miércoles, 12 de septiembre de 2018


CUENTOS VIEJOS
DE LA
VIEJA ESPAÑA



Cuento es la relación de un suceso. La relación de palabra o por escrito de un suceso falso o de pura invención.
            Está en punto esta aclaración a la definición primera. Porque sin ella, en las épocas primitivas, cuando los hombres no escribían y conservaban sus recuerdos en la tradición oral, cuento hubiera sido cuanto se hablaba. Por algo, contar –fabular- es lo mismo que hablar. Contaban –hablaban- sin faltar a la verdad. Contaban –fabulaban- cuando, fallándoles la memoria, suplían con la imaginación aquellos pasajes olvidados u oscuros de la realidad.
            Como es lógico, preponderando tanto el temperamento individual en la relación de los hechos, ¿tenía algo de particular que éstos se fueran adulterando, deformando, a través de dos o tres generaciones de narradores, cada uno tan hijo, como de su padre y de su madre, de su apasionamiento, de su fácil inventiva, de su expedita facundia? La verdad más verdadera, luego de tamizarse por tres temperamentos sucesivamente, quedaba transformada en una mentira bella con ribetes de verosimilitud. El Cuento triunfaba así de la vida. La verdad del sentimiento religioso pasó a ser una materia épica difusa –mitología- pura invención de la pura inventiva. La verdad de los sucesos cotidianos era recogida por los poetas andariegos y sujetas a palabras ortodoxas de ciertas leyes rítmicas convertidas en decires y recitados en lo que más se patentizaba la ilusión del anhelo que el realismo de lo desdeñado. El hombre, desde su primer yo, ya prefirió aquel fabular, en el que todo era asequible y con mayor emoción por añadidura, al hablar escuetamente de lo escueto: la verdad, que no admite trampantojos ni galimatías.
            Y no se piense que esta deformación temperamental –y verbal- de lo real fue voluntaria en el cuentista. Es improbable que para guardar su necesidad histórica, el hombre imaginase adrede una historia para divertir, sino que los afanes íntimos eran quienes primero invalidaban la voluntariedad del sujeto. Cuando ya inventada la escritura, se conservaron en prosa las verdades dignas de memoranza por la ejemplaridad o por la sugerencia, y la crítica sutil expulsó de la Historia todo lo falso, todo lo sospechoso de imaginativo, todo lo terne de ilusionismo…, el cuento ya fue más cuento que nunca. Y tuvo el orgullo de parecerlo. Sí, era, felizmente, lo fabuloso. Toda la gracia y todas las posibilidades fracasadas en la Vida, negadas a la Vida. Sí, felizmente, la fantasía d los cuentistas no tenía por qué sujetarse ni con leves pespuntes a la realidad. Sus alas ya no llevaban el plomo del escopetazo de lo irremediable.
            Cuando lo contado se escribía, luego de muy contrastado, ya el cuento rebozado en la sensibilidad y en la fantasía personal, no tuvo campo de experimentación “en los histórico”; los cuentistas, con plena conciencia de lo que inventaban, libres d las trabas que les impuso hasta entonces el testimonio de lo real, se dedicaron a dar lecciones de moral, a vincular, con un estilo animado, reglas juiciosas de conducta en la vida. Sí, el cuento primitivo fue místico y heroico; entregaban a los hombres dos glorias que lo histórico no podía exigirles ni prestarles: la de la santidad y la de superación de la personalidad en el esfuerzo bélico. Sin embargo, el cuento primitivamente, cedió sin lucha a lo histórico la expresión literaria. El cuento quedó para ser contado d viva voz. Parecían sospechar los cuentistas que tan pronto como escribieran sus narraciones serían éstas adscritas al dogma religioso o al testimonio histórico. Y esto era tanto como renunciar a la emoción vaporosa, a los resplandores rápidos y sorprendentes, a las recordaciones melancólicas no agriadas nunca. No es errónea la afirmación de muchos críticos cuando aseveran que fue el cuento el último género literario que vino a escribirse. Hubo libros religiosos, poesías, códigos, anales, crónicas, epopeyas y hasta obras filosóficas antes de que aparecieran los libros de cuentos. Tal vez los primeros cuentos escritos fueran aquellas noticias exorbitantes que los críticos eliminaron de las historias reputadas como inconmovibles en su veracidad. Y, sin embargo, no existió pueblo en la antigüedad que no presumiera de sus colecciones de imaginancias. Podían este pueblo o aquel ser refractarios a las filosofías, carecer de poesía épica, desconocer el tono y el tino de la legislación; pero todos presentaban como una supuración y como una superación de sus anhelos íntimos aquellas narraciones encantadoras que iban sembrando entusiasmos. “Lo poco común que era comunicarse los hombres de unas naciones con las otras; las noticias vagas sobre la geografía y lo peligroso de las peregrinaciones por mar y por tierra, dieron origen a multitud de historias que fueron cuentos o novelas. Gigantes enormes y descomedidos, ogros que vivían de carne humana, pigmeos que combatían contra las grullas, arismapes y cíclopes de un solo ojo, faunos, sátiros y centauros; repúblicas y reinos que no se saben dónde están o que se han hundido en el seno de los mares, todo esto fue apareciendo y dando asunto a mil relaciones orales, muchas de las cuales se escribieron después.” (Valera) Y, como es natural, el Amor.
            En Grecia son famosos muchos cuentos que, en verso y en prosa, recitaban aquí y allá rapsodas y aedos. Cuentos milesios, chipriotas, de Efeso y de Síbaris. ¿No son una sucesión de cuentos maravillosos –aventuras religiosas, amorosas y guerreras- la Iliada y la Odisea? Los apólogos esópicos y las fábulas libycas, cuentos son. Y la Cyropedia y las Efesiacas, de Xenofonte, y algunas de las invenciones cómicas –Timón el Misántropo, el Banquete de las Lapitas- de Luciano de Samosata. Y las treinta y seis narraciones de las Aventuras de Amor, de Partineo de Nicea, posible maestro de Virgilio. Y las peripecias del libro de Corón, del que sabemos por Fosio. Egipto presenta los más antiguos cuentos del mundo, coleccionados por Maspero, en 1889, con el título Les contes populaires de l`Egipte ancienne. Los árabes se glorían de sus “Mil y una noches”, muchos de cuentos son de procedencia hindú o siriáca y de una antigüedad mucho más remota de la que les atribuyó Sacy, según intuyó sutilmente Augusto Guillermo Schlegel.
            El cuento –imaginancia, narración, de un suceso, anécdota, chascarrillo, respuesta aguda- es tan viejo como el hombre. Porque es el adorno de la sociabilidad y el exponente de la sapiencia. Pero el cuento literario es de procedencia oriental. Quizá porque en Oriente se percibieron las civilizaciones más complejas, y, en éstas, es el cuento un revulsivo del pesimismo y una añagaza de la decadencia espiritual.
            Al menos, en todo el Occidente europeo, donde apuntaron las sorprendentes nacionalidades durante la Edad Media, son dos colecciones de cuentos orientales los orígenes y el paradigma de la traza imaginativa literaria en su expresión más breve: el cuento apologal. Dichas dos colecciones son: el Pantschatantra y el Hitopadesa o provechosa enseñanza. De ellas derivan, más o menos directamente, cuantos apólogos, narraciones ficticias, donaires, fantasías poéticas fueron el encanto de los occidentales europeos entre los siglos X y XV. Claro está que en cada país fueron transformados algo, enmendados un poco, adulterados bastante.
            No se crea, sin embargo, que el Pantschatantra y el Hitopadesa fueron conocidos por la Europa medieval en sus expresiones más puras. De las dos famosas colecciones derivaron otras tres: el Calila y Dimna, el Sendebar y el Barlaam y Josafat, que fueron las tres expresiones capitales que la novela oriental comunicó a la Edad Media.
            El Calila y Dimna se difundió en tres versiones distintas: la siriáca, de un monje nestoriano llamado Bud, hacía el año 579; la árabe del siglo VII, y la hebraica, ¿siglo VIII?, estudiada con tanto esmero por Joseph Derembourg. De esta tercera versión, el judío converso, Juan de Capua, trasladó al latín éste libro, con el título de Directorium vitae humanae, entre los años 1263 y 1305, ya que está dedicada la traducción al cardenal Mateo Orsini.
            El Sendebar, obra hindú, inició su influencia en la misma época que el anterior. Del Sendebar se conocen las versiones árabe, siriaca y la griega de Miguel Andreópulos –conocida con el nombre de Syntipas-, en el siglo XI, y la hebrea, perteneciente a la primera mitad del siglo XIII, y que lleva por título: Parábolas de Sendebar.
            Del Barlaam y Josafat, la versión más conocida es la griega de Juan, monje del convento de San Sabas, cerca de Jerusalén, aprincipios del siglo VII. Del Barlaam y Josafat fue muy utilizada durante toda la Edad Media una traducción latina, muy deficiente, atribuida a Jorge de Trebisonda.
             De estas tres colecciones nacieron cuantas occidentales alcanzaron fama imperecedera. O, cuando menos, de ellas se influenciaron de tal forma que es facilísimo encontrar en todos aquellos cuentos o fábulas idénticos a los recogidos en éstas, apenas sin modificaciones. Así en el Conde Lucanor, en los Cuentos de Canterbury, en el Decamerón.
            Por lo que a España se refiere, podemos decir que recibió la influencia novelística oriental no por las versiones más asequibles del Calila y Dimna, el Sendebar y el Barlaam y Josafat, sino por dos obras de singularísimo interés: “la romancada por mandato del infante don Alfonso, fijo del muy noble rey don Fernando, en la era de mil é doszientos é noventa é nueve años”, que recoge, de forma primorosa, el texto primitivo y auténtico de Abdalá ben Almocaffa y el libro latino Disciplina Clericalis, obra del judío converso de Huesca, Pedro Alfonso (Rabí Moséh Sephardi), nacido en 1062, bautizado en 1106 y ahijado de Alfonso I el Batallador. La Disciplina Clericalis recoge las facetas más interesantes del Sendebar. Estos dos libros notabilísimos, removieron el interés hispánico, hacia las obras de pura imaginación, en las que, no obstante, podían ser colocadas ejemplaridades y consecuencias de subidísimo valor moral.



Como nota curiosa, puede señalarse que del  Calila y Dimna, libro de enseñanza utilitaria y egoísta, derivan casi todos los cuentos occidentales europeos debidos a las plumas de autores de cierta solvencia moral, como nuestro Infante D. Juan Manuel; del Sendebar, obra picante y maligna, los escritos por autores amorales o inmorales, como Chaucer, el Arcipreste de Hita, Bocaccio, y de Barlaam y Josafat, conjunto de divagaciones de índole más espiritualista que espiritual, los debidos a escritores de honda fibra cristiana, como Gonzalo de Berceo y Jacobo de Vorágine. Y aún algún Flos Sanctorum catalán y castellano. De todas estas colecciones, originales o meras copias, se aprovecharon los más célebres literatos de todos los países y de todos los tiempos. Y quizá más cuanto más famosos. Shakespeare, Lope de Vega, Calderón, entre estos.
            Se debe proclamar que entre todas las naciones Europas occidentales fueron Italia y España las que se dejaron ganar más y mejor por éste género literario del cuento en sus diversas modalidades de chascarrillo, anécdota, imaginancia fantástica con atisbos paradigmáticos, agudezas… Y si a Italia le corresponde la gloria de haber logrado para el cuento su empaque poético, nadie podrá arrebatar a España la gloria de aportación a la novelística su glorioso ápice y la superabundancia si no siempre igual de feliz, nunca desmentida de sal y solera.
            Tal acogida recibió el género en España que puede afirmarse que, desde el siglo XIII, apenas si existe escritor de mediana calidad en cuya obra no pueda espigarse una narración amena, por mucha que sea la seriedad de la materia a tratar. En España, a las traducciones de los libros orientales de fábulas y apólogos, sucedió muy pronto la aparición de obras originales vaciadas en el mismo molde. El más antiguo es, quizá, El Libro de los Castigos é documentos que el Rey D. Sancho IV el Bravo, compuso para su hijo D. Fernando en 1292 en el fragor de los cuidados del cerco de Tarifa; libro que, modernamente, D. Pascual Gayangos ha publicado en la Biblioteca de Autores Españoles, tomo referente a los escritores en prosa anteriores al siglo XV. Libro este semejante a un catecismo político moral en el que la gran copia de ejemplos históricos, anecdóticos y sencillamente imaginativos no tienen otra razón de ser que dejar al aire la sustancia de su ejemplaridad aleccionante.
            Otro libro didáctico moral, de remarcada influencia orientalista, más ya con solera propia, es el Llibre del Gentil é los tres Savis, de Raimundo Lulio, quien lo compuso, en árabe. El mismo eliminado doctor compuso el Llibre de les besties (Thierepos o epopeya animal), que es un extenso apólogo fácilmente aislable del Libro Félix, del que es la parte séptima.
            En idénticos modelos están calcadas las obras del Infante D. Juan Manuel: Libro del Caballero et del escudero, Libro de los Estados, Espéculo de los legos, obra de moral ascética, en cuyos 91 capítulos se intercalan, para confirmar la doctrina, anécdotas y parábolas seleccionadas de la Biblia, de la doctrina de los Santos Padres, d las vidas de los santos y de la historia romana; el Libro de los Exemplos o Suma de exemplos por A.B.C., colección de 467 cuentos morales, precedidos de una sentencia latina, realizada por Clemente Sánchez de Vercial; el Libro de los Gatos –traducción de las Narraciones del monje inglés Odón de Cheritón-, fábulas esópicas tratadas con singularidad reformadora; la Disputa del Asno de fray Anselmo de Turmeda en 1418, conjunto de cuentos en los que ya tanto o más que la ejemplaridad se pretende la diversión. Cada una de estas colecciones avanza más y más en el intento de apartarse de las influencias y de alcanzar la originalidad.
            Originalidad, sin embargo, que no encontrará son en las obras de los más afamados escritores, quienes, si utilizan algunas fuentes que les son ajenas, logran asimilárselas con tal primor que se las disputarían por patrimoniales.
            Cuentos se encuentra ya en alguna de las obras de Gonzalo de Berceo, el poeta castellano más antiguo de nombre conocido, que debió nacer en los últimos años del siglo XII. En sus Milagros de Nuestra Señora, colección de 25 casos milagrosos o leyendas devotas relativas a la Virgen, ya se consigue la amenidad con un empaque de narrador indudable. Hasta el punto de que muchos de sus cuentos piadosos en verso han influido en los grandes dramáticos de muchos siglos después. Así, en La devoción de la Cruz, de Calderón; en el Condenado por desconfiado, de Tirso; en Fausto, de Goethe; en el Cristo de la Vega, de Zorrilla. Alfonso X el Sabio, rey de 1252 a 1284, en sus Cántigas, relata leyendas y casos milagrosos referentes a la Virgen. De las 420 cántigas, 360 son de tipo narrativo y muchas de ellas, según ha demostrado de manera concluyente el Marqués de Valmar en su admirable introducción a la edición admirable que de las “Cántigas” realizó la Academia de la Lengua en 1889, han inspirado dramas, leyendas a grandes literatos españoles y extranjeros. Así, Tomás Moore, en El paraíso y la Peri; Longfellow en varias leyendas que pasaban por originales. Y Mira de Amezcua en su comedia Lo que puede el oír misa; Avellaneda en el cuento de Los felices amantes; Lope de Vega en La buena guarda, y Zorrilla en Margarita la Tornera.
            Lo mismo Gonzalo de Berceo que Alfonso X el Sabio, además de utilizar fuentes narrativas que eran conocidas entonces,, aportan un brillante acerbo de originalidad netamente castellana. Para aquél, la fuente principal de inspiración pudo ser Gautier de Coincy, prior de Vic-sur-Aisne, y autor de unos Miracles de la Sainte Vierge, de los cuales, 18, han pasado a numerarse entre los 25 sobrios que rima el clérigo secular de San Millán de la Cogolla. Las fuentes de las Cántigas fueron el Speculum historiales, de Vicente de Beauvais, las poesías de Gautier de Coincy y el mismo Gonzalo de Berceo.
            Cuentista y bastante original, y sumamente inspirado y graciosos es Joan Ruiz, Arcipreste de Hita. Entre los elementos líricos de su famoso Libro de buen amor, hay que señalar un conjunto copioso de apólogos, muchos de ellos procedentes de la colección esópica, pero algunos originales o tratados de manera singular.
            Pero quien en verdad merece el calificativo de primer cuentista español es el Infante D. Juan Manuel. Primero por su empaque literario, por su castellanía, por sus afanes de originalidad. El Conde Lucanor, colección de 50 cuentos de tendencia educadora, precede en trece años a la composición del Decamerón, de Boccacio. Obra maestra de la prosa castellana, El Conde Lucanor comprende fábulas esópicas, parábolas, cuentos maravillosos y cuentos alegóricos y satíricos.
            Son famosísimos y numerosos los escritores que han inspirado obras suyas en cuentos del Conde Lucanor. Tirso de Molina en El condenado por desconfiado, no hace sino ampliar el cuento del Salto del Rey Richarte de Inglaterra. El cuento titulado De lo que acaesció a un home que por pobreza et mengua de otra vianda comia atramuces sirve de apólogo de los dos sabios en la Vida es Sueño de Calderón. Lope de Vega aprovechó en su comedia La pobreza estimada, el cuento del  conde de Provenza y el consejo que le dio Saladino respecto del matrimonio de su hija. El cuento del mancebo que casó con una mujer muy fuerte e muy brava, sirvió de argumento a Shakespeare para su The Taming of the shrew (La fierecilla domada). L cuento de Los tres burladores que labraron el paño mágico, sirve de idea fundamental a El Retablo de las Maravillas de Cervantes, y a otro cuento del famoso escritor danés Andersen. El cuento de lo que aconteció a un hombre que viajaba con su hijo y llevaban un asno, lo aprovechó Cobin, en Les coupes ravissantes. La Fontaine en una de sus fábulas y el poeta lusitano Ballesteros en su apólogo As opiniós. El cuento de La golondrina que vio sembrar el lino, inspiró a La Fontaine L´hirondelle et les petits oiseaux. Del cuento de Lo que contesció a un Dean de Sanctiago con D. Illán el gran maestre de Toledo, derivan, entre otras obras, La prueba de las promesas de Alarcón; don Juan de Espina en Milán de Cañizares; Le Doyen de Badajoz del Abate Blanchel. Y hasta la moderna palabra perillán, aplicada a los sutiles tergiversadores de la verdad, deriva del D. Illán.
            A partir del Infante D. Juan Manuel, en efecto, como sí éste hubiera sembrado el gusto para recoger el regusto del género, los escritores españoles ya no interrumpieron la cadena gloriosa de la ficción a medias y de la realidad disfrazada que es el cuento. Insistimos en la afirmación de que sería una auténtica excepción no encontrar en la obra literaria de cualquiera de los innumerables ingenios como ensalzan y realzan y engarzan las letras españolas entre los siglos XIV y XVIII, una narración novelesca. Aún en aquellos cuyas aficiones o inspiraciones se desarrollaron en campos muy alejados del de la novelística. Matemáticos, físicos, teólogos, filósofos, críticos…, todos ellos acuden alguna vez, sin pensarlo quizá, a la anécdota, al ejemplo, a la ficción con decoro literario. Es…. Como una tendencia temperamental a la que hay que rendirse. El espíritu más severo se deja vencer por el prurito de manifestarse fácilmente ingenioso. Muy pocos, casi ninguno, se libran del deseo de recordar en voz alta o pluma en ristre, de pasar el espejo de su curiosidad a lo largo del camino de la vida, lo que es en resumidas cuentas, según opinó Stendhal, contar, novelar.
            El cuento, en España, desde entonces, fue una modalidad social. A vivir del cuento se le ha dado modernamente una interpretación despectiva y perifrástica. Sin embargo, a vivir del ingenio noble, del recuerdo amable, de la ilusión magnífica, llamársele durante varios siglos, ¡gracias a Dios!, en España, vivir del cuento.
            Por si la influencia de El Conde Lucanor no hubiera sido suficiente, llegó a reforzarla el conocimiento y éxito del Decamerón, muy divulgado en España por las ediciones de Venecia de 1471, Mantua en 1472 y las trece más que en los últimos años del siglo XV salieron de las prensas en Italia.



Cuentista y admirable el arcipreste de Tavera Alfonso Martínez de Toledo, quién, cáustico y festivo, intentando sentar plaza de moralizador, no logró sino inmortalizar una serie de relatos novelescos picarescos, sazonados en una buena prosa con sales y pimienta de la mejor calidad. El Corbacho del arcipreste de Talavera guarda los gérmenes de La Celestina y del Lazarillo de Tormes. Alfonso Martínez conoció el Decamerón, y le conoció a fondo, y le admiró. En el Corbacho, la influencia boccaciana está en los temas y en lo garrido del estilo en el análisis, en ese parecer escandalizado de aquello mismo que cuenta con regocijo. En El Corbacho aparece esa feliz aplicación a lo anecdótico de los refranes y proverbios del más exquisito sabor castizo. Y no es poco el mérito del arcipreste conseguir la amenidad tratando de las artes cosméticas y suntuarias, tan amadas por las mujeres; de los vicios y tachas y malos métodos de vivir de las mujeres y hombres, vistos desde un punto indiscutiblemente de la moral ortodoxa.
            Después del éxito del Corbacho, recorre en triunfo España una serie de colecciones de cuentos italianos, bien en lengua original, bien traducidos con diversa fortuna. Además del Decamerón de Zuca de Doni; las Horas de recreación, de Luis Guicciardini; las Historias trágicas de Mateo Bandello; los Hecatommithi, de Giraldi Cinthio; las Piacevoli Notti, de Juan Francisco de Caravaggio, conocido por Straporla.
            Fray Antonio de Guevara (¿1482-1545?), obispo de Mondoñedo. “Con toda su retórica, no siempre de buena calidad, tenía excelentes condiciones de narrador y hubiera brillado en la novela corta, a juzgar por las anécdotas que suele intercalar en sus libros y, especialmente, en sus Epístolas familiares”. (M.P.) En efecto,: muy ágilmente están escritos en esta obra varios ejemplos de filósofos antiguos y modernos, y las historias de Lamia, Ladia y Flora, algunos de los cuales le sirvieron a Timoneda de inspiración jocunda. Un mérito mayor tiene Guevara, tanto en su parte temática como en su estilo. Haber sido muy leído, muy imitado y muy copiado por franceses e ingleses, entre los cuales fue inmensa su popularidad. En el libro de Historias prodigiosas y maravillosas de diversos sucesos acaecidos en el mundo, que compilaron en Francia Boaystuau, Belleforest y Claudio Tesserant, y que los tradujo y editó en castellano en 1586 el impresor, vecino de Sevilla, Andrea Pescioni, se sigue y se traduce literalmente a Guevara en la Historia del león de Andrócles, en la de las tres enamoradas antiquísimas: Laima, Laida y Flora, y en el razonamiento del Villano del Danubio. Las dos primeras, contenidas en las Epístolas de Inglaterra, la imitación que d su estilo y sus temas hizo el autor inglés John Lily en su novela Euphues, the anatomy of wit, de 1580, dio origen al estilo inglés de moda en la época.
            Mucho también debe el libro Historias prodigiosas, al magnífico caballero y cronista Cesáreo Pero Mexia, de amplia cultura y grandes aficiones a las letras, muy dado y muy ducho en mezclar los motivos históricos con los fantásticos y legendarios. Pro Mexia, en su Silva de varia lección, publicada en Sevilla en 1540, con éxito asombroso, se muestra espíritu de una diversidad amable y muy sugestiva. No era un investigador original, pero tenía una manera amenísima para exponer las curiosidades y fingir los pasatiempos en cortas narraciones. Como dato curioso consignamos que la influencia de su obra no fue directa en España, sino por medio delas “Historias prodigiosas” de los franceses Pedro Boaystuau, Francisco Belleforest y Claudio Tesserant, quienes como ya he indicado, no tuvieron empacho para podar en su ingenio, en el de Guevara y en el de otros autores españoles e italianos. El libro de Mexia de plan mucho más bato y también más razonable que el de la obra francesa, interesa especialmente a los novelistas, tanto como por las cortas narraciones, aveces verdaderas leyendas, por ser un sugestivo y palpitante repertorio de ejemplos, de vicios y virtudes, y españolizado certeramente de autores clásicos, como Plutarco, Valerio Máximo, Plinio, Aulio Gelio. Con sus errores con sus deleznables argumentos, la “Silva” de Mexia, tan entretenida, exponente d la cultura media de la época, tuvo un éxito asombroso de lectura. En muy pocos años se hicieron de ella cerca de treinta ediciones, no sólo en España, sino en Francia, Bélgica, Inglaterra e Italia. En Francia traducida por Gruget, se cuentan hasta dieciséis ediciones de Les divers leçons de Messie. En Inglaterra, las once novelas contenidas en The life and death of Willian Longbeard, de Lodge, son un calco de otras tantas contenidas en su “Silva”.
            Uno de los primeros cuentistas españoles es, Antonio de Torqumada, escritor que se afamó entre 1553 y 1570, secretario del conde de Benavente, Son Antonio Alfonso de Pimentel, y conocido por sus Coloquios satíricos con un Coloquio pastoril y gracioso al cabo dellos, impresos en Mondoñedo por Agustín de Paz en 1553. Los Coloquios, en total son siete. En el primero se trata de los daños corporales del juego “persuadiendo a los que lo tienen por vicio que se aparten dél, con razones muy suficientes y provechosas para ello”; en el segundo se trata de los médicos y boticarios; en el tercero, de las ventajas de la resignación en la pobreza y del perjuicio que se sigue no pocas veces a la abundancia de bienes terrenales; en el cuarto, de los desórdenes en el comer y en el beber; en el quinto, de los desafueros que se cometen por los afanes de lujo en el vestir; en el sexto, de la honra y de la infamia, de las salutaciones y de los títulos antiguos, y del valor y del merecimiento de las personas. En el séptimo Coloquio pastoral, de los amores de varios pastores. Todos los Coloquios llevan abundantes ejemplos, que vienen a ser verdaderos cuentos pletóricos de encanto y de gracia.
            La Philosophia Vulgar de 1568 del humanista sevillano Juan de Mal Lara son cien proverbios castellanos, glosados con erudición, agudeza y sabiduría práctica, a imitación de los Adagios, de Erasmo.
            La glosa valiéndose de apólogos, facecias, cuentecillos, chascarros, dichos agudos y todo linaje de narraciones brevísimas, tan abundantemente que, seleccionadas estas glosas, formarían un conjunto de una importancia similar al Porta-cuentos de Timoneda. De todos estos cuentos, son unos de tradición esópica; otros están tomados de la tradición oral, y no faltan los de invención propia, que, por cierto, no son los peores ni los que tienen menos gracejo.
            En valencia, y en 1569, escribió e imprimió el librero valenciano Juan de Timoneda una edición completa de su Sobremesa y alivio de caminantes. Obra que quizá, mucho más restringida, estaba publicada desde 1563.
            Timoneda ni tiene el estilo gallardo, ni la intención moral elevada, ni la cultura grande de Mal Lara. Pero como éste, Timoneda sigue el procedimiento de explicar las frases y sentidos proverbiales por medio de charrascos, anécdotas, dichos ingeniosos y facecias. El Sobremesa consta de dos partes: la primera, con noventa y tres cuentos, y con setenta y dos en la segunda, muy pocos de ellos son originales. Unos proceden del Decamerón, como el de la mala fortuna del caballero Rugero. Otros, de los Coloquios, de Torquemada. Varios de los cuentistas italianos Bandello y Girolano Morlini. Cincuenta y tantos pertenecen al dominio de la paremiología. Algunos de Guevara; entre ellos, la consabida historieta de Lamia, Laida y Flora.
            Timoneda narra muy bien. Con personalidad bizarra. Carece, sin embargo, d esa finura de matices de los cuentistas italianos y de los mismos modelos españoles. Es autor de un libro rarísimo, llamado El Buen aviso y portacuentos de 1564, que contiene ciento setenta y cinco cuentos del mismo género que los del Sobremesa, pero con la diferencia de llevar aquéllos sendas moralejas en cinco o seis versos. Tampoco estos cuentos son originales, sino que derivan de las mismas fuentes apuntadas, y aun muchos son variantes de otros contenidos en la primera edición del Sobremesa. Todos ellos son, eso sí, como el mismo Timoneda declara “apacibles y graciosos cuentos, dichos muy facetos y exemplos acutísimos para saberlos contar en esta buena vida”. Como cuentos pueden considerarse las historias contenidas en El Patrañuelo ¿1566?, la obra más importante y conocida de Juan Timoneda. La historia que son veintidós, llevan el nombre de patrañas, de las cuales únicamente una puede ser original. Y digo puede, porque si sean encontrado las fuentes de las otra veintiuna, fácil pusiera ser que se hallase la de esa única el día menos pensado. De Herodo y Justino, de la Gesta Romanorum, de Apolonio de Tiro, de Boccacio y demás novellieri italianos –de los más licenciosos, como Masuccio Salernitano y Paladino degli Trienti-, de las Mil y una noches, del Ariosto, tomó los argumentos Timoneda sin el menor reparo. Los adaptó.
            Dos colecciones de cuentos, hoy desconocidos, conviene, sin embargo, citar aquí, a renglón seguido de los de Timoneda, por ser sus autores escritores muy notables. Se trata de los dos libros de cuentos varios, citados por Tamayo de Vargas y recogida la cita por Nicolás Antonio, debidos a las plumas de dos ingenios toledanos: Alonso de Villegas, autor de la prosa picaresca de la Comedia Selvagia y de la pía narración hagiográfica Flos Sanctorum, y Sebastián de Orozco, ingenio picante, narrador fácil, el Teatro Universal de proverbios, glosados en verso.
            Melchor de Santa Cruz, natural de la villa de Dueñas y vecino de la ciudad de Toledo, hombre de agudo entendimiento y de escasos estudios, publicó en el año de 1574 su Floresta española de apotegmas y sentencias, una de las colecciones más importantes de anécdotas y cuentos del siglo XVI, y libro muy curioso como texto de lengua que ha dado material suficiente y jugoso a todo género de obras literarias. Los cuentos pasaron a la conversación y al teatro. Y aún hoy se reiteran en las hojas volanderas de los periódicos y calendarios, sin que nadie se cuide de indagar su procedencia. Todas las obras de Melchor de Santa Cruz pertenecen a la literatura vulgar y paremiológica. En el prólogo de sus Cien Tratados confiesa sencillamente: “Mi principal intento fue solamente escribir para los que no saben leer más de romance, como yo, y no para los doctos.” En esta obra acumula Santa Cruz máximas, proverbios, sentencias, dichos agudos, apotegmas en tercetos o ternario de versos octosílabos. Pero la obra maestra de nuestro autor es la Floresta española, cuya primera edición es de 1574, en Toledo. ¿Cuál es la base de ésta obra? Indudablemente el cuaderno de Cuentos de Garibay que posee la Academia de la Historia y que publicó Paz y Meliá en el tomo II de sus Sales españolas
            La mayoría de los cuentos de Garibay, copiados casi literalmente pasaron a formar el armazón de la Floresta Española. Y el mismo gran polígrafo montañés opina que, pese a la negativa de Santa Cruz de no conocer otra lengua que la propia, debió entender la italiana y aprovecharse para su colección de las colecciones de Fazecie, motti buffonerie et burle del Piovano Arlotto, de Gonella y del Barlacchia, así como de las Hore di recreazione de Ludovico Guicciardini, y de las Facezie et motti arguti di alcuni eccellentissimi ingegni de Ludovico Domenichi.
            La Miscelánea, del caballero extremeño don Luís Zapata, publicada en 1593, “es mies abundantísima y que todavía no ha sido recogida enteramente en las trojes, a pesar de la frecuencia con que la han citado los eruditos, desde que Pellicer comenzó a utilizarla en sus notas al Quijote, y, sobre todo, después que la sacó íntegramente del olvido don Pascual Gayangos.” (Menéndez y Pelayo). Cada capítulo de la Miscelánea tiene su historieta o anécdota correspondiente. A veces, más de una. Y no producto de la imaginación, sino fundadas en hechos reales presenciados por el autor.
            La Miscelánea como el Sobremesa o los Cuentos de Garibay, no está escrita sujetándose a plan alguno; parece que fue el conjunto de unos apuntes para una obra extensa que iba a titularse Varia Historia. En la Miscelánea se narran supersticiones, milagros, burlas, motes, duelos y actos  caballerescos, costumbres y rasgos de astucia y agudeza… en una forma llna y desaliñada. Silva curiosa es una colección tan divertida como poco original, ya que en ella se dan como de Íñiguez retazos literarios de Cristóbal de Castillejo, Diego de Mendoza, Juan Aragonés, Francisco de Figueroa, Juan de Timoneda… De unos años antes son los doce cuentos de Juan Aragonés, de mucho carácter nacional y graciosos.
            En Las seiscientas apotegmas de Juan Rufo, impresas en Toledo en 1596, para desarrollar máximas morales, a modo de las de Plutarco y Erasmo, se recurre a la anécdota, al breve cuento, al dicho agudo, mitad sal y mitad azúcar, gracia y donaire.
            Condiciones de prosista y cuentista muy superiores a las de Timoneda tuvo Sebastián Mey, de una docta familia de tipógrafos y humanistas autor de un amenísimo Fabulario en 1613. El propio Mey, en el prólogo de su obra, dice: “Tiene muchas fábulas y cuentos nuevos que no están en los otros (libros), y los que hay viejos están aquí por diferente estilo.” Exacto. Aún las fábulas esópicas que selecciona las remoza con un estilo muy original y con una imaginación prodigiosa. Muy difíciles son de señalar los nexos que unen a Mey con la novelística de la Edad Media. Esopo y Ariano le influencian claramente. Pero quiénes más? Del Calila y Dimna copia dos únicos cuentos: El amigo desleal y El mentiroso burlado. Sin embargo, no los copia de ninguna de las versiones castellanas, ni del Directorium vitae humanae, de Juan de Capua, sino, quizá, de alguna de sus imitaciones castellanas. Del Infante D. Juan Manuel no imita si no una sola narración: la del molinero, su hijo y el asno. Parafrasea en su cuento La prueba de bien querer la facecia 116 de Poggio: De viro quae suae uxoris mortuum se ostendit. Y aún es estas contadas ocasiones Mey no se desprende de su personalidad inconfundible, procura dar a las narraciones color local, introduce nombres españoles de personas y lugares, huye siempre de los abstracto y de lo impersonal. El Fabulario es una obra de extraordinaria rareza y no una colección de fábulas literalmente traducidas de Fedro, como, erróneamente, ha escrito Phibusque.
            Gaspar Lucas Hidalgo, vecino de la villa de Madrid, publicó en el año de 1605 los Diálogos de apacible entretenimiento, que contiene unas Carnestolendas en Castilla, conjunto de cuentos muy populares durante todo el siglo XVII, el lenguaje crudo y las sales gordas hasta el punto que, al aprobar éste libro, Tomás Gracián Dantisco tuvo que decir: “Enmendado cómo va el original, no tiene cosa que ofenda; antes, por su buen estilo, curiosidades y donayres permitidos para pasatiempo y recreación, se podrá dar al autor el privilegio y licencia que suplica.”. Y de él escribió Menéndez y Pelayo: “Su libro es de los más sucios y groseros que existen en castellano; pero lo es con gracia, con verdadera gracia, que recuerda el Buscón, de Quevedo, siquiera sea en los peores capítulos, más bien que la sistemática y desaliñada procacidad del Quijote, de Avellaneda.” Entre 1605 y 1618, se hicieron nueve ediciones de esta singular obra, especie de miscelánea y floresta cómica, en la que predominan extraordinariamente los cuentos, Gaspar Lucas Hidalgo atribuye la mayoría de las gracias a un famoso decidor, Colmenares, tabernero muy rico de Burgos, quien pensaba que el frío terrible de las noches burgalesas se combatía con lo que mejor a fuerza de vino añejo y de acre mostaza. Y si las fuentes en que bebió Lucas Hidalgo son fáciles de señalar, lo son igualmente quienes le imitaron con mayor traza, pero con menos llaneza y más rebuscada. Así  gracia. Así Castillo Solórzano en su Tiempo de regocijo de 1627. Antolinez de Pidrabuena en sus Carnestolendas en Zaragoza en 1661, y Chirino Bermúdez en sus Carnestolendas en Cádiz en 1639.



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            Hemos mencionado las más importantes colecciones de cuentos castellanos conocidos entre los siglos XIII y XVII. Y conste que no nos olvidamos de otros, como los de Luis de Pinedo, Liber faceciarium et similitudinum; las glosas del sermón de Aljubarrota atribuidas a D. Diego Hurtado de Mendoza, en manuscritos de la centuria decimosexta;  el cuaderno de los Cuentos de Garibay, que posee la Academia de la Historia; las Clavellinas de recreación, de Ambrosio de Salazar; las Noches de invierno, de Antonio de Eslava… Pero todas estas colecciones enumeradas un tanto rápidamente son de mucho menos interés. Casi ni son de cuentos, sino de dicharachos y frases lapidarias. La de Antonio de Eslava tiene una honra especial: en el capítulo IV de la Primera noche los mismos eruditos ingleses, han creído ver el germen del drama fantástico de Shakespeare The Tempest, representando hacía 1613, cuatro años más tard de publicada la obra del escritor español.
            Más… los cuentos, los famosos cuentos españoles, los viejos cuentos de la vieja España, no son únicamente los contenidos en las precedentes colecciones. Los más famosos cuentos, los cuentos más ingeniosos y de traza singularísima, por la trama y por el estilo, hay que buscarlos en las obras de los grandes ingenios. ¿Qué es el Lazarillo de Tormes sino una sucesión de cuentos, sin otra defensa de su género novelesco que la reiteración en ellos del mismo protagonista? En el Guzmán de Alfarache puede espigarse, a docenas, los cuentos y los chascarros de la mejor calidad. Cuento, y delicioso, es la Historia de Abindarráez y Jarifa que Jorge de Montemayor intercala en su Diana. Y los cuentos se dan casi la mano en  El Escudero Marcos de Obregón, de Espinel, y en Los Cigarrales de Toledo, de Tirso, y en El viaje entretenido, de Rojas Villandrando, y en las obras festivas y picarescas debidas a la pluma de aquel  portentoso narrador que se llamó D. Francisco de Quevedo. Sin tanta abundancia, pueden pescarse lindísimos cuentos en los mares novelescos de Cervantes y Lope de Vega. Y hasta en los hermosos pero sombríos lagos de Gracián.
            Lo difícil, en abundancia tal, es el escoger. Lo difícil es el presentar en una antología, especímenes de todas las formas en que fue cultivado el cuento en España: desde la sencilla anécdota hasta la narración, que por su amplitud, se confunde con la novela breve. Lo importante es dar entrada al mayor número posible de autores para, así, dar a conocer en mayor número posible d estilos. Lo importante es no dejar fuera de esta antología ninguno de aquellos cuentos que han recibido consagración general, ya dentro de la literatura española, ya dentro de la tradición novelística erudita, ya en el folklore universal.
            Como esta antología se dedica al gran público de todo el mundo, nos hemos permitido trasladar al castellano de hoy muchos de los cuentos de los siglos XIII, XIV y XV, que en su ortografía genuina dificultarían la lectura del lector no avezado; pero respetando su sintaxis sencilla y solemne a la vez.
Federico Carlos Sainz de Robles.
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Continuará…..

Cuentos Viejos de la Vieja España (del siglo XIII al siglo XVIII), Estudio preliminar, retratos literarios, selección y notas de Federico Carlos Sainz de Robles, Subdirector de la Biblioteca y Museo de Madrid, Madrid, M. Aguilar, Editor, 1943.



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