sábado, 14 de junio de 2025


Sello e la Inquisición de Logroño

EL FAMOSO PROCESO DE LOGROÑO: LAS BRUJAS DE ZUGARRAMURDI

 

El proceso de las brujas de Logroño ha sido considerado como uno de los más importantes de su época.

Para unos fue objeto de grandes críticas, mientras que otros lo consideran como unas medidas necesarias para reprimir el culto a la brujería. Realmente no se puede enjuiciar con serenidad si no se tiene en cuenta el «clima» existente en aquella época y cuyo conocimiento he señalado anteriormente.

Menéndez y Pelayo, Llorente y Lea y otros investigadores escribieron sobre este proceso.

Como antecedentes del proceso de Logroño, son de tener en cuenta que la intervención de la Inquisición se produjo como consecuencia del terror y pánico que se extendió en la región y especialmente en Zugarramurdi como parte lindante con Labourd, comisionándose al inquisidor don Juan Valle Alvarado para que realizara una información e inspección por tales lugares.

El inquisidor realizó un minucioso trabajo recogiendo comentarios, denuncias y tomando en consideración el contenido de las mismas quedaron inculpadas más de trescientas personas. Cuarenta de ellas, como más sospechosas y culpables, fueron trasladadas a Logroño e internadas en prisión, serían juzgadas en el conocido proceso de Logroño.

Julio Caro Baroja, en su libro de Las brujas y su mundo, señala que, si la brujería vasca es conocida, es debido a la fama del proceso de las brujas de Zugarramurdi, a las que dedica un capítulo, y considera que la Inquisición de Logroño fue arrastrada a actuar por el celo de la justicia secular, y por una ola de pánico de las que periódicamente dominaban al país vasco, y que esta vez se extendió sobre la zona del extremo noroeste de Navarra -y añade- que las autoridades civiles habían realizado ya muchos arrestos e incluso habían ejecutado a varias personas cuando la Suprema dio orden al Tribunal de Logroño para que realizara una inspección en aquella zona.

Vicente Palacio Atard en su obra Razón de la inquisición, justifica la intervención de la Santa Sede en el proceso de Logroño, comenzando por generalizar que no fueron escasos en los siglos XVI y XVII, los casos de hechicería en que la Inquisición estaba llamada a intervenir, dadas las grandes proporciones en que había aumentado en el siglo xv en Europa. y considerando que la zona pirenaica occidental no se vio libre en España de esa infección, y Navarra, las provincias Vascongadas y la Rioja daban buen contingente de brujos. Se decían cosas horribles de ellos: que mataban niños, que chupaban su sangre, que obligaban a ritos macabros. La Inquisición nombró una comisión que emitió dictamen: en él se declaraba que los supuestos asesinatos no estaban probados ni parecían probables; en cambio, era bien clara la ignorancia de las gentes comunes, por lo que se recomendaba el envío de predicadores, ya que sólo la ignorancia puede favorecer el clima de la brujería y la superstición. Se dictaron instrucciones especiales: que se erigiese una capilla allá donde las brujas se reunían para celebrar sus aquelarres; que a las hechiceras se les tratara con indulgencia, reconciliándolas con penas leves y castigos pecuniarios (azotes y destierros fueron los más frecuentes).

Vicente Palacio Atard calificará el proceso de Logroño como «el único auto de fe importante debido a los delitos de brujería, magia y superstición y que fue celebrado en Logroño en 1610, cuando se hubo descubierto en la región guipuzcoana y en Navarra una amplia organización que se entregaba a aquelarres obscenos, blasfemias y sacrilegios».

Moratín acusó duramente a los inquisidores que intervinieron en el proceso de Logroño.

La figura de Leandro Fernández, Moratín siempre será exponente de un teatro y poesía encuadrada en la retórica de un siglo de ideas nuevas que marcan una línea entre el espíritu empírico y racionalista y las nuevas tendencias iniciadas por los románticos alemanes.

Moratín, envuelto en su mundo racionalista de la anécdota literaria pasará al tema de la brujería en sarcásticos y mordaces comentarios al auto de fe celebrado en Logroño. Sus expresiones acusan una marcada tendencia subjetiva y racionalista cuyo valor primordial residirá en su calidad intrínseca.

Las pinturas negras de Goya son expresión de un mundo obsesivo devorado por el terror y mirada hacia lo irreal. Ese mundo fantástico y misterioso de la brujería lo plasmará en desgarradoras imágenes de fuertes y negros matices que parecen iluminados por una linterna mágica. Contemplando sus pinturas Aquelarre, Dos brujas volando, Cuatro brujas por los aires, Conventículo campestre Bruja comiendo en familia, acaso nos tengamos que formular una pregunta sobre el significado de esos rostros angustiosos en escenario alucinante. ¿Es que acaso no quiso ridiculizar unas creencias en los motivos que dibujaba?

Parece un hecho acreditado que Goya tuvo una íntima amistad con Moratín, a quien admiraba profundamente e incluso tenía una coincidencia de ideas con las del comediógrafo.

¿Influyeron en la concepción de las pinturas de Goya los hechos que habían motivado el auto de fe dictado en la ciudad de Logroño en 1610? Eminentes tratadistas como Julio Caro Baroja -en su obra Las brujas y su mundo- se inclinan por la respuesta afirmativa, y señala que personalmente cree que la lectura de la relación del auto de fe de Logroño, que criticó Moratín, gran amigo de Goya como es sabido, influyó de modo decisivo en esas pinturas negras, en las que el movimiento juega un papel primordial.

Quizás Goya, al finalizar su trabajo, contempló que sus manos habían reflejado una satírica protesta que expresaba en unos rostros horribles y cuyas arrugas no podían tener otro contenido que pergaminos que pasaban a la historia en un camino en que la pesadilla daba paso a la victoria de la razón.

La relación publicada por Juan de Mongastón del auto de fe contra los inculpados -que se reproduce en el capítulo siguiente- ha sido fuente de estudios y polémicos comentarios. Los actos imputados a la secta brujeril de Zugarramurdi que aparecen reseñados, se pueden considerar como ordenada exposición de unos principios definidores de un delito de herejía basados en creencias propias de la época.

Unos hechos nacidos en ocasiones por la tortura y otros por la imaginación o mentes desequilibradas, no suponían que el juzgador admitiera la realidad del hecho; pero sí, el acto cometido, que evidenciaba haberse incurrido en el delito de herejía.

El proceso de Logroño tuvo una resonancia que excedió de los límites de nuestras fronteras; historiadores e investigadores los han estudiado, incluso en ambiente de exaltada polémica, como un auténtico suceso histórico.

En los numerosos tratados, estudios e investigaciones el proceso de Logroño será objeto de exhaustivo análisis e interesantes comentarios.

Caro Baroja en su obra Las brujas y su mundo, al hablar de la estructura de la secta brujeril resalta que muy abundante es lo que se ha impreso acerca de los brujos y brujas procesados a la par que De Lancre hacía su represión en el de Labourd, al otro lado de la frontera, por los inquisidores de Logroño; es decir, los que tenían sus juntas en Zugarramurdi.

Los hechos que motivaron el proceso de la secta demoníaca de los brujos de Zugarramurdi, mundialmente más conocido por «el proceso de las brujas de Zugarramurdi», fue el siguiente...

Las actuaciones darán comienzo como consecuencia de la denuncia de una joven... «y es que una bruja (cuyo nombre no se declaró más que era de nacionalidad francesa y se había criado en Zugarramurdi), habiendo vuelto a Francia con su padre, una mujer francesa, la persuadió a que fuere con ella a un campo donde se holgaría mucho, industriándola en lo demás que había de hacer, y dándole noticias de cómo había de renegar, y habiéndola convencido la llevó al aquelarre, y puesta de rodillas en presencia del demonio y de otros muchos brujos que la tenían rodeada, renegó de Dios, y no se pudo acabar con ella que renegase de la Virgen María su Madre, aunque renegó de las demás cosas, y recibió por dios y señor al demonio. ..Que en año y medio que fue bruja, hizo todas las cosas que hacían los demás brujos, siempre andaba con recelo de parecerle que no podía ser dios aquel demonio...». Cayó enferma y arrepentida «propuso de se confesar luego que pudiese ir a otro lugar que estaba de allí media leguá...Y habiendo cumplido el sacerdote la dio muchos y buenos consejos, y la consoló y animó, mandándola que muy de ordinario nombrase el nombre de Jesús...». Arrepentida delatará a los brujos que había conocido...

Y resultarán inculpadas numerosas personas y entre ellas, como figuras principales de la aluminante historia: Miguel de Goyburu, «rey de los Brujos», su esposa Graciana de Barrenechea, «bruja y reina del aquelarre» y sus hijas. Otros personajes importantes del proceso serán Martín Vizcar; Juan de Echalar, brujo y ejecutor de las penas impuestas por el demonio; María de Echaleco, bruja; María de Yurreteguía tendrá una activa intervención en la inquietante historia, con las brujas María Chipia, vieja tullida y maestra de novicios, y de María de Zozoya, que morirá en la hoguera.

Señalan las obras Logroño histórico, de F. G. Gómez y Apuntes históricos de Logroño, editada por el Excmo. Ayuntamiento, Sección Publicaciones, que como resultado de este proceso tuvieron lugar autos de fe los días 7 y 8 de noviembre de 1610, y por su carácter de general y, por ello, esperar afluencia de forasteros, se hicieron aprovisionamientos abundantes de carne, pan y comestibles, se abarató el precio del vino procurando se expendiese el de mejor calidad como previsión de concurrencia de gentes y por coincidir los días con los de ferias.

Moratín, en sus sarcásticos comentarios al auto de fe de Logroño, comentando la concurrencia de religiosos de los distintos monasterios de la comarca, exclamará:

«Asueto y mula y holgura de tres semanas; y engullir sin término y beber sin medida.  Y en Logroño! ».

Los procesados fueron condenados con rigor: «...cincuenta y tres personas que fueron sacadas al Auto en esta forma: veintiún hombres y mujeres que iban en forma y con insignias de penitentes, descubiertas las cabezas, sin cinturón y con una vela de cera en las manos, y los seis de ellos con sogas a la garganta, con lo cual se significa que habían de ser azotados. Luego seguían unas veintiuna personas con sus sambenitos y grandes corozas con aspas de reconciliados, que también llevaban sus velas en las manos, y algunas sogas a la garganta. Luego iban cinco estatuas de personas difuntas con sambenitos relajados y otros cinco ataúdes con los huesos de las personas que se significaban por aquellas estatuas. Y las últimas iban seis personas con sambenito y corozas de relajados, y cada una de las dichas cincuenta y tres personas entre dos alguaciles de la Inquisición...».

Comenzó el Auto por un sermón que predicó el Prior del Monasterio de los Dominicos, que es calificador del Santo Oficio, y aquel primero día se leyeron las sentencias de las once personas que fueron relajadas a la justicia seglar, que por ser tan largas y de cosas tan extraordinarias ocuparon todo el día hasta que quería anochecer, que la dicha justicia seglar se entregó de ellas, y las llevó a quemar, seis en persona, y las cinco estatuas con sus huesos, por haber sido negativas, convencidas de que eran brujas y habían cometido grandes maldades. Excepto una que se llamaba María de Zozaya, que fue confidente, y su sentencia de las más notables y espantosas de cuantas allí se leyeron. Y por haber sido maestra y haber hecho brujos a gran multitud de personas, hombres y mujeres, niños y niñas, aunque fue confitente, se mandó quemar por haber sido tan famosa maestra y dogmatizadora».

¿Cómo eran los juzgadores del Tribunal de la Inquisición de Logroño?

Los que intervinieron en el proceso de Logroño fueron: don Juan del Valle Alvarado, don Alonso Becerra Olguín y don Alonso de Salazar y Frías, el ordinario del obispado y cuatro consultores, como se desprende de las numerosas actuaciones inquisitoriales que concluirían con el famoso auto de fe celebrado en Logroño.

¿Creyeron realmente los inquisidores del proceso de Logroño los hechos relatados en el auto de fe de 1610?

¿Estaban convencidos de que las brujas y brujos habían incurrido en los hechos, que en muchos casos eran confesos los propios condenados sometidos a duros tormentos y castigos?

Entre el criterio de Salazar y los restantes inquisidores desde el momento inicial se produjeron evidentes discrepancias, ya que frente al criterio duro y riguroso de Alonso de Becerra y don Juan del Valle, que creen ciegamente en la existencia de brujas y consideran deben ser castigadas de forma rigurosa, existe una oposición por parte de Salazar y Frías, que no admite su existencia y considera que son necesarias unas mayores pruebas, no aceptando la mayoría de los hechos denunciados o dando escaso valor a las declaraciones testificadas.

Considero que se encontraban en unos momentos en que juzgaban una enfermedad propia de la época. Incluso la Inquisición española ha de calificarse de tolerante en sus actuaciones, y prueba evidente es la libertad de movimiento que gozaban los «iluminados» e incluso los aficionados a la magia o ciencias ocultas.

Conocido es el hecho de que el inquisidor don Juan Valle Alvarado fue comisionado para obtener una información sobre los hechos que se decía se estaban produciendo en las montañas vasco-navarras y que tenían atemorizada a la población. En su cometido recogió infinidad de denuncias que fueron motivo del célebre proceso en Logroño de «las brujas de Zugarramurdi».

Es de admitir que lo que intentaban los inquisidores era la supresión de la herejía; la brujería -fuera o no admitida por el juzgador- era constitutiva de ese delito de herejía. Pretendían imponer unas normas religiosas y morales con represión a conductas individuales o colectivas que pudieran infringir los principios o instituciones establecidas. Intolerancia religiosa en lo que consideraban cruzada de fe.

El ser denunciado de brujería no precisaba unas pruebas latentes; resultaba suficiente que el denunciado tuviera hábitos de jurar, blasfemar, mala fama o incluso una falta de normales facultades físicas, proferir frases aludiendo al diablo. Incluso quien al ser interrogado mantiene obstinadamente los ojos bajados o da muestras de temor: «el rostro y el ojo son el espejo del alma».

En los momentos que intervenían los inquisidores actuantes en el proceso de Logroño, existía un estado de ánimo latente de persecución de la brujería en sus límites máximos. En el rigorismo sancionador se había olvidado el canon episcopi (siglo IX) que precisamente era un mensaje denunciador y de condena para aquellas personas que podrían ser calificadas de paganismo, al admitir las brujas voladoras y nocturnas sometídas a la voluntad del diablo. Recordemos que tres siglos después, el obispo de Chartres afirmaba humanitariamente que era necesario no olvidar que a los que esto les sucede son pobres mujeres o gentes simples y crédulas.

La brujería era un delito contra el poder político y religioso establecido. Momentos especialmente caracterizados por una intolerancia religiosa -llámese católica o protestante-, extendida más allá de los límites de nuestra frontera.

Julio Caro Baroja señala que el inquisidor Alonso de Salazar y Frías, uno de los tres jueces que intervinieron en el proceso de 1610, después de haber votado contra el criterio de los otros inquisidores, Alonso Becerra Holguín y licenciado Juan Valle Alvarado, fue comisionado por la Suprema y recorrió durante una temporada bastante larga los pueblos de la cuenca del río Ezcurra, los del valle del Baztán, las cinco villas y otros situados en el norte de Navarra, y a medida que fue observando los casos, su criterio fue perfilándose más, hasta que llegó a dar como falsas la mayoría de las actuaciones atribuidas a los brujos en aquel caso concreto, y en 31 de agosto de 1614 la Suprema dictará una instrucción acerca de los asuntos de brujería, en que se recogían casi todas las ideas de Salazar. Y en ese cambio de mentalidad nos llevará Caro Baroja hacia su crítica del siglo XVIII del capítulo 17 de su obra Las brujas y su mundo, con el acertado título, que ya hemos comentado, de La época de las luces, tan magistral como el de K. Baschwitz, que lo señalará como «victoria de la razón».

La figura y personalidad de Alonso de Salazar y Frías, en su conjunción de ideas y temores -durante la decisión del proceso- contrasta con la de don Juan del Valle Alvárado y Alfonso Becerra Holguín.

Holguín y Juan del Valle Alvarado, eran coincidentes en una idea fija: la herejía es un delito y había que castigarla en su grado máximo; para ellos no existían encrucijadas ni vacilaciones en la decisión que debían adoptar. Lo importante era reprimir un mal. ¿Y cuál era este mal? Cualquier movimiento o creencias en contradicción contra conceptos e instituciones religiosas establecidas: eran momentos de intolerancia religiosa.

A esta línea punitiva ceñían sus actos Holguín y del Valle; poseían una inteligencia deductiva: magia, brujería y ciencias ocultas eran peligrosas manifestaciones contra artículos de fe; su única preocupación es servir lo que consideran intereses de la religión contra toda significación de peligro; su temor se traducirá en la inflexibilidad y dureza de sus actos.

K. Baschwitz, en su obra Proces de Sorcellerie, estudiando los procesos más célebres de la brujería, dedicará un capítulo al de Logroño y señalará.

«Il est impossible d'eváluer le nombre des gens terrorisés qui se réfugierent en Espagne pour échapper a de Lancre. Le chiffre dut en étre assez élevé car une véritable phobie de sorcellerie éclata a Logroño, en Navarra espagnole, aussitót apres leur arrivée ( 1609»>.

Mantiene el criterio que el Organismo Supremo de la Inquisición española, compuesto de diez miembros, no había hasta aquellos momentos prohibidos totalmente los procesos de brujería, pero ejercía un control sobre los diferentes casos sometidos a los tribunales. «Elle n'avait pas agréé Le Marteau des maléfices (fanática obra de los inquisidores Sprenger et Kramer, en la que invocaban los plenos poderes que le habían sido otorgados por una bula del Papa Inocencio VIII, y medidas que se debían adoptar para desenmascarar y reducir a la nada a la brujería, considerada como miembro de una nueva secta herética en Alemania).

¿Brujas y brujos cometían realmente los crímenes que se confesaban? ¿Era necesario castigarlos?

Baschwitz considera que en la Suprema española no existía una coincidencia plena, por lo que para llegar a resoluciones se precisaba recurrir a la mayoría, y comenta las consideraciones, ya significadas en diversos estudios, que incluso los inquisidores españoles estimaron más recomendable enseñar a la población más capacitada para comprender que heladas e intemperies estropean las cosechas sin intervención de las brujas que formular acusaciones de muerte mágica sin pruebas rigurosas y controladas. En el resto de Europa la confusión entre herejía y brujería constituía la base de los procesos de brujería. La Suprema se sentirá desconcertada ante el súbito brote de brujería surgido en Navarra con la llegada masiva de refugiados de Francia y los jueces seculares de Logroño comenzaron su actuación antes de la decisión de la propia Suprema.

Es indudable que Alonso Salazar y Frías merece una especial atención; no existe duda que fue uno de los inquisidores del proceso de Logroño, con una responsabilidad -moral y legal- de sus consecuencias, pero otra realidad también es evidente: su disparidad de criterio con los otros inquisidores del Tribunal. El hecho se había consumado pero el inquisidor Alonso de Salazar- y Frías se había trazado un camino envuelto en principios cristianos humanitarios que Caro Baroja lo calificará de «acción práctica». Por la Suprema será designado para efectuar esas averiguaciones que hemos aludido, y 420 personas serán minuciosamente interrogadas, y en sus declaraciones testigos e incluso quienes se hallaban conceptuados como; brujos darán las más variadas versiones. Salazar llegará a la conclusión de que no existen pruebas suficientes, claras y concretas, que revelen la realidad de los hechos y que tanto las denuncias como las acusaciones son producto de la imaginación. Las contradicciones resultan evidentes y en muchas ocasiones la realidad de la imposibilidad de realización del acto imputado.

A. Epat-Echebarne, en su obra Noticias y Viejos Textos de la Lingua Navarrorun (editada en el año 1971 por la Sociedad Guipuzcoana de Ediciones y Publicaciones de la Real Sociedad Vascongada de los Amigos del País y de la Caja de Ahorros Municipal de San Sebastián), al enjuiciar a los juzgadores del Proceso de Logroño dice:

«Entre los crédulos señores, de los procesos inquisitoriales, que tantas calamidades organizaron, sin embargo, justo es destacar la figura del inquisidor cordobés Alonso de Salazar y Frías (hombre de cabeza serena y de corazón recto) que después de tomar declaración a sinfín de desgraciados, de esa misma tierra del Bidasoa (que dicho sea de paso, no entendían el castellano) escribía con valentía en 1612:

«Que la gente creía en los actos de brujería de que unos a otros se acusaban, pero que se contradecían en todos los detalles que daban sobre metamorfosis, maleficios, etc., de suerte que «no se podía» considerarlos como «reales».

           Y añade Epat-Echebarne:

«Este criterio tan sensato no fue compartido por los demás jueces y así se siguieron increíbles sanciones. Pero aún ganó a los nuestros en credulidad el francés Pierre de Lancre, magistrado de Burdeos, que con ocasión de los procesos de brujería del Labort, por el año 1609, mandó abrasar a tantos desgraciados, la mayor parte mujeres».

En cambio Alonso de Salazar escribe serenamente, que fueron examinados: «36 testigos para los nueve lugares de St. Esteban, Iraiços, Çubieta, Sumbilla; Doña María, Arrayoz, Ciga, Vera y AIçate: sin que de todos nueve «aquelarres» contestasen ni conformasen los testigos en cosa «cierta ni concluyente» de las 8 preguntas que para ello se les hacía, si no es en dos lugares». Es decir, que coincidieron sólo por casualidad».

Baschwitz ensalza la figura de Alonso de Salazar y Frías sentando la afirmación de que su informe de más de cinco mil páginas representa un trabajo digno de admiración, que guarda hoy un real valor científico. Considera que la labor de Salazar fue imparcial en amplias averiguaciones ante gentes afectadas por el delirio de la brujería y frecuentemente con el sentimiento de una propia culpabilidad que les había vuelto locos; llevando en su labor al jnterrogatorio de 1.812 brujos y brujas confesas y arrepentidas, y niños de doce a catorce años. Ochenta y dos se vuelven contra sus anteriores declaraciones y otros no lo hacen, no fiándose de la promesa de impunidad que les había sido concedida durante el período en vigor del decreto de gracia.

También recoge el hecho -ya citado por distintos investigadores- de cómo Salazar controlará pacientemente los datos relativos a los vuelos nocturnos, aquelarres y relaciones carnales con el diablo. Jóvenes que le hablarán de que deben asistir a un aquelarre en un lugar y hora determinada, enviará Salazar a dos de sus secretarios, que atestiguarán que no se había celebrado. Un grupo de jóvenes confesas de haber tenido relaciones carnales con el diablo, serán objeto de un examen médico que determinará lo contrario. Los ungüentos que las brujas decían ser recetas del diablo, fueron analizados por farmacéuticos y revelándose que eran incapaces de producir el menor efecto y Salazar terminará su trabajo señalando que no encontró ningún dato que pueda deducir que el menor caso de brujería hubiera tenido efectivamente lugar.

En la obra Apuntes históricos de Logroño que Tomás Moreno Garbayo señala que es una refundición actualizada de Logroño Histórico, editada por el Servicio de Publicaciones del Excmo. Ayuntamiento, se hará una narración de los hechos motivadores del proceso de Logroño, considerando que este proceso, que no fue más importante que la mayoría de los que se tramitaron, tuvo más celebridad por la circunstancia de intervenir en su sustanciación un teólogo tan docto y tan equilibrado de juicio como probó serIo don Pedro de Valencia. Las infamias que confesaron los acusados le escandalizaron sin llegar a perturbar su razón, acertando a distinguir entre lo que debía ser cierto y lo que era inadmisible, por lo que en largo memorial dirigido al Cardenal Inquisidor General, arzobispo de Toledo, don Bernardo Sandoval y Rojas, antes de dictar sentencia analizó las causas de las fantasías, aberraciones y delirios de los unos y la maldad de los otros que abrazaban la iniquidad por placer o por afán de dominio y de lucro; recuerda las teorías de Andrés de Laguna, médico del Papa Julio III, y lo que ocurrió con el culto a la diosa griega Rhea; siendo tantas y tan buenas sus razones para probar que en las causas de hechicería necesitaba el Santo oficio de una crítica especial, que aquel Inquisidor General dictó ciertas instrucciones aconsejando a sus inferiores para lo sucesivo proceder con suma cautela contra los llamados brujos.

No existe duda que los trabajos de Pedro de Valencia darán un nuevo enfoque moral y legal a los hechos acaecidos en Logroño y sus discursos constituirán un verdadero estudio en el tema. Dándole un enfoque dentro de la realidad. Las juntas de Zugarramurdi no eran una fantasía, sino una evidente realidad. ¿Cuál era la explicación lógica de los hechos figurados en el auto de fe? Simplemente la celebración de gentes cegadas por el vicio y que «con deseo de cometer fornicaciones, adulterios o sodomías ayan inventado aquellas juntas y misterios de maldad en que alguno, el mayor bellaco, se finxa Sathanas y se componga con aquellos y traxe horrible de obscenidad y suciedad que quentan».

Así lo significará Caro Baroja en su obra Las brujas y su mundo y añadirá: «En consecuencia, los actos carnales no tendrían nada de maravilloso, los viajes al aquelarre hechos «por sus pies», por cada uno de los asistentes, las muertes provocadas por venenos y por la complicidad fueron causa de que todo tome el mismo aspecto que tomaban los misterios de la gentilidad, que se «cubrian con tinieblas y silenzio»». Concluye Caro Baroja, que en este punto Pedro de Valencia recurre a su erudición de helenista y compara el humilde aquelarre vasco con las bacanales, especialmente con las que describe Eurípides, y no desecha tampoco Pedro de Valencia la posibilidad de que alguno de los actos atribuidos a los brujos sean debidos a aberraciones mentales, visiones producidas por la «melancholia» o el «morbum imaginosum», deseo de comer cosas repugnantes, y en cuanto al pacto con el demonio, atribuirá todo a lo que se dice de reuniones, uniones carnales, banquetes, etc., a visiones que les produce en un sueño muy denso que les provoca mediante ungüentos, tóxicos y otras sustancias.

           En este estudio de Caro Baroja sobre las consecuencias teóricas y prácticas del proceso de las brujas de Zugarramurdi y la acción teórica del humanista Pedro de Valencia, analizará que dicho humanista también expone en sus discursos, en último término, el modo de sentir común que había hecho condenar a los procesados en Logroño y a tantos otros como reos de delitos que en todos y cada uno de sus detalles eran reales y considera que este punto de vista es tanto más peligroso cuanto que se combina de modo casuístico con la tesis de él, de manera que aplicando unas veces un criterio y otras otro, los culpables pueden acusar a los inocentes, o cabe llegar a otras situaciones extremas.

Florencio Idoate, en su obra La brujería navarra, al comentar el auto de fe del proceso de Logroño admite que el auto resultó cruento, aunque la justicia fue más dura todavía en la parte francesa, en manos de Lancre -y resalta acertadamente Idoate- que Salazar, el inquisidor que da la cara, examina después a 1.384 niños y niñas y 420 personas mayores, que contestaron al cuestionario preparado y sus conclusiones serán desfavorables para su compañeros de tribunal, a los que dejará en evidencia.

Manuel Rivas, en su artículo Brujas en la Rioja y García del Moral en Glosas a un proceso célebre de la Inquisición de Logroño del siglo XVI, también ensalzarán la figura humana y sencilla del inquisidor Salazar.

Indudablemente que el informe de Salazar tuvo unas consecuencias prácticas evidentes en las decisiones de la Suprema a partir de 1614, al declarar que los tribunales locales de la Inquisición no gozarían ninguna autonomía jurídica en materia de brujería, y de someterse en cada caso al control de la Suprema.

K. Baschwitz, en su obra Procès de Sorcellerie, después de estudiar el delirio de la brujería en el siglo XVI, con un recuerdo hacia el doctor Wier, que tuvo repetidas consultas sobre personas poseídas del demonio, habiéndoles introducido en el cuerpo puntas de hierro, agujas o alfileres, el doctor sentará la siguiente conclusión:

«...des gens inexpérimentés ont attribue jusq'a present beaucoup d'evenements au diable et a sa bande, en pensant qu'il s'agissait de faits effectivement vecus alors que ce n'était qu'illusion, ensorcellement, mensonge, tromperie et besogne diabolique».

Y concluirá su estudio resaltando los combates victoriosos de Christian Thomasius, nacido en Leipzig en 1655, en su lucha contra los procesos por brujería, y finalizando su obra con ese capítulo que denominará La victoria de la razón, que no deja de ser coincidente con la denominación que Julio Caro Baroja señala en el capítulo 17 de su obra Las brujas y su mundo, que dirá: «La época de las luces al tratar de la corriente crítica en la primera mitad del siglo XVIII, en la que recogerá en un interesante estudio el pensamiento de Voltaire en su Diccionario filosófico, al escribir: «Es pena grande que hoy no haya ya ni poseídos, ni magos, ni astrólogos, ni genios. No puede concebirse lo que hace cien años suponían todos estos misterios como recursos. Toda la nobleza vivía entonces en sus castillos. Las tardes de invierno son largas y se hubiera muerto de aburrimiento sin estas nobles diversiones. No existía castillo al que en días no determinados no volviese un hada. ..El diablo torcía el cuello al mariscal Fabert. Cada aldea tenía su brujo o su bruja, cada príncipe tenía su astrólogo; todas las damas se hacían decir la buenaventura; los poseídos andaban campo traviesa; la cuestión era saber quién había visto al diablo o quién lo había de ver...», y el Padre Feijoo afirmará:

«Hubo en los tiempos y territorios en que reynó esta plaga, mucha credulidad en los que recibían las informaciones, mucha necedad en los delatores y testigos, mucha fatuidad en los mismos que eran tratados como delinqüentes. Los delatores y los testigos eran, por lo común, gente rústica, entre la cual, como se ve en todas partes, es comunísimo atribuir a la hechicería mil cosas, que en ninguna manera exceden las facultades de la Naturaleza o del Arte. El nimio ardor de los procedimientos y freqüencia de los suplicios trastornaba el seso de muchos miserables, de modo que luego que se veían acusados, buenamente creían que eran brujos o hechiceros y creían y confesaban los hechos que les eran imputados, aunque enteramente falsos. Este es efecto natural del demasiado terror, que desquicia el cerebro de ánimos muy apocados. Algunos jueces eran poco menos crédulos que los delatores y delatados y si fuesen del mismo carácter los de hoy, hoy habría tantos hechiceros como en otros tiempos».

Para Caro Baroja estas palabras encierran más verdad histórica que las de Voltaire.

En el proceso de Logroño, se mezcló -como hemos repetido- el ambiente propio de la época, con la rigidez de los inquisidores en el cumplimiento de unas reglas. Se les podrá acusar de inflexibilidad, dureza e intolerancia, pero no de creadores de la norma punitiva. Actuaban en represión de actos que consideraban propulsores de un mal creciente: la herejía y en esta intervención, en ciertas ocasiones, franquearán unos límites vedados al respeto y libertad humana. Así surgirán las voces de protesta.

Podríamos sintentizar la actuación del Tribunal de la Inquisición de Logroño sentando como base que pretendieron dar un exacto cumplimiento a unas reglas de fe, que aplicaron con un criterio riguroso.

¿Su mal? El propio de los procedimientos de la época; la acusación y los pronunciamientos se basaban en unas declaraciones testificales, de dudosa veracidad. Fue precisamente este extremo uno de los puntos en que fue más combatida la Inquisición, a quien se atribuyó el hecho de haber fomentado ese espíritu tan repudiable como es la delación.

En un código de equilibrios analíticos del proceso de Logroño, las conclusiones resultarían difíciles y complejas, pues en los móviles religiosos de persecución de la herejía, se conjugaban otros factores de índole política conducentes a esa tendencia de unidad estatal iniciada por los Reyes Católicos y simplificación del problema social creado por la diversidad de confesiones en el seno de la comunidad.

Es innegable que los juzgadores del proceso de Logroño, encubiertos en la capa de un puritanismo religioso mantuvieron actitudes inflexibles en sus pronunciamientos; pero tampoco se puede olvidar que se hallaban en momentos de una presión colectiva que les obliga al mantenimiento de unas medidas de represión para evitar que a través de ciertas prácticas -brujería, magia, ciencias ocultas, etc.- se pudieran socavar creencias y tradiciones religiosas con ofensa a los preceptos cristianos.

¿Creyeron ciertamente en la existencia de esas brujas con los fantásticos hechos reflejados en el auto de fe de 1610? La contestación sería dudosa, aun exceptuando a Salazar; la herejía estaba considerada como grave delito contra la Iglesia y la propia comunidad: luego era punible.

La dureza del castigo nunca será excusable, pero el tormento, la muerte en la hoguera, las prisiones perpetuas, la confiscación de bienes, etc., etc., se prodigaban en los siglos XII, XIII y XIV. Recoge Vicente Palacio Atard que el Concilio de 1179 admitía que los príncipes seculares atacaran la herejía como perturbación del orden público, pero prohibía que los clérigos tomaran parte en los castigos sangrientos. El Sínodo de 1184 confirmaba esta tendencia y el Papa Lucio III mantuvo el criterio de que los obispos no solamente debían admitir las denuncias sino que debían investigar los casos de herejía.

El mencionado comentarista cita que uno de los primeros en legislar la pena de muerte contra los herejes fue el Conde Ramón V, de Toulouse, a finales del siglo XII, y Pedro de Aragón, en 1197, que sentían los efectos de las herejías albigenses. Federico II, en 1220, desencadenará en su imperio una ofensiva exterminadora. Es interesante señalar que las partidas de Alfonso X incluirán el máximo castigo en el derecho positivo de Castilla, cuya misma línea seguirá en Francia el monarca Luis IX.

Como se puede deducir el Tribunal de la Inquisición de Logroño seguía un patrón que resultaba universal: la caza de las brujas y hechiceras como defensa de la fe.

No debemos olvidar que en tales momentos, incluso, tal represión contaba con el apoyo de la opinión pública, que en muchas ocasiones recabó de la autoridad civil y eclesiástica la adopción de medidas contra la brujería influenciada sin duda por ese «ambiente» que denunciamos, que se mezclaba con rumores e historias irreales nacidas de la incultura o mentes desequilibradas.

También debe tenerse en cuenta que la popular frase «caza de brujas» obedecía a una persecución que debemos considerar iniciada en el año 1258 y que se extendería posteriormente por distintos países. No olvidemos que en 1275 el obispo Hugo de Banyel no dudaría en condenar a una mujer que se confesó bruja y tener relaciones carnales con el diablo, y los siglos XV y XVI se pueden calificar en la persecución de la brujería como sus «épocas de oro», que tendrán su mejor exponente en la quema de 200 brujas del Cantón de Wallis.

Y resulta curioso resaltar que eminentes escritores e ilustres teólogos -incluso Santo Tomás- se vieron influenciados por esas ideas generalizadas en un ámbito extendido al protestantismo cuyo mejor reflejo se plasmará en las frases de Lutero: «Yo creo que los diablos habitan en los loros y en las cotorras, en los monos y en los macacos, para que ellos puedan así imitar a los hombres».

¿Cómo sustraerse los inquisidores logroñeses a pensamientos generalizados? El espíritu colectivo de represión se definirá en las palabras de Boguet:

«El crimen de la brujería es un crimen excepcional y por lo tanto debe ser juzgado excepcionalmente sin observar las normas del derecho ni los procedimientos ordinarios».

 

Por diferentes motivos el proceso de Logroño tendrá una evidente resonancia; pero sus actuaciones no difieren ni superan a las utilizadas en otros procesos. Delación, tortura y triste final de muchos acusados en la hoguera, no constituyen norma excepcional en la actuación de sus inquisidores. El delirio de persecución definido en Le marteau des malétices tendrá una evidente manifestación en el auto de fe de 1610; sin embargo, con la intervención de Salazar sobre el ambiente polémico se infiltrará una semilla que como suave laxante nos llevará hasta la humanitaria bula «Omnipotentis» -1623- y brujas y hechiceros no serán entregados al brazo secular sino en los supuestos casos de pacto con el diablo seguido de asesinato.

Podemos llegar a la conclusión, de que indudablemente el Tribunal de la Inquisición de Logroño actuó con dureza, pero debe tenerse en cuenta como atenuante que actuaban en el expresado «ambiente de época» en medidas de represión tendentes a evitar que ciertas prácticas -la brujería con sus invocaciones y adoración al diablo- pudieran socavar las tradiciones y creencias religiosas basadas en los preceptos del cristianismo. Fue un olvido de las reglas de derecho frente a los signos y espíritus del mal.

            Quedará como uno de tantos misterios sin descifrar, el hecho si verdaderamente se creyó por los juzgadores la existencia de las propias brujas -considero que la contestación no sería afirmativa en la mayoría de los casos, y la actuación del inquisidor Salazar es el mejor exponente-; lo que sí resulta evidente es que castigaban unos hechos contrarios a dogmas y principios religiosos establecidos; en este enjuiciamiento lógicamente resultaban sancionables personas inculpadas de pertenecer a aquel otro mundo diabólico y fantasioso que debía ser reprimido. Y ese mundo era el del sabbat con sus fiestas nocturnas convocadas por el extraño sonido de un cuerno utilizado por el diablo, que lo escucharán en cualquier parte en que se encuentren. Y allí acudirán en sus viajes aéreos sobre el palo de la escoba, emitiendo infernales cantos con voz metálica y estridente.

Esos dos mundos se dibujan en el auto de fe de Logroño; el del puritanismo religioso en actitudes inflexibles contra la brujería, como simbolización y encarnación del mal, con sus poderes maléficos: «La brujería es el culto a satán...». «La brujería provocará tormentas, destruirá cosechas y arrasará los campos». Crímenes y locuras serán imputables a la brujería...

También es de tener en cuenta, que quizás, las verdaderas raíces que motivaban la represión de los juzgadores, habría que buscarlas en una defensa contra corrientes reformistas que encubrían móviles no solamente religiosos, sino igualmente de orden político con el que se hallaba identificada la Iglesia.

La Iglesia y la política se hallaban identificadas en barreras mutuas de defensa: iluminados, magia y ciencias ocultas, brujería, eran manifestación o movimientos reformistas en oposición a las ideologías de la tradición cristiana, católica o protestante imperante en una Europa sumida en guerras y desolaciones.

El proceso de Logroño tuvo, como anteriormente hemos señalado, una evidente resonancia; pero insistimos no fue una excepción, sino uno de tantos casos de una psicosis colectiva de «autodefensa» propia que tuvo su apogeo en los siglos XIlI al XV.

¿Qué nos queda hoy del proceso de Logroño? ¿Acaso un mensaje de reflexión?

En cualquier caso, el hombre se inclina misteriosamente al conocimiento de su pasado, sin el cual no podría existir nuestro presente en cambiante ruta hacia lo desconocido...

Con las víctimas del proceso de Logroño había surgido un mensaje de meditación: la conciencia religiosa de Alonso de Salazar y Frías lo había difundido como semilla de fe proclamando unas verdades en desafío a su propia presencia en aquel auto de fe celebrado en la ciudad de Logroño, los días 6 y 7 de noviembre de 1610, que comenzó...

 

 

 

https://www.vallenajerilla.com/berceo/gildelrio/zugarramurdi.htm


LAS CÁRCELES INQUISITORIALES

 

El tema de las cárceles inquisitoriales ha excitado más la fantasía de los literatos que la investigación concienzuda de los estudiosos. Los frutos corresponden al previsible resultado de tales incitaciones. Sorprende no poco que el famoso Llorente, en su amplia Historia crítica de la Inquisición, dedique escasos párrafos a este tema. Aunque en ellos califique los calabozos inquisitoriales de «rien plus affreux», protesta a continuación de los que los creen lóbregos, húmedos e insanos, diciendo que, al menos en su tiempo, existían buenas celdas, bien iluminadas y sin humedad, en las que inclusive se podía hacer algún ejercicio corporal. Con todo pone todo el acento en la infamia pública que se seguía al que las ocupaba, en la tristeza que acompañaba a la soledad y al desconocimiento del estado del proceso, y en la hipocondria que se apoderaba de quien tales males padecía.

Un repaso de la literatura más clásica acerca de la Inquisición, nos descubre que nos hallamos ante un tema insuficientemente estudiado y cuya investigación plantea problemas metodológicos obvios. ¿Cómo emitir un juicio global sobre un fenómeno que abarca varios siglos y la vasta geografía de España y de sus dominios, donde también se instaló la Inquisición? ¿ Valoraremos por igual la normativa al respecto que fue surgiendo con los años, y la praxis real en la que, como en otros campos, «se obedece, pero no se cumple,,? ¿Intentaremos dar con los perfiles del «sistema», o nos dejaremos llevar por la realidad variopinta de los hechos? En cualquiera de las opciones, nos encontramos con una ingente masa documental de la que es preciso espigar los elementos que nos permitan responder decorosamente al tema.

El ejemplo más fértil de tal método lo tenemos en la clásica History of the Inquisition of Spain, que a principios de siglo publicara Henry Charles Lea. Dedica bastantes páginas al tema y en ellas nos ofrece un muestrario bastante amplio de lo que arrojan las fuentes, y un juicio global que a más de uno resultará sorprendente y que acaso convenga registrar de entrada para desdramatizar un asunto, excesivamente caldeado por la fantasía novelesca. Las cárceles inquisitoriales -dice Lea- eran menos intolerables que las cárceles civiles y episcopales. Su disciplina era más humana e ilustrada que la que se aplicaba en otras jurisdicciones (11,534).

La existencia de las cárceles inquisitoriales obedece a una inspiración muy particular, lo mismo que la Inquisición. Basta pensar en la particularidad de esta institución, evidentemente represiva, que admite la reconciliación a quien reconoce espontáneamente su culpa. El sistema jurídico inquisitorial obedece a unos principios -equivocados o no- perfectamente singulares, y lo mismo su sistema carcelario. Por ello, tanto en sus líneas normativas como en su praxis, ofrece analogías con el Derecho Penal civil, y también particularidades y diferencias.

Aunque parezca ocioso el advertirlo, primero fue la Inquisición y luego nacieron las cárceles. La Inquisición fue adquiriendo con tiempo su estructura definitiva: fue asentándose a todo lo ancho de la geografía nacional, elaborando al dictado de la experiencia sus normas y ordenanzas, perfilando una praxis organizativa y procesal, formando un cuerpo complejo de funcionarios con competencias específicas, que va desde el inquisidor general y la suprema, hasta los llamados «familiares del Santo Oficio», pasando por los inquisidores locales, consultores, fiscales, notarios, nuncios, secretarios, etc ... Dentro de esa larga nómina aparecerá la figura y competencias del alguacil y, más exactamente, del alcaide de los presos o carcelero.

 

El hecho carcelario

 

El carácter represivo de la institución, especificado en las primeras líneas de los dictados de sus documentos, «contra la herética pravedad y apostasía», forzosamente había de prever una gama de penas a tenor de los delitos. Si pensamos que el ámbito operacional de la institución se amplía, ocupándose de cada vez más ancho espectro de delitos (v. gr. blasfemia, bigamia, escándalo, etc.), las penas seguirán modulaciones muy variadas. Aunque la imaginación popular sólo piense en espectaculares autos de fe y quemaderos, eran infinitamente más los reos que padecían penas más suaves que la capital. Entre éstas podemos enumerar la confiscación total o parcial de bienes, el destierro, la condena a galeras, la pérdida de honores, derechos o empleos, el famoso sambenito... y la cárcel, perpetua o temporal. Esta última planteaba la necesidad de un sistema carcelario.

Con todo, mucho más importante que la existencia de cárceles penales era la figura y realidad de la cárcel preventiva, las célebres «cárceles secretas», que surge al mismo tiempo que la Inquisición, dictada por el tribunal, tras previa y suficiente información sobre los delitos del presunto reo, a fin de asegurar mejor la efectividad del proceso. El hecho de la reclusión durante el proceso o a raíz de pena impuesta en este último, exigía teóricamente prisiones o cárceles para ambas situaciones. Su naturaleza distinta las diferencia notablemente y la historia demuestra que funcionaban de modo muy diverso. Es una distinción que, en ningún momento, debe soslayarse, ya que la situación del preso varía sustancialmente en muchos aspectos.

La normativa inicial

 

Es verdad que las leyes no son toda la vida. Al menos son una parte de ella y en ellas se reflejan intenciones y voluntades. Resulta aleccionador el asomarse a las primeras codificaciones de normas inquisitoriales. En una de éstas, las Instrucciones de Sevilla (1484), nos sale al paso en el artículo XI el caso de quien, previa legítima información, «fuere preso y puesto en cárcel». Esta cárcel preventiva, teóricamente provisional y pasajera -aun cuando en realidad se prolongaba excesivamente- era considerada como necesaria para el normal funcionamiento del tribunal. Es lógico el suponer que donde quiera que se instalaba un tribunal era preciso disponer de un local que sirviese de cárcel. La funcionalidad de esta cárcel explica que siempre sea un local anejo al del edificio de la Inquisición, que podía cómodamente llamar a audiencia a los presos, y a éstos el solicitarla con igual facilidad.

En cambio, en los artículos VII y XII se contempla la modalidad de la cárcel penitenciaria, concretamente la «carcel perpetua» aplicada como pena. Justamente en esta primera aparición del término se habla ya de la posibilidad de condonarla. Esta extraña situación se debe a la inexistencia de penales apropiados y específicos para el cumplimiento de tal pena. Además, a lo largo de toda la historia de la Inquisición, gravita el problema del sostenimiento económico de tales centros.

También advertimos en esta inicial reglamentación carcelaria una cautela, por lo demás de derecho común, que condena el que se den dádivas a inquisidores, oficiales y alguaciles, término este último que designa al carcelero, que luego se llamará alcaide. Sorprendentemente nos encontramos con otra norma de alto carácter humanitario, referente a los casos en que el reo es condenado a cárcel perpetua. Si al reo le quedaren hijos menores de edad o que no sean casados -dice el artículo XXII-, «dos inquisidores provean y den orden que los dichos huérfanos sean encomendados a personas honestas y cristianos católicos o a personas religiosas que los críen y sostengan y los informen cerca de nuestra santa fe católica; y que hagan un memorial de los tales huérfanos y de la condición de cada uno de ellos, porque la merced de sus altezas es hacer limosna a cada uno de aquellos que menester hubieren y fueren buenos cristianos, especialmente a las mozas huérfanas con que se casen o entren en religión». Naturalmente es preciso situar tal norma en el contexto inquisitorial inicial de antijudaísmo. El humanitarismo apunta hacia el proselitismo y a la captación de los hijos de los condenados a cárcel perpetua.

Lecciones de experiencia

 

La experiencia de cuatro años está presente en las nuevas normas que se promulgan en 1488, las Intrucciones de Valladolid. Dando por «justas y al derecho conformes» las normas de 1484, las completan con otras nuevas en la que no es difícil rastrear el fruto de situaciones pasadas que exigían modificaciones en el sistema carcelario. Así, en el artículo III, se intenta liberalizar un tanto los procedimientos procesales con el fin de no alargar indebidamente la prisión preventiva (tacha que caerá sobre los usos inquisitoriales posteriores hasta en procesos muy célebres), sea que concluyan con la absolución o con el castigo del preso. En este artículo se dice que a fin de que los presos «no sean fatigados en las cárceles en la dilación del tiempo, que luego se haga proceso con ellos porque no haya lugar a quejarse, y no se detengan a causa de no haber entera probanza, pues que es causa que cuando sobreviene probanza se puede de nuevo castigar, no obstante la sentencia que fuere dada». A la vista está la peculiaridad del sistema procesal inquisitorial.

Aún más directamente relacionado con la normativa carcelaria se nos presenta el artículo V, cuyo texto es suficientemente expresivo: «Acatando la intención de los derechos y los inconvenientes y cosas de mal ejemplo que la experiencia nos ha mostrado se han seguido en los tiempos pasados, de dar lugar que personas de fuera vean y hablen con los presos por razón de dicho delicto, fue acordado que de aquí adelante los inquisidores, alguaciles o carceleros ni otras personas algunas no den lugar ni consientan que personas de fuera vean y hablen a los dichos presos». Los inquisidores debían tener cautela y vigilancia sobre este extremo y castigar a los infractores. Quedan eximidos de esta norma los clérigos o religiosos que por mandato de los inquisidores visiten a los presos «para consolación de sus personas y descargo de sus conciencias». El aislamiento en la carcel preventiva tiene su origen en datos de experiencia que entorpecían la marcha del proceso; tal cautela no tendrá sentido ni aplicación en la cárcel penitenciaria.

Otra norma disciplinaria, esta vez más humana, que acompaña a la anterior, es la de la obligación impuesta a los inquisidores de visitar personalmente las cárceles de quince en quince días, «y provean a los presos de lo que hubieren menester».

Las eventuales condenas a cárcel perpetua planteaban otro tipo de problemas, evidenciados en el artículo X. En efecto, los herejes y apóstatas que se reconciliaban eran condenados a esta pena. Mas, «como aquello no se podría hacer por la multitud de ellos y por el defecto de las cárceles, lugares donde debían estar», pareció oportuno, que, tras imponerles la debida penitencia, «en tanto que de otra manera se provee, les podrán deputar y señalar por cárcel sus casas donde los tales moraren, mandando que las cumplan».

La paradoja de la suavización extrema de la más grave pena después de la capital, es imposición de la imposibilidad práctica de hacer efectiva tal pena a causa de la inexistencia de cárceles penales suficientes. Precisamente por ello acuerda la Suprema elevar una súplica a los reyes para que manden a los receptores que en cada partido donde se hace Inquisición, «se haga en los lugares dispuestos un circuito cuadrado con sus casillas, donde cada uno de los encarcelados estén, y se haga una capilla pequeña donde oyan Misa algunos días, y allí haga cada uno su oficio para ganar lo que hubiere menester para su mantenimiento y necesidades, y así cesarán grandes expensas que con ellos la Inquisición hace». La forma, el espacio, el lugar apropiado para estas necesarias cárceles se deja al arbitrio de los inquisidores.

Aunque tal súplica no creo que pasara del estado de proyecto, deja entrever varias cosas: que la Inquisición no disponía de un sistema carcelario donde hacer cumplir sus propias sentencias; que ante tal precariedad, conmutaba fácilmente la cárcel perpetua por confinamiento en la propia casa del reo. Por otra parte, y en mera hipótesis de proyecto, resulta revolucionario en la tradición penal general la planificación de una cárcel, no mastodóntica, sino con casillas cerradas sobre una plaza y donde se prevee el ejercicio del propio oficio. Aun con miras interesadas en orden a desgravar con tales rendimientos las cargas de sostenimiento de la prisión y de sus habitantes, el proyecto inquisitorial dista mucho de ser cumplido en las más avanzadas reformas penitenciarias muchos siglos posteriores. Claro está que el proyectar cuesta poco.

Nuevos matices

 

Las «Instrucciones» de Avila de 1498 matizan algunos extremos y se hacen eco de una situación cambiante. De nuevo se insiste en la agilización de los procesos y en la abreviación de la cárcel preventiva. Según el artículo III, los inquisidores han de tener tiento en prender, y no deben prender a nadie sin tener suficiente probanza para ello. Una vez preso, se le ha de presentar la acusación en el término de quince días y en el mismo se le han de hacer las amonestaciones: «Procedan en las causas y procesos con toda diligencia y brevedad, sin esperar que sobrevenga más probanza, porque a esta causa ha acaescido detenerse algunas personas en la cárcel; y no den lugar a dilaciones, porque de ello se siguen inconvenientes así a las personas como a las haciendas».

Mientras se tiende a tratamiento más equitativo con los presuntos reos, en materia estrictamente penal, concretamente en la aplicación de la cárcel perpetua, se propende a mayor severidad. Los años transcurridos hacían ya sospechosa cualquier reconciliación:

«Miren cómo reciben a reconciliación y cárcel perpetua ... han pasado muchos años» (art. VII). Por otro lado, se denuncian excesivas facilidades en la conmutación de la cárcel perpetua, previniendo a los inquisidores que no lo hagan sin causa y que no se haga «por dinero ni ruego»; cuando sea justo hacerla, sea por ayunos, limosnas y obras pías. Por fin, en esas mismas instrucciones, se ordena que en cada Inquisición haya «un algoacil con cargo de cárcel». Se institucionaliza la figura del carcelero en cada inquisición.

En las «Instrucciones» de Sevilla (1500), el carcelero aparece con perfiles más precisos. Su salario anual es de sesenta mil maravedís; es el responsable del cumplimiento de una reglamentación carcelaria más severa. Queda exonerado de la carga de servir personalmente la comida a los presos, misión que corre a cargo de otras personas. Pero ha de impedir que su mujer, ni persona de su casa ni de fuera «vea ni hable a los presos, salvo el que tiene cargo de dar de comer, el cual sea persona de confianza y fidelidad, juramentado de guardar secreto». Tal cocinero o sirviente es objeto de severo control: «Cate y mire lo que les lIevare, que no vaya en ello cartas ni avisos algunos». Esta desconfianza creciente alcanza a los mismos inquisidores: el alguacil ha de mirar que ningún inquisidor entre solo a hablar con los presos, salvo con otro oficial de Inquisición, con licencia y mandado de los inquisidores y que así se jure guardar por todos». Estimo que estas precauciones se refieren a las cárceles preventivas y tratan de impedir toda interferencia extraña en la marcha de los procesos.

Deontología del carcelero

 

Unos años más tarde, en normas impuestas por el inquisidor general cardenal Adriano de Utrecht (1517) a la Inquisición de Sicilia, y posiblemente extendidas a todas las demás, se insiste, al perfilar la función del carcelero, y su finalidad última: el bienestar de los presos al mismo tiempo que el garantizar su prisión. Las cualidades y competencias exigidas para tal cargo van fijando los parámetros de una cierta ética profesional, al mismo tiempo que dejan entrever brotes de picaresca: el carcelero no ha de olvidar que la cárcel -entiéndase la preventiva- es mera detención, no pena ni castigo impuestos. Ha de tratar bien a los presos, no defraudarles en sus comidas. Ha de cuidar su. comida diaria, velando por su salud. Inspeccionará las cárceles todos los sábados. Procurará que los presos puedan trabajar para su sustento, etc. Instrucciones semejantes encontró Lea, correspondientes en 1645. Cualquiera podrá suscribir el juicio positivo del investigador norteamericano y el portillo abierto que deja para realidades más sombrías: tal normativa es admirable, pero su cumplimiento dependía de hombres, y la negligencia podía fructificar en el ámbito inquisitorial lo mismo que fuera de él.

En las «Instrucciones» de 1561 encontraremos algunas novedades respecto a los presos enfermos y a su asistencia médica. El médico entra a formar parte de la plantilla inquisitorial y se prevé el paso al hospital del preso enfermo que requiera cuidados especiales y, naturalmente, su vuelta a la prisión una vez recobrada la salud. Todavía en el campo de la normativa se podrían recoger disposiciones varias como la del rey Fernando que manda a la Inquisición de Zaragoza que construya una prisión (1486), la de Cisneros en 1514 que permite cumplir la prisión perpetua en la propia casa, la de Carlos V (1518) que una vez más urge que se tengan cárceles propias o las de la Suprema en 1570 que dispone que, en defecto de edificios propios, se alquilen casas para el mismo efecto.

Las lagunas del sistema carcelario

 

Lo cierto es que no existían cárceles penales en Valencia en 1540, ni en Logroño en 1553, ni en Toledo en 1562. Algunas inquisiciones pudieron disponer para su servicio de edificios notables como el Palacio Real en Barcelona, ya en 1489, el castillo de Triana en Sevilla, el Alcázar en Córdoba, la Aljafería en Zaragoza. Eran excepción. Las demás inquisiciones padecían situación harto más precaria, aunque, eso sí, todas debían disponer de algún local que hiciese las veces de cárcel secreta. Según se deduce de las «Instrucciones» de 1561 muchas inquisiciones no tenían cárceles penitenciarias estables. En su defecto, se utilizaban casas ad hoc, o se designaba como cárcel algún convento, como el del Santo Sepulcro de Zaragoza. Toledo dispondría sólo en 1600 de «cárcel de penitencia» y Valencia nueve años más tarde. Muchos años después, 1720-1730, cuando menudea más la pena de cárcel, sigue siendo precaria la situación. Según una encuesta realizada hacia 1750 sólo tres inquisiciones cuentan con alcaide efectivo. ¿Acaso las demás no contaban con presos? Hacia final del siglo se va haciendo más rara la pena de prisión. La resistencia permanente a cargar con su sostenimiento económico, hacía recortar el tiempo de cárcel prescrito en la sentencia e inclusive el término de cárcel perpetua es casi meramente técnico, puesto que se reduce a algunos años cuando más y hasta curiosamente se registra la condena a cárcel perpetua de seis meses (?).

Por otra parte, la vida misma va introduciendo realidades diferenciadas en punto a cárcel. Llorente distingue entre las «cárceles públicas», destinadas a los castigados por delitos distintos de la herejía estricta; «cárceles medias, para los funcionarios de la propia Inquisición que cometían algún delito en el ejercicio de sus funciones; y las «cárceles secretas», destinadas a los herejes o sospechosos de herejía. En las primeras era permitida la comunicación con el exterior; no así en las segundas.

Las normas y la vida

 

En resumen, nos hallamos ante un sistema carcelario improvisado, cuya consistencia requerirá tiempo, estando al mismo tiempo sometida a los avatares de la historia y actividad de la propia Inquisición.

La densidad de la población encarcelada o penitenciada podía conocer momentos de incremento inusitado a tenor de las circunstancias y que obligaba a hacinarse a los presos en espacios programados para circunstancias normales. Pensemos en los procesos de Valladolid y Sevilla (1558-1561) de los focos protestantes. En Sevilla hubieron de alquilar casas con tal motivo. Acaso tales cárceles improvisadas no poseían la dureza de otras, v. gr. los calabozos subterráneos del palacio de Palermo, pero tenían otras incomodidades.

En alguna rarísima ocasión se utilizó como cárcel una casa particular. Tal ocurrió con el arzobispo Carranza. No obstante, su aislamiento fue extremo, dadas las cautelas aparatosas y hasta vejatorias que se prodigaron con él. Su encierro fue tal, que no llegó a enterarse del terrible incendio que asoló a Valladolid en 1561. Gozó de la asistencia de dos criados, que padecieron idéntico aislamiento que su señor. En algún caso se quejaron del hedor del cuarto y de su escasa ventilación, y, sobre todo, de las humillaciones y vejaciones a las que los sometía el carcelero González. Toda comunicación con sus abogados tenía lugar en presencia de algún inquisidor. Se contraseñaba con una rúbrica especial cada pliego de papel que se daba al preso para redactar sus defensas y se llevó hasta extremos inverosímiles el control de los escritos y papeles del propio reo que se le entregaban a petición suya para defenderse.

Más duras eran, sin duda, algunas de las condiciones que padecían simultáneamente los presos protestantes de Valladolid. Fue imposible mantener la incomunicación individual, ya que nos consta de algunos coloquios mantenidos por presos que disponían de un mismo recinto. Padecieron celdas más seguras y severas los inculpados más comprometidos. De uno de ellos, el italiano don Carlos de Seso, consta que estuvo encadenado y que las cadenas le produjeron algún trastorno circulatorio en las piernas. Su estado de salud produjo alguna alarma y ello dio ocasión a la visita de los médicos, cuyos dictámenes he publicado. Este episodio, ampliamente comentado en el Anuario de Historia de la Medicina, de Salamanca (1975), nos permite seguir de cerca la actuación médica en la cárcel. Existían médicos oficiales de la misma Inquisición y otros que podían ser llamados ad casum, previas ciertas cautelas legales y juramento de guardar secreto. En el caso estudiado en que no concuerdan los dictámenes de dos médicos, es llamado un tercero para dirimir la cuestión. Junto a la asistencia obligada por caso de enfermedad, descubrimos otro tipo de dictamen de efectos jurídicos, a requerimiento del fiscal. En caso de grave enfermedad o peligro de muerte el dictamen médico correspondiente era un argumento en manos del fiscal en orden a apurar las declaraciones del reo y, sobre todo, su ratificación de lo dicho, condición jurídica necesaria para la validez de un testimonio. En ocasiones, vemos que el galeno aconseja el traslado del enfermo preso a una estancia mejor aireada o la mitigación de su carcelería.

Dos tipos de cárcel

 

Una cosa debe quedar absolutamente clara: la diferencia notable entre las que vemos cárceles preventivas o procesales, «secretas», y la cárcel penitenciaria que se seguía, en su caso, a la pena impuesta en la sentencia, temporal o llamada perpetua. La especificidad de cada una de ellas planteaba situaciones, condiciones y normativa muy diversas. En la realidad histórica tienen mayor importancia y entidad las primeras que las segundas.

En estas segundas, la situación general siempre fue relativamente precaria. Nunca se dispuso de una red de penales adecuados y siempre escoció el problema de su mantenimiento económico. Estos problemas asoman insistentemente en la documentación de los siglos XV y XVII. En este campo se aprecia hasta un cierto laxismo, ilustrable con múltiples episodios, como el de Granada en que los presos mendigaban y andaban por la calle en busca de su sustento. En tal situación es explicable que se produjeran fugas, aun cuando la captura subsiguiente fuese acompañada de nuevas penas. Un cierto signo de impotencia efectiva explica este estado de cosas. y desde luego ofrece materiales para una historia de la picaresca carcelaria en sus diversos estamentos: negligencia, soborno, fraude, fugas, seducciones, motines de presos como el de Sevilla contra el alcaide Benavides.

Al relativo laxismo de las cárceles penales se contrapone la severidad de las preventivas o «secretas». Desde un punto de vista material, el sentir común de los especialistas (Lea, Shaefer, Pinta Llorente, Llorca, Kamen) endulza notablemente el juicio global que puedan merecer: no eran peores que las cárceles comunes, sino mejores. Diversos episodios en que encarcelados en cárceles civiles o episcopales buscan modos para ser trasladados a cárceles inquisitoriales parecen abonar esta opinión. Desde un punto de vista jurídico moderno puede sorprender el hecho mismo de la cárcel preventiva. Admitido el hecho en función de asegurar más la verdad del proceso, se derivan de él una serie de consecuencias lógicas, que igualmente hieren la sensibilidad y la praxis modernas. La más notoria de todas es el aislamiento del preso y la serie de cautelas adoptadas para hacerlo efectivo. Tanto la leyenda como los historiadores han dirigido sus dardos especialmente contra estas cárceles, y por ello nos hemos de detener algo más en su descripción. Su historia sistemática y documentada está por hacer y sólo puede elaborarse en base a hechos episódicos, cuyo valor significativo será preciso aquilatar.

Sus condiciones sanitarias y alimentarias, el rigor de las prevenciones tomadas, la asistencia prestada, la vida real de la cárcel, en suma, son capítulos que esperan investigaciones pormenorizadas. El estudio de P. Herrera Puga, Sociedad y delincuencia en el siglo de Oro (Madrid, 1974), nos ha abierto los ojos sobre un mundo oculto que yacía bajo los esplendores gloriosos de la época y nos ofrece un término de comparación. Lea y Pinta Llorente han espigado numerosos datos perdidos en voluminosos procesos o en correspondencia inquisitorial y con ellos rompen no poco la imagen usual existente al respecto. Existen hechos de signo positivo y negativo y es muy aleatorio utilizar a su vista el adagio latino ab uno disce omnes.

Constituye opinión generalizada entre los estudiosos el pensar que vivir en las cárceles inquisitoriales no era peor que vivir en cualquier otra cárcel, sino probablemente mejor. Esto desde el punto de vista de la situación carcelaria. Por otra parte hay que asegurar que el rigor no es uniforme, esto es, en todos los tiempos, en cada cárcel o de cara a cada persona. En punto a rigor cabría decir que el acento recae más bien sobre el sistema procesal que sobre el carcelario. El P. de la Pinta ha recogido muchos datos al respecto que merece la pena sintetizar: la acusación contra el alcaide Cañas, por ser «demasiadamente remiso en hacer acudir a los presos con sus raciones»; el libro de raciones y la contabilidad del despensero con libre elección de comida hasta llegar al precio fijado; el caso de Toledo en que se mandó poner al reo una cadena y no se cumplió por falta de la misma; el cuidado observado en algún caso para que en verano la carne esté en buenas condiciones, etc. El mismo autor ha publicado un largo inventario de los enseres y ropas que tenía en la cárcel doña Ana de Deza en Sevilla, en el que aparecen en un arca camisas, almohadas, paños de cabeza, sábanas, colchones, colchas, brasero, cama de madera, faldas y corpiños, alfombras, tocas, imágenes de pintura, redomas, servilletas, esteras, libros, mesa con sus bancos y hasta dos bastidores y dos ruecas. En el proceso, dramático y bochornoso como pocos del catedrático biblista Gudiel, trágicamente muerto en prisión sin ver el fin de su causa, se inventarían post mortem tres mantas, dos sábanas, dos hábitos, un manto, jubones, camisas, escarpines, manteles y varios libros, entre los que hallamos la Biblia y las obras de san Agustín y de san Bernardo. Podían ser dos presos de excepción, mas les era posible tener en su prisión tal ajuar y elementos. Difícilmente se compagina esto con los agujeros oscuros y malolientes descritos por Montanus, que caprichosamente privaba a los presos de camas y vestidos. Por ello el alemán Schaefer califica las cárceles inquisitoriales como las mejores de su tiempo (I, 85).

Si esto cabe suscribir desde el plano puramente material, hay otros aspectos específicos de las cárceles secretas que impresionan a los mismos autores: el del aislamiento e incomunicación, el de la prolongación indefinida de tal situación y, sobre todo, el de la infamia social que recaía sobre quien padecía tal cárcel. La tercera tacha es en realidad ajena al sistema carcelario y más bien fruto de un contexto social. Desde el ángulo carcelario sólo presenta el flanco de posibles injusticias en el decreto de arresto o prisión, aunque teóricamente sólo se producía a petición del fiscal y sobre pruebas, y mediante la aprobación de los inquisidores. La primera tacha de la incomunicación y aislamiento era consecuencia lógica del sistema procesal inquisitorial, que quería apurar la verdad de la culpabilidad sin dar lugar a avisos e interferencias de fuera. Si la agilidad procesal convirtiera tal período en breve espacio de tiempo fuera más tolerable.

Por ello desembocamos necesariamente en la segunda tacha, que era la que en realidad agravaba la primera: la prolongación de los procesos. Basta pensar en casos como los del arzobispo Carranza, fray Luis de León o Gudiel, cuyos procesos mantuvieron en la cárcel secreta ocho años en España al primero, tres al segundo y harto tiempo al tercero, que murió sin ver el fin de su causa. Muchos meses estuvo por igual causa San Juan de Ávila. Esta crueldad moral o psicológica hacía harto más largos los meses de carcelería, sobre todo de los inocentes o de los inculpados de delitos menos graves (hablo, naturalmente, dentro de los parámetros penales de la propia Inquisición). El estado de incertidumbre, el desconocimiento de los acusadores y del estado de la causa, las mil y una diligencias puntillosas que ésta requería, la lentitud en el curso de los distintos pasos procesales, el puritanismo o malevolencia de los jueces, prolongaban mortalmente los meses o años de prisión. Aun en el caso de absolución plenaria nadie le quitaba de las espaldas el tiempo transcurrido en la cárcel y el estigma social de haber estado en ella.

La incomunicación se refería al exterior de la cárcel; no tenía por qué condenar a absoluta soledad al preso. En este punto la praxis parece variar. Y no hace falta decir que a pesar de todas las cautelas se producían infiltraciones y todos los ingenios de la picaresca para romper tal aislamiento, sea entre los presos, sea con el exterior. Hay casos en que se utiliza el soborno de los carceleros o la mediación de obreros que trabajan en la cárcel. Vía más socorrida era la de los cocineros o proveedores de comidas. La picaresca se burla de las leyes y produce otras nuevas más severas; esto es, todo tipo de control y escrutinio de los alimentos. El papel, intermediario disimulado de avisos o noticias, es sometido a control, inclusive el que se proporciona a los presos para sus defensas escritas o para otros usos. No olvidemos a los que pudieron escribir obras en la cárcel.

Recepción de sacramentos

 

Todavía existe otra faceta específica del rigor inquisitorial: el de la administración de sacramentos, particularmente dolorosa para aquellos que en verdad no eran ajenos a la fe católica, no así para judíos, moriscos o protestantes. Contrariamente al uso moderno, en que uno se presume inocente mientras no se pruebe lo contrario, en la dinámica procesal inquisitorial parece operar el principio contrario: quien padece la prisión preventiva y está bajo proceso aparece como sospechoso -¿acaso excomulgado?-, al menos cuando recae sobre él acusación que roce la herejía; por ende, no se le pueden ofrecer los sacramentos mientras no se pruebe su inocencia. A la luz de esto se produce el hecho monstruoso de negar los sacramentos a fray Luis de León durante los tres años de su proceso, y el hecho aún más increíble de negárselos al arzobispo de Toledo Carranza durante ocho años. Sus peticiones fueron desatendidas y al fin logró que al menos los dos criados que compartían la prisión con él sin culpa alguna pudiesen comulgar por Pascua.

En cambio, existía mayor amplitud en punto a confesión. En todo caso tal concesión había de ser aprobada por los inquisidores. En las Instrucciones de 1561 encontramos cierta reticencia al respecto: al preso en buen estado de salud que pidiese confesión se le podía denegar o retener hasta que confesase judicialmente su delito y satisfaga a las acusaciones pendientes. Es una clara confusión de la entidad definida del fuero de conciencia y del sistema procesal y un modo de presión poco limpio.

Sólo la muerte, por causa natural o por condena, disipaba todos los' preceptos legales, como ocurría en el campo del Derecho canónico común. En tal trance callaban todas las demás reservas y reticencias y se abría paso la vía sacramental.

«Trabajos que me tienen cercado»

 

¿ Cómo no cerrar estos apuntes ocasionales y sine ira sin mencionar que fue precisamente en la cárcel inquisitorial donde Juan de Ávila, atribulado, penetró en el misterio de Cristo, convirtiéndolo en eje de su vida, y donde fray Luis de León dio cima a su obra inmortal, Los nombres de Cristo?

«Ya que la vida pasada, ocupada y trabajosa, me fue estorbo para que no pusiese este mi deseo en ejecución, no me parece que debo perder la ocasión de este ocio, en que la injuria y mala voluntad de algunas personas me han puesto; porque, aunque son muchos los trabajos que me tienen cercado, pero el favor largo del cielo ... y el testimonio de la conciencia en medio de todos ellos han serenado mi alma con tanta paz, que no sólo en la enmienda de mis costumbres, sino también en el negocio y conocimiento de la verdad veo ahora y puedo hacer lo que antes no hacía. Y hame convertido este trabajo el Señor en mi luz y salud, y con las manos de los que me pretendían dañar ha sacado mi bien.»

La definición vitalista de la cárcel inquisitorial de fray Luis, «trabajos que me tienen cercado», y la posibilidad de escribir su obra, sintetizan bien la entraña del tema de las cárceles inquisitoriales, sin olvidar la «injuria y mala voluntad de algunas personas». Pero esto último no pertenece a la historia de las cárceles, sino a la de los hombres, al igual que la misma Inquisición, una manera de atentar contra la libertad de una cadena larga y variada que todavía no ha terminado y que acaso nunca terminará.

 

 

http://www.bibliotecagonzalodeberceo.com/berceo/tellechea/carcelesinquisitoriales.htm

 


 

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