El monasterio y el surgimiento de la
devoción mariana
“Theotokos o Maiestas Mariae flanqueada por los Reyes Magos”, ca.
1123 (Fresco románico del ábside de Santa María de Tahull).
Estudiar la posición social que la mujer ejerció durante
la Edad Media permitirá entender que los procesos humanos son dinámicos y no
estáticos, que hay períodos de sombras evidentes, pero también de luces muy
resplandecientes. Permitirá también comprender el inmenso rol civilizatorio que
esta tuvo en una sociedad que aún se tilda de oscura y de negación de su
elemento femenino. La Edad Media fue una época rica y diversa, un mosaico de
muchos colores, y algunos de ellos fueron muy vibrantes y cruciales.
Después de
las turbulencias en torno a lo que se ha dado en llamar el Año Mil, se provocó
un cuestionamiento en todos los niveles de la sociedad cristiana occidental que
ya se estaba consolidando. Entre ellas un nuevo modo de plantear el conflictivo
tema de las relaciones entre hombre y mujer, relaciones que estarían
estrechamente vinculadas a especulaciones espirituales e intelectuales.
A partir
del siglo XI, una Europa nueva e irreconocible despierta de las noches de
pesadilla del Año Mil, una Europa que apenas comienza a integrar las distintas
aportaciones de su larga gestación en una síntesis que se hará cada vez más
armoniosa antes de esterilizarse a finales de la Edad Media, a consecuencia de
la usurpación llevada a cabo por la Iglesia romana en los campos de la
espiritualidad y del saber. Del siglo XI a finales del XIII, se produce una
fantástica revolución, una revolución en el auténtico sentido del término, es
decir, que concluye con el regreso al punto de partida, y no la acepción
moderna de la palabra que supone un cambio de orientación[1].
Una fuente
clave de renovación será el desplazamiento de los centros de la cultura
intelectual, como de la vida cultural y la espiritualidad, desde las sedes
episcopales ligadas a la sede palatina de Aquisgrán y al sueño de la
universalidad cristiana del imperio de un Carlomagno y de sus sucesores y de la
Sede pontificia en la Roma de un Silvestre II, a la realidad más local del
monasterio y su limitado radio de influencia, pero que por la enorme vitalidad
de algunos de sus más connotados miembros y su consecuente irradiación por toda
la geografía europea, supuso una influencia decisiva.
Hasta el
año Mil, la cultura intelectual se hallaba confinada en torno a las sedes
episcopales. Las famosas “Escuelas de Palacio”, que se han atribuido con cierta
imprudencia a Carlomagno, son los más adecuados modelos de la vida intelectual
de su tiempo. La cultura es episcopal, aristocrática y principesca. Su
personaje típico es Gerberto de Aurillac, el futuro Papa Silvestre II. Creció,
fue educado y alimentado a la sombra de las catedrales, sirvió lleno de celo a
los príncipes de la Iglesia y a los príncipes de este mundo; el escólatra es,
en suma, el conservador oficial de una cultura obtenida, a la vez, en los
textos bíblicos y en la gran tradición latina. Es preciso escribir y hablar
como Cicerón o como Tito Livio. Pero pasado el Año Mil, los artesanos de la
cultura no forjarán ya sus armas a la sombra de las catedrales, sino a la de
los monasterios. El cambio de rumbo es importante. Y también ahí se produce un
fenómeno de parcelación, un proceso de disgregación[2].
De este
modo, por su parte, el alto clero del canon secular se preocupó más de regentar
los diversos aspectos de la vida de los laicos, dando una especial prioridad y
preocupación a los asuntos ligados a la mujer y los temas sexuales. Así vemos
al obispo de Rennes, Étienne de Fougères, que en su Livre des Manierès (compuesto
hacia 1174 y 1178),[3] dirigido a las
gentes de la corte, a los caballeros y a las damas, insiste en que la mujer es
portadora del mal, ya que su naturaleza se inclina hacia tres vicios mayores,
como son el uso y abuso de encantamientos y sortilegios para con ellas mismas y
para con los hombres; en segundo lugar son naturalmente hostiles, indóciles y
agresivas para con el varón: “las damas son rebeldes, las damas son pérfidas,
vindicativas, y su primera venganza es tener un amante”[4] ; y en tercer
lugar, la mujer es dominada por la lujuria: “Débiles como son, un deseo las
consume, les cuesta dominarlo y las conduce directamente al adulterio”[5]. Este texto muestra una
idea irrefutable, que es la baja estima que la alta dirección de la Iglesia
oficial, el canon secular, tiene de las mujeres en el s. XII: “Los sacerdotes,
en todo caso, que también sufren conteniendo sus apetitos, consideraban que la
raíz del mal, la fuente de todos los desbordes de las damas era la impetuosa
sensualidad de que, según ellos, las damas estaban dotadas naturalmente”[6]. Peor es en ese sentido
el Livre des dix
chapitres de Marbode de Rennes[7], también obispo de
Rennes, pero medio siglo antes, que califica a la mujer de pendenciera, avara,
ligera, celosa, comparándola con la fantástica quimera, que siembra la muerte y
la condenación eterna. Una tercera fuente, aún más antigua, salida también del
clero secular, es la obra Decretum del
obispo Burchard de Worms (escrita hacia 1007 y 1012),[8] que es más bien un
tratado o manual práctico que clasifica, juzga y define las prescripciones e
infracciones a cada falta, basándose en la “jurisprudencia” de las autoridades
eclesiásticas que le precedieron en esas materias: “Todos los obispos la
utilizaron en esta parte de la cristiandad en el siglo XI y hasta fines del XII
para desalojar el pecado y dosificar equitativamente los castigos
redentores. El
Decretum se presenta como el instrumento indispensable de una
purificación general”[9]. La Iglesia establecida
busca hacerse con el poder, ejercer mecanismos de control y de dominación,
intentando dominar la conducta de los laicos, pudiendo interrogar, vigilar y
castigar, en definitiva, pudiendo tutelar hasta las esferas más íntimas de la
existencia. “Se aprecia con claridad que la mujer inquieta en primer término a
los hombres porque es portadora de muerte”[10].
“Santa Clara de Asís”
(1194-1253) por Simone Martini, h. 1322-1326 (Fresco en la Basílica inferior de
San Francisco de Asís)
Así se
estableció una creciente separación entre el clero secular y el canon regular.
El primero, en su forma de alto clero, se politiza, se vincula al poder regio o
al de la nobleza local; y en su condición de bajo clero, atomizado en las
aldeas de la campiña no desempeña ningún rol relevante en la transmisión de la
cultura, salvo el de acatar y promover la voluntad del alto clero. Es ese
espacio que se abría el que oportunamente fue ocupado por los monjes, quienes
se dedicaron a la generación de la espiritualidad y la cultura que habría de
inaugurar la Baja Edad Media, y gracias a ellos la mentalidad medieval comenzó
a operar un cambio significativo. “Como depositarios del saber, englobando este
tanto las ciencias y las artes como la tradición propiamente religiosa, los
monjes del siglo XI no solo conservaron el patrimonio cultural de Occidente;
sino que lo hicieron vivir también, lo prolongaron y maduraron: lo que se suele
denominar Edad Media es obra suya. Es una realidad histórica indiscutible”[11]. No hay que olvidar
que para entender la mentalidad de esta época debemos tener muy claro que para
ellos era clave integrar la vida cultural con la vida espiritual; no puede
existir una sin una fusión armónica con la otra. Y en este ámbito resurgía una
nueva elaboración con respecto a la mujer.
Sin
embargo, en el siglo XI de nuestra era, aparece una realidad cegadora, tan
cegadora que nadie la había visto aún, a saber, la existencia de la mujer junto
a un ser masculino. Se dirá que eso no es nuevo y que la humanidad ha tenido
conciencia de ello desde el alba de los tiempos. Sin duda. Pero lo inédito es
que eso ocurre en una sociedad cristiana, esencialmente edificada para los
varones, por los varones, una sociedad que solo admite a las mujeres por lo que
son, es decir, seres inferiores. El mensaje de Pablo, deformado por los Padres
de la Iglesia, ha sido recibido y ha sido aplicado. A comienzos del siglo XI,
más que nunca, la mujer es la sierva del hombre en el sentido de que ayuda al
hombre a obtener la plenitud[12].
Lo que
ahora ocurría era una toma de conciencia de la mujer dentro del plan de
salvación y tomaba la imagen de María como el paradigma de esa cualidad
ontológica que recién se redescubría y que era el eterno femenino, el
arquetipo de mujer que trascendía los tiempos y se vinculaba a toda una larga
tradición ancestral viva e ininterrumpida que conocía su más remoto eslabón en
las diosas madres del Paleolítico. “Los teólogos y místicos que rechazaban
cualquier influencia de la misteriosa María de Magdala sobre Jesucristo,
comienzan a percibir que ese mismo Jesucristo tomó cuerpo en el vientre de una
mujer, a la que debe su humanidad y, por lo tanto, su encarnación como hijo de
Dios entre los hombres”[13]. María surgía en el
núcleo mismo de la reconciliación ideal entre el Dios ofendido y el siervo
culpable. Esta renovación de la reflexión sobre el estatuto de María como Theotokos –Madre de
Dios– y como Virgen y todo lo que de ahí se desprende, será un caudal de
riquísimos sermones y epístolas que correrá desde los monasterios de la campiña
hacia los sencillos hombres y mujeres de los nacientes burgos, que los
conectará con sus recuerdos ancestrales y su memoria racial de cuando rendía
culto a la Magna
Mater.
Ilustración de un manuscrito
del siglo XIII en el cual se representa el papel de la mujer como cuidadora en
un hospital.
La
reactivación de la devoción mariana operaría como un catalizador que integraría
al hombre con su dimensión más femenina y humana. Se iniciaba la idea
fundamental de que una restauración en el inconsciente colectivo, de la función
simbólica, fuente vital de la renovación y del equilibrio físico de la
comunidad, pasaba necesariamente por la conciliación y participación de lo
femenino: “la imagen de la mujer objeto se esfuma ante la de la mujer-dueña
actuante, que conduce hacia una más alta conciencia, abre el acceso al Otro
Mundo y lleva a la realización del Sí”[14].
La Madre
lo era porque operaba en sí misma tres conceptos que la afirmaban en plenitud
con su ser mujer: en primer lugar, la vitalidad, la
madre poseía vida, y vida en abundancia. En segundo lugar, la fecundidad, la madre
tenía la capacidad de gestar vida, tanto dentro suyo como en su derredor. Y, en
tercer lugar, la responsabilidad,
la madre cuidaba la vida que le había sido regalada, asegurando la existencia
aún mucho tiempo después de salir de su vientre. Todo esto quedaba amarrado
armónicamente por la concepción del auténtico amor, núcleo central de la predicación
cristiana.
Theotokos (la Virgen como
«madre de Dios», entronizada y ella misma trono de Cristo) con ángeles y los
santos Jorge y Teodoro. Icono bizantino a la encáustica, ca. 600. Procedente
del Monasterio de Santa Catalina del Monte Sinaí.
Esta
naciente conciencia del papel decisivo de María en el plan de Salvación –que
iría incrementándose en número y posibilidades en el curso de los años
siguientes– estará acompañada de una toma de conciencia del lugar de la mujer
dentro de la espiritualidad de la época. Por tanto, operaría un cambio
fundamental de carácter doble: en la visión del rol espiritual y maternal que
se tendrá de María y en su causa segunda o expresión sensible que será la mujer.
La participación e influencia de esta en la vida espiritual y eclesial de la
época de los siglos X y XI será completamente distinta a la que se
desarrollaría durante los siglos XII y XIII, durante el cual conocería su
apogeo, para durante los siglos XIV y XV, producirse el declive.
Efectivamente,
el período que iba desde finales del s. XII hasta principios del XIV permitiría
que las mujeres tuvieran mayores oportunidades de ejercer tareas religiosas y
también pondría a disposición mayor cantidad de roles. No es fortuito que
precisamente en esta época creciera considerablemente el número de mujeres
santas. La piedad que desarrollaron estas mujeres, ya sean laicas o religiosas,
adquiriría ciertas particularidades que las volverían sospechosas a la vista de
los ojos siempre recelosos, y a veces temerosos, de los clérigos del canon
secular. Por primera vez en la historia podremos hablar de una influencia
específicamente femenina en el desarrollo de la espiritualidad –como es el caso
de las beguinas–. “De hecho, esa espiritualidad afectiva contra la cual
reaccionaron los reformadores protestantes y católicos romanos –una
espiritualidad basada en una confianza ardiente en la capacidad del ser humano
para imitar a Cristo– se debe, en parte, a las mujeres religiosas de fines de
la Edad Media en Europa”[15].
Si bien
antes de este período en cuestión, en el mundo medieval prácticamente el único
rol religioso posible era el de ser monja –aparte de las canonesas que
surgirían en el período carolingio[16]–, y además de lo
poderosas que algunas mujeres podían haber sido como abadesas o reinas santas,
los roles femeninos que salen de lo ordinario estaban reservados habitualmente
para la alta aristocracia. Durante los siglos X y comienzos del XI, Europa pasó
una sombría época de guerra y penurias y se fundaron pocos monasterios
femeninos. Por ejemplo, Cluny fundó cientos de monasterios antes del 1100, pero
solo uno para mujeres en ese mismo período –y que era precisamente para acoger
a las mujeres cuyos maridos querían ser monjes de Cluny–. No obstante, en los
siglos XII y XIII la situación comenzó a cambiar.
En el
continente, dos de las más prestigiosas órdenes nuevas del siglo XII, los
premonstratenses y los cistercienses, fundaron casas de mujeres que crecieron
con alarmante rapidez. La historia del entusiasmo femenino, institucionalizado
como monaquismo estricto, se repitió a principios del siglo XIII cuando Clara
de Asís (M. 1253) trató de seguir a Francisco en la vida mendicante, pero fue
forzada a aceptar una vida de estricta clausura. Las mujeres no eran solamente
discípulas limitadas en sus ideales religiosos por clérigos poderosos; eran
también líderes y reformadoras. En el siglo XIII, cuando el monaquismo
benedictino de hombres se vio eclipsado por los frailes, una mujer italiana,
Santuccia Carabotti, fundó un convento cerca de Gubbio, poniendo en práctica
una estricta interpretación de la regla benedictina, y más adelante reformó y
supervisó otros veinticuatro monasterios, tomándolos bajo su dirección[17].
Y aunque
había renuencia y oposición masculina de parte de algunos monjes, canónigos y
frailes a ocuparse del cuidado pastoral de las monjas, no se logró amainar el
rápido crecimiento de mujeres que abrazaban la vida religiosa. Por otro lado, a
veces se contó con el apoyo de autoridades religiosas como papas, clérigos
locales e incluso de algunos laicos prominentes que apoyaban y dotaban
materialmente a los conventos de mujeres.
En el
siglo XIII y a principios del XIV, estos monasterios de mujeres constituían
verdaderas redes de influencia espiritual, donde se escribían colecciones de
vidas de monjas y de visiones, que a menudo eran leídas en conventos de varones
y de mujeres como parte de la instrucción espiritual. En algunas partes de
Europa, donde las casas de varones declinaron muy rápidamente después del siglo
XIII, tanto en fervor religioso como económico, la mayoría de los religiosos
enclaustrados eran mujeres[18].
Grabado de una beguina de “Des
dodes dantz”, impreso en Lübeck, en 1489.
Pero es
necesario insistir que es la época que va del s. X al s. XII, la que está
principalmente caracterizada por “la influencia creciente que la espiritualidad
monástica ejerce en el conjunto del pueblo cristiano”[19]. Por lo que se produce
un fuerte cambio en la percepción que se tenía de la Iglesia, pues la Iglesia
de la Corte Imperial era una Iglesia secular, dirigida por el Emperador y los
obispos, pero producto de los grandes cambios sucedidos entre fines del s. IX y
el s. X, el orden sacerdotal entró en franca decadencia, tanto en el plano
espiritual como en el de la autoridad moral. “Sin embargo, el monacato fue la
institución que mejor resistió esta grave crisis que puso en peligro la
existencia misma de la Iglesia, amenazada de disolución tanto por la
secularización del clero como por la difusión del sistema de iglesias privadas”[20]. La gran y positiva
novedad es que este movimiento monástico no tuvo que ver con la acción de un
poder central –como de hecho ocurrió en la época de Carlomagno–, sino que tiene
que ver con un movimiento de retorno de los primitivos ideales y de un fervor
original de reforma religiosa que llega a ser la manifestación más profunda y
pura de las aspiraciones de renovación espiritual de la sociedad monástica.
Esto llegó a estar tan asimilado en el resto de la población que la excepcional
superioridad de ese régimen de vida sobre cualquier otro estado estaba muy
interiorizada por todos los cristianos y se veía como un ideal o una vocación a
seguir.
Así, desde
los monasterios se iba a irradiar este descubrimiento y renovación del culto
mariano para alcanzar a impregnar la siguiente era de las grandes catedrales,
que cubrió como un blanco manto las ciudades europeas y sus campiñas, que
concentraron un sinnúmero de abadías y monasterios, dieron su impronta a una
época, consagrando sus espacios sagrados bajo la protección y advocación a
Nuestra Señora. Una proeza espiritual y un esfuerzo constructivo sin parangón
que habría de modelar necesariamente a la sociedad de la época. Por ello, sería
muy limitado y pobre restringirlo a un mero furor constructivo reservado al
ámbito de la sola fe. Un movimiento cultural auténtico se prueba no solo en sus
dimensiones materiales, sino también en sus alcances civilizatorios. Pero eso
es materia para otro artículo.
NOTAS
[1] Markale, Jean; El Amor Cortés o la
pareja infernal. José J, de Olañeta, Palma de Mallorca, 2006, p. 8.
[2] Op. cit. pp. 13-14. Como sabemos, el
monaquismo no era algo nuevo, pero lo que sí es novedoso fue la síntesis
entre el monaquismo benedictino de inspiración italiana con el monaquismo
columbano de origen céltico, pues este último, a raíz de los problemas que
tuvo con los reyes merovingios, se organizó́ de modo de obtener bastante
autonomía de las autoridades temporales. Así, cuando se fusionaron con los
benedictinos, infundieron a estos la pretensión de una independencia cada vez
mayor frente a los poderes establecidos.
[3] Ver De Fougères, Étienne; Livre des
Manierès (ed. por R. Anthony Lodge). Librairie Droz, Genéve (Suiza), 1979.
[4] Duby, Georges; Mujeres del siglo XII.
vol. III. Andrés Bello, Santiago, 1998, p. 17.
[5] Op. cit. p. 17.
[6] Op. cit. p. 18.
[7] Ver en Prudence, Saint Augustin,
Fortunat, Hrotsvitha, Marbode; Les écrivains célèbres, Le latin chrétien.
Editions d’art Lucien Mazenod, París, 1965.
[8] Ver Von Worms, Burchard;
Decretum, en MIGNE, Patrología Latina, Vol. CXL.
[9] Op. cit. Duby. p. 22.
[10] Op. cit. p. 32.
[11] Op. cit. Markale p. 15.
[12] Op. cit. p. 16.
[13] Idem.
[14] Aubailly, Jean-Claude; La Fée et le
chevalier. Champion, 1986, París, p. 143, en Op. Cit., Markale, Jean, p.
18.
[15] Walker Bynum, Caroline; “Mujeres
religiosas de fines de la Edad Media” (pp. 127-144) en RAITT, Jill; McGinn,
Bernard y Meyendorf f, John. Espiritualidad Cristiana: Alta Edad Media y
Reforma (vol. II). Lumen, Buenos Aires, 2008, p. 127.
[16] Que en la realidad eran muy
similares a las monjas, pero que formulaban votos de pobreza menos
estrictos.
[17] Op. cit. p. 128.
[18] Walker Bynum, Caroline; “Mujeres
religiosas de fines de la Edad Media”, p. 129.
[19] Vauchez, André; La espiritualidad
del Occidente Medieval. Cátedra, Madrid, 2001, p. 32.
[20] Op. cit. p. 33.
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