando revela que algunos caballeros estaban
enfermos y no podían montar a caballo “ni ser traídos convenientemente a
nuestra presencia”. ¿Por qué el silencio ante las torturas si jurídicamente no
había problema en relación a ello? Ante esto, pasajes como “luego fueron
pasando, uno tras otro, a la presencia de los cardenales, y libre y
espontáneamente, sin coacción o miedo” suenan casi como un descaro.
Sin embargo, cuando el papa discurre con respecto del inicio del
concilio de Vienne, no puede hablar de otra cosa excepto de los hechos:
Reunimos por lo tanto a dichos
cardenales, patriarcas, arzobispos y obispos, los abades exentos y no exentos,
y los otros prelados y procuradores, y reunimos también el consejo para que
fuese considerado este asunto, y les preguntamos, en el curso de una consulta
secreta en nuestra presencia, cómo deberíamos proceder, teniendo en cuenta el
hecho de que los Templarios se presentaban para defender a su orden.
La mayor
parte de los cardenales y casi todo el consejo, que eran aquellos que fueron
elegidos por el consejo entero y representaban al consejo entero para analizar
esta pregunta, llegaron al acuerdo, casi unánime, de que a la orden se le
debería de dar una oportunidad de defenderse a sí misma y que no podía ser
condenada, sobre la base de la prueba proporcionada hasta ahora, por las
herejías que habían sido el sujeto de la pregunta, por la ofensa a Dios e
injusticia.
Clemente deja escapar el difícil ambiente del concilio en pequeñas
y sutiles expresiones (“Reunimos a dichos cardenales, patriarcas, arzobispos y
obispos, los abades exentos y no exentos”). Es
decir: tenía conocimiento que, en este tema, ¡habían religiosos no exentos! Sin
embargo, todavía hay más: un grupo de ellos defendía que los templarios no
deberían tener derecho a defensa en el concilio. Pero, en ese mismo momento de
digresión factual, Clemente reafirma que los caballeros confesaron
espontáneamente y totalmente libres. No pasa un párrafo sin volver a acentuar
la “libertad” confesional de los caballeros.
A partir de ese momento, el papa subrayará las circunstancias
políticas que a partir de entonces envolverían a la Orden para siempre: después
de esto nadie desearía entrar en la orden, su nombre estaba maculado, los
caballeros serían sospechosos delante de todos y su misión mayor, la cruzada,
quedaría inútil. Es decir: Clemente salió de la circunscripción de la Justicia
para entrar en las digresiones políticas.
Así, el papa afirmaba que “maduró por mucho tiempo” sus consideraciones
en este asunto y decidió proceder por “vía de provisión y ordenanza” para
acabar con el escándalo y salvaguardar la fe cristiana. Por lo tanto, decidió,
con el apoyo de poco más del 40 por ciento (según sus propias palabras, es
decir, con menos de la mayoría), suprimir la Orden, no sin dolor y amargura en
el corazón. Para él, fue preferible hacer esto que permitir el derecho de la
defensa por parte de los caballeros.
V. Conclusión
En definitiva: los templarios fueron los primeros mártires del
naciente estado nacional europeo. Todas las circunstancias en las cuales se
desarrollaron tanto el proceso como las interferencias políticas por parte de
la monarquía francesa, los boatos, las difamaciones, incluso las indecisiones
del propio Jacques de Molay, todo ello marca el fin de una época. De hecho,
muchas cosas presentes en ese drama ya existían en la Edad Media. Por ejemplo,
basta recordar la Querella de las Investiduras (c.
1073-1122) para percibir que la Iglesia siempre tuvo interferencias seculares,
pero casi siempre luchó contra ellas, de acuerdo con la fuerza personal del
pontífice que ocupaba la silla de San Pedro y la cohesión de su cuerpo místico
cristiano (la Christianitas).
En ese punto, Clemente V fue un papa tergiversador. Débil y sumiso
al poder secular francés. Bernardo de Claraval, si hubiese vivido, seguramente
hubiera sido muy incisivo con Clemente. Quizás la mejor imagen sea la que nos
da Alain Demurger: Clemente fue una caña que se curvó, pero no se rompió. Por
poner un ejemplo, consiguió impedir el proceso contra Bonifacio VIII,
persecución tan deseada por Felipe el Hermoso.
Pero sin embargo, para eso tuvo que sacrificar a los templarios.
Ciertamente el papa sabía que los caballeros eran inocentes. Y esto la Justicia
histórica no lo perdona. El Templo murió víctima de la flaqueza personal del
papa y de la fuerza del estado moderno naciente. Las palabras de Jacques de
Molay delante del tribunal cardenalicio en marzo de 1314 resuenan en nosotros
de modo melancólico: “Nosotros no somos culpados de los crímenes que nos
imputan; nuestro gran crimen consiste en haber traicionado, por miedo de la
muerte, a nuestra Orden, que es inocente y santa; todas las acusaciones son
absurdas, y falsas todas las confesiones”.
Concluyo mi corto ensayo de esa triste historia, de miedos y
temblores, vacilaciones y sumisión, con la descripción de la ejecución de
Jacques de Molay y Godofredo Charney (Felipe el Hermoso no
quiso esperar ni un día para quemar los templarios reincidentes). Después que
supo de la declaración de inocencia del gran-maestro, ordenó la ejecución. El
cronista Geoffrey de Paris († c. 1320) testimonio ocular de la cena, la
describió así, en su Chronique metrique:
El maestro, luego que miró el fuego listo,
Se despojó si miedo.
Y, de la manera como yo he visto, se puso
desnudo, solamente de camisa,
libremente y con buena apariencia;
no tremió ni un solo momento,
aunque lo pujasen y lo empujasen.
Lo sacaron para atarlo en el poste,
Y él se dejó atar sin temor.
Ataron sus manos con una cuerda,
Pero él dijo: “Señores, por lo menos
dejad unir un poco mis manos
Y a Dios hacer una oración,
pues esa es la época y la ocasión.
Miro acá mi juzgamiento
en que morir me conviene libremente;
Dios sabe quien erró y quien pecó.
Luego llegará el infortunio
Para aquellos que condenaron a nosotros erróneamente:
Dios se vengará nuestra muerte”.
“Señores”, dijo él, “sabed, sin calar,
que todos que son contrarios a nosotros
por nuestra causa irán sufrir.
Con esa fe yo quiero morir.
Aquí está mía fe, y pido a vosotros
que para la Virgen María,
De quien nuestro Señor Jesucristo nació,
volváis mi rostro”.
Satisficieron su pedido.
Y tan blandamente la muerte lo tomó
que todos quedaron maravillados.
(vv. 5.711-5.742)
“¡Oh, Libertad!, ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”,
diría Madame Roland (1754-1793) poco antes de ser guillotinada, en 1793. Yo
acreciento: ¡cuántos crímenes serían aún necesarios para la implantación del
estado laico! Los templarios solamente fueron los pioneros mártires en sufrir
la supremacía del “interés común”. Clemente V, quien murió poco después – así
como Felipe el Hermoso – se llevó para el más allá su
participación en esa tragedia que marcó el fin de la Edad Media. A partir de
entonces, la Humanidad asistiría cada vez más a crímenes y genocidios en nombre
del Estado.
Ese artículo es dedicado a Josep Serrano i Daura, jurista, amigo y maestro de mi
trabajo pos-doctoral titulado “Ramón Llull y la Orden del
Temple (siglos XIII-XIV)” presentado a Universitat Internacional de
Catalunya (UIC)
en 2005.
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