EL
MILITARISMO MEXICANO*
El lector notará muchas repeticiones y
alguna que otra contradicción. Sus diversas partes no son verdaderos capítulos
componentes de un libro armónico; son artículos de periódico escritos bajo la
inspiración de la última noticia y que reflejan la nerviosidad del momento.
Podría
haberlos retocado, añadiendo y quitando, hasta hacer con todos, un libro
homogéneo; pero muchos habrían dicho entonces que me rectificaba a mí mismo,
desfigurando por miedo o por interés lo que afirmé de primera intención en la
Prensa de los Estados Unidos.
Los
dejo tal como los escribí y se los entregué a mis traductores. Hasta me
abstengo de corregir los descuidos literarios, propios de un trabajo hecho con
rapidez periodística y destinado a publicarse en otro idioma.
Tal
como aparecen, con toda la espontaneidad de su vertiginoso nacimiento, el
lector encontrará seguramente en ellos un medio de orientarse sólo con que
recuerde las circunstancias en que los escribí y los sucesos que se
desarrollaron en el curso de su publicación.
Esta
publicación en los periódicos de los Estados Unidos duró unos veinte días.
Cuando escribí los primeros artículos aún vivía Carranza y andaba perseguido
por los montes, pero con rumbo a los estados donde tenía muchos partidarios y
podía formalizar su resistencia. Entre el artículo sexto y el séptimo llegó la
noticia de que Carranza había sido asesinado y sus asesinos pretendían hacer
creer a la opinión que se trataba de un suicidio. En los restantes artículos,
al quedar triunfante el militarismo, digo de él y del porvenir de Méjico lo que
debo decir.
No
creo dar al lector una noticia sorprendente al revelarle que mis artículos levantaron
en la Prensa de Méjico un clamoreo de insultos y calumnias fáciles, de esas que
se hallan al alcance de cualquier simple. (1)
(1) Lo que han dicho en Méjico y fuera de
Méjico contra mí a causa de estos artículos no exige grandes fatigas
cerebrales. Lo puede inventar cualquiera.
Unos afirman que estoy subvencionado por
los Estados Unidos, lo que no niego. Recibo dinero de los Estados Unidos, y,
además, de Inglaterra, de Francia y hasta de la misma España, siendo algunos
estas remuneraciones verdaderamente considerables, como yo no las pude soñar
nunca.
Pero el que me paga en todos los países
es un personaje llamado PÚBLICO, el cual se muestra tan bondadoso, que no me
retira su subvención, a pesar de que más de una vez le critico y escribo
contra sus gustos.
Como el público de lengua inglesa es el
más numeroso de la Tierra, la subvención d los Estados Unidos resulta la más
considerable; tanto, que es para mí en algunas ocasiones motivo de asombro,
especialmente cuando recibo dinero a cambio de críticas independientes y algo
rudas, que allá prefieren a la vilezas d la adulación. Los verdaderos fuertes
son así.
Reconozco que estoy subvencionado. No
hablemos más de eso. Pero esta subvención inspira a los mismos que me atacan
más envidia que cólera. Además, son miles de miles los que desearían
obtenerla y muy contados los que la consiguen.
Otros han dicho que escribí estos
artículos porque el Gobierno mejicano no quiso darme una –cantidad enorme- a
cambio de la novela que pienso escribir. ¡Como si yo, para publicar un libro,
necesitase que me ayudara un Gobierno, lo mismo que cualquier principiante
que imprime un tomo de poesías!... Sé muy bien, como lo saben muchos, que los
Gobiernos mejicanos actuales no pueden dar nada, después de los diez años de
rapiña anárquica que han hecho sufrir a su país.
Todo lo han robado o destrozado los
gobernantes y sus amigos.
El Gobierno de Porfirio Díaz fue rico;
indudablemente, volverán a serlo los gobiernos mejicanos del porvenir, cuando
se haya perdido la memoria de esta falsa e ineficaz revolución; pero los del
presente no poseen ni con mucho lo que necesitan para contentar a los de
dentro de casa, y éste es el principal motivo de tan continuas revueltas.
Todas estas invenciones ni me lastiman
ni me sorprenden. No tienen ni siquiera el mérito de la novedad. Son copiadas
de Europa y las conozco hace tiempo.
De muchacho tuve el honor de intervenir
por primera vez n los asuntos de Francia, cuando el proceso Dreyfus,
combatiendo como un principiante al lado de Zola, Clemenceau y tantos otros.
Bien sabido es que los que luchamos entonces contra los errores del
militarismo y la influencia del clericalismo estábamos pagados por los
millonarios judíos.
Durante la pasada guerra, los
germanófilos de algunos países me acusaron de estar a sueldo de Francia.
¡Como si yo, republicano de toda mi vida, hijo espiritual de la Revolución
francesa y nacido a orillas del mar latino, necesitase recibir dinero para
defender la causa de la República y sus aliados!
Ahora, porque ataco a una horda de matones
faltos de escrúpulos, que ejercen una tiranía militarista sobre un país que
habla español, estoy subvencionado por los Estados Unidos.
Pueden continuar los que tal dicen… No
por esto dejaré de seguir mi camino.
·
Blasco
Ibañez, Vicente, Obras Completas, Madrid,
Aguilar, 1967, Tomo II.
|
Resulta natural en todos los países de la
tierra que una parte de la opinión se indigne contra un visitante que ha visto
los defectos nacionales y los dice públicamente. Cuando mayor es la verdad, más
doloroso resulta el choque y más ruidoso el clamoreo.
En
Méjico debía esta protesta adoptar forzosamente mayores caracteres de
vehemencia, por la especial situación d sus periódicos. Todos ellos dependen
más o menos directamente del que manda. Hasta los hay que fingen hacer
oposición por orden del Gobierno, para que los enemigos no digan que en Méjico
nadie puede hablar. Yo he visto a todos los diarios venerando al primer jefe, y hoy de seguro que, sin
haber cambiado de título ni de director, execran al “nefasto y ladrón
Carranza”.
Es
verdad que no pueden hacer otra cosa. Hay que vivir. Si no fuesen así, no
existirían. Y por esto, de todas las iras que provoqué en mi vida a causa de mi
afán por decir verdades, la que menos me ha impresionado es la de los
periodistas de Méjico. Hasta tengo la seguridad de que, hablando a solas con
ellos, no habría entre nosotros la menor disensión. ¡Si las cosas más
escandalosas que yo relato en mis artículos me las han contado ellos mismos, o
las he leído en su periódicos cuando estaban de mal humor contra el ministro de
Hacienda u otro ministro a causa de la tardanza en recibir la subvención –los
que cobraban subvención-, o de la negativa de concesiones y otros favores para
los que pican más alto!...
Más
me conmueve la protesta ingenua de cierto público de vista corta y opiniones
simples que, al hablar de mí, dice con amargura:
-¡Ingrato!
Le dimos serenatas, le dimos banquetes y nos ha pagado hablando mal de Méjico.
Para
estas gentes sencillas, hablar mal de Méjico es criticar la pobreza en que vive
por culpa de las incesantes revoluciones; censurar a los generalotes que
prolongan la tiranía de un militarismo zafio; dolerse de que la anarquía
mejicana no ofrezca remedio; en resumen: repetir con la pluma lo mismo que
ellos murmuran y lamentan en voz baja en sus conversaciones particulares.
Éste
público, como los habitantes de otras repúblicas americanas, están
acostumbrados a ver de tarde en tarde un poeta que pasa, un trovador que de
Tejas al cabo de Hornos entonando himnos a la belleza de cada país en que se
hospeda. Admiro a estos bardos optimistas que pagan en armoniosos versos la
hospitalidad que reciben; pero no pertenezco a su clase.
Agradezco
mucho las atenciones de que fui objeto en Méjico; pero ni yo las solicité ni
creo que me las concedieron con el objeto de comprar mi opinión y que
encontrase inmejorable todo lo del país. Suponer lo contrario sería ofensivo
para el pueblo mejicano más aún que para mí. En la vida social, ¿qué persona
decente se compromete a mentir porque en una reunión le han dado una taza de té
o de chocolate?...
Tampoco
soy de esos malhumorados que por diversidad o por un deseo de falsa
independencia acostumbran invariablemente devolver mal por bien. En otros
países de la América de lengua española he sido recibido con iguales o mayores
honores que en Méjico, y sus habitantes saben que aprovecho todas las ocasiones
para expresar mi optimismo acerca de ellos.
Yo
podía, a imitación de cualquier versificador errante, haber dicho que Méjico es
un país perfecto, con ansias de riqueza; que la revolución ha hecho felices a
los mejicanos, que nunca ha habido allí tanta prosperidad; que su gobernantes
son los primeros del mundo, sus generales los más valerosos y sus masas
populares un modelo de civismo y cultura… Nada me hubiese costado decir estos
disparates, y hasta es posible que muchos simples, al agradecérmelos como un
acto de cortesía, habrían acabado por aceptarlos como verdades indiscutibles,
bajo la influencia de una desorientada vanidad nacional.
Yo
aprecio al pueblo mejicano y deseo su bienestar y su verdadera libertad. Por
esto sonrío tristemente cuando veo que se indigna contra el que ha cometido el
enorme pecado de denunciar y censurar al militarismo que lo mantiene en
perpetua revuelta, en belicosa ignorancia, y que no le permite cristalizar como
país moderno, adquiriendo la estabilidad próspera de las naciones en paz.
La
salvación de Méjico estriba en que se libre para siempre del despotismo de los
generales de machete y se vea gobernado por hombres civiles. Desgraciadamente,
no parece que el país pueda realizar esto por sí mismo. A lo menos, no se ve
todavía que sea capaz de conseguirlo por sus propias fuerzas. Diez años de
revolución han roto todos los vínculos de la disciplina social. La gran mayoría
que desea la paz está disgregada, carece de unidad y de fuerza; sólo sabe
quejarse, y casi siempre en voz baja. Una minoría insolente de macheteros,
dividida en diversos grupos antagónicos que se combaten por conseguir el Poder,
domina al país por el Terror.
Estos
militares –llamémoslos así- que hacen vivir todavía a Méjico una existencia
medieval, buscan casi siempre el apoyo de los Estados Unidos cuando están en la
posición y preparan una revuelta. Unas veces han sido los negociantes
norteamericanos los que, por conveniencias financieras, les han facilitado
armas y dinero; otras veces los ha ayudado el mismo Gobierno de Washington, por
torpeza y por ignorancia.
Gobernantes
ideológicos, algo distanciados de la realidad, han creído de buena fe que los
ignorantes caudillos de Méjico son verdaderos revolucionarios como los de otros
países, guiados por un ideal generoso, y le han proporcionado armamentos y
empréstitos, creyendo servir con ello a la causa de la Humanidad, cuando no
hacían más que contribuir al atraso, incertidumbre y la ruina de una nación
digna de mejor suerte. Hasta se ha visto a un Wilson apoyando al bandido Villa
con toda buena fe, por creerle un Mesías de la democracia. A causa de todo esto
me siento satisfecho de haber dicho la verdad.
La
caída de Carranza
Serán simples visones de novelista de
observador que desea mantener su independencia. He hablado con Carranza y con
sus más encarnizados enemigos. Agradezco las atenciones que todos tuvieron
conmigo, pero no soy partidario ni de unos ni de otros. Si alguna predilección
siento es por el pueblo mejicano, eterna víctima de una comedia trágica que
nunca acaba; pobre esclavo al que todos quieren redimir, y permanece lo mismo
que hace siglos: sempiterno engañado al que se le dedican hermosas frases, pero
nuca se le dice la verdad, porque la verdad es muchas veces cruel.
Hablé
con el presidente Carranza varias veces con una relativa intimidad, y puedo
decir cuál era el pensamiento principal que guio su política en los últimos
tiempos.
Sé
bien que este personaje no es de los que se dejan sondear. Hombre acostumbrado
a la política de un país donde el disimulo resulta una de las mejores virtudes,
no es fácil conocer su pensamiento verdadero. Baste decir que don Venustiano,
cuando recibe una visita, lo primero que hace instintivamente es colocar su
sillón de espaldas a la ventana más próxima. Así queda en la penumbra, y su
cuerpo no es más que una silueta negra, en la que apenas se marca el rostro
como una vaga mancha blanca. Él, en cambio, puede examinar a su gusto el rostro
del visitante, que permanece en plena luz frente a la ventana. Además, si algo
atrae su atención poderosamente, mira por encima de sus anteojos azulados. Esto
hizo sospechar al rústico Pancho Villa que don Venustiano tiene muy buena vista
y no necesita de anteojos, y que si los lleva es para ocultar su pensamiento al
ocultar su mirada.
No
vaya, sin embargo, el lector a imaginarse a Carranza como una especie de tirano
astuto y de aspecto terrorífico. Don Venustiano es un antiguo hidalgo del
campo, un ranchero, con las
marrullerías de todos los propietarios rústicos y las malicias d los políticos
provincianos; pero resulta simpático y tiene nobles ademanes. Algunas veces, a
pesar de su aspecto reservado, se muestra locuaz y alegre, “se siente estudiante”,
como él dice, y entonces habla sin reserva, con ingenuidad y hasta ríe.
Carranza
ha caído del poder por empeñarse tenazmente en hacer una política
antimilitarista. Este antiguo caudillo de las tropas revolucionarias, nacido en
el campo y más hombre de guerra que muchos de sus generales procedentes de las
ciudades, nunca quiso que le llamasen general. Sin duda, por saber que la
eterna enfermedad de Méjico es la erupción que sufre de generales, no quiso
afligir al pobre enfermo con un grano más. Todos sus partidarios le llamaban el primer jefe, pero nunca general.
Además, en campaña llevaba un simple uniforme d soldado raso. Ahora, al ir a
dejar la presidencia, intervino más o menos directamente en los manejos
electorales; influyó para que su sucesor fuese un hombre civil.
-El
mal de Méjico –me dijo en una entrevista- ha sido y es el militarismo. Sólo muy
contados presidentes fueron hombres civiles. Siempre generales, ¡y qué
generales!... Es preciso que esto acabe para bien de Méjico; deseo que me
suceda en la presidencia un hombre civil, un hombre moderno y progresivo que
mantenga la paz en el país y facilite su desarrollo económico. Pero el modo con
que pretendió realizarlo no pudo ser a su vez más absurdo y peligroso. De aquí
que su antimilitarismo me parezca muy bien y su caída igualmente muy bien.
Para
dar un carácter civil a la Presidencia de la República era necesario haber
escogido un hombre eminente, de larga historia y de prestigio popular; y
Carranza escogió precisamente al más desconocido de los mejicanos, al señor
Bonillas, embajador en Washington, hombre que ha pasado casi toda su vida fuera
del país natal y que formó su familia lejos de él.
***
Además
hay que tener en cuenta el modo de Gobernar de Carranza en los últimos tiempos.
Se
bien que cuando un partido revolucionario triunfa en un país como Méjico, las
escisiones son inevitables al transcurrir el tiempo. Los triunfadores son
muchos, todos quieren recompensa, y el país no produce para contentar a todos.
Los primeros puestos son pocos, y los que se consideran dignos de ellos se
cuentan por docenas.
Hay,
además, algo que es peculiar de Méjico. En casi todos los países se encuentra
el revolucionario asceta, que sólo saca de la revolución las satisfacciones
ideales del triunfo. Es indudable que en las revoluciones ha habido siempre
hombres faltos de vergüenza, que sacaron de ellas un provecho egoísta; pero
también existen nobles y desinteresados ilusos que se sacrifican por los demás
y, después de la victoria, siguen alimentándose, como santos rojos, con el pan
y el agua del entusiasmo.
Yo
he buscado entre los mejicanos que ocuparon los primeros puestos después de la
revolución caracteres quijotescos, como los hubo en la Revolución francesa y
como los ha habido en la Revolución rusa; héroes desinteresados, de los que
sólo piensan en el bien de los demás, sin acordarse del bien propios. No los he
encontrado. Todos los que he visto son hombres de sentido práctico, que no
pierden de vista su conveniencia personal.
Me
ha asombrado, además, ver la cantidad de revolucionarios ricos que hay en
Méjico. Tal vez existan algunos revolucionarios pobres –deseo que así sea, pues
yo, en mi país también he sido revolucionario y pobre-, pero su número resulta
tan escaso que pueden contarse con los dedos de una sola mano y aún tal vez
quedan algunos dedos sin empleo.
Los
más de ellos deben de ser hijos de millonarios. Sus afirmaciones de que antes
de la revolución eran simples obreros, mercaderes ambulantes, pequeños
empleados o vagabundos sin ocupación, serán mentiras indudablemente para
ocultar su poderoso origen, halagando de este modo a las clases populares. Sólo
se comprende su riqueza actual por una herencia de sus padres, que los tenían
olvidados. De no ser así, resulta imposible explicarse honradamente cómo unos
hombres que hace seis años o siete años eran vendedores ambulantes de leche,
sombrereros de campesinos, vendedores de legumbres frescas, famélicos maestros
de escuela rural o mozos de molino, posean hoy varios millones de dólares
después de haber figurado en una revolución. También resulta difícil de
explicar cómo tales generalas y coronelas, por legítimo matrimonio, que hace
media docena de años eran pobres mujeres del pueblo, y tantas amigas de general
y de coronel, lucen valiosísimas alhajas, iguales, exactamente iguales, a las
que ostentaron en otros tiempos las familias mejicanas que hoy viven lejos de
su país.
Pero
no insistamos en estos detalles. Baste decir que los hombres salientes de la
revolución de Méjico han hecho la revolución para ganar algo, que ellos no
comprenden el sacrificio por los demás, y que pasados los primeros años de
desorden, al consolidar Carranza su Gobierno, tuvo que restringir el círculo de
sus favorecidos, con lo cual se convirtieron n enemigos encarnizados del primer jefe todos los que quedaron más
allá d la lluvia de favores.
Al
examinar de cerca el círculo de íntimos que rodeaba a Carranza en su vivienda
presidencial, lo primero que llamaba la atención era la juventud de todos
ellos. El respetable don Venustiano, con su barba blanca y sus gafas azules,
parecía un director de colegio. Generales de veintisiete años y graves
ministros de veintinueve o treinta rodeaban con veneración y gratitud al
antiguo primer jefe.
En
realidad, uno de ellos ha gobernado a la República mejicana en los últimos
tiempos, siendo su verdadero presidente: Juan Barragán, un general de
veintisiete años, jefe del Estado Mayor Presidencial.
Todos
los que tenían pendiente un asunto con el Gobierno se decían enseguida: “Habrá
qué hablar a Juanito Barragán.” Por su juventud y su carácter llano y amable,
era para todos, Juanito. Simple estudiante de Derecho e hijo de una familia
algo acomodada, siguió a don Venustiano al sublevarse éste contra Huerta. El
presidente Carranza mostró siempre cierta debilidad por este joven, que lo
acompaña a todas partes como un elemento hermoso y decorativo. Se ha dicho
recientemente que Barragán fue fusilado por los revolucionarios de Méjico al
huir Carranza. Deseo que la noticia resulte falsa. ¿Para qué matarlo?
Ha
sido el Apolo de la revolución. Alto, elegante, hermoso, aunque de cara algo
aniñada, las muchachas de Méjico lo tenían por el hombre más guapo del país y
de la Tierra entera. Casi gozaba de honores de gloria nacional. Su persona
deslumbraba con el azul brillante de su uniforme y el oro de cordones y
entorchados. Parecía recién salido de una caja de barniz. Cada semana, uniforme
nuevo. ¡Veintisiete años, una magnífica salud, un carácter alegre y dueño de
Méjico!... Sus enemigos afirmaban que era suya toda una fila de casas en la
avenida principal de la ciudad. ¡Imposible! No podía quedarle dinero para tales
adquisiciones después de arrojarlo a manos llenas. Durante los últimos años ha
sido un verdadero negocio para cantantes y actrices hermosas hacer una jira por
Méjico. Gracias al amable jefe de Estado Mayor, se podía salir del país con
cien mil o doscientos mil pesos de ahorros.
Su
autoridad se extendía hasta las esferas universitarias. Durante mi visita a
Méjico, el Gobierno me confió a la universidad para que me dirigiese en mis
excursiones por l país. Tratándose de un escritor. Pero poco antes de marcharme
de Méjico me enteré, por la indiscreción de un funcionario, que cierta
bailarina extranjera había sido confiada igualmente a la Universidad durante su
excursión, un año antes.
Imposible
enfadarse. ¡Cosas del simpático Barragán!... Acogía a todos los solicitantes
como si estuviese pronto a morir antes que dejar de servirlos. Jamás dijo que
no a nadie. Era capaz de dar la cabeza de don Venustiano si se la pedían con
verdadero empeño. Y Carranza, sobrio en el vestir, grave en su aspecto y de
morigeradas costumbres, parecía regocijarse, lo mismo que si se contemplase en
un espejo, al mirar el elegante uniforme y los dorados de su jefe de Estado
Mayor. Otras veces sonreía con una bondad de abuelo al enterarse de sus
triunfos amorosos. Me marché de la ciudad de Méjico sin poder despedirme del
Apolo de la revolución.
El señor general don Juan Barragán pasaba el
día entero con el teléfono en la oreja, dando órdenes mientras estudiaba el
mapa de Méjico. Se habían sublevado ya los partidarios de Obregón, y el más
bello de los mejicanos acababa de entrar en plenas funciones d estratega,
disponiendo los movimientos de tropas.
¡Pobre
y simpático muchacho! Ahora me explico la rapidez fulminante con que se
derrumbó don Venustiano.
***
La
verdadera causa de la caída de Carranza es haberse empeñado éste en imponer la
candidatura presidencial de Bonillas.
De
no habérsele ocurrido esta solución, dejando que las elecciones siguiesen su
curso y que los generales Obregón y Pablo González se disputasen el sillón
presidencial, habría terminado tranquilamente el periodo de su gobierno,
reverenciado como un ídolo por sus antiguos subordinados.
El
lector se preguntará tal vez por qué razón Carranza inventó un candidato tan
falto de popularidad como el señor Bonillas. Para contestar esto debo entrar en
el dominio de las suposiciones, o, mejor aún, limitarme a repetir lo que he
oído en Méjico. Como los más tienen una firme convicción de las habilidades
tortuosas d Carranza, por ser hombre silencioso y de maquinaciones a largo
plazo, se explican del siguiente modo su conducta con Bonillas:
Este
no iba a ser más que un instrumento en manos de don Venustiano. Lo había
escogido por su misma insignificancia, por no tener partido alguno detrás de él
ni ser conocido en el país. Todo lo que fuese se lo debería a su protector, y
no podría darse la vuelta contra él.
Esto
de darse la vuelta es una
preocupación en Méjico muy digna de tenerse en cuenta. Allí, la traición
política supone poco, y el amigo de hoy es casi siempre el enemigo de mañana.
El que leva a alguien está casi seguro de recibir a continuación un puntapié,
con el cual el elevado pretende demostrar su dignidad y su independencia. Con
el anónimo señor Bonillas no había mido ni al puntapié ni a que se diese la vuelta. Creado por Carranza,
seguiría fiel a éste, rodado de la escolta de personas que su protector
quisiera escogerle como asesores y guardianes.
Los
críticos de vista corta ni siquiera suponían en Carranza este propósito,
creyendo que la candidatura de Bonillas era una malicia momentánea.
-Conocemos
al viejo barbón-. Ha lanzado la candidatura de Bonillas para irritar
simplemente a Obregón. Este se sublevará, tendremos una nueva guerra, y
entonces, al no poder verificarse las elecciones, continuará Carranza en la
Presidencia por tiempo indefinido.
Otros
de vista más larga, al hacer sus comentarios, se aproximaban, en mi concepto,
más a la verdad.
-Carranza
–decían- quiere realmente que Bonillas le suceda en la presidencia. Bajo sus
indicaciones, y con una Cámara formada de diputados carrancistas, Bonilla se
encargará de la reforma constitucional, suprimiendo el artículo que prohíbe la
reelección de todo presidente. Una vez suprimido este artículo, don Venustiano
volverá a la Presidencia y se hará reelegir indefinidamente.
El
procedimiento no es nuevo. Así hizo Porfirio Díaz. Empezó su carrera
sublevándose, para que ningún presidente fuese reelecto; pero luego que fue
presidente se hizo reemplazar por una hechura suya, durante cuya presidencia se
reformó la misma Constitución impuesta por él, pudiendo luego gobernar treinta
años seguidos.
Yo
creo que Carranza quiso realmente que su sucesor fuese Bonillas; pero esto no
impide el afirmar que don Venustiano ha prestado un triste servicio a su
protegido. De todos los personajes que figuran en la última revolución
mejicana. Bonillas es el que más me inspira simpatía, a causa de sus
desventuras.
¿Por
qué no lo dejaron tranquilo? Los mejicanos hace diez meses, no sabían quién era
Bonillas. Algunos estaban enterados de que existía un señor de este nombre en
la capital de los Estados Unidos, y hasta sospechaban que había hecho grandes
cosas por Méjico, aunque no sabían cuáles. Y, de repente, la gente del Gobierno
lanzaba a la circulación este nombre sin eco, como el de un personaje
providencial que iba a salvar al país.
Los
vecinos de la ciudad de Méjico son gente graciosa y muestran un ingenio vivo
para inventar apodos. Además, las zarzuelas españolas ocupan siempre los
escenarios de los teatros de la capital, lo que da a sus públicos la misma
gracia de la gente de los barrios bajos de Madrid. Entre las canciones nacidas
en la capital de España que ruedan por los teatros y music-halls de todos los
países americanos de lengua española, hay una que se ha hecho muy popular. Es
la historia de una pastorcita abandonada y vagabunda, que ignora donde nació y
cuáles fueron sus padres, que no puede decir nada de su origen y sólo sabe que
su apodo es Flor de Té.
El maligno público de Méjico bautizó
inmediatamente al candidato de Carranza, venido del extranjero, y que nadie
sabía quién era ni adónde podía ir. ¡Viva Bonillas! ¡Viva Flor de Té! Y la gente rio desde este momento, sin respeto a las
barbas y al gesto de pocos amigos que pone don Venustiano en sus momentos de
mal humor.
El
Ciudadano Obregón
Conocí
personalmente a Obregón dos días antes que huyese de la capital de Méjico,
declarándose en abierta rebeldía contra Carranza.
Al
llegar yo al país, este candidato andaba de propaganda electoral por lejanos
estados. Varios amigos míos que son partidarios de él, tenían empeño en que
viese y escuchase a su ídolo.
-Así
que vuelva Obregón arreglaremos un almuerzo o comida para ustedes se conozcan.
Obregón,
en realidad, no volvió. Lo hizo volver Carranza forzosamente, llamándolo a
Méjico para procesarle por complicidad con los insurrectos que de antiguo
estaban alzados en armas contra el Gobierno. Fue éste un medio eficaz para
cortar la propaganda de insultos y amenazas contra Carranza que venía haciendo
Obregón. Su forzoso viaje a Méjico conmovió a la gente de la capital excitando
aún más su curiosidad.
¿Qué
va a ocurrir?... ¿Se atreverá el “viejo” a meter en la cárcel al “manco”, anulándolo
como candidato?... ¿Se lanzará éste a la revolución para no perder su
libertad?...
Y
cuando muchos se hacían estas preguntas ansiosamente, temiéndolas consecuencias
de un rompimiento definitivo entre el maestro Carranza y su antiguo discípulo,
mis amigos obregonistas me anunciaron la entrevista con su héroe.
-El
general le espera a almorzar mañana.
Yo
había exigido que el almuerzo fuese en un lugar público, a la vista de todo el
mundo, para evitar torcidas interpretaciones. De realizarse en la casa de un
amigo, podrís significar para muchos una predilección mía por Obregón, y yo no
deseaba parecer como carrancista ni como obregonista. Mi deseo se vio realizado
con creces. El almuerzo fue en el restaurante Bac, el establecimiento más
céntrico de la capital, y no en cuarto aparte, sino en la sala común, comiendo
en una mesa inmediata a la plataforma ocupada por los músicos. Más publicidad y
menos secreto en nuestra entrevista eran imposibles. De todas las mesas
cercanas podían escuchar lo que hablábamos. Y, sin embargo, estas mesas
estuvieron desiertas durante nuestro almuerzo.
Obregón
era en aquellos momentos un personaje en desgracia que podía levantarse y podía
quedar también para siempre tendido en el suelo. Contaba con entusiásticos
amigos, pero tenía enfrente al viejos Carranza, tenaz en sus odios y de una
energía indomable. Aún no había llegado la hora misteriosa en que la opinión
sacude su inercia, yéndose de un lado a otro, los tímidos se mantenían lejos;
los hábiles calculaban aún, sin logar salir de sus dudas.
El
inquieto general era un valor enigmático. Con él se podía ir al Ministerio o al
pelotón de fusilamiento. Era preciso esperar para ver claro. Y Obregón no podía
contar más que con los amigos fieles de siempre, contemplándole todavía de
lejos los que husmean la hora favorable y son los primeros en correr hacia el
futuro vencedor, decidiendo su triunfo.
*****
Al
entrar en el restaurante lo reconocí sentado en una mesa con un amigo, al que
explicaba las excelencias de cierto “cock-tail” de su invención.
No
vaya a creer el lector por esto que Obregón es un alcohólico. Lo tengo por
hombre parco en la bebida. Durante el almuerzo prefirió la cerveza al vino, y
muchas veces pidió agua. Pero como hombre que ha vivido a campo raso, sufriendo
las inclemencias de la naturaleza y sobrellevando malas noches, le gusta de
tarde en tarde el trago aislado, con el único fin de tonificar sus fuerzas.
Igual error sería suponerlo un caudillo mejicano como los que hemos visto
aparecer tantas veces en las películas y las revistas de music-hall: un
personaje de color cobrizo y ojos oblicuos.
Obregón
es blanco, puramente blanco, sin que se adivine en él una sola gota de sangre
indígena. Es un español que podría pasearse por Madrid sin que nadie sospechase
su procedencia del hemisferio americano.
-Mis
abuelos eran de España –me dice-. Ignoro de que provincia. Otros buscan con
ahínco quienes fueron sus ascendientes o los inventan. Se suponen de origen
noble, afirman descender de duques y marqueses. Yo sólo sé que los míos
vinieron de España. Debieron de ser pobres gentes empujadas a la emigración por
el hambre.
El
personaje empieza a diseñarse. Obregón es un hombre que procura asombrar al que
lo escucha: unas veces con explosiones de orgullo: otras, con empequeñecimientos
de una humildad inesperada. Lo que le importa es decir siempre lo que no
esperan los demás. Es todavía joven: no ha pasado de los cuarenta, y su
complexión parece recia y sanguínea. Se adivina en él un exceso de vida. Un
extravasamiento de la sangre cubre sus carrillos de inflamadas venillas, lo que
da un tono rojizo a su cutis.
Su
enemigo don Venustiano está igual con la sangre en el rostro, pero es en la
nariz, que parece surcada de venas rojas, azules y verdes, iguales a las líneas
sinuosas de una carta geográfica.
Los
hombres de acometividad ofrecen todos, una lejana semejanza con un ave o un
cuadrúpedo de presa. Los hay delgados y picudos como águilas; otros, melenudos
y arrogantes como leones. Obregón, corto de pescuezo, ancho de hombros, con
unos ojillos penetrantes y fieros en ciertos momentos, recuerdan al jabalí. Es
soltero, vive a lo soldado con un ayudante, antiguo hombre de campo, más rudo
que él. Además, le falta un brazo: sólo puede dedicar una mano a su cuidado
personal, y de aquí que el llamado héroe
de Celaya ofrezca un aspecto poco limpio. Vestido de militar tal vez está
mejor: pero yo vi a un hombre con un sombrero de paja viejo y polvoriento, un
pantalón arrugado corto y una chaqueta algo mugrienta, una de cuyas mangas
cuelga vacía desde el hombro. Obregón parece despreciar todo adorno personal
por una tendencia característica. Además, gusta de mostrarse mal vestido para
halagar con esto al populacho mejicano, que así lo considera más suyo. La falta
de un brazo sirve para que todo el mundo lo conozca desde lejos y lo salude con
entusiasmo.
Es
el vencedor de Pancho Villa, el que acabó con su poder militar, que casi puso
al antiguo ladrón de ganados en el sillón de la Presidencia de la República.
De
Villa ya apenas se acuerdan en Méjico. Hablan más de él en los Estados Unidos
que en su propio país. Hace años era el “general” por antonomasia, y muchos
alababan con entusiasmo sus talentos militares, viendo en él al hombre que se
encargaría de exterminar a cuantos extranjeros osasen invadir el suelo
nacional. Ahora no es más que un bandido, y la gente evita mencionar su nombre.
Aún dará mucho que hablar: pero su hora ha pasado.
Lo
venció Obregón en dos tiroteos sangrientos llamados batallas, y esto basta para
que actualmente el héroe de moda sea Obregón.
Además,
Villa siempre se mantuvo entero, librándose de las balas con una buena suerte
insolente, mientras que al “héroe de Celaya” le falta un brazo, uniendo a sus
prestigios de héroe la simpatía del mártir.
Me
siento a la mesa y empieza el almuerzo, un almuerzo que se prolonga del
mediodía a las tres de la tarde.
Don
Venustiano, siempre receloso, como gobernante de un país en el que todos pueden
darse la vuelta y no se sabe con
certeza quien es amigo, me habló días después de este almuerzo. Fui yo quien le
dije francamente que había almorzado con su adversario.
-Sí,
lo sé; pero ¿qué demonios tenían que hablar para que durase tantas horas?... Y
me miró fijamente a los ojos como si pretendiese sondar mi pensamiento.
Obregón,
en realidad, no tenía nada interesante que decirme. ¡Pero es un personaje tan
digno de estudio!... ¡Resulta tan ameno escuchar horas y horas su facundia
animada, pintoresca y alegre!... Había escogido la mesa cerca de las orquesta
para dar órdenes a los músico. Tenía empeño en demostrarme que no es un soldado
ignorante y ama la música con entusiasmo… música mejicana, pues las otras
músicas dicen muy poco para él. Y mientras la orquesta toca el jarabe y el cielito y las mañanitas,
Obregón habla y habla, sin dejar de engullir los pedazos que le va cortando uno
de sus acompañantes. El general tiene una palabra invencible. Yo soy algo
hablador, lo confieso, pero me repliego ante él, derrotado como un Villa, y me
limito a escucharle.
Me
cuenta de su juventud. Está seguro de que nació para ser el primero en todas
partes. No lo dice, pero lo hace sospechar con modestas insinuaciones. Se
dedicaba en Sonora a corredor de garbanzos, y aunque sus ganancias eran
humildes, está seguro de que hubiese sido con el tiempo el primer comerciante
de Méjico: un gran millonario.
-Pero
la revolución me perjudicó –añade con amargura-, pues me dediqué a militar y he
llegado a general.
Lo
que él no dice es que, a pesar del generalato, ha seguido de comerciante. Sus
enemigos afirman que además cumplió hace tiempo su deseo de ser millonario. Es
el monopolizador actualmente, según cuentan estos, de todo el garbanzo que se
produce en Méjico, producto que se exporta a España, por ser allá de gran
consumo. Añaden que los cultivadores tienen que vender sus garbanzos a Obregón
al precio que él fija. Por algo se es héroe y se ha perdido un brazo en defensa
de la Constitución.
Pero
no tengo tiempo de pensar en estas cosas que propalan los enemigos. El general
sigue hablando. Ahora relata anécdotas de la revolución y ciertas historias
alegres, con un regocijo brutal y francote, que recuerda las veladas en torno
del fuego del campamento. Adivino la popularidad de éste hombre. Así habla con
todos, con las mujeres de la calle, con los trabajadores que encuentra al paso,
con los campesinos. Y las gentes simples se enorgullecen de que las trate con
esta franqueza, de que les cuente cuentos para hacerles reír, el vencedor de
Celaya, el antiguo ministro de la Guerra…, que, además, perdió un brazo en un
combate que consideran glorioso.
-A
usted le habrán dicho que soy algo ladrón. Miro en torno con extrañeza, y me
convenzo al fin que es el general el que dice esto y que se dirige a mí.
No
sé que contestar: -Si –insiste-; se lo habrán dicho indudablemente. Aquí todos
somos un poco ladrones. Yo hago un gesto de protesta.
¡Oh
general! ¿Quién puede hacer caso de las murmuraciones?... Puras calumnias.
Obregón, parece no oírme y sigue hablando.
Pero
yo no tengo más que una mano, mientras que mis adversarios tienen dos. Por esto
la gente me quiere a mí, porque no puedo robar tanto como los otros.
Alegría
general. Obregón celebra el chiste con una risa discreta de muchacho cínico,
mientras los dos amigos que nos acompañan saludan la gracia del héroe con
carcajadas.
*
Este
éxito oratorio le enardece. Quiere obsequiarme con nuevos relatos, tal vez para
hacer ver que desprecia todo lo que han inventado contra él sus enemigos, tal
vez por el placer de asombrarme y desorientarme con el espectáculo de un hombre
que se desacredita a sí mismo.
-¿Usted
no sabe cómo encontraron la mano que me falta?...
Sí,
lo sé; como sabía también lo anterior lo de ser menos ladrón que los otros por
tener solo un brazo. Pero para no privar al general del efecto oratorio que
desea, afirmo que ignoro esta historia.
Usted
sabe que perdí en una batalla el brazo que me falta. Me lo arrebató un
proyectil de artillería que estalló cerca de mí cuando estaba hablando con mis
ayudantes. Después de hacerme la primera cura, mis gentes se ocuparon en buscar
el brazo por el suelo. Exploraron en todas direcciones, sin encontrar nada.
¿Dónde estaría mi mano con el brazo roto?... “Yo la encontré –dijo uno de mis
ayudantes, que me conoce bien-. Ella vendrá sola. Tengo un medio seguro. Y
sacándose del bolsillo (un azteca es una moneda de oro de diez dólares), lo
levantó sobre su cabeza. Inmediatamente salió del suelo una especie de pájaro
de cinco alas. Era mi mano, que, al sentir la vecindad de la moneda de oro,
abandonaba su escondite para agarrarla.
Segunda
ovación de carcajadas. El hombre de la mano única se ríe de la travesura de su
otra mano ausente, y yo río también, ya que su antiguo dueño así lo quiere.
-¿Usted
sabe cómo le robaron el reloj al ministro de España?...
¡Ah
maligno! Este cuento no es contra él, sino contra el otro: contra su enemigo y
perseguidor… Pero quiero ignorarlo para no privarle del placer del relato, y
Obregón continúa:
-Acababa
de presentar sus credenciales un nuevo ministro de España, y el presidente
Carranza quiso obsequiarlo con un banquete oficial. Había que hacer bien las
cosas. España era la primera nación de Europa que reconocía al gobierno de don
Venustiano después de la revolución.
Y
escuchando al héroe veo imaginariamente el gran comedor del castillo de Chapultepec,
que recuerda los tiempos trágicos de Maximiliano, el emperador austriaco de
Méjico. Contemplo a don Venustiano de frac, con la barba blanca y la nariz
tricolor; enfrente al ministro de España; a los lados, Obregón, ministro de la
Guerra; Cándido Aguilar, ministro de Relaciones Exteriores; el apuesto Barragán
con un uniforme nuevo para la solemnidad…, y todos los demás personajes creados
por el primer jefe.
-De
pronto –continúa Obregón-, el ministro de España se lleva la mano al chaleco y
palidece: “¡Caramba, me han robado el reloj!”, grita. Era un reloj antiguo y de
oro y brillantes, una joya, recuerdo de familia. Silencio completo. Me mira a
mí, que estoy sentado junto a él. Precisamente es el lado donde me falta el
brazo. Yo no puedo haber robado su reloj. Mira al que está en el lado opuesto.
Es Cándido Aguilar, el yerno de don Venustiano. A éste no le falta un brazo,
pero tiene casi paralizada una mano, casualmente la que está al lado del
ministro. Tampoco puede ser éste el autor del robo. Y convencido de que no
recobrará jamás si alhaja, el diplomático español pasó el resto de la comida
murmurando dolorosamente: “¡Me han robado mi reloj! ¡Me han robado mi reloj!
¡Esto no es un Gobierno: esto es una cueva de ladrones!” Al levantarse de la
mesa, don Venustiano se aproxima a él con su aire grave y venerable. “Tome
usted y calle de una vez.” Y le entrega su reloj. El diplomático no puede
contener su asombro. ¡Un hombre que no estaba a su lado, sino enfrente de
él!... Y grita con sincera admiración: “¡Ah señor presidente! Por algo le
llaman a usted el primer jefe.”
*
Decididamente.
Obregón es un excelente compañero de mesa. Su charla amena resulta inagotable.
Pasa
de los cuentos a hablar de sus campañas electorales. Se siente tan orgulloso de
sus discursos como de sus batallas victoriosas. El general ha nacido orador, y
como todos los que se han instruido a última hora bajo su propia iniciativa,
muestra una marcada predilección por las frases sonoras y teatrales que no
dicen nada.
Me
invita a asistir a uno de sus mítines electorales para que le oiga hablar el
pueblo. Anda en estos momentos preocupado por una gran manifestación que
preparan los obreros de Méjico en su honor, y a la cabeza de la cual marcharán
mil quinientas mujeres, todas las costureras de la capital. Las mujeres
muestran una afición puramente espiritual con este soldado francote, que habla
con todo como si fueran sus iguales.
Me
expone su programa con frases truncadas y majestuosas. “Democracia…” “Respeto a
las leyes…” “Cumplir las promesas que hizo la revolución y que el primer jefe
ha olvidado…” “Repartir tierras a los pobres.” El principal argumento a favor
de su candidatura, es el de más peso, se lo calla, pero yo lo leo en sus ojos.
“Además,
piensa-. Yo hice presidente a don Venustiano; yo le llevé triunfante hasta el
sillón presidencial, desde Veracruz a Méjico. Él fue jefe de la nación por mis
esfuerzos. Ahora me toca a mí. ¿Hay nada más justo?...”
Como
Obregón ha olvidado ya sus chistes y cuentos, para hablar con la gravedad de un
futuro hombre de Estado, pasa insensiblemente de la oratoria a la literatura.
El general resulta al fin un colega, un hombre de letras. Ha escrito un libro
en el que relata sus campañas. Es esto una costumbre de todos los guerreros
ilustres, victoriosos y célebres, a partir de Julio César. ¿Por qué había de
privarse el antiguo corredor de garbanzos de escribir también sus Comentarios? Promete enviarme un
ejemplar del libro; pero por si acaso sus peleas con Carranza le impiden
cumplir esta promesa, sigue hablando de la obra.
Se
expresa con sencillez y modestia. Él sabe que las batallas de Méjico no pueden
compararse con las de Europa; sabe también que no es más que un civil dedicado
a militar, el ciudadano Obregón, improvisado estratega y que ha tenido alguna
suerte.
Yo
lo escucho con verdadera simpatía. Lo considero en este momento el hombre de
más mérito y mayor atracción que he conocido entre todos los generales
mejicanos creados por la revuelta nacional. Pero de pronto cambia el viento.
Los hombres nunca llegan a dejarse conocer verdaderamente.
-Cuando
yo desempeñaba el Ministerio de la Guerra, un día, en un banquete de la
Presidencia, me buscó el ministro de Hacienda, que era militar. “General –me
dijo-, ¿de qué arma procede usted? ¿Artillería? ¿Caballería?...” En vista de
mis victorias, me creía un militar profesional, y se quedó asombrado cuando le
dije que sólo había sido comerciante de garbanzos en Sonora. No podía aceptar
la verdad.
Se
detiene unos momentos para paladear la impresión que sus palabras causan en
nosotros. –Otra vez vino a buscarme el ministro de Alemania. Usted lo conocerá
de fama.
¡Vaya
si lo conozco! Es el que durante la última guerra aconsejaba a los gobernantes
mejicanos contra la Europa aliada, sugiriéndoles la fantástica posibilidad de
reconquistar California y Arizona: es el que se presentaba en las ceremonias
públicas vestido de gran uniforme prusiano y cubierto de condecoraciones para
que lo aplaudiese un populacho pagado o inconsciente, que silbaba a
continuación el sobrio frac negro del representante diplomático de los Estados
Unidos.
-Pues
bien: el alemán vino a verme, y con su acento cortado y breve de militar acostumbrado
al mando me dijo: “General, he leído su libro y necesito dos ejemplares: uno es
para su majestad imperial Guillermo II, y otro para el Archivo del Estado Mayor
alemán. Allá en Berlín todos se preocupan de usted. Están asombrados de que un
civil, sin estudios militares, haya podido realizar unas campañas tan notables
y nunca vistas.”
-¿Y
usted le dio los libros?
-No; a
mí no me gustan los honores. Le dije que si los quería que comprase los
libros; y creo que los compró, enviándolos a su país.
¡Ah
farsante alemán!... ¡Así manejabas a Méjico!...
El
“héroe” recuerda, sin duda mi odio al militarismo germánico, y para mostrarse
imparcial salta hasta el Extremo Oriente.
-También
el Ministro del Japón me pidió permiso para traducir mi libro a su lengua.
Mis campañas parece que interesaron mucho a los militares de allá.
-¿Y se
ha publicado la traducción?
-No
sé; yo no me ocupo de esas cosas.
|
Un
largo silencio. Miro algo desconcertado a este hombre complejo, a pesar de su
simpleza primitiva, que en el corto espacio de unos minutos alarma por su
malicia o asombra por su inocencia. Y, sin embargo, es el hombre más popular y
temido en estos momentos, el mejicano que más hace hablar de su persona. Unos
le aman hasta querer morir por él; otros lo detestan y desean su exterminio,
recordando los actos bárbaros que ordenó en los primeros tiempos de la
revolución triunfante, inspirado, sin duda, por las genialidades perversas de
un carácter desigual.
Tiene para las muchedumbres el encanto de
su franqueza algo rústica, de su malicia bonachona a ratos, de su alegría medio
salvaje; tiene el prestigio de su valor, que yo reconozco, pero del que dudan
sus enemigos; mejor dicho, de su agresividad de jabalí cuando pretenden
acorralarlo; y, sobre todo esto, tiene… que le falta un brazo.
Perdone
el lector que insista sobre la falta del brazo. En Méjico tiene más importancia
que en otro país. El pueblo mejicano, que con tanta facilidad toma el fusil y
se mata las más de las veces sin saber por qué, es al mismo tiempo un pueblo
sentimental y propenso al enternecimiento. Dispone con indiferencia de su
propia vida, está pronto a darla por cualquier cosa, y, en cambio, llora cuando
uno de sus héroes amados sufre la menor contrariedad. Los mejicanos del pueblo
descienden de aquellos aztecas, magníficos jardineros que cultivaban con amor
las flores y al mismo tiempo les arrancaban el corazón, estando vivos, a unos
cuantos millares de prisioneros en cada una de sus fiestas religiosas. Poesía y
sangre; sentimentalismo y muerte.
Es
lástima que el brazo de Obregón no saliese de su escondrijo al ver el azteca de
oro que le mostraba el ayudante como se afirma en el cuento. ¡Los honores
populares que llevaría recibidos!
Hay
precedentes. El general Santa Anna fue un Obregón de su época, aunque éste
último no haya sido presidente hasta ahora, y el otro, entre sublevaciones y
elecciones amañadas, ocupó la Presidencia repetidas veces. El pueblo mejicano
odiaba a Santa Anna después de su infausta guerra con los separatistas, que
habían constituido la República independiente de Tejas, los cuales lo
derrotaron, haciéndolo prisionero. Pero en esto se le ocurrió al Gobierno
francés del rey Luis Felipe ordenar una expedición marítima contra Méjico a
causa de ciertas reclamaciones diplomáticas, y los franceses desembarcaron por
unas horas en Veracruz. Santa Anna corrió a combatirlos, y el último cañonazo
de los invasores le hirió en una pierna, que los cirujanos cortaron.
Jamás
brilló tan alta y tan pura una popularidad. La pierna de Santa Anna,
convenientemente salda, fue conducida de Veracruz a Méjico con una pompa
heroica. El Gobierno decretó para el miembro amputado honores de capitán
general muerto en campaña, y entre vítores, cañonazos y músicas, fue depositado
en el centro de la capital, elevándosele un monumento.
Pero
hay que temer los cambios de opinión y las cóleras de los pueblos
sentimentales. Años después Santa Anna fue nuevamente desgraciado en sus
guerras, y los mejicanos, necesitando descargar su cólera sobre alguien, ya que
no tenían a mano al general, echaron abajo el mausoleo dedicado a su pierna
heroica. El jamón humano, que ya estaba hecho cecina, fue arrastrado por las
calles y arrojado finalmente a un muladar.
*
Obregón
me habla de un amigo suyo, periodista de gran talento, cuyos artículos son
dignos de admiración. Está enfermo, casi moribundo; hace meses que no se mueve
de la cama, y se alegraría mucho de verme. Convinimos el general y yo hacer
esta visita juntos. Me marcho al día siguiente para visitar las minas de
Pachuca, y estaré dos días fuera de Méjico.
Cuando
usted vuelva, aún me encontrará aquí –dice Obregón-. Todo eso de que el viejo
quiere procesarme y meterme en la cárcel es música. Nos veremos; le daré mi
libro; iremos a ver a mi amigo…
Al
regresar yo a Méjico ya no estaba el general. Salió huyendo de la ciudad para
no volver hasta ahora, que se ha presentado con aspecto de triunfador. Hizo
bien en huir. Lo de las amenazas del viejo no era música. Si tarda unas horas
en irse, el presidente lo mete en la cárcel. Se lo oí decir al mismo Carranza
la última vez que hablé con él.
Más
Héroes de la Revolución
El segundo candidato a la Presidencia de
la República, don Pablo González, es un personaje que ha permanecido en segundo
término, como oscurecido por la vida exuberante y la popularidad agresiva de
Obregón.
Yo
no he visto de cerca al general González. Es una personalidad que no inspira un
deseo vehemente de conocerla, como su contrincante Obregón y otros personajes
de las revueltas mejicanas. La figura de don Pablo resulta indecisa; parece
escapar a la atención del observador, por más que ésta se reconcentre. Los
retratos le muestran cono un hombre algo subido de color de cejas y bigote muy
negros y poblados y unos lentes oscuros que no dejan ver sus ojos. Este último
detalle ha debido de inquietar muchas veces a Pancho Villa, al que le inspiran
tanto recelo los anteojos azulados de don Venustiano.
Son
numerosos los que tienen a don Pablo por hombre de gran disimulo y consideran
que usa estos cristales ahumados para evitar que nadie lea en sus ojos sus
impresiones. Yo conozco algunos amigos de don Pablo que juran que éste es un
buen hombre. Conozco también a muchísimos enemigos que lo pintan como un falso
buen hombre, hipócrita y tortuoso, de una bondad puramente exterior y una
historia personal llena de hechos censurables. Su biografía militar resulta
asombrosa.
-Es
el general que ha mandado mayores fuerzas en la revolución y ha tenido el honor
de no ganar jamás el más pequeño combate.
Así
me pintaron a González el presidente Carranza y sus amigos más íntimos un día
que les pregunté sobre la personalidad de este caudillo. Pero don Pablo es tan
serio, tan respetable.
Efectivamente:
la profesión más prominente del general González parece haber sido la de hombre
serio y bondadoso, aunque sus enemigos afirman que jamás fue una cosa ni otra.
El
público, que habla de Obregón familiarmente y llama a secas por sus apellidos a
casi todos los personajes revolucionarios, no puede nombrar a este general sin
anteponer a su nombre el tratamiento de don.
Gonzáles es siempre don Pablo, como Carranza es don Venustiano y como Díaz
era don Porfirio. Aparte d estos tres dones, no hay más en Méjico. A nadie se
le ocurrirá nunca llamar don Álvaro al general Obregón, que se familiariza con
todos.
Cuando
éste y don Pablo hacían propaganda, cada uno por su lado, bajo el gobierno de
Carranza, para obtener la Presidencia, se vio un raro movimiento de la opinión.
Los conservadores, las personas tranquilas, las gentes de ideas religiosas,
tuvieron que escoger un candidato, y todos, instintivamente, se inclinaron
hacía don Pablo. El tal don Pablo ha tratado con pocos escrúpulos el derecho de
propiedad cuando iba al frente de sus tropas; ha fusilado a muchas gentes
públicamente, y, además, sus enemigos le acusan de haber dispuesto otras
muertes en secreto. En punto a creencias religiosas, no ha dado muestra hasta
ahora de tenerlas determinadas y firmes. Pero todos los prudentes, a quienes
inspira miedo la acometividad y la exuberancia de Obregón, tuvieron empeño en
olvidar la historia pasada de don Pablo e hicieron su apología electoral
repitiendo siempre lo mismo:
-¡Es
un hombre tan serio!... ¡Es un hombre que piensa tanto las cosas antes de
hablar!...
Hay
gentes que se marchan por instinto con el que no habla, creyendo que el
silencio es el signo de toda sabiduría; del mismo modo que hay otros que sólo
se sienten cautivados por los que hablan mucho y muy fuerte.
*
Don
Pablo González, cuentan sus enemigos que en su juventud era mozo de molino con
cuarenta pesos mejicanos al mes. Ahora figura como uno de los hombres más rico
de la nación en propiedades rústicas y en dinero. ¿Qué ha hecho para realizar
este milagro?... Simplemente ser general.
No
ría el lector ni de a esto una interpretación maliciosa. Ser simple general en
Méjico es mucho más, desde el punto de vista pecuniario, que ser generalísimo
en Inglaterra, Francia o los Estados Unidos. Se entiende que hablo del general
que manda tropas, pues el que no manda a nadie es un pobre diablo que cobra un
mezquino sueldo –si es que no se lo quitan por ser sospechoso al Gobierno- y no
tiene más esperanza que una nueva revolución para poder tomar el mando de
algunas fuerzas.
En
Méjico no existe una administración militar como en los otros países, y el jefe
de las tropas recibe directamente del Gobierno el dinero necesario para su
sostenimiento, distribuyéndolo a su gusto. El Presidente se guardará muy bien
de pedirle explicaciones y aclaraciones sobre los gastos. Estas curiosidades,
molestas para un “caballero”, son contestadas siempre con un levantamiento
revolucionario. De aquí que un general con mando no necesite atentar a la
propiedad de los individuos para crearse rentas. Le basta con apropiarse una
parte de los dineros del Gobierno.
Lo
malo es que la mayoría de los generales tienen dos manos, como decía Obregón, y
mientras con la una acarician las cajas del Gobierno, con la otra –para que no
esté de ociosa- arañan también las de los particulares.
Todo
jefe de cuerpo de ejército recibe al mes una respetable cantidad de miles de
pesos para el forraje de su caballería. Se embolsa el dinero, y, a
continuación, da una orden para que los caballos salgan a pastar en los campos
de los particulares. Esto del forraje es para los pueblos de Europa, donde la
caballada militar no puede comer gratuitamente en los terrenos de los civiles
sin que éstos griten como si les robasen. Además de los caballos, hay los
hombres.
Los ejércitos mejicanos se
triplican y cuadruplican cuando figuran sobre el papel en la Tesorería del
ministerio de la Guerra; luego se empequeñecen cuando llega el momento de
entregar los sueldos. El general que asegura tener a sus órdenes diez
batallones no tiene en realidad más que diez esqueletos de batallón, y a su
vez, el coronel hace lo mismo con su unidad y el capitán con su compañía. Todos
comen raciones y cobran pagas por individuos que no existen. Ni esto es de
ahora ni debe imputarse únicamente a los gobiernos surgidos de la revolución.
Esto ha sido siempre en Méjico, desde los primeros tiempos de la República, y
constituye un vicio nacional que nadie se atrevió a desarraigar.
El mismo don Porfirio Díaz, con su carácter
autoritario y sus treinta años de dominación, en los que no existió otra
voluntad que la suya, tuvo, sin embargo, que transigir con éste abuso y no se
atrevió nunca a modificarlo, a pesar de que, indudablemente lo conocía.
Yo, hasta que estuve en Méjico, no pude explicarme la
rapidez fulminante con que fue batido y arrojado del Poder el viejo Díaz.
Tenía un ejército, un
verdadero ejército moderno, igual en organización a los de las naciones más
poderosas. Sus regimientos estaban bien uniformados, equipados y organizados;
sus oficiales iban a ejercitarse prácticamente en las mejores escuelas de
Europa. Es más; ciertas bandas de música de sus cuerpos distinguidos hacían
viajes al viejo continente para figurar con éxito en los concursos más famosos.
Los caudillos de don Porfirio eran profesionales de la guerra, militares de
oficio que habían estudiado en las escuelas y sabían muchísimo más que todos
los guerrilleros improvisados a los que la revolución dio título de general.
Y sin embargo,
bastó que el romántico Madero pasase del apostolado a la acción y se
lanzara al campo con unas muchedumbres sin disciplina, tan ignorantes de la
guerra como el que no sabía nada, para que todo el Ejército Federal se
declarase vencido al poco tiempo.
La nación aceptaba de buena
fe que el Ejército mejicano se componía de cien mil hombres. Los vecinos de la
capital veían que eran muy pocos los soldados de la guarnición; pero se
consolaban diciendo:
-Es en Guadalajara donde
está el principal núcleo de las fuerzas.
Y los de Guadalajara
declaraba a su vez que éste núcleo estaba en Puebla, en Veracruz, y así
sucesivamente, se iban engañando unos a otros, creyendo en la realidad de un
ejército fantasma que sólo existía verdaderamente en el bolsillo de los
generales encargados de mandarlo. El único que conoció la verdad exactamente
fue tal vez el viejo Díaz. Pero él no creía en la posibilidad de una
sublevación del pueblo; él no pudo imaginarse nunca que Madero, al que tenía
por un señorito loco, llegara a hacer una revolución. Lo único que él temía era
que los generales se sublevasen –como él se había sublevado de joven contra los
presidentes d entonces-, y para evitarlo se hizo el ciego voluntariamente,
dejándolos robar.
De los cien mil hombres que
durante años y años figuraron en el presupuesto del Ministerio de la Guerra,
los generales de don Porfirio más reputados como excelentes estrategas sólo
pudieron sacar a campaña en el momento de la revolución unos catorce mil,
aparte de los cuerpos de desecho que quedaron guarneciendo las ciudades.
Únicamente así se comprende la rapidez con que fue vencido Díaz y el triste
papel que desempeñó su Ejército, tan cuidado, tan mimado, tan bien pagado
durante treinta años, cuando tuvo que hacer frente a unas muchedumbres
desorganizadas.
Don Pablo González es, como
ya dijimos, el general de la revolución que ha mandado fuerzas más numerosas,
lo mismo en la guerra que en la paz. De aquí que sus enemigos se entretengan
haciendo cálculos fantásticos sobre las montañas de forraje que lleva devoradas
y los miles de soldados paridos por su imaginación.
Estas suposiciones nada
tienen de extraordinarias. ¿A qué personaje no le han imputado algún robo en
Méjico?... El pueblo mejicano, amigo de generalizaciones, comprende a todos en
el mismo juicio, para terminar más pronto, y tacha de ladrones a cuantos han
pasado por el Gobierno. El venerable Carranza no ha escapado a esta imputación,
y hasta figura como el primer jefe de los que se apropian lo ajeno.
Los burlones de la capital
hace tiempo que sustituyeron la palabra robo con la de carranceo, y se entretenían
en corrillos y cafés conjugando el verbo robar en la siguiente forma: “Yo
carranceo…; tú carranceas…; él carrancea.”
Debo decir que considero
esta afirmación calumniosa e hija de apasionamiento político. Don Venustiano
es, de todos los hombres de su partido, el que procede de una situación social
más acomodada. Nunca fue enormemente rico, pero jamás ha sido pobre. Antes de
lanzarse a la revolución era un propietario rural, un ranchero con buenos
campos y ganados. Carranza tiene defectos, pero no creo que figure entre éstos
un exagerado amor al dinero. Lo que él ama es el Poder, la dirección de los
hombres, ser el primero allá donde esté. Esta pasión dominante no deja tiempo
para amontonar riquezas, pero hace que un hombre que se cree honrado tolere y
proteja muchas veces los robos de otros.
Don Venustiano necesitaba
tener contentos a los que le seguían. Ansió reunir en torno a su persona a
todos los que era capaces de servirle como hombres de pelea, y él, tan altivo,
tuvo que aguantar sus insolencias y halagar sus vicios. A su sombra se ha
robado mucho; esto es indiscutible. Algunas veces, el antiguo ranchero se
encolerizaba, recordando sus indignaciones de otro tiempo cuando un cuatrero le
había robado una vaca o un caballo. Hablaba de fusilar a los ladrones de la
nación, pero al poco rato desistía de ello, pensando que corría el peligro de
quedarse casi solo, y acababa por transigir con los delincuentes.
Si Carranza se hubiese
empeñado en respetar con exactitud las prescripciones de la moral, estaría
fuera del Poder hace mucho tiempo, o tal vez no habría llegado a la
Presidencia.
En Méjico me contaron una
anécdota de sus primeros tiempos de gobernante, cuando acababa de entrar
vencedor a la capital. Un representante diplomático fue a saludarle
oficiosamente en su palacio de la Presidencia, dejando en el patio un hermoso
automóvil americano que acababa de comprar. Al salir de la visita, el
diplomático buscó inútilmente su flamante vehículo. Los soldados de la Guardia
presidencial le sacaron de dudas. Un caudillo de los más fieles del presidente
y de los más temibles había montado en el vehículo, dando órdenes al chófer.
Creyendo el diplomático en una equivocación, hizo saber lo ocurrido al
presidente, y éste envió uno de sus ayudantes al cuartel en que vivía el
general para estar más en contacto con un regimiento compuesto de guerrilleros
de su provincia.
El enviado de Carranza no
pudo ser peor recibido:
-Dígale usted al viejo, que
el automóvil me gusta y me lo guardo. Para eso hemos hecho la revolución; para
eso lo hemos nombrado presidente… Además, si no está conforme, que venga en
persona a quitarme el carruaje y lo recibiré a balazos.
Don Venustiano, que es
hombre de empuje, al escuchar a su ayudante bufó de cólera y mostro deseos de
ir en persona a exigir el automóvil. Luego se acarició la blanca y rizosa
barba, pensando en que era el presidente de la República. Y dio orden para que
comprasen otro automóvil igual y lo entregaran al diplomático.
*
Lo que pudiéramos llamar la
Corte de Carranza, el grupo de sus íntimos, tenía un aspecto familiar. Era algo
así como la tertulia de un gobernador de provincia que llega a ser presidente
de la República y conserva sus antiguos hábitos. Después del apuesto y joven
general Barragán, el personaje al que trataba con más intimidad don Venustiano
era el intendente de sus palacios don Pancho Serna.
Este don Pancho, como casi
todos los personajes de la época revolucionaria, procede de humilde origen.
Tenía un restaurante popular en las afueras de Méjico, y don Venustiano lo convirtió
de pronto en gobernador del Palacio Nacional, del castillo de Chapultepec y del
palacio situado en el castillo de San Juan de Ulúa, en Veracruz. El antiguo
“restaurantero”, hombre jovial, acostumbrado a halagar a los parroquianos,
conserva su buen humor, pero modificando su aspecto, para estar a la altura de
su nuevo cargo. Al saltar de la cama se pone el chaqué; su alta dignidad le
veda vestirse de otro modo. Lo único que varía con frecuencia es el chaleco; de
seda, de terciopelo, con mosaicos de colores y cruzado siempre por una rica
cadena de reloj.
Cuentan que, en vida de la
señora de Carranza, su fortuna sólo brilló a medias. La presidenta le quería y
le designaba con nombres feos, por imaginarse que se plegaba demasiado a las
órdenes del primer jefe. Carranza, hombre fuerte a pesar de sus sesenta y
cuatro años, no ha querido renunciar todavía a las mejor de las dulzuras de la
existencia. Pero al morir, dicha señora, hace unos ocho meses, don Pancho quedó
dueño absoluto de los palacios presidenciales y de la confianza del presidente.
El antiguo dueño del
restaurante se sentaba a la mesa presidencial, por solemne que fuese el
banquete, y hay que reconocer que no era un personaje discordante entre los
invitados, pues no hacía más que sonreír, dando la razón a todo el mundo. Luego
por un instinto profesional, como si aún estuviese en su antiguo
establecimiento, procuraba enterarse d si los convidados habían quedado
satisfechos.
Sus enemigos dijeron hace
tiempo que el presidente le había dado el monopolio de la comida que se sirve
en todos los trenes de Méjico. Aunque este privilegio está en concordancia con
su antigua profesión, no resultó cierto.
Carranza,
según cuentan, dispuso de dicho negocio para premiar con él los trabajos
literarios de cierta señorita que es su escritora favorita: una dactilógrafa o
antigua telegrafista, que desde el principio de la revolución lo siguió a todas
partes. Esta mujer de letras es la que ha inventado y desarrollado en varios
volúmenes la llamada doctrina Carranza.
Monroe
tuvo su doctrina ¿Por qué no la había de tener don Venustiano?
*
En
Méjico nadie se asombra de que se pueda hacer una gran fortuna a toda prisa. Es
más: parece que, últimamente, los “negocios” escaseaban, y sí los había, eran
únicamente para los allegados al Gobierno. –Lo que usted debía haber visto –me
dijeron muchos- eran los primeros tiempos de la revolución. ¡Qué modo de hacer
dinero!
No
sólo se hacía dinero dentro de Méjico, sino que podía hacerse en los Estados
unidos con asuntos de dicho país. Hay mejicano que ha podido reunir muy cerca
de un millón de dólares sin salir de Nueva York. El mejor momento fue lo que
pudiéramos llamar la segunda época de la
revolución, cuando Villa, Zapata y otros dominaban en el Norte de la
República y Carranza en el Sur. Además, había una tercera división territorial:
la de Yucatán, donde el general Alvarado, enviado de Carranza, ejercía de
dictador socialista por su propia cuenta, y atacado de una fiebre grafómana,
legislaba sobre todo lo divino y humano, escribiendo centenares de decretos
diariamente.
Cuenta
que aquella época existían tres agencias en Nueva York, tres centros dirigidos
por mejicanos que se consideraban influyentes, los unos con Villa, los otros
con Carranza y los otros con Alvarado. Yo no creo que ninguno de estos tres
caudillos llevase parte en los productos de dichas agencias; pero, por
compañerismo político, hacían los que le pedían sus directores.
El
propietario expulsado de Méjico por la revolución, cuando empezaba a encontrar
duro el pasearse por el Broadway sin recibir renta alguna, se dirigía a la
agencia que representaba la parte del país donde estaban sus propiedades.
La
confiscación de bienes ha sido el arma terrible de la revolución mejicana.
Algunas de estas confiscaciones las sufrieron los enemigos del régimen
triunfante: pero las más hicieron víctima a simples particulares que no se
habían mezclado para nada en la política y cuyo único delito consistía en ser
propietarios. Era conveniente resolver el
problema social, repartiendo las tierras de los ricos a los pobres. Y los
que proclamaron esto empezaron por quitarles las tierras a los ricos; pero han
transcurrido años y todavía poseen muy pocas los pobres.
Quedaron
cautivas las propiedades en manos de los empleados públicos o en poder de
muchos generales, que, por ser hombres de campo, conocían perfectamente su
valor. Los propietarios, para rescatarlas, acudían a las tres agencias de Nueva
York, donde, después de regatear por miles de dólares, recobraban su propiedad
y conseguían un permiso para volver al país. Además, ¡qué de comisiones, qué d
arreglos secretos entre el Ministerio de Hacienda de allá y muchos negociantes
de los Estados Unidos, que valían a los intermediarios enormes corretajes!...
Yo
conozco, y todo Méjico conoce, a un señor que hace seis años era lo que llaman
allá un pelado, y hoy posee un verdadero palacio en Nueva York y media
docena de automóviles. Esta ascensión fue tan rápida, tan inesperada, tan
insolente, que el mismo don Venustiano no pudo menos que fijarse en ella, y
llamó al tal individuo para que se presentase en Méjico y diera explicaciones
sobre su misteriosa prosperidad.
El
viejo estaba indignado, y habló de enviar a presidio a todos los ladrones, de
fusilarlos si era preciso. Pero el otro aclaró las cosas con gran calma:
-Usted,
señor presidente, no ha salido de Méjico. Usted no ha estado en los Estados
Unidos, y por eso no puede explicarse como en pocos años he conseguido amasar
una fortuna. Yo tengo amigos en Nueva York que me empujan. Aquel es un país
donde va uno al teatro y su vecino de asiento es un millonario, que le toma a
usted simpatía y le hace rico en unas semanas.
*
El
pueblo de Méjico está cansado indudablemente de tantas revoluciones.
Siempre
cree que la última será la definitiva y no volverá a repetirse. Pero como a los
pocos meses, o a los pocos años, la revolución aparece, ha acabado por
acostumbrarse en parte a esta situación anormal. A veces, hasta se burla de su
propia desgracia. La encuentra chistosa y procura extraer de ella la gracia que
pueda tener. Todos los cuentos irónicos sobre Méjico y sus actuales directores
los han inventado los mismos mejicanos; no los que viven lejos del país, en una
larga emigración, sino los que se han quedado dentro de él, viendo los sucesos
y los hombres de cerca.
Yo
he hecho una observación sobre los personajes políticos de Méjico. Son muy
pocos los que, al hablar de otro personaje del campo contrario, duden de su
moralidad. A impulsos del apasionamiento del partido, podrán dudar del valor
personal del adversario de su seriedad para cumplir la palabra empeñada, hasta
de la fidelidad de su esposa o del pasado de su madre. A su vez, el del partido
contrario dice lo mismo de su enemigo.
Parece
existir un convenio tácito entre todos para dudar de cuanto se quiera, menos de
la probidad en asuntos de dinero. Todos se esfuerzan vehementemente por
demostrar que en la política de Méjico no hay un solo ladrón. Y, en cambio, el
pueblo que está abajo, el que lleva años y años sufriendo las revoluciones y ve
derrumbarse su patria en vez de progresar, éste es de un escepticismo cruel y
sonríe cuando le hablan de desinterés
y de patriotismo.
Hay unos doscientos mil mejicanos que
viven de hacer la guerra civil, de tomar parte en revoluciones, y se nutren en
los despojos de los gobiernos que mueren, así como de los dulces, bautismales
de los gobiernos que nacen. Esos hablan de buena fe de que hay que salvar la libertad o de que han violado la Constitución. (La pobre Constitución es la persona
que ha sido violada más veces en Méjico).
El pueblo mejicano que tiene cierto
instinto literario y gran imaginación, sabe inventar historia ingeniosas e
interesantes para vengarse de los que están arriba. Su crítica cruel no respeta
ni a la muerte. ¡El pobre pueblo ha sufrido tanto y tiene tantas cosas de que
vengarse!...
La
historia de lo que le ocurrió a don Jesús Carranza después de muerto es un
cuento cruel, pero interesante y gracioso.
Este
hermano de don Venustiano tuvo un final trágico. Cuando Carranza estaba bloqueado
en Veracruz por las tropas de Zapata y Villa, envió a su hermano a una
expedición en el sur de Méjico. La misma escolta facilitada por don Venustiano
para que lo guardase se sublevó y le hizo prisionero. Estas bromitas nada
tienen de extraordinarias en las revoluciones mejicanas. Nadie sabe con certeza
con quien puede contar, y si el amigo, al abrazarle, le dará una cuchillada por
la espalda.
Don
Jesús, con todo su Estado Mayor, quedó prisionero de uno de los cabecillas
enemigos de don Venustiano, y aquí empieza una situación dramática. El
guerrillero telegrafió al presidente exponiéndole una serie de exigencias
políticas que equivalían a su abdicación, y le amenazó con que, si no las
aceptaba, fusilaría a su hermano. El altivo y tenaz Carranza no contestó, y
entonces el guerrillero fue fusilando, como una advertencia, a todo el Estado
Mayor de don Jesús. Nuevo telegrama, que despreció igualmente el presidente, y
el hijo de don Jesús, sobrino de don Venustiano, fue fusilado a su vez. Un
último telegrama, que no logró conmover la férrea voluntad de don Venustiano, y
don Jesús fue fusilado también horas antes de que llegasen las tropas
carrancistas enviadas para libertarle.
Esta
trágica historia solo conmovió a los partidarios dl presidente. Hubo pequeños
pueblos que tomaron el nombre de Jesús Carranza; pro que seguramente se habrán
desbautizado, después de la caída de don Venustiano.
Mientras
los amigos del gobierno lloraban al mártir, el pueblo, gran novelista anónimo,
forjaba su historia.
Hay
que advertir que al principio de la revolución, mientras don Venustiano hacia
la guerra a los partidarios de Huerta en determinados territorios, don Jesús
mandaba también una división cerca de la frontera de los Estados Unidos.
Yo
no vi sus operaciones militares; pero la gente en Méjico las relata diciendo
que éste Carranza fue un verdadero Napoleón para despoblar los ranchos y
llevarse los ganados. No había animal cornudo que se le escapase. Todos caían
prisioneros ante su empuje vencedor. En unas cuantas de estas batallas limpió
de ganados los territorios sometidos a su autoridad. Luego hacia pasar la
frontera a los miles y miles de prisioneros, entregándolos generosamente a los
comerciantes de los Estados Unidos a cambio de unos simples retazos de papel
salidos de los Bancos.
La
Situación de Méjico
Cuando
se habla de Méjico y las cosas absurdas que ocurren en él, son muchos los que
se imaginan una nación medio salvaje, que sólo sabe vivir entregándose a la
violencia y desconoce los deberes que debe observar todo pueblo civilizado.
El
que tal piensa se equivoca por completo. Este error nada tiene de
extraordinario. Las naciones, por más ilustradas que sean, ignoran siempre la
verdadera naturaleza de la nación vecina. Una obligación de todos los pueblos
parece que sea desconocerse y calumniarse. Encuentra natural que Méjico sea mal
conocido. Los mejicanos –incluso los que viven en las alturas del gobierno-
conocen igualmente mal a los demás países.
Puede
afirmarse que Méjico es una nación civilizada, como cualquier otra nación de
América de habla española, pro muy desgraciada. Su historia en los últimos
cincuenta años puede resumirse del siguiente modo: los que pretendieron darle
una fisonomía moderna no supieron o no desearon completar su obra; los que
vinieron después de ellos, no sólo no completaron esta civilización, sino que,
por fanatismo político, destruyeron gran parte de la obra anterior.
Yo
no he admirado jamás al general Porfirio Díaz. Era simplemente un tirano. El
orden que mantuvo durante treinta años fue producto de una serie de
fusilamientos sin testigos y de atentados a la libertad individual. En esos
treinta años mató tal vez más gente, de un modo sordo y oculto, que ha muerto
después en todas las batallas sucesivas de la revolución. Además, pudiendo
conseguir con su poder dictatorial que la instrucción pública diese un gran
paso en un pueblo de analfabetos, prefirió mantenerlos en la ignorancia.
Esto
es cierto en lo que se refiere al orden espiritual y político de Méjico. Pro en
el orden material, justo será reconocer que la nación mejicana no ha tenido un
solo gobernante que pueda compararse con don Porfirio.
Todo
lo que de notable existe en Méjico con un carácter moderno es obra del general
Díaz. Los grandes edificios de las ciudades, las obras de sanidad, los
ferrocarriles, los puertos, los establecimientos de enseñanza para las clases
acomodadas, todo es de su época. Asombra ver lo que se construyó o se dejó a
medio concluir en la época de este tirano. Mantuvo dormido el espíritu d un
pueblo, pero supo dar a éste las apariencias de una nación. Además, hay que
reconocerle otro mérito. Méjico es un país que ha heredado de los indios una
tendencia a odiar al extranjero, a huir de él con una retractabilidad
irresistible, o a hostilizarle, si es que puede. Díaz, por l contrario,
reconoció que su país sería más grande y civilizado cuanto más estuviese en
contacto con el resto del mundo.
Su
glorioso antecesor, Benito Juárez –por el que todo hombre de ideas republicanas
siente interés y simpatías-, tuvo un gran defecto. Como era indio, por un
irresistible impulso de raza, sintió desconfianza ante todo lo extranjero y
procuró evitar su presencia. Temiendo para su patria la influencia exterior
después de la aventura imperial de Maximiliano, procuró mantener el aislamiento
geográfico en que vivía. Las playas siguieron siendo playas sin puerto alguno,
y al norte de la República continuo existiendo un desierto, separación casi
infranqueable entre los Estados Unidos y la meseta en que está el centro de la vida
de Méjico.
Porfirio
Díaz hizo lo contrario. Creó puertos, que pusieron a su nación en un contacto
más continuo con Europa; tendió varias líneas férreas, que la unieron con la
vecina república de la Unión. Se preocupó de aumentar la riqueza de su país, favoreciendo
el establecimiento de nuevas industrias, fomentando la minería, apoyando
directamente el descubrimiento de los pozos de petróleo. En este periodo,
Méjico no tuvo libertad, pero tuvo paz y riqueza.
Un
grupo de hombres inteligentes, que el público apodó con sorna los científicos, y acabaron por adoptar este
título, se puso a las órdenes del antiguo guerrillero convertido en dictador,
colaborando con él. Hubo ministro que desempeñó el Ministerio treinta años
seguidos. El pueblo, como era natural, consideró muy larga esta tutela, pues
tal duración apenas si se encuentra en los anales de las monarquías absolutas.
Y sobrevino la revolución; todo el país –unos por anhelo de libertad, otros por
el deseo de ver algo nuevo después de tan larga inercia- se lanzó, como en otro
tiempo en las aventuras revolucionarias.
Hoy,
después de diez años, los observadores empiezan a darse cuenta de que la
llamada revolución mejicana ha servido de muy poco. Bajo Carranza no existió
más libertad que bajo don Porfirio, y, en cambio, faltaron totalmente la paz y
la prosperidad. Los gobiernos revolucionarios no han hecho nada nuevo
materialmente. Todo lo que hoy existe, existía ya bajo el gobierno de Díaz;
pero ahora está más viejo, casi arruinado, como un edificio que se desmorona
falto de alguien que lo cuide.
Además
el país no ha ganado en moralidad. En tiempo del general Díaz el pueblo se
quejaba, lo mismo que ahora, de la falta de honradez de sus gobernantes y
llamaba ladrones a los científicos,
como después ha llamado a los revolucionarios. Tal vez el pueblo tuviese razón.
Yo no he visto de cerca a los hombres dirigentes de dicha época; pero parece
que una fatalidad pesa sobre el pobre Méjico en lo que se refiere a la avidez
de dinero que sienten sus gobernantes.
Si
realmente los científicos fueron ladrones, se distinguieron de los de ahora por
una condición digna d aprecio. Eran ladrones constructores, mientras que los de
ahora han sido ladrones destructores. Los primeros no arrebataron el dinero a
la propiedad individual, sino que se enriquecieron con las comisiones recibidas
sobre grandes obras públicas, de utilidad para el país. Además, su
engrandecimiento fue lento. Emplearon treinta años en hacerse ricos; no tenían
prisa; pudieron robar prudente y dignamente, pues su gobierno era de vida
larga.
Los
ladrones de ahora han sido de tiro rápido, ladrones ametralladoras, que tenían
sus años contados y necesitaban enriquecerse pronto.
*
Hay que ver el cuadro que ofrece Méjico
actualmente. De los antiguos ferrocarriles sólo quedan las vías. El Gobierno de
Carranza se apoderó de ellos sin pagar a las empresas propietarias, y han
venido explotándolos varios años, embolsándose el dinero sin renovar el
material. Quedan unos cuantos centenares de vagones viejísimos y unas cuantas
locomotoras remendadas y asmáticas, que sirven, unas veces para conducir
viajeros que no tengan prisa, y otras, para que los insurrectos puedan
entretener su habilidad portentosa de dinamiteros de trenes. Los vagones pulman son del dominio de la chinche, y
la electricidad, rebelde a funcionar, es sustituía con frecuencia por la luz de
un par de bujías. Muchas de las estaciones son una simple casilla de madera que
está al lado de unas ruinas negras; la antigua estación incendiada hace algunos
años por los revolucionarios. Un poco más allá hay docenas de esqueletos de
vagones con los hierros hollinados y retorcidos, como si aún se estremeciesen
recordando las explosiones que los mató.
Los
puertos tienen cada vez menos tráfico, y en ciudades que fueron prósperas, como
Veracruz, los cargadores esperan tomando el sol y con los brazos cruzados.
Esta
tierra mejicana, una de las más feraces del planeta, ya no puede dar hasta tres
cosechas por año, apenas sí da para el mantenimiento del país. La agricultura,
en vez de crecer, ha retrocedido. El ganadero deja de serlo, pues no quiere
criar reses para que las vendan o se las coman los revolucionarios. El
cultivador se ve abandonado de pronto por sus jornaleros. Estos creen que es
mejor que labrar el suelo tomar una carabina e irse una veces con Villa, otras
con Carranza y ahora con Obregón.
Las
únicas industrias exportadoras de este país son las minas, que se trabajan
poco; el henequén, producto del suelo de Yucatán, y los pozos de petróleo de
Tampico. Como éstas son las únicas riquezas existentes, cargan la mano sobre
ellas los gobernantes. Especialmente los petroleros –en su mayoría americanos-
han venido pagando a Carranza en concepto de varios impuestos el cuarenta por
ciento de su producción diaria. Cierto general, lugarteniente de Obregón,
reconoce en un escrito suyo que el impuesto que pagan los petroleros es
formidable. Si dejasen de pagarlo por un trimestre, el Gobierno de Méjico no
podría seguir viviendo económicamente, pues éste es el único ingreso con que
cuenta, sano y positivo.
Además,
el pueblo está agobiado por toda clase de contribuciones, y el Ministerio de
Hacienda, no contento con esto, cada dos años organiza un robo escandaloso,
nunca visto en ningún pueblo. Es realmente triste el contraste que se ofrece en
Méjico al observador entre lo que es el país y lo que podría ser medianamente
gobernado.
El
campesino, con su sombrero de paja enorme como un paraguas y envuelto en su
poncho rojo, permanece en cuclillas con aire pensativo, aunque tal vez no piensa.
Horas después, si volvéis a pasar por allí, lo encontraréis en la misma
posición. No se ha movido, no ha hecho nada. Tal vez comió una tortilla de maíz
que constituye todo su alimento. Y este hombre sufre hambre material y anemia
moral, sentado sobre uno de los tronos más ricos de la Tierra. El suelo que le
sustenta guarda plata, guarda oro, guarda petróleo, y su superficie puede dar
el noventa por ciento de los productos agrícolas de toda la Tierra.
No
le creáis un perezoso, no le creáis uno de esos soñadores incapaces de acción.
El trabajador mejicano es inteligente y activo cuando se le facilitan los
medios de trabajar bien y con provecho. Ese hombre no es más que un
desengañado, un fatalista que se entrega a su desgracia. Lleva diez años derramando
su sangre, de combate en combate, siempre por la libertad, y aún no ha visto la
libertad. Los que gobiernan su aldea y su provincia tienen los mismos vicios
que los que gobernaban en tiempo del general Díaz.
A
este iletrado le hicieron creer que todo cuanto existía en Méjico iba a
repartirse; y ha visto como le confiscaba los bienes a los ricos, pero no ha
visto todavía que los repartan entre los pobres. A los ricos que lo eran por
herencia y por tradición han sucedido ahora otros ricos improvisados, que él
conoció antes como compañeros de miseria.
¡Todo
mentira! Y los mejicanos, pensando en esto, o permanecen impasibles dejando que
trascurran los sucesos, o se pasan al partido de los aventureros que cambiaron
rápidamente de posición social. Desean en éste último caso que surja una
revolución todos los años; que nadie permanezca mucho tiempo en el Poder; que
se sucedan los gobiernos, para que así lleguen a gozar todos por turno las
dulzuras y las ventajas del mando.
*
El
Gobierno de Carranza hizo en diferentes épocas dos emisiones de papel, que él
mismo lanzó a la circulación y él mismo se negó después a reconocer; robo
financiero, más irritante que los que cometen los jefes de partida en los
campos y que arruinó a gran parte del país. Últimamente, pocas semanas antes de
la revolución que lo ha derribado, el Gobierno lanzó un tercer papel, aunque
sin atreverse a declararlo de curso forzoso, y nadie quiso tomarlo, convencido
de que al final no valdría nada.
El
hombre de Carranza para todos los asuntos financieros ha sido el abogado Luis
Cabrera.
Cabrera
tiene una notable cultura literaria y escribe bien. Él era la pluma de don
Venustiano. Cuando éste quería herir hondamente a un adversario en un documento
gubernamental, mandaba llamar a su ministro de Hacienda. Muchas de las cosas
malas decretadas por Carranza las ha firmado éste, pero en realidad fueron de
Cabrera. El credo políticoeconómico del ministro de Hacienda se resumía en
pocas palabras: “El dinero hay que sacarlo de donde esté”, máxima sabia que se
enseña en todos los presidios y se repite en todos los antros donde se reúnen
los ladrones.
Siguiendo
ésta máxima, y otra que le es también favorita, “La revolución es la revolución”,
Cabrera ha realizado los atropellos más inauditos. El más notable fue enviar
tropas a los bancos extranjeros de Méjico para tomar por asalto las cuevas
dónde están las cajas de valores y llevarse el metálico que guardaban dichos
establecimientos. Eso no lo ha hecho jamás ningún ministro de hacienda de
ningún país. Nadie podrá disputar a Cabrera tal originalidad. Durante cuatro
años ha ejercido junto a Carranza un poder sin límites de astuto consejero, de
sugeridor de soluciones en los momentos difíciles.
Cabrera
tiene talento literario. Hubiera sido un buen profesor de crítica, pero la
revolución mejicana, por su falta de lógica y su escasez de hombres, hizo de él
un ministro de Hacienda. Sus habilidades de escritor las empleó muchas veces en
engañar al país, haciéndole creer que bajo el mando de don Venustiano todos vivían
en la mayor abundancia. Pretendió demostrar que había un superávit en los
ingresos; pero este superávit lo consiguió sin pagar a los tenedores de la
Deuda mejicana, que representan miles de millones, y no han cobrado intereses
en muchos años; sin pagar un céntimo a los maestros, que el Gobierno confió a
los ayuntamientos, y cansados de no cobrar cerraron las puertas de sus
escuelas.
Cabrera,
que es un ironista un tanto cínico, ha debido de reírse muchas veces a solas
releyendo las hermosas invenciones salidas de su pluma para distraer al pueblo
mejicano y engañar a los capitalistas extranjeros. Su propósito era conseguir
un empréstito, sin el cual no puede seguir viviendo el Gobierno de Méjico, sea
cual sea.
Como
el lector habrá adivinado ya, el pueblo odiaba a Cabrera: primeramente, por ser
la representación de los impuestos cada vez más numerosos y más pesados;
después, por las muchas cosas que se cuentan acerca de su valor moral y de los
grandes negocios particulares realizados al amparo del Ministerio. Él mismo
tenía conciencia de esta impopularidad cuando decía irónicamente: “Gozo
el honor de ser considerado como el primero y el más distinguido de los
ladrones de Méjico.”
¡Qué
negocios no se han contado de él! ¡Qué de millones y millones no se han supuesto
entrados en la caja particular de este eterno ministro de Hacienda de don
Venustiano!....
Justo
es reconocer que supo hacer frente con cierta gallardía a los ataques de sus
enemigos. Este abogado es hombre pacífico. Aunque hizo la guerra en el ejército
de Carranza marchó siempre a la retaguardia, como Bonillas, figurando en al
bagaje administrativo. Esto no impide que tenga en su vida cierta fatalidad
trágica, como casi todos los mejicanos mezclados en la revolución. Dos de sus
hermanos murieron fusilados. Luis Cabrera, indudablemente estaría fusilado a
estas horas si el pueblo de Méjico lo hubiese pillado en el momento de la fuga
de Carranza. Pero astuto como una rata marinera, parece que escapó algunos días
antes, abandonando a don Venustiano.
Este
hombre, en tiempo de paz, cuando se sentía defendido por la fuerza que tiene
todo Gobierno, era de una audacia y de un aplomo desconcertantes. A los
enemigos que le acusaban de poseer una gran fortuna hecha en el Ministerio les
contestó con una escritura pública, en la que se comprometía a entregar todos
sus bienes a aquel que lograse descubrirlos. En no tenía nada; era pobre como
un asceta en el desierto. Tal audacia causó al principio cierta impresión, pero
luego provocó carcajadas.
*
Lo
más terrible en la historia de Méjico, la principal causa, de su anormal
situación, es que este país ha sido gobernado siempre por generales; mejor
dicho: por rústicos jinetes, expertos en la ciencia del machete, que se
improvisaron generales. Ha habido algunos gobiernos de hombres civiles, pero
contadísimos y muy esparcidos. Los gobiernos nacieron casi siempre de
revoluciones, y el gobernante fue por regla general el guerrillero más atrevido
o el que con mayor astucia supo conducir y explotar a sus camaradas.
Por
esto el propósito de Carranza de acabar para siempre con el militarismo,
pasando la Presidencia a un sucesor puramente civil, era beneficioso y
aceptado. Lo detestable fue el hombre escogido por él, falto de popularidad,
traído del extranjero, y los procedimientos violentos para hacerlo triunfar.
¿Es
que acaso –se preguntará el lector- no hay en Méjico personas ilustradas
capaces de constituir un Gobierno puramente civil, como el de los demás países?
Indudablemente
que las hay, y tal existen en mayor número que en otras repúblicas de América.
Pero Méjico se diferencia mucho de algunas de éstas en lo que se refiere a
composición étnica. En las repúblicas hispanoamericanas más progresivas domina
el elemento blanco, y éste tiene la dirección de los negocios públicos. En Méjico son tantos los indígenas y tan
pocos los blancos, que bien puede decirse que éstos resultan esclavos de los
otros, gracias a las revoluciones.
Hay menos de dos millones de
blancos frente a trece o catorce millones de gente cobriza, entre indios y
mestizos. El indígena verdaderamente puro es pasivo y representa un papel de
comparsa. El temible es el mestizo, que parece haber heredado todos los
apetitos y las malas pasiones de las dos razas de que procede, sin ninguna de
sus virtudes. De las familias puramente blancas salen por regla general los
hombres de estudio, los intelectuales, los que proporcionan un prestigio moral
a su país. Hay que declarar que Méjico, es una de las repúblicas
hispanoamericanas que ha dado más personalidades eminentes a la literatura
española. Además, el pueblo de las ciudades generalmente tiene grandes
disposiciones para las artes. Es músico por instinto, ama mucho la poesía y
muestra veneración por la ciencia.
Pero, en general, las clases ilustradas, o mejor
dicho, los blancos, consiguieron pocas veces ver a uno de los suyos en la
Presidencia de la República.
El hombre ilustrado en
Méjico puede ser un profesor insigne; un gran abogado, un gran médico, puede
ser diputado o senador, puede llegar hasta ministro, pero muy rara vez consigue
llegar a jefe del Estado. Para conquistar la Presidencia hay que haber sido
hombre de a caballo y machete. Y como éstos, por regla general tienen la tez
cobriza, casi puede decirse que es preciso para llegar a la Presidencia contar
un origen indígena.
Un Clemenceau, un Lloyd
George u otro público insigne del mundo viejo, de haber nacido mejicano, habría
llegado cuando más a ser ministro de Instrucción Pública en un país de pocas
escuelas, pues a esto es a lo que pudieron llegar muchos hombres puramente
civiles. Yo creo imposible, mientras la República mejicana sea como es
actualmente, que pueda subsistir allí un Gobierno formado por hombres puramente
civiles.
Personajes de valía no
faltan. Los hay a docenas dentro de Méjico, pero arrinconados en sus casas,
huyendo de mezclarse directamente en la política o sirviendo en empleos
secundarios. Los hay también vagabundos en el extranjero, deseando volver a su
patria y presintiendo al mismo tiempo que su esfuerzo tal vez resulte inútil.
El militarismo tiene más
fuerte en el Méjico actual que tuvo hace poco tiempo en Alemania Guillermo II.
Es un militarismo sin uniforme, un militarismo de chaqueta; compuesto de
generales, coroneles y comandantes que van de paisano, se hacen llamar
“ciudadanos”, recuerdan que fueron simples particulares antes de la revolución
de 1914, pero forman una casta aparte, tienen sus ídolos y quieren imponerlos
al país para que ocupen el Gobierno. Algunos diarios extranjeros han aceptado
la idea de que la caída de Carranza significa un movimiento regenerador.
Pronto oiremos palabras
sonoras. El militarismo mejicano tiene mucho de literato y ampuloso. Los
triunfadores hablarán de democracia que
ahora empieza a vivir, de una nueva existencia de Méjico, del inmediato
cumplimiento de las promesas de la revolución, etc, etc. ¡Mentiras! ¡Palabras
nada más!
La presente revolución puede
definirse del siguiente modo: ha sido la sublevación de dos generales que
aspiraban a la Presidencia contra un presidente enérgico y testarudo que pretendió
imponer violentamente la candidatura de un hombre civil. No ha habido más. La
prueba está, en que si Carranza hubiese desistido de imponer a Bonillas no
habría surgido la revolución.
Carranza era malo como
gobernante; pero los que le han vencido son discípulos suyos y ni si quiera
poseen su vigorosa y tenaz personalidad. Es un disparate soñar cosas nuevas con
hombres tan gastados como Obregón y don Pablo González. Los dos son bien
conocidos y no pueden ofrecer sorpresas. De don Pablo unos ríen por creer en su
insignificancia, y otros tienen miedo. Obregón es un impulsivo, un original.
Sus mismos amigos, que lo ven bien en todas partes, como si sirviese para todo,
no están convencidos de que haya nacido para jefe de Estado.
Una de sus bromas más ingeniosas
fue convocar a todo el alto comercio de la ciudad en un teatro, rodear el
edificio de soldados y ametralladoras y hacer saber a los reunidos que si no le
entregaban tantos millones para sus tropas, los fusilaría a la salida.
*
Él único personaje nuevo que
ha producido esta revolución es Adolfo de la Huerta, el gobernador de Sonora.
Yo no lo conozco personalmente, pero tengo amigos que lo son suyos y me han
hablado de él.
Es un joven culto y
entusiástico, sincero en sus ideas, y que no parece contaminado aún por la
política a estilo mejicano. Su actitud frente a Carranza fue noble y valerosa.
Se atrevió a sublevarse el primero, corriendo el mayor peligro, y en los
momentos preliminares parecía que la suerte iba a serle adversa. Además, ha
viajado por el extranjero, lo que es muy de apreciar en un país donde los
gobernantes suelen no haber pasado nunca las fronteras. Fue cónsul algún tiempo
en Nueva York. Antes de que iniciase ésta revolución, sus amigos sólo sabían de
él que amaba mucho las artes, con especialidad la música, y se dedicaba al
cultivo de su voz: bonita voz de tenor.
-Entonces, ¿no hay remedio
para Méjico? –se preguntará el lector.
Sí, lo habrá. En el mundo
todo acaba por arreglarse. Se arregla bien o mal, pero todo se arregla.
LOS GENERALES
Creo necesario empezar este
artículo con un cuento.
Dicen que en la segunda
década del siglo XIX, cuando el rey Fernando VII destruyó en España el régimen
constitucional para establecer la monarquía absoluta, había en Madrid un cómico
muy malo. El público, no pudiendo tolerar su falta de condiciones intentaba
arrojarle patatas a la escena; pero él, que era más listo, al presentir la
tormenta, le salía al encuentro.
-¡Viva el rey absoluto!
¡Mueran los liberales!
Y la calma y el silencio se
restablecía instantáneamente. ¿Quién osaba atacar a un hombre que profería
tales gritos? Se hubiese interpretado como una traición al rey.
Yo tengo un largo pasado
literario que me defiende sobradamente de estos clamores pueriles que me
atacan. En los últimos veinte años he escrito bastante en defensa de las
naciones hispanoamericanas y he hablado en muchos países de lo que ha sido y es
la civilización de origen hispánico n el Nuevo Mundo. Y no he hablado solamente
ante públicos de lengua española, pues esto representa convencer a los ya
convencidos, sino que he ido propagando mis ideas por naciones de diversos
idiomas. He dado conferencias sobre la civilización hispanoamericana en muchas
ciudades de Estados Unidos. Hasta las he dado en Méjico donde resulta muy
peligroso, pues allá, todavía el vulgo, influido por una perversa educación,
diviniza al azteca, sacador de corazones, atribuyéndole todas las virtudes
históricas, y exacra al español, que implantó en el país la civilización
cristiana.
Una cosa es la llamada
América latina –dentro de la cual está Méjico-, y otra la turba de aventureros
que vive explotando al pobre pueblo mejicano. Defenderé siempre la
independencia y la dignidad de las naciones que hablan mi idioma nativo y
tienen algo de mi sangre; pero el hecho de que una turba de guerrilleros que pesan mortalmente sobre el infeliz Méjico
empleen para expresar sus egoísmos y sus ambiciones el mismo idioma que yo, no
es motivo para que los defienda.
He combatido en mis obras el
militarismo alemán, juzgándolo fatal para el mundo. ¿Por qué voy a transigir
con el militarismo mejicano, más grotesco e irracional que el germánico?...
La Humanidad no sabe
geografía, y en sus juicios sobre los pueblos generaliza de un modo peligroso.
Para las más de las gentes, el pobre Méjico, con sus diez años de revolución
sin finalidad, es igual a otras naciones progresivas, tranquilas y de espíritu
moderno, como Argentina, Brasil, Chile, Uruguay, etc. ¡Todas están en la
llamada América Latina!
Hay que decir la verdad para
que acaben estas confusiones lamentables.
*
No intento comparar el
militarismo alemán con el mejicano. El alemán parece que murió o que agoniza, y
el mejicano está en plena juventud y aún dará mucho que hacer. El militarismo
alemán se basaba en la tracción, en la jerarquía, en el orden, y, además
ostentaba como origen las victorias de 1870. El militarismo mejicano se funda
en el desorden, en la improvisación, fruto de la audacia; en la insurrección,
medio seguro de subir,, y sólo cuenta en su historia una serie de guerras
civiles, de fusilamientos de mejicanos, de destrucciones de pueblos y
ferrocarriles nacionales, estando aún por ver de lo que sería capaz en punto a
inteligencia y pericia profesional si tuviese que defender a su país de una
guerra extranjera.
Los generales alemanes
habían creado un emperador para siempre, que se perpetuaba por herencia de
padre a hijo. Los generales mejicanos crean un emperador republicano de cuando
en cuando,, a imagen de sus deseos y ambiciones; ayer Carranza, el primer jefe, el respetable maestro,
sin perjuicio de derribarlo y d suicidarlo; hoy Obregón, el caudillo familiar
que a todos adula y halaga; mañana, otro, siempre que prometa dar lo que su
antecesor no ha podido dar, por ser más lo que piden que los recursos de la
nación.
Hace algunos años no había
en Méjico otros generales que los del Ejército regular, militares de profesión
iguales a los de otros países. Ahora hay generales creados por Carranza,
generales hechos por Villa, generales que fabricó Zapata y generales de Félix
Díaz.
En el viejo mundo el general
habla de su espada y jura por su espada. El general mejicano, improvisado por
la revolución, ignora la espada; no la ha tenido nunca. El sólo conoce el
revólver, y, caso de jurar, sólo puede decir teatralmente: “Lo juro por mi
pistola”. Generales y coroneles son jóvenes en su mayoría, escandalosamente
jóvenes, y conservan en gran parte la agresividad y la travesura belicosa de
los tiempos de la escuela primaria.
Fueron empleaditos en la
época de Porfirio Díaz, simples obreros o vagabundos de mala cabeza que se
alistaron en la revolución y consiguieron la pequeña águila dorada, insignia de
su grado. Los de más alto origen fueron simples estudiantes. Y revueltos con
estos generales de procedencia urbana figuran los generales de origen ranchero,
los rústicos iletrados que escuchan a sus camaradas de la ciudad con verdadero
deleite, estremeciéndose ante las palabras, libertad,
democracia, reparto de bienes, que no comprenden bien, pero despiertan en
ellos un escalofrío sagrado.
Todos estos generales se
enorgullecen de su humilde extracción, la recuerdan como un título de honor;
son generales socialistas, y algunos hasta imitan a los bolcheviques. Pero que
los camaradas de más baja graduación se guarden bien de insubordinarse, pues en
tal caso el “ciudadano general” dispone con toda tranquilidad un centenar de
fusilamientos para restablecer la disciplina. Casi todos odian el uniforme.
Muchos no lo tuvieron nunca. Llevan el águila dorada en una solapa o en el
enorme sombrero de fieltro, y eso es todo.
Recuerdo haber visto de
joven en España, en Francia y en otros países europeos cómo los generales,
cuando iban vestidos de paisano, llevaban debajo del chaleco un fajín rojo,
distintivo de su grado, y les bastaba levantar las puntas para hacerse
reconocer. L general mejicano también
ostenta el fajín, pero es de cuero: un cinturón-canana con medio centenar de
cartuchos y detrás el revólver. Cuando se tropieza en las calles de Méjico con
un señor que lleva desabrochados los últimos botones del chaleco para que se
vean bien el cinturón y los cartuchos, no cabe duda alguna: es un general o un
coronel de la revolución que saca a paseo su pistola.
¡Y qué armas!... Quien no ha
visto los revólveres de los guerreros mejicanos no ha visto nada. Todo lo que
ha podido discurrir la imaginación en pleno delirio de un armero alemán se
encuentra en Méjico: pistolas-ametralladoras, pistola cuya funda de metal sirve
de culata y pueden convertirse en carabina, pistolas con calibre de artillería
y proyectiles explosivos. Yo me fui sin ver pistolas que dijesen papá y mamá.
Las disputas entre estas
gentes armadas a todas horas resultan peligrosas para ellas y para el público.
A lo mejor, un general mata a otro a las doce de la mañana en una confitería de
la avenida principal de la ciudad y nadie lo castiga. Otras veces empiezan a
tirotearse en mitad de un paseo y la fiesta no termina hasta que ambos agotan
sin resultado sus municiones. De tarde en tarde los encuentros tienen sus
consecuencias. Muere alguien; pero casi siempre es un transeúnte que no ha
huido a tiempo al ver que dos generales se miraban de reojo.
La imparcialidad me obliga a
decir que no son los generales los únicos que llevan revólver por las calles de
Méjico. Casi todos consideran este adorno como un acompañamiento indispensable.
Hay que pensar que la ciudad, desde que se inició la revolución, vive una vida
de novela folletinesca. Los confeccionadores de películas no tienen que
calentarse mucho la cabeza; les basta con leer todos los días los periódicos:
robos, asesinatos, violaciones, partidas de enmascarados. Esla ciudad de la
célebre banda del automóvil gris, una
banda de ladrones que el público mejicano ha supuesto siempre dirigida por
generales, y cuyo capitán fue, según el vulgo, uno de los actuales candidatos a
la Presidencia. La única diferencia entre militares y civiles es que los unos
llevan revólver a la vista y los otros, medio oculto nada más. El revólver
sirve para todo. Cada vez que en Méjico fui a una excursión campestre, los amigos
sacaban su pistola cuando había que abrir una botella.
¡Simpático país! La cortesía
mejicana, más fable y vehemente, hace que los amigos, mientras os dan una mano,
pasen el otro brazo sobre vuestra espalda. Yo seguí esta costumbre, sólo que el
brazo pasado por la espalda lo iba bajando hacía la cintura. Nunca llegué hasta
ella. En sus inmediaciones me detenía siempre una especie de cornisa metálica:
el revólver con su funda y sus cartuchos, pues en Méjico los revólveres son de
combate largo. Todos lo llevaban: ministros, subsecretarios, periodistas,
diputados. (Estos con más razón, pues muchas veces las discusiones
parlamentarias terminan en balazos, fuera del local).
¡Pobre don Venustiano!
Conocía bien su época y su gente. Sabía que estaba rodeado de personas de las
que se dan la vuelta y alguna vez
tendría que defender su existencia. Lo que él no sospechó nunca es que los
encargados de guardarle le despertarían una noche al grito de ¡Viva Obregón!,
disparándose los fusiles a quema ropa y pretendiendo hacer creer después que se
había suicidado.
¡Suicidarse Carranza, el
hombre más tenaz que ha existido, y cuya testarudez la comparaban sus
adversarios con la de una mula!...
Para los que le conocimos,
esta suposición del suicidio es la cosa más absurda y más desvergonzada que ha
podido inventarse.
*
Esta turba de generales
agresivos, bullangueros que dominaban al país, teniéndolo bajo sus
imposiciones, adora por el momento a Obregón. Obregón es uno de su clase; es el
general mexicano por excelencia, y los suyos lo idolatran, viendo en él su
propia imagen triunfante.
Todos ellos se indignan si
los acusan de militarismo. No; ellos son simples revolucionarios, no quieren
ser más que ciudadanos; pero forman una casta que vive aparte del resto de la
nación; se apoyan, se protegen, y para elevar a uno de los suyos, vuelven a los
cuarteles o se van a las montañas y sublevan las tropas existentes o improvisan
tropas nuevas, llevando a cabo la revolución número sesenta y cuatro en un solo
siglo.
Carranza, con todos sus
defectos, tuvo en los últimos momentos de su vida una visión exacta de lo que
necesitaba el país. Quiso crear un gobierno de civiles; quiso entregar la
Presidencia a un hombre civil, para que acabase por siempre el imperio de los
generales y del militarismo. Como director de una larga revolución, sabía mejor
que nadie lo que es y lo que cuesta el militarismo mejicano existente.
El civil Adolfo de la
Huerta, presidente provisional, joven sincero y digno de respeto, no representa
más que un paréntesis. Si pretendiese imponer su voluntad y tener ideas
propias, caería inmediatamente. El militarismo manda en Méjico, y el
militarismo está con Obregón.
Inútilmente dirá Obregón que
hay libertad y que todos pueden hablar. Si fuese un hombre nuevo, tal vez
habría incautos que lo creyesen: ¡pero Obregón! Nadie se ha olvidado de los
fusilamientos que ordenó en otro tiempo por boca ajena; de los comerciantes que
sacó a barrer las calles; de los prisioneros respetables encerrados en vagones
como animales. En una especie de procónsul romano de la decadencia, de los que
acompañaban sus órdenes de suplicio con bromas y chistes. A nadie engañarán sus
promesas. Todos guardan silencio, que es lo más prudente.
Pero el militarismo no
estará siempre con Obregón. Carranza tenía más prestigio que él: era el
maestro, el jefe; pero como no podía contentar a todos, fue asesinado. Cuando
Obregón no pueda cumplir sus promesas y las ilusiones que ha hecho concebir,
cuando no encuentre colocación para tanta gente, los descontentos se sumarán a
otros descontentos, y gritarán juntos: ¡Muera Obregón!, ¡Viva Fulano! Y Méjico
tendrá una nueva revolución.
En Méjico las clases
acomodadas huyeron del país y vagan por el mundo. La clase media y los
elementos intelectuales permanecen allá, pero haciendo una vida deplorable, sin
atreverse a hablar, o bajando la voz para decir verdades. ¡Qué pueden hacer, si
la fuerza la tiene el militarismo! En quién apoyarse, si la parte mas valerosa
del pueblo, mantenida en la ignorancia –por los conservadores en otro tiempo y
ahora por los generales que se llaman revolucionarios-, sigue a éstos
ciegamente cuando le dan una carabina y le prometen dos pesos diarios y manos
libres!...
El Ejército Mejicano
Méjico tuvo en otro tiempo
un Ejército regular y bien organizado, igual al de otros países. Pero la
revolución iniciada por Madero lo quebrantó, y después la revolución
acaudillada por Carranza lo destruyó completamente. El Ejército llamado
federal, por ser obra de don Porfirio, fue anulado como una institución nociva,
y hasta las escuelas de oficiales quedaron cerradas. Haber sido oficial federal
fue considerado como un estigma entre los revolucionarios triunfantes.
El Ejército hoy existente
son las antiguas bandas revolucionarias, que han tomado poco a poco apariencia de
regimientos, y tienen a su frente a los guerrilleros de ayer convertidos en
coroneles. En la capital y las principales ciudades se ven algunos de esos
regimientos medianamente uniformados, aunque nunca se llega entre sus
individuos a una completa unanimidad de aspecto. Además, los oficiales, en día
de gala, se cubren de bandas y dorados más que ningún otro militar de la
Tierra.
Pero en el resto de la
República, los soldados son unos simples campesinos con gran sombrero, dos
cananas cruzadas sobre el pecho llenas de cartuchos y un fusil. La bayoneta no
existe en el Ejército mejicano. Los batallones de las ciudades la tienen como
un complemento de su uniforme, pero no saben de hacer con ella. ¿Para qué puede
servir?... En Méjico las batallas son largos tiroteos, que después cada general
interesado interpreta a su gusto, convirtiéndolos en sublimes inspiraciones
estratégicas e iniciativas tácticas de Napoleón. El caudillo que tiene más
cartuchos, y puede hacer fuego más tiempo, ése es el que se calza la victoria.
Obregón fue contra Villa,
cuando tuvo a sus espaldas el puerto de Veracruz. Por allí llegaban los
convoyes de municiones enviados de los Estados Unidos, cuyo gobierno tenía
empeño en hacer triunfar a Carranza, olvidadizo e ingrato después. Y como Villa
ya no contaba con la protección de los norteamericanos ni recibía municiones,
tuvo que huir derrotado por Obregón el gran estratega de una sola mano.
*
El Ejército es de ambos
sexos, y no se sabe quién vale más, si los hombres o las mujeres. El mejicano
va a todas partes con su mujer. Es sentimental, enamoradizo, pronto a engañar a
la esposa legítima con otra; pero la esposa es la compañera de desgracias y
alegrías, la socia en la vida dura, y necesita su apoyo y su consuelo.
Cuando viajéis en un tren mejicano,
tened la seguridad de que, medio ocultas en algún vagón, van la mujer del
maquinista y la del fogonero, así como la de los empleados que revisan los
billetes y cuidan de los frenos. Que le pase alguna desgracia a su hombre, que alguien le insulte, e
inmediatamente veréis surgir a una mujer que llora o ataca con uñas y dientes
al enemigo. El mejicano no sabe ir a ninguna parte sin la vieja, apodo cariñoso que da a la mujer, aunque esta tenga 20
años. Lo mismo ocurre en el ejército. Cada soldado representa una mujer que
sigue al regimiento, y las más de las veces varios chicos.
En tiempos de paz, si estáis
en la capital, veréis algún destacamento fusil al hombro que va a cambiar una
guardia o se dirige a las afueras. Fijaos bien. Por la acera inmediata avanza,
marcando el mismo paso que el grupo de soldados, otro grupo de mujeres
arrebujadas en sus mantos negros, de tez cobriza y extremadamente delgadas,
como si la agitación de una vida sin descanso no les permitiera criar grasas.
Todas llevan una cesta al brazo y en torno de ellas trota un enjambre de
pequeñuelos descalzos. Estos niños sonríen a los soldados y miran con respeto
al oficial, especie de dios temible que les impide ir a agarrarse de la mano
del padre.
En torno de los cuarteles, a
ciertas horas del día, los umbrales de las puertas y los filos de las aceras se
cubren de hembras que se sientan apretadas y en correcta fila. Con sus mantos
negros y vestidos blancos. Todas estas mujeres, apodadas soldaderas, tienen una cesta junto a los pies que contiene la
comida para su hombre. Y en plena calle, en las estaciones del ferrocarril o en
el campo, el soldado, sentado en el suelo con la mujer o los hijos, come con
una lentitud majestuosa. Las mujeres van sucias y muchas veces visten andrajos,
pero siempre es maravillosa la limpieza y hasta el arte ingenuo que ofrecen las
comidas preparadas por ellas. En la cesta viene un mantel bordado de colores y
con flecos para extenderlo sobre el suelo. Los pucheros y platos son de barro,
con grecas pintadas que recuerdan la alfarería de los aztecas. Luego que el
soldado ha comido, se levanta, aprieta sus correajes y toma su fusil. Los
pequeños se limpian con el revés de una mano y besan con devoción la diestra
del papá, que los bendice.
-¡Con Dios! Dice al despedirse,
si los tiempos son de revolución-. A ver si vuelvo.
Sal soldaderas, llamadas
también por otro apodo galletas, son
de una fidelidad inquebrantable para su hombre, pero pasan sin vacilación
alguna a unirse con otro cuando el anterior ha muerto o vive y las repudia.
¿Qué puede hacer en el mundo la pobre soldadera sin un soldado? Ni el amor ni
la belleza influyen en estas uniones. Lo que se aprecia en la mujer es su
habilidad para encontrar la comida y presentarla; su aguante para el trabajo y
la fatiga. Los muertos legan sus compañeras a los que quedan vivos. Como el
ejército mejicano está compuesto de las más disparatadas edades, se encuentran
soldados de quince años unidos con “galletas” que pueden ser sus madres y hasta
sus abuelas. También se ven soldados viejos, con la cara erizada de púas
blancas, recibiendo la comida de una adolescente que puede ser su nieta, y que
le dejó en herencia un compañero de armas muerto en un combate.
Pero es la guerra, en pleno
campo, donde la soldadera da pruebas de todo el poder de resistencia y
abnegación que hay en su organismo. Muchos jefes mejicanos han querido
suprimirla, pero al fin tuvieron que transigir y buscar su apoyo. ¿Qué hace un
ejército que carece de administración y de sanidad, confiando al acaso la
manutención y la curación del soldado? La soldadera se encarga de suplir estas
deficiencias. No sólo cuida de su compañero, sino que socorre al jefe muchas
veces. La india es otro apodo
cariñoso para cuando el soldado se cansa de decir “mi vieja”.
Durante las marchas, las
soldaderas van a la vanguardia, adelantándose varios kilómetros a las tropas,
para que el hombre, al llegar, encuentre encendido el fuego y lista la comida.
Pueblos y aldeas temen más a las soldaderas, que a los propios soldados, a
pesar de que éstos no tienen más que vagas nociones sobre el respeto de la vida
y de la propiedad. Las soldaderas caminan días enteros, con un niño de cada
mano, otro invisible que espera el momento de aparecer y va delante, meciéndose
al compás de la marcha maternal, un lío de mantas y colchonetas sobre la cabeza
y muchas veces como remate un loro. Y esta mujer que parece tan ocupada con su
impedimenta es temible. Por donde ella pasa, no queda árbol con fruta, campo con
verdura, corral con gallina, ni establo con cerdo. Todo se lo lleva por
delante; la tierra la deja a sus espaldas seca y yerma como si fuese una nube
de langosta.
En los países estériles,
donde otros morirían de hambre, ella encuentra qué comer. En los pueblos que
han sido saqueados siete veces en una semana ella realiza el octavo saqueo, y
siempre da con lo que necesita. A veces, al marchar kilómetros delante de sus
hombres, se encuentra con las soldaderas del enemigo que avanza al encuentro de
aquéllos para exterminarlos. Si ambos grupos no tienen hambre, si un saqueo
reciente ha satisfecho sus necesidades, entonces sienten el noble odio
patriótico y político, y mujeres y chiquillos se pelean a pedradas y palos,
mientras llega la hora de que los hombres combatan a tiros.
Pro casi siempre las soldaderas
de uno y otro bando carecen de algo, y se establece entre los dos grupos un
fraternal intercambio. ¡Hay que vivir! ¡No siempre se debe de pelear entre
cristianos!... Las que no tienen víveres dan dinero a las que lo poseen. Y la soldadera desanda el camino para ir en
busca de su hombre. Y éste le entrega un puñado de cartuchos, algunos de los
cuales puede matarlo una hora después. Lo primero es comer. Esto es lo cierto.
Lo otro, lo de la muerte, resulta problemático.
Esta indiferencia no
significa realmente valor. Valor es el empuje de que, viviendo en la comodidad,
no teme sacrificarse y desafía al destino. Esto es simplemente desprecio de la
vida, fatalismo, falta de miedo ante la muerte, que por horrible que sea
resultará peor que la existencia presente.
*
El pueblo mejicano es un
pueblo cantor, que ama por instinto los versos y la música. En todas las
tropas, los hombres más respetados son los que saben tocar la guitarra y cantan
por las noches antes de la hora de dormir. Los compañeros los protegen y se
desviven por servirlos. Ven en ellos la santa poesía. Se preocupan de que no
les alcance un balazo, ni a ellos ni a la guitarra. ¿Qué harían sin el cantor?
Otra particularidad es que
todos los cantos revolucionarios tienen un nombre de mujer. La Adelita, La Valentina, etc. Algunas
veces es un nombre de animal, por ejemplo, La
cucaracha, canción favorita de los de Villa.
La Valentina es La Marsellesa de los mejicanos del
presente. Es el lamento de un aficionado al vino que le canta a Valentina. Pero
la estrofa final basta por sí sola para justificar la gran popularidad d este
canto:
Valentina,
Valentina,
rendido
estoy a tus pies;
si
me han de matar mañana,
que
me maten de una vez.
|
Toda la psicología del
pueblo mejicano, su resignación fatalista, su desprecio a la muerte, su
conformidad con la desgracia en que vive, su impotencia para levantarse, están
encerrados en estos dos versos. Por eso ama tanto la canción. Resume toda su
filosofía.
…si
me han de matar mañana,
que
me maten de una vez.
|
No hay miedo de que un
revolucionario fracase en Méjico por falta de hombres. Podrán fracasar por
falta d armas, por escasez de dinero, por mala inteligencia entre los
directores: pero hombres los encuentra siempre. Además, hay la gran masa de los
pasivos, de los resignados, que no temen a la muerte y constituyen la mayoría
del pueblo mejicano. Estos no van a la revolución: los llevan. Y la guerra
civil adquiere de este modo un nuevo combatiente y una nueva soldadera.
La inconsciencia de estos
soldados es asombrosa. Se baten y mueren sin saber por qué, mientras los
periodistas a sueldo de los generales, hablan pomposamente de las “entusiásticas
tropas revolucionarias”, de “los sacrosantos principios que defienden”, etc.
Hubo un momento en el
segundo periodo de la revolución, cuando Villa iba por un lado, Carranza por
otro y el Gobierno surgido de la Convención de Aguascalientes por otro, en que
muchas tropas no supieron al batirse por quién lo hacían ni para qué. Antes de
empezar el combate, los soldados dudaban al dar el mismo viva del día anterior,
temiendo que las cosas hubiesen cambiado en pocas horas y los del gripo
inmediato los tomasen por enemigos.
*
Cuando el mejicano no se
deja convertir en soldado, por su irresistible afición a las armas o por su
apatía fatalista, se le obliga directamente. Conozco a un general que gozaba
fama entre sus entusiastas de gran improvisador de tropas.
-Se
lanza la campo –me dijeron- con sólo su asistente y unas cuantas carabinas, y
al mes vuelve con quinientos hombres, a los dos meses tiene cinco mil, y así
continúa, hasta reunir un verdadero ejército.
|
Una noche, comiendo con el
tal general, me reveló algunos d sus secretos de organizador. Recuerdo uno de
sus éxitos. Llegó a un distrito minero para levantar tropas. Se ganaban allí
buenos jornales; se trabajaba mucho; nadie quería ser soldado. Pero el general
mandó destruir las entradas de las minas, con el pretexto de que sus dueños eran
enemigos del pueblo, y al día siguiente tuvo trescientos voluntarios y a la
semana más de mil. Esta hazaña me la contó con verdadero orgullo.
El Silencio de Méjico
La capital de Méjico es una
ciudad triste.
De día, bajo el sol
esplendoroso y el cielo azul, ofrece un aspecto animado. Además, circulan por
su calles hermosas mujeres de piel dorada y grandes ojos. Pero al cerrar la
noche recobra su aspecto de ruina melancólica. Este aspecto de tristeza y
soledad se agranda con una espléndida iluminación. La tristeza de algunas
ciudades antiguas parece disimularse en la penumbra romántica que las envuelve
apenas declina el sol. En cambio, Méjico es una de las ciudades mejor
iluminadas de la Tierra. Nueva York, fuera de los sitios en que abundan los
anuncios luminosos, es un lugar de tinieblas comparado con las calles de la
capital mejicana.
La electricidad es muy
barata. La produce un salto de agua que representa una fuerza enormísima. Esta
energía hidráulica da luz a todas las ciudades de la meseta y mueve las
máquinas de las fábricas y minas. Por estola iluminación es esplendida hasta la
prodigalidad. Cada ocho pasos hay una columna de hierro con cinco grandes
faroles. Las principales calles están envueltas en un resplandor de incendio;
los reverberos parecen tocarse a pocos metros del paseante. Y bajo este
resplandor diurno, la soledad, la nada, que aún parecen hacerse más visibles al
pasar de tarde en tarde un transeúnte.
Méjico está triste. Los que
vivieron siempre en él afirman que en otros tiempos no fue así. Esta ciudad,
llamada por un viajero ilustre de la época de la dominación española ciudad de los palacios, tenía hace
algunos años, cuando aún gobernaba Díaz, una vida nocturna elegante y
divertida, lo mismo que en todas las grandes capitales del mundo. Como entonces
había paz y riqueza, aunque la libertad fuese poca, la gente paseaba de noche y
vivía falta de preocupaciones graves. Pero ahora, después de diez años de
continuas revueltas, de vida insegura y negocios desastrosos para todos
aquellos que no han seguido la profesión de revolucionarios, ¿qué aspecto puede
ofrecer esta capital que nos sea de tristeza y desaliento?...
Además, todos los antiguos
ricos que sostenían las diversiones son ahora pobres o andan fugitivos lejos de
Méjico. Y los nuevos ricos no quieren hacer alarde de su bienestar y fingen una
existencia modesta, para que nadie les pregunte cuál es el secreto que les ha
permitido reunir millones en pocos años. La gente ya se había acostumbrado a
vivir bajo Carranza, como el que se familiariza con una enfermedad. Era malo,
pero peor iba a resultar una nueva revolución. Muchos optimistas se imaginaban
que ya no habría otra y la revolución vino; y puede afirmarse, sin miedo a
error, que no será la última.
*
Yo me imagino lo que han
visto y han sufrido los vecinos fieles de Méjico que no abandonaron nunca sus
viviendas tradicionales, y me explico, después de esto, que permanezcan de
noche retraídos en sus casas, no saliendo de ellas más que cuando hay algún
acontecimiento muy sonado.
No quiero recordar los
primeros tiempos de la revolución triunfante, con sus saqueos de casas ricas y
las destrucciones de bibliotecas y obras de arte. Muchas revoluciones, en sus
primeros momentos, han tenido hechos tan tristes como éstos. Además, el pobre
indígena, a quien nadie ha enseñado el camino de la escuela y al que se le aconseja
únicamente la violencia, se creyó con perfecto derecho a desgarrar los libros o
a quemarlos o venderlos. Estima en más su carabina. Mira en torno de él, y su
malicia de campesino le enseña que en Méjico no es leyendo libros como los
hombres se hacen poderosos y gobiernan a los otros, sino montando en un jaco,
con un manojo de cuerdas en el arzón de la silla, el rifle a un costado y el
machete colgando del puño.
Pero después de las
violencias preliminares y espontáneas, vinieron las violencias reglamentarias y
ordenadas como un programa de teatro, las violencias frías, semejante a las que
dispuso en Europa el militarismo alemán para inspirar terror. ¡Qué no han visto
las personas pacíficas y tranquilas que se quedaron en Méjico!... ¡Qué no han
sabido las familias fugitivas que viven en Nueva York, en Los Ángeles, en
París, Londres o Madrid!...
Cada general triunfador se
fue a vivir en la casa que mejor le pareció. De este modo, los instintos de
hombre de familia, que se confunden en el guerrillero mejicano con sus
condiciones de dureza y crueldad, pudieron darse libre curso. “Este automóvil,
para la vieja”. “Esta sillería le gustará mucho a mi india.” Lo mismo que hicieron
los militares alemanes en las ciudades de Francia, ¡excelentes padres y esposos
a la hora de robar!
Existen en la actualidad
pocas casas pertenecientes a los revolucionarios victoriosos donde las visitas,
al marcharse, no se digan con misterio: ¿Se ha fijado usted? Esos muebles eran
de la casa de don Fulano. Algunas revolucionarias consortes ostentan, sin miedo
alguno, joyas que fueron de otras mujeres antes de la revolución y que les han
regalado sus triunfadores maridos.
Las que son prudentes proceden
de otro modo. Una actriz muy popular en Méjico, cuya misión fue en los últimos
años recibir de los generales jóvenes de Carranza juramentos de amor y alhajas
de revolucionario botín, tiene un joyero a sus órdenes que no hace más que
cambiar piedras y adornos, convirtiendo los pendientes en sortijas, las
sortijas en adornos de pecho, etc… Después de esto, que busque la primitiva
dueña… Además, hubo el robo de iniciativa particular y aparatoso misterio,
semejante a los dramas policiacos: hubo la famosa banda del automóvil gris.
Las familias acomodadas que
se atrevían a salir de sus casas por la noche, encontraban al regreso las
puertas abiertas, todos los muebles forzados, con los cajones vacíos y la
servidumbre atada. Sobre una mesa veían un papel:
“Es peligroso quejarse.
Silencio absoluto.
Los del automóvil gris.”
Otras veces eran robadas las
casas de los ricos que habían huido. Esta operación podía realizarla con toda
impunidad, pues los transeúntes, al reconocer al terrible automóvil gris,
parado ante la puerta del edificio, procuraban huir lo antes posible. Había
razón para temer a tal vehículo. Sus tripulantes, aunque bandidos vulgares,
resultaban todopoderosos. Su jefe, según la murmuración pública, era un general
joven, de mala cabeza y peores costumbres, que regalaba a las actrices las
enormes joyas de su rapiña. El alto protector de esta empresa de robo novelesco
–aquí entra lo inverosímil- era el general don Pablo González, candidato ahora
a la Presidencia y en aquel momento gobernador dictatorial de la ciudad de
Méjico y su distrito.
La verdad es que todo resultó
muy misterioso en este asunto. Cuando don pablo no mandaba ya, Carranza, para
dar satisfacción al público, consiguió prender a todos los del automóvil gris.
Pero prendió a los simples ejecutantes nada más, a los vulgares ladrones.
*
El peligro de la vida ha
sido durante años más amenazante para los vecinos de Méjico que el peligro de
la propiedad. Los zapatistas son los más malfamados de todos los numerosos
grupos políticos de Méjico. En realidad, aparecen como los únicos revolucionarios
sinceros. Más que partido fueron una secta, y Zapata un profeta al que seguían
con fanatismo. Tierra para todos era
su lema. Fueron bárbaros; una especie de hunos, que caían sobre la ciudad de
Méjico como las invasiones de bárbaros sobre Roma; pero eran honrados. Yo no sé
que Zapata ni ninguno de los suyos se enriqueciese. Lo rompían todo, pero no se
les ocurría llevarse en el bolsillo los fragmentos de las riquezas.
Juntos con éstos bárbaros de
la revolución llegaba Villa, y la gente culta tenía que ir a rendirle homenaje
o a implorar el perdón de su existencia en aquel coche-salón perpetuo domicilio
suyo, que fue para la historia contemporánea de Méjico lo que la tienda de
Atila para los albores medievales.
Pues bien: zapatistas y
villistas, que desde hace tiempo son designado como bandidos por los mismos qu
se sirvieron de ellos en los primeros tiempos, inspiraban menos miedo a los
vecinos pacíficos y honorables de Méjico que la proximidad de las fuerzas
gubernamentales.
Méjico y las dos Américas
Los políticos de la
revolución mejicana, como por regla general no han salido nunca de su país,
ignoran el verdadero carácter de los Estados unidos y de las principales
naciones de Europa, pero aún muestran una ignorancia más estupenda en lo que se
refiere a las Repúblicas de la llamada América
latina.
Carranza soñó con la
constitución de una Liga de todas las naciones latinoamericanas, estableciendo
gracias a ella una especie de contrapeso al poder de los Estados Unidos. De
este modo, Méjico tendría a sus espaldas quien le apoyase y defendiese,
pudiendo hacer frente al Gobierno de Washington.
Pero no le dio resultado,
todo el mudo se le echó encima, pero lo malo es que don Venustiano ha hecho
escuela. Todos los que le sucedan están enterados de que hay que cultivar este
incidente o esta Liga. Conviene tener de cuando en cuando un conflicto con
Estados Unidos y prolongarlo todo lo que sea posible para darse aire de
salvador de la patria. Y si algún presidente-general es tan desgraciado que no
le surge el precioso “incidente”, será capaz de provocarlo.
Ahora, Obregón y los suyos
serán muy atentos muy serviciales, hasta muy humildes, si es preciso con los
Estados unidos. Las naciones no han reconocido al nuevo Gobierno; hay un
cadáver d por medio, el de Carranza, como en tiempos de Huerta había el cadáver
de Madero.
Carranza hace tiempo que
tenía este proyecto, pero no se atrevió nunca a plantearlo públicamente.
Conocía su mala reputación. Todos los financieros de la tierra le dirían que
no, recordando las hazañas de sus hacendistas contra los bancos y las empresas
extranjeras. Además, el cuidaba su fama ante el vulgo y le placía abandonar la
Presidencia. La revolución ha destruido mucho, si reemplazar nada. Se nota la
falta de lo que se ha robado y se ha derrochado sin inutilidad para nadie…
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Blasco Ibáñez, Vicente, Obras Completas, con una nota
bibliográfica, Madrid, Editorial Aguilar, S.A., 1967, tomo II.
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