viernes, 24 de noviembre de 2017

MÉXICO
A TRAVÉS DE LOS SIGLOS[1]
Capit. 2

El siglo XVII

Seguiremos a grandes rasgos, el crecimiento que alcanzó México en el siglo siguiente al de la conquista, porque el desarrollo principal lo obtuvo la que es hoy capital de la República en los primeros treinta años de su reconstrucción.

     Había ido aumentando la población española, de manera que en los primeros años de este siglo, se contaban ya siete mil españoles, y había ocho mil indígenas solamente en Tlatelolco. El sitio en que estuvieron las casas reales de Moctezuma y el templo mayor, eran ya un notable centro de grande importancia, todo de vecinos españoles, pues los indígenas habían formado barrios por los cuatro vientos, constituyendo una especie de red, dentro de la cual estaba la población española. 

     Por sus principales calles podían atravesar hasta diez jinetes de frente, y ya había aumentado el número de casas de altos, todas de cal y canto con ventanas rasgadas, balcones y rejas de hierro de preciosos dibujos y trabajadas con esmero. Se notaba desde entonces, que las calles eran derechas y no tenían ancones, ni vueltas o vericuetos como la mayor parte de las principales de Europa, y también llamaba la atención lo bien orientadas que estaban de Norte a Sur y de Poniente a Oriente.

     Por las acequias había crecido el tráfico entre la capital y los pueblos circunvecinos, enorme era el número de canoas que atravesaban la plaza por frente a la diputación, conduciendo trigo, maíz y frutas, leña, yerbas y legumbres.

     Había de particular que los oficios mecánicos estaban repartidos por calles de las que aún se conservan ciertos nombres, como las de Plateros, que son hoy de las más concurridas. Las tres plazas principales estaban a continuación una de otra: hacia el Sur de la Mayor se veía la del Volador o de las Escuelas y hacia el Norte la del Marqués, dando salida para esta la puerta del Perdón, de la Catedral. En la plaza de las Escuelas estaban situadas varias de éstas, y en ella se verificaba el mercado de los indígenas para que estuvieran separados de los mercaderes españoles.

     Todavía al principio del siglo XVIII la Catedral estaba situada en el mismo lugar en que estuvo el templo mayor de los mexicanos. En cuarenta iglesias que ya tenía México, se celebraban diariamente unas quinientas misas.

     El mercado de Santiago Tlatelolco se había pasado al de San Juan; pero no se había logrado apartar la concurrencia del antiguo mercado de los tlatelolcas, y por las tardes se reunían allí comerciantes del barrio y los alrededores. Hoy causa tristeza pasar por las callejuelas despobladas y miserables de aquel barrio de Tlatelolco, cuyo decaimiento se había iniciado desde principios del siglo XVII. Otro mercado que en esa época era ya de renombre, fue el de San Hipólito, en el que los miércoles y los jueves se reunían los vendedores y compradores que de muy distantes lugares concurrían a ese tianguis. Cerca de él y más al Oriente, se veía la Alameda, plantada por Don Luís de Velasco, el segundo de este nombre, para adornar la ciudad la primera vez que gobernó; en el centro de la Alameda había una hermosa fuente y otras de menos vista en los demás cuadros de ese mismo paseo. En los días de la semana en que se pasaba el mercado a San Hipólito, no lo había en el de San Juan. A la mitad del día era la mayor fuerza la del movimiento en las plazas y concluía al llegar la noche.

     Además de la Catedral había, dos parroquias, trece conventos de religiosos de todas las órdenes y otros trece de monjas, seis hospitales, entre ellos el de bubas y el del Marqués, construido éste para que en él fueran enterrados los restos del que lo fundaba; un hospicio de los Desamparados, en el cual eran recibidos por un torno los niños que carecían de padres y había nodrizas para que los criaran; este asilo estaba entonces bajo la dirección de los hermanos de San Juan de Dios. Al hospital de convalecientes acudían los españoles pobres que llegaban de España u otros puntos y próxima a él estaba la casa de locos. En el hospital real de indios  eran curados todos los de esta raza, y tenían sus capellanes, médicos y asistentes. Existían además el colegio de San Juan de Letrán, destinado al principio para educar a los niños pobres e hijos de españoles habidos en indias; el colegio de niñas, fundado con el mismo designio, en el que también había niñas nobles en la época a que nos referimos en esta narración, saliendo de allí para casarse o darles estado. Estos dos colegios, el uno al Poniente y el otro al Oriente de San Francisco, fueron edificados por disposición de los frailes de esta orden.

     En el tiempo que llevaban ya de poseer a México los españoles, en cerca de un siglo, había aumentado hasta cinco el número de las calzadas, por las cuales se comunicaba la capital con la tierra firme; la una iba hacia el Interior, pasando por Cuautitlán, carretera que conducía a Zacatecas, cuyas minas eran ya célebres por la abundancia de plata que producían; otra había sido formada para traer el agua de Chapultepec y se estaba concluyendo la que se llamó de la Piedad. El agua de Sta. Fe llegaba a México por arcos de cal y canto, como la de Chapultepec, que corría hasta la plaza de san Juan, en medio de la cual había una hermosa fuente.

     El aspecto de México mejoraba notablemente, a consecuencia del desarrollo que en la práctica iban alcanzando las leyes. Las parroquias de los pueblos se iban repartiendo entre los franciscanos, dominicos y agustinos; los indígenas que vivían en ranchos aislados, pasaron a formar congregaciones y por lo tanto fueron inscritos en los padrones; la conquista tomaba fuerza de la civilización cristiana, que se extendía con las predicaciones que prometían el cielo a la raza perseguida, la tranquilidad que no encontraba en la tierra.

     Apenas transcurridos noventa años de consumada la conquista, ya Veracruz y Acapulco eran emporios célebres de comercio, que crecía a medida que las conquistas llegaba a nuevas regiones y que la minería y la agricultura tomaban incremento.

     Al concluir el siglo XVII, habían formado su paseo favorito los virreyes, en el bosque de Chapultepec, y era muy notable la concurrencia de romeros a la ermita de la virgen de Guadalupe, situada en la falda del Tepeyac, y cuya iglesia ya se había engrandecido por la devoción del Arzobispo Don Juan Pérez de la Serna. Tres acequias principales habían quedado en la capital: la que corría por el costado de Palacio y atravesando por el convento de San Francisco iba hacia Sta. María la Redonda, la que pasando por el barrio de Monserrate corría por detrás del convento de Regina y las Carnicerías, siendo la tercera la que pasaba por el hospital de la Concepción, fundado por el primer marqués del Valle.

     Mucho había mejorado el aspecto de México por los esfuerzos del marqués de Guadalcázar, en cuya administración fueron empedradas gran número de calles. En todas las plazas, cementerios, colegios y hospitales y en muchas casas particulares, se habían construido fuentes surtidas con agua de Chapultepec, Sta. Fe y Atzcapotzalco; pero los arrabales no perdían el aspecto sucio y miserable, continuando los indígenas en sus chozas de adobes cercadas de cañas y a orillas de las acequias. Los alrededores de México eran muy amenos, porque las alturas que lo rodean estaban pobladas de pinos, cipreses y cedros.

     El desarrollo de la capital se detuvo en varias ocasiones por los males que causaban las pestes y el hambre: el Matlazahuatl hacía de tiempo en tiempo estragos horrorosos, durante alguna vez la epidemia hasta dos años. A este azote seguía el hambre por falta de brazos para las labores del campo, sin que para nada influyeran en corregir el mal las disposiciones gubernativas, como la que eximió del tributo a la raza indígena.

     Tenía México en el siglo XVII un tinte particular de nobleza, pues era tan grande el número de personas nobles, que no había calle en la que dejaran de contarse varias familias de rango principal. También era de notarse que todas las dignidades de la Catedral fueron individuos graduados en dos o tres facultades. Florecían ya en México las letras en todas las facultades, como en cualquier ciudad europea, habiendo en la Universidad cátedras bien pagadas y servidas por doctos profesores, a las que acudía de toda la Nueva España, la juventud que deseaba acercarse a las fuentes del saber.

     Entre las costumbres de entonces, resaltaba la de vestirse lo más elegantemente posible los domingos, muchos plebeyos superaban a los nobles que, en su pobreza, apenas podían con el peso de sus obligaciones; al tratar este asunto el historiador Torquemada, se expresa así:

Yo no lo refiero sino para decir la generalidad de la abundancia de esta ciudad sobre las demás; porque en esotras de España, y en otras tierras, producen las cosas de sus principios conocidos, y el oficial es oficial, y el caballero caballero; y por esta razón es conocido el oficial, también el día de fiesta como entre semana, y en esta ciudad de México, no; porque como decimos, saca tanta seda, oro y plata, el oficial, como el muy rico caballero.”

     La obra del desagüe comenzada n 1607, de gran provecho para la seguridad de México, aunque no se había perfeccionado, y no se podía dar por concluida, era sin embargo de grande importancia a mitad del siglo, porque quitaba a la laguna en que fue reedificada México, gran parte de las aguas que antes ocasionaban las inundaciones; se habían gastado en ella seis millones de pesos y los trabajos contaban cerca de cincuenta años, empleándose constantemente de quinientos a mil peones; pero ya se pretendía que las obras fueran todas a “tajo abierto”, no habiendo producido buen resultado el sistema de “socavones”.

     En ese siglo, por los años de 1629 y 1630, hubo una terrible inundación, y tan grande fue el estrago por ella causado, que se trató de trasladar la capital hacia el Poniente; pro habiéndose hecho el avalúo, se encontró ya conque solamente los edificios valían más de cuarenta millones de pesos.

     La Catedral, aunque no concluida en el último tercio del siglo XVII, servía ya para el culto divino, usando las capillas de los lados; cinco parroquias de indios y dos de españoles, apenas bastaban para la administración de los sacramentos. A México concurrían no solamente los negociantes de los cuarenta reales de minas, cuya plata refluía a la capital, sino también todos los comerciantes que hacían compras en las ferias anuales de las flotas que venían de España y Filipinas.

     Algunas mejoras había tenido la Universidad hermoseada con la plaza que estaba a su frente; entre los edificios públicos se distinguían Sto. Domingo, el convento de Jesús María, iglesia fabricada con piedra de cantería y cuyas religiosas eran capellanas del Rey; San Juan de Letrán que gozaba de muchas indulgencias del de Roma; el seminario de San Ildefonso con el título de real patronato, y los colegios de Cristus y Santos. La religión de San Francisco tenía cuatro conventos en la capital, sirviendo sus iglesias de parroquias; San Agustín cuatro casas con iglesias; la Merced dos; el Carmen uno y los padres de San Benito una iglesia y el hospicio. La Compañía de Jesús contaba con la casa Profesa, otra de noviciados y dos seminarios; los juaninos tenían su convento e iglesia de precioso aspecto y los hipolitanos también tenían su casa y guardaban observancia religiosa, habiendo además tres hospitales de notable importancia.

     Al concluir el siglo XVII, quince conventos de monjas, y también como casa religiosa, el colegio de niñas de familias principales. La mayor parte de los edificios iban perdiendo su belleza arquitectónica, a consecuencia del ascenso que se iba dando a las calles para contrariar las inundaciones, pero los templos tenían retablos, imágenes y vasos sagrados que podían presentarse entre los más lucidos de la cristiandad.

Los escándalos y hechos tiránicos ocurridos en la capital en el siglo anterior, es verdad que no se reprodujeron, pero otros sucesos alteraron la tranquilidad, en cuyo seno marchaba México al progreso y al adelanto. Uno de estos fue el ocasionado por la sublevación de treinta y tres esclavos africanos de los que en gran cantidad habían sido traídos a México desde los primeros años de la conquista.

     El número de negros esclavos había crecido al comenzar el siglo XVII, al grado que no había en la capital y en ciertas Provincias, familia acomodada que no los tuviera a su servicio. Esto exasperó los ánimos y muchos se tiraron al monte y se sublevaron.

     Para calmar los ánimos y acobardar a los negros, la Audiencia hizo un ejemplar ruidoso, presenciando la capital una de las más espantosas ejecuciones de que haya memoria, pues veintinueve negros y cuatro negras fueron ahorcados en un solo día, y a la misma hora, en la Plaza Mayor, ante un inmenso gentío. Después el hacha separó las cabezas de los troncos y fueron fijadas en picotas en la Plaza Mayor.

La  calle de Don Juan Manuel fue una de las más notables de ese siglo por la impresión de terror que dejó en los ánimos. Se dijo que todas las noches se encontraba en dicha calle uno o algunos cadáveres, fruto de misteriosos asesinatos cometidos por aquel célebre personaje.

     D. Juan Manuel, que ha llegado a ser un individuo legendario, vivía retraído, entraba al Palacio del virrey por la noche, entre las tinieblas y a semejanza de una sombra, pero nadie le veía salir; se le atribuían virtudes y defectos, calificándole de caritativo y celoso, pero siempre permanecía envuelto en el misterio y a los celos se achacan los asesinatos de que le hacen responsable las crónicas, asegurando éstas que diariamente aparecía por lo menos un cadáver, en la famosa calle de D. Juan Manuel, quien acabó sus días en la horca, en la noche, de una manera repentina, atribuyéndose tal circunstancia  a que el virrey quiso evitar el escándalo de un juicio criminal contra un noble, amigo suyo.

El Tapado, sobrenombre que llevó D. Antonio de Benavides, fue otro personaje que causó intranquilidad en la capital durante algún tiempo. Se presentó en calidad de Visitador, poco antes de que los piratas acaudillados por Lorencillo, dieron a Veracruz. El Visitador fue preso en Puebla y tanto se habló de las causas de este paso y de los motivos que determinaron al virrey y a la Audiencia a darlo, que en el público, por la misteriosa conducta que daba este Benavides, se le comenzó a llamar el Tapado. Hizo mucho efecto en la imaginación del pueblo, que el preso entrara a la capital al oscurecer, entre alguaciles, embozado en una gran capa negra y montado en una mula, y que fuera encerrado en un calabozo, cosignándolo a la sala del crimen para que lo juzgara. El Tapado, no queriendo declarar cosa alguna, fue sujetado al tormento que no le arrancó ni una sola palabra de confesión. Aún duró en la prisión más de un año, y al fin fue ahorcado el 14 de julio de 1684; el verdugo le cortó las manos y la cabeza, clavó una de esas en la horca y la otra fue puesta en un cajón con la cabeza, enviándolas a Puebla. Nada más se supo del misterioso personaje, ni cuál fue el crimen que pagó con la vida.

Fin capítulo 2.



[1] Rivera Cambas, Manuel, México Pintoresco, Artístico y Monumental, México, Editorial del Valle de México, S.A. de C.V., 1972, pp.III-XXXV.

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