MÉXICO
A
TRAVÉS DE LOS SIGLOS[1]
Capit.
3
El
siglo XVIII
A
mediados del siglo XVIII la ciudad tenía un aspecto muy distinto del que guardó
en sus primeros días; contaba con ochenta y cuatro templos en el centro y
extramuros, con multitud de conventos y capillas, afeándola únicamente las
muchas ruinas de edificios que habían pertenecido a mayorazgos y que por
abandono o por falta de recursos no habían sido reedificados. En la plaza
apareció una estatua ecuestre en 1756, pero fue sólo provisional, de yeso y
madera mientras se fundía la de bronce. Poco duró, pues habiéndosele caído al
caballo la cabeza, se cubrió el pedestal con vigas.
Había entonces en México once templos de
clérigos, cuatro conventos de dominicos, diez de franciscanos, siete de agustinos,
tres del orden militar de la Merced, dos de carmelitas descalzos, cuatro de
jesuitas, dos de juaninos, uno de betlemitas, tres de hipolitanos y diez y
nueve conventos de monjas; dos colegios de niñas. Tenía ya siete hospitales, la
iglesia de la Universidad y nueve colegios en los que se educaban anualmente
niños.
Ya los españoles europeos o criollos
ascendían en México a cincuenta mil y los mestizos, mulatos y negros a cuarenta
mil, siendo solamente ocho mil los indígenas que vivían dentro y fuera de la
ciudad, en los barrios y en las parcialidades respectivas. En 1750 n México, la
ciudad, anualmente para su abasto, necesitaba, trescientos mil carniceros,
quince mil quinientas cabezas de ganado mayor, y cerca de veinticinco mil de
cerda.
La importancia de México crecía por ser la
residencia del virrey, representante de la Majestad real, gobernador y capitán
general, con el mando de armas, teniendo siempre dos compañías veteranas, la
una de infantería y la otra de caballería. El virrey además de sus secretarios
particulares, tenía otros dos llamados de Guerra uno y el otro de Gracia y
Justicia, cada uno con su escribano mayor y de libros, además de los empleados
subalternos para el despacho.
El Palacio Real, residencia del virrey,
tenía concluida ya la fachada desde mediados del siglo XVIII, pero n el
interior estaban acabando de construir el patio principal en el que se
edificaron los corredores que han quedado hasta nuestros días. Ese edificio
ocupaba la mis área que hoy, de cuatro cuadras, formando una manzana, y desde
la esquina del Puente de Palacio hasta la llamada generalmente de Provincia, de
Sur a Norte, media doscientas cincuenta varas, y de Oriente a Poniente
doscientas treinta, comprendiendo el cuerpo de guardia, parque, cuarteles y la
Real Casa de Moneda en el costado Norte de su recinto.
La Real Audiencia se componía de diez y
ocho ministros togados que formaban tres salas, dos de lo civil y una del
crimen. En este supremo tribunal residía la apelación de justicia; las tres salas
estaban en el mismo Palacio del virrey, que asistía a ellas. A la Audiencia
estaba anexo el juzgado de bienes de difuntos y a la sala del crimen los
juzgados y oficios de Provincia. Para el despacho diario de todos los litigios,
había cuatro oficios de Cámara con su oficial mayor, el oficial de provisiones
y otros ministros menores. Había además, para el manejo de los negocios, doce
oficios vendibles y renunciables y veinticuatro escribanos receptores.
Residía también en la capital el tribunal
de la Fe, con dos jueces y un fiscal, el alguacil mayor, cuatro secretarios, el
tesorero y otros varios ministros; la residencia de este tribunal era en
edificio próximo al convento de Sto. Domingo. El tribunal y la Audiencia de
cuentas, tenía un regente, tres contadores y el alguacil mayor, con otros
empleados; allí se llevaba la cuenta de todas las cajas reales del virreinato y
demás ramos de la Real Hacienda, distribuyéndose en varias mesas.
El tribunal y administración de los reales
azogues, se componía del Administrador o Superintendente del ramo, Contador,
Abogado fiscal, escribano y tres oficiales subalternos con su ministro
ejecutor; en el mismo patio principal de Palacio tenía su despacho y allí
estaban los almacenes, sala del tribunal, contaduría y escribanía; saliendo de
allí todo el azogue que se consumía en la Nueva España, se repartían cada año
de cuatro a cinco mil quintales.
Otro de los tribunales que contribuía a
realzar a la capital y darle preponderancia, era el juzgado de la Santa Cruzada,
compuesto del comisario, el asesor que había de ser el oidor decano de la Real
Audiencia, un contador, el alguacil mayor, un notario mayor y el tesorero.
Había en la capital, además, el
tribunal de los oficiales reales de Hacienda: l factor, tesorero y contador, y
también otro cuerpo con el contador de tributos, el de alcabalas y un escribano
de la Real Hacienda; las oficinas para percibir el derecho del uno por ciento,
diezmo y señoreaje de las platas del virreinato; las del ramo y asiento de
naipes, muy productivo; las de los ramos de cordobanes, pólvora, salitre,
azufre y aguafuerte; el asiento de las salinas, cobre, alumbres y juegos de
gallos; había también oficinas para la percepción de la media anata, los
novenos de los cuatro obispados, y el producto de los oficios vendibles y
renunciables, , y para los ramos de tributos y alcabalas, siendo estas oficinas
las más antiguas, pues desde 1520 las estableció Cortés, destinando contador y
tesorero para que contara y guardara lo que al rey correspondía en el tributo
dado por Moctezuma.
También daba mucha importancia a la
capital los tribunales de la curia eclesiástica que residían en el Palacio
Arzobispal; gran afluencia de individuos llegaban a arreglar sus asuntos en el
juzgado del Provisor, en la secretaría de Cámara del Metropolitano, en el
juzgado de testamentarías, capellanías y obras pías, y con el provisorato de
todas las causas de indígenas, pertenecientes al ramo eclesiástico. El Palacio
Arzobispal no había tenido la extensión necesaria, hasta que el Arzobispo D.
Juan Antonio de Vizarron y Eguiarreta lo reedificó, construyendo un suntuoso
edificio y separado cada uno de los tribunales.
En el siglo XVIII fue para la capital el
gran impulso dado n sus mejoras materiales; se extendió el empedrado, el
alumbrado, la limpia de ciudad y se mejoró la corriente de las aguas,
recibiendo gran desarrollo la educación pública. Ese siglo vio edificar el
colegio de Minería y la Academia de San Carlos, en él creció el buen gusto para
el adorno de los templos, aparecieron las grandes producciones de nuestros
pintores y arquitectos; las preciosas obras de nuestros grabadores y fundidores
pertenecen a ese siglo, en el que también se arreglaron los mercados y se
levantó un regular teatro, sin olvidarse de las obras de beneficencia, pus
aparecieron el Monte de Piedad, la casa de San José de niños expósitos. Todo
esto se debió, al celo del virrey, conde Revillagigedo.
Hemos
llegado a un periodo crítico en el que comienzan a verificarse notabilísimas
variaciones. La conclusión del siglo XVIII fue para la ciudad de México el
principio de su transformación en la
policía y costumbres principalmente, figurando el segundo conde de
Revillagigedo como el más empeñoso e infatigable colaborador de las obras que
tanto beneficiaron a la capital.
¡Cuánta diferencia del México de 1789 al
México de 1794! En el primer año aún era la Plaza Mayor un confuso laberinto de
jacales, pocilgas y sombras de petate, dentro de las cuales se ocultaban de día
y de noche los criminales, con toda clase de delitos; en esos jacales se
albergaba crecida cantidad de perros, que por la noche acometían a cuantos no
iban cubiertos con frazadas o sábanas; desde las siete de la noche entraba a la
Plaza Mayor gran cantidad de vacas y permanecían en ese sitio hasta la mañana,
se alimentaban de las cáscaras y desperdicios que había, asustando muchas veces
a los transeúntes. La Plaza Mayor era entonces en 1789, un sitio lleno de toda
clase de inmundicias, pues allí eran arrojados los desechos corrompidos de las
carnes y demás; había frente al Real Palacio y la respetable Catedral unas
letrinas descubiertas y usadas si diferencia de sexo y sin que hubiese algo que
las ocultara a la vista del público. Las pocilgas que cubrían la Plaza, quedaban
abiertas y libres por la noche, cometiéndose en ellas toda clase de
obscenidades.
La Plaza toda podía llamarse una gran
letrina común, pues no había policía que impidiera lo que la decencia y el
pudor vedan ejecutar en público; principalmente los alrededores de la Catedral
estaba convertidos en muladares, y siempre que los virreyes se asomaban a sus
balcones o salían de Palacio, se les presentaban a la vista desagradables
cuadros de nauseabunda fetidez.
Una fuente o pila había en la Plaza Mayor,
cerca de Palacio, de bastas dimensiones, pero a cuya taza o chorro nadie podía
alcanzar, teniendo que tomar el agua de la fuente en que había porción de
inmundicias; introducían ellas las jícaras que habían servido para tomar atole
o pulque, en la orilla de esa fuente formaban su tocado las indígenas y aún
lavaban ropa; todas las vendedoras que tenían criaturas las llevaban cargando y
lavaban en dicha pila. Cerca de la cual hacían las vendedoras sus comidas y
comistrajos. En el mercado del Volador no había agua, de lo cual provenía que
constantemente estuviera invadida la fuente de la Plaza Mayor, sin que los muy
pocos guardas o policías, pudieran poner término al desorden, deshonestidades e
indecencias que en dicho punto se cometían. Esa fuente se limpiaba de tiempo en
tiempo, y entonces llegaba a encontrarse en ella aún animales muertos en
putrefacción.
Desigual el piso de la gran Plaza, cuando
llovía se anegaba por una parte y por la otra se formaban lodazales espesos en
que los transeúntes se ensuciaban las medias, vestidos o capas, por lo que
ninguna persona decente se atrevía a internarse en ella sin un preciso motivo,
y contribuía a que cuantos forasteros la veían sintieran disgusto por la
capital, que mucho adelanto desde que Revillagigedo le corrigió tanto defecto.
La acequia que corría desde el colegio de
Santos a la Diputación, mantenía constantemente infectado el aire hasta frente
al Portal de las Flores que venía a ser desembarcadero de las hortalizas y
flores, Revillagigedo al tapar la acequia formó una hermosa calle que antes
estaba poco menos que intransitable. La plazuela del Volador era igualmente
inmunda, la poblaban también grandes porciones de perros, tenía sombras de
tejamanil y petate, artículos de fácil combustión que ocasionaron muchas veces
el incendio de esa plaza, en la que había muchos figones; por esto se mandó que
no estuvieran los puestos cercanos a la Universidad y al Real Palacio.
En las plazuelas que componían la plaza de
Jesús, también había multitud de vendedores en igual desorden, hasta que
corrigió el mal Revillagigedo, y en las principales calles que eran las de Sto.
Domingo, Relox y San Francisco, se veían grandes puestos de fruta interceptando
el paso. También la plaza del mercado de Sta. Catarina era una reunión de
sucias pocilgas, en las que se ocultaban los malhechores; allí era extremado el
desaseo de una especie de alberca destinada a surtir de agua al público, en vez
de tener alguna fuente.
Si de los mercados volvemos la vista hacia
las calles en ese mismo año de 1789, las encontramos intransitables por el
desaseo, pues al menor descuido se ensuciaba los pies el transeúnte, y se
pasaban muchos meses sin que fueran barridas; había en todas las calles caños
llenos de pestilente lodo, que por la evaporación y el calor del sol y después
de llover, despedían miasmas.
Excepto que en una que otra calle, se
veían en todas muladares, de mayores
proporciones en las que tenían casas de vecindad, pues arrojada la basura a la
calle, nadie las recogía. Sentados en los poyos de las puertas aparecían
hombres y mujeres casi desnudos, y de los chiquillos ningún cuidado se tenía en
las accesorias para conservar el aseo. Por los balcones y accesorias también
arrojaban agua sucia a la calle, y por las puertas de los figones no era
posible pasar, pues había verdaderos charcos de grasa.
Las atarjeas sustituyeron a los caños que
impedían el paso de una acera a otra y despedían miasmas pestilentes que mucho
mal causaban; estableció Revillagigedo carros que recogieran la basura y con
esto se evitó que subsistieran los muladares en las calles, los que también
impedían el paso y corrompían el aire con perjuicio de la salud.
De pronto la mano de Revillagigedo cambió
tanta deformidad en belleza; en el año de 1792 se había despejado la Plaza
Mayor de los repugnantes jacales, puestos y sombras de petates viejos, y por
consiguiente de las vendimias y comistrajos que causaban el desaseo; una nueva
plaza llamada del Factor, fue la que guardó tanta baratija desterrada de la
Plaza Mayor.
Contribuyó también a la transformación de
la ciudad el establecimiento de banquetas en las aceras, y que se abrieran
atarjeas para quitar los caños y los puentes que estorbaban; Revillagigedo hizo
que los reglamentos municipales se llevaran a cabo para que se barrieran y
regaran las calles, y aunque no pudo de una vez desterrar ciertas costumbres,
si dio un fuerte impulso hacia el aseo, y desde entonces comenzó a tener la
capital de la República el aspecto de civilizada que hoy manifiesta.
En los alrededores se abrieron nuevas
calzadas, en las que se plantaron árboles, lo que dio a las entradas de la
capital una vista muy distinta de la que por mucho tiempo tuviera.
Uniformó Revillagigedo el alumbrado, con
lo cual al mismo tiempo que facilitó el tránsito por las calles, favoreció la
seguridad por medio de los “serenos” que, cuidando de los faroles ocurrían a
dar el auxilio que se les pedía; antes de que estableciera esa mejora, aquel
que quería tener seguridad por la noche, llevaba consigo algún criado con teas
o linternas. Los serenos, en los primeros días de su establecimiento, gritaban
cada cuarto la hora que había sonado y el tiempo que hacía.
La multitud de gente desnuda y miserable
que se entregaba a la embriaguez por falta de industrias lícitas; la falta de
recato en practicar a la luz del día acciones reprensibles; la multitud de
casas de juego; la lobreguez de la ciudad, daban a México, antes de la llegada
de Revillagigedo, un aspecto desagradable y repelente; con la poca tropa que
había no se podía garantizar el orden público y este era motivo para que con
segura confianza se cometieran toda clase de crímenes. Por las noches era
completa la soledad en las calles, el asesinato cometido en la casa de Dongo,
de la que se extrajeron el coche cargado con veintidós mil pesos, dice bien
cuál era el abandono de las calles. La mujer pública y el ladrón andaban a sus
anchas.
Hasta 1789, había una costumbre originada
de la inseguridad: se reunían porciones de hombres y mujeres y salían a pasear
por las calles, lo que se llamaba correr gallo, costumbre que se
prestaba mucho para cometer delitos; esas turbas cantaban, bailaban, bebían y
comían desordenadamente en las calles; la manía de bailar era tal, que las
noches en que en México no había tres o cuatro diversiones, se consideraban muy
tristes. Revillagigedo estableció cuerpos de guardia, llamados vivaques,
en diversos lugares para auxiliar a los serenos; patrullas de infantería y
dragones recorrían la ciudad, yendo a rendir su jornada en el principal:
con este arreglo los crímenes disminuyeron y la seguridad pública comenzó.
Había en México una costumbre de la que
mucho se abusó: salían a la calle porción de beatas cubiertas enteramente con
unos mantos que dando vuelta por delante, les llegaban hasta más debajo de la
rodilla, por cuyo disfraz se hacían inconocibles; y validas de él, muchas
delincuentes iban por las calles impunemente después de cometer locuras o
devaneos, no faltando joven que en casa de alguna amiga tomara el manto y
pasara por la calle delante d sus padres sin ser conocida. Revillagigedo cortó
el abuso y las verdaderas beatas anduvieron con el rostro descubierto.
Hasta 1789 cada individuo del pueblo de
México se consideraba con derecho incuestionable para disponer de las calles
como de cosa propia; donde había un derrame de agua menos sucia allí se formaba
un lavadero y se ponía una cuerda para secar la ropa, atando los extremos de la
cuerda de dos rejas bajas o estacas fijas en la pared, y distantes entre sí
cuatro o seis varas, apoyando el centro en un palo, y para que el tendedero
se mantuviera en la misma posición le colgaban una piedra de peso suficiente.
Además, interrumpían el tránsito los muchos puestos de vendimias que había en
la ciudad, y hasta los zapateros de viejo levantaban en la
calle pequeños cuartos de estera o petate, en el sitio que les parecía y allí
permanecían a pesar del disgusto de los vecinos.
Los caballos domésticos eran atados a las
rejas de las calles y las mulas de los coches salían a revolcarse en público,
los cocheros lavaban los carruajes en medio de las calles y con agua inmunda y
los rebaños de vacas recorrían las calles alimentándose con la basura.
En todos los establecimientos de artesanos
se usaban las calles para las jugaban necesarias, se veía a cada paso ya
sombreros asoleándose, ya cordobanes que el zapatero sacaba
con el mismo fin, o ya lumbradas calentando la cola que usaban
los carpinteros. Todos los vecinos se consideraban con derecho para arrojar a
la calle el agua sucia o lo que les estorbaba en la casa, teniendo que sufrir
los transeúntes y originándose riñas a cada paso. Los males crecían
considerablemente cuando llovía, acabando de dar el último colorido a este
cuadro, la multitud de perros, que, sin pertenecer a nadie, vagaban por las
calles, entraban a las casas a robar lo que podían para alimentarse y
molestaban día y noche con perennes ladridos, mordiendo a quien desconocían.
También vagaba por las calles multitud de cerdos que destruían el empedrado y
removían los caños, con notorio perjuicio del público. El conde de
Revillagigedo corrigió tanta irregularidad, tan sólo con hacer que los
reglamentos de policía fueran observados; proporcionó aseo y seguridad; puso
llaves a las cañerías para tomar el agua limpia; quitó los embarazos de las
calles y hasta su venida permanecieron los tejados en las puertas que estaban
cubiertas en su mayor parte por lienzos pintados a manera de telones,
principalmente en las tiendas; arregló los mercados desterrando en gran manera
los jacales rotos y desordenados; dejó enteramente libre el frente de Palacio;
estableció varias plazas e hizo principal la del Volador , en la que desde
luego hubo noventa y seis cajones exteriores de madera y otros tantos en el
interior, además ochenta puestos y casillas movibles y en el centro una fuente
de madera que solamente daba agua al que quería extraerla; a ese mercado
concurrían diariamente un regidor y un diputado de ciudad, para
examinar la calidad de los efectos y mediar en las discordias que aparecieran;
hasta la hora de retreta permanecía abierto el mercado, bien iluminado y en
seguida lo custodiaba una fuerza competente de seguridad pública.
Reglamentos especiales corrigieron los
abusos en la venta del pan y la carne; se compuso algo el interior del Palacio,
que era visto como un mesón y en su mayor parte lóbrego; formó Revillagigedo el sus bastos proyectos, que cada piedra de esta
capital viene a ser un panegirista veraz del benéfico conde.
Revillagigedo aseó el Palacio, lo iluminó
e hizo componer y adornar las capillas alta y baja, las salas de Audiencia y
Acuerdo, el Tribunal de cuentas y las piezas de las cajas reales. Dentro de Palacio
había antes almuercerías y figones, y aunque entraban los
coches de los ministros y particulares, parecía más bien mesón, pues las piezas
interiores bajas, servían de bodegas para que los vendedores de la plaza
encerraran sus vendimias y comistrajos y aún para dormir allí, porque las
alquilaban como en los mesones. Por esto estaba aquel local siempre tan sucio y
aún en los corredores había algo que apestaba constantemente, habiendo en las
paredes mingitorios improvisados; solamente en una que otra pieza había
elegancia; la sala de Audiencia estaba tapizada de terciopelo carmesí.
Los
excesos
eran públicamente de tal magnitud, que los Padres de la Profesa le pusieron
cerco al atrio de la iglesia y taparon todas las cavidades que había en las
basas del edificio y que mucho lo hermoseaban, tan sólo con el fin de
cortar el mal.
Las acequias estaban siempre azolvadas
hasta el bordo, sin que corriera agua. Antes de que Revillagigedo estableciera
el sistema de atarjeas, había en cada casa letrinas que de tiempo en tiempo se
limpiaban con mucha molestia para el público. La acequia que pasaba por Sta.
Isabel, puente del Mariscal, de Amaya y Misericordia, fue cegada en el gobierno
de Revillagigedo, pues más que tener agua, la colmaban las basuras, cajetes rotos,
y cuanto deshecho querían arrojar los vecinos, y la manera que tenían de
limpiarlas consistía en extraer el lodo y colocarlo en la orilla, dejándolo
allí. De esas y otras acequias se extraían constantemente ahogados,
principalmente de los concurrentes a las tabernas y pulquerías cercanas, siendo
de notar que en la fuerza de las aguas se anegaban las calles colindante de las
acequias, tales como las de San Francisco, Coliseo, Espíritu Santo, la Palma y
Chiquis, y también las de San Lorenzo, Misericordia y Sto. Domingo.
En las fiestas de la Pascua de Espíritu
santo, se despoblaba la capital para concurrir a San Agustín de las Cuevas,
donde se jugaban gallos, cartas, se bailaba y se cometían locuras apenas
concebibles. Para que los virreyes viesen las procesiones y paseos públicos,
desde los balcones de Palacio y en cuatro grandes vigas clavadas en la calle,
haciendo un feo conjunto y expuestos los curiosos a que el toldo, impulsado por
el viento, arrancara alguna almena y la arrojara sobre ellos; por disposición
de Revillagigedo se hizo un toldo de mejor tela y se afianzaba a la pared por
medio de fierros y botalones de madera, en los que el toldo se colocaba con la
mayor facilidad.
Tenían obligación de hacer la enramada de
la procesión de Corpus los indígenas de los alrededores de la capital, y como
el trayecto que recorría era extenso, se perjudicaban grandemente esos
indígenas, hasta que el benéfico virrey los eximió de tal obligación mandando
hacer el toldo que durante muchos años continuó usándose. Tales fueron los
cambios que en su policía y costumbres alcanzó la capital al terminar el siglo
XVIII.
El
siglo XIX
Considerada bajo su
aspecto material, la México de hoy, está muy diferente de la reconstruida en la
época de Hernán Cortés: las aguas del lago se han retirado considerablemente al
Oriente y ahora descansa ya la capital en tierra firme; sus calzadas son
caminos sólidos y donde bogaron canoas, hoy se siembra; los canales que cruzaba
las calles han sido cegados y apenas subsiste el que conduce por las garitas de
la Viga y San Lázaro el agua de la laguna de Chalco a la de Texcoco.
Ninguna torre ha quedado en las casas que
las tuvieron; han desaparecido las ventanas moriscas, las troneras y saeteras; los muros macizos carcomidos por el tiempo y
ensalitrados, fueron derribados construyéndose casas de aspecto muy diferente
conforme al gusto moderno y a las nuevas necesidades. Con el aumento de la
población fue preciso disminuir la extensión de las habitaciones, aumentar los
pisos y reducir el tamaño de los patios, suprimir las cuadras espaciosas, los
jardines y los sembrados; la ciudad se ensancha, se ha desbordado sobre los
barrios de los indios, desconoce los linderos de la antigua traza y avanza
hacia el Poniente en busca del agua y de más benigno clima. Las ruinas han sido
transformadas en nuevas habitaciones, las grandes cercas de han reducido en
muchas partes y en su lugar se han levantado preciosos edificios.
En tres siglos y medio, nada ha quedado en
pie de lo antiguo, los edificios más fuertes y sólidos han sufrido
modificaciones importantes. El sello de aquella época ha desaparecido en
nuestra educación: las escuelas y colegios se establecían en los primeros siglos
más bien para formar cristianos que científicos, y aún atendidas las
circunstancias de la época, no puede menos que considerarse mezquina la
educación recibida en los siglos XVI y XVII, en los que, por raro fenómeno,
fueron precisamente planteados pensamientos de carácter grandioso, buscándose
la utilidad, la solidez y la duración, según lo atestiguan los acueductos, la
Catedral y el desagüe.
En el siglo XIX han recibido gran impulso
las escuelas y los colegios; al lado de la enseñanza antigua apareció la
científica; los templos tienen decoraciones de buen gusto; no ha quedado
ninguna traba para seguir las carreras literarias, la instrucción primaria se
derrama en el pueblo y se procura que el saber pertenezca a todos; se fundan
planteles para socorrer a los menesterosos; las artes reciben impulso; el
comercio aumenta y la agricultura hace esfuerzos para salir de su abatimiento;
mucho se ha adelantado en el servicio de las fondas y los hoteles; la
frecuencia del trato con los extranjeros nos ha dado a conocer objetos nuevos
para satisfacer las necesidades de la civilización; los cafés están con lujo;
los medios de comunicación se multiplican; el telégrafo y el ferrocarril han
venido a destruir las distancias.
La
capital de la República está, tomando por observatorio el del Palacio
Nacional, situada a 19° 26´01´´ de latitud Norte y 6h 36m 26s de longitud Oeste
referente al meridiano de Greewich. Sus calles están niveladas con respecto a
un plano tangente inferior del Calendario Azteca o Piedra del Sol, colocado en
la cara occidental de la torre que queda al Poniente de la Catedral y pueden
verse en las esquinas de las calles las marcas que indican dicha nivelación.
El terreno en que está situada la ciudad
pertenece a los depósitos lacustres de la época cuaternaria, que descansa
inmediatamente sobre una capa de arcilla terrosa comúnmente llamada barro o
greda, debajo de la cual se encuentra otra de toba pomosa algo resistente y muy
poco permeable y continúan sucesivamente varias de diversos materiales de
acarreo.
La superficie de la ciudad, comprendida
dentro del dique de circunvalación, es de 1,968 hectáreas, 30 aras y 27
centiaras, superficie que equivale a 1,12 leguas cuadradas y el perímetro es de
20,429 metros o 4.87 leguas.
La parte habitada de la ciudad, es poco
menos que una legua cuadrada, teniendo un perímetro de 3.74 leguas; su
extensión de Norte a Sur, de la garita de Peralvillo a la de la Candelaria, es
de 4,900 metros o 1.17 leguas y de Oriente a Poniente, de San Lázaro a San
Cosme, de 4,800 metros o 1.15 leguas, debiendo considerarse ya en ese sentido
un cuarto de legua más de extensión, pues la ciudad crece rápidamente en el
sentido del Poniente.
La altura de México sobre el nivel del mar
es de 2.266 metros treinta y cinco centímetros en la esquina norte de Palacio.
La población de la capital se ha calculado
hasta hoy en 300,000 habitantes; pero si se considera que ese censo le era
señalado desde hace varios años y que a pesar de haberse aumentado
considerablemente el número de habitaciones por la transformación de los
conventos y por tanta nueva colonia, la necesidad de buscar habitaciones y el
valor de arrendamientos son iguales o mayores que antes, no creo aventurado
calcular que la población de la capital de la República sube a 350,000
habitantes, sin poderlo asegurar porque faltando padrones exactos, no se puede
salir del terreno de las conjeturas; también fundo mi suposición en el censo
que México tenía hace un siglo y en la relación que, según los cálculos de
Humboldt, sigue el crecimiento de la población en México.
El promedio de la cantidad de agua pluvial
que anualmente recibe México es de 0.74 metros en la superficie que le
corresponde. Los derrames interiores de la capital son conducidos por atarjeas
y caños desaguadores a diversas zanjas que unen: por el lado del Norte a la
zanja cuadrada que termina n el canal de San Lázaro; por el Sur van los
derrames a otra parte de la misma zanja cuadrada que entra al canal de la Viga, y por el Oriente, parte la más
baja, a cierta porción del citado canal
de San Lázaro, que es el desagüe general de todos los desperdicios de la
ciudad, conducidos a la laguna de Texcoco.
Las atarjeas aún no se han logrado que
dejen de estar azolvadas para que se mejore el estado higiénico de la capital;
las plantas de las atarjeas no tienen un descenso constante; aún quedan calles
con caños de derrame de poca profundidad y ningún declive y el fondo de muchas
atarjeas está más bajo que el nivel del canal en que se pretendió que
desfogaran.
En la capital mueren anualmente ocho mil
personas, por término medio.
El
Valle de México está situado en el centro de la
cordillera de Anáhuac y en el flanco de dos montañas porfídicas y basálticas
que se extienden de Sureste a Noreste. La extensión del Valle es de 244.5
leguas cuadradas, ocupando los lagos una décima parte de la superficie.
Con el trascurso del tiempo los lagos se
han retirado de la capital, estando los lindes del de Texcoco a legua y media y
los del de Chalco a tres leguas, lo que prueba que las aguas del lago de
Texcoco han disminuido, atribuyéndose tal circunstancia a las aberturas que han
producido los temblores.
En los alrededores de la capital, a medida
que han disminuido el agua y la humedad, han aumentado las eflorescencias
tequesquitosas; en un tiempo los barrios de San Juan y Sta. Cruz, fueron
célebres por la frondosidad de sus jardines; pero después se han convertido en
estériles llanuras.
Al comenzar el siglo XIS, dijo el sabio
barón de Humboldt en las siguientes frases:
“Por un concurso
de circunstancias poco comunes, he visitado sucesivamente y en corto espacio de
tiempo Lima, México, Filadelfia, Washington, París, Roma, Nápoles y muchas
grandes ciudades de la Alemania. Comparando las diversas impresiones que en el
espíritu se han sucedido, se está en oportunidad de rectificar alguna opinión
emitida ligeramente. A pesar de las comparaciones que en muchos puntos podrían
ser desventajosas para México, esta ciudad ha dejado en mí un recuerdo de
grandeza, que atribuyo principalmente al aspecto del sitio en que está
edificada y a la naturaleza que la rodea.”
[1]
Rivera Cambas, Manuel, México Pintoresco,
Artístico y Monumental, México, Editorial del Valle de México, S.A. de
C.V., 1972, pp.III-XXXV.
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