MÉXICO
A
TRAVÉS DE LOS SIGLOS[1]
Capit.
2
El
siglo XVII
Seguiremos a grandes
rasgos, el crecimiento que alcanzó México en el siglo siguiente al de la
conquista, porque el desarrollo principal lo obtuvo la que es hoy capital de la
República en los primeros treinta años de su reconstrucción.
Había ido aumentando la población
española, de manera que en los primeros años de este siglo, se contaban ya
siete mil españoles, y había ocho mil indígenas solamente en Tlatelolco. El
sitio en que estuvieron las casas reales de Moctezuma y el templo mayor, eran
ya un notable centro de grande importancia, todo de vecinos españoles, pues los
indígenas habían formado barrios por los cuatro vientos, constituyendo una
especie de red, dentro de la cual estaba la población española.
Por sus principales calles podían
atravesar hasta diez jinetes de frente, y ya había aumentado el número de casas
de altos, todas de cal y canto con ventanas rasgadas, balcones y rejas de
hierro de preciosos dibujos y trabajadas con esmero. Se notaba desde entonces,
que las calles eran derechas y no tenían ancones, ni vueltas o vericuetos como
la mayor parte de las principales de Europa, y también llamaba la atención lo
bien orientadas que estaban de Norte a Sur y de Poniente a Oriente.
Por las acequias había crecido el tráfico
entre la capital y los pueblos circunvecinos, enorme era el número de canoas
que atravesaban la plaza por frente a la diputación, conduciendo trigo, maíz y
frutas, leña, yerbas y legumbres.
Había de particular que los oficios
mecánicos estaban repartidos por calles de las que aún se conservan ciertos
nombres, como las de Plateros, que son hoy de las más concurridas. Las tres
plazas principales estaban a continuación una de otra: hacia el Sur de la Mayor
se veía la del Volador o de las Escuelas y hacia el Norte la del Marqués, dando
salida para esta la puerta del Perdón, de la Catedral. En la plaza de las
Escuelas estaban situadas varias de éstas, y en ella se verificaba el mercado
de los indígenas para que estuvieran separados de los mercaderes españoles.
Todavía al principio del siglo XVIII la
Catedral estaba situada en el mismo lugar en que estuvo el templo mayor de los
mexicanos. En cuarenta iglesias que ya tenía México, se celebraban diariamente
unas quinientas misas.
El mercado de Santiago Tlatelolco se había
pasado al de San Juan; pero no se había logrado apartar la concurrencia del
antiguo mercado de los tlatelolcas, y por las tardes se reunían allí
comerciantes del barrio y los alrededores. Hoy causa tristeza pasar por las
callejuelas despobladas y miserables de aquel barrio de Tlatelolco, cuyo
decaimiento se había iniciado desde principios del siglo XVII. Otro mercado que
en esa época era ya de renombre, fue el de San Hipólito, en el que los miércoles
y los jueves se reunían los vendedores y compradores que de muy distantes
lugares concurrían a ese tianguis. Cerca de él y más al
Oriente, se veía la Alameda, plantada por Don Luís de Velasco, el segundo de
este nombre, para adornar la ciudad la primera vez que gobernó; en el centro de
la Alameda había una hermosa fuente y otras de menos vista en los demás cuadros
de ese mismo paseo. En los días de la semana en que se pasaba el mercado a San
Hipólito, no lo había en el de San Juan. A la mitad del día era la mayor fuerza
la del movimiento en las plazas y concluía al llegar la noche.
Además de la Catedral había, dos
parroquias, trece conventos de religiosos de todas las órdenes y otros trece de
monjas, seis hospitales, entre ellos el de bubas y el del Marqués, construido
éste para que en él fueran enterrados los restos del que lo fundaba; un
hospicio de los Desamparados, en el cual eran recibidos por un torno los niños
que carecían de padres y había nodrizas para que los criaran; este asilo estaba
entonces bajo la dirección de los hermanos de San Juan de Dios. Al hospital de
convalecientes acudían los españoles pobres que llegaban de España u otros
puntos y próxima a él estaba la casa de locos. En el hospital real de indios eran curados todos los de esta raza, y tenían
sus capellanes, médicos y asistentes. Existían además el colegio de San Juan de
Letrán, destinado al principio para educar a los niños pobres e hijos de
españoles habidos en indias; el colegio de niñas, fundado con el mismo
designio, en el que también había niñas nobles en la época a que nos referimos
en esta narración, saliendo de allí para casarse o darles estado. Estos dos
colegios, el uno al Poniente y el otro al Oriente de San Francisco, fueron
edificados por disposición de los frailes de esta orden.
En el tiempo que llevaban ya de poseer a
México los españoles, en cerca de un siglo, había aumentado hasta cinco el
número de las calzadas, por las cuales se comunicaba la capital con la tierra
firme; la una iba hacia el Interior, pasando por Cuautitlán, carretera que
conducía a Zacatecas, cuyas minas eran ya célebres por la abundancia de plata
que producían; otra había sido formada para traer el agua de Chapultepec y se
estaba concluyendo la que se llamó de la Piedad. El agua de Sta. Fe llegaba a
México por arcos de cal y canto, como la de Chapultepec, que corría hasta la
plaza de san Juan, en medio de la cual había una hermosa fuente.
El aspecto de México mejoraba
notablemente, a consecuencia del desarrollo que en la práctica iban alcanzando
las leyes. Las parroquias de los pueblos se iban repartiendo entre los
franciscanos, dominicos y agustinos; los indígenas que vivían en ranchos
aislados, pasaron a formar congregaciones y por lo tanto fueron inscritos en
los padrones; la conquista tomaba fuerza de la civilización cristiana, que se
extendía con las predicaciones que prometían el cielo a la raza perseguida, la
tranquilidad que no encontraba en la tierra.
Apenas transcurridos noventa años de
consumada la conquista, ya Veracruz y Acapulco eran emporios célebres de
comercio, que crecía a medida que las conquistas llegaba a nuevas regiones y
que la minería y la agricultura tomaban incremento.
Al concluir el siglo XVII, habían formado
su paseo favorito los virreyes, en el bosque de Chapultepec, y era muy notable
la concurrencia de romeros a la ermita de la virgen de Guadalupe, situada en la
falda del Tepeyac, y cuya iglesia ya se había engrandecido por la devoción del
Arzobispo Don Juan Pérez de la Serna. Tres acequias principales habían quedado
en la capital: la que corría por el costado de Palacio y atravesando por el
convento de San Francisco iba hacia Sta. María la Redonda, la que pasando por
el barrio de Monserrate corría por detrás del convento de Regina y las
Carnicerías, siendo la tercera la que pasaba por el hospital de la Concepción,
fundado por el primer marqués del Valle.
Mucho había mejorado el aspecto de México
por los esfuerzos del marqués de Guadalcázar, en cuya administración fueron
empedradas gran número de calles. En todas las plazas, cementerios, colegios y
hospitales y en muchas casas particulares, se habían construido fuentes
surtidas con agua de Chapultepec, Sta. Fe y Atzcapotzalco; pero los arrabales
no perdían el aspecto sucio y miserable, continuando los indígenas en sus
chozas de adobes cercadas de cañas y a orillas de las acequias. Los alrededores
de México eran muy amenos, porque las alturas que lo rodean estaban pobladas de
pinos, cipreses y cedros.
El desarrollo de la capital se
detuvo en varias ocasiones por los males que causaban las pestes y el hambre:
el Matlazahuatl
hacía de tiempo en tiempo estragos horrorosos, durante alguna vez la
epidemia hasta dos años. A este azote seguía el hambre por falta de brazos para
las labores del campo, sin que para nada influyeran en corregir el mal las
disposiciones gubernativas, como la que eximió del tributo a la raza indígena.
Tenía México en el siglo XVII un tinte
particular de nobleza, pues era tan grande el número de personas nobles, que no
había calle en la que dejaran de contarse varias familias de rango principal.
También era de notarse que todas las dignidades de la Catedral fueron
individuos graduados en dos o tres facultades. Florecían ya en México las
letras en todas las facultades, como en cualquier ciudad europea, habiendo en
la Universidad cátedras bien pagadas y servidas por doctos profesores, a las
que acudía de toda la Nueva España, la juventud que deseaba acercarse a las
fuentes del saber.
Entre las costumbres de entonces,
resaltaba la de vestirse lo más elegantemente posible los domingos, muchos
plebeyos superaban a los nobles que, en su pobreza, apenas podían con el peso
de sus obligaciones; al tratar este asunto el historiador Torquemada, se
expresa así:
“Yo no lo refiero sino para decir la
generalidad de la abundancia de esta ciudad sobre las demás; porque en esotras
de España, y en otras tierras, producen las cosas de sus principios conocidos,
y el oficial es oficial, y el caballero caballero; y por esta razón es conocido
el oficial, también el día de fiesta como entre semana, y en esta ciudad de
México, no; porque como decimos, saca tanta seda, oro y plata, el oficial, como
el muy rico caballero.”
La obra del desagüe comenzada n 1607, de
gran provecho para la seguridad de México, aunque no se había perfeccionado, y
no se podía dar por concluida, era sin embargo de grande importancia a mitad
del siglo, porque quitaba a la laguna en que fue reedificada México, gran parte
de las aguas que antes ocasionaban las inundaciones; se habían gastado en ella
seis millones de pesos y los trabajos contaban cerca de cincuenta años,
empleándose constantemente de quinientos a mil peones; pero ya se pretendía que
las obras fueran todas a “tajo abierto”, no habiendo producido buen resultado
el sistema de “socavones”.
En ese siglo, por los años de 1629 y 1630,
hubo una terrible inundación, y tan grande fue el estrago por ella causado, que
se trató de trasladar la capital hacia el Poniente; pro habiéndose hecho el
avalúo, se encontró ya conque solamente los edificios valían más de cuarenta
millones de pesos.
La Catedral, aunque no concluida en el
último tercio del siglo XVII, servía ya para el culto divino, usando las
capillas de los lados; cinco parroquias de indios y dos de españoles, apenas
bastaban para la administración de los sacramentos. A México concurrían no
solamente los negociantes de los cuarenta reales de minas, cuya plata refluía a
la capital, sino también todos los comerciantes que hacían compras en las
ferias anuales de las flotas que venían de España y Filipinas.
Algunas mejoras había tenido la
Universidad hermoseada con la plaza que estaba a su frente; entre los edificios
públicos se distinguían Sto. Domingo, el convento de Jesús María, iglesia
fabricada con piedra de cantería y cuyas religiosas eran capellanas del Rey;
San Juan de Letrán que gozaba de muchas indulgencias del de Roma; el seminario
de San Ildefonso con el título de real patronato, y los colegios de Cristus y
Santos. La religión de San Francisco tenía cuatro conventos en la capital,
sirviendo sus iglesias de parroquias; San Agustín cuatro casas con iglesias; la
Merced dos; el Carmen uno y los padres de San Benito una iglesia y el hospicio.
La Compañía de Jesús contaba con la casa Profesa, otra de noviciados y dos
seminarios; los juaninos tenían su convento e iglesia de precioso aspecto y los
hipolitanos también tenían su casa y guardaban observancia religiosa, habiendo
además tres hospitales de notable importancia.
Al concluir el siglo XVII, quince
conventos de monjas, y también como casa religiosa, el colegio de niñas de
familias principales. La mayor parte de los edificios iban perdiendo su belleza
arquitectónica, a consecuencia del ascenso que se iba dando a las calles para
contrariar las inundaciones, pero los templos tenían retablos, imágenes y vasos
sagrados que podían presentarse entre los más lucidos de la cristiandad.
Los
escándalos
y hechos tiránicos ocurridos en la capital en el siglo anterior, es verdad que
no se reprodujeron, pero otros sucesos alteraron la tranquilidad, en cuyo seno
marchaba México al progreso y al adelanto. Uno de estos fue el ocasionado por
la sublevación de treinta y tres esclavos africanos de los que en gran cantidad
habían sido traídos a México desde los primeros años de la conquista.
El número de negros esclavos había crecido
al comenzar el siglo XVII, al grado que no había en la capital y en ciertas
Provincias, familia acomodada que no los tuviera a su servicio. Esto exasperó
los ánimos y muchos se tiraron al monte y se sublevaron.
Para calmar los ánimos y acobardar a los
negros, la Audiencia hizo un ejemplar ruidoso, presenciando la capital una de
las más espantosas ejecuciones de que haya memoria, pues veintinueve negros y
cuatro negras fueron ahorcados en un solo día, y a la misma hora, en la Plaza
Mayor, ante un inmenso gentío. Después el hacha separó las cabezas de los
troncos y fueron fijadas en picotas en la Plaza Mayor.
La
calle de Don Juan Manuel fue una de las más
notables de ese siglo por la impresión de terror que dejó en los ánimos. Se
dijo que todas las noches se encontraba en dicha calle uno o algunos cadáveres,
fruto de misteriosos asesinatos cometidos por aquel célebre personaje.
D. Juan Manuel, que ha llegado a ser un
individuo legendario, vivía retraído, entraba al Palacio del virrey por la
noche, entre las tinieblas y a semejanza de una sombra, pero nadie le veía
salir; se le atribuían virtudes y defectos, calificándole de caritativo y
celoso, pero siempre permanecía envuelto en el misterio y a los celos se
achacan los asesinatos de que le hacen responsable las crónicas, asegurando
éstas que diariamente aparecía por lo menos un cadáver, en la famosa calle de D.
Juan Manuel, quien acabó sus días en la horca, en la noche, de una manera
repentina, atribuyéndose tal circunstancia
a que el virrey quiso evitar el escándalo de un juicio criminal contra
un noble, amigo suyo.
El
Tapado, sobrenombre que llevó D. Antonio de Benavides, fue
otro personaje que causó intranquilidad en la capital durante algún tiempo. Se
presentó en calidad de Visitador, poco antes de que los piratas acaudillados
por Lorencillo, dieron a Veracruz. El Visitador fue preso en Puebla y tanto se
habló de las causas de este paso y de los motivos que determinaron al virrey y
a la Audiencia a darlo, que en el público, por la misteriosa conducta que daba
este Benavides, se le comenzó a llamar el Tapado. Hizo mucho efecto en la
imaginación del pueblo, que el preso entrara a la capital al oscurecer, entre
alguaciles, embozado en una gran capa negra y montado en una mula, y que fuera
encerrado en un calabozo, cosignándolo a la sala del crimen para que lo
juzgara. El Tapado, no queriendo declarar cosa alguna, fue sujetado al tormento
que no le arrancó ni una sola palabra de confesión. Aún duró en la prisión más
de un año, y al fin fue ahorcado el 14 de julio de 1684; el verdugo le cortó
las manos y la cabeza, clavó una de esas en la horca y la otra fue puesta en un
cajón con la cabeza, enviándolas a Puebla. Nada más se supo del misterioso
personaje, ni cuál fue el crimen que pagó con la vida.
Fin
capítulo 2.
[1]
Rivera Cambas, Manuel, México Pintoresco,
Artístico y Monumental, México, Editorial del Valle de México, S.A. de
C.V., 1972, pp.III-XXXV.
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