EL
FAMOSO PROCESO DE LOGROÑO: LAS BRUJAS DE ZUGARRAMURDI
El proceso de las brujas de Logroño ha sido
considerado como uno de los más importantes de su época.
Para unos fue objeto de grandes críticas,
mientras que otros lo consideran como unas medidas necesarias para reprimir el
culto a la brujería. Realmente no se puede enjuiciar con serenidad si no se
tiene en cuenta el «clima» existente en aquella época y cuyo conocimiento he
señalado anteriormente.
Menéndez y Pelayo, Llorente y Lea y otros
investigadores escribieron sobre este proceso.
Como antecedentes del proceso de Logroño, son
de tener en cuenta que la intervención de la Inquisición se produjo como
consecuencia del terror y pánico que se extendió en la región y especialmente
en Zugarramurdi como parte lindante con Labourd, comisionándose al inquisidor
don Juan Valle Alvarado para que realizara una información e inspección por
tales lugares.
El inquisidor realizó un minucioso trabajo
recogiendo comentarios, denuncias y tomando en consideración el contenido de
las mismas quedaron inculpadas más de trescientas personas. Cuarenta de ellas,
como más sospechosas y culpables, fueron trasladadas a Logroño e internadas en
prisión, serían juzgadas en el conocido proceso de Logroño.
Julio Caro Baroja, en su libro de Las
brujas y su mundo, señala que, si la brujería vasca es conocida, es
debido a la fama del proceso de las brujas de Zugarramurdi, a las que dedica un
capítulo, y considera que la Inquisición de Logroño fue arrastrada a actuar por
el celo de la justicia secular, y por una ola de pánico de las que
periódicamente dominaban al país vasco, y que esta vez se extendió sobre la
zona del extremo noroeste de Navarra -y añade- que las autoridades civiles
habían realizado ya muchos arrestos e incluso habían ejecutado a varias
personas cuando la Suprema dio orden al Tribunal de Logroño para que realizara
una inspección en aquella zona.
Vicente Palacio Atard en su obra Razón
de la inquisición, justifica la intervención de la Santa Sede en el
proceso de Logroño, comenzando por generalizar que no fueron escasos en los
siglos XVI y XVII, los casos de hechicería en que la Inquisición estaba llamada
a intervenir, dadas las grandes proporciones en que había aumentado en el siglo
xv en Europa. y considerando que la zona pirenaica occidental no se vio libre
en España de esa infección, y Navarra, las provincias Vascongadas y la Rioja
daban buen contingente de brujos. Se decían cosas horribles de ellos: que mataban
niños, que chupaban su sangre, que obligaban a ritos macabros. La Inquisición
nombró una comisión que emitió dictamen: en él se declaraba que los supuestos
asesinatos no estaban probados ni parecían probables; en cambio, era bien clara
la ignorancia de las gentes comunes, por lo que se recomendaba el envío de
predicadores, ya que sólo la ignorancia puede favorecer el clima de la brujería
y la superstición. Se dictaron instrucciones especiales: que se erigiese una
capilla allá donde las brujas se reunían para celebrar sus aquelarres; que a
las hechiceras se les tratara con indulgencia, reconciliándolas con penas leves
y castigos pecuniarios (azotes y destierros fueron los más frecuentes).
Vicente Palacio Atard calificará el proceso de Logroño como «el único auto de fe importante debido
a los delitos de brujería, magia y superstición y que fue celebrado en Logroño
en 1610, cuando se hubo descubierto en la región guipuzcoana y en Navarra una
amplia organización que se entregaba a aquelarres obscenos, blasfemias y
sacrilegios».
Moratín acusó duramente a los inquisidores
que intervinieron en el proceso de Logroño.
La figura de Leandro Fernández, Moratín
siempre será exponente de un teatro y poesía encuadrada en la retórica de un
siglo de ideas nuevas que marcan una línea entre el espíritu empírico y
racionalista y las nuevas tendencias iniciadas por los románticos alemanes.
Moratín, envuelto en su mundo racionalista de
la anécdota literaria pasará al tema de la brujería en sarcásticos y mordaces
comentarios al auto de fe celebrado en Logroño. Sus expresiones acusan una
marcada tendencia subjetiva y racionalista cuyo valor primordial residirá en su
calidad intrínseca.
Las pinturas negras de Goya son expresión de
un mundo obsesivo devorado por el terror y mirada hacia lo irreal. Ese mundo
fantástico y misterioso de la brujería lo plasmará en desgarradoras imágenes de
fuertes y negros matices que parecen iluminados por una linterna mágica.
Contemplando sus pinturas Aquelarre, Dos brujas volando, Cuatro brujas
por los aires, Conventículo campestre y Bruja comiendo en
familia, acaso nos tengamos que formular una pregunta sobre el
significado de esos rostros angustiosos en escenario alucinante. ¿Es que acaso
no quiso ridiculizar unas creencias en los motivos que dibujaba?
Parece un hecho acreditado que Goya tuvo una
íntima amistad con Moratín, a quien admiraba profundamente e incluso tenía una
coincidencia de ideas con las del comediógrafo.
¿Influyeron en la concepción de las pinturas
de Goya los hechos que habían motivado el auto de fe dictado en la ciudad de
Logroño en 1610? Eminentes tratadistas como Julio Caro Baroja -en su obra Las
brujas y su mundo- se inclinan por la respuesta afirmativa, y señala
que personalmente cree que la lectura de la relación del auto de fe de Logroño,
que criticó Moratín, gran amigo de Goya como es sabido, influyó de modo
decisivo en esas pinturas negras, en las que el movimiento juega un papel primordial.
Quizás Goya, al finalizar su trabajo,
contempló que sus manos habían reflejado una satírica protesta que expresaba en
unos rostros horribles y cuyas arrugas no podían tener otro contenido que
pergaminos que pasaban a la historia en un camino en que la pesadilla daba paso
a la victoria de la razón.
La relación publicada por Juan de Mongastón
del auto de fe contra los inculpados -que se reproduce en el capítulo
siguiente- ha sido fuente de estudios y polémicos comentarios. Los actos
imputados a la secta brujeril de Zugarramurdi que aparecen reseñados, se pueden
considerar como ordenada exposición de unos principios definidores de un delito
de herejía basados en creencias propias de la época.
Unos hechos nacidos en ocasiones por la
tortura y otros por la imaginación o mentes desequilibradas, no suponían que el
juzgador admitiera la realidad del hecho; pero sí, el acto cometido, que
evidenciaba haberse incurrido en el delito de herejía.
El proceso de Logroño tuvo una resonancia que
excedió de los límites de nuestras fronteras; historiadores e investigadores
los han estudiado, incluso en ambiente de exaltada polémica, como un auténtico
suceso histórico.
En los numerosos tratados, estudios e
investigaciones el proceso de Logroño será objeto de exhaustivo análisis e
interesantes comentarios.
Caro Baroja en su obra Las brujas y
su mundo, al hablar de la estructura de la secta brujeril resalta que
muy abundante es lo que se ha impreso acerca de los brujos y brujas procesados
a la par que De Lancre hacía su represión en el de Labourd, al otro lado de la
frontera, por los inquisidores de Logroño; es decir, los que tenían sus juntas
en Zugarramurdi.
Los hechos que motivaron el proceso de la
secta demoníaca de los brujos de Zugarramurdi, mundialmente más conocido por «el
proceso de las brujas de Zugarramurdi», fue el siguiente...
Las actuaciones darán comienzo como
consecuencia de la denuncia de una joven... «y es que una bruja (cuyo nombre no
se declaró más que era de nacionalidad francesa y se había criado en Zugarramurdi),
habiendo vuelto a Francia con su padre, una mujer francesa, la persuadió a que
fuere con ella a un campo donde se holgaría mucho, industriándola en lo demás
que había de hacer, y dándole noticias de cómo había de renegar, y habiéndola
convencido la llevó al aquelarre, y puesta de rodillas en presencia del demonio
y de otros muchos brujos que la tenían rodeada, renegó de Dios, y no se pudo
acabar con ella que renegase de la Virgen María su Madre, aunque renegó de las
demás cosas, y recibió por dios y señor al demonio. ..Que en año y medio que
fue bruja, hizo todas las cosas que hacían los demás brujos, siempre andaba con
recelo de parecerle que no podía ser dios aquel demonio...». Cayó enferma y
arrepentida «propuso de se confesar luego que pudiese ir a otro lugar que
estaba de allí media leguá...Y habiendo cumplido el sacerdote la dio muchos y
buenos consejos, y la consoló y animó, mandándola que muy de ordinario nombrase
el nombre de Jesús...». Arrepentida delatará a los brujos que había conocido...
Y resultarán inculpadas numerosas
personas y entre ellas, como figuras principales de la aluminante historia:
Miguel de Goyburu, «rey de los Brujos», su esposa Graciana de Barrenechea,
«bruja y reina del aquelarre» y sus hijas. Otros personajes importantes del
proceso serán Martín Vizcar; Juan de Echalar, brujo y ejecutor de las penas
impuestas por el demonio; María de Echaleco, bruja; María de Yurreteguía tendrá
una activa intervención en la inquietante historia, con las brujas María
Chipia, vieja tullida y maestra de novicios, y de María de Zozoya, que morirá
en la hoguera.
Señalan las obras Logroño
histórico, de F. G. Gómez y Apuntes históricos de
Logroño, editada por el Excmo. Ayuntamiento, Sección Publicaciones,
que como resultado de este proceso tuvieron lugar autos de fe los días 7 y 8 de
noviembre de 1610, y por su carácter de general y, por ello, esperar afluencia
de forasteros, se hicieron aprovisionamientos abundantes de carne, pan y
comestibles, se abarató el precio del vino procurando se expendiese el de mejor
calidad como previsión de concurrencia de gentes y por coincidir los días con
los de ferias.
Moratín, en sus sarcásticos comentarios al
auto de fe de Logroño, comentando la concurrencia de religiosos de los
distintos monasterios de la comarca, exclamará:
«Asueto y mula y
holgura de tres semanas; y engullir sin término y beber sin medida. Y en Logroño! ».
Los procesados fueron condenados con rigor:
«...cincuenta y tres personas que fueron sacadas al Auto en esta forma:
veintiún hombres y mujeres que iban en forma y con insignias de penitentes,
descubiertas las cabezas, sin cinturón y con una vela de cera en las manos, y
los seis de ellos con sogas a la garganta, con lo cual se significa que habían
de ser azotados. Luego seguían unas veintiuna personas con sus sambenitos y
grandes corozas con aspas de reconciliados, que también llevaban sus velas en
las manos, y algunas sogas a la garganta. Luego iban cinco estatuas de personas
difuntas con sambenitos relajados y otros cinco ataúdes con los huesos de las
personas que se significaban por aquellas estatuas. Y las últimas iban seis
personas con sambenito y corozas de relajados, y cada una de las dichas
cincuenta y tres personas entre dos alguaciles de la Inquisición...».
Comenzó el Auto por un sermón que predicó el
Prior del Monasterio de los Dominicos, que es calificador del Santo Oficio, y
aquel primero día se leyeron las sentencias de las once personas que fueron
relajadas a la justicia seglar, que por ser tan largas y de cosas tan
extraordinarias ocuparon todo el día hasta que quería anochecer, que la dicha
justicia seglar se entregó de ellas, y las llevó a quemar, seis en persona, y
las cinco estatuas con sus huesos, por haber sido negativas, convencidas de que
eran brujas y habían cometido grandes maldades. Excepto una que se llamaba
María de Zozaya, que fue confidente, y su sentencia de las más notables y
espantosas de cuantas allí se leyeron. Y por haber sido maestra y haber hecho
brujos a gran multitud de personas, hombres y mujeres, niños y niñas, aunque
fue confitente, se mandó quemar por haber sido tan famosa maestra y
dogmatizadora».
¿Cómo eran los juzgadores del Tribunal de la
Inquisición de Logroño?
Los que intervinieron en el proceso de
Logroño fueron: don Juan del Valle Alvarado, don Alonso Becerra Olguín y don
Alonso de Salazar y Frías, el ordinario del obispado y cuatro consultores, como
se desprende de las numerosas actuaciones inquisitoriales que concluirían con
el famoso auto de fe celebrado en Logroño.
¿Creyeron realmente los inquisidores del
proceso de Logroño los hechos relatados en el auto de fe de 1610?
¿Estaban convencidos de que las brujas y
brujos habían incurrido en los hechos, que en muchos casos eran confesos los
propios condenados sometidos a duros tormentos y castigos?
Entre el criterio de Salazar y los restantes
inquisidores desde el momento inicial se produjeron evidentes discrepancias, ya
que frente al criterio duro y riguroso de Alonso de Becerra y don Juan del
Valle, que creen ciegamente en la existencia de brujas y consideran deben ser
castigadas de forma rigurosa, existe una oposición por parte de Salazar y
Frías, que no admite su existencia y considera que son necesarias unas mayores
pruebas, no aceptando la mayoría de los hechos denunciados o dando escaso valor
a las declaraciones testificadas.
Considero que se encontraban en unos momentos
en que juzgaban una enfermedad propia de la época. Incluso la Inquisición
española ha de calificarse de tolerante en sus actuaciones, y prueba evidente
es la libertad de movimiento que gozaban los «iluminados» e incluso los
aficionados a la magia o ciencias ocultas.
Conocido es el hecho de que el inquisidor don
Juan Valle Alvarado fue comisionado para obtener una información sobre los
hechos que se decía se estaban produciendo en las montañas vasco-navarras y que
tenían atemorizada a la población. En su cometido recogió infinidad de
denuncias que fueron motivo del célebre proceso en Logroño de «las brujas de
Zugarramurdi».
Es de admitir que lo que intentaban los
inquisidores era la supresión de la herejía; la brujería -fuera o no admitida
por el juzgador- era constitutiva de ese delito de herejía. Pretendían imponer
unas normas religiosas y morales con represión a conductas individuales o
colectivas que pudieran infringir los principios o instituciones establecidas.
Intolerancia religiosa en lo que consideraban cruzada de fe.
El ser denunciado de brujería no precisaba
unas pruebas latentes; resultaba suficiente que el denunciado tuviera hábitos
de jurar, blasfemar, mala fama o incluso una falta de normales facultades
físicas, proferir frases aludiendo al diablo. Incluso quien al ser interrogado
mantiene obstinadamente los ojos bajados o da muestras de temor: «el rostro y
el ojo son el espejo del alma».
En los momentos que intervenían los
inquisidores actuantes en el proceso de Logroño, existía un estado de ánimo
latente de persecución de la brujería en sus límites máximos. En el rigorismo
sancionador se había olvidado el canon episcopi (siglo IX) que precisamente era
un mensaje denunciador y de condena para aquellas personas que podrían ser
calificadas de paganismo, al admitir las brujas voladoras y nocturnas sometídas
a la voluntad del diablo. Recordemos que tres siglos después, el obispo de
Chartres afirmaba humanitariamente que era necesario no olvidar que a los que
esto les sucede son pobres mujeres o gentes simples y crédulas.
La brujería era un delito contra el poder
político y religioso establecido. Momentos especialmente caracterizados por una
intolerancia religiosa -llámese católica o protestante-, extendida más allá de
los límites de nuestra frontera.
Julio Caro Baroja señala que el inquisidor
Alonso de Salazar y Frías, uno de los tres jueces que intervinieron en el
proceso de 1610, después de haber votado contra el criterio de los otros
inquisidores, Alonso Becerra Holguín y licenciado Juan Valle Alvarado, fue
comisionado por la Suprema y recorrió durante una temporada bastante larga los
pueblos de la cuenca del río Ezcurra, los del valle del Baztán, las cinco
villas y otros situados en el norte de Navarra, y a medida que fue observando
los casos, su criterio fue perfilándose más, hasta que llegó a dar como falsas
la mayoría de las actuaciones atribuidas a los brujos en aquel caso concreto, y
en 31 de agosto de 1614 la Suprema dictará una instrucción acerca de los
asuntos de brujería, en que se recogían casi todas las ideas de Salazar. Y en
ese cambio de mentalidad nos llevará Caro Baroja hacia su crítica del siglo
XVIII del capítulo 17 de su obra Las brujas y su mundo, con el
acertado título, que ya hemos comentado, de La época de las
luces, tan magistral como el de K. Baschwitz, que lo señalará como
«victoria de la razón».
La figura y personalidad de Alonso de Salazar
y Frías, en su conjunción de ideas y temores -durante la decisión del proceso-
contrasta con la de don Juan del Valle Alvárado y Alfonso Becerra Holguín.
Holguín y Juan del Valle Alvarado, eran
coincidentes en una idea fija: la herejía es un delito y había que castigarla
en su grado máximo; para ellos no existían encrucijadas ni vacilaciones en la
decisión que debían adoptar. Lo importante era reprimir un mal. ¿Y cuál era
este mal? Cualquier movimiento o creencias en contradicción contra conceptos e
instituciones religiosas establecidas: eran momentos de intolerancia religiosa.
A esta línea punitiva ceñían sus actos
Holguín y del Valle; poseían una inteligencia deductiva: magia, brujería y
ciencias ocultas eran peligrosas manifestaciones contra artículos de fe; su
única preocupación es servir lo que consideran intereses de la religión contra
toda significación de peligro; su temor se traducirá en la inflexibilidad y
dureza de sus actos.
K. Baschwitz, en su obra Proces de
Sorcellerie, estudiando los procesos más célebres de la brujería,
dedicará un capítulo al de Logroño y señalará.
«Il est impossible d'eváluer le nombre des
gens terrorisés qui se réfugierent en Espagne pour échapper a de Lancre. Le
chiffre dut en étre assez élevé car une véritable phobie de sorcellerie éclata
a Logroño, en Navarra espagnole, aussitót apres leur arrivée ( 1609»>.
Mantiene el criterio que el Organismo Supremo
de la Inquisición española, compuesto de diez miembros, no había hasta aquellos
momentos prohibidos totalmente los procesos de brujería, pero ejercía un
control sobre los diferentes casos sometidos a los tribunales. «Elle n'avait
pas agréé Le Marteau des maléfices (fanática obra de los inquisidores Sprenger
et Kramer, en la que invocaban los plenos poderes que le habían sido otorgados
por una bula del Papa Inocencio VIII, y medidas que se debían adoptar para
desenmascarar y reducir a la nada a la brujería, considerada como miembro de
una nueva secta herética en Alemania).
¿Brujas y brujos cometían realmente los
crímenes que se confesaban? ¿Era necesario castigarlos?
Baschwitz considera que en la Suprema
española no existía una coincidencia plena, por lo que para llegar a
resoluciones se precisaba recurrir a la mayoría, y comenta las consideraciones,
ya significadas en diversos estudios, que incluso los inquisidores españoles
estimaron más recomendable enseñar a la población más capacitada para
comprender que heladas e intemperies estropean las cosechas sin intervención de
las brujas que formular acusaciones de muerte mágica sin pruebas rigurosas y
controladas. En el resto de Europa la confusión entre herejía y brujería
constituía la base de los procesos de brujería. La Suprema se sentirá
desconcertada ante el súbito brote de brujería surgido en Navarra con la
llegada masiva de refugiados de Francia y los jueces seculares de Logroño
comenzaron su actuación antes de la decisión de la propia Suprema.
Es indudable que Alonso Salazar y Frías
merece una especial atención; no existe duda que fue uno de los inquisidores
del proceso de Logroño, con una responsabilidad -moral y legal- de sus
consecuencias, pero otra realidad también es evidente: su disparidad de
criterio con los otros inquisidores del Tribunal. El hecho se había consumado
pero el inquisidor Alonso de Salazar- y Frías se había trazado un camino
envuelto en principios cristianos humanitarios que Caro Baroja lo calificará de
«acción práctica». Por la Suprema será designado para efectuar esas
averiguaciones que hemos aludido, y 420 personas serán minuciosamente
interrogadas, y en sus declaraciones testigos e incluso quienes se hallaban
conceptuados como; brujos darán las más variadas versiones. Salazar llegará a
la conclusión de que no existen pruebas suficientes, claras y concretas, que
revelen la realidad de los hechos y que tanto las denuncias como las
acusaciones son producto de la imaginación. Las contradicciones resultan
evidentes y en muchas ocasiones la realidad de la imposibilidad de realización
del acto imputado.
A. Epat-Echebarne, en su obra Noticias
y Viejos Textos de la Lingua Navarrorun (editada en el año 1971 por la
Sociedad Guipuzcoana de Ediciones y Publicaciones de la Real Sociedad
Vascongada de los Amigos del País y de la Caja de Ahorros Municipal de San
Sebastián), al enjuiciar a los juzgadores del Proceso de Logroño dice:
«Entre los crédulos señores, de los procesos
inquisitoriales, que tantas calamidades organizaron, sin embargo, justo es
destacar la figura del inquisidor cordobés Alonso de Salazar y Frías (hombre de
cabeza serena y de corazón recto) que después de tomar declaración a sinfín de
desgraciados, de esa misma tierra del Bidasoa (que dicho sea de paso, no
entendían el castellano) escribía con valentía en 1612:
«Que la gente creía en los actos de brujería
de que unos a otros se acusaban, pero que se contradecían en todos los detalles
que daban sobre metamorfosis, maleficios, etc., de suerte que «no se podía»
considerarlos como «reales».
Y añade Epat-Echebarne:
«Este criterio tan sensato no fue compartido
por los demás jueces y así se siguieron increíbles sanciones. Pero aún ganó a
los nuestros en credulidad el francés Pierre de Lancre, magistrado de Burdeos,
que con ocasión de los procesos de brujería del Labort, por el año 1609, mandó
abrasar a tantos desgraciados, la mayor parte mujeres».
En cambio Alonso
de Salazar escribe serenamente, que fueron examinados: «36 testigos para los
nueve lugares de St. Esteban, Iraiços, Çubieta, Sumbilla; Doña María, Arrayoz,
Ciga, Vera y AIçate: sin que de todos nueve «aquelarres» contestasen ni
conformasen los testigos en cosa «cierta ni concluyente» de las 8 preguntas que
para ello se les hacía, si no es en dos lugares». Es decir, que coincidieron
sólo por casualidad».
Baschwitz ensalza la figura de Alonso de
Salazar y Frías sentando la afirmación de que su informe de más de cinco mil
páginas representa un trabajo digno de admiración, que guarda hoy un real valor
científico. Considera que la labor de Salazar fue imparcial en amplias
averiguaciones ante gentes afectadas por el delirio de la brujería y
frecuentemente con el sentimiento de una propia culpabilidad que les había
vuelto locos; llevando en su labor al jnterrogatorio de 1.812 brujos y brujas
confesas y arrepentidas, y niños de doce a catorce años. Ochenta y dos se
vuelven contra sus anteriores declaraciones y otros no lo hacen, no fiándose de
la promesa de impunidad que les había sido concedida durante el período en
vigor del decreto de gracia.
También recoge el hecho -ya citado por
distintos investigadores- de cómo Salazar controlará pacientemente los datos
relativos a los vuelos nocturnos, aquelarres y relaciones carnales con el
diablo. Jóvenes que le hablarán de que deben asistir a un aquelarre en un lugar
y hora determinada, enviará Salazar a dos de sus secretarios, que atestiguarán
que no se había celebrado. Un grupo de jóvenes confesas de haber tenido relaciones
carnales con el diablo, serán objeto de un examen médico que determinará lo
contrario. Los ungüentos que las brujas decían ser recetas del diablo, fueron
analizados por farmacéuticos y revelándose que eran incapaces de producir el
menor efecto y Salazar terminará su trabajo señalando que no encontró ningún
dato que pueda deducir que el menor caso de brujería hubiera tenido
efectivamente lugar.
En la obra Apuntes históricos de
Logroño que Tomás Moreno Garbayo señala que es una refundición
actualizada de Logroño Histórico, editada por el Servicio de
Publicaciones del Excmo. Ayuntamiento, se hará una narración de los hechos
motivadores del proceso de Logroño, considerando que este proceso, que no fue
más importante que la mayoría de los que se tramitaron, tuvo más celebridad por
la circunstancia de intervenir en su sustanciación un teólogo tan docto y tan
equilibrado de juicio como probó serIo don Pedro de Valencia. Las infamias que
confesaron los acusados le escandalizaron sin llegar a perturbar su razón, acertando
a distinguir entre lo que debía ser cierto y lo que era inadmisible, por lo que
en largo memorial dirigido al Cardenal Inquisidor General, arzobispo de Toledo,
don Bernardo Sandoval y Rojas, antes de dictar sentencia analizó las causas de
las fantasías, aberraciones y delirios de los unos y la maldad de los otros que
abrazaban la iniquidad por placer o por afán de dominio y de lucro; recuerda
las teorías de Andrés de Laguna, médico del Papa Julio III, y lo que ocurrió
con el culto a la diosa griega Rhea; siendo tantas y tan buenas sus razones
para probar que en las causas de hechicería necesitaba el Santo oficio de una
crítica especial, que aquel Inquisidor General dictó ciertas instrucciones
aconsejando a sus inferiores para lo sucesivo proceder con suma cautela contra
los llamados brujos.
No existe duda que los trabajos de Pedro de
Valencia darán un nuevo enfoque moral y legal a los hechos acaecidos en Logroño
y sus discursos constituirán un verdadero estudio en el tema. Dándole un
enfoque dentro de la realidad. Las juntas de Zugarramurdi no eran una fantasía,
sino una evidente realidad. ¿Cuál era la explicación lógica de los hechos
figurados en el auto de fe? Simplemente la celebración de gentes cegadas por el
vicio y que «con deseo de cometer fornicaciones, adulterios o sodomías ayan
inventado aquellas juntas y misterios de maldad en que alguno, el mayor
bellaco, se finxa Sathanas y se componga con aquellos y traxe horrible de
obscenidad y suciedad que quentan».
Así lo significará Caro Baroja en su
obra Las brujas y su mundo y añadirá: «En consecuencia, los
actos carnales no tendrían nada de maravilloso, los viajes al aquelarre hechos
«por sus pies», por cada uno de los asistentes, las muertes provocadas por
venenos y por la complicidad fueron causa de que todo tome el mismo aspecto que
tomaban los misterios de la gentilidad, que se «cubrian con tinieblas y
silenzio»». Concluye Caro Baroja, que en este punto Pedro de Valencia recurre a
su erudición de helenista y compara el humilde aquelarre vasco con las
bacanales, especialmente con las que describe Eurípides, y no desecha tampoco
Pedro de Valencia la posibilidad de que alguno de los actos atribuidos a los
brujos sean debidos a aberraciones mentales, visiones producidas por la
«melancholia» o el «morbum imaginosum», deseo de comer cosas repugnantes, y en
cuanto al pacto con el demonio, atribuirá todo a lo que se dice de reuniones,
uniones carnales, banquetes, etc., a visiones que les produce en un sueño muy
denso que les provoca mediante ungüentos, tóxicos y otras sustancias.
En
este estudio de Caro Baroja sobre las consecuencias teóricas y prácticas del
proceso de las brujas de Zugarramurdi y la acción teórica del humanista Pedro
de Valencia, analizará que dicho humanista también expone en sus discursos, en
último término, el modo de sentir común que había hecho condenar a los
procesados en Logroño y a tantos otros como reos de delitos que en todos y cada
uno de sus detalles eran reales y considera que este punto de vista es tanto
más peligroso cuanto que se combina de modo casuístico con la tesis de él, de
manera que aplicando unas veces un criterio y otras otro, los culpables pueden
acusar a los inocentes, o cabe llegar a otras situaciones extremas.
Florencio Idoate, en su obra La
brujería navarra, al comentar el auto de fe del proceso de Logroño
admite que el auto resultó cruento, aunque la justicia fue más dura todavía en
la parte francesa, en manos de Lancre -y resalta acertadamente Idoate- que
Salazar, el inquisidor que da la cara, examina después a 1.384 niños y niñas y
420 personas mayores, que contestaron al cuestionario preparado y sus
conclusiones serán desfavorables para su compañeros de tribunal, a los que
dejará en evidencia.
Manuel Rivas, en su artículo Brujas
en la Rioja y García del Moral en Glosas a un proceso célebre
de la Inquisición de Logroño del siglo XVI, también ensalzarán la
figura humana y sencilla del inquisidor Salazar.
Indudablemente que el informe de Salazar tuvo
unas consecuencias prácticas evidentes en las decisiones de la Suprema a partir
de 1614, al declarar que los tribunales locales de la Inquisición no gozarían
ninguna autonomía jurídica en materia de brujería, y de someterse en cada caso
al control de la Suprema.
K. Baschwitz, en su obra Procès de
Sorcellerie, después de estudiar el delirio de la brujería en el siglo
XVI, con un recuerdo hacia el doctor Wier, que tuvo repetidas consultas sobre
personas poseídas del demonio, habiéndoles introducido en el cuerpo puntas de
hierro, agujas o alfileres, el doctor sentará la siguiente conclusión:
«...des gens inexpérimentés ont attribue
jusq'a present beaucoup d'evenements au diable et a sa bande, en pensant qu'il
s'agissait de faits effectivement vecus alors que ce n'était qu'illusion,
ensorcellement, mensonge, tromperie et besogne diabolique».
Y concluirá su estudio resaltando los
combates victoriosos de Christian Thomasius, nacido en Leipzig en 1655, en su
lucha contra los procesos por brujería, y finalizando su obra con ese capítulo
que denominará La victoria de la razón, que no deja de ser
coincidente con la denominación que Julio Caro Baroja señala en el capítulo 17
de su obra Las brujas y su mundo, que dirá: «La época
de las luces al tratar de la corriente crítica en la primera mitad del
siglo XVIII, en la que recogerá en un interesante estudio el pensamiento de
Voltaire en su Diccionario filosófico, al escribir: «Es pena
grande que hoy no haya ya ni poseídos, ni magos, ni astrólogos, ni genios. No
puede concebirse lo que hace cien años suponían todos estos misterios como
recursos. Toda la nobleza vivía entonces en sus castillos. Las tardes de
invierno son largas y se hubiera muerto de aburrimiento sin estas nobles
diversiones. No existía castillo al que en días no determinados no volviese un
hada. ..El diablo torcía el cuello al mariscal Fabert. Cada aldea tenía su
brujo o su bruja, cada príncipe tenía su astrólogo; todas las damas se hacían
decir la buenaventura; los poseídos andaban campo traviesa; la cuestión era
saber quién había visto al diablo o quién lo había de ver...», y el Padre
Feijoo afirmará:
«Hubo en los tiempos y territorios en que
reynó esta plaga, mucha credulidad en los que recibían las informaciones, mucha
necedad en los delatores y testigos, mucha fatuidad en los mismos que eran
tratados como delinqüentes. Los delatores y los testigos eran, por lo común,
gente rústica, entre la cual, como se ve en todas partes, es comunísimo
atribuir a la hechicería mil cosas, que en ninguna manera exceden las
facultades de la Naturaleza o del Arte. El nimio ardor de los procedimientos y
freqüencia de los suplicios trastornaba el seso de muchos miserables, de modo
que luego que se veían acusados, buenamente creían que eran brujos o hechiceros
y creían y confesaban los hechos que les eran imputados, aunque enteramente
falsos. Este es efecto natural del demasiado terror, que desquicia el cerebro
de ánimos muy apocados. Algunos jueces eran poco menos crédulos que los
delatores y delatados y si fuesen del mismo carácter los de hoy, hoy habría
tantos hechiceros como en otros tiempos».
Para Caro Baroja estas palabras encierran más
verdad histórica que las de Voltaire.
En el proceso de Logroño, se mezcló -como
hemos repetido- el ambiente propio de la época, con la rigidez de los
inquisidores en el cumplimiento de unas reglas. Se les podrá acusar de
inflexibilidad, dureza e intolerancia, pero no de creadores de la norma
punitiva. Actuaban en represión de actos que consideraban propulsores de un mal
creciente: la herejía y en esta intervención, en ciertas ocasiones, franquearán
unos límites vedados al respeto y libertad humana. Así surgirán las voces de
protesta.
Podríamos sintentizar la actuación del
Tribunal de la Inquisición de Logroño sentando como base que pretendieron dar
un exacto cumplimiento a unas reglas de fe, que aplicaron con un criterio
riguroso.
¿Su mal? El propio de los procedimientos de
la época; la acusación y los pronunciamientos se basaban en unas declaraciones
testificales, de dudosa veracidad. Fue precisamente este extremo uno de los
puntos en que fue más combatida la Inquisición, a quien se atribuyó el hecho de
haber fomentado ese espíritu tan repudiable como es la delación.
En un código de equilibrios analíticos del
proceso de Logroño, las conclusiones resultarían difíciles y complejas, pues en
los móviles religiosos de persecución de la herejía, se conjugaban otros
factores de índole política conducentes a esa tendencia de unidad estatal
iniciada por los Reyes Católicos y simplificación del problema social creado
por la diversidad de confesiones en el seno de la comunidad.
Es innegable que los juzgadores del proceso
de Logroño, encubiertos en la capa de un puritanismo religioso mantuvieron
actitudes inflexibles en sus pronunciamientos; pero tampoco se puede olvidar
que se hallaban en momentos de una presión colectiva que les obliga al
mantenimiento de unas medidas de represión para evitar que a través de ciertas
prácticas -brujería, magia, ciencias ocultas, etc.- se pudieran socavar
creencias y tradiciones religiosas con ofensa a los preceptos cristianos.
¿Creyeron ciertamente en la existencia de
esas brujas con los fantásticos hechos reflejados en el auto de fe de 1610? La
contestación sería dudosa, aun exceptuando a Salazar; la herejía estaba
considerada como grave delito contra la Iglesia y la propia comunidad: luego
era punible.
La dureza del castigo nunca será excusable,
pero el tormento, la muerte en la hoguera, las prisiones perpetuas, la
confiscación de bienes, etc., etc., se prodigaban en los siglos XII, XIII y
XIV. Recoge Vicente Palacio Atard que el Concilio de 1179 admitía que los
príncipes seculares atacaran la herejía como perturbación del orden público,
pero prohibía que los clérigos tomaran parte en los castigos sangrientos. El
Sínodo de 1184 confirmaba esta tendencia y el Papa Lucio III mantuvo el
criterio de que los obispos no solamente debían admitir las denuncias sino que
debían investigar los casos de herejía.
El mencionado comentarista cita que uno de
los primeros en legislar la pena de muerte contra los herejes fue el Conde
Ramón V, de Toulouse, a finales del siglo XII, y Pedro de Aragón, en 1197, que
sentían los efectos de las herejías albigenses. Federico II, en 1220,
desencadenará en su imperio una ofensiva exterminadora. Es interesante señalar
que las partidas de Alfonso X incluirán el máximo castigo en el derecho
positivo de Castilla, cuya misma línea seguirá en Francia el monarca Luis IX.
Como se puede deducir el Tribunal de la
Inquisición de Logroño seguía un patrón que resultaba universal: la caza de las
brujas y hechiceras como defensa de la fe.
No debemos olvidar que en tales momentos,
incluso, tal represión contaba con el apoyo de la opinión pública, que en
muchas ocasiones recabó de la autoridad civil y eclesiástica la adopción de
medidas contra la brujería influenciada sin duda por ese «ambiente» que
denunciamos, que se mezclaba con rumores e historias irreales nacidas de la
incultura o mentes desequilibradas.
También debe tenerse en cuenta que la popular
frase «caza de brujas» obedecía a una persecución que debemos considerar iniciada
en el año 1258 y que se extendería posteriormente por distintos países. No
olvidemos que en 1275 el obispo Hugo de Banyel no dudaría en condenar a una
mujer que se confesó bruja y tener relaciones carnales con el diablo, y los
siglos XV y XVI se pueden calificar en la persecución de la brujería como sus
«épocas de oro», que tendrán su mejor exponente en la quema de 200 brujas del
Cantón de Wallis.
Y resulta curioso resaltar que
eminentes escritores e ilustres teólogos -incluso Santo Tomás- se vieron
influenciados por esas ideas generalizadas en un ámbito extendido al
protestantismo cuyo mejor reflejo se plasmará en las frases de Lutero: «Yo creo
que los diablos habitan en los loros y en las cotorras, en los monos y en los
macacos, para que ellos puedan así imitar a los hombres».
¿Cómo sustraerse
los inquisidores logroñeses a pensamientos generalizados? El espíritu colectivo
de represión se definirá en las palabras de Boguet:
«El crimen de la
brujería es un crimen excepcional y por lo tanto debe ser juzgado
excepcionalmente sin observar las normas del derecho ni los procedimientos
ordinarios».
Por diferentes motivos el proceso de Logroño
tendrá una evidente resonancia; pero sus actuaciones no difieren ni superan a
las utilizadas en otros procesos. Delación, tortura y triste final de muchos
acusados en la hoguera, no constituyen norma excepcional en la actuación de sus
inquisidores. El delirio de persecución definido en Le marteau des
malétices tendrá una evidente manifestación en el auto de fe de 1610;
sin embargo, con la intervención de Salazar sobre el ambiente polémico se
infiltrará una semilla que como suave laxante nos llevará hasta la humanitaria
bula «Omnipotentis» -1623- y brujas y hechiceros no serán entregados al brazo
secular sino en los supuestos casos de pacto con el diablo seguido de
asesinato.
Podemos llegar a la conclusión, de que
indudablemente el Tribunal de la Inquisición de Logroño actuó con dureza, pero
debe tenerse en cuenta como atenuante que actuaban en el expresado «ambiente de
época» en medidas de represión tendentes a evitar que ciertas prácticas -la
brujería con sus invocaciones y adoración al diablo- pudieran socavar las
tradiciones y creencias religiosas basadas en los preceptos del cristianismo.
Fue un olvido de las reglas de derecho frente a los signos y espíritus del mal.
Quedará como uno de tantos misterios sin descifrar, el hecho si verdaderamente
se creyó por los juzgadores la existencia de las propias brujas -considero que
la contestación no sería afirmativa en la mayoría de los casos, y la actuación
del inquisidor Salazar es el mejor exponente-; lo que sí resulta evidente es
que castigaban unos hechos contrarios a dogmas y principios religiosos
establecidos; en este enjuiciamiento lógicamente resultaban sancionables
personas inculpadas de pertenecer a aquel otro mundo diabólico y fantasioso que
debía ser reprimido. Y ese mundo era el del sabbat con sus fiestas nocturnas
convocadas por el extraño sonido de un cuerno utilizado por el diablo, que lo
escucharán en cualquier parte en que se encuentren. Y allí acudirán en sus
viajes aéreos sobre el palo de la escoba, emitiendo infernales cantos con voz
metálica y estridente.
Esos dos mundos se dibujan en el auto de fe
de Logroño; el del puritanismo religioso en actitudes inflexibles contra la
brujería, como simbolización y encarnación del mal, con sus poderes maléficos:
«La brujería es el culto a satán...». «La brujería provocará tormentas,
destruirá cosechas y arrasará los campos». Crímenes y locuras serán imputables
a la brujería...
También es de tener en cuenta, que quizás,
las verdaderas raíces que motivaban la represión de los juzgadores, habría que
buscarlas en una defensa contra corrientes reformistas que encubrían móviles no
solamente religiosos, sino igualmente de orden político con el que se hallaba
identificada la Iglesia.
La Iglesia y la política se hallaban
identificadas en barreras mutuas de defensa: iluminados, magia y ciencias
ocultas, brujería, eran manifestación o movimientos reformistas en oposición a
las ideologías de la tradición cristiana, católica o protestante imperante en
una Europa sumida en guerras y desolaciones.
El proceso de Logroño tuvo, como
anteriormente hemos señalado, una evidente resonancia; pero insistimos no fue
una excepción, sino uno de tantos casos de una psicosis colectiva de
«autodefensa» propia que tuvo su apogeo en los siglos XIlI al XV.
¿Qué nos queda hoy
del proceso de Logroño? ¿Acaso un mensaje de reflexión?
En cualquier caso, el hombre se inclina
misteriosamente al conocimiento de su pasado, sin el cual no podría existir
nuestro presente en cambiante ruta hacia lo desconocido...
Con las víctimas del proceso de Logroño había
surgido un mensaje de meditación: la conciencia religiosa de Alonso de Salazar
y Frías lo había difundido como semilla de fe proclamando unas verdades en
desafío a su propia presencia en aquel auto de fe celebrado en la ciudad de
Logroño, los días 6 y 7 de noviembre de 1610, que comenzó...
https://www.vallenajerilla.com/berceo/gildelrio/zugarramurdi.htm
LAS CÁRCELES INQUISITORIALES
El tema de
las cárceles inquisitoriales ha excitado más la fantasía de los literatos que
la investigación concienzuda de los estudiosos. Los frutos corresponden al
previsible resultado de tales incitaciones. Sorprende no poco que el famoso
Llorente, en su amplia Historia crítica de la Inquisición, dedique
escasos párrafos a este tema. Aunque en ellos califique los calabozos
inquisitoriales de «rien plus affreux», protesta a continuación de los que los
creen lóbregos, húmedos e insanos, diciendo que, al menos en su tiempo,
existían buenas celdas, bien iluminadas y sin humedad, en las que inclusive se
podía hacer algún ejercicio corporal. Con todo pone todo el acento en la
infamia pública que se seguía al que las ocupaba, en la tristeza que acompañaba
a la soledad y al desconocimiento del estado del proceso, y en la hipocondria
que se apoderaba de quien tales males padecía.
Un repaso de la literatura más clásica acerca de la
Inquisición, nos descubre que nos hallamos ante un tema insuficientemente
estudiado y cuya investigación plantea problemas metodológicos obvios. ¿Cómo
emitir un juicio global sobre un fenómeno que abarca varios siglos y la vasta
geografía de España y de sus dominios, donde también se instaló la Inquisición?
¿ Valoraremos por igual la normativa al respecto que fue surgiendo con los
años, y la praxis real en la que, como en otros campos, «se obedece, pero no se
cumple,,? ¿Intentaremos dar con los perfiles del «sistema», o nos dejaremos
llevar por la realidad variopinta de los hechos? En cualquiera de las opciones,
nos encontramos con una ingente masa documental de la que es preciso espigar
los elementos que nos permitan responder decorosamente al tema.
El ejemplo más fértil de tal método lo tenemos en
la clásica History of the Inquisition of Spain, que a
principios de siglo publicara Henry Charles Lea. Dedica bastantes páginas al
tema y en ellas nos ofrece un muestrario bastante amplio de lo que arrojan las
fuentes, y un juicio global que a más de uno resultará sorprendente y que acaso
convenga registrar de entrada para desdramatizar un asunto, excesivamente
caldeado por la fantasía novelesca. Las cárceles inquisitoriales -dice Lea-
eran menos intolerables que las cárceles civiles y episcopales. Su disciplina
era más humana e ilustrada que la que se aplicaba en otras jurisdicciones
(11,534).
La existencia de las cárceles inquisitoriales
obedece a una inspiración muy particular, lo mismo que la Inquisición. Basta
pensar en la particularidad de esta institución, evidentemente represiva, que
admite la reconciliación a quien reconoce espontáneamente su culpa. El sistema
jurídico inquisitorial obedece a unos principios -equivocados o no-
perfectamente singulares, y lo mismo su sistema carcelario. Por ello, tanto en
sus líneas normativas como en su praxis, ofrece analogías con el Derecho Penal
civil, y también particularidades y diferencias.
Aunque parezca ocioso el advertirlo, primero fue la
Inquisición y luego nacieron las cárceles. La Inquisición fue adquiriendo
con tiempo su estructura definitiva: fue asentándose a todo lo ancho de la
geografía nacional, elaborando al dictado de la experiencia sus normas y
ordenanzas, perfilando una praxis organizativa y procesal, formando un cuerpo complejo
de funcionarios con competencias específicas, que va desde el inquisidor
general y la suprema, hasta los llamados «familiares del Santo Oficio», pasando
por los inquisidores locales, consultores, fiscales, notarios, nuncios,
secretarios, etc ... Dentro de esa larga nómina aparecerá la figura y
competencias del alguacil y, más exactamente, del alcaide de los
presos o carcelero.
El hecho carcelario
El carácter represivo de la institución,
especificado en las primeras líneas de los dictados de sus documentos, «contra
la herética pravedad y apostasía», forzosamente había de prever una gama de
penas a tenor de los delitos. Si pensamos que el ámbito operacional de la
institución se amplía, ocupándose de cada vez más ancho espectro de delitos (v.
gr. blasfemia, bigamia, escándalo, etc.), las penas seguirán modulaciones muy
variadas. Aunque la imaginación popular sólo piense en espectaculares autos de
fe y quemaderos, eran infinitamente más los reos que padecían penas más suaves
que la capital. Entre éstas podemos enumerar la confiscación total o parcial de
bienes, el destierro, la condena a galeras, la pérdida de honores, derechos o
empleos, el famoso sambenito... y la cárcel, perpetua o temporal. Esta última
planteaba la necesidad de un sistema carcelario.
Con todo, mucho más importante que la existencia de
cárceles penales era la figura y realidad de la cárcel preventiva, las célebres
«cárceles secretas», que surge al mismo tiempo que la Inquisición, dictada por
el tribunal, tras previa y suficiente información sobre los delitos del
presunto reo, a fin de asegurar mejor la efectividad del proceso. El hecho de
la reclusión durante el proceso o a raíz de pena impuesta en
este último, exigía teóricamente prisiones o cárceles para ambas situaciones.
Su naturaleza distinta las diferencia notablemente y la historia demuestra que
funcionaban de modo muy diverso. Es una distinción que, en ningún momento, debe
soslayarse, ya que la situación del preso varía sustancialmente en muchos
aspectos.
La normativa inicial
Es verdad que las leyes no son toda la vida. Al
menos son una parte de ella y en ellas se reflejan intenciones y voluntades.
Resulta aleccionador el asomarse a las primeras codificaciones de normas
inquisitoriales. En una de éstas, las Instrucciones de Sevilla
(1484), nos sale al paso en el artículo XI el caso de quien, previa
legítima información, «fuere preso y puesto en cárcel». Esta cárcel preventiva,
teóricamente provisional y pasajera -aun cuando en realidad se prolongaba
excesivamente- era considerada como necesaria para el normal funcionamiento del
tribunal. Es lógico el suponer que donde quiera que se instalaba un tribunal
era preciso disponer de un local que sirviese de cárcel. La funcionalidad de
esta cárcel explica que siempre sea un local anejo al del edificio de la
Inquisición, que podía cómodamente llamar a audiencia a los presos, y a éstos
el solicitarla con igual facilidad.
En cambio, en los artículos VII y XII se contempla
la modalidad de la cárcel penitenciaria, concretamente la «carcel perpetua»
aplicada como pena. Justamente en esta primera aparición del término se habla
ya de la posibilidad de condonarla. Esta extraña situación se debe a la
inexistencia de penales apropiados y específicos para el cumplimiento de tal
pena. Además, a lo largo de toda la historia de la Inquisición, gravita el
problema del sostenimiento económico de tales centros.
También advertimos en esta inicial reglamentación
carcelaria una cautela, por lo demás de derecho común, que condena el que se
den dádivas a inquisidores, oficiales y alguaciles, término este último que
designa al carcelero, que luego se llamará alcaide. Sorprendentemente nos
encontramos con otra norma de alto carácter humanitario, referente a los casos
en que el reo es condenado a cárcel perpetua. Si al reo le quedaren hijos
menores de edad o que no sean casados -dice el artículo XXII-, «dos
inquisidores provean y den orden que los dichos huérfanos sean encomendados a
personas honestas y cristianos católicos o a personas religiosas que los críen
y sostengan y los informen cerca de nuestra santa fe católica; y que hagan un
memorial de los tales huérfanos y de la condición de cada uno de ellos, porque
la merced de sus altezas es hacer limosna a cada uno de aquellos que menester
hubieren y fueren buenos cristianos, especialmente a las mozas huérfanas con
que se casen o entren en religión». Naturalmente es preciso situar tal norma en
el contexto inquisitorial inicial de antijudaísmo. El humanitarismo apunta
hacia el proselitismo y a la captación de los hijos de los condenados a cárcel
perpetua.
Lecciones de experiencia
La experiencia de cuatro años está presente en las
nuevas normas que se promulgan en 1488, las Intrucciones de
Valladolid. Dando por «justas y al derecho conformes» las normas de
1484, las completan con otras nuevas en la que no es difícil rastrear el fruto
de situaciones pasadas que exigían modificaciones en el sistema carcelario.
Así, en el artículo III, se intenta liberalizar un tanto los
procedimientos procesales con el fin de no alargar indebidamente la prisión
preventiva (tacha que caerá sobre los usos inquisitoriales posteriores hasta en
procesos muy célebres), sea que concluyan con la absolución o con el castigo
del preso. En este artículo se dice que a fin de que los presos «no sean fatigados
en las cárceles en la dilación del tiempo, que luego se haga proceso con ellos
porque no haya lugar a quejarse, y no se detengan a causa de no haber entera
probanza, pues que es causa que cuando sobreviene probanza se puede de nuevo
castigar, no obstante la sentencia que fuere dada». A la vista está la
peculiaridad del sistema procesal inquisitorial.
Aún más directamente relacionado con la normativa
carcelaria se nos presenta el artículo V, cuyo texto es suficientemente
expresivo: «Acatando la intención de los derechos y los inconvenientes y cosas
de mal ejemplo que la experiencia nos ha mostrado se han
seguido en los tiempos pasados, de dar lugar que personas de fuera vean y
hablen con los presos por razón de dicho delicto, fue acordado que de aquí
adelante los inquisidores, alguaciles o carceleros ni otras personas algunas no
den lugar ni consientan que personas de fuera vean y hablen a los dichos
presos». Los inquisidores debían tener cautela y vigilancia sobre este extremo
y castigar a los infractores. Quedan eximidos de esta norma los clérigos o
religiosos que por mandato de los inquisidores visiten a los presos «para
consolación de sus personas y descargo de sus conciencias». El aislamiento en
la carcel preventiva tiene su origen en datos de experiencia que entorpecían la
marcha del proceso; tal cautela no tendrá sentido ni aplicación en la cárcel
penitenciaria.
Otra norma disciplinaria, esta vez más humana, que
acompaña a la anterior, es la de la obligación impuesta a los inquisidores de
visitar personalmente las cárceles de quince en quince días, «y provean a los
presos de lo que hubieren menester».
Las eventuales condenas a cárcel perpetua
planteaban otro tipo de problemas, evidenciados en el artículo X. En efecto,
los herejes y apóstatas que se reconciliaban eran condenados a esta pena. Mas,
«como aquello no se podría hacer por la multitud de ellos y por el defecto
de las cárceles, y lugares donde debían estar», pareció
oportuno, que, tras imponerles la debida penitencia, «en tanto que de otra manera
se provee, les podrán deputar y señalar por cárcel sus
casas donde los tales moraren, mandando que las cumplan».
La paradoja de la suavización extrema de la más
grave pena después de la capital, es imposición de la imposibilidad práctica de
hacer efectiva tal pena a causa de la inexistencia de cárceles penales
suficientes. Precisamente por ello acuerda la Suprema elevar una súplica a los
reyes para que manden a los receptores que en cada partido donde se hace
Inquisición, «se haga en los lugares dispuestos un circuito cuadrado con sus
casillas, donde cada uno de los encarcelados estén, y se haga una capilla
pequeña donde oyan Misa algunos días, y allí haga cada uno su oficio para ganar
lo que hubiere menester para su mantenimiento y necesidades, y así cesarán
grandes expensas que con ellos la Inquisición hace». La forma, el espacio, el
lugar apropiado para estas necesarias cárceles se deja al arbitrio de los
inquisidores.
Aunque tal súplica no creo que pasara del estado de
proyecto, deja entrever varias cosas: que la Inquisición no disponía de un
sistema carcelario donde hacer cumplir sus propias sentencias; que ante tal
precariedad, conmutaba fácilmente la cárcel perpetua por confinamiento en la
propia casa del reo. Por otra parte, y en mera hipótesis de proyecto, resulta
revolucionario en la tradición penal general la planificación de una cárcel, no
mastodóntica, sino con casillas cerradas sobre una plaza y donde se prevee el
ejercicio del propio oficio. Aun con miras interesadas en orden a desgravar con
tales rendimientos las cargas de sostenimiento de la prisión y de sus
habitantes, el proyecto inquisitorial dista mucho de ser cumplido en las más
avanzadas reformas penitenciarias muchos siglos posteriores. Claro está que el
proyectar cuesta poco.
Nuevos matices
Las «Instrucciones» de Avila de 1498 matizan
algunos extremos y se hacen eco de una situación cambiante. De nuevo se insiste
en la agilización de los procesos y en la abreviación de la cárcel preventiva.
Según el artículo III, los inquisidores han de tener tiento en
prender, y no deben prender a nadie sin tener suficiente probanza para ello.
Una vez preso, se le ha de presentar la acusación en el término de quince días
y en el mismo se le han de hacer las amonestaciones: «Procedan en las causas y
procesos con toda diligencia y brevedad, sin esperar que sobrevenga más
probanza, porque a esta causa ha acaescido detenerse algunas personas en la
cárcel; y no den lugar a dilaciones, porque de ello se siguen inconvenientes
así a las personas como a las haciendas».
Mientras se tiende a tratamiento más equitativo con
los presuntos reos, en materia estrictamente penal, concretamente en la
aplicación de la cárcel perpetua, se propende a mayor severidad. Los años
transcurridos hacían ya sospechosa cualquier reconciliación:
«Miren cómo reciben a reconciliación y cárcel
perpetua ... han pasado muchos años» (art. VII). Por otro lado, se denuncian
excesivas facilidades en la conmutación de la cárcel perpetua, previniendo a
los inquisidores que no lo hagan sin causa y que no se haga «por dinero ni
ruego»; cuando sea justo hacerla, sea por ayunos, limosnas y obras pías. Por
fin, en esas mismas instrucciones, se ordena que en cada Inquisición haya «un
algoacil con cargo de cárcel». Se institucionaliza la figura del carcelero en
cada inquisición.
En las «Instrucciones» de Sevilla (1500), el
carcelero aparece con perfiles más precisos. Su salario anual es de sesenta mil
maravedís; es el responsable del cumplimiento de una reglamentación carcelaria
más severa. Queda exonerado de la carga de servir personalmente la comida a los
presos, misión que corre a cargo de otras personas. Pero ha de impedir que su
mujer, ni persona de su casa ni de fuera «vea ni hable a los presos, salvo el
que tiene cargo de dar de comer, el cual sea persona de confianza y fidelidad,
juramentado de guardar secreto». Tal cocinero o sirviente es objeto de severo
control: «Cate y mire lo que les lIevare, que no vaya en ello cartas ni avisos
algunos». Esta desconfianza creciente alcanza a los mismos inquisidores: el
alguacil ha de mirar que ningún inquisidor entre solo a hablar con los presos,
salvo con otro oficial de Inquisición, con licencia y mandado de los
inquisidores y que así se jure guardar por todos». Estimo que estas
precauciones se refieren a las cárceles preventivas y tratan de impedir toda
interferencia extraña en la marcha de los procesos.
Deontología del carcelero
Unos años más tarde, en normas impuestas por el
inquisidor general cardenal Adriano de Utrecht (1517) a la Inquisición de Sicilia,
y posiblemente extendidas a todas las demás, se insiste, al perfilar la función
del carcelero, y su finalidad última: el bienestar de los presos al mismo
tiempo que el garantizar su prisión. Las cualidades y competencias exigidas
para tal cargo van fijando los parámetros de una cierta ética profesional, al
mismo tiempo que dejan entrever brotes de picaresca: el carcelero no ha de
olvidar que la cárcel -entiéndase la preventiva- es mera detención, no pena ni
castigo impuestos. Ha de tratar bien a los presos, no defraudarles en sus
comidas. Ha de cuidar su. comida diaria, velando por su salud. Inspeccionará
las cárceles todos los sábados. Procurará que los presos puedan trabajar para
su sustento, etc. Instrucciones semejantes encontró Lea, correspondientes en
1645. Cualquiera podrá suscribir el juicio positivo del investigador
norteamericano y el portillo abierto que deja para realidades más sombrías: tal
normativa es admirable, pero su cumplimiento dependía de hombres, y la
negligencia podía fructificar en el ámbito inquisitorial lo mismo que fuera de
él.
En las «Instrucciones» de 1561 encontraremos
algunas novedades respecto a los presos enfermos y a su asistencia médica. El
médico entra a formar parte de la plantilla inquisitorial y se prevé el paso al
hospital del preso enfermo que requiera cuidados especiales y, naturalmente, su
vuelta a la prisión una vez recobrada la salud. Todavía en el campo de la
normativa se podrían recoger disposiciones varias como la del rey Fernando que
manda a la Inquisición de Zaragoza que construya una prisión (1486), la de
Cisneros en 1514 que permite cumplir la prisión perpetua en la propia casa, la
de Carlos V (1518) que una vez más urge que se tengan cárceles propias o las de
la Suprema en 1570 que dispone que, en defecto de edificios propios, se
alquilen casas para el mismo efecto.
Las lagunas del sistema carcelario
Lo cierto es que no existían cárceles penales en
Valencia en 1540, ni en Logroño en 1553, ni en Toledo en 1562. Algunas
inquisiciones pudieron disponer para su servicio de edificios notables como el
Palacio Real en Barcelona, ya en 1489, el castillo de Triana en Sevilla, el
Alcázar en Córdoba, la Aljafería en Zaragoza. Eran excepción. Las demás
inquisiciones padecían situación harto más precaria, aunque, eso sí, todas
debían disponer de algún local que hiciese las veces de cárcel secreta. Según
se deduce de las «Instrucciones» de 1561 muchas inquisiciones no tenían
cárceles penitenciarias estables. En su defecto, se utilizaban casas ad
hoc, o se designaba como cárcel algún convento, como el del Santo
Sepulcro de Zaragoza. Toledo dispondría sólo en 1600 de «cárcel de penitencia»
y Valencia nueve años más tarde. Muchos años después, 1720-1730, cuando menudea
más la pena de cárcel, sigue siendo precaria la situación. Según una encuesta
realizada hacia 1750 sólo tres inquisiciones cuentan con alcaide efectivo.
¿Acaso las demás no contaban con presos? Hacia final del siglo se va haciendo
más rara la pena de prisión. La resistencia permanente a cargar con su sostenimiento
económico, hacía recortar el tiempo de cárcel prescrito en la sentencia e
inclusive el término de cárcel perpetua es casi meramente técnico, puesto
que se reduce a algunos años cuando más y hasta curiosamente se registra la
condena a cárcel perpetua de seis meses (?).
Por otra parte, la vida misma va introduciendo
realidades diferenciadas en punto a cárcel. Llorente distingue entre las
«cárceles públicas», destinadas a los castigados por delitos distintos de la
herejía estricta; «cárceles medias, para los funcionarios de la propia
Inquisición que cometían algún delito en el ejercicio de sus funciones; y las
«cárceles secretas», destinadas a los herejes o sospechosos de herejía. En las
primeras era permitida la comunicación con el exterior; no así en las segundas.
Las normas y la vida
En resumen, nos hallamos ante un sistema carcelario
improvisado, cuya consistencia requerirá tiempo, estando al mismo tiempo
sometida a los avatares de la historia y actividad de la propia Inquisición.
La densidad de la población encarcelada o
penitenciada podía conocer momentos de incremento inusitado a tenor de las
circunstancias y que obligaba a hacinarse a los presos en espacios programados
para circunstancias normales. Pensemos en los procesos de Valladolid y Sevilla (1558-1561) de
los focos protestantes. En Sevilla hubieron de alquilar casas con tal motivo.
Acaso tales cárceles improvisadas no poseían la dureza de otras, v. gr. los
calabozos subterráneos del palacio de Palermo, pero tenían otras incomodidades.
En alguna rarísima ocasión se utilizó como cárcel
una casa particular. Tal ocurrió con el arzobispo Carranza. No obstante, su
aislamiento fue extremo, dadas las cautelas aparatosas y hasta vejatorias que
se prodigaron con él. Su encierro fue tal, que no llegó a enterarse del
terrible incendio que asoló a Valladolid en 1561. Gozó de la
asistencia de dos criados, que padecieron idéntico aislamiento que su señor. En
algún caso se quejaron del hedor del cuarto y de su escasa ventilación, y,
sobre todo, de las humillaciones y vejaciones a las que los sometía el
carcelero González. Toda comunicación con sus abogados tenía lugar en presencia
de algún inquisidor. Se contraseñaba con una rúbrica especial cada pliego de
papel que se daba al preso para redactar sus defensas y se llevó hasta extremos
inverosímiles el control de los escritos y papeles del propio reo que se le
entregaban a petición suya para defenderse.
Más duras eran, sin duda, algunas de las
condiciones que padecían simultáneamente los presos protestantes de Valladolid.
Fue imposible mantener la incomunicación individual, ya que nos consta de
algunos coloquios mantenidos por presos que disponían de un mismo recinto.
Padecieron celdas más seguras y severas los inculpados más comprometidos. De
uno de ellos, el italiano don Carlos de Seso, consta que estuvo encadenado y
que las cadenas le produjeron algún trastorno circulatorio en las piernas. Su
estado de salud produjo alguna alarma y ello dio ocasión a la visita de los
médicos, cuyos dictámenes he publicado. Este episodio, ampliamente comentado en
el Anuario de Historia de la Medicina, de Salamanca (1975),
nos permite seguir de cerca la actuación médica en la cárcel. Existían médicos
oficiales de la misma Inquisición y otros que podían ser llamados ad
casum, previas ciertas cautelas legales y juramento de guardar
secreto. En el caso estudiado en que no concuerdan los dictámenes de dos
médicos, es llamado un tercero para dirimir la cuestión. Junto a la asistencia
obligada por caso de enfermedad, descubrimos otro tipo de dictamen de efectos
jurídicos, a requerimiento del fiscal. En caso de grave enfermedad o peligro de
muerte el dictamen médico correspondiente era un argumento en manos del fiscal
en orden a apurar las declaraciones del reo y, sobre todo, su ratificación de
lo dicho, condición jurídica necesaria para la validez de un testimonio. En
ocasiones, vemos que el galeno aconseja el traslado del enfermo preso a una
estancia mejor aireada o la mitigación de su carcelería.
Dos tipos de cárcel
Una cosa debe quedar absolutamente clara: la
diferencia notable entre las que vemos cárceles preventivas o procesales,
«secretas», y la cárcel penitenciaria que se seguía, en su caso, a la pena
impuesta en la sentencia, temporal o llamada perpetua. La especificidad de cada
una de ellas planteaba situaciones, condiciones y normativa muy diversas. En la
realidad histórica tienen mayor importancia y entidad las primeras que las
segundas.
En estas segundas, la situación general siempre fue
relativamente precaria. Nunca se dispuso de una red de penales adecuados y
siempre escoció el problema de su mantenimiento económico. Estos problemas
asoman insistentemente en la documentación de los siglos XV y XVII. En este
campo se aprecia hasta un cierto laxismo, ilustrable con múltiples episodios,
como el de Granada en que los presos mendigaban y andaban por la calle en busca
de su sustento. En tal situación es explicable que se produjeran fugas, aun
cuando la captura subsiguiente fuese acompañada de nuevas penas. Un cierto
signo de impotencia efectiva explica este estado de cosas. y desde luego ofrece
materiales para una historia de la picaresca carcelaria en sus diversos
estamentos: negligencia, soborno, fraude, fugas, seducciones, motines de presos
como el de Sevilla contra el alcaide Benavides.
Al relativo laxismo de las cárceles penales se
contrapone la severidad de las preventivas o «secretas». Desde un punto de
vista material, el sentir común de los especialistas (Lea, Shaefer, Pinta
Llorente, Llorca, Kamen) endulza notablemente el juicio global que puedan
merecer: no eran peores que las cárceles comunes, sino mejores. Diversos
episodios en que encarcelados en cárceles civiles o episcopales buscan modos
para ser trasladados a cárceles inquisitoriales parecen abonar esta opinión.
Desde un punto de vista jurídico moderno puede sorprender el hecho mismo de la
cárcel preventiva. Admitido el hecho en función de asegurar más la verdad del
proceso, se derivan de él una serie de consecuencias lógicas, que igualmente
hieren la sensibilidad y la praxis modernas. La más notoria de todas es el
aislamiento del preso y la serie de cautelas adoptadas para hacerlo efectivo.
Tanto la leyenda como los historiadores han dirigido sus dardos especialmente
contra estas cárceles, y por ello nos hemos de detener algo más en su
descripción. Su historia sistemática y documentada está por hacer y sólo puede
elaborarse en base a hechos episódicos, cuyo valor significativo será preciso
aquilatar.
Sus condiciones sanitarias y alimentarias, el rigor
de las prevenciones tomadas, la asistencia prestada, la vida real de la cárcel,
en suma, son capítulos que esperan investigaciones pormenorizadas. El estudio
de P. Herrera Puga, Sociedad y delincuencia en el siglo de Oro (Madrid,
1974), nos ha abierto los ojos sobre un mundo oculto que yacía bajo los
esplendores gloriosos de la época y nos ofrece un término de comparación. Lea y
Pinta Llorente han espigado numerosos datos perdidos en voluminosos procesos o
en correspondencia inquisitorial y con ellos rompen no poco la imagen usual
existente al respecto. Existen hechos de signo positivo y negativo y es muy
aleatorio utilizar a su vista el adagio latino ab uno disce omnes.
Constituye opinión generalizada entre los
estudiosos el pensar que vivir en las cárceles inquisitoriales no era peor que
vivir en cualquier otra cárcel, sino probablemente mejor. Esto desde el punto
de vista de la situación carcelaria. Por otra parte hay que asegurar que el
rigor no es uniforme, esto es, en todos los tiempos, en cada cárcel o de cara a
cada persona. En punto a rigor cabría decir que el acento recae más bien sobre
el sistema procesal que sobre el carcelario. El P. de la Pinta ha recogido
muchos datos al respecto que merece la pena sintetizar: la acusación contra el
alcaide Cañas, por ser «demasiadamente remiso en hacer acudir a los presos con
sus raciones»; el libro de raciones y la contabilidad del despensero con
libre elección de comida hasta llegar al precio fijado; el caso de Toledo en
que se mandó poner al reo una cadena y no se cumplió por falta de la misma; el
cuidado observado en algún caso para que en verano la carne esté en buenas
condiciones, etc. El mismo autor ha publicado un largo inventario de los
enseres y ropas que tenía en la cárcel doña Ana de Deza en Sevilla, en el que
aparecen en un arca camisas, almohadas, paños de cabeza, sábanas, colchones,
colchas, brasero, cama de madera, faldas y corpiños, alfombras, tocas, imágenes
de pintura, redomas, servilletas, esteras, libros, mesa con sus bancos y hasta
dos bastidores y dos ruecas. En el proceso, dramático y bochornoso como pocos
del catedrático biblista Gudiel, trágicamente muerto en prisión sin ver el fin
de su causa, se inventarían post mortem tres mantas, dos
sábanas, dos hábitos, un manto, jubones, camisas, escarpines, manteles y varios
libros, entre los que hallamos la Biblia y las obras de san Agustín y de san
Bernardo. Podían ser dos presos de excepción, mas les era posible tener en su
prisión tal ajuar y elementos. Difícilmente se compagina esto con los agujeros
oscuros y malolientes descritos por Montanus, que caprichosamente privaba a los
presos de camas y vestidos. Por ello el alemán Schaefer califica las cárceles
inquisitoriales como las mejores de su tiempo (I, 85).
Si esto cabe suscribir desde el plano puramente
material, hay otros aspectos específicos de las cárceles secretas que
impresionan a los mismos autores: el del aislamiento e incomunicación, el de la
prolongación indefinida de tal situación y, sobre todo, el de la infamia social
que recaía sobre quien padecía tal cárcel. La tercera tacha es en realidad
ajena al sistema carcelario y más bien fruto de un contexto social. Desde el
ángulo carcelario sólo presenta el flanco de posibles injusticias en el decreto
de arresto o prisión, aunque teóricamente sólo se producía a petición del
fiscal y sobre pruebas, y mediante la aprobación de los inquisidores. La
primera tacha de la incomunicación y aislamiento era consecuencia lógica del
sistema procesal inquisitorial, que quería apurar la verdad de la culpabilidad
sin dar lugar a avisos e interferencias de fuera. Si la agilidad procesal
convirtiera tal período en breve espacio de tiempo fuera más tolerable.
Por ello desembocamos necesariamente en la segunda
tacha, que era la que en realidad agravaba la primera: la prolongación de los
procesos. Basta pensar en casos como los del arzobispo Carranza, fray Luis de
León o Gudiel, cuyos procesos mantuvieron en la cárcel secreta ocho años en
España al primero, tres al segundo y harto tiempo al tercero, que murió sin ver
el fin de su causa. Muchos meses estuvo por igual causa San Juan de Ávila. Esta
crueldad moral o psicológica hacía harto más largos los meses de carcelería,
sobre todo de los inocentes o de los inculpados de delitos menos graves (hablo,
naturalmente, dentro de los parámetros penales de la propia Inquisición). El
estado de incertidumbre, el desconocimiento de los acusadores y del estado de
la causa, las mil y una diligencias puntillosas que ésta requería, la lentitud
en el curso de los distintos pasos procesales, el puritanismo o malevolencia de
los jueces, prolongaban mortalmente los meses o años de prisión. Aun en el caso
de absolución plenaria nadie le quitaba de las espaldas el tiempo transcurrido
en la cárcel y el estigma social de haber estado en ella.
La incomunicación se refería al exterior de la
cárcel; no tenía por qué condenar a absoluta soledad al preso. En este punto la
praxis parece variar. Y no hace falta decir que a pesar de todas las cautelas
se producían infiltraciones y todos los ingenios de la picaresca para romper
tal aislamiento, sea entre los presos, sea con el exterior. Hay casos en que se
utiliza el soborno de los carceleros o la mediación de obreros que trabajan en
la cárcel. Vía más socorrida era la de los cocineros o proveedores de comidas.
La picaresca se burla de las leyes y produce otras nuevas más severas; esto es,
todo tipo de control y escrutinio de los alimentos. El papel, intermediario
disimulado de avisos o noticias, es sometido a control, inclusive el que se
proporciona a los presos para sus defensas escritas o para otros usos. No
olvidemos a los que pudieron escribir obras en la cárcel.
Recepción de sacramentos
Todavía existe otra faceta específica del rigor
inquisitorial: el de la administración de sacramentos, particularmente dolorosa
para aquellos que en verdad no eran ajenos a la fe católica, no así para
judíos, moriscos o protestantes. Contrariamente al uso moderno, en que uno se
presume inocente mientras no se pruebe lo contrario, en la dinámica procesal
inquisitorial parece operar el principio contrario: quien padece la prisión
preventiva y está bajo proceso aparece como sospechoso -¿acaso excomulgado?-,
al menos cuando recae sobre él acusación que roce la herejía; por ende, no se
le pueden ofrecer los sacramentos mientras no se pruebe su inocencia. A la luz
de esto se produce el hecho monstruoso de negar los sacramentos a fray Luis de
León durante los tres años de su proceso, y el hecho aún más increíble de
negárselos al arzobispo de Toledo Carranza durante ocho años. Sus peticiones fueron
desatendidas y al fin logró que al menos los dos criados que compartían la
prisión con él sin culpa alguna pudiesen comulgar por Pascua.
En cambio, existía mayor amplitud en punto a
confesión. En todo caso tal concesión había de ser aprobada por los
inquisidores. En las Instrucciones de 1561 encontramos cierta reticencia al
respecto: al preso en buen estado de salud que pidiese confesión se le podía
denegar o retener hasta que confesase judicialmente su delito
y satisfaga a las acusaciones pendientes. Es una clara confusión de la entidad
definida del fuero de conciencia y del sistema procesal y un modo de presión
poco limpio.
Sólo la muerte, por causa natural o por condena,
disipaba todos los' preceptos legales, como ocurría en el campo del Derecho canónico
común. En tal trance callaban todas las demás reservas y reticencias y se abría
paso la vía sacramental.
«Trabajos que me tienen cercado»
¿ Cómo no cerrar estos apuntes ocasionales
y sine ira sin mencionar que fue precisamente en la cárcel
inquisitorial donde Juan de Ávila, atribulado, penetró en el misterio de
Cristo, convirtiéndolo en eje de su vida, y donde fray Luis de León dio cima a
su obra inmortal, Los nombres de Cristo?
«Ya que la vida pasada, ocupada y trabajosa, me fue
estorbo para que no pusiese este mi deseo en ejecución, no me parece que debo
perder la ocasión de este ocio, en que la injuria y mala
voluntad de algunas personas me han puesto; porque, aunque son muchos
los trabajos que me tienen cercado, pero el favor largo del cielo ...
y el testimonio de la conciencia en medio de todos ellos han serenado mi alma
con tanta paz, que no sólo en la enmienda de mis costumbres, sino también en el
negocio y conocimiento de la verdad veo ahora y puedo hacer lo que antes no
hacía. Y hame convertido este trabajo el Señor en mi luz y salud, y
con las manos de los que me pretendían dañar ha sacado mi bien.»
La definición vitalista de la cárcel inquisitorial
de fray Luis, «trabajos que me tienen cercado», y la
posibilidad de escribir su obra, sintetizan bien la entraña del tema de las
cárceles inquisitoriales, sin olvidar la «injuria y mala voluntad de algunas
personas». Pero esto último no pertenece a la historia de las cárceles, sino a
la de los hombres, al igual que la misma Inquisición, una manera de atentar
contra la libertad de una cadena larga y variada que todavía no ha terminado y
que acaso nunca terminará.
http://www.bibliotecagonzalodeberceo.com/berceo/tellechea/carcelesinquisitoriales.htm
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