lunes, 7 de julio de 2025

 

ALGUNAS IDEAS PARA UNA HISTORIA DE LA CULTURA HISPANOAMERICANA

Preliminar

Las ideas aparecen en aquellas culturas que otorgan valor a los intelectos individuales, no en aquellas gregarias que enajenan o relegan la investigación al control industrial o ideológico. Es de notar que las grandes ideas sobre la cultura hispanoamericana provienen todavía de la primera mitad del siglo XX, de figuras como Alfonso Reyes o Pedro Henríquez Ureña, intelectos individuales anteriores al estructuralismo cibernético y al formulismo computacional, es decir, anteriores a la estandarización y aplanamiento del pensamiento. Volveremos a ello más adelante. Por lo pronto, quisiéramos suscitar una reflexión más amplia sobre la historia de la cultura hispanoamericana y avivar un debate productivo a partir de tres reseñas aparecidas. La crítica literaria hispanoamericana: una introducción histórica (Madrid: Instituto Juan Andrés, 2022). Es en el choque y confrontación de perspectivas donde el pensamiento se refuerza. Así pues, asediaremos tres ideas centrales que emergen de las reseñas sobre el referido libro y que merecen análisis más específico:

    1. La búsqueda de una genuina decolonialidad en la crítica literaria hispanoamericana, que recoja parte de la teoría posestructuralista y la haga trascender a marcos conceptuales heredados sin caer en esencialismos.
    2. La urgencia de una crítica de la violencia y de la religión que contribuya a dignificar la vida colectiva y fortalecer el espacio público en la región.
    3. El integrismo latinoamericanista que se regodea en la soledad, en la marginación y automarginación restableciendo una dialéctica de lo central y lo periférico.

Estas líneas de reflexión permitirán repensar el papel de la crítica literaria en la conformación de una cultura más robusta y autoconsciente.

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Hacia una genuina decolonialidad

La reseña del crítico argentino Facundo Gómez (publicada en Reseñas CeLeHis, abril 2024) ofrece la oportunidad de profundizar en los fundamentos y alcances de nuestra propuesta historiográfica. Si bien Gómez reconoce el valor de nuestra investigación de archivo, que ilumina los debates sobre el concepto de literatura desde el siglo XVI, su interpretación de ciertos aspectos merece una respuesta más detallada. La acusación de una supuesta hostilidad hacia la teoría literaria contemporánea es infundada. Desde el prefacio, basándonos en los trabajos de Aullón de Haro, establecemos y seguimos una distinción crucial entre Teoría y Crítica: la primera constituye nuclearmente la teoría Poética en sentido propio, una formulación a priori, una guía acerca de qué es y cómo se construye o debiera construirse determinada clase de textos a partir de una premisa, doctrina o ideal del orden que fuere, mientras que la segunda es una demostración a posteriori del juicio sobre un texto, obra o serie particular ya dados, escritos o publicados[1]. Esta distinción no implica un rechazo de la teoría ni un aislamiento, sino el intento de comprender epistemológicamente sus funciones específicas en relación con la práctica crítica.

 

Facundo Gómez reprocha la estructura piramidal de nuestro libro, es decir, que hayamos seguido el consejo de Pedro Henríquez Ureña para construir una historia cultural basada en figuras clave: Bello, Sarmiento, Martí, Rodó, Reyes, que sintetizan el desarrollo intelectual del continente. Es cierto que las corrientes teóricas contemporáneas, en efecto, cuestionan la validez de tales jerarquías y proponen nuevos vocabularios críticos. Por ejemplo, el Diccionario de términos críticos de la literatura y la cultura en América Latina, coordinado por Beatriz Colombi en 2021, pretende robustecer términos, neologismos ya acuñados en el periodo de las vanguardias históricas (como el de “Antropofagia”, propuesto por el poeta brasileño Oswald de Andrade, o el de “Barroco de Indias”, propuesta por el cubano Lezama Lima) o ya procedentes del mundo universitario angloamericano de los últimos tiempos (como el “Borderlands”, resignificado por Gloria Anzaldúa en su influyente obra Borderlands/La Frontera: The New Mestiza de 1987, o el de “Ficciones fundacionales”, de Doris Sommer), sin olvidar los más conocidos, “Ciudad letrada”, “Culturas híbridas” y “Colonialidad”, en general bajo justificación de abandonar las posiciones centrales o eurocéntricas[2]. Pero preguntémonos si tales términos o neologismos son, en lugar de “críticos”, más bien “teóricos”. Situar la teoría indiscriminadamente en el centro del debate posibilita la visión de la cultura como algo que se puede programar de antemano, amaestrar o domesticar, pero no propiamente criticar. El exceso de “teoría”, su uso extensivo, como veremos más adelante, proviene en gran medida de una excesiva confianza en una doctrinaria programación computacional, informática, que se impuso después de la Segunda Guerra Mundial.

Ha sido tan intenso el cuestionamiento de la validez de antiguas jerarquías que la propuesta de nuevos vocabularios teóricos para programar o reprogramar ha llegado al extremo de eliminar el concepto de “literatura” por el de “discurso”. Epígono de esta tendencia es Walter Mignolo (profesor de la flamante Universidad de Duke), quien llamó a una “desobediencia epistémica” contra Las corrientes literarias de la América hispánica, de Pedro Henríquez Ureña, para no estudiar la literatura escrita en español o portugués, sino las tradiciones orales de las “masas de indios” [3]. Las reiteradas “reprogramaciones”, el afán por la novedad y la “última tendencia” teórica han impedido muchas veces profundizar en las propuestas críticas ya existentes. La facticidad lingüística de Jakobson o la facticidad hermenéutica de Gadamer, teorías que se formalizaron durante la Posguerra y la Guerra Fría, parecen atractivas a primera vista, pero socavan las bases de un edificio ético y estético. La propuesta de Gadamer sobre la fuerza de la tradición, que se renueva y subvierte constantemente, al aplicarla al contexto hispanoamericano, choca con una paradoja[4]. Pues, ¿cómo socavar y cuestionar una tradición intelectual de suyo “débil” para imponer atrevidas metodologías teóricas, sin el riesgo de caer en un relativismo o una inconsecuencia extrema?

 

La crítica de Facundo Gómez sobre ciertas decisiones organizativas en nuestro libro merece una respuesta más detallada y matizada. En particular, su cuestionamiento de la inclusión de José Carlos Mariátegui en la sección “Los poetas como críticos” ofrece la oportunidad de exponer nuestra concepción de la crítica literaria y su relación con la creación poética. Nuestra decisión de incluir a Mariátegui en esta sección responde a una comprensión más amplia y flexible de la poesía y la crítica. Los artículos de Mariátegui, aunque no están escritos en verso, pueden considerarse “poemas en prosa” por varias razones. Hay una voluntad de estilo, porque Mariátegui emplea una prosa que recoge las innovaciones estilísticas del modernismo hispanoamericano, desde Martí y Rodó, hasta las vanguardias representadas por Ramón Gómez de la Serna. Sus textos ejemplifican un periodismo combativo y polémico, donde el debate intelectual se convierte en un acto creativo en sí mismo. Los asuntos que trata Mariátegui trascienden el mero análisis político o social, adentrándose en territorios propios de la creación literaria, difuminando las fronteras entre el ensayo, la crítica y la creación poética.

 

Octavio Paz también forma parte del apartado “Los poetas como críticos”. Paz aplicó los postulados lingüísticos de Jakobson, marginando la entidad de la poética y la retórica en favor de una facticidad lingüística, es decir, de cierta crítica literaria anti-filológica y mal llamada “liberal”. Armado de la moderna metodología de Jakobson (a quien le dedicó el poema “Decir, hacer”), el poeta mexicano redujo astutamente la noción de literatura al fenómeno de la lírica, una mal llamada “literariedad”. De ahí el éxito de su famoso ensayo El laberinto de la soledad (1950), en el que entre otras cosas juega a enmascarar y desenmascarar el mito de la sufrida mujer mexicana: “Una persona sufrida es menos sensible al dolor que las que apenas si han sido tocadas por la adversidad. Por obra del sufrimiento, las mujeres se vuelven como los hombres: invulnerables, impasibles y estoicas”. Y así, a fuerza de ser invadido y violado por otros pueblos, México adquiere la actitud de una mujer sufrida, y “es cortés y al mismo tiempo hermético, amable y receloso”[5]. En sucesivos libros de prosa ensayística y polémica, Los signos en rotación y otros ensayos (1965), Conjunciones y disyunciones (1969), Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo (1967) y El signo y el garabato (1973), Paz equipara el análisis estructural de los mitos con la creación de fábulas moralizantes, es decir, como una nueva forma de contar viejas historias, como un esfuerzo por tender puentes entre la teoría estructuralista y la experiencia poética, y para ello se empeña en aplicar (programar) una constante lógica hegeliana que opone dos tendencias (A y B), pero después de criticarlas por las carencias y los vacíos de cada una (suele criticar a A desde la postura de B; y a B desde la postura de A), en seguida procede a proponer una síntesis que retoma los aspectos positivos más importantes de A y B y los eleva a un estado superior de resolución totalizadora[6]. Dicho de otra forma, a Paz lo que le interesa es la programación o reprogramación por lo que tiene de poético, de teoría, pero no de crítica propiamente dicha. No olvidemos las lagunas filológicas e historiográficas de Paz en su biografía de Sor Juana, Las trampas de la fe (1983), ya en su momento exhibidas por el filólogo Antonio Alatorre[7].

 

En uno de los últimos apartados de nuestro libro se habla de la “tragedia hermenéutica de América” para cuestionar cierta perspectiva decolonial surgida a partir del «giro lingüístico» de la segunda mitad del siglo XX, es decir, motivado por la «oralidad secundaria» masificada por la radio y la televisión, que llevó a una reivindicación de las “culturas orales” y a la recuperación o desentierro de muchas lenguas vernáculas[8]. Es en parte una respuesta a lo que el critico peruano Antonio Cornejo Polar llamó “tragedia hermenéutica de Cajamarca” para interpretar el triunfo de la letra “europea” y la derrota de la voz “indígena”. Según él, tal fue lo que ocurrió el 16 de noviembre de 1532 cuando el padre dominico Vicente de Valverde intentó que el Inca Atahualpa rindiera reverencia ante la Biblia[9]. El emperador andino de buena gana se llevó la Biblia a los oídos, proclamando el famoso «no oiga nada». La anécdota la registraron muchos cronistas de Indias, y le ha servido a la llamada crítica decolonial (lo mismo a Cornejo Polar que a Walter Mignolo[10]) para demostrar la imposición de la letra europea sobre la voz indígena que silenció y subordinó las formas de conocimiento y expresión autóctonas. Una lectura más aguda de la obra seminal de la teoría de la deconstrucción y por ende de la decolonialiadad, De la gramatología (1966), de Jacques Derrida, invita a cuestionar la validez de esta supuesta indignación.

 

La tecnología fonética del alfabeto griego, que precisamente permitió transformar los sonidos del habla en signos visuales y gráficos, dio un poder inusitado a la voz humana como el medio más puro y directo de comunicación y significado. Por lo tanto, según Derrida, el valor del habla y del discurso no es extrapolable a todos los pueblos. En otras civilizaciones, cuyos sistemas de escritura no alcanzaron la técnica fonética del alfabeto para traducir en signos visibles los signos audibles, el discurso (el diálogo, la palabra hablada) probablemente no adquirió la importancia concedida por los antiguos griegos.

Los “diálogos” de Confucio, a diferencia de los diálogos platónicos, no pueden considerarse diálogos en sentido estricto debido a las características particulares de la escritura china. Según el sinólogo Jacques Gernet en La Chine: aspects et fonctions psychologiques de l’écriture (1950), los textos confucianos, conocidos como las Analectas, son más bien colecciones de dichos breves y máximas morales, no conversaciones extensas[11]. El habla de los chinos (y probablemente de los antiguos americanos) no concentró en sí todas las potencias del conocimiento o la religión.

 

Así pues, se parte de presupuestos falsos al argumentar la imposibilidad de Atahualpa de “oír” la Biblia para ilustrar cómo la imposición de la “letra europea” silenció la voz indígena y subordinó formas autóctonas de conocimiento y expresión. ¿No debería pensarse en lo contrario? Gracias a la traducción al griego de la Biblia Septuaginta, la doctrina del judaísmo (aun cuando el hebreo tuviera su propio sistema de escritura) se extendió por los pueblos helenizados del Mediterráneo. La idea del Dios único se fundió en la fuerza del Logos griego. El Verbo hecho carne. El catolicismo (católico en griego significa “universal”) es anterior al cristianismo, y es la condición, dice Derrida en otro texto, de toda política colonial[12].

 

 

En este sentido, ¿no hay cierta similitud entre los chinos y los antiguos pobladores del territorio peruano y mexicano? ¿No hay una tendencia a callar en la raíz del indígena prehispánico o precolombino? Juan de Palafox y Mendoza (obispo de Puebla desde el 3 de octubre de 1639 hasta 1653) observó con admiración el excesivo mutismo de los antiguos mexicanos. El indígena mexicano, según Palafox, era callado hasta para declarar sus sentimientos amorosos. Se expresaba con ademanes y, desde luego, gozaba de otras técnicas de comunicación[13]. Subordinar el habla a la escritura es una condición de la tecnología del alfabeto grecolatino, y no se encuentra en la escritura picto-ideográfica de los mayas, por ejemplo, por lo demás destinada a la interpretación de una casta sacerdotal. El sistema de escritura o almacenamiento de información de los incas, que consistía en el quipu o khipu y que en quechua significa ligadura o atadura en cuerdas de lana o algodón y cuya posesión se limitaba a los khipucamayoc, no separaba la imagen de la escritura.

 

La emancipación de las letras como cosa distinta de las imágenes sigue siendo algo asombroso. Por ejemplo, la palabra «silla» no se escribe con la imagen de una silla, ni «caballo» con la morfología de tal animal. Se trata de una combinatoria analítica del lenguaje de las unidades fonéticas más pequeñas. El milagro de la vocalización de la escritura, de acuerdo con la investigación de Barry Powell en Homer and the Origin of Greek Alphabet (1991), se puede localizar con bastante precisión desde la transcripción de los cantos hexámetros de la Ilíada. Por consiguiente, bajo las condiciones del alfabeto vocálico, la literatura o la poesía ya no son simplemente un subproducto ni un ‘abuso’ de la escritura, sino que son la esencia genuina, e incluso la condición de ser del alfabeto mismo.

 

Con el alfabeto vocálico inventado en Grecia hace por lo menos cinco mil años no sólo se escribe el lenguaje hablado, sino también la notación musical, las matemáticas y la geometría[14]. El sistema alfanumérico y algorítmico que sustenta internet es la unión entre la physis y el logos. El “internet de las cosas” permite que objetos antes “mudos” adquieran una forma de “habla” digital, convirtiéndose en nodos de una red más amplia de información y control. Todo sistema operativo, todo lenguaje, sirve para recibir y dar órdenes. Y si ya hay una violencia epistémica en toda alfabetización, más aún la hay en toda digitalización al imponer el aprendizaje automatizado (el “machine learning”) y al dotar de “voz” a cualquier gadget o dispositivo. La inteligencia artificial aplicada a la multitud, mediante la enajenación de las redes sociales, ignora el pensamiento imaginativo (la lógica adbuctiva, la sorpresa), aumentando los fanatismos y una “cultura de la cancelación”[15].

 

Desde la perspectiva de la crítica literaria hispanoamericana, esta comprensión de la tecnología digital como una manifestación contemporánea de la unión entre physis y logos ofrece nuevas posibilidades de análisis y reflexión. Si “la crítica es el observar cómo la palabra se enfrenta con la palabra, la juzga y le pide cuentas” (la definición es de Alfonso Reyes en La crítica en la edad ateniense), preguntémonos hasta qué punto vivimos entre autómatas que reciben y ejecutan órdenes, desconociendo el valor estético de cada palabra, manipulando como insectos sus teléfonos móviles. Las escasas dotes filológicas de los cibernautas (ya no se puede hablar de “lectores”) y la cloaca de “opiniones” e invectivas en que se han convertido las redes sociales, ¿no significa que la crítica literaria ha llegado a su fin? Nuestra reivindicación de la filología como método riguroso para el estudio de la literatura no excluye el diálogo con otras perspectivas teóricas. Al contrario, al rastrear la historia de la escritura desde la teoría de los medios, incorporamos nuevos datos en lo que respecta a la diseminación textual y la transgresión de fronteras disciplinares.

 

La violencia epistémica contra Atahualpa por arrojar la Biblia al no “oír” nada en ella, y que dio paso a la cristianización y alfabetización del continente americano, es un interesante caso para la arqueología de los medios digitales. La imposición del alfabeto fonético sobre las culturas orales y picto-ideográficas de América prefigura la lógica de los sistemas digitales contemporáneos. El alfabeto, como primera tecnología de codificación abstracta de la voz humana, sentó las bases para futuros desarrollos en la transmisión y almacenamiento de información. La cristianización y alfabetización subsiguientes del continente americano, pues, pueden interpretarse como una temprana forma de “programación cultural”. Dicho de otro modo, el concepto de “oír” un texto escrito, que resultó incomprensible para Atahualpa, contiene el germen de los sistemas digitales modernos.  

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La crítica de la violencia y la dignificación de la vida colectiva

 

En la reseña de Alejandro Martínez Carrasco (publicada en la revista de Hispanismo filosófico, 2024) se subraya que nuestro libro ofrece una visión panorámica de la crítica literaria hispanoamericana, estableciendo conexiones entre la crítica literaria y los debates filosóficos y religiosos. Bien: quisiéramos aprovechar esta ocasión para ahondar en este asunto. Pues, en efecto, la cultura hispanoamericana se ha caracterizado por una compleja y a menudo tensa relación con la religión. Una verdadera crítica de la religión debería tratar la ideología victimista, que presenta a los países hispanoamericanos como víctimas, es decir, como “moralmente superiores”, exonerándolos de responsabilidades y acostumbrándolos a la manipulación y la simulación. Esto último contrasta notablemente con la experiencia estadounidense.

 

Pedro Henríquez Ureña vivió en Nueva York y Minnesota durante varias temporadas, y admiró la dignificación de la vida colectiva en Angloamérica, el cuidado de las calles y parques y la calidad y el servicio de las bibliotecas públicas[16]. Esto le permitió el contraste con la indignante vida colectiva de Hispanoamérica, y en “El descontento y la promesa”, el primero de sus Seis ensayos en busca de nuestra expresión (Buenos Aires, 1927), habló de un rey loco que tiene muy buenas ideas, pero sin método y sin disciplina, disperso y lleno de zozobra por el perpetuo disturbio y mudanza. Henríquez Ureña no se asombraría de que la violencia sea un tema recurrente y significativo en la cultura hispanoamericana contemporánea. La relación entre intelectualidad y religión ha sido en Hispanoamérica muy conflictiva y poco explorada. En cambio, en Estados Unidos parece ser un tema muy afín. Harold Bloom, el crítico de Yale que tanto combatió lo políticamente correcto al llamarlo “escuela del resentimiento” (School of Resentment), no tuvo empacho en admitir ciertas prácticas rabínicas (¿cabalísticas?) en su interpretación del canon occidental.

 

Desde su púlpito en la Universidad de Yale, al “bajar” su mirada a Hispanoamérica, Bloom incluyó a García Márquez dentro del canon hispanoamericano. Las razones de su inclusión son, entre otras, religiosas. Según la introducción que acompaña a la colección de ensayos Bloom’s Guides: One Hundred Years of Solitude (2006), para el sagaz crítico neoyorkino la principal obra de García Márquez es menos una novela que una Escritura, la Biblia de Macondo (“it is less a novel than is a Scripture, the Bible of Macondo”)[17]. Añade que Melquiades, por escribir en sánscrito, conecta a García Márquez con los profetas del Antiguo Testamento, equiparables o superiores a Homero.  Preguntémonos si no se trata de cierto victimismo judeocristiano extrapolado al tercermundismo latinoamericano, es decir, somos subdesarrollados porque somos “Macondo”, y pertenecemos al tercermundismo porque nuestra realidad es macondiana. Entrecierra élites culturales, en efecto, criticar a García Márquez provoca malestar. Se trata de un escritor mitificado. Otra idea para una historia de la cultura hispanoamericana es la de expulsar de nuestro ánimo todo hábito de mitificación. Para intentarlo no hay otro medio que agitarse en el vivo afán de criticar el canon. La crítica es el camino de la comprensión. No se trata de separar, por un lado, la calidad de la obra de García Márquez, su  arte, y por el otro su actividad pública, su ética personal. Aislar y desligar de un escritor vida y obra es pulverizar su apreciación cabal. Si todo en el universo vive en conexión, la inconexión entre ética y arte como esferas vitales es el aniquilamiento.

 

Bloom, en The American Religion (1992), se propuso observar la tradición de un individualismo espiritual y de una creencia en el excepcionalismo divino entre los americanos del norte, esto es, que la religión americana no acepta ninguna autoridad y que es egoísta, bajo la creencia de que Dios ama a los americanos como el pueblo elegido (“God Bless America”). Esta perspectiva enraíza en una rica tradición intelectual estadounidense representada por figuras como Ralph Waldo Emerson y William James, quienes trataron profundamente cuestiones religiosas y místicas. En contraste, el siglo XIX hispanoamericano se caracterizó por un anticlericalismo militante, fuertemente influido por la masonería y el jacobinismo francés. Paradójicamente, esta postura antirreligiosa coexistió con la elevación de figuras intelectuales y políticas a un estatus casi sagrado, creando una suerte de “santoral laico” que incluye a Benito Juárez en México, José Martí en Cuba, o al general San Martín en Argentina y ya ni se diga al militarismo de Bolívar en Venezuela. Esta tendencia anticlerical, sin embargo, no logró generar una discusión religiosa profunda y matizada. En su lugar, se desarrolló una cultura intelectual que se inclinó hacia un racionalismo estatal, dejando poco espacio para la exploración de la espiritualidad individual o colectiva. De ahí también la detectable y poco mesurada tendencia latinoamericana a la entronización de individuos como poder erigido en los diferentes estamentos o estratos de actividad, así en la ciencia y la cultura.

 

Pedro Henríquez Ureña lamentaba también, a principios del siglo XX, la superficialidad del positivismo en México, que no logró estimular la creatividad ni la erudición entre los jóvenes. Todos, hasta los católicos en virtud de la Encíclica Pascendi del Papa Pío X (8 de septiembre de 1907), querían pasar por «pragmatistas» y «modernistas», y entre los profesores mexicanos no había ningún erudito, como no fuera en historia nacional[18]. Esta crítica apunta a una carencia más profunda: la falta de sólida dimensión espiritual en la cultura intelectual hispanoamericana. Con todo, figuras como José Enrique Rodó, Alfonso Reyes y el propio Henríquez Ureña buscaron desarrollar una ética laica transformadora que, en cierto modo, cumpliera la función de una espiritualidad secular. El libro El suicida (1917) de Reyes, prosigue en parte al de Rodó, Motivos de Proteo (1909), haciendo llamados a un “misticismo activo”, proponiendo una suerte de casuismo literario donde la gran literatura sirva como fuente de edificación moral y política. Esta tradición intelectual hispanoamericana, que combina elementos del sermón religioso con una estética barroca y un compromiso ético-político, representa un intento de llenar el vacío dejado por la marginación de la religión tradicional.

 

Ahora bien, hay asimismo una violencia fundadora que cohesiona. Nuestro léxico cultural y académico está plagado de metáforas bélicas. El lenguaje estrictamente observacional no problemático, libre de vaguedades y connotaciones personales, es ilusorio. Por ejemplo, la metáfora bélica del “boom” latinoamericano revela las tensiones ideológicas y políticas subyacentes a este fenómeno literario y editorial. Su carácter explosivo alude a la repentina proyección internacional de ciertos autores, pero también a las rupturas y conflictos que generó en el campo cultural latinoamericano. La polémica en torno al caso Padilla y la posterior publicación de Calibán por Roberto Fernández Retamar, para apartarse del modernismo “elitista” o “arielista” de Rodó, ejemplifican vívidamente estas tensiones. Al reinterpretar La tempestad de Shakespeare e imponer a Calibán como modelo único, Fernández Retamar cayó en un nuevo esencialismo mucho más restrictivo del que pretendía combatir. La complejidad y diversidad de la realidad latinoamericana difícilmente puede reducirse a un solo símbolo o arquetipo. Algunos autores que no se alinearon con las corrientes políticas dominantes de la Revolución cubana quedaron marginados del “boom”, o bien, como en el caso de Vargas Llosa o Cabrera Infante, en las antípodas. El uso de metáforas bélicas como “boom”, pues, no es casual. Refleja la naturaleza conflictiva y polarizada del campo cultural hispanoamericano. Volveremos a ello más adelante.

 

El «caso Padilla», el juicio contra aquel poeta cubano que desafió a la autoridad revolucionaria y que Fernández Retamar desestimó como un asunto leguleyo, propio de toda burocracia y que, como tal, solamente había servido para “dejar en evidencia a los hombres y mujeres que actuaban de buena o mala fe frente a la Revolución cubana”[19], ilustra la violencia de la cultura letrada. Para Fernández Retamar, el papel de la ley escrita y de toda la tradición jurídica al respecto era un resabio colonial del que había que librarse. Incluso Retamar interpretó a su modo el famoso ensayo de Martí de 1891, “Nuestra América”, haciendo ver que los pueblos originarios de Latinoamérica, “por su composición singular y violenta”, no podían regirse con leyes heredadas de cuatro siglos de administración colonial y que, en consecuencia, “los hombres naturales” deberían vencer a los “letrados artificiales”[20]. Los hombres naturales, los “calibanes” (etimología que alude también al gentilicio “caribeño” e incluso al de “caníbal”) eran dignos de celebrarse. ¿Pero qué letrado no es artificial? En realidad, Martí tenía título de abogado y nunca proclamó de ese modo despojarse de la ley escrita. Martí (el adalid de la libertad cubana) y una amplia lista de autores latinoamericanos modernos tienen como característica común el haber estudiado leyes y ejercido la abogacía.

 

Después de 1810, en lugar de un cuerpo de códigos y constituciones para sustituir al “rey” por la “ley”, abundaron en Hispanoamérica caudillos y caciques: encarnaciones del “rey” y la “ley”. Del guerrillero Juan Facundo Quiroga, retratado por Sarmiento en Facundo: civilización y barbarie (1845), a los capos de la mafia, cuya apología constituye toda una estrategia televisiva, no hay mucha diferencia. Son los “hombres naturales”, los “calibanes”. En 1946 Borges se preguntó por qué el argentino y por extensión el hispanoamericano, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se identificaba con el Estado. ¿Podría ello atribuirse a la circunstancia de que, en Argentina, los gobiernos suelen ser pésimos o al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción? Permítasenos una cita de Borges:

 

Al argentino aforismos como el de Hegel «El Estado es la realidad de la idea moral» le parecen bromas siniestras. Los films elaborados en Hollywood repetidamente proponen a la admiración el caso de un hombre (generalmente, un periodista) que busca la amistad de un criminal para entregarlo a la policía; el argentino, para quien la amistad es una pasión y la policía una maffia [sic], siente que ese «héroe» es un incomprensible canalla. Siente con D. Quijote que «allá se lo haya cada uno con su pecado» y que «no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello» (Quijote, I, XXII). Más de una vez, ante las vanas simetrías del estilo español, he sospechado que diferimos insalvablemente de España; esas dos líneas del Quijote han bastado para convencerme de error; son como el símbolo tranquilo y secreto de nuestra afinidad. Profundamente lo confirma una noche de la literatura argentina: esa desesperada noche en la que un sargento de la policía rural grito que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra sus soldados, junto al desertor Martín Fierro. El mundo, para el europeo, es un cosmos, en el que cada cual íntimamente corresponde a la función que ejerce; para el argentino, es un caos[21].

 

A partir de esta observación de Borges podría formularse una interesante crítica del poder del caudillismo. Tal es precisamente el asunto principal del ensayo novelado de Domingo Faustino Sarmiento, Facundo (1845). La barbarie y la violencia del guerrillero Juan Facundo Quiroga, en gran parte, son reacciones contra la cultura letrada, es decir, contra los abogados y jueces que lo demandaban y lo encarcelaban en virtud de un código o una constitución. Sarmiento se pregunta: “¿cómo encarnar en una república, que no conoció reyes jamás, la idea de la personalidad de Gobierno?” [22].  En efecto, los Reyes Católicos tendieron las bases para la creación de un Estado burocrático y no patrimonial, es decir, arrebataron a la aristocracia y a la nobleza la posibilidad de administrar las colonias americanas. Y sin nobleza ni aristocracia, las excolonias hispanoamericanas quedaron en manos de los funcionarios o burócratas, y estos funcionarios o burócratas nunca se seleccionaban en virtud de sus títulos o escudos (que no tenían o eran falsos), sino por sus capacidades “letradas” para amedrentar mendiante la letra, para someter a grandes cantidades de gentes distribuidas en vastos territorios[23].

 

Pero de lo que se trata no es de un odio o desprecio de los “letrados”, como sugiere el conocido libro póstumo de Ángel Rama, La ciudad letrada (1984), que se arrodilló demasiado al sofisma foucaultiano de saber-poder. De lo que se trata, por el contrario, es de una mayor confianza en la letra como sinónimo de administración y no tanto de poder. Toda administración es buena en cuanto existe. Si las palabras tienen consecuencias, lo peor es ejecutar una acción desconociendo el discurso que antecede o precede. La administración de tantos territorios y muchedumbres exige un culto por lo administrativo, por la letra pequeña, que en el ámbito de la cultura se traduce por un culto a la corrección de pruebas, gazapos, detalles, erratas. Tenemos que formar gente capaz de distinguir una coma de un punto-y-coma, de ser capaz de apreciar la diferencia entre “un cuarto de hora” y “diez minutos”. Sólo así se adquiere precisión en la acción y en las obras. La persona, como ente político, se manifiesta por la palabra, cuya suprema forma es el discurso. Edificar, pues, el discurso, es edificar a la persona toda[24].

 

Dos grandes fuerzas (o violencias) aglutinan y elevan a los individuos de un pueblo a propósitos más elevados: 1) la conexión con la naturaleza, y 2) la conexión del ciudadano cuando se aproxima a una administración eficaz. Este momento es, según Novalis, “expresión de la más elevada plenitud contenida de energía, expresión de las más vívidas emociones, dominadas por la circunspección más respetuosa”[25]. El caudillo, tan denostado por la historiografía liberal, podría reinterpretarse como un nexo vital entre la ciudadanía y su entorno, un catalizador de la energía social en la conexión entre el ciudadano y un líder carismático. El desafío para la América hispana radica en desarrollar formas de liderazgo y gobierno que, en lugar de imponer una autoridad abstracta y distante, logren elevar al ciudadano a través de una conexión genuina con su entorno natural y cultural. Este enfoque podría generar un orden social más orgánico y arraigado en la realidad local, superando la dicotomía entre civilización y barbarie que tanto preocupaba a Sarmiento. 

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Crítica al “integrismo latinoamricanista”

 

La reseña de Conrado Arranz, publicada en Estudios ITAM, invierno, 2023) señala acertadamente la paradoja de que un libro sobre crítica literaria hispanoamericana se publique en España. La publicación de un libro sobre crítica literaria hispanoamericana en España es, cierto modo, no solo una paradoja, sino un síntoma de enfermedad crónica que aqueja a la región. La incapacidad de establecer circuitos editoriales robustos dentro de Hispanoamérica revela una profunda fragmentación cultural y una dependencia intelectual persistente. Pues Hispanoamérica, como entidad concreta, es una ficción conveniente. No hay un pasaporte o un congreso o una moneda “hispanoamericana”. La ausencia de instituciones comunes evidencia la fragilidad de este constructo. Madrid, al fungir como punto de encuentro editorial, suple dicha carencia, pero no necesariamente perpetúa una dinámica neocolonial en el ámbito de las ideas. Todo lo contrario. La hegemonía ideológica que impera en Hispanoamérica es el “latinoamericanismo”. Y el latinoamericanismo, lejos de ser una fuerza unificadora, se ha convertido en un dogma excluyente. Esta ideología, al rechazar tanto la herencia española como la influencia estadounidense, condena a la región a un aislamiento autoimpuesto.

 

La maldición de la independencia prematura por obtener la soberanía política antes de alcanzar madurez espiritual ha sido catastrófica para los pueblos hispanoamericanos. Este desfase ha generado una crisis de identidad que se manifiesta en las megalópolis estériles. El gigantismo de las urbes latinoamericanas contrasta dramáticamente con su esterilidad intelectual. Monstruos urbanos donde el bullicio reemplaza al auténtico civismo y al pensamiento crítico. Las megalópolis latinoamericanas (Sao Paulo, Ciudad de México, Buenos Aires, Lima) son ciudades florecientes y enormes, opulentas, pero en las que la vida del espíritu resulta un tanto estéril en comparación con el dinamismo y la calidad de vida de las capitales europeas. ¿Por qué?  Para empezar, conviene criticar el integrismo latinoamericanista como algo divorciado tanto de España como de Estados Unidos. Pues, en su esencia, el latinoamericanismo corresponde a una actitud de ruptura y originalidad respecto del pasado personal y familiar, respecto del pasado histórico. La obsesión por los mitos fundacionales, al igual en antropología que en literatura, explicaría en parte el éxito de movimientos como el creacionismo de Huidobro, la inmersión telúrica de Neruda o de García Márquez y, en el plano “filosófico”, la teología de la liberación de Enrique Dussel y Mignolo. El «latinoamericanismo» como integrismo, pues, es sólo un aspecto de una voluntaria orfandad. La fijación en los mitos fundacionales, evidente en movimientos literarios y filosóficos, revela una incapacidad para trascender el pasado. Esta regresión constante impide el desarrollo de un pensamiento propiamente original y contemporáneo.

La soledad, tema recurrente en la literatura hispanoamericana, tiene raíces profundas que se remontan al Siglo de Oro español. Las Soledades de Góngora y el Segismundo de Calderón exploraron esta condición existencial. El hipérbaton gongorino, como señala Victor Puejo Zoco, fue una herramienta jurídica y política que permitió la transferencia de poderes de España a América[26]. Esta complejidad sintáctica y conceptual de Góngora sedujo a las élites criollas porque, en la dialéctica entre menosprecio de corte y alabanza de aldea, el poeta andaluz se inclinaba por esta última. El concepto de soledad, tan central en títulos como Cien años de soledad (1967) y El laberinto de la soledad (1950), encuentra una explicación iluminadora en las reflexiones de Eugenio d’Ors sobre la ciencia de la cultura. D’Ors captura magistralmente la condición periférica de la cultura hispanoamericana, su sentimiento de soledad y humillación, y los mecanismos de defensa. La búsqueda de una “cultura propia” y un “arte nacional” son reacciones comprensibles pero paradójicas, pues como piensa d’Ors, llevan en sí mismas una contradicción de términos. Permítasenos citar en extenso:

 

Y, porque la periferia se reconoce sola, se siente triste; y porque se sabe curiosa, objetivamente curiosa, aparece humillada, con una íntima humillación, que tantas veces las vidriosidades de la susceptibilidad y los encabritamientos del amor propio subraya, en vez de disimular. Estas reacciones al veneno de la soledad toman a menudo, cosa notable, los caminos de la independencia: los de enconarla artificialmente, si ya se posee en lo político, tomando el camino cultural de la ultranza casticista; los de vindicarla, si esta independencia se ha perdido o no ha sido lograda aún. El solo se proclama libre; el tipo se erige en arquetipo. Donde la norma no ha llegado aún, se inventa la ficción de una propia norma. Y entonces es cuando se intenta fabricar una máquina complicada de “particularidades”, la de “un lenguaje propio”, una “visión del mundo autóctona”, un “arte nacional”, una “cultura propia”, sin pararse en la contradicción de términos que expresiones como esta última llevan consigo. Y al servicio de esta máquina se ponen en juego los múltiples resortes de la pedagogía y de la policía. A los alumnos de las escuelas se les dice que el bien supremo para la patria es “la libertad”; y sus héroes supremos, los que por ella han muerto o matado. A quienes muestran experimentar tentaciones más vehementes de respirar otros aires que los de la atmósfera de la ambiental clausura, se les encierra, para que aprendan, en una atmósfera más confinada, la de las cárceles; o, para que se corrijan, en la, más cargada tal vez, del desempeño de las funciones públicas. Mil tabús son pronunciados a este respecto a cada instante y mil totems enarbolados en cada esquina. Pero nada de esto cura de la tristeza, nada de esto alivia de la soledad, nada de esto disimula la humillación. El exótico, el excluido de los simposios de la centralidad, suspira secretamente por ellos. Y no conocerá la paz hasta que en ellos pueda sentarse. Lo que el Dante dijo, sobre ciertas realidades políticas, en cuya incurable tragedia todos sangramos: “El mundo no conocerá la paz, hasta que el Imperio Romano esté reconstruido”, puede aplicarse, mutatis mutandis, a esta distinta y no menos espantosa tragedia: los pueblos no llegan a la Cultura sino cuando se incorporan a la inteligible unidad del ecúmeno. [27]

 

Ahora bien, ¿constituye internet (o sus epígonos, Google, Facebook) ese ecumen, esa ecumene? ¿Nos han curado de la soledad la digitalización y la globalización? Todo lo contrario, podrían haberla exacerbado. Si ya había un problema ontológico con el auge del “mulituculturalismo” ideológico impuesto por las Naciones Unidas (identidad de género, racial, sexual, indígena, condición de refugiado), las redes sociales digitales llevan este problema mucho más lejos, porque alejan al sujeto de toda su realidad, sea geográfica, sustancial o accidental, y lo reduce a un avatar de códigos y algoritmos que actúan según sus más primitivos deseos[28]. Toda cultura es contextual. Lejos de existir en el vacío, una cultura se define por su entorno. De hecho, es la incapacidad de conocer el contexto, el entorno cultural, y no tanto el cerebro y sus redes neuronales, lo que impide el avance realmente inteligente de la inteligencia artificial. Para salvarse de la enajenación digital, conviene reforzar una cultura intelectual, de intelectos cultos y libres, que reconozca su herencia intelectual, representada por figuras como Bello, Sarmiento, Martí y Rodó, Reyes, Henríquez Ureña, María Rosa Lida, sin caer en un culto acrítico.

La translatio imperii, concepto que se remonta al Imperio Romano y que fue crucial en la legitimación del poder colonial en América, sigue siendo relevante en la discusión sobre la transmisión y transformación de ideas y formas culturales. La crítica contemporánea debe ser consciente de cómo estos mecanismos de transferencia cultural siguen operando en la era digital y global. Reconocer que la “soledad” hispanoamericana no es solo un tema literario sino una condición epistemológica que afecta a la propia crítica es, pues, una tarea ardua pero ineludible. A ello puede contribuir la creación de espacios de debate genuino, libres de las presiones del nacionalismo estrecho y de las lógicas del monopolio cultural. Estos espacios deben permitir el cuestionamiento de las narrativas establecidas y la exploración de nuevas formas de entender la cultura y la identidad en Hispanoamérica.

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Conclusiones

 

La falta de dignificación de la vida colectiva como obstáculo fundamental para el desarrollo cultural de la región apunta a una problemática más amplia: la dificultad de construir instituciones y prácticas culturales que trasciendan los intereses particulares y fomenten un verdadero espíritu de indagación y debate. La distinción entre cultura como disciplina y cultura como patrimonio estatal es crucial en este contexto. Mientras que la primera implica un compromiso con el conocimiento y la reflexión crítica, la segunda tiende a instrumentalizar la cultura al servicio de intereses políticos y económicos. Semejante instrumentalización se manifiesta en el monopolio de recursos culturales y la captación de capital humano más por lealtades que por méritos intelectuales. Una consecuencia directa de esta dinámica es lo que podríamos llamar la “cultura belicosa”. Esta se caracteriza por una competencia feroz por recursos limitados y una tendencia a la apropiación de bienes culturales (bibliotecas, fondos bibliográficos, incluso autores y obras) como si fueran propiedad privada de grupos endémicos. Esta cultura belicosa obstaculiza la colaboración intelectual y distorsiona el propósito mismo de la crítica.

Si la gran cultura surge entre personas cultas y libres, de esfuerzos individuales y no gregarios, queda comprobado en la idea de libertad promulgada por Cervantes en el Quijote (1604). Cervantes, según Vargas Llosa, anuncia el liberalismo europeo del siglo XVIII y XIX[29]. Para este liberalismo, la propiedad privada asegura la libertad. En otras palabras, el florecimiento de una cultura crítica requiere un mínimo de prosperidad material. Depender de la dádiva y de la caridad y de permanentes auxilios sociales es ponerse una soga al cuello, advierte Vargas Llosa, fustigador de los sátrapas populistas. Hasta cita una frase del Quijote para comprobarlo: “Dichoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecérselo a otro que al mismo cielo” (Quijote II, cap. LVIII). Podría objetársele al novelista peruano (dicho sea de paso, un novelista-crítico autor de sesudas monografías sobre Cien años de soledad y Madame Bovary) que la prosperidad material tampoco asegura la libertad ni la cultura. Pues, llegados al siglo XX y XXI, y por parafrasear un escolio de Gómez Dávila, abundan individuos inconformes con lo que tienen, pero satisfechos con lo que son: incultos, mediocres, erráticos. Por lo tanto, el problema de la cultura es de orden ontológico más que económico.

 

En conclusión, nuestra crítica, acaso mordaz, de la realidad cultural hispanoamericana no se propone desacreditar, sino provocar una reflexión profunda. La fragmentación regional, la esterilidad intelectual de nuestras megalópolis, y la obsesión con los mitos fundacionales son síntomas de una crisis de identidad no resuelta. El aislacionismo autoimpuesto del “latinoamericanismo” integrista no puede ser la verdadera soberanía espiritual de Hispanoamérica. Esto solo se alcanzará cuando seamos capaces de crear circuitos de producción y distribución de ideas que trasciendan fronteras nacionales y prejuicios ideológicos. Solo así podremos convertir nuestras ciudades en auténticos centros de innovación intelectual, reconciliando nuestra herencia con un futuro verdaderamente libre y creativo.


NOTAS:

[1] P. Aullón de Haro, “Epistemología de la Teoría y la Crítica de la Literatura”, en Id. (ed.), Teoría de la Crítica literaria, Madrid, Trotta, 1994, p. 15 ss.

[2] B. Colombi (coord.), Diccionario de términos críticos de la literatura y la cultura en América Latina, Buenos Aires, CLACSO, 2021, p. 19.

[3] Cf. W. Mignolo, “La lengua, letra, el territorio (o la crisis de los estudios literarios coloniales)”, Dispositio, 28-29, (1986), pp. 137-160.

[4] H. G. Gadamer, Verdad y método: Fundamentos de una hermenéutica filosófica, Salamanca, Ediciones Sígueme, 2012.

[5] O. Paz, El laberinto de la soledad, FCE, México, 2005, p. 39.

[6] A. Stanton, El río reflexivo. Poesía y ensayo en Octavio Paz (1931-1958), El Colegio de México-fce, México, 2015, p. 95.

[7] Cf. A. Alatorre, “Octavio Paz y Sor Juana (o las trampas de la fe)”, en Sor Juana Inés de la Cruz y otros ensayos, El Colegio de México, 1994, pp. 147-185. También A. Alatorre, “Los estudios sobre Sor Juana en el siglo XX”. En Humanismo mexicano del siglo XX, México, FCE, 2002, pp. 325-354.

[8]  El concepto de “oralidad secundaria”, desarrollado por Walter J. Ong en Orality and Literacy: The Technologizing of the Word (1982), informa que la tecnología electrónica (radio, televisión, teléfono) ha dado lugar a una nueva cultura oral, aún cuando ésta depende de la escritura y la imprenta para su existencia. Es decir, a diferencia de la “oralidad primaria” de las culturas que no conocen la escritura alfabética, la oralidad secundaria se caracteriza por una dependencia de la tecnología de la inscripción (en últimas, de la escritura).

[9] Cf. Cornejo Polar, Escribir en el aire: ensayo sobre la heterogeneidad sociocultural de las literaturas andinas, Lima, Editorial Horizonte, 1994, p. 48.

[10] Cf. A. Mignolo, El lado más oscuro del renacimiento. Alfabetización, territorialidad y colonización [The Darker Side of the Rennaisance [1995], Popayán, Universidad del Cauca, 2017, p. 82 y ss.

[11] Citado por J. Derrida, De la gramatología, México, Siglo XXI, 2023, pp. 122-123.

[12] J. Derrida, “El derecho a la filosofía desde el punto de vista cosmopolítico» [1997], trad. de P. Vidarte, Éndoxa, 12 (2000), pp. 381-39, p. 389.

[13] Citado por A. Reyes, “Los callados”, Tren de ondasObras Completas VIII, México, FCE, 1997, pp. 392-393.

[14] Cf. F. Kittler y E. Wolfgang (eds.), Die Geburt des Vokalalphabets aus dem Geist der Poesie: Schrift, Zahl und Ton im Medienverbund, Munich, Wilhelm Fink Verlag, 1996. Este libro, cuyo título en español sería El nacimiento del alfabeto vocálico desde el espíritu de la poesía: Escritura, número y sonido en la red de medios, explora los orígenes del alfabeto vocálico y su relación con la poesía y otros sistemas de representación.

[15] Cf. E. J. Larson, El mito de la inteligencia artificial. Por qué las máquinas no pueden pensar como nosotros, Nueva York, Shacklenton Books, 2022.

[16] P. Henríquez Ureña, Memorias: Diario; Notas de viaje, México, FCE, 2000, p. 123.

[17] H. Bloom, “Introduction”, Bloom’s Guides: One Hundred Years of Solitude, Nueva York, Chelsea House Publi, 2006, p. 36.

[18] “Carta de Pedro Henríquez Ureña a Alfonso Reyes, 24 de febrero de 1908”. En A. Reyes / P. Henríquez Ureña, Correspondencia (1907-1914), ed. de J. L. Martínez, México, FCE, 1986, p. 99.

[19]  Roberto Fernández Retamar, Todo Calibán, Buenos Aires, Flacso, 2004, p. 7.

[20] Ibid., p. 39

[21] Borges, “Nuestro pobre individualismo”. Sur, 141 [julio,1946], pp. 81-83.

[22] D. F. Sarmiento, Facundo, Madrid, Cátedra, 2007, p. 319.

[23] Cf. R. González Echevarría, Mito y archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana, México, FCE, 2011, p. 18.

[24] Cf. A. Reyes, La antigua retórica. Obras completas XIII, México, FCE, 1997, p. 318.

[25] Citado por W. Benjamin, El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán. En Obras, Libro I, vol. I, ed. de R. Tiedemann y H. Schweppenhäuser, trad. A. Brotons Muñoz. Madrid, Abada, 2006, p. 73.

[26] Victor Puejo Zoco, “Gongorismo y criptogongorismo en América: la norma virreinal del siglo XVII”, en Caliope, 18, 2, pp. 92-115.

[27] E. D’ Ors, La ciencia de la cultura, Madrid, Rialp, 1964, p. 15.

[28] Cf. Pablo Muñoz Iturrieta, Apaga el celular y enciende tu cerebro. Manipulación, control y destrucción del ser humano, Nashville, Harper, 2023, p. 165.

[29] M. Vargas Llosa, “Una novela para el siglo XXI”, en Cervantes, Don Quijote, Madrid, RAE-Alfaguara, 2004, p. XX.


CITA BIBLIOGRÁFICA: S. Pineda Buitrago, «Algunas ideas para una historia de la cultura hispanoamericana», Recensión, vol. 13 (enero-junio 2025)

 

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