viernes, 24 de noviembre de 2017

MEXICO A TRAVÉS DE LOS SIGLOS Capit. 3

MÉXICO
A TRAVÉS DE LOS SIGLOS[1]
Capit. 3


El siglo XVIII

A mediados del siglo XVIII la ciudad tenía un aspecto muy distinto del que guardó en sus primeros días; contaba con ochenta y cuatro templos en el centro y extramuros, con multitud de conventos y capillas, afeándola únicamente las muchas ruinas de edificios que habían pertenecido a mayorazgos y que por abandono o por falta de recursos no habían sido reedificados. En la plaza apareció una estatua ecuestre en 1756, pero fue sólo provisional, de yeso y madera mientras se fundía la de bronce. Poco duró, pues habiéndosele caído al caballo la cabeza, se cubrió el pedestal con vigas.

     Había entonces en México once templos de clérigos, cuatro conventos de dominicos, diez de franciscanos, siete de agustinos, tres del orden militar de la Merced, dos de carmelitas descalzos, cuatro de jesuitas, dos de juaninos, uno de betlemitas, tres de hipolitanos y diez y nueve conventos de monjas; dos colegios de niñas. Tenía ya siete hospitales, la iglesia de la Universidad y nueve colegios en los que se educaban anualmente niños.

     Ya los españoles europeos o criollos ascendían en México a cincuenta mil y los mestizos, mulatos y negros a cuarenta mil, siendo solamente ocho mil los indígenas que vivían dentro y fuera de la ciudad, en los barrios y en las parcialidades respectivas. En 1750 n México, la ciudad, anualmente para su abasto, necesitaba, trescientos mil carniceros, quince mil quinientas cabezas de ganado mayor, y cerca de veinticinco mil de cerda.

     La importancia de México crecía por ser la residencia del virrey, representante de la Majestad real, gobernador y capitán general, con el mando de armas, teniendo siempre dos compañías veteranas, la una de infantería y la otra de caballería. El virrey además de sus secretarios particulares, tenía otros dos llamados de Guerra uno y el otro de Gracia y Justicia, cada uno con su escribano mayor y de libros, además de los empleados subalternos para el despacho.

     El Palacio Real, residencia del virrey, tenía concluida ya la fachada desde mediados del siglo XVIII, pero n el interior estaban acabando de construir el patio principal en el que se edificaron los corredores que han quedado hasta nuestros días. Ese edificio ocupaba la mis área que hoy, de cuatro cuadras, formando una manzana, y desde la esquina del Puente de Palacio hasta la llamada generalmente de Provincia, de Sur a Norte, media doscientas cincuenta varas, y de Oriente a Poniente doscientas treinta, comprendiendo el cuerpo de guardia, parque, cuarteles y la Real Casa de Moneda en el costado Norte de su recinto.

     La Real Audiencia se componía de diez y ocho ministros togados que formaban tres salas, dos de lo civil y una del crimen. En este supremo tribunal residía la apelación de justicia; las tres salas estaban en el mismo Palacio del virrey, que asistía a ellas. A la Audiencia estaba anexo el juzgado de bienes de difuntos y a la sala del crimen los juzgados y oficios de Provincia. Para el despacho diario de todos los litigios, había cuatro oficios de Cámara con su oficial mayor, el oficial de provisiones y otros ministros menores. Había además, para el manejo de los negocios, doce oficios vendibles y renunciables y veinticuatro escribanos receptores.

     Residía también en la capital el tribunal de la Fe, con dos jueces y un fiscal, el alguacil mayor, cuatro secretarios, el tesorero y otros varios ministros; la residencia de este tribunal era en edificio próximo al convento de Sto. Domingo. El tribunal y la Audiencia de cuentas, tenía un regente, tres contadores y el alguacil mayor, con otros empleados; allí se llevaba la cuenta de todas las cajas reales del virreinato y demás ramos de la Real Hacienda, distribuyéndose en varias mesas.

     El tribunal y administración de los reales azogues, se componía del Administrador o Superintendente del ramo, Contador, Abogado fiscal, escribano y tres oficiales subalternos con su ministro ejecutor; en el mismo patio principal de Palacio tenía su despacho y allí estaban los almacenes, sala del tribunal, contaduría y escribanía; saliendo de allí todo el azogue que se consumía en la Nueva España, se repartían cada año de cuatro a cinco mil quintales.

     Otro de los tribunales que contribuía a realzar a la capital y darle preponderancia, era el juzgado de la Santa Cruzada, compuesto del comisario, el asesor que había de ser el oidor decano de la Real Audiencia, un contador, el alguacil mayor, un notario mayor y el tesorero.

     Había en la capital, además, el tribunal de los oficiales reales de Hacienda: l factor, tesorero y contador, y también otro cuerpo con el contador de tributos, el de alcabalas y un escribano de la Real Hacienda; las oficinas para percibir el derecho del uno por ciento, diezmo y señoreaje de las platas del virreinato; las del ramo y asiento de naipes, muy productivo; las de los ramos de cordobanes, pólvora, salitre, azufre y aguafuerte; el asiento de las salinas, cobre, alumbres y juegos de gallos; había también oficinas para la percepción de la media anata, los novenos de los cuatro obispados, y el producto de los oficios vendibles y renunciables, , y para los ramos de tributos y alcabalas, siendo estas oficinas las más antiguas, pues desde 1520 las estableció Cortés, destinando contador y tesorero para que contara y guardara lo que al rey correspondía en el tributo dado por Moctezuma.

     También daba mucha importancia a la capital los tribunales de la curia eclesiástica que residían en el Palacio Arzobispal; gran afluencia de individuos llegaban a arreglar sus asuntos en el juzgado del Provisor, en la secretaría de Cámara del Metropolitano, en el juzgado de testamentarías, capellanías y obras pías, y con el provisorato de todas las causas de indígenas, pertenecientes al ramo eclesiástico. El Palacio Arzobispal no había tenido la extensión necesaria, hasta que el Arzobispo D. Juan Antonio de Vizarron y Eguiarreta lo reedificó, construyendo un suntuoso edificio y separado cada uno de los tribunales.

     En el siglo XVIII fue para la capital el gran impulso dado n sus mejoras materiales; se extendió el empedrado, el alumbrado, la limpia de ciudad y se mejoró la corriente de las aguas, recibiendo gran desarrollo la educación pública. Ese siglo vio edificar el colegio de Minería y la Academia de San Carlos, en él creció el buen gusto para el adorno de los templos, aparecieron las grandes producciones de nuestros pintores y arquitectos; las preciosas obras de nuestros grabadores y fundidores pertenecen a ese siglo, en el que también se arreglaron los mercados y se levantó un regular teatro, sin olvidarse de las obras de beneficencia, pus aparecieron el Monte de Piedad, la casa de San José de niños expósitos. Todo esto se debió, al celo del virrey, conde Revillagigedo.

     Hemos llegado a un periodo crítico en el que comienzan a verificarse notabilísimas variaciones. La conclusión del siglo XVIII fue para la ciudad de México el principio de su transformación  en la policía y costumbres principalmente, figurando el segundo conde de Revillagigedo como el más empeñoso e infatigable colaborador de las obras que tanto beneficiaron a la capital.

     ¡Cuánta diferencia del México de 1789 al México de 1794! En el primer año aún era la Plaza Mayor un confuso laberinto de jacales, pocilgas y sombras de petate, dentro de las cuales se ocultaban de día y de noche los criminales, con toda clase de delitos; en esos jacales se albergaba crecida cantidad de perros, que por la noche acometían a cuantos no iban cubiertos con frazadas o sábanas; desde las siete de la noche entraba a la Plaza Mayor gran cantidad de vacas y permanecían en ese sitio hasta la mañana, se alimentaban de las cáscaras y desperdicios que había, asustando muchas veces a los transeúntes. La Plaza Mayor era entonces en 1789, un sitio lleno de toda clase de inmundicias, pues allí eran arrojados los desechos corrompidos de las carnes y demás; había frente al Real Palacio y la respetable Catedral unas letrinas descubiertas y usadas si diferencia de sexo y sin que hubiese algo que las ocultara a la vista del público. Las pocilgas que cubrían la Plaza, quedaban abiertas y libres por la noche, cometiéndose en ellas toda clase de obscenidades.

     La Plaza toda podía llamarse una gran letrina común, pues no había policía que impidiera lo que la decencia y el pudor vedan ejecutar en público; principalmente los alrededores de la Catedral estaba convertidos en muladares, y siempre que los virreyes se asomaban a sus balcones o salían de Palacio, se les presentaban a la vista desagradables cuadros de nauseabunda fetidez.

     Una fuente o pila había en la Plaza Mayor, cerca de Palacio, de bastas dimensiones, pero a cuya taza o chorro nadie podía alcanzar, teniendo que tomar el agua de la fuente en que había porción de inmundicias; introducían ellas las jícaras que habían servido para tomar atole o pulque, en la orilla de esa fuente formaban su tocado las indígenas y aún lavaban ropa; todas las vendedoras que tenían criaturas las llevaban cargando y lavaban en dicha pila. Cerca de la cual hacían las vendedoras sus comidas y comistrajos. En el mercado del Volador no había agua, de lo cual provenía que constantemente estuviera invadida la fuente de la Plaza Mayor, sin que los muy pocos guardas o policías, pudieran poner término al desorden, deshonestidades e indecencias que en dicho punto se cometían. Esa fuente se limpiaba de tiempo en tiempo, y entonces llegaba a encontrarse en ella aún animales muertos en putrefacción.

     Desigual el piso de la gran Plaza, cuando llovía se anegaba por una parte y por la otra se formaban lodazales espesos en que los transeúntes se ensuciaban las medias, vestidos o capas, por lo que ninguna persona decente se atrevía a internarse en ella sin un preciso motivo, y contribuía a que cuantos forasteros la veían sintieran disgusto por la capital, que mucho adelanto desde que Revillagigedo le corrigió tanto defecto.

     La acequia que corría desde el colegio de Santos a la Diputación, mantenía constantemente infectado el aire hasta frente al Portal de las Flores que venía a ser desembarcadero de las hortalizas y flores, Revillagigedo al tapar la acequia formó una hermosa calle que antes estaba poco menos que intransitable. La plazuela del Volador era igualmente inmunda, la poblaban también grandes porciones de perros, tenía sombras de tejamanil y petate, artículos de fácil combustión que ocasionaron muchas veces el incendio de esa plaza, en la que había muchos figones; por esto se mandó que no estuvieran los puestos cercanos a la Universidad y al Real Palacio.

     En las plazuelas que componían la plaza de Jesús, también había multitud de vendedores en igual desorden, hasta que corrigió el mal Revillagigedo, y en las principales calles que eran las de Sto. Domingo, Relox y San Francisco, se veían grandes puestos de fruta interceptando el paso. También la plaza del mercado de Sta. Catarina era una reunión de sucias pocilgas, en las que se ocultaban los malhechores; allí era extremado el desaseo de una especie de alberca destinada a surtir de agua al público, en vez de tener alguna fuente.

     Si de los mercados volvemos la vista hacia las calles en ese mismo año de 1789, las encontramos intransitables por el desaseo, pues al menor descuido se ensuciaba los pies el transeúnte, y se pasaban muchos meses sin que fueran barridas; había en todas las calles caños llenos de pestilente lodo, que por la evaporación y el calor del sol y después de llover, despedían miasmas.

     Excepto que en una que otra calle, se veían en todas muladares,  de mayores proporciones en las que tenían casas de vecindad, pues arrojada la basura a la calle, nadie las recogía. Sentados en los poyos de las puertas aparecían hombres y mujeres casi desnudos, y de los chiquillos ningún cuidado se tenía en las accesorias para conservar el aseo. Por los balcones y accesorias también arrojaban agua sucia a la calle, y por las puertas de los figones no era posible pasar, pues había verdaderos charcos de grasa.

     Las atarjeas sustituyeron a los caños que impedían el paso de una acera a otra y despedían miasmas pestilentes que mucho mal causaban; estableció Revillagigedo carros que recogieran la basura y con esto se evitó que subsistieran los muladares en las calles, los que también impedían el paso y corrompían el aire con perjuicio de la salud.

     De pronto la mano de Revillagigedo cambió tanta deformidad en belleza; en el año de 1792 se había despejado la Plaza Mayor de los repugnantes jacales, puestos y sombras de petates viejos, y por consiguiente de las vendimias y comistrajos que causaban el desaseo; una nueva plaza llamada del Factor, fue la que guardó tanta baratija desterrada de la Plaza Mayor.

     Contribuyó también a la transformación de la ciudad el establecimiento de banquetas en las aceras, y que se abrieran atarjeas para quitar los caños y los puentes que estorbaban; Revillagigedo hizo que los reglamentos municipales se llevaran a cabo para que se barrieran y regaran las calles, y aunque no pudo de una vez desterrar ciertas costumbres, si dio un fuerte impulso hacia el aseo, y desde entonces comenzó a tener la capital de la República el aspecto de civilizada que hoy manifiesta.

     En los alrededores se abrieron nuevas calzadas, en las que se plantaron árboles, lo que dio a las entradas de la capital una vista muy distinta de la que por mucho tiempo tuviera.

     Uniformó Revillagigedo el alumbrado, con lo cual al mismo tiempo que facilitó el tránsito por las calles, favoreció la seguridad por medio de los “serenos” que, cuidando de los faroles ocurrían a dar el auxilio que se les pedía; antes de que estableciera esa mejora, aquel que quería tener seguridad por la noche, llevaba consigo algún criado con teas o linternas. Los serenos, en los primeros días de su establecimiento, gritaban cada cuarto la hora que había sonado y el tiempo que hacía.

     La multitud de gente desnuda y miserable que se entregaba a la embriaguez por falta de industrias lícitas; la falta de recato en practicar a la luz del día acciones reprensibles; la multitud de casas de juego; la lobreguez de la ciudad, daban a México, antes de la llegada de Revillagigedo, un aspecto desagradable y repelente; con la poca tropa que había no se podía garantizar el orden público y este era motivo para que con segura confianza se cometieran toda clase de crímenes. Por las noches era completa la soledad en las calles, el asesinato cometido en la casa de Dongo, de la que se extrajeron el coche cargado con veintidós mil pesos, dice bien cuál era el abandono de las calles. La mujer pública y el ladrón andaban a sus anchas.

     Hasta 1789, había una costumbre originada de la inseguridad: se reunían porciones de hombres y mujeres y salían a pasear por las calles, lo que se llamaba correr gallo, costumbre que se prestaba mucho para cometer delitos; esas turbas cantaban, bailaban, bebían y comían desordenadamente en las calles; la manía de bailar era tal, que las noches en que en México no había tres o cuatro diversiones, se consideraban muy tristes. Revillagigedo estableció cuerpos de guardia, llamados vivaques, en diversos lugares para auxiliar a los serenos; patrullas de infantería y dragones recorrían la ciudad, yendo a rendir su jornada en el principal: con este arreglo los crímenes disminuyeron y la seguridad pública comenzó.

     Había en México una costumbre de la que mucho se abusó: salían a la calle porción de beatas cubiertas enteramente con unos mantos que dando vuelta por delante, les llegaban hasta más debajo de la rodilla, por cuyo disfraz se hacían inconocibles; y validas de él, muchas delincuentes iban por las calles impunemente después de cometer locuras o devaneos, no faltando joven que en casa de alguna amiga tomara el manto y pasara por la calle delante d sus padres sin ser conocida. Revillagigedo cortó el abuso y las verdaderas beatas anduvieron con el rostro descubierto.

     Hasta 1789 cada individuo del pueblo de México se consideraba con derecho incuestionable para disponer de las calles como de cosa propia; donde había un derrame de agua menos sucia allí se formaba un lavadero y se ponía una cuerda para secar la ropa, atando los extremos de la cuerda de dos rejas bajas o estacas fijas en la pared, y distantes entre sí cuatro o seis varas, apoyando el centro en un palo, y para que el tendedero se mantuviera en la misma posición le colgaban una piedra de peso suficiente. Además, interrumpían el tránsito los muchos puestos de vendimias que había en la ciudad, y hasta los zapateros de viejo levantaban en la calle pequeños cuartos de estera o petate, en el sitio que les parecía y allí permanecían a pesar del disgusto de los vecinos.

     Los caballos domésticos eran atados a las rejas de las calles y las mulas de los coches salían a revolcarse en público, los cocheros lavaban los carruajes en medio de las calles y con agua inmunda y los rebaños de vacas recorrían las calles alimentándose con la basura.

     En todos los establecimientos de artesanos se usaban las calles para las jugaban necesarias, se veía a cada paso ya sombreros asoleándose, ya cordobanes que el zapatero sacaba con el mismo fin, o ya lumbradas calentando la cola que usaban los carpinteros. Todos los vecinos se consideraban con derecho para arrojar a la calle el agua sucia o lo que les estorbaba en la casa, teniendo que sufrir los transeúntes y originándose riñas a cada paso. Los males crecían considerablemente cuando llovía, acabando de dar el último colorido a este cuadro, la multitud de perros, que, sin pertenecer a nadie, vagaban por las calles, entraban a las casas a robar lo que podían para alimentarse y molestaban día y noche con perennes ladridos, mordiendo a quien desconocían. También vagaba por las calles multitud de cerdos que destruían el empedrado y removían los caños, con notorio perjuicio del público. El conde de Revillagigedo corrigió tanta irregularidad, tan sólo con hacer que los reglamentos de policía fueran observados; proporcionó aseo y seguridad; puso llaves a las cañerías para tomar el agua limpia; quitó los embarazos de las calles y hasta su venida permanecieron los tejados en las puertas que estaban cubiertas en su mayor parte por lienzos pintados a manera de telones, principalmente en las tiendas; arregló los mercados desterrando en gran manera los jacales rotos y desordenados; dejó enteramente libre el frente de Palacio; estableció varias plazas e hizo principal la del Volador , en la que desde luego hubo noventa y seis cajones exteriores de madera y otros tantos en el interior, además ochenta puestos y casillas movibles y en el centro una fuente de madera que solamente daba agua al que quería extraerla; a ese mercado concurrían diariamente un regidor y un diputado de ciudad, para examinar la calidad de los efectos y mediar en las discordias que aparecieran; hasta la hora de retreta permanecía abierto el mercado, bien iluminado y en seguida lo custodiaba una fuerza competente de seguridad pública.

     Reglamentos especiales corrigieron los abusos en la venta del pan y la carne; se compuso algo el interior del Palacio, que era visto como un mesón y en su mayor parte lóbrego; formó Revillagigedo el  sus bastos proyectos, que cada piedra de esta capital viene a ser un panegirista veraz del benéfico conde.

     Revillagigedo aseó el Palacio, lo iluminó e hizo componer y adornar las capillas alta y baja, las salas de Audiencia y Acuerdo, el Tribunal de cuentas y las piezas de las cajas reales. Dentro de Palacio había antes almuercerías y figones, y aunque entraban los coches de los ministros y particulares, parecía más bien mesón, pues las piezas interiores bajas, servían de bodegas para que los vendedores de la plaza encerraran sus vendimias y comistrajos y aún para dormir allí, porque las alquilaban como en los mesones. Por esto estaba aquel local siempre tan sucio y aún en los corredores había algo que apestaba constantemente, habiendo en las paredes mingitorios improvisados; solamente en una que otra pieza había elegancia; la sala de Audiencia estaba tapizada de terciopelo carmesí.

Los excesos eran públicamente de tal magnitud, que los Padres de la Profesa le pusieron cerco al atrio de la iglesia y taparon todas las cavidades que había en las basas del edificio y que mucho lo hermoseaban, tan sólo con el fin de cortar el mal.

     Las acequias estaban siempre azolvadas hasta el bordo, sin que corriera agua. Antes de que Revillagigedo estableciera el sistema de atarjeas, había en cada casa letrinas que de tiempo en tiempo se limpiaban con mucha molestia para el público. La acequia que pasaba por Sta. Isabel, puente del Mariscal, de Amaya y Misericordia, fue cegada en el gobierno de Revillagigedo, pues más que tener agua, la colmaban las basuras, cajetes rotos, y cuanto deshecho querían arrojar los vecinos, y la manera que tenían de limpiarlas consistía en extraer el lodo y colocarlo en la orilla, dejándolo allí. De esas y otras acequias se extraían constantemente ahogados, principalmente de los concurrentes a las tabernas y pulquerías cercanas, siendo de notar que en la fuerza de las aguas se anegaban las calles colindante de las acequias, tales como las de San Francisco, Coliseo, Espíritu Santo, la Palma y Chiquis, y también las de San Lorenzo, Misericordia y Sto. Domingo.

     En las fiestas de la Pascua de Espíritu santo, se despoblaba la capital para concurrir a San Agustín de las Cuevas, donde se jugaban gallos, cartas, se bailaba y se cometían locuras apenas concebibles. Para que los virreyes viesen las procesiones y paseos públicos, desde los balcones de Palacio y en cuatro grandes vigas clavadas en la calle, haciendo un feo conjunto y expuestos los curiosos a que el toldo, impulsado por el viento, arrancara alguna almena y la arrojara sobre ellos; por disposición de Revillagigedo se hizo un toldo de mejor tela y se afianzaba a la pared por medio de fierros y botalones de madera, en los que el toldo se colocaba con la mayor facilidad.

     Tenían obligación de hacer la enramada de la procesión de Corpus los indígenas de los alrededores de la capital, y como el trayecto que recorría era extenso, se perjudicaban grandemente esos indígenas, hasta que el benéfico virrey los eximió de tal obligación mandando hacer el toldo que durante muchos años continuó usándose. Tales fueron los cambios que en su policía y costumbres alcanzó la capital al terminar el siglo XVIII.

El siglo XIX

Considerada bajo su aspecto material, la México de hoy, está muy diferente de la reconstruida en la época de Hernán Cortés: las aguas del lago se han retirado considerablemente al Oriente y ahora descansa ya la capital en tierra firme; sus calzadas son caminos sólidos y donde bogaron canoas, hoy se siembra; los canales que cruzaba las calles han sido cegados y apenas subsiste el que conduce por las garitas de la Viga y San Lázaro el agua de la laguna de Chalco a la de Texcoco.

     Ninguna torre ha quedado en las casas que las tuvieron; han desaparecido las ventanas moriscas, las troneras y saeteras; los muros macizos carcomidos por el tiempo y ensalitrados, fueron derribados construyéndose casas de aspecto muy diferente conforme al gusto moderno y a las nuevas necesidades. Con el aumento de la población fue preciso disminuir la extensión de las habitaciones, aumentar los pisos y reducir el tamaño de los patios, suprimir las cuadras espaciosas, los jardines y los sembrados; la ciudad se ensancha, se ha desbordado sobre los barrios de los indios, desconoce los linderos de la antigua traza y avanza hacia el Poniente en busca del agua y de más benigno clima. Las ruinas han sido transformadas en nuevas habitaciones, las grandes cercas de han reducido en muchas partes y en su lugar se han levantado preciosos edificios.

     En tres siglos y medio, nada ha quedado en pie de lo antiguo, los edificios más fuertes y sólidos han sufrido modificaciones importantes. El sello de aquella época ha desaparecido en nuestra educación: las escuelas y colegios se establecían en los primeros siglos más bien para formar cristianos que científicos, y aún atendidas las circunstancias de la época, no puede menos que considerarse mezquina la educación recibida en los siglos XVI y XVII, en los que, por raro fenómeno, fueron precisamente planteados pensamientos de carácter grandioso, buscándose la utilidad, la solidez y la duración, según lo atestiguan los acueductos, la Catedral y el desagüe.

     En el siglo XIX han recibido gran impulso las escuelas y los colegios; al lado de la enseñanza antigua apareció la científica; los templos tienen decoraciones de buen gusto; no ha quedado ninguna traba para seguir las carreras literarias, la instrucción primaria se derrama en el pueblo y se procura que el saber pertenezca a todos; se fundan planteles para socorrer a los menesterosos; las artes reciben impulso; el comercio aumenta y la agricultura hace esfuerzos para salir de su abatimiento; mucho se ha adelantado en el servicio de las fondas y los hoteles; la frecuencia del trato con los extranjeros nos ha dado a conocer objetos nuevos para satisfacer las necesidades de la civilización; los cafés están con lujo; los medios de comunicación se multiplican; el telégrafo y el ferrocarril han venido a destruir las distancias.

     La capital de la República está, tomando por observatorio el del Palacio Nacional, situada a 19° 26´01´´ de latitud Norte y 6h 36m 26s de longitud Oeste referente al meridiano de Greewich. Sus calles están niveladas con respecto a un plano tangente inferior del Calendario Azteca o Piedra del Sol, colocado en la cara occidental de la torre que queda al Poniente de la Catedral y pueden verse en las esquinas de las calles las marcas que indican dicha nivelación.

     El terreno en que está situada la ciudad pertenece a los depósitos lacustres de la época cuaternaria, que descansa inmediatamente sobre una capa de arcilla terrosa comúnmente llamada barro o greda, debajo de la cual se encuentra otra de toba pomosa algo resistente y muy poco permeable y continúan sucesivamente varias de diversos materiales de acarreo.

     La superficie de la ciudad, comprendida dentro del dique de circunvalación, es de 1,968 hectáreas, 30 aras y 27 centiaras, superficie que equivale a 1,12 leguas cuadradas y el perímetro es de 20,429 metros o 4.87 leguas.

     La parte habitada de la ciudad, es poco menos que una legua cuadrada, teniendo un perímetro de 3.74 leguas; su extensión de Norte a Sur, de la garita de Peralvillo a la de la Candelaria, es de 4,900 metros o 1.17 leguas y de Oriente a Poniente, de San Lázaro a San Cosme, de 4,800 metros o 1.15 leguas, debiendo considerarse ya en ese sentido un cuarto de legua más de extensión, pues la ciudad crece rápidamente en el sentido del Poniente.

     La altura de México sobre el nivel del mar es de 2.266 metros treinta y cinco centímetros en la esquina norte de Palacio.

     La población de la capital se ha calculado hasta hoy en 300,000 habitantes; pero si se considera que ese censo le era señalado desde hace varios años y que a pesar de haberse aumentado considerablemente el número de habitaciones por la transformación de los conventos y por tanta nueva colonia, la necesidad de buscar habitaciones y el valor de arrendamientos son iguales o mayores que antes, no creo aventurado calcular que la población de la capital de la República sube a 350,000 habitantes, sin poderlo asegurar porque faltando padrones exactos, no se puede salir del terreno de las conjeturas; también fundo mi suposición en el censo que México tenía hace un siglo y en la relación que, según los cálculos de Humboldt, sigue el crecimiento de la población en México.

     El promedio de la cantidad de agua pluvial que anualmente recibe México es de 0.74 metros en la superficie que le corresponde. Los derrames interiores de la capital son conducidos por atarjeas y caños desaguadores a diversas zanjas que unen: por el lado del Norte a la zanja cuadrada que termina n el canal de San Lázaro; por el Sur van los derrames a otra parte de la misma zanja cuadrada que entra al canal de la  Viga, y por el Oriente, parte la más baja,  a cierta porción del citado canal de San Lázaro, que es el desagüe general de todos los desperdicios de la ciudad, conducidos a la laguna de Texcoco.

     Las atarjeas aún no se han logrado que dejen de estar azolvadas para que se mejore el estado higiénico de la capital; las plantas de las atarjeas no tienen un descenso constante; aún quedan calles con caños de derrame de poca profundidad y ningún declive y el fondo de muchas atarjeas está más bajo que el nivel del canal en que se pretendió que desfogaran.

     En la capital mueren anualmente ocho mil personas, por término medio.

El Valle de México está situado en el centro de la cordillera de Anáhuac y en el flanco de dos montañas porfídicas y basálticas que se extienden de Sureste a Noreste. La extensión del Valle es de 244.5 leguas cuadradas, ocupando los lagos una décima parte de la superficie.

     Con el trascurso del tiempo los lagos se han retirado de la capital, estando los lindes del de Texcoco a legua y media y los del de Chalco a tres leguas, lo que prueba que las aguas del lago de Texcoco han disminuido, atribuyéndose tal circunstancia a las aberturas que han producido los temblores.

     En los alrededores de la capital, a medida que han disminuido el agua y la humedad, han aumentado las eflorescencias tequesquitosas; en un tiempo los barrios de San Juan y Sta. Cruz, fueron célebres por la frondosidad de sus jardines; pero después se han convertido en estériles llanuras.

     Al comenzar el siglo XIS, dijo el sabio barón de Humboldt en las siguientes frases:

“Por un concurso de circunstancias poco comunes, he visitado sucesivamente y en corto espacio de tiempo Lima, México, Filadelfia, Washington, París, Roma, Nápoles y muchas grandes ciudades de la Alemania. Comparando las diversas impresiones que en el espíritu se han sucedido, se está en oportunidad de rectificar alguna opinión emitida ligeramente. A pesar de las comparaciones que en muchos puntos podrían ser desventajosas para México, esta ciudad ha dejado en mí un recuerdo de grandeza, que atribuyo principalmente al aspecto del sitio en que está edificada y a la naturaleza que la rodea.”



[1] Rivera Cambas, Manuel, México Pintoresco, Artístico y Monumental, México, Editorial del Valle de México, S.A. de C.V., 1972, pp.III-XXXV.

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