Un auto de fe en
el pueblo de San Bartolomé Otzolotepec, Museo Nacional de Arte, México.
En 1570 y 1571 se fundan los primeros
tribunales del Santo Oficio de América, con sede en Lima y México,
respectivamente. Un poco más tarde (1610), separando las Antillas, Panamá,
Cartagena, Santa Marta, Venezuela, Bogotá y Popayán, se creó el tribunal de
Cartagena de Indias.
Desde 1570-71, y hasta principios del siglo XIX, iba a desarrollar
sus actividades el Santo Oficio, con jurisdicción sobre toda la América
española. ¿Quiere esto decir que antes de 1570, las Indias occidentales y los
que allí vivían se vieron libres de la Inquisición? El asunto no es
sencillo.
Después del
descubrimiento de Colón, la preocupación mayor de los Reyes Católicos tiene sin
duda un carácter a la vez espiritual y práctico: proteger sus nuevos dominios
de la envidia y la ambición de sus vecinos europeos, prepararlos para que se
instaure en ellos una cristiandad renovada.
De hecho, ya en Marzo de 1493, los monarcas españoles alcanzaron
del Papa una bula que les daba derecho a excluir de la Indias occidentales a
los extranjeros y, en septiembre del mismo año, zarpaba de Cádiz la segunda
flota de Colón. En ella iban doce religiosos y clérigos, encabezados por el
benedictino Bernardo Boyl (o Buil), quien, al ostentar plenos poderes de la
Santa Sede «como prelado y cabeza de la Iglesia en partes tan remotas»,
disponía evidentemente de la jurisdicción en asuntos de fe. Los Reyes cuidaban
este aspecto, puesto que habían mandado que los miembros de la expedición (unas
1.500 personas) «fuesen cristianos viejos, ajenos de toda mala sospecha».
Así se puede afirmar que desde los primeros viajes de descubrimiento
existió en Indias, por lo menos en forma virtual, una Inquisición, es decir, la
Inquisición ordinaria, propia de los obispos y superiores eclesiásticos. Poco
es lo que sabemos de esta actividad inquisitorial de los tres primeros decenios
de la vida hispanoamericana. Si bien no fue nula, tampoco creemos que alcanzase
mucha intensidad.
No obstante, en 1501, la reina Isabel conminaba a su enviado
Ovando que no dejase pasar «moros ni judíos, ni herejes ni reconciliados ni
personas nuevamente convertidas a nuestra Santa Fe». Instrucciones y reales
cédulas de este tipo aparecen con frecuencia a lo largo de todo el siglo XVI, y
aún más tarde.
Pero la defensa de la fe no siempre se compaginaba con la
política de colonización y de población. Por eso, la legislación sobre la
entrada de extranjeros en las Indias es en extremo fluctuante. Desde las mismas
Antillas, ya en 1517, llegaban peticiones para que se diese libre acceso a
todos los extranjeros y en 1524, 1531 y 1534, Carlos I concede varias ordenanzas
en tal sentido, con limitaciones mayores o menores. Por otra parte, la misma
repetición de la cédula contra el paso a América de gente «infecta» en la fe,
dejaría suponer que su aplicación no se realizaba al pie de la letra.
Documentos y hechos confirman tal impresión. En 1508, los procuradores de la
Española suplicaban que se mandara salir de la isla a todos los descendientes
de judíos y moros y condenados por el Santo Oficio «que ahora en ella están»,
pero Fernando el Católico -con preocupaciones muy distintas- emprendía entonces
negociaciones financieras con ciertos conversos de la Península y otorgaba, en
1511, el libre acceso a las Indias de todos los naturales de sus reinos sin
pedirles información.
Con autorización o
sin ella, pasaban, pues, al Nuevo Mundo muchos de los «prohibidos»: el comercio
de licencias y testimonios falsos se volvió floreciente en Sevilla; otros se
embarcaban como miembros de la tripulación y, luego de arribado el barco, se
quedaban en América.
En este contexto, se entiende mejor la decisión de Cisneros,
que asumía en 1517 el cargo de inquisidor general y de regente, concediendo a
los prelados de Indias no sólo el poder de inquisidores ordinarios, sino
también el de inquisidores apostólicos, delegados del Santo Oficio, con todas
sus prerrogativas, hasta la de relajar al brazo secular.
Los primeros en ejercer tamaña autoridad fueron el obispo
Manso, en Puerto Rico (1520) y fray Pedro de Córdoba, vicario general de los
dominicos, en la Española. Aquél no anduvo ocioso y, en 1523, organizaba un
auto de fe en el que fue «relajado al brazo seglar» Alonso de Escalante,
«hereje condenado», quizá el primer reo de muerte de la Inquisición americana.
Sus bienes quedaron a disposición del fisco real.
Pronto empezó a funcionar la Inquisición apostólica en el
mismo continente. En un solo año (1527), se conocen diecinueve causas seguidas
en México, casi todas por blasfemias, la más sonada de ellas contra Rodrigo
Rengel, afamado conquistador de ochenta años de edad, acusado de ser un
blasfemador empedernido. Los castigos en estos casos solían ser penitencias más
o menos severas (¡500 pesos de oro en el caso de Rengel!).
Pero las causas no se limitaban a esto y, antes de 1529, hubo ya
varios muertos en la hoguera: tres o cuatro indios de Tlaxcala y dos soldados
de Cortés, condenados a relajación en el auto de fe de 1528, por judaizantes y
quizá también por ser partidarios del conquistador.
De 1536 a 1543, Fray Juan de Zumárraga, nuevo obispo de México, con
amplios poderes de inquisidor apostólico, organizó un verdadero tribunal que
sentenció más de ciento cincuenta causas: por blasfemias (un tercio), brujería
y superstición, bigamia, criptojudaísmo, idolatrías, etc... La actitud tajante
del recto y severo varón frente a la idolatría de los indios, lo hizo remover
de su cargo de inquisidor, después de que mandó a la hoguera, en 1539, a don
Carlos, cacique de Texcoco.
Este escueto panorama de lo que J. T. Medina llamó la «primitiva
Inquisición americana», permite adivinar una actividad importante. El
historiador chileno estima que los reos procesados por los obispos fueron muy
numerosos, sobre todo en comparación con la corta población de la América de
entonces.
Tribunales permanentes
Vimos que en muchas ocasiones los obispos americanos, como
Manso o Zumárraga, poseyeron poderes de inquisidores apostólicos. ¿Qué
necesidad había entonces de plantar en Indias tribunales del Santo Oficio? La
pregunta podría invertirse: ¿Por qué no implantar la Inquisición en América? Si
los nuevos territorios eran como una continuación de Castilla y de España,
resultaba normal y lógico que pudiesen establecerse en ellos los mismos
tribunales que en la Península, tal como se hizo en Canarias, por ejemplo.
Entre 1550 y 1570 empezaron a llegar a España peticiones a favor
precisamente del establecimiento en Indias de tribunales permanentes del Santo
Oficio, que dependiesen de la Suprema. Las quejas
principales apuntaban a los abusos y la impericia de una Inquisición que había
vuelto a ser episcopal y monástica. Además, las autoridades civiles intervenían
cada vez más en los asuntos inquisitoriales. Se sentía la necesidad de un
personal especializado en esta labor. Ya hacia 1547, el visitador de México,
Tello de Sandoval, a pesar de que él mismo llevaba título de inquisidor,
escribía al monarca: «He avisado a V. A. la necesidad que hay en esta
tierra del Santo Oficio de la Inquisición y así ha parecido por
experiencia.» Muchos se inquietaban por el creciente comercio de
libros prohibidos, por la infiltración frecuente de ideas y de elementos
heréticos, que permitía al cronista Fernández de Oviedo escribir hacia mediados
del siglo: «Agora peor está esta tierra que el Arca de Noé sin comparación.»
Creemos también que en aquella circunstancia se ajustaron las
miras centralizadoras del Rey Prudente con las del Consejo de la Suprema y
general Inquisición. Esta había consentido en delegar sus poderes apostólicos
en algunos obispos y prelados de América, pero siempre guardó cierta
desconfianza hacia la Inquisición episcopal; prefería, sin duda ninguna,
ejercer directamente su jurisdicción, con ministros escogidos por ella.
Para Felipe II, semejante medida completaría su plan
unificador, lo mismo que a partir de 1561-64 había reorganizado el sistema de
las flotas americanas. En el Perú concretamente, las guerras civiles que
ensangrentaron la tierra hasta 1558-60, difícilmente permitían la introducción
de grandes novedades. Una vez sosegados los ánimos, los años 1569-70 marcan el
comienzo de una fase de reestructuración, de consolidación. En este caso,
coincidiría la voluntad unificadora y expansionista del Santo Oficio con las
directrices de la política real.
En aplicación de las reales cédulas del 25-1-1569, se
procedía en Lima, el 29 de enero de 1570, a la recepción solemne de la
Inquisición, con las impresionantes ceremonias que solían acompañar semejantes
actos. El año siguiente (4-XI-1571), quedaba fundado el tribunal de México.
En un principio no existían diferencias fundamentales con los
tribunales peninsulares: procedimientos y sustanciación eran iguales. No
obstante, como para otros aspectos de la vida americana, hay que conceder
especial atención a los factores geográficos: alejamiento de la metrópoli
y, por tanto, del control del Consejo Supremo; enorme extensión de los
territorios de la jurisdicción (de Panamá para el sur, en el caso de la
Inquisición limeña). Esto explica la lentitud de muchas tramitaciones, los
perjuicios sufridos por los encausados cuando había que mandarlos, a costa
suya, desde Buenos Aires o desde Paraguay hasta Lima, por ejemplo, el poder
exorbitante que llegaron a tener ciertos comisarios de la Inquisición. Estos
eran algo similares a jueces de instrucción que ejercían la vigilancia: directa
sobre la población, con la ayuda de los familiares. Al
comienzo se instalaron tan sólo en los puertos y en las cabezas de obispados,
pero luego los hubo en casi todos los «pueblos de españoles».
La Inquisición perseguía en América los mismos fines que en
otras tierras hispanas: velar por la pureza de la fe católica luchando contra
la «herética pravedad y apostasía», con especial vigilancia respecto de
prácticas o ideas, musulmanas, luteranas e iluministas. Hay que hacer hincapié
en una de las Instrucciones dadas a los nuevos inquisidores de Lima y México
(la 34): «No habéis de proceder contra los indios..., por ahora.» Los
excesos cometidos en la represión de la idolatría indígena en México y en otros
lugares aconsejaron sin duda esta medida prudencial. Los indios, considerados
neófitos en la fe, quedaban, pues, al margen del fuero inquisitorial, detalle
que no se debe perder de vista cuando se pretende hacer cálculos y
comparaciones. En cambio, extraña más encontrar entre los condenados por el
Santo Oficio a negros (tanto esclavos como libres, «bozales» como criollos), por no hablar de los
mestizos, mulatos y demás zambos.
Temida y respetada
La actividad parece modesta en los primeros años, sobre todo
en comparación con los comienzos de la Inquisición en España (unos 100.000
procesos y 2.000 ejecuciones durante los catorce años del «reinado» de Torquemada, según estimaciones de autores
moderados), pero no lo es tanto si se tiene en cuenta que el fuero
inquisitorial se aplicaba a una población relativamente reducida, por lo menos
en el período inicial.
Se ha dicho que la Inquisición americana llegó pronto a fiscalizar
las costumbres más que las ideas y su expresión. Sin duda las guerras de
conquista y las guerras civiles, la distancia respecto de la metrópoli, la
falta de mujeres europeas en los primeros tiempos, favorecieron -entre otras
causas- la libertad moral y, especialmente, la libertad sexual.
Un recuento de las causas sentenciadas por los tres
tribunales americanos en sus años de existencia, daría sin lugar a dudas una
mayoría importante a los casos de blasfemia, de bigamia, de solicitación en
la confesión o «próximamente a ella». Este hecho, por otra parte, no puede
considerarse como asunto baladí, puesto que contribuye a un mejor conocimiento
de aquella sociedad colonial.
La solicitación entre los sacerdotes, tanto
seculares como regulares, adquirió proporciones que asombraban a los mismos
inquisidores. En vista de que menudeaban semejantes delitos y de que muchas
mujeres se apartaban del sacramento de la penitencia, acudieron a la Suprema para
poder aplicar penas más severas. Incluso, tomaron la iniciativa de promulgar
edictos especiales contra los solicitantes (1630), pero los testimonios
posteriores, así de virreyes como de miembros del clero o de viajeros
extranjeros, indican que la clerecía del siglo XVIII seguía por el mismo
camino.
Si bien la labor corriente de los comisarios e inquisidores
consistía en lo que puede considerarse como una vigilancia de las costumbres,
no por eso debe creerse que las Indias carecieron de brotes más netamente
heterodoxos o heréticos. Es imposible dar aquí tan siquiera una lista de todos
ellos; preferimos ceñirnos a unos aspectos relevantes u originales.
Represión del iluminismo
Poco más de un año después de su fundación, el tribunal de
Lima hubo de examinar un caso notable, tanto por su materia como por las
personas en él encartadas. En torno a una mujer muy joven, endemoniada a la vez
que agraciada con raptos y revelaciones celestiales, se agita en un ambiente
exaltado y turbio a la vez un nutrido grupo de religiosos que se turnaban en su
casa y otros lugares para exorcizarla. Entre ellos, nada menos que un pintor,
un ex vicario episcopal y un catedrático de teología, dominicos los tres, y el
propio provincial de la recién llegada Compañía de Jesús.
Inducido por la «posesa», que desempeñaba un
verdadero papel de catalizador y de médium, el dominico fray Francisco de la
Cruz llegó a desarrollar una herejía original. Indudablemente, hay similitudes
de situaciones y de ideas con iluminados anteriores, por ejemplo, con aquel
misterioso fray Melchor que allá por 1510-1512 seguía en España los consejos y
vaticinios de la «beata de Piedrahita». Pero la «pupulante herejía» de fray
Francisco tiene, además, un corte netamente americano, criollo para ser
exactos, sobre el cual queremos insistir. Para él, España y la vieja
cristiandad europea quedarían desbordadas por el Turco, Roma -la mujer
prostituta del Apocalipsis- sería destruida conforme a las profecías, pero en
Lima se instalaría la «nueva cabeza de la Iglesia». Francisco de la Cruz,
ungido de Dios, sería «Papa y rey desta tierra», su hijo -muy real él, y habido
de una dama limeña-, otro Juan Bautista. Los indios -descendientes de las diez
tribus perdidas de Israel- se verían autorizados a conservar ciertas
tradiciones (poligamia, etc.) y, asesorados y dirigidos por la «Iglesia de los
criollos», formarían con ésta el nuevo pueblo de Dios.
Los inquisidores estuvieron sobre aviso, tanto por el calibre
del negocio como por la calidad de los que con él tenían relación: fray
Francisco de la Cruz era confidente del arzobispo Loayza. Es probable que de no
mantenerse pertinaz, el fraile megalómano no hubiera terminado en la hoguera,
quemado vivo el 13-IV-1578, después de seis años y medio de prisión.
La fortuna se le mostró contraria: por aquellos años se
descubrieron en Extremadura y Andalucía los numerosos «alumbrados» de Llerena.
Además, la herejía de fray Francisco iba tomando un cariz político: ¿acaso no
hablaba de «alzarse con la tierra», ayudado por los llamados soldados? ¿Acaso
no quería repartirla entre sus principales secuaces? ¿Acaso no estaban situados
realmente sus mejores amigos en puntos estratégicos, como eran Quito, Lima, El
Cuzco y La Plata, en la provincia de Charcas?
Por aquellas fechas, existen otros «convertículos», donde
cohabitan tendencias iluministas con ambiguos manejos sexuales o la burda solicitación.
Sería fácil
multiplicar los ejemplos, lo cual viene a demostrar que las tendencias iluministas
representaron una constante de la vida religiosa en Hispanoamérica. No siempre
fueron de gran elevación espiritual y menudearon los casos de milagrería, con
suspensiones y raptos extáticos, muchas veces unidos a manifestaciones de la
libido, que interesan tanto o más al psiquiatra y al sociólogo que al
historiador de las ideas. En una sociedad en la que el blanco consideraba
ignominioso e infamante el trabajo en «oficios mecánicos», en la que los
mejores puestos se destinaban a peninsulares, creció en forma vertiginosa
-sobre todo en las ciudades- el número de clérigos y religiosos, de monjas y
beatas. Entre ellas frecuentemente aparecían las «ilusas» y «embaucadoras»,
según las llamaban los inquisidores. Hacia fines del siglo XVII, la beata
Angela Carranza, llegó a ser por casi tres lustros la comidilla de Lima entera;
su fama traspasó los límites de la ciudad y del virreinato. Con harto donaire,
el inquisidor Varela daba cuenta de algunos de sus talentos: «Era últimamente
el correo de la gloria y por un nuevo género de sagrada estafeta, llevaba y
traía del cielo no sólo respuestas y despachos divinos, sino varias alhajas, a
cuya bendición viniesen vinculados auxilios y felicidades». Esto dio lugar a un
verdadero tráfico de objetos sagrados y cuando, después de la condena -ligera
por cierto- empezaron a recogerlos, llegaban a «tanta multitud de rosarios y
cuentas -añadía el chistoso Varela- que pasan de millones, y de tal suerte que
en diez pontificados no ha distribuido la Sede Apostólica más cuentas y rosarios
que los que distribuyó esta mujer».
Judaizantes. El caso de los portugueses
Según se sabe, la Inquisición fue organizada en España con
el fin específico de vigilar y castigar los conversos que
volvían a judaizarse, extendiendo luego su jurisdicción a los demás delitos
contra la fe.
En las Indias vimos cómo, antes de 1570, fueron penitenciados y
hasta quemados varios judaizantes, a instigación de los obispos y prelados
religiosos. Nos cuesta cierto trabajo el admitir, según afirma algún autor, que
el judaísmo se practicaba abiertamente en México, a no ser en regiones
apartadas o faltas de autoridades eclesiásticas y administrativas. No obstante,
llama la atención el corto número de reos condenados por este delito en los
primeros años de los nuevos tribunales inquisitoriales.
En México y en el Caribe puede explicarse tal hecho porque la
Inquisición estaba entonces más preocupada por posibles infiltraciones
protestantes, a raíz de los ataques de corsarios y piratas ingleses o
franceses. En Lima, hay que esperar el tercer auto de fe (1581) para que
aparezca un judaizante (nacido en Portugal) condenado a reconciliación y cárcel
perpetua, a pesar de que ya en 1570 el secretario de este tribunal se quejaba
al Consejo de que la ciudad y el reino entero estaban llenos de conversos y
descendientes de reconciliados, y «certifico a V. S., añadía, que respecto de
los pocos españoles que hay en estas partes, hay dos veces más confesos que en
España».
En este asunto, el acontecimiento decisivo es la unión
de Portugal y España, en 1580-81. Con esto, los portugueses se vuelven vasallos
de Felipe II y adquieren facilidades para circular libremente por sus dominios.
Huyendo del marasmo económico de Lisboa y de los rigores de la Inquisición
portuguesa, muchos marranos salieron de su país con rumbo a
América, pasando por España.
Pero la llegada masiva de portugueses en casi todos los
puertos de las Indias de Castilla, se produce a partir de 1590. Es de creer que
muchos de ellos serían judaizantes, ya que, de 1595 en adelante, aparecen cada
vez más numerosos entre los penitenciados por el Santo Oficio. A diferencia de
los conversos españoles, los marranos portugueses habían
tenido que convertirse por la fuerza tras las persecuciones de los reyes
lusitanos (final del siglo XV). Esto explica la abundancia en el seno de su
comunidad de auténticos criptojudíos y la dificultad de su asimilación, Así,
poco después de la unión de las dos coronas, la palabra «portugués» llegaría a
significar cristiano nuevo o judío en España e Hispanoamérica.
El primer mazazo asestado contra el criptojudaísmo americano
fue el «auto grande», celebrado en México el 8-XII-1596. En él salieron 60
penitentes (otros dicen 80); 35 eran judaizantes (sin contar 10 quemados en
efigie); 25 fueron reconciliados y nueve miembros de la familia Carvajal
quemados. En 1590 éstos habían sufrido ya una primera condena, pero -cosa
rarísima- el tribunal les concedió al cabo de cuatro años de confinamiento un
indulto completo, a cambio de una multa.
El personaje más notable de la familia era sin duda Luis de
Carvajal «el Mozo», sobrino del conquistador de Pánuco, su
homónimo. Místico, poeta, visionario, su piedad y su fe eran tan grandes que, durante su primer
encarcelamiento, convirtió al judaísmo su compañero de celda, nada menos que un
fraile. Ya libre, su proselitismo ardiente causó su muerte, la de sus
familiares y el arresto de numerosos judaizantes, cuyos nombres confesó en el
tormento.
Mientras tanto, los marranos portugueses no se quedaban
de brazos cruzados y, mediante un donativo de dos millones de
ducados a Felipe III, consiguieron que el Papa les otorgase un perdón general
para delitos presentes y pasados, con restitución de los bienes confiscados. El
breve se publicó en 1604 y tenía vigencia en las Indias hasta 1606.
Aunque a regañadientes y dándole largas, los tribunales
americanos tuvieron que hacer efectiva -por los menos en parte-dicha decisión.
De hecho, durante unos quince años, escasearon las causas contra judaizantes.
En España, por otra parte, el conde duque de Olivares adoptó a partir de 1623
una política de tolerancia y de atracción respecto de marranos y
conversos, confiándoles importantísimas responsabilidades económicas. A pesar
de la hostilidad creciente de muchos sectores, esto les valió una relativa
tranquilidad hasta la caída del privado (1643). .
Ahora bien, los tribunales del Santo Oficio americano
empiezan mucho antes
a reaccionar contra los judaizantes portugueses. Para ello, concurren sin
duda causas específicas y locales, que intentaremos evocar. A fines de 1625, un
auto de fe celebrado en Lima señala un elevado porcentaje de judaizantes (12),
casi todos «de nación portuguesa»: dos de ellos fueron «relajados» y dos se
habían suicidado en las cárceles secretas.
Los portugueses afluían hacia los centros más atractivos del
continente americano y empezaban a monopolizar varios sectores de la actividad
económica: trata de negros, alto negocio o buhonería en Cartagena, Portobelo,
México, Lima, Potosí y sus contornos, pero también artesanía y agricultura, por
ejemplo en la cuenca del Plata. Al descontento del tradicional comercio
andaluz, de sus representantes en Indias y de la incipiente burguesía criolla,
se suma el temor a una agresión extranjera. Desde 1578, la costa pacífica ya no
estaba a salvo de las incursiones piráticas; en 1615 y 1624, los duros ataques
de Spielbergen y J. Lhermite, siembran el pánico entre los habitantes del
virreinato peruano y refuerzan una psicosis de traición. Desde hacía años se venía
hablando de posibles confabulaciones entre corsarios, indios y negros, con
la ayuda de espías extranjeros. Ahora, las sospechas se concentran sobre el
grupo numeroso del portugués, demasiado activo y poderoso y de dudoso
catolicismo.
Los inquisidores llevaban tiempo al acecho, según sus
propias palabras («atentos a todas sus acciones, con cuidadosa disimulación»),
cuando se produjo la ocasión esperada, en agosto de 1634. En Lima, la
imprudencia de un cajero portugués provocó la denuncia decisiva; lo demás, lo
hicieron el tormento y la sagacidad de los inquisidores. Durante un año entero
éstos fueron reuniendo pruebas con el mayor sigilo; el cajero se había esfumado
(en las cárceles inquisitoriales) sin que se sospechara la causa de su
desaparición. Por fin, el alud de arrestos y confiscaciones empezó a correr en
agosto de 1635: «casualmente», entre los primeros detenidos estaban los
principales mercaderes del reino.
La conmoción fue enorme, se paralizó el comercio y, ante la
afluencia continua de nuevos acusados, hubo que comprar y construir más
cárceles, «despejando» las antiguas gracias a un «autillo»
organizado en la capilla del Santo Oficio. En ciertos momentos, el número de
detenidos casi llegó a 200, mientras la Inquisición de Cartagena de Indias,
avisada por la de Lima, prendía a 40 personas. El 23 de enero de 1639, en un
auto de fe grandioso, encontraba su desenlace oficial la Complicidad
Grande del Perú, la «mayor máquina que se ha visto», según decían los
inquisidores. Los judaizantes, casi todos de origen portugués, llegaron a 62: 7
abjuraron de vehementi, 44 fueron reconciliados con penas
diversas y confiscación de bienes, 11 perecieron. Entre ellos hubo por lo menos
6 quemados vivos, lo que muestra la fuerza de sus convicciones.
Poco después, en 1642, le tocó el turno a la Inquisición
mexicana. Como ya se había producido la sublevación de Portugal, no era
necesario andar con rodeos: los portugueses se volvían doblemente sospechosos.
La redada contra judaizantes arrojó cifras aún superiores a las de Perú. Los
casos menos graves se despacharon en una serie de tres autos, años 1646, 1647 y
1648.
A distancia, el gran auto de fe celebrado en
la capital de Nueva España, el 11 de abril de 1649, respondía a la Complicidad
Grande peruana. Hubo más de 50 judaizantes condenados (sin contar 57
que lo fueron en efigie) : 38 reconciliados y 13 relajados. Entre éstos,
Mariana de Carvajal, única superviviente de la familia aniquilada a fines
del siglo XVI, y Tomás Treviño de Sobremonte, español él y único en arrostrar
vivo la hoguera.
En España, la cacería de judaizantes arreció durante los
decenios siguientes (hay miles ge reconciliados entre 1643 y 1655), hasta
culminar en los autos de fe contra los Chuletas mallorquines,
a fines del siglo XVII. Todo esto nos inclina a creer que no se trata de
accidentes, sino de una política concertada. Importa recordar que, en este
asunto, los tribunales americanos se anticiparon a los peninsulares, lo que
puede ser prueba de su creciente independencia respecto del poder político.
Pensamos, por otra parte, que recibieron el apoyo tácito de la Suprema, quien
iba a darse prisa en imitarlos después de la caída de Olivares.
Los ingresos de la Inquisición
Al crear los tribunales americanos, Felipe II cuidó de que
pudiesen perpetuarse; con este fin, ordenó que los cuatro principales
funcionarios (dos inquisidores, un fiscal y un secretario) cobrasen sueldos de
las cajas reales, «entretanto que de confiscaciones, penas y penitencias
hubiere de qué pagarlos». Esta «consignación» real real presentaba pues una
seguridad apreciable para la incipiente Inquisición americana, pero tampoco
era suficiente para sufragar todos los gastos de los tribunales (sueldos
de los demás oficiales, compra de casas, preparación de los autos de fe, etc.).
Aparte de esto, semejante subvención podía en ocasiones ser un medio de presión
intolerable para una institución que propendía cada vez más a constituir un
Estado dentro del Estado. De una forma u otra, los nuevos tribunales necesitaban
pues aumentar en breve unos ingresos que les fuesen propios.
De hecho, tales caudales fueron creciendo y los tribunales pudieron
adquirir casas de alquiler y censos, imitando así el sistema peninsular. Pero
seguían percibiendo la «consignación» como si tal cosa.
Con los crecientes apuros económicos de la monarquía española,
llegaron también nuevas instrucciones, Desde 1614, los virreyes intentaron
reducir la ayuda estatal conforme al monto de las confiscaciones, pero nunca
jamás consintieron los inquisidores que los oficiales del fisco real hurgaran
en sus cuentas.
Finalmente (1627-1630), se acudió al arbitrio de las «canonjías
supresas» que se aplicaba en España desde 1559: en cada catedral, la renta de
un canonicato se destinaría a la Inquisición.
En busca de su independencia financiera, los inquisidores de Indias
no se anduvieron con chiquitas.
Muy temprano, se practicaron «donaciones» en todo el virreinato
peruano. Este eufemismo ocultaba un ingenioso sistema en el cual ciertos
acreedores «donaban» sus cédulas de crédito al Santo Oficio Este, valiéndose de
su extensa red de comisarios y familiares y del terror que inspiraba, cobraba
las deudas y se quedaba con el tercio o la mitad de su monto. ¡A su manera, el
Santo Oficio contribuía pues a la vida económico-social de la colonia!
Los quebrantamientos de «escrituras de compromiso» parecen haber
sido otra especialidad americana. ¿En qué consisten? Alguna persona,
convicta de haber jugado o bebido en exceso, se compromete ante notario a no volver
a su vicio en uno, dos o más años, pena de pagar 200, 1.000, 2.000 pesos de
multa, Si reincide antes de terminarse el plazo, queda perjuro y, por tanto,
reo de Inquisición: ésta recibe un tercio de la cantidad apuntada, otro tercio
es para el juez civil, el último para el denunciante. Aunque el
procedimiento nos deje boquiabiertos, lo cierto es que éste no fue el peor lado
del Santo Oficio: es además una mina de lances peregrinos o tragicómicos. En
todo caso, llegó a ser ésta una fuente de ingresos cuantiosos, sobre todo en
los grandes años del «Cerro Rico» de Potosí, aquella Meca del
juego y de la prostitución, del buen vivir y de Ia mala vida.
Ocaso y desaparición
Liquidados o silenciados los principales focos de
criptojudaísmo, la labor inquisitorial había de volver a sus cauces habituales:
represión de aberraciones morales, descubrimiento de «proposiciones malsonantes
o atrevidas», secuelas del iluminismo en mujeres exaltadas o monjas milagreras.
En forma de inciso, es indispensable evocar siquiera el caso de los
indios, al fin y al cabo el substrato de buena parte de la actual población
hispanoamericana. A pesar de la insistencia de encumbrados personajes, el indio
quedó definitivamente al margen de la jurisdicción inquisitorial. Así las cosas,
después de setenta años largos de evangelización, se descubría, en 1609, que
los indios del arzobispado de Lima estaban «tan infieles e idólatras como
cuando se conquistaron». Para resolver este problema se inició la Visita
de las idolatrías. que podría definirse como una Inquisición adaptada
a los indios, y se limitó a ciertos sectores del virreinato peruano. Aunque en
ocasiones aplicó penas severas (reclusión perpetua), casi nunca condenó a
muerte y sus autos de fe tan sólo consumían los objetos del culto idolátrico.
Las campañas de «extirpación» repitiéronse con intensidad hasta 1610; más
tarde, se prosiguieron en forma más bien rutinaria. Por supuesto, el Santo
Oficio miraba con muy malos ojos semejante competencia, máxime cuando los
jesuitas tomaban parte activa en tales visitas.
Volviendo a la Inquisición, con el correr de los años,
quizás porque el peligro de herejía había prácticamente desaparecido y también
por la evolución de las mentalidades, escasean las condenas graves,
concretamente las «relajaciones».
Pero he aquí que en América, lo mismo que en España,
surgía un nuevo peligro: el de las ideas nuevas, de la Ilustración. Conforme
avanzaba el siglo XVIII, el Santo Oficio americano se vio precisado a prestar
cada vez más atención a ciertas ideas de los filósofos, a los libros que las
vehiculaban y a aquellas personas que podían sustentarlas en forma peligrosa
para el Altar y para el Trono. La vigilancia de los escritos sospechosos -que
desde el principio pertenecía a la jurisdicción inquisitorial- cobró especial
importancia con el desarrollo de las comunicaciones, el abaratamiento y la
consiguiente difusión del texto impreso. Muchos hombres impregnados de ideas
enciclopedistas condenadas por la Iglesia abogaban al mismo tiempo por mayores
libertades económicas o políticas en los territorios del Nuevo Mundo. Así es
como, en más de una ocasión, la Inquisición sirvió al poder civil en su lucha
contra los adversarios del absolutismo y los precursores de la autonomía o de
la independencia. Ahí está pues, el rasgo distintivo de la Inquisición
americana en su postura respecto de la Ilustración. Menudearon los hombres
condenados por proposiciones, «algunas contra la religión y muchas más contra
el Estado». Seguía vigente el viejo refrán: «Con el Rey y la Inquisición,
chitón». Ya en el siglo XIX, insurgentes como el cura Hidalgo fueron acusados
por el Santo Oficio, y Morelos, su discípulo y amigo, se vio envuelto en un
proceso inquisitorial, antes de rendir cuentas a la justicia civil.
Por estas tierras hispanoamericanas, la Inquisición
quedó generalmente abolida en 1813, cuando se conoció el decreto de las Cortes
de Cádiz, de enero del mismo año. Algunas zonas tomaron la delantera: en 1811, un
motín popular expulsó momentáneamente los inquisidores de Cartagena de Indias.
A fines del mismo año, Paraguay estuvo entre los primeros que se libraron de la
institución. En cambio, en el Perú, se necesitaron dos virreyes (Abascal y
Pezuela) para acabar con ella: en 1813 y, después del
restablecimiento, en 1820. Algo parecido pasó en México. Así desaparecía la
Inquisición en el continente americano, pero no siempre con ella la
intolerancia religiosa.
https://www.vallenajerilla.com/berceo/florilegio/inquisicion/inquisicioenamerica.htm
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