viernes, 24 de noviembre de 2017

MÉXICO A TRAVÉS DE LOS SIGLOS

MÉXICO
A TRAVÉS DE LOS SIGLOS[1]
Capit. 1

Treinta años después de la Conquista
México, nuestra capital, que pudo ser  levantada en terreno firme, fue reedificada en el sitio pantanoso en que estuvo antes de la conquista, porque proporcionaba facilidad para la defensa, y eran las lagunas el mejor dique que se podía oponer a las agresiones y al espíritu borrascoso de los indígenas y aun de los mismos conquistadores.

     La México gentílica comprendía dos ciudades: Tenochtitlan y Tlatelolco, monarquías separadas en un tiempo, pero después, dominada la segunda por la primera y habiendo crecido excesivamente el número de vecinos en ambas, quedaron reunidas y confundidas en una sola, arruinada durante el sitio que le puso Cortés para enseñorearse del Anáhuac.

     A la caída del último emperador mexicano, Cuauhtemotzin, dudaron los conquistadores acerca de si convendría reedificar la México vencida, o si convendría más situar la capital en otro sitio, y tanto duró la vacilación, que Coyoacán fue la residencia de Cortés, de sus capitanes y del Ayuntamiento, durante más de dos años.

     Quedó reedificada la nueva México en el fondo de un valle circular, rodeado de montañas, cuyo perímetro pasa de sesenta leguas, recibiendo vertientes constantes que desprendidas de los flancos del Popocatepetl y el Ixtlacihuatl, volcanes coronados con nieves eternas, van a reunirse en el fondo del valle, sujetando a México a peligros que han demandado enormes gastos. El terreno en que estuvo la ciudad conquistada fue repartido entre los vencedores y los que solicitaron ser vecinos.

     Las ruina de la México gentílica, en los primeros años de la conquista, representaban tres siglos de vida activa y laboriosa; los mexicanos la habían fundado en el año de 1327, cuando el imperio chichimeca crujía sobre sus bases y ya se derrumbaba.

     Desde Tenuchzin, primer jefe azteca, hasta Moctezuma II, el más caracterizado de la nación brava y conquistadora de los mexicanos, creció en opulencia la ciudad del Águila sobre el Nopal, la Tenochtitlan, y se hizo digna de la admiración de todos los pueblos del Anáhuac.

     México había sujetado a su poder a pueblos tan altivos como los Tultecas, Chichimecas y Aculhuas, pero la grandeza de la capital descendió desde la muerte del gran Moctezuma, cuyo sucesores fueron de ánimo apocado y el destino los condujo a la fatalidad, hasta perder la herencia adquirida con tanto esfuerzo por sus antepasados, a quienes por largo tiempo iluminó el sol de la fortuna.

     De los muchos templos que poseía la ciudad gentílica, no quedó ni el menor rastro en la ciudad de México, y el de Huitzilopochtli, el más frecuentado y célebre por las bárbaras ceremonias, dedicado a la sanguinaria deidad de la guerra.

     El 13 de agosto de 1521 puso término a las prácticas gentílicas, cambió radicalmente la faz de México y con el cristianismo fueron arrojadas en esta parte del continente americano, las primeras semillas de la civilización europea, madre fecunda que entre tanto fruto bueno no ha dejado de producir algo malo.

     Antes de concluir el siglo de la conquista, ya no había quedado en México ni la menor señal de lo que había sido bajo el gobierno de los reyes aztecas, tanto por lo suntuoso de sus edificios, como por la extensión de sus recintos.

     La nueva ciudad fue trazada conforme a un plan determinado; el cuadro abrazaba por el Oriente la calle de la Santísima, al Sur la de San Gerónimo, al Norte Sto. Domingo y Sta. Isabel al Poniente, formando aproximadamente, un paralelogramo cuyos lados pasaban por esos lados. En las nuevas calles se formaron acequias, sobre las cuales fueron colocados puentes que dieron nombre a las calles, y varias acequias antiguas quedaron cegadas con los escombros de la ciudad vencida. Se llamaron calles del Agua, aquellas por las cuales pasaban las nuevas acequias.

     Los suburbios fueron designados barrios de los indígenas, hacía el Norte en Santiago Tlatelolco y hacía el Poniente en San José y San Juan; fuera de la traza todas las calles se formaron  torcidas e irregulares, que fácilmente se puede distinguir hoy, hasta donde llegaba el cuadro.

     Cualquiera que hubiera visitado hace tres siglos y medio la ciudad que hoy es capital de la República, no podría haberse figurado, que hoy estuviéramos en tan diversa situación.

     La calle de Tacuba era en 1552 una extensa avenida empedrada, larga y ancha, teniendo en el medio un canal con el agua corriente; en ambos lados se habían levantado casas alineadas y en orden, construidas a todo costo por vecinos nobles; esa calle de Tacuba que se extendía desde la plaza hasta la ermita de San Hipólito, se debe considerar como la calle más antigua de la capital, y está dividida en varias que toman distintos nombres.

     Las casas que se levantaron no eran altas en general; tenían dinteles de piedra y sobre cada puerta se veía el escudo de armas de los dueños; en las cornisas de los techos asomaban canales de madera o barro por las que caía a la calle el agua llovediza.

     Había entre aquellas, en la misma calle de Tacuba y esquina del Empedradillo, un edificio elevado y más fuerte que los demás, con tiendas en la parte baja, y ese edificio sirvió para Palacio de la Audiencia y los primeros virreyes, y por su magnitud, se comparaba desde entonces el Palacio a otra ciudad. Estas eran las casas de Cortés, de cal y canto, con viguería de cedro y grandes patios rodeados de habitaciones.

     La calle de Tacuba tenía ocupadas sus aceras hasta la plaza, por toda clase de artesanos: carpinteros, herreros, cerrajeros, pintores, zapateros, tejedores, barberos, panaderos, cinceladores, sastres, borceguineros, veleros, bizcocheros y otros muchos, según las estadísticas que de aquella época nos quedan.

     La Real Audiencia ocupaba una parte de aquella notable casa y en la esquina de Tacuba y el Empedradillo estaba el relox, en una torre propia para él; después cuando la Audiencia se trasladó al nuevo Palacio, fue trasladado también el relox, del cual tomaron el nombre algunas calles al Norte de este edificio.

     La plaza principal de México, fue, en el primer siglo de la conquista, bella y regular, ocupando la Catedral el centro; era alegre, plana y extensa, según dice el cronista Cervantes Salazar:
“Se dejó tan vasta para que en ella se presentara cuanto se vendiese; allí se celebraban las grandes ferias, las almonedas y se vendían toda clase de mercancías; allí acudían los mercaderes de toda la Nueva España y aún muchos de la Metrópoli europea.”[1]

     Era hermosa la fachada del Palacio de gobierno en el Empedradillo: tenía corredores altos, adornados con columnas redondas, que sostenían arcos de piedra labrada y balaustradas también de piedra. Invadían el Palacio una porción de litigantes, agentes de negocios, procuradores y demás que apelaban a la Audiencia, contra las  sentencias de los alcaldes ordinarios, se le notaba desde entonces a la capital cierto aire de bachillera.

     En el mismo Palacio ocupaba un departamento el Correo Mayor, sujeto a quien se atribuía extraordinaria actividad; un pasadizo sin puertas, que caía al patio, conducía a las habitaciones del virrey, cerca de las cuales estaba el tribunal, al que se entraba con la cabeza descubierta y con respeto, hablando sólo en caso necesario y siempre en voz baja.

     La sala de la Audiencia era espaciosa y sencillamente adornada; bajo un dosel de damasco galoneado había cinco asientos, sobre ricas alfombras; el más elevado para el virrey y los otro cuatro para los oidores, que se colocaban a los lados del que representaba la Magestad. Abajo del tablado se colocaba el fiscal, el alguacil mayor, abogado de pobres, protector y defensor de indios y los demás letrados que tenían pleitos; la nobleza y los concejales, cada uno en el lugar correspondiente a su empleo y dignidad; y al concluir las gradas estaban los escribanos y promotores. Dividía la sala un enverjado para que la gente vulgar se colocara atrás y no fuera a confundirse con la noble. Cuando se discutía más de lo conveniente, el portero imponía silencio a los abogados litigantes.

     Frente  a las Casas Consistoriales estaba la acequia que seguía por la calle del Refugio, y uniendo la esquina de los portales y la de la Diputación, había un puente que se llamó de los pregoneros; ya las casas de Cabildo estaban adornadas con portales desde fines del siglo XVI[2].

     En estas Casas Consistoriales residían dos alcaldes que anualmente designaba el Ayuntamiento, y que tenían la facultad de imponer pena de muerte, y desde entonces era notable la Sala de Cabildos por la galería de columnas que sustentaban arcos de piedra y por su mirador hacia la Plaza.

     Unida a estas casas se veía la casa de Fundición, en la que estaban los selladores de plata; en la parte baja se hacían las almonedas públicas, y allí se pesaban las barras de plata para cobrar el quinto que correspondía al rey.

     La Catedral era un templo pequeño y humilde, situado en medio de la plaza, disponiendo de muy cortas rentas para mejorarse.

     Desde el Palacio del Marqués del Valle había una calle bastante larga, al fin d la cual estaba el hospital de enfermos del mal venéreo, hospital que tomo el nombre del Amor de Dios.

     Ya en 1552 el Palacio Arzobispal era una notable casa, cuya azotea tenía a los extremos dos torres más elevadas que la que había en el centro; el primer piso estaba adornado con rejas de hierro.

     Hacia el Oriente, en el sitio llamado después San Lázaro, estaba la fortaleza de las Atarazanas. Llamaban la atención en la calle de la Perpétua, las casas del Doctor Pedro López, de hermoso patio adornado con columnas de piedra y portales con jardín a la entrada. Pedro López era casado con Ana de Castellanos; habiendo acompañado a Cortés en su expedición a las Hibueras, enseguida fue enviado a Sto. Domingo en solicitud de recursos, y naufragó, salvándose en una tabla. Todos le daban por muerto. Inclusive su esposa, cuando se presentó causó gran sorpresa. Fue el primero que en México se graduó de doctor en medicina.

     El monasterio de Sto. Domingo era ya de gran extensión, rodeado el atrio de una tapia y en los ángulos del cuadro tenía capillas interiores para rezar estaciones.

     México no podía ser considerado más que como un grupo de casas españolas, encerradas dentro de la traza; las muchas acequias que tenía la ciudad, contribuían a su desaseo; multitud de solares interrumpían las hileras de edificios, la policía era desconocida y con pocas calles empedradas; se conducía por la ciudad el agua potable en canoas.

     No obstante, en el siglo XVI era la única ciudad de la América con amplios y sólidos edificios, con universidad, colegios, iglesias, y notable por su antigua fama, sus riquezas y excelente clima.

     Se veía también ya el convento de la Concepción. Eran notables las calles de San Francisco; el atrio de este convento tenía en el centro una cruz muy alta, labrada en enorme tronco, alrededor del atrio se veían árboles frondosos y en las esquinas capillas para el rezo de las estaciones; la huerta estaba rodeada por una larga tapia, quedando frente a ella el colegio  de San Juan de Letrán, para jóvenes mestizos que salían a la calle de dos en dos, con sus trajes talares.

     La acequia atravesaba toda la ciudad; las chozas de los indígenas eran tan bajas y miserables, que apenas se percibían; por el rumbo de San Juan se veía el acueducto y las Tiendas de Tejada, con vastos y extensos portales sostenidos por columnas equidistantes; sobre los portales estaba el segundo piso de las tiendas, ciñendo el todo fosos llenos de agua y la acequia en la cual había embarcaderos.

     Gran número de barcas y canoas de carga recorrían la ciudad en todos los sentidos y a todas horas, y la horca, colocada bastante alta n el mercado, se veía desde lejos y se subía a ella por una escalera guardada con puerta.

     Era de notarse la alimentación de los indígenas que comían tortillas, chile, frutas, gusanos, tunas y usaban el pulque tan deseado. Se presentaban en las plazas los hombres cubiertos con sábanas y las hembras usaban enaguas y huepiles.

    El mercado de Santiago tenía por un lado el convento de los franciscanos y el colegio; por el otro la casa del gobernador indígena con la cárcel y los otros dos costados estaban cerrados por portales, habiendo en el centro un patíbulo de cal y canto, a manera de torre.

     El convento de San Agustín, grande y pesada mole, era otro edificio ya notable: tenía techos con armaduras de madera descansando sobre arcos de piedra, y las bóvedas artesonadas y matizadas de diversos colores; entonces se construían allí capillas para enterrar los restos mortales de la nobleza.

     El aspecto general de la ciudad era el de una serie de fortalezas; llevaban las casas más o menos torres, según la jerarquía del dueño, ponían pocas puertas para la calle, las ventanas eran de estilo morisco y los balcones con antepechos de piedra y aberturas en los lienzos bajos para disparar los arcabuces y las ballestas.

     Tres clases de calles tenía México: unas enteramente cubiertas de agua y tan sólo transitables en canoas, a las orillas de las cuales tenían los vecinos sus huertas; otras tenían la acequia en el centro y terreno firme a los lados, y algunas no tenían acequia y eran muy angostas, sirviendo para entrada firme a las casas.

     La ciudad estaba cubierta, en consecuencia, de multitud de puentes, cuyos nombres hasta hoy se conservan, y se unía a la tierra firme por tres calzadas: la de Guadalupe al Norte, la de San Antonio Abad al Sur y la de Tacuba al Poniente.

     De aquella época no quedan más que descripciones más o menos incompletas; ningún edificio tenemos de la ciudad azteca, y apenas idea de la ciudad española en el siglo XVI; la primera fue arrasada y aun los templos vinieron a tierra por el celo religioso de los conquistadores y no hay edificio particular ni iglesia que no haya sido reconstruida dos o más veces.

     La nueva ciudad fue levantada a expensas y por los esfuerzos de los indígenas, quienes, según el Padre Motolinia, hacían las obras a su costa, buscaban materiales y pagaban a los pedreros y carpinteros. Los indígenas reedificaron sus casas en los sitios en que Cortés les señal´, dejando libre el terreno que se destinaba a edificios españoles, con arreglo a un plano formado por el Ayuntamiento. Les estaba prohibido a los españoles construir fuera de la traza.

     Como una excepción, la calzada de Tacuba salió de la traza señalada, para fortificar la capital y preparar una salida hacia tierra firme, se construyeron casas habitadas por españoles desde la hoy calle de la Mariscala hasta la Tlaxpana. En las Atarazanas o sea el lugar donde se guardan los buques, se concluyeron hacia la laguna dos torres con troneras, de manera que se defendían; seguía un cuerpo de edificio con tres naves, en el que estaban los bergantines, y al terminar el edificio había otra gran torre que podía hostilizar a la ciudad naciente.

     No solamente las casas de Cortés tenían almenas, saeteras y troneras, sino todas las de los conquistadores, distinguiéndose las de los capitanes Sandoval y Rangel.

     La traza estaba rodeada por una acequia ancha, y además de Oriente a Poniente corría otra acequia, pasando por las calles que después se llamaron del Puente de la Leña, Santos, costado de Palacio, frente de la Diputación, Tlapaleros, Coliseo Viejo y callejón de Dolores, hasta salir por el convento de San Francisco a unirse con el canal que corría por la calle de San Juan de Letrán en la dirección Sur a Norte.

     La ciudad fue creciendo según lo exigieron las necesidades, desde el principio se atendió a los establecimientos de caridad y beneficencia pública, pues desde 1524 estaba ya fundado el hospital que en nuestros días se ha conocido con el nombre de Jesús. Cortés se había tomado para sí los mejores sitios, comprendiendo los Palacios viejo y nuevo de Moctezuma y alrededor de sus posiciones colocó a sus amigos, repartiendo los terrenos de menor valor entre los que no se contaban en el número de sus adictos, lo que dio motivo a los cargos y acusaciones que le formularon en la Metrópoli española, los envidiosos.

     Desde Noviembre de 1524, se hizo pregonar por el Cabildo: “que todas las personas que tuvieran solares los acercaran y limpiaran si no pudieran cultivarlos, apercibiendo a los dueños con la pérdida de dichos solares, que pasarían a otros dueños, si para el día de Navidad no habían cumplido con la disposición que no admitía prórroga ni espera.”

     Habiendo sido preciso establecer mesones, fue Pedro Hernández Paniagua el primero que obtuvo licencia para abrir uno, en Diciembre de 1525, se le permitió que vendiera pan, carne y vino, con sujeción al arancel que se le prescribió, para las cantidades que debía cobrar. Se concedieron también, desde los primeros años de la reedificación de México en 1526, dos solares para fundar la ermita de San Cosme, y a Maese Pedro y a Benito Bejel, se les cedió en la plaza un solar en que pudiesen levantar una casa de cincuenta pies de largo por treinta de ancho, para escuela de danza, porque esto ennoblecía la ciudad. Los contratistas habían de pagar cuarenta pesos cada año y dejarían desembarazado el sitio cuando se les exigiera. En 1527 fue concedido el permiso a Francisco Hernández para que estableciera una curtiduría. En las calzadas de Tacubaya y Chapultepec quedaron designados terrenos para que en ellos se formaran huertas y habiendo concedido al convento de Sto. Domingo alguno solares más allá de la traza, se suscitó un litigio con los indígenas de Tlatelolco.

     Los alrededores de México no ofrecían nada notable, en los primeros años de la conquista, más que el bosque de Chapultepec, tanto por sus manantiales que han proveído de agua a México, como por los magníficos paisajes que desde lo alto del cerro aparecen y por los corpulentos y venerables sabinos, que en la parte baja del bosque se encontraban rodeando la altura, ya célebre en la historia de los indígenas por haberla fortificado para su defensa. El acueducto había sido, hasta entonces, de bóveda con lumbreras a intervalos y en la parte superior, desde la Tlaxpana iba descubierto. Alrededor de la alberca había asientos de mampostería, y en la cumbre del cerro estaba edificada una ermita.

     Tales eran México y sus alrededores en los primeros años de la conquista.

     Mucho trabajaron los indígenas vencidos y los amigos de los conquistadores en la reedificación de México; enorme cantidad de trabajadores fue ocupada en esas faenas y a costa de los indígenas, sin retribuciones de ninguna especie, eran acarreados los materiales y levantados los edificios. Gran número de peones perecieron en semejante labor; pero la ciudad apareció bella y extensa, como por encanto. En una carta que Cortés dirigió a Carlos V, fechada en Coyoacán el 15 de Mayo de 1522, le aseguraba que la ciudad de Tenochtitlan se iba reparando y estaba muy hermosa; “crea V.M., añadía, que cada día se irá ennobleciendo en tal manera, que como antes fue principal y señora de estas Provincias, lo será también de aquí adelante; y se hace y hará de tal manera, que los españoles estén muy fuertes y seguros y muy señores de los naturales; y de manera que de ellos en ninguna forma puedan ser ofendidos.”

     No fue poco el adelanto de México, en el breve espacio de treinta años, en ese periodo estuvo la capital envuelta en peligrosos cambios de gobierno y conspiraciones promovidas por la ambición que siempre rodea al poder y acompaña al deseo de enriquecer y de mandar.

     Ausente Hernán Cortés, primer gobernante de México, por el motivo de asegurar las Provincias a su poder, dejó sustituyéndolo a los oficiales reales en el año de 1524, y entonces se vieron los primeros escándalos que por ineludible consecuencia, trajeron la paralización o interrupción en la marcha progresiva que en su reedificación seguía la capital.

     Tres años después llegaron los primeros Oidores que fundaron la Real Audiencia, encargada de reemplazar en el gobierno a Cortés; a esa primera Audiencia, siguió otra presidida por el Illmo. Señor Obispo D. Sebastián Ramírez de Fuen-Leal, quien dio a la capital un orden que tendía a la estabilidad e impulsó las mejoras materiales que la embellecieron; entonces aparecieron los primeros planteles de caridad y tomó incremento la educación de los indígenas.

     El sistema de Audiencias no pudo garantizar la estabilidad y el orden para conseguir estas dos exigencias sociales, fue nombrado virrey en 1534, D. Antonio de Mendoza y a éste siguió D. Luís de Velasco, gobernando el largo espacio de treinta años, en cuyo tiempo, México fue adquiriendo el aspecto notable.

     Le daba a la capital gran realce, el ser asiento del obispado establecido en 1526 y del Arzobispado erigido diez y nueve años después, siendo primer Arzobispo D. Fray Juan de Zumárraga.

     Grandes fueron los escándalos que vio consumar la ciudad de México en la ausencia de Cortés, cuyo principal teatro fue el Palacio del Empedradillo. Los oficiales reales habían dado pábulo a las murmuraciones contra Cortés, sosteniendo que éste defraudaba el tesoro real, tomándose el oro que no le pertenecía, pues no estaba de acuerdo lo que se contaba acerca de las riquezas de estas tierras, con las cantidades que ellos percibían, y aun informaron a la Corte presentando al conquistador bajo un aspecto muy desfavorable.

     Al marchar Cortés a Honduras quedaron gobernando en México, el Lic. Zuazo, el tesorero Estrada y el contador Albornoz, y aun no se alejaba mucho Cortés cuando, por la ligera causa del nombramiento de un alguacil, riñeron los que gobernaban, al grado de echar manos a las espadas. En consecuencia, apenas supo tal suceso Cortés, dispuso un cambio uniendo a Zuazo otros dos colegas: Gonzalo de Salazar y Pedro Almindez Chirino; pero Estrada y Albornoz no se conformaron con ser excluidos y se presentaron al ayuntamiento manifestando que sus derechos habían sido hollados.

      Tantos desmanes y la noticia del próximo regreso de Cortés, causaron violenta emoción y los gobernantes Salazar y Chirino, fueron encerrados en jaulas, derramándose sangre en los choques que detuvieron algo el adelanto de la capital.

El 3 de agosto de 1566, a las siete de la noche, se dirigía una comitiva fúnebre a la Plaza Mayor. Alonso de Ávila, acusado de conspirador, iba montado en una mula y llevaba las manos atadas con grillos; vestía de negro, adornando su cabeza una gorra de terciopelo con pluma negra y el cuello una cadena de oro, a su lado iba su hermano Gil González, montado en otra mula. Le seguían muchos guardas armados y alguaciles con teas encendidas; cerca de los presos iba el verdugo, con el rostro cubierto con máscara y un hacha enorme al hombro.

     El tablado estaba cubierto con paño negro y se levantó junto a las Casas de Cabildo, iluminándolo varias teas; la multitud ansiosa, esperaba el desenlace de aquel drama que terminó con el ruido que hicieron las cabezas de los dos reos, al ser arrancadas de golpe por el hacha del verdugo. Las cabezas amanecieron al día siguiente clavadas n unas picas en lo alto de los torreones de la Diputación.

     He aquí explicado el motivo de no haber continuado el rápido adelanto que en los primeros años de la conquista tuvo México, cuyo desarrollo pudo haber sido mayor sin aquellos y otros obstáculos, tales como la tiranía inaudita ejercida por Nuño de Guzmán, presidente de la primera Audiencia que tuvo Nueva España.

     Si México paralizó su movimiento progresivo y aun retrocedió bajo el dominio del Presidente de la primera Audiencia, en cambio alcanzó grandes bienes bajo la sabia dirección del Presidente de la segunda, D. Sebastián Ramírez de Fuen-Leal, obispo de Sto. Domingo, contándose entre los miembros de esta segunda audiencia al ilustre obispo de Michoacán, Don Vasco de Quiroga.

     Dirigieron su atención, de preferencia, a cuidar del bienestar y de la instrucción religiosa de los indígenas, publicando las leyes que imponían la pena de muerte al que los hiciera esclavos o perjudicara en manera alguna; fue hermoseada la capital con cuantas comodidades era posible entonces; Fuen-Leal propagó las plantas útiles y quiso que los indígenas no trabajaran en fábricas y que cuando lo hicieran voluntariamente, se les pagaran sus jornales y que eligieran anualmente a sus alcaldes y regidores que administraran justicia; estableció la enseñanza del latín en el colegio de Santiago Tlatelolco, fundando para la instrucción de los indígenas y trató de cortar la rivalidad entre los españoles conquistadores y los que después vinieron, contribuyendo mucho este paso a la prosperidad, no solamente de la capital sino de toda la Nueva España.

     Fuen-Leal dio libertad a los indígenas, cuyos encomenderos murieran; dispuso que en las iglesias de regulares no fueran acogidos los retraídos a la autoridad civil, para evitar en su origen en lo posible, porción de disgustos; bajo la administración de aquel esclarecido obispo, México se sintió renacer: los aranceles fueron reformados, se castigó la blasfemia y fue reprimida la licencia introducida por los anteriores gobiernos y llevó a cabo la excepción que del pago de contribución se hizo a los indígenas de la capital y los arrabales. Tantos beneficios atrajeron sobre el benefactor obispo las iras de los encomenderos, que lograron, no solamente destituir al Presidente de la Audiencia, sino que cambiara el sistema de gobierno, nombrándose un virrey.

Fin capítulo 1.



[1] Cervantes de Salazar, Francisco, Túmulo Imperial de la gran Ciudad de México, México, Antonio Espinosa, 1560.
[2] Ibid.



[1] Rivera Cambas, Manuel, México Pintoresco, Artístico y Monumental, México, Editorial del Valle de México, S.A. de C.V., 1972, pp.III-XXXV.

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